21. EL VUELO



¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre!… Después de pasar por su calle, Margarita se encontró en otra, que la cortaba perpendicularmente. Cruzó de prisa esta calle larga, remendada y tortuosa, con la puerta inclinada de una droguería, en la que vendían petróleo por litros y un insecticida, y comprendió que, incluso siendo completamente libre e invisible, también en el placer había que conservar la razón. Milagrosamente consiguió frenar un poco y no se mató, estrellándose contra un poste de una esquina, viejo y torcido. Dio un viraje y apretó con fuerza la escoba, voló más despacio, evitando los cables eléctricos y los rótulos, que colgaban atravesando las acera. La tercera bocacalle salía a Arbat. Margarita ya se había acostumbrado al dominio de la escoba, notó que obedecía al menor movimiento de sus brazos y piernas y que al volar sobre la ciudad tenía que ir muy atenta y no alborotar demasiado. Además, ya en su calle había observado que los transeúntes no la veían. Nadie levantaba la cabeza, nadie gritaba «¡Mira! ¡mira!», ni se echaba hacia un lado, ni chillaba, ni se desmayaba, ni reía enloquecido. Margarita volaba en silencio, con lentitud y no a mucha altura, a la de un segundo piso, aproximadamente. Pero a pesar de ello, al llegar a Arbat, con sus luces deslumbrantes, se desvió un poco y se dio en el hombro contra un disco iluminado con una flecha. Margarita se enfadó. Detuvo la obediente escoba, se apartó a un lado y luego, lanzándose sobre el disco, lo rompió en pedazos con el mango de la escoba. Los cristales cayeron con el consiguiente estrépito, los transeúntes se apartaron hacia un lado, se oyeron silbidos, pero Margarita, consumada su inútil travesura, se echó a reír.

«En Arbat hay que tener más cuidado — pensó Margarita—, está todo enredadísimo y no hay quien lo entienda.»

Siguió volando, sorteando los cables. Debajo de ella pasaban capots de los trolebuses, de los autobuses y de los coches; y desde allí arriba tenía la impresión de que por las aceras corrían ríos de gorras. De los ríos nacían unos riachuelos que desembocaban en las encendidas fauces de las tiendas nocturnas.

«¡Qué aglomeración! — pensó Margarita con enfado—. Si no hay dónde moverse.»

Margarita cruzó la calle de Arbat, ascendió hasta la altura de un cuarto piso y, rozando los brillantes tubos de luz del teatro, pasó a una callecita estrecha de casas altas. Estaban abiertas todas las ventanas y de todas salía música de aparatos de radio. Margarita se asomó a una de ellas. Era una cocina. Dos hornillos de petróleo aullaban sobre el fogón, y junto a ellos discutían dos mujeres con cucharas en la mano.

— Le diré, Pelagueya Petrovna, que hay que apagar la luz al salir del retrete — decía una de ellas, que estaba delante de una cacerola con algo de comer, evaporándose—; si no, presentaremos una denuncia para que la desalojen.

—¡Como si usted no hubiese roto un plato nunca! — replicaba la otra.

— Las dos han roto platos muchas veces — dijo Margarita con voz sonora, adentrándose un poco en la cocina.

Las dos contrincantes se volvieron hacia la ventana, estaban inmóviles, con las sucias cucharas en la mano. Margarita estiró una mano con cuidado, e introduciéndola entre las dos mujeres, dio vuelta a las llaves de los hornillos y los apagó. Las mujeres dieron un grito y se quedaron boquiabiertas. Pero Margarita ya no tenía nada más que hacer en la cocina y salió a la calle.

Le llamó la atención un suntuoso edificio de ocho pisos, al parecer recién construido, que estaba al final de la calle. Empezó a descender, y al aterrizar se fijó en la fachada, revestida de mármol negro; las puertas eran grandes, y a través de los cristales se veía una gorra con galón dorado y los botones del conserje. Sobre la puerta había un letrero, también dorado, que decía: «Casa del Dramlit».

Margarita se quedó mirando el letrero, tratando de descifrar el significado de aquella palabra: «Dramlit». Con la escoba bajo el brazo, Margarita entró en el portal, empujando con la puerta al sorprendido conserje y vio en la pared, junto al ascensor, una gran tabla negra, con unos letreros blancos que indicaban los nombres de los inquilinos y los números de sus pisos. Al ver el letrero de arriba que decía «Casa de dramaturgos y literatos», Margarita lanzó un grito furioso y ahogado. Se elevó en el aire y empezó a leer con ávido interés los apellidos: Jústov, Dvubratski, Kvant, Beskúndnikov, Latunski…

—¡Latunski! — gritó Margarita—. ¡Latunski! pero si es él… ¡el que hundió al maestro!

