3. LA SÉPTIMA PRUEBA



Sí, eran casi las diez de la mañana, respetable Iván Nikoláyevich — dijo el profesor.

El poeta se frotó la cara con la mano, como si acabara de despertar, y observó que ya había caído la tarde sobre los «Estanques». Una barca ligera se deslizaba por el agua, ya en sombra, y se oía el chapoteo de los remos y las risas de una ciudadana. Los bancos de los bulevares se habían ido poblando, pero siempre en los otros tres lados del cuadrado, dejando solos a nuestros conversadores.

El cielo de Moscú estaba descolorido, la luna llena todavía no era dorada, sino muy blanca. Se respiraba mejor y sonaban mucho más suaves las voces bajo los tilos: eran voces nocturnas.

«¡Cómo se pasó el tiempo!… Y nos ha largado toda una historia — pensó Desamparado—. ¡Si es casi de noche!… A lo mejor no ha contado nada. ¿No lo habré soñado?»

Tenemos que suponer que realmente el profesor les había contado todo aquello, de otro modo habríamos de admitir que Berlioz había soñado lo mismo, porque, mirando fijamente al extranjero, dijo:

— Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con el Evangelio.

—¡Por favor! — contestó el profesor con una sonrisa condescendiente—. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad y si citamos el Evangelio como fuente histórica… — sonrió de nuevo. Y Berlioz se quedó de piedra, porque precisamente era eso lo que él había dicho a Desamparado mientras pasaban por la Brónnaya en su camino hacia los «Estanques del Patriarca».

— Eso es verdad — respondió Berlioz—. Pero sospecho que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted ha dicho.

—¡Oh, no! ¡Esto hay quien lo confirma! — dijo el profesor muy convencido, hablando repentinamente en un ruso macarrónico. Les invitó con cierto aire de misterio a acercarse más.

Se aproximaron uno por cada lado, y, sin ningún acento (porque tan pronto lo tenía como no; el diablo sabrá por qué), les dijo:

— Verán ustedes, lo que pasa es que… — el profesor miró en derredor atemorizado y continuó en voz muy baja— yo lo presencié personalmente. Estuve en el balcón de Poncio Pilatos y en el jardín cuando hablaba con Caifás, y en el patíbulo, de incógnito, naturalmente, y les ruego que no digan nada a nadie. Es un secreto… ¡pchss!

Hubo un silencio. Berlioz palideció.

— Y usted… usted… ¿cuánto tiempo hace que está en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.

— Acabo de llegar hace un instante — dijo desconcertado el profesor.

Entonces, por primera vez, nuestros amigos se fijaron en sus ojos y llegaron al convencimiento de que el ojo izquierdo, el verde, era de un loco de remate, y el derecho, negro y muerto.

«Bueno, me parece que aquí está la explicación — pensó Berlioz con pánico—. Es un alemán recién llegado que está loco o que le ha dado la chifladura ahora mismo. ¡Vaya broma!»

Efectivamente, todo se había aclarado; el extrañísimo desayuno con el difunto filósofo Kant, la estúpida historia del aceite de girasol y Anushka, los propósitos sobre la decapitación y todo lo demás: el profesor estaba rematadamente loco.

Berlioz reaccionó en seguida y decidió lo que había que hacer. Apoyándose en el respaldo del banco y por detrás del profesor, empezó a gesticular para dar a entender a Desamparado que no llevara la contraria. Pero el poeta, que estaba completamente anonadado, no entendió sus señales.

— Sí, sí —decía Berlioz exaltado—, todo eso puede ser posible… muy posible. Pilatos, el balcón y todo lo demás… Dígame, ¿ha venido solo o con su esposa?

— Solo, solo; siempre estoy solo — respondió el profesor con amargura.

—¿Y dónde está su equipaje, profesor? — preguntó Berlioz con tacto—, ¿en El Metropol? ¿Dónde se ha hospedado?

—¿Yo…? En ningún sitio — respondió el desquiciado alemán, recorriendo «Los Estanques» con su ojo verde angustiado y dominado por el terror.

—¿Cómo? Y… ¿dónde piensa vivir?

— En su casa — dijo con desenfado el demente guiñando el ojo.

— Por mí… encantado — balbuceó Berlioz—, pero me temo que no se va a encontrar muy cómodo. El Metropol tiene departamentos estupendos. Es un hotel de primera clase…

— Y el diablo, ¿tampoco existe? — preguntó de repente el enfermo, en un tono jovial.

— Tampoco…

—¡No discutas! — susurró Berlioz, gesticulando ante la espalda del profesor.

—¡Claro que no! ¡No hay ningún diablo! — gritó de todos modos Iván Nikoláyevich, desconcertado con tanto lío—. ¡Pero qué castigo! ¡Y apriétese los tornillos!

El demente soltó una carcajada tan ruidosa que de los tilos escapó volando un gorrión.

— Decididamente esto se pone interesante — decía el profesor temblando de risa—. Vaya, vaya, resulta que para ustedes no existe nada de nada — dejó de reírse y como suele suceder en los enfermos mentales, cambió de humor repentinamente; gritó irritado—: Conque no existe, ¿eh?

— Tranquilícese, por favor, tranquilícese — balbuceaba Berlioz, temiendo exasperarle—. Por favor, espéreme aquí un minuto con el camarada Desamparado mientras voy a hacer una llamada ahí a la vuelta. Y luego le acompañamos donde usted quiera; como no conoce la ciudad…

Hay que reconocer que el plan de Berlioz era acertado: lo primero era encontrar un teléfono público y comunicar inmediatamente a la Sección de Extranjeros algo parecido a que el consejero recién llegado estaba en «Los Estanques» en un estado evidentemente anormal. Y habría que tomar las debidas precauciones, porque todo aquello era una cosa disparatada y bastante desagradable.

—¿Quiere llamar? Muy bien, pues llame… — dijo con tristeza el enfermo, y suplicó exaltado—: Pero, por favor antes de que se vaya, créame, el diablo existe. Es lo único que le pido. Escúcheme bien; existe una séptima prueba que es la más convincente de todas. Ahora mismo se les va a presentar.

— Sí, sí, naturalmente — asentía Berlioz muy cariñoso y guiñándole el ojo al pobre poeta, que no le veía la gracia a quedarse vigilando al demente, se dirigió hacia la salida de «Los Estanques», que está en la esquina de la calle Brónnaya y la Yermoláyevski.

El profesor se sosegó y pareció volver a la normalidad.

—¡Mijaíl Alexándrovich! — gritó a espaldas de Berlioz.

El jefe de redacción se volvió, sacudido por un estremecimiento, y pensó para tranquilizarse que su nombre y su patronímico también podía haberlos sacado de algún periódico.

Poniendo las manos a manera de altavoz, el profesor volvió a gritar:

— Con su permiso voy a decir que pongan un telegrama a su tío de Kíev.

Berlioz no pudo evitar otra sacudida. ¿De dónde sabría el loco lo del tío de Kíev? Porque por un periódico no, desde luego. ¿Y si Desamparado tuviera razón? ¿Y si los documentos son falsos? ¡Qué sujeto más extraño!… ¡Al teléfono, hay que telefonear rápidamente! Lo aclararán en seguida.

Berlioz, sin escuchar nada más, echó a correr.

En aquel momento, y junto a la salida de la calle Brónnaya, se levantó de un banco y salió a su encuentro el mismo ciudadano que surgiera del calor abrasador. Pero ahora ya no era de aire, sino normal, de carne y hueso y, a la luz del crepúsculo, Berlioz divisó con claridad que su pequeño bigote era como dos plumas de gallina, los ojos diminutos, irónicos y abotargados. El pantaloncito de cuadros tan corto que se le veían unos calcetines blancos y sucios.

Mijail Alexándrovich retrocedió, pero le calmó la idea de que podía ser una simple coincidencia y que, fuera lo que fuera, no era momento de pensarlo.

—¿Busca el torniquete? — inquirió el tipo de los cuadros con voz cascada—. Por aquí, por favor. Siga derecho, que llegará donde va. ¿Y no me daría algo por la ayudita para echar un trago? ¡Está más averiao el ex chantre!…

Y se quitó la gorra de un golpe, haciendo muchos visajes.

Berlioz, sin escuchar al pedigüeño y remilgado chantre, corrió al torniquete y lo agarró con la mano. Lo hizo girar y ya estaba dispuesto a pasar sobre la vía, cuando una luz roja y blanca le cegó los ojos; se había encendido la señal: «¡Cuidado con el tranvía!».

El tranvía apareció inmediatamente, girando por la línea recién construida de la calle Yermoláyevski a la Brónnaya. De pronto, al volver y salir en línea recta, se encendió dentro la luz eléctrica; el tranvía dio un tremendo alarido y aceleró la marcha.

El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió volver a protegerse detrás de la barra; cogió el torniquete y dio un paso atrás. Se le escurrió la mano y soltó la barra. Se le resbaló un pie hacia la vía deslizándose por los adoquines como si fueran de hielo; con el otro levantado, el traspiés le derrumbó sobre las vías.

Cayó boca arriba, golpeándose ligeramente la nuca. Aún tuvo tiempo de ver — no supo si a la izquierda o a la derecha— la áurea luna. Se volvió bruscamente, encogió las piernas y se encontró con el pañuelo rojo, la cara de horror, completamente blanca, de la conductora del tranvía que se le aproximaba inexorablemente. Berlioz no gritó, pero la calle estalló en chillidos de mujeres aterrorizadas.

La conductora tiró del freno eléctrico, el tranvía clavó el morro en los adoquines, dio un respingo y saltaron las ventanillas en medio de un estruendo de cristales rotos.

En la mente de Berlioz alguien lanzó un grito desesperado: «¿Será posible?». De nuevo y por última vez, apareció la luna, pero quebrándose ya en pedazos. Luego vino la oscuridad.

El tranvía cubrió a Berlioz. Algo oscuro y redondo saltó contra la reja del parque, resbaló después por la pequeña pendiente que separa aquél de la Avenida, para acabar rodando, brincando sobre los adoquines, a lo largo de la calzada.

Era la cabeza de Berlioz.




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