17. EL DÍA INQUIETO


La mañana del viernes, es decir, al día siguiente de la condenada sesión de magia, todo el personal del Varietés: el contable Vasili Stepánovich Lástochkin, dos habilitados, las cajeras, los ordenanzas, los acomodadores y las mujeres de la limpieza, todo el personal efectivo, en vez de estar en sus puestos de trabajo, se encontraban sentados en las ventanas que daban a la Sadóvaya, mirando lo que pasaba abajo, junto a la puerta del Varietés. Había una cola inmensa, de doble fila, que llegaba hasta la plaza Kúdrinskaya. A la cabeza de la cola estaban cerca de dos docenas de revendedores, muy conocidos en el Moscú teatral.

En la cola reinaba la excitación, que atraía la atención de los transeúntes con sus apasionados comentarios sobre la insólita sesión de magia negra del día anterior. El contable Vasili Stepánovich estaba muy avergonzado oyendo aquellos relatos. Él no había presenciado el espectáculo. Los acomodadores contaban Dios sabe cuántas cosas y, entre otras, que después de la ya famosa sesión, algunas ciudadanas corrían por la calle con trajes indecentes, y muchas más historias por el estilo. Vasili Stepánovich que era un hombre discreto y modesto, oía todo aquello con los ojos muy abiertos y decididamente no sabía qué medidas tomar. Y lo malo era que tenía que ser precisamente él quien las tomara, ya que se había quedado solo al frente del equipo del Varietés.

Hacia las diez de la mañana, la cola de impacientes había tomado tales proporciones que llegó la noticia a oídos de las milicias, y con una rapidez sorprendente se presentaron patrullas a pie y a caballo, que consiguieron mantener cierto orden en la cola. Pero, de todas maneras, la serpiente kilométrica, aunque ordenada, constituía por sí misma una gran atracción y un motivo de asombro para los ciudadanos que pasaban por la Sadóvaya.

Esto en el exterior, pero dentro del Varietés el ambiente no era tampoco muy normal. Desde primera hora los teléfonos sonaban sin parar en los despachos de Lijodéyev, de Rimski, en el de Varenuja y en la oficina de contabilidad.

Al principio Vasili Stepánovich intentaba dar una contestación, o contestaba la cajera, o murmuraban algo los acomodadores, pero luego dejaron de atender a las llamadas, porque no había posibilidad alguna de responder a la pregunta de dónde se encontraban Lijodéyev, Varenuja y Rimski. Al principio, para salir del paso, decían: «Lijodéyev está en su casa», pero les respondían que habían llamado a su casa y allí les habían dicho que estaba en el Varietés.

Una señora, al borde de un ataque de nervios, llamó exigiendo que se pusiera Rimski, le aconsejaron que llamara a su mujer, y ella respondió entre sollozos que precisamente su mujer era ella y que Rimski no aparecía por ningún sitio. No había manera de entenderse en aquel lío. La mujer de la limpieza ya había contado a todo el mundo que cuando entró a arreglar el despacho del director de finanzas encontró la puerta abierta de par en par, las luces encendidas, la ventana del jardín rota, el sillón tirado en el suelo y nadie en el despacho.

A las diez y pico irrumpió en el Varietés madame Rimski. Sollozaba, se retorcía las manos. Vasili Stepánovich, apuradísimo, no sabía qué aconsejarle. A las diez y medía aparecieron las milicias. Y la primera pregunta — muy razonable fue:

—¿Qué ocurre, ciudadanos? ¿Qué ha pasado?

El grupo se apartó, dejando a Vasili Stepánovich, pálido y nervioso, frente a los milicianos. Se vio obligado a contar francamente lo ocurrido, es decir, que el consejo de administración del Varietés, representado por el director general, el director de finanzas y el administrador había desaparecido en pleno y no se sabía dónde estaba, que el presentador del programa había sido llevado a un manicomio después de la sesión de noche del día anterior, y que, en resumen, la sesión había sido un verdadero escándalo.