El conserje, asombrado, con los ojos fuera de las órbitas, dio un res-pingo, se quedó mirando la tabla, tratando de entender aquel milagro. ¿Cómo es que la lista de inquilinos había gritado?

Mientras tanto, Margarita subía velozmente por la escalera, repitiendo con entusiasmo:

— Latunski, 84… Latunski, 84…

A la izquierda, el 82; a la derecha, 83; más arriba, a la izquierda, 84. ¡Era allí! Y una placa: «O. Latunski».

Margarita descendió de la escoba de un salto y sus recalentados talones percibieron con delicia el frío del suelo de piedra. Margarita llamó una vez y otra. Nadie abría. Apretó con más fuerza el botón del timbre y oyó el alboroto que se armaba en la casa de Latunski. Sí, el que vivía en el piso 84 tendría que estar agradecido el resto de sus días al difunto Berlioz porque el presidente de MASSOLIT había sido atropellado por un tranvía y la reunión funeral estaba convocada precisamente para aquella tarde. El crítico Latunski había nacido bajo una estrella afortunada que le evitó el encuentro con Margarita, convertida en bruja precisamente el mismo viernes.

En vista de que nadie abría la puerta, Margarita descendió volando a toda velocidad; contando los pisos en su camino descendente, salió a la calle y miró hacia arriba, calculando qué piso sería el de Latunski. No cabía duda, eran aquellas cinco ventanas oscuras de la esquina del edificio, en el octavo piso. Margarita se elevó de nuevo y a los pocos segundos entraba por la ventana en un cuarto oscuro en el que sólo había un estrecho caminito plateado por la luna. Tomó corriendo este caminito y encontró la llave de la luz. En un instante quedó iluminado todo el piso. Dejó la escoba en un rincón. Al cerciorarse de que en la casa no había nadie, Margarita abrió la puerta de la escalera para ver la placa. Había acertado. Era el lugar buscado por ella.

Cuentan que, todavía hoy, el crítico Latunski palidece al recordar aquella espantosa tarde y aún pronuncia el nombre de Berlioz con adoración. Nadie sabe qué oscuro y repugnante crimen podría haberse cometido aquella tarde: al volver de la cocina, Margarita llevaba en la mano un pesado martillo.

La invisible voladora trataba de convencerse y de contenerse, pero le temblaban las manos de impaciencia. Apuntando con tino, Margarita golpeó las teclas del piano y en toda la casa retumbó un alarido quejumbroso. El instrumento de Bekker, que no tenía la culpa de nada, gritó desaforadamente. Se hundieron sus teclas y volaron las chapitas de marfil. El instrumento aullaba, resonaba y gemía. La tabla superior barnizada se rompió de un martillazo, sonando como el disparo de un revólver. Margarita, sofocada, rompía y aplastaba las cuerdas. Por fin, muerta de cansancio, se derrumbó en un sillón para recobrar la respiración.

De la cocina y del baño llegaba el zumbido alarmante del agua. «Parece que el agua ya está llegando al suelo… — pensó Margarita, y dijo en voz alta—: No hay tiempo que perder.»

De la cocina llegaba al vestíbulo un verdadero torrente. Chapoteando en el agua con sus pies descalzos, Margarita llevaba cubos de agua al despacho del crítico. Rompió con el martillo las puertas de las librerías del despacho y corrió al dormitorio. Rompió el armario de luna, sacó un traje del crítico y lo metió en la bañera. Volcó un tintero lleno encima de la pomposa cama de matrimonio.

Todos estos estropicios que hacía le causaban gran satisfacción, pero le seguía pareciendo que no eran suficientes. Por eso se puso a destrozar todo lo que le venía entre manos. Rompía los tiestos de ficus que estaban en la habitación del piano. Sin terminar de hacerlo, volvía al dormitorio y con un cuchillo de cocina deshacía las sábanas, destrozaba las fotografías enmarcadas. No sentía cansancio, pero estaba chorreando sudor.

