Mientras el diligente contable corría en un taxi para llegar al despacho del traje que escribía, del convoy número 9, de primera clase, del tren de Kíev que acababa de llegar a Moscú, descendía un pasajero de aspecto respetable, con un maletín de fibra en la mano. Era Maximiliano Andréyevich Poplavski, economista de planificación, residente en Kíev, en la calle que antiguamente se llamaba Calle del Instituto. Era el tío del difunto Berlioz, que se había trasladado a Moscú porque la noche anterior había recibido un telegrama en los siguientes términos:
«Me acaba atrepellar tranvía estanques del patriarca entierro viernes tres tarde no faltes berlioz.»
Maximiliano Andréyevich estaba considerado como uno de los hombres más inteligentes de Kíev. La consideración era muy justa. Pero un telegrama así podría desconcertar a cualquiera, por muy inteligente que fuera. Si un hombre telegrafía diciendo que le ha atropellado un tranvía, quiere decir que está vivo. Entonces, ¿a qué viene el entierro? O está muy mal y siente que su muerte está próxima. Es posible, pero tanta precisión es muy extraña: ¿cómo sabe que le van a enterrar el viernes a las tres de la tarde? Desde luego, el telegrama era muy raro.
Pero las personas inteligentes son inteligentes precisamente para resolver problemas difíciles. Era muy sencillo. La palabra «me» pertenecía a otro telegrama, sin duda alguna debería decir «a Berlioz», que es por error la palabra que figura al final. Con esta corrección el telegrama tenía sentido, aunque, naturalmente, un sentido trágico.
Maximiliano Andréyevich sólo esperó, para emprender rápidamente viaje a Moscú, que a su mujer se le pasara el ataque de dolor que sufría.
Tenemos que descubrir un secreto de Maximiliano Andréyevich. Indiscutiblemente le daba pena que el sobrino de su mujer hubiera perecido en la flor de la vida. Pero él era un hombre de negocios y pensaba cuerdamente que no había ninguna necesidad de hacer acto de presencia en el entierro. A pesar de eso, tenía mucha prisa en ir a Moscú. ¿Cuál era la razón? El piso. Un piso en Moscú es una cosa muy importante. Por incomprensible que parezca, a Maximiliano Andréyevich no le gustaba Kíev, y estaba tan obsesionado con el traslado a Moscú que empezó a padecer insomnios.
No le producía ninguna alegría el hecho de que el Dniéper se desbordase en primavera, cuando el agua, cubriendo las islas de la orilla baja, se unía con la línea del horizonte. No le alegraba tampoco la magnífica vista que se divisaba desde el pedestal del monumento al príncipe Vladímir. No le hacían ninguna gracia las manchas de sol que jugaban sobre los caminitos de ladrillo, en la colina Vladímirskaya. No le interesaba nada de aquello, lo único que quería era trasladarse a Moscú.
Los anuncios que pusiera en los periódicos para cambiar el piso de la calle Institútskaya en Kíev por un piso más pequeño en Moscú no daban ningún resultado. No le solían hacer ofertas, y si alguna vez lo hacían, eran siempre proposiciones abusivas.
El telegrama conmovió profundamente a Maximiliano Andréyevich. Era una ocasión única y sería pecado desperdiciarla. Los hombres de negocios saben muy bien que oportunidades así no se repiten.
En resumen, que, a pesar de las dificultades, había que arreglárselas para heredar el piso del sobrino. Sí, iba a ser difícil, muy difícil; pero, costase lo que costase, se superarían las dificultades. El experto Maximiliano Andréyevich sabía que el primer paso imprescindible era inscribirse como inquilino, aunque fuera provisionalmente, en las tres habitaciones de su difunto sobrino.
El viernes por la tarde, Maximiliano Andréyevich atravesaba la puerta de la oficina de la Comunidad de Vecinos del inmueble número 302 bis de la calle Sadóvaya, de Moscú.
En una habitación estrecha, en la que, colgado en una pared, había un viejo cartel que mostraba en varios cuadros el modo de devolver la vida a los que se ahogasen en un río, detrás de una mesa de madera estaba sentado un hombre sin afeitar, de edad indefinida y mirada inquieta.
—¿Podría ver al presidente de la Comunidad de Vecinos? — inquirió cortés el economista planificador, quitándose el sombrero y dejando el maletín sobre una silla desocupada.