A la esposa de Rimski, que seguía sollozando, procuraron calmarla en lo posible y la mandaron a casa. Les interesó mucho lo que contaba la mujer de la limpieza del estado en el que encontró el despacho de Rimski. Pidieron a los empleados que ocuparan sus puestos y se dedicaran a sus obligaciones. Poco después llegaron al edificio del Varietés los funcionarios de la Instrucción Judicial, con un perro color ceniza, de orejas afiladas, musculoso y con unos ojos extraordinariamente inteligentes. Entre los empleados del Varietés se corrió en seguida la voz de que el perro era nada menos que el famoso «Asderrombo». Y realmente era él. Su comportamiento sorprendió a todos. En cuanto entró en el despacho del director de finanzas, se puso a gruñir, enseñando sus aterradores colmillos amarillentos, luego se tumbó en el suelo y, con una expresión de angustia y de rabia al mismo tiempo, avanzó arrastrándose hasta la ventana rota. Venciendo su miedo, saltó a la repisa de la ventana y, levantando su afilado morro, se puso a aullar con furia. No quería bajarse de la ventana, gruñía, se estremecía, con ganas de tirarse a la calle.

Le sacaron del despacho y le dejaron en el vestíbulo, de allí salió por la puerta principal y llevó a los que le seguían a la parada de taxis. Y allí perdió, al parecer, la pista que iba olfateando. Después se lo llevaron.

El equipo de la Instrucción Judicial se instaló en el despacho de Varenuja, y uno a uno, fueron llamados todos los testigos de los sucesos de la sesión del día anterior. Hay que señalar que la investigación se encontraba a cada paso con dificultades imprevistas. Se perdía el hilo.

¿Hubo carteles? Sí, pero por la noche los taparon con otros nuevos y ahora no quedaba ni uno. ¿De dónde llegó ese mago? ¡Quién lo sabe! ¿Quiere decir que existía un contrato?

— Es de suponer — respondía nervioso Vasili Stepánovich.

— Si se firmó, ¿tenía que haber pasado por las manos del contable?

— Sin duda alguna — contestó Vasili Stepánovich, cada vez más nervioso.

— Entonces, ¿dónde está?

— No lo sé —repuso el contable, poniéndose pálido.

Efectivamente, no había ni rastro del contrato en los archivos de contabilidad, ni en el despacho del director de finanzas, ni en el de Lijodéyev, ni en el de Varenuja.

¿Cómo se llamaba el mago? Vasili Stepánovich no lo sabía, el día anterior no había estado en el teatro. Los acomodadores tampoco lo sabían. La cajera, después de mucho arrugar la frente y de pensar un buen rato, acabó por decir:

— Vo…, creo que Voland…

¿O puede que no fuera Voland? Puede que no. Puede que fuera Fa-land.

Resultó que en el Departamento de Extranjeros no tenían ninguna noticia de Voland ni de Faland, el mago.

Kárpov, el ordenanza, dijo que el mago se había hospedado en casa de Lijodéyev. Inmediatamente fueron a la casa. No había ningún mago. No estaba tampoco Lijodéyev. Ni Grunia, la criada; nadie sabía dónde se había metido. Ni el presidente de la Comunidad de Vecinos, Nikanor Ivánovich. Tampoco Prólezhnev.

La conclusión era increíble: había desaparecido el Consejo de Administración, había tenido lugar una sesión escandalosa el día anterior y no se sabía quién la había organizado e instigado.

A todo esto, pasaba el tiempo, se aproximaba el mediodía y tenían que abrir las taquillas. Pero, claro, ¡esto ni pensarlo! Se apresuraron a colgar en la puerta del Varietés un gran trozo de cartón que decía: «Hoy no hay espectáculo». Empezó a cundir la agitación en la cola desde la cabeza, pero, pasado el primer momento de bastante consternación, se fue dispersando poco a poco y una hora después no quedaba en la Sadóvaya el menor rastro de tal cola.