En el piso número 82, debajo del de Latunski, a la criada del dramaturgo Kvant, que estaba tomando el té en la cocina, le extrañó el ruido de pasos que llegaba de arriba. Levantó los ojos al techo: estaba cambiando de color, ya no era blanco, sino grisáceo y azulado. La mancha se agrandó ante sus ojos y de pronto aparecieron unas gotas.

Esto la dejó inmovilizada de sorpresa, hasta que del techo empezó a caer una verdadera lluvia que golpeaba en el suelo. Se incorporó y puso debajo de la gotera una palangana, pero no sirvió de nada, porque la lluvia abarcaba una superficie cada vez mayor, caía sobre la cocina de gas y sobre la mesa llena de cacharros. Dio un grito y corrió a la escalera. Sonó el timbre en el piso de Latunski.

— Bueno, ya empezamos… Es hora de irse — dijo Margarita, y se montó en la escoba. Por el ojo de la cerradura entraba una voz de mujer.

—¡Abran! ¡Abran! ¡Dusia, ábreme! ¡Que se ha salido el agua! ¡Estamos inundados!

Margarita se elevó un metro en el aire y dio un golpe en la araña de cristal. Estallaron las dos bombillas y volaron por toda la casa los colgantes. Cesaron los gritos en la cerradura y por la escalera se oyó ruido de pasos. Margarita salió volando por la ventana; desde fuera dio un ligero golpe en el cristal.

La ventana protestó y por la pared cubierta de mármol cayó una lluvia de cristales. Margarita se acercó a otra ventana. Abajo, lejos de ella, corría la gente, y uno de los dos coches que estaban junto a la acera se puso en marcha ruidosamente.

Al terminar con las ventanas de Latunski, Margarita voló hacia el piso vecino. Los golpes se hicieron más frecuentes y la bocacalle se llenó de ruidos estrepitosos. Del primer portal salió corriendo el portero, miró hacia arriba; se quedó unos instantes indeciso, sin saber qué hacer, luego cogió un silbato y silbó como un loco. Margarita, animada por el silbido, rompió con gusto especial el último cristal del piso octavo; luego bajó al séptimo y siguió destrozando cristales.

El conserje, harto de estar matando las horas detrás de las puertas de cristal, ponía en el silbido toda su alma, siguiendo los movimientos de Margarita, como acompañándola. Durante las pausas, mientras Margarita volaba de una ventana a otra, el portero cogía aire, y con cada golpe de Margarita inflaba los carrillos y su silbido llegaba hasta el cielo.

Sus esfuerzos, unidos a los de la enfurecida Margarita, dieron buen resultado. En la casa reinaba el pánico. Se abrían las ventanas que quedaban enteras, se asomaban cabezas que volvían a esconderse inmediatamente. Por el contrario, las ventanas abiertas se cerraban. En las ventanas de las casas de enfrente aparecían sobre un fondo iluminado siluetas oscuras de hombres que trataban de comprender por qué en la nueva casa del Dramlit se rompían los cristales sin razón alguna.

En la calle, la gente corría hacia la casa del Dramlit, y por todas las escaleras interiores subían y bajaban hombres sin orden ni concierto. La muchacha de Kvant gritaba a todos los que corrían por la escalera que su casa estaba inundada; pronto se unió a ella la muchacha de Jústov, del piso número 80, debajo del de Kvant. En casa de Jústov caía el agua en la cocina y en el cuarto de baño.

En casa de Kvant se derrumbó una capa bastante considerable del cielo raso, rompiendo todos los cacharros sucios, y en seguida empezó a caer un verdadero chaparrón; el agua caía a cántaros a través del chillado descompuesto. Se oía gritar en la escalera.

Al pasar junto a la penúltima ventana del cuarto piso, Margarita miró al interior. Un hombre aterrorizado se había puesto una careta antigás. Margarita dio un golpe en la ventana con el martillo y el hombre se asustó y desapareció.

Inesperadamente, se calmó el terrible caos. Margarita se deslizó hasta el tercer piso y echó una mirada por la última ventana, tapada con una leve cortina. En la habitación brillaba una luz débil bajo una pantalla. Un niño de unos cuatro años, sentado en una cuna con barrotes a los lados, escuchaba asustado los ruidos de la casa. No había personas mayores en la habitación; por lo visto habían salido.

— Están rompiendo los cristales — dijo el niño, y llamó—: ¡Mamá!

Nadie le respondió.

—¡Mamá, tengo miedo!

Margarita corrió la cortina y entró por la ventana.

— Tengo miedo — repitió el chico, temblando ya.

— No tengas miedo, pequeño — le dijo Margarita, tratando de suavizar su terrible voz enronquecida por el aire—, son los chicos, que han roto unos cristales.

—¿Con un tirador?

— Sí, con un tirador — afirmó Margarita—. Duerme tranquilo.

— Ha sido Sítnik — dijo el niño—, él tiene un tirador.

—¡Claro que ha sido él!

El chico miró a un lado con aire malicioso y preguntó:

— Y tú, ¿dónde estás?

— No estoy — contestó Margarita—, estás soñando.

— Eso es lo que pienso — dijo el chico.

— Acuéstate — le ordenó Margarita—; pon una mano debajo de la cara y seguirás soñando conmigo.

— Bueno, a ver si te veo — asintió el chico, y se tumbó con la mano bajo la mejilla.

— Te voy a contar un cuento — habló Margarita, y puso su mano ardiente sobre la cabeza del niño, con el pelo recién cortado—. Érase una vez una mujer… No tenía hijos y no era feliz. Se pasó mucho tiempo llorando y luego se enfadó… —Margarita dejó de hablar y retiró la mano: el niño se había dormido.

Margarita puso con cuidado el martillo en la ventana y salió volando. Había un gran alboroto junto a la casa. Por la acera asfaltada, cubierta de cristales rotos corría gente, iban gritando algo. Entre ellos se veían algunos milicianos. Sonó una campana, y por la calle de Arbat apareció un coche rojo de bomberos con su escalera.

Pero todo aquello había dejado de interesar a Margarita. Con cuidado, para no rozar ningún cable, empuñó la escoba y en seguida ascendió por encima de la infortunada casa. La callecita pareció inclinarse y se hundió hacia un lado. En su lugar, bajo los pies de Margarita, apareció una serie de tejados, cortados por caminos relucientes. Se fueron apartando hacia la izquierda y las cadenas de luces formaron una gran mancha continua.

Margarita dio otro impulso a su vuelo y pareció que la tierra se había tragado los tejados; en su lugar se veía ahora un lago de temblorosas luces eléctricas. De repente, el lago se levantó vertical y apareció sobre la cabeza de Margarita; debajo brillaba la luna. Margarita comprendió que iba cabeza abajo. Recuperó la posición normal y vio que el lago había desaparecido, dejando en su lugar un resplandor rosa en el horizonte. Desapareció a su vez este resplandor y Margarita vio que estaba a solas con la luna, que volaba hacia la izquierda, por encima de ella. Hacía tiempo que se había despeinado y el aire bañaba su cuerpo con un silbido. Al ver que dos hileras de luces distanciadas que se habían unido en dos líneas continuas de fuego, desaparecieron inmediatamente, Margarita se dio cuenta de que volaba a una velocidad enorme y le extrañó no tener sensación alguna de vértigo.

Habían pasado varios segundos cuando abajo, muy lejos, en medio de la oscuridad de la tierra, se encendió un resplandor de luces eléctricas que se acercaba a Margarita vertiginosamente, pero se convirtió en seguida en un torbellino y desapareció. A los pocos segundos se repitió el mismo fenómeno.

—¡Ciudades! ¡Ciudades! — gritó Margarita.

Después, unas dos o tres veces vio unas espadas opacas en fundas negras y abiertas. Comprendió que eran ríos.

Levantaba la cabeza hacia la izquierda, contemplando la luna que volaba hacia Moscú, rápida y siempre en el mismo sitio. En su superficie se dibujaba algo oscuro y misterioso: un dragón o un caballo jorobado, con el afilado hocico mirando a la ciudad abandonada.

A Margarita se le ocurrió que no tenía por qué meterle tantas prisas a su escoba, que con eso perdía la posibilidad de admirar el paisaje y disfrutar del vuelo. Algo le decía que los que la esperaban se habían armado de paciencia y que ella podía evitar con toda tranquilidad aquella velocidad y la altura mareante.