Esta pregunta, que parecía tan normal, desagradó sobremanera al hombre que estaba sentado detrás de la mesa. Cambió de expresión y, desviando la mirada, asustado, murmuró de modo ininteligible que el presidente no estaba.
—¿Estará en su casa? — preguntó Poplavski—. Tengo que hablar con él de un asunto urgente.
La respuesta del hombre fue algo incoherente, pero se podía deducir que el presidente tampoco estaba en su casa.
—¿Y cuándo estará?
El hombre no contestó nada y se puso a mirar por la ventana con gesto triste.
«Ah, bueno», dijo para sí el clarividente Poplavski, y preguntó por el secretario.
El hombre extraño se puso rojo del esfuerzo y contestó, ininteligiblemente también, que el secretario tampoco estaba…, que no sabía cuándo volvería y que estaba… enfermo.
«¡Ah! bien», se dijo Poplavski.
— Pero habrá alguien encargado de la comunidad, ¿no?
— Yo — respondió el hombre con voz débil.
— Verá usted — habló Poplavski con aire autoritario—, soy el único heredero del difunto Berlioz, mi sobrino, que, como usted sabrá, murió en «Los Estanques del Patriarca», y me creo en el derecho, según la ley, de recibir la herencia, que consiste en nuestro apartamento número 50.
— No estoy al corriente, camarada — le interrumpió, angustiado, el hombre.
— Usted perdone — dijo Poplavski con voz sonora— como miembro del comité es su deber…
Entró entonces un ciudadano en la habitación y el que estaba sentado detrás de la mesa palideció nada más verle.
—¿Piatnazhko, miembro del comité? —preguntó el que acababa de entrar.
— Soy yo — apenas se oyó la respuesta.
El que acababa de entrar se acercó y le dijo algo al oído al de la mesa, el cual, muy contrariado, se levantó de su asiento. A los pocos segundos Poplavski estaba solo en la habitación.
«¡Qué complicación! ¡Mira que todos al mismo tiempo!», pensó con despecho Poplavski, cruzando el patio de asfalto y dirigiéndose apresurado al apartamento número 50.
Le abrieron la puerta nada más llamar y Maximiliano Andréyevich entró en el oscuro vestíbulo. Se sorprendió un poco, porque no se sabía quién le había abierto la puerta: en el vestíbulo no había nadie, sólo un enorme gato negro sentado en una silla.
Maximiliano Andréyevich tosió y avanzó varios pasos: se abrió la puerta del despacho y en el vestíbulo entró Koróviev. Maximiliano Andréyevich hizo una inclinación cortés y digna al mismo tiempo, y dijo:
— Me llamo Poplavski. Soy el tío…
Antes de que pudiera acabar la frase, Koróviev sacó un pañuelo sucio del bolsillo, se tapó la cara con él y se echó a llorar.
— …del difunto Berlioz.
—¡Claro! — interrumpió Koróviev, descubriéndose la cara—. ¡En cuanto le vi pensé que era usted! — y, estremecido por el llanto, exclamó—: ¡Qué desgracia! Pero qué cosas pasan, ¿eh?
—¿Le atropello un tranvía? — susurró Poplavski.
—¡Un atropello mortal! — se lamentó Koróviev, y las lágrimas corrieron torrenciales bajo los impertinentes—. ¡Mortal! Lo presencié. Figúrese, ¡zas! y la cabeza fuera. La pierna derecha, ¡zas! ¡por la mitad! La izquierda, ¡zas! ¡por la mitad! ¡Ya ve a lo que conducen los tranvías! — y, al parecer, sin poderse contener más, Koróviev ocultó la nariz en la pared, junto a un espejo, sacudido por los sollozos.
El tío de Berlioz estaba sinceramente sorprendido por la actitud del desconocido. «Y luego dicen que ya no hay gente de buen corazón», pensó, notando que le empezaban a picar los ojos. Pero al mismo tiempo una nube desagradable le cubrió el alma y una idea le picó como una serpiente: ¿no se habrá inscrito este hombre tan bueno en el piso del difunto? No sería la primera vez que ocurría una cosa así.
— Perdón, ¿era usted amigo de mi querido Misha? — preguntó el economista, enjugándose con una manga el ojo izquierdo, seco, y con el derecho, estudiando a Koróviev, conmovido por aquella tristeza. Pero el llanto era tan desesperado que no se le podía entender nada, excepto la repetida frase de «¡zas, y por la mitad!». Harto de llorar, Koróviev se apartó, por fin, de la pared.