El equipo de la Instrucción partió para seguir su trabajo en otro sitio, y todos los empleados, menos unos cuantos ordenanzas, quedaron libres. Se cerraron las puertas del Varietés.

El contable Vasili Stepánovich tenía dos asuntos urgentes que resolver. En primer lugar, ir a la Comisión de Espectáculos y Diversiones del género ligero con el informe sobre los acontecimientos del día anterior; tenía que pasar después por la sección administrativa de la Comisión de Espectáculos para entregar la recaudación: 21.711 rublos.

Vasili Stepánovich, empleado diligente y minucioso, empaquetó el dinero en papel de periódico, lo ató con una cuerda, lo metió en la cartera y, como conociera bien las instrucciones, se dirigió no al autobús o tranvía, naturalmente, sino a la parada de taxis.

En cuanto los tres taxistas que había en la parada vieron acercarse a un hombre con una cartera repleta arrancaron delante de sus narices, dirigiéndole miradas furibundas.

Sorprendido por aquella reacción, el contable se quedó parado un buen rato, tratando de entender lo que pasaba.

A los tres minutos se acercó otro coche, y en cuanto el conductor vio al probable pasajero cambió de cara.

—¿Está libre? — preguntó, tosiendo, Vasili Stepánovich.

— Enseñe el dinero — respondió el conductor, muy hosco, sin mirar siquiera al contable.

Vasili Stepánovich, cada vez más extrañado, apretó con el brazo la opulenta cartera y sacó del bolsillo un billete de diez rublos.

— No le llevo — dijo categóricamente el chófer.

—¡Usted perdone!… — empezó el contable, pero el otro le interrumpió:

—¿Tiene billetes de tres?

El contable, desorientado por completo, sacó del bolsillo dos billetes de tres rublos y se los enseñó al chófer.

—¡Suba! — gritó el hombre, dando un golpe tan fuerte en la banderita del contador que por poco lo rompe—. Vamos.

—¿Qué pasa, no tiene cambio? — preguntó tímidamente el contable.

—¡Tengo el bolsillo lleno de cambio! — gritó el chófer, y en el espejo se reflejaron sus ojos congestionados—. Es la tercera vez que me pasa hoy. Y a los demás también: que un hijo de perra me da un billete de diez rublos, le devuelvo el cambio: cuatro cincuenta. Se va el muy cerdo. A los cinco minutos miro y en vez del billete de diez rublos, ¡una etiqueta de botella! — el chófer pronunció varias palabras irreproducibles—. Otro, en la Zúbovskaya. Diez rublos. Le doy tres de cambio. Se va. Cojo la cartera y sale de allí una abeja y, ¡zas! se me hinca en el dedo. ¡Qué…! —de nuevo el chófer dijo algo irreproducible—. Y del billete de diez rublos, ¡ni rastro! Ayer, en este Varietés (palabras irreproducibles), un desgraciado prestidigitador dio una sesión con billetes de diez rublos (palabras irreproducibles)…

El contable, mudo, se encogió como si fuera la primera vez que oía la palabra Varietés y pensó: «¡Qué cosas!».

Al llegar al sitio a donde iba, pagó debidamente al chófer, entró en el edificio y se dirigió por el pasillo hacia el despacho del director. Se dio cuenta de que había acudido en mal momento. En la oficina de la Comisión de Espectáculos reinaba el más completo alboroto: junto al contable pasó corriendo una mujer ordenanza, con el pañuelo caído y los ojos desorbitados.

—¡Nada, nada! ¡Nada, hijos míos! — gritaba, dirigiéndose a alguien—. La chaqueta y el pantalón están, pero dentro, ¡nada!

Desapareció detrás de una puerta y se oyó ruido de platos rotos. De la habitación del secretario salió el jefe de la primera sección, que conocía al contable, pero que estaba en un estado tal, que no le reconoció y desapareció sin dejar huella.

El contable, sorprendido por todo lo que veía, llegó hasta la secretaría, que precedía al despacho del presidente de la Comisión. Se quedó perplejo.

A través de la puerta llegaba una voz temible, que, sin duda, era la voz de Prójor Petróvich, el presidente de la Comisión. «¿Estará echando una bronca?», pensó el asustado contable, y, al volver la cabeza, vio algo peor: echada en un sillón de cuero, con la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas casi hasta el centro del despacho, lloraba amargamente, con un pañuelo mojado en la mano, la secretaria particular de Prójor Petróvich, la bella Ana Richárdovna.

Tenía la barbilla manchada de rojo de labios, y de las pestañas salían ríos de pintura negra que corrían por sus mejillas de melocotón.

Al ver que alguien entraba, Ana Richárdovna se levantó bruscamente, se lanzó hacia el contable, le agarró por las solapas de la chaqueta y em pezó a sacudirle, gritando:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin, uno que es valiente! ¡Todos han escapado, todos me han traicionado! Vamos, vamos a verle, que no sé qué hacer — y arrastró al contable hasta el despacho sin dejar de sollozar.

Una vez dentro del despacho, el contable empezó por perder la cartera y en la cabeza se le embarullaron todas las ideas. Hay que reconocer que era muy natural, que había motivos para ello.

Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en tinta. Llevaba corbata y del bolsillo del traje asomaba una pluma estilográfica, pero de la camisa no emergía ni cabeza ni cuello, ni asomaban las manos por las mangas. El traje estaba concentrado en el trabajo y parecía no darse cuenta del barullo que le rodeaba. Al oír que alguien entraba, el traje se apoyó en el respaldo del sillón y por encima del cuello sonó la voz de Prójor Petróvich que tan bien conocía el contable:

—¿Qué sucede? ¿No ha visto el cartel de la puerta? No recibo a nadie.

La bella secretaria dio un grito y exclamó, retorciéndose las manos:

—¿No lo ve? ¿Se ha dado cuenta? ¡No está! ¡No está! ¡Que me lo devuelvan!

Alguien se asomó al despacho y salió corriendo y gritando. El contable se dio cuenta de que le temblaban las piernas y se sentó en el borde de una silla, sin olvidarse de coger la cartera del suelo. Ana Richárdovna, saltando a su alrededor, le gritó, tirándole de la chaqueta:

—¡Siempre, siempre le hacía callar cuando se ponía a blasfemar! ¡Y ya ve en qué ha terminado! — la hermosa secretaria corrió hacia la mesa y con voz suave y musical, un poco gangosa a causa del llanto, exclamó:

—¡Prosha! ¿Dónde está?

—¿A quién llama «Prosha»? — preguntó el traje con arrogancia, estirándose más en su sillón.

—¡No reconoce! ¡No me reconoce a mí! ¿Lo ve usted?… — sollozó la secretaria.

—¡Prohibido llorar en mi despacho! — dijo, ya indignado, el irascible traje a rayas y se acercó con la manga un montón de papeles en blanco, con la evidente intención de redactar varias disposiciones.

—¡No! ¡no puedo ver esto! ¡no puedo! — gritó Ana Richár

dovna, y salió corriendo a la secretaría, y detrás de ella, como una bala, el contable.

— Figúrese que estaba yo aquí —contó Ana Richárdovna, temblando de emoción y agarrándose de nuevo a la manga del contable—, y en esto entra un gato. Un gato negro, grandísimo, como un hipopótamo. Yo, naturalmente, le grito «¡zape!». Se sale fuera y en su lugar entra un tipo también gordo, con cara de gato, diciéndome: «¿Qué es esto, ciudadana? ¿Qué modo es éste de tratar a las visitas diciéndoles zape?», y, ¡zas! que se mete en el despacho de Prójor Petróvich. Yo, como es natural, le seguí, gritando: «¿Está loco?». Y ese descarado que va y se sienta frente a Prójor Petróvich en un sillón. Bueno, el otro… es un hombre buenísimo, pero nervioso. No lo niego, se irritó. Es nervioso, trabaja como un buey; se irritó: «¿Qué es eso de colarse sin permiso?». Y ese descarado, imagínese, bien arrellanado en el sillón, le dice sonriente: «He venido a hablar con usted de un asunto». Prójor Petróvich seguía irritado: «¡Oiga usted! ¡Es-toy ocupado!», le dice. Y el otro le contesta: «No está haciendo nada». Y entonces, claro está, a Prójor Petróvich se le acabó la paciencia y gritó: «Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Salga de aquí inmediatamente o el diablo me lleve!». Y el otro, que se sonríe y contesta: «¿El diablo me lleve? Facilísimo». Y ¡paf! Antes de que yo pudiera gritar, desapareció el de la cara de gato y… el tra…, el traje… ¡Eeeh! — aulló Ana Richárdovna, abriendo la boca, que ya había perdido su delimitación natural.

Ahogándose con las lágrimas, recuperó la respiración y empezó a hablar de cosas incomprensibles.

—¡Escribe, escribe, escribe! ¡Es para volverse loca! ¡Habla por teléfono! ¡El traje! ¡Todos han huido como conejos!

El contable, de pie, temblaba. Pero le salvó el destino. En la secretaría aparecieron las milicias, representadas por dos hombres de andares pausados y seguros. La bella secretaria, al verles, se puso a llorar con más fuerza, mientras señalaba con la mano la puerta del despacho.

— No lloremos, ciudadana — dijo en tono apacible uno de ellos, y el con-table, comprendiendo que allí ya no tenía nada que hacer, salió apresuradamente de la secretaría. Un minuto después ya estaba al aire libre. En la cabeza tenía algo parecido a una corriente de aire que zumbaba como en una chimenea, y en medio del zumbido oía fragmentos del relato del acomodador sobre el gato de la sesión de magia. «¡Ajá! ¿No será éste nuestro gatito?»

En vista de que en la Comisión de Espectáculos no había sacado nada en limpio, el diligente Vasili Stepánovich decidió ir a la sucursal de la calle Vagánkovskaya, haciendo a pie el camino para serenarse un poco.

La sucursal de la Comisión de Espectáculos estaba situada en un edificio deteriorado por el tiempo, al fondo de un patio. Era famoso por las columnas de pórfido que adornaban el vestíbulo. Pero aquel día no eran las conocidas columnas lo que llamaba la atención de los visitantes, sino lo que estaba sucediendo debajo de ellas.

Un grupo de visitantes permanecía inmóvil junto a una señorita que lloraba sin consuelo, sentada tras una mesa en la que había montones de gacetillas de espectáculos, que ella vendía. En aquel momento no ofrecía ninguna de sus gacetas al público, y a las preguntas compasivas respondía sólo moviendo la cabeza. Al mismo tiempo, de todos los departamentos de la sucursal: arriba, abajo, izquierda y derecha, sonaban como locos los timbres de por lo menos veinte teléfonos.

Por fin, la señorita dejó de llorar, se estremeció y dio un grito histérico: —¡Otra vez! — y empezó a cantar con voz temblorosa de soprano. «Glorioso es el mar sagrado del Baikal…» Apareció en la escalera un ordenanza, amenazó a alguien con el puño y acompañó a la señorita con una triste y débil voz de barítono: «Glorioso es el barco/barril de salmones…»

Se unieron a la del ordenanza varias voces lejanas, y el coro empezó a crecer hasta que la canción sonó en todos los rincones de la sucursal. En el despacho número 6, en la sección de contabilidad y control, destacaba una voz fuerte, algo ronca: «Viento del norte, levanta la ola…» Gritaba el ordenanza de la escalera. A la señorita le corrían las lágrimas por la cara, trataba de apretar los dientes, pero la boca se le abría involuntariamente y seguía cantando una octava más alta que el ordenanza: «El mozo no va muy lejos…» A los silenciosos visitantes de la sucursal les sorprendía, sobre todo, que aquel coro esparcido por todo el edificio, cantara en verdadera armonía, como si tuvieran los ojos puestos en la batuta de un invisible director de orquesta. Los transeúntes se paraban en la calle, admirados por la animación que reinaba en la sucursal. Cantaron la primera estrofa y luego se callaron, como obedeciendo órdenes de un director. El ordenanza masculló una blasfemia y desapareció. Se abrió la puerta de la calle y entró un ciudadano con abrigo, por debajo del cual asomaba una bata blanca. Le acompañaba un miliciano. — ¡Doctor, le ruego que haga algo! — gritó la señorita con verdadero ataque de histerismo. En la escalera apareció corriendo el secretario de la sucursal, azoradísimo y, al parecer, muerto de vergüenza. Tartamudeó: —Mire usted, doctor, es un caso de hipnosis general y es necesario… — no pudo concluir, se le atragantaron las palabras y empezó a cantar con voz de tenor: «Shilka y Nerchinsk…». — ¡Imbécil! — tuvo tiempo de gritar la joven, pero no pudo explicar a quién dirigía el insulto, porque, sin proponérselo, siguió canturreando lo de «Shilka y Nerchinsk»… — ¡Domínese! ¡Deje de cantar! — interpeló el doctor al secretario. Era evidente que el secretario se esforzaba por dejar de cantar, pero en vano, y, acompañado por el coro, llevó a los oídos de los transeúntes la noticia de que «el voraz animal no le rozó en la selva y la bala del tirador no le alcanzó». Acabada la estrofa, la señorita fue la primera en recibir una dosis de valeriana; luego, el doctor siguió apresuradamente al secretario para suministrarla a los demás.

— Perdone usted, ciudadana — se dirigió Vasili Stepánovich a la joven—. ¿No ha pasado por aquí un gato negro?

—¡Qué gato ni qué narices! — gritó la joven, indignada—. Lo que sí tenemos en la sucursal es un burro — y añadió—: No me importa que me oiga, se lo contaré a usted todo — y se lo contó.

El director de la sucursal, «que había sido la ruina de los espectáculos del género ligero» (según las palabras de la joven), tenía la manía de organizar clubs para diversas actividades.

—¡Todo para despistar a la dirección! — gritaba la joven.

En un año había tenido tiempo de crear los siguientes clubs: de estudio de Lérmontov, de ajedrez y damas, de ping-pong y equitación. Cuando llegó el verano, amenazó con la creación del club de remo en agua dulce y de alpinismo. Y hoy llega el director a la hora de comer…

— …trayendo del brazo a ese hijo de mala madre — contaba la joven—, que no sabemos de dónde habrá salido, uno con pantalones a cuadros, unos impertinentes rotos y una jeta…, ¡completamente imposible!…

Se presentó a los que estaban comiendo en el comedor de la sucursal como destacado especialista en la organización de masas corales.

Los futuros alpinistas cambiaron de expresión, pero el director les animó y el especialista estuvo bromeando con ellos, asegurándoles bajo juramento que el canto ocupaba poquísimo tiempo y era una fuente inagotable de posibilidades.

Los primeros en apoyar la idea fueron, naturalmente, Fánov y Kosarchuk, los pelotilleros más conocidos de la sucursal, declarándose dispuestos a apuntarse. El resto de los empleados, comprendiendo que era imposible evadirse, tuvieron que inscribirse también en el nuevo club. Decidieron que la mejor hora sería la de comer, porque el resto de las horas libres las tenían ya ocupadas con Lérmontov y con el ajedrez. El director, para dar ejemplo, anunció que tenía voz de tenor, y lo que siguió fue una escena de pesadilla. El especialista en corales, el tipo de los cuadros, rompió a gritar:

—¡Do-mi-sol-do!

Sacó a los más tímidos de detrás de los armarios, donde se habían escondido para no cantar, dijo a Kosarchuk que tenía un oído perfecto, suplicó, gimoteando, que dieran una satisfacción al viejo chantre y dio unos golpes con el diapasón pidiendo que cantaran «Glorioso mar»…

Cantaron. Y muy bien. El hombre de los cuadros conocíasu oficio, desde luego. Entonaron la primera estrofa y elchantre se excusó diciendo: «Perdonen un momento…», y desapareció. Esperaban, naturalmente, que volviera en seguida. Pero transcurrieron diez minutos y aún no había vuelto. Los empleados de la sucursal estaban contentísimos creyendo que había huido.

Pero, de pronto, sin saber por qué, rompieron a cantar la segunda estrofa. Kosarchuk, que puede que no tuviera un oído perfecto, pero que era, sin duda, un tenor bastante agradable, les arrastró a todos. Acabada la estrofa, el chantre no había vuelto aún. Se marcharon cada cual a su sitio, pero no habían tenido tiempo de sentarse cuando empezaron a cantar de nuevo, involuntariamente, sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible! Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a callar, ¡y a cantar otra vez!

Se dieron cuenta de que lo que sucedía era bastante raro. El director, avergonzado, se encerró en su despacho.

La joven interrumpió su relato: la valeriana no había causado efecto.

Pasado un cuarto de hora llegaron tres camiones a la verja de la sucursal y cargaron todo el personal de la casa, encabezado por el director.

Salió a la calle el primer camión. Pasada la sacudida, los empleados, de pie en la caja del camión, enlazados por los hombros unos con otros, abrieron la boca y la calle entera retumbó al ritmo de la canción popular. Les siguió el segundo camión y después el otro. Siguieron cantando. Los transeúntes, ocupados en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas que marchaba fuera de la ciudad. Sí, salían de la ciudad, pero no iban de excursión, sino al sanatorio del profesor Stravinski.

Había pasado una media hora cuando el contable, fuera de sí por completo, llegó al departamento de finanzas con la intención de deshacerse, por fin, del dinero del Estado.

Como había tenido ya experiencias bastante extrañas, empezó mirando con mucha cautela la sala rectangular en la que, tras unas ventanas de cristales escarchados con letreros dorados, estaban los funcionarios. No había ningún indicio de desorden o alboroto. Todo estaba en silencio, como corresponde a una institución respetable.

Vasili Stepánovich introdujo la cabeza por una ventanilla en la que se leía: «Ingresos», saludó a un empleado que conocía y pidió con amabilidad un vale de entrada.

—¿Para qué lo quiere? — preguntó el empleado de la ventanilla.

— Quiero ingresar una cantidad. Soy del Varietés.

— Un momento — contestó el empleado, y cerró con una rejilla el hueco del cristal.

«¡Qué extraño!», pensó el contable. Su sorpresa era muy natural. Era la primera vez en su vida que le pasaba una cosa así. Todo el mundo sabe lo complicado que es sacar dinero, pueden surgir dificultades. Pero en sus treinta años de experiencia como contable nunca había observado ninguna dificultad para ingresar dinero, bien fuera de un particular o de una persona jurídica.

Por fin quitaron la redecilla y el contable se aproximó de nuevo a la ventanilla.

—¿Cuánto es? — preguntó el empleado.

— Veintiún mil setecientos once rublos.

—¡Vaya! — dijo con cierta ironía el de la ventanilla, y le alargó al contable un papel verde.

El contable conocía bien los trámites, llenó el papel en un momento y desató la cuerda del paquete. Desempaquetó su envoltorio y sus ojos expresaron un doloroso asombro. Murmuró algo.

Delante de sus narices aparecieron billetes de banco extranjeros: había paquetes de dólares canadienses, libras esterlinas, florines holandeses, latos de Lituania, coronas estonianas…

—¡Éste es uno de los granujas del Varietés! — sonó una voz terrible encima del contable. Y Vasili Stepánovich quedó detenido.




Загрузка...