Margarita inclinó la escoba con las cerdas para abajo, haciendo que se levantara el mango, y, aminorando la velocidad, se acercó a la tierra. Este resbalar, como en un trineo, le causó una gran satisfacción. La tierra se le acercó y en su espesor, informe hasta aquel momento, se dibujaron los secretos y las maravillas de la tierra en una noche de luna. La tierra estaba cada vez más cerca, y Margarita ya sentía el olor de los bosques verdes. Volaba sobre la niebla de un valle cubierto de rocío, luego sobre un lago. Las ranas cantaban a coro, y a lo lejos, encogiéndole el corazón, se oyó el ruido de un tren. Pronto lo vio. Avanzaba despacio, como una oruga, despidiendo chispas. Dejándolo atrás, Margarita voló sobre otro espejo de agua en el que pasó otra luna. Bajó todavía más y siguió su vuelo casi rozando con los talones las copas de unos pinos enormes.

Oyó tras ella un fuerte ruido de algo cortando el aire que casi la alcanzaba. Poco a poco, a aquel ruido que recordaba al de una bala se unió una risa de mujer a muchas leguas de distancia. Margarita se volvió. Se le acercaba un objeto oscuro y de forma complicada.

Cuando llegó más cerca, Margarita empezó a distinguir una figura que volaba sobre algo extraño; por fin lo vio con claridad: era Natasha, que aminoraba velocidad y alcanzaba ya a Margarita.

Estaba completamente desnuda, el pelo suelto flotando en el aire, montada sobre un cerdo gordo que sujetaba con las patas delanteras una cartera y que con las traseras pateaba en el aire rabiosamente. A un lado del cerdo, unos impertinentes, caídos de su nariz, y que, seguramente, iban sujetos a una cuerda, brillaban y se apagaban a la luz de la luna. Un sombrero le tapaba los ojos, casi constantemente. Margarita, después de mirarle con atención, reconoció en el cerdo a Nikolái Ivánovich, y su risa resonó en el bosque, uniéndose a la de Natasha.

—¡Natasha! — gritó Margarita con voz estridente—. ¿Te has dado la crema?

— Cielo mío — contestó Natasha, despertando el adormecido bosque de pinos con sus gritos—. ¡Mi reina de Francia, también le puse crema a él en la calva!

—¡Princesa! — vociferó lloroso el cerdo, galopando con su jinete a cuestas.

—¡Margarita Nikoláyevna! ¡Cielo! — gritaba Natasha, galopando junto a Margarita—. Le confieso que he cogido la crema. ¡También nosotras queremos vivir y volar! ¡Perdóneme, señora mía, pero no volveré por nada del mundo! ¡Qué estupendo, Margarita Nikoláyevna!… Me ha pedido que me case con él — Natasha señaló con el dedo al cuello del cerdo, que resoplaba muy molesto—, ¡que me case! ¿Cómo me llamabas, eh? — gritaba, inclinándose sobre su oreja.

— Diosa — gimió él—. No puedo volar tan de prisa. Puedo perder unos documentos muy importantes. ¡Protesto, Natalia Prokófievna!

—¡Vete al diablo con tus papeles! — gritó Natasha, riendo con desenfado.

—¿Qué dice, Natalia Prokófievna? ¡Que nos pueden oír! — gritaba el cerdo suplicante.

Siempre volando al lado de Margarita, Natasha contó entre risas lo que había sucedido en el palacete después que ella sobrevoló la puerta del jardín.

Contó Natasha que se olvidó de los regalos y que en seguida se desnudó, se untó con la crema, y cuando reía eufórica frente al espejo, maravillada de su propia belleza, se abrió la puerta y apareció Nikolái Ivánovich. Estaba emocionado, llevaba en las manos la combinación azul de Margarita Nikoláyevna, la cartera y el sombrero. Al ver a Natasha, Nikolái Ivánovich se quedó pasmado, y cuando pudo dominarse un poco, anunció, rojo como un cangrejo, que se había visto en el deber de recoger la combinación y llevarla personalmente…

—¡Qué cosas decía el muy sinvergüenza! — gritaba Natasha riendo—. ¡Hay que ver lo que me propuso! ¡Y el dinero que me prometió! Decía que Claudia Petrovna no se enteraría de nada. ¿No dirás que miento? — interpeló Natasha al cerdo, que se limitaba a volver la cabeza avergonzado.

Entre otras travesuras, a Natasha se le había ocurrido ponerle en la cal-va a Nikolái Ivánovich un poco de crema. Se quedó asombrada. La cara del respetable vecino de la planta baja se transformó en un hocico de cerdo y en los pies y en las manos le salieron pezuñas. Nikolái Ivánovich se vio en el espejo y dio un grito salvaje, desesperado, pero era demasiado tarde. A los pocos segundos cabalgaba por el aire a las quimbambas, fuera de Moscú, llorando de pena.

— Exijo que me devuelvan mi apariencia habitual — gruñía con voz ronca el cerdo, en una mezcla de súplica y exasperación—. ¡Margarita Nikoláyevna, pare a su criada, es su deber!

—¡Ah! ¿Conque ahora me llamas criada? ¿Criada? — gritó Natasha, pellizcándole la oreja al cerdo—. Antes era una diosa. ¿Cómo me llamabas, di?

—¡Venus! ¡Venus! — contestó compungido el cerdo, volando sobre un riachuelo que se retorcía entre piedras, y rozando con las pezuñas las ramas de un avellano.

—¡Venus! ¡Venus! — gritaba Natasha triunfante, poniéndose una mano en la cintura y extendiendo la otra hacia la luna—. ¡Margarita! ¡Reina! ¡Pida que me dejen bruja! Usted lo puede hacer, usted que tiene el poder en sus manos.

Margarita respondió:

— Lo haré, te lo prometo.

—¡Gracias! — exclamó Natasha, y de pronto se puso a gritar con voz aguda y angustiada—: ¡De prisa! ¡Más de prisa! ¡Adelante!

Apretó con los talones los flancos del cerdo, rebajados por la vertiginosa carrera, él dio un tremendo salto, hendió el aire y al segundo Natasha estaba ya muy lejos, convertida en un punto negro; pronto desapareció por completo y se apagó el ruido de su vuelo.

Margarita siguió volando, despacio, sobre una región desierta y desconocida de montes cubiertos de grandes piedras redondeadas, entre inmensos pinos, que no sobrevolaba ya: pasaba entre sus troncos, plateados por la luna. La precedía, ligera, su propia sombra, porque, ahora, la luna la seguía.

Margarita sentía la proximidad del agua y comprendía que su objetivo estaba cerca. Los pinos se separaron y se acercó a un precipicio. En el fondo, entre sombras corría el río. La niebla colgaba de los arbustos del tajo; la otra orilla era baja y plana. Bajo un grupo solitario de árboles frondosos brillaba la luz de una hoguera y se movían unas figuritas. Le pareció que de allí salía un zumbido de música alegre. Más allá, hasta donde llegaba la vista en el valle plateado, no se veían rastros de casas ni de gente.

Margarita bajó al precipicio y se encontró junto al río. Después de su carrera por el aire le atraía el agua. Apartó una rama, echó a correr y se tiró al río de cabeza. Su cuerpo ligero se clavó en el agua como una flecha y el agua subió casi hasta la luna. Estaba tibia como en una bañera, y al salir a la superficie, Margarita se recreó mucho tiempo nadando en plena soledad, de noche, en aquel río.

Junto a ella no había nadie, pero un poco más lejos, detrás de unos arbustos, se oía ruido de agua y resoplidos: alguien se estaba bañando.

Margarita salió corriendo a la orilla. Su cuerpo ardía después del baño. No se sentía cansada y bailaba alegremente en la hierba húmeda.

De pronto dejó de bailar y escuchó con atención. Se acercaron los resoplidos, y de los salgueros surgió un hombre gordo, desnudo, con un sombrero de copa de seda negra echado para atrás. Sus pies estaban cubiertos de barro y parecía que el bañista llevaba botas negras. A juzgar por su respiración dificultosa y el hipo que le sacudía, estaba bastante borracho, lo que también confirmaba el olor a coñac que de pronto empezó a despedir del río.

Al encontrarse con Margarita, el gordo se quedó mirándola fijamente y luego vociferó alegre:

—¿Qué es esto? ¿Pero eres tú? ¡Clodina, pero si eres tú, la viuda siempre alegre! ¿También estás aquí? —y se acercó a saludarla.

Margarita dio un paso atrás y contestó con dignidad:

—¡Vete al diablo! ¿Qué Clodina ni que nada? Mira con quién hablas — y después de un instante de silencio terminó su retahila con una cadena de palabrotas irreproducibles. Esto tuvo el mismo efecto que una jarra de agua fría.

—¡Ay! — exclamó el gordo estremeciéndose—. ¡Perdóneme por lo que más quiera, mi querida reina Margot! Me he confundido. ¡La culpa la tiene el maldito coñac! — el gordo se puso de rodillas, se quitó el sombrero y, haciendo una reverencia, empezó a balbucir, mezclando frases rusas y francesas. Decía algo de la boda sangrienta de su amigo Guessar en París, del coñac y de que estaba abrumado por la triste equivocación.

— A ver si te pones el pantalón, hijo de perra — dijo Margarita, ablandándose.

Al ver que Margarita ya no estaba enfadada, el gordo sonrió aliviado y le contó con entusiasmo que se había quedado sin pantalones porque se los había dejado, por falta de memoria, en el río Eniséi, donde acababa de bañarse, pero que inmediatamente iría a buscarlos, ya que el río estaba a dos pasos. Después de pedir ayuda y protección empezó a retroceder hasta que se resbaló y se cayó de espaldas al agua. Pero incluso al caerse conservó en su rostro, bordeado por unas patillas, la expresión de entusiasmo y devoción.

Margarita silbó con fuerza, montó en la escoba que pasaba a su lado y se trasladó a la otra orilla. La sombra del monte no llegaba al valle y la luna bañaba toda la orilla.

Cuando Margarita pisó la hierba húmeda, la música bajo los sauces sonó más fuerte y unas chispas saltaron alegremente de la hoguera. Debajo de las ramas de los sauces, cubiertas de borlas suaves y delicadas, iluminadas por la luz de la luna, dos filas de ranas de cabeza enorme, hinchándose como si fueran de goma, tocaban una animada marcha con flautas de madera. Ante los músicos colgaban de unas ramas de sauce unos trozos de madera podrida, relucientes, iluminando las notas; en las caras de las ranas se reflejaba el resplandor de la hoguera.

La marcha era en honor de Margarita. Le habían organizado un recibimiento realmente solemne. Transparentes sirenas abandonaron su corro junto al río para cumplimentarla, sacudiendo unas algas, y desde la orilla verdosa y desierta volaron lejos sus lánguidos saludos de bienvenida. Unas brujas desnudas aparecieron corriendo desde los sauces y formaron haciendo reverencias palaciegas. Un hombre con patas de cabra se acercó presuroso, se inclinó respetuosamente sobre la mano de Margarita, extendió en la hierba una tela de seda, preguntó por el baño de la reina e invitó a Margarita a que se tumbara a descansar.

Así lo hizo. El de las patas de cabra le ofreció una copa de champaña; Margarita lo bebió, y en seguida sintió calor en el corazón. Preguntó qué había sido de Natasha, y le respondieron que, después de bañarse, había vuelto a Moscú, montada en su cerdo, para anunciar la llegada de Margarita y para ayudar a prepararle el traje.

Durante la breve estancia de Margarita bajo los sauces hubo otro episodio: se oyó un silbido y un cuerpo negro cayó al agua. A los pocos segundos ante Margarita apareció el mismo gordo con patillas que se le había presentado tan desafortunadamente en la otra orilla. Al parecer, había tenido tiempo de volver al Eniséi, porque iba vestido de frac, pero estaba mojado de pies a cabeza. Por segunda vez el coñac le había hecho una mala jugada: al aterrizar fue a caer justamente en el agua. A pesar de este triste percance, no había perdido su sonrisa, y Margarita, entre risas, permitió que le besara la mano.

La ceremonia de bienvenida tocaba a su fin. Las sirenas terminaron su danza a la luz de la luna y se esfumaron en ella. El de las patas de cabra preguntó respetuosamente a Margarita cómo había llegado hasta el río. Le extrañó que se hubiera servido de una escoba:

—¡Oh! ¿pero por qué? ¡Si es tan incómodo! — en un instante hizo un teléfono sospechoso con dos ramitas y ordenó que enviaran inmediatamente un coche, que, efectivamente, apareció al momento. Un coche negro, abierto, que se dejó caer sobre la isla, pero en el pescante se sentaba un conductor poco corriente: un grajo negro, con una larga nariz, que llevaba gorra de hule y unos guantes de manopla. La isla se iba quedando desierta. Las brujas se esfumaron volando en el resplandor de la luna. La hoguera se apagaba y los carbones se cubrían de ceniza gris.

El de las patas de cabra ayudó a Margarita a subir al coche y ella se sentó en el cómodo asiento de atrás. El coche despegó ruidosamente y se elevó casi hasta la luna. Desapareció el río y la isla con él. Margarita volaba hacia Moscú.




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