— No, ¡no puedo más! Voy a tomarme trescientas gotas de valeriana de éter… — y volviendo hacia Poplavski su cara llorosa, añadió—: Los tranvías, ¿eh?
— Perdón, pero ¿ha sido usted quien me ha enviado el telegrama? — preguntó Maximiliano Andréyevich, obsesionado con la idea de averiguar quién era aquel extraño plañidero.
— Fue él — respondió Koróviev, señalando al gato.
Poplavski, con los ojos como platos, pensó que no había oído bien.
— No; no puedo, no tengo fuerzas — siguió Koróviev, sorbiendo con la nariz—, en cuanto me acuerdo de la rueda pasándole sobre la pierna, ¡la rueda sola pesará unos doscientos sesenta kilos…, ¡zas!… Me voy a la cama, a ver si consigo olvidar con el sueño.
El gato se movió, saltó de la silla, se levantó sobre las patas traseras, puso las manos en jarras, abrió el hocico y dijo:
— Yo he mandado el telegrama. ¿Qué pasa?
Maximiliano Andréyevich sintió que se mareaba, se le aflojaron los brazos y las piernas, dejó caer la cartera y se sentó frente al gato.
— Me parece que lo he dicho bien claro — dijo el gato muy serio—. ¿Qué pasa?
Poplavski no contestó.
—¡Su pasaporte! — chilló el gato, y alargó una pata peluda.
Poplavski no entendía nada, sólo veía dos chispas ardiendo en los ojos del gato.
Sacó del bolsillo el pasaporte como si fuera un puñal. El gato cogió de la mesita del espejo unas gafas de montura gruesa, de color negro, y se las colocó sobre el hocico. Así resultaba mucho más impresionante todavía. Y le arrebató a Poplavski el pasaporte que éste sostenía con mano temblorosa.
«Es curioso, no sé si me desmayo o no…», pensaba el economista. Llegaban desde lejos los sollozos de Koróviev y el vestíbulo se llenó de olor a éter, valeriana y algo más, algo asqueroso y nauseabundo.
—¿En qué comisaría le dieron el pasaporte? — preguntó el gato, examinando una página del documento.
No recibió respuesta alguna.
—¿En la 400, dice? — se dijo el gato a sí mismo, pasando la pata por el pasaporte, que sostenía al revés—. ¡Naturalmente! Conozco bien esa comisaría, dan pasaportes a cualquiera. Yo, desde luego, nunca hubiera dado un pasaporte a un tipo como usted. ¡Por nada del mundo! Con sólo verle la cara se lo habría negado — y el gato, muy enfadado, tiró el pasaporte al suelo—. Se suprime su presencia en el entierro — continuó el gato en tono oficial—. Haga el favor de volver al lugar de su residencia habitual — y gritó, asomándose a una puerta—: ¡Asaselo!
A su llamada acudió un sujeto pequeñito, algo cojo, con un mono negro muy ceñido y un cuchillo metido en el cinturón de cuero; pelirrojo, con un colmillo amarillento asomado por la boca y una nube en el ojo izquierdo.
Poplavski sintió que le faltaba aire, se levantó de la silla y retrocedió, apretándose el corazón.
—¡Asaselo, acompáñale! — ordenó el gato, y salió del vestíbulo.
—¡Poplavski! — dijo éste con voz gangosa—, espero que ya esté todo claro.
Poplavski asintió con la cabeza.
— Vuelve a Kíev inmediatamente — seguía Asaselo—. Quédate allí sin decir ni pío, y de lo del piso de Moscú, ¡ni soñarlo! ¿Te enteras?
El tipo pequeñajo, que atemorizaba verdaderamente a Poplavski con su colmillo, su cuchillo y su ojo desviado, sólo le llegaba al hombro al economista, pero actuaba de manera enérgica, precisa y organizada.
En primer lugar, levantó el pasaporte del suelo y se lo dio a Maximiliano Andréyevich, que lo cogió con la mano muerta. Luego, el llama-do Asaselo cogió la maleta con una mano, abrió la puerta con la otra, y, tomando al tío de Berlioz por el brazo, le condujo al descansillo de la escalera. Poplavski se apoyó en la pared. Asaselo abrió la maleta sin servirse de una llave, sacó un enorme pollo asado, al que le faltaba una pata, y que estaba envuelto en un grasiento papel de periódico, y lo dejó en el descansillo. Luego sacó dos mudas de ropa, una correa para afilar la navaja de afeitar, un libro y un estuche, y lo tiró todo, excepto el pollo, por el hueco de la escalera. Hizo lo mismo con la maleta vacía. Se oyó un ruido, y por el ruido se notó que había saltado la tapa de la maleta.
Después, el bandido pelirrojo, con el pollo cogido por la pata, le propinó a Poplavski en plena cara un golpe tan terrible que saltó el cuerpo del pollo y Asaselo se quedó con la pata en la mano. «Todo era confusión en la casa de los Oblonski», como dijo muy bien el famoso escritor León Tolstói. Lo mismo habría dicho en este caso. ¡Pues sí! Todo era confusión ante los ojos de Poplavski. Ante sus ojos se cruzó una chispa prolongada, sustituida luego por una fúnebre serpiente, que por un instante ensombreció el alegre día de mayo, y Poplavski bajó rodando las escaleras con el pasaporte en la mano.
Al llegar al primer descansillo rompió una ventana con el pie y se quedó sentado en un peldaño. El pollo sin patas pasó a su lado, saltando, y cayó por el hueco de la escalera. Arriba, Asaselo se comió la pata en un momento y se guardó el hueso en el bolsillo del mono. Luego entró en el piso y cerró la puerta dando un buen portazo.
Se oyeron los pasos cautelosos de alguien que subía por la escalera.
Poplavski bajó otro tramo y se sentó en un banco de madera para recobrar la respiración.
Un hombre pequeño y ya de edad, con cara tristísima, vestido con un traje pasado de moda y un sombrero de paja dura, con cinta verde, se paró junto a Poplavski.
— Ciudadano, ¿le importaría decirme — preguntó con tristeza el hombre del sombrero de paja— dónde está el apartamento número 50?
— Arriba — respondió con brusquedad Poplavski.
— Se lo agradezco mucho — dijo el hombre con la misma tristeza y siguió subiendo. Poplavski se levantó y bajó corriendo.
Podríamos pensar ¿a qué otro sitio sino a las milicias podría dirigirse con tantas prisas Maximiliano Andréyevich, para denunciar a los ban-didos que habían sido capaces de aquel espantoso acto de violencia en pleno día? Pues no, de ninguna manera, de eso podemos estar seguros. Entrar en las milicias diciendo que un gato con gafas acababa de leer su pasaporte y que luego un hombre con un cuchillo en la mano… No, ciudadanos, Maximiliano Andréyevich era un hombre inteligente de verdad.
Ya al pie de la escalera descubrió junto a la puerta de salida una puertecita que conducía a un cuchitril. El cristal de la puerta estaba roto. Poplavski guardó el pasaporte en el bolsillo y miró alrededor, esperando encontrar allí las cosas que Asaselo tiró por el hueco de la escalera. Pero no había ni rastro de ellas. Poplavski se asombró de lo poco que le importaban en aquel momento. Le preocupaba otra idea más interesante y sugestiva: quería ver qué iba a pasar en el maldito apartamento al hombre que acababa de subir. Si le había preguntado dónde estaba el piso, quería decir que era la primera vez que iba allí. Es decir, iba a caer directamente en las garras de aquella pandilla que se había instalado en el apartamento número 50. Algo le decía a Poplavski que el hombrecillo saldría muy pronto del apartamento. Como es natural, Maximiliano Andréyevich ya no pensaba ir al entierro de su sobrino y tenía tiempo de sobra antes de coger el tren de Kíev. El economista volvió a mirar en derredor y se metió en el cuchitril.
Arriba se oyó el golpe de una puerta. «Ha entrado…» pensó Poplavski con el corazón encogido. Hacía frío en aquel cuchitril, olía a ratones y a botas. Maximiliano Andréyevich se sentó en un madero y decidió esperar. Tenía una posición estratégica: veía la puerta de salida del sexto portal.
Pero tuvo que esperar mucho más tiempo de lo que pensaba. Y, mien tras, la escalera estaba desierta. Por fin, se oyó una puerta en el quinto piso.
Poplavski estaba inmóvil. ¡Sí, eran sus pasos! «Está bajando…» Se abrió la puerta del cuarto piso. Cesaron los pasos. Una voz de mujer. La voz del hombre triste, sí, era su voz… Dijo algo así como «Déjame, por Dios»… La oreja de Poplavski asomó por el cristal roto. Percibió la risa de una mujer. Unos pasos que bajaban decididos y rápidos.
Vio la espalda de una mujer que salió al patio con una bolsa verde de hule. De nuevo sonaron los pasos. «¡Qué raro! ¡Vuelve al piso! ¿No será uno de la pandilla? Sí, vuelve. Arriba han abierto la puerta. Bueno, va-mos a esperar…»
Pero esta vez no tuvo que esperar tanto tiempo. El ruido de la puerta. Pasos. Cesaron los pasos. Un grito desgarrador. El maullido de un gato. Los pasos apresurados, seguidos, ¡bajan, bajan!
Poplavski fue premiado. El hombre triste pasó casi volando, sin sombrero, con la cara completamente desencajada, arañada la calva y el pantalón mojado. Murmuraba algo, se santiguaba. Empezó a forcejear con la puerta, sin saber, en medio de su terror, hacia dónde se abría; por fin consiguió averiguarlo y salió corriendo al patio soleado.
Ya no había duda. No pensaba en el difunto sobrino ni en el piso, se estremecía recordando el peligro a que se había expuesto. Maximiliano Andréyevich corrió al patio, diciendo entre dientes: «¡Ahora lo comprendo todo!». A los pocos minutos un trolebús se llevaba al economista planificador camino de la estación de Kíev.
Mientras el economista estaba en el cuchitril, al hombrecillo le sucedió algo muy desagradable.
Trabajaba en el bar del Varietés y se llamaba Andréi Fókich Sókov. Cuando se estaba llevando a cabo la investigación en el Varietés, Andréi Fókich se mantenía apartado de todos. Notaron que estaba aún más triste que de costumbre y había preguntado a Kárpov el domicilio del mago.
Como decíamos, el barman se separó del economista, llegó al quinto piso y llamó al timbre del apartamento número 50.
Le abrieron en seguida; el barman se estremeció, retrocedió y no se decidió a entrar, lo que se explica perfectamente. Le abrió una joven que por todo vestido llevaba un coquetón delantal con puntillas y una cofia blanca a la cabeza. ¡Ah! y unos zapatitos dorados. Tenía un cuerpo perfecto y su único defecto físico era una cicatriz roja en el cuello.
— Bueno, pase, ya que ha llamado — dijo la joven, mirándole con sus provocativos ojos verdes.
Andréi Fókich abrió la boca, parpadeó y entró en el vestíbulo, quitándose el sombrero. En ese momento sonó el teléfono. La desvergonzada doncella cogió el auricular y poniendo el pie en una silla, dijo:
—¡Dígame!
El barman no sabía dónde mirar, se removió inquieto, pensando: «¡Vaya doncella que tiene el extranjero! ¡Qué asco!». Y para evitar aquella sensación de repugnancia se puso a mirar alrededor.
El vestíbulo, grande y mal iluminado, estaba lleno de objetos y ropas extrañas. En el respaldo de una silla, por ejemplo, había una capa de luto, forrada de una tela color rojo fuego; tirada con descuido sobre la mesa del espejo, una espada larga con un resplandeciente mango de oro. En un rincón, como si se tratara de paraguas y bastones, otras tres espadas con sendos mangos de plata. Colgadas de los cuernos de un venado, unas boinas con plumas de águila.
— Sí —decía la doncella al teléfono—. ¿Cómo? ¿El barón Maigel? Dígame. Sí. El señor artista está en casa. Sí, estará encantado de saludarle. Sí, invitados… ¿Con frac o chaqueta negra? ¿Cómo? Hacia las doce de la noche. — Al terminar la conversación, la doncella colgó el auricular y se dirigió al barman—: ¿Qué desea?
— Tengo que ver al señor artista.
—¿Cómo? ¿A él personalmente?
— Sí, a él — contestó el hombre triste.
— Voy a preguntárselo — dijo la doncella, al parecer no muy segura, y abriendo la puerta del despacho del difunto Berlioz, comunicó:
— Caballero, aquí hay un hombrecillo que desea ver a messere.
— Que pase — se oyó la voz cascada de Koróviev.
— Pase al salón — dijo la joven y muy natural, como si su modo de vestir fuera normal, abrió la puerta del salón y abandonó el vestíbulo.
Al entrar en la habitación que le habían indicado, el barman olvidó el asunto que le había llevado allí: tal fue su sorpresa al ver la decoración de la estancia. A través de los grandes cristales de colores, una fantasía de la joyera, desaparecida sin dejar rastro alguno, entraba una luz extraña, parecida a la de las iglesias. A pesar de ser un caluroso día de verano estaba encendida la vieja chimenea y, sin embargo, no hacía nada de calor, todo lo contrario, el que entraba sentía un ambiente de humedad de sótano.
Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre un enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible. Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman: estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía en seguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea.
No sólo olía a carne asada, sino a un perfume fuertísimo y a incienso. El barman, que ya sabía lo de la muerte de Berlioz y conocía su domicilio, pensó por un momento si no habrían celebrado un funeral, pero en seguida desechó por absurda la idea.
De pronto el sorprendido barman oyó una voz baja y gruesa:
—¿En qué puedo servirle?
Y descubrió, en la sombra, al que estaba buscando.
El nigromante estaba recostado en un sofá muy grande, rodeado de almohadones. Al barman le pareció que el artista iba vestido todo de negro, con camisa y zapatos puntiagudos del mismo color.
— Yo soy — dijo el barman, en tono amargo— el encargado del bar del teatro Varietés…
El artista alargó una mano, brillaron las piedras en sus dedos, y obligó al barman a que callara. Habló él muy exaltado:
—¡No, no! ¡Ni una palabra más! ¡Nunca, de ningún modo! ¡No pienso probar nada en su bar! Mi respetable caballero, precisamente ayer pasé junto a su barra y no puedo olvidar ni el esturión ni el queso de oveja. ¡Querido amigo! El queso de oveja nunca es verde, alguien le ha engañado. Suele ser blanco. ¿Y el té? ¡Si parece agua de fregar! He visto con mis propios ojos cómo una muchacha, de aspecto poco limpio, echaba agua sin hervir en su enorme samovar mientras seguían sirviendo el té. ¡No, amigo, eso es inadmisible!
— Usted perdone — habló Andréi Fókich, sorprendido por el inesperado ataque—, no he venido a hablar de eso y el esturión no tiene nada que ver…
—¡Pero cómo que no tiene nada que ver! ¡Si estaba pasado!
— Me lo mandaron medio fresco — dijo el barman.
— Oiga, amigo, eso es una tontería.
—¿Qué es una tontería?
— Lo de medio fresco. ¡Es una bobada! No hay término medio, o está fresco o está podrido.
— Usted perdone — empezó de nuevo el barman, sin saber cómo atajar la insistencia del artista.
— No puedo perdonarle — decía el otro con firmeza.
— Se trata de otra cosa — repuso el barman muy contrariado.
—¿De otra cosa? — se sorprendió el mago extranjero— ¿Y por qué otra cosa iba a acudir a mí? Si no me equivoco, sólo he conocido a una persona que tuviera algo que ver con la profesión de usted, una cantinera, pero fue hace muchos años, cuando usted todavía no había nacido. De todos modos, encantado.¡Asaselo! ¡Una banqueta para el señor encargado del bar!
El que estaba asando la carne se volvió, asustando al barman con su colmillo, y le alargó una banqueta de roble. No había ningún otro lugar donde sentarse en la habitación.
El barman habló:
— Muchas gracias — y se sentó en la banqueta. La pata de atrás se rompió ruidosamente y el barman se dio un buen golpe en el trasero. Al caer arrastró otra banqueta que estaba delante de él, y se le derramó sobre el pantalón una copa de vino tinto.
El artista exclamó:
—¡Ay! ¿No se ha hecho daño?
Asaselo ayudó a levantarse al barman y le dio otro asiento. El barman rechazó con voz doliente la proposición del dueño de que se quitara el pantalón para secarlo al fuego, y muy incómodo con su ropa mojada, se sentó receloso en otra banqueta.
— Me gustan los asientos bajos — habló el artista—, la caída tiene siempre menor importancia. Bien, estábamos hablando del esturión. Mi querido amigo, ¡tiene que ser fresco, fresco, fresco! Ése debe ser el lema de cualquier barman. ¿Quiere probar esto?
A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.
— Muchas gracias… es que…
— Pruébelo, pruébelo, por favor.
El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso. Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática, estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. «¡Dios mío!» pensó Andréi Fókich, que era nervioso como todos los camareros. «¡Vaya pisito!»
—¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere a esta hora del día?
— Gracias… no bebo…
—¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar una partida de dados? ¿O le gustan otros juegos? ¿El dominó, las cartas?
— No juego a nada — respondió el barman ya cansado.
—¡Pues hace mal! — concluyó el dueño—. Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación. Esos hombres o están gravemente enfermos, o tienen un odio secreto a los que les rodean. Claro que hay excepciones. Entre la gente que se ha sentado conmigo a la mesa en una fiesta, ¡había a veces verdaderos sinvergüenzas!… Muy bien, estoy dispuesto a escucharle.
— Ayer estuvo usted haciendo unos trucos…
—¿Yo? — exclamó el mago sorprendido—; ¡por favor, qué cosas tiene! ¡Si eso no me va nada!
— Usted perdone — dijo anonadado el barman—. Pero… la sesión de magia negra…
—¡Ah, sí, ya comprendo! Mi querido amigo, le voy a descubrir un secreto. No soy artista. Tenía ganas de ver a los moscovitas en masa y lo más cómodo era hacerlo en un teatro. Por eso mi séquito — indicó con la cabeza al gato— organizó la sesión, yo no hice más que observar a los moscovitas sentado en mi sillón. Pero no cambie de cara y dígame: ¿y qué le ha hecho acudir a mí que tenga que ver con la sesión?
— Con su permiso, entre otras cosas, volaron algunos papelitos del te-cho… — el barman bajó el tono de voz y miró alrededor, avergonzado— y todos los recogieron. Llega un joven al bar, me da un billete de diez rublos, y yo le devuelvo ocho cincuenta… después otro…
—¿También joven?
— No, de edad. Luego otro más, y otro… Yo les daba el cambio. Y hoy me puse a hacer caja y tenía unos recortes de papeles en vez del dinero. Han estafado al bar una cantidad de ciento nueve rublos.
—¡ Ay, ay! — exclamó el artista—, ¿pero es cierto que creyeron que era dinero auténtico? No puedo ni suponer que lo hayan hecho conscientemente.
El barman le dirigió una mirada turbia y angustiada, pero no dijo ni una palabra.
—¿No serán unos cuantos granujas? — preguntó el mago preocupado—. ¿Es que hay granujas en Moscú?
La respuesta del barman fue nada más que una sonrisa, lo que hizo disipar todas las dudas: sí, en Moscú hay granujas.
—¡Qué bajeza! — se indignó Voland—. Usted es un hombre pobre… ¿verdad que es pobre?
El barman hundió la cabeza entre los hombros y quedó claro que era un hombre pobre.
—¿Qué tiene ahorrado?
El tono de la pregunta era bastante compasivo, pero no era lo que se puede llamar una pregunta hecha con delicadeza. El barman se quedó cortado.
— Doscientos cuarenta y nueve mil rublos en cinco cajas de ahorro contestó de otra habitación una voz cascada-y en su casa, debajo de los baldosines, dos mil rublos en oro.
El barman parecía haberse pegado al taburete.
— Bueno, en realidad, eso no es mucho — dijo Voland con aire condescendiente—, aunque tampoco lo va a necesitar. ¿Cuándo piensa morirse?
El barman se indignó.
— Eso no lo sabe nadie y además, a nadie le importa — respondió.
— Vamos, ¡que nadie lo sabe! — se oyó desde el despacho la misma odiosa voz—. ¡Ni que fuera el binomio de Newton! Morirá dentro de nueve meses, en febrero del año que viene, de cáncer de hígado, en la habitación número 4 del hospital clínico.
El barman estaba amarillo.
— Nueve meses — dijo Voland pensativo—, doscientos cuarenta y nueve mil… resulta aproximadamente veintisiete mil al mes… no es mucho, pero viviendo modestamente tiene bastante… además, el oro…
— No podrá utilizar su oro — intervino la misma voz de antes, que le helaba la sangre al barman—. En cuanto muera Andréi Fókich derrumbarán inmediatamente la casa y el oro irá a parar al Banco del Estado
— Por cierto, no le aconsejo que se hospitalice — continuaba el artista—. ¿Qué sentido tiene morirse en un cuarto al son de los gemidos y suspiros de enfermos incurables? ¿No sería mejor que diera un banquete con esos veintisiete mil rublos y que se tomara un veneno para trasladarse al otro mundo al ritmo de instrumentos de cuerda, rodeado de bellas mujeres embriagadas y de amigos alegres?
El barman permanecía inmóvil, avejentado de repente. Unas sombras oscuras le rodeaban los ojos, le caían los carrillos y le colgaba la mandíbula.
—¡Pero me parece que estamos soñando! — exclamó el dueño—. ¡Vayamos al grano! Enséñeme sus recortes de papel.
El barman, nervioso, sacó del bolsillo el paquete, lo abrió y se quedó pasmado: el papel de periódico envolvía billetes de diez rublos.
— Querido amigo, usted está realmente enfermo — dijo Voland, encogiéndose de hombros.
El barman, con una sonrisa de loco, se levantó del taburete.
— Yyy… — dijo, tartamudeando— y si otra vez… se vuelve eso…
— Hmm… — el artista se quedó pensativo—. Entonces vuelva por aquí. Encantados de verle siempre que quiera, he tenido mucho gusto en conocerle…
Koróviev salió del despacho, le agarró la mano al barman y sacudiéndosela, pidió a Andréi Fókich que saludara a todos, pero absolutamente a todos. Sin llegar a entender lo que estaba sucediendo, el barman salió al vestíbulo.
—¡Guela, acompáñale! — gritaba Koróviev.
¡Y de nuevo apareció en el vestíbulo la pelirroja desnuda!
El barman se lanzó a la puerta, articuló un «adiós» y salió como borracho.
Dio varios pasos, luego se paró, se sentó en un peldaño, sacó el paquete y comprobó que los billetes seguían allí.
Del piso de al lado salió una mujer con una bolsa verde. Al ver al hombre, sentado en la escalera, mirando embobado sus billetes de diez rublos, la mujer se sonrió y dijo, pensativa:
— Pero qué casa tenemos… Éste también bebido, desde por la mañana… ¡Otra vez han roto un cristal de la escalera!
Miró fijamente al barman y añadió:
— Oiga, ciudadano, ¡pero si está forrado de dinero! Anda, ¿por qué no lo repartes conmigo?
—¡Déjame, por Dios! — se asustó el barman y guardó apresuradamente el dinero.
La mujer se echó a reír.
—¡Vete al cuerno, roñoso! ¡Si era una broma! — y bajó por la escalera.
El barman se incorporó lentamente, levantó la mano para ponerse bien el sombrero y se percató de que no lo tenía. Prefería no volver, pero le daba lástima quedarse sin sombrero. Después de dudar un poco, volvió y llamó a la puerta.
—¿Qué más quiere? — le preguntó la condenada Guela.
— Me dejé el sombrero… — susurró el barman, señalando su calva. Guela se volvió de espaldas. El barman cerró los ojos y escupió mentalmente. Cuando los abrió Guela le daba un sombrero y una espada con empuñadura de color oscuro.
— No es mía… — susurró el barman, rechazando con la mano la espada y poniéndose apresuradamente el sombrero.
—¿Cómo? ¿Pero había venido sin espada? — se extrañó Guela.
El barman refunfuñó algo y fue bajando las escaleras. Sentía una molestia en la cabeza, como si tuviera demasiado calor. Asustado, se quitó el sombrero: tenía en las manos una boina de terciopelo con una vieja pluma de gallo. El barman se santiguó. La boina dio un maullido, se convirtió en un gatito negro y, saltando de nuevo a la cabeza de Andréi Fókich, hincó las garras en su calva. Andréi Fókich gritó desesperado y bajó corriendo. El gato cayó al suelo y subió muy deprisa la escalera.
El barman salió al aire libre y corrió hacia la puerta de la verja, abandonando para siempre la dichosa casa número 302 bis.
Sabemos perfectamente qué le ocurrió después. Cuando salió a la calle, echó una mirada recelosa alrededor, como buscando algo. En un santiamén se encontró en la otra acera, en una farmacia.
— Dígame, por favor… — La mujer que estaba detrás del mostrador, exclamó:
—¡Ciudadano, si tiene toda la cabeza arañada!
Le vendaron la cabeza y se enteró de que los mejores especialistas en enfermedades del hígado eran Bernadski y Kusmín; preguntó cuál de los dos vivía más cerca y se alegró mucho de saber que Kusmín vivía casi en el patio de al lado, en un pequeño chalet blanco. A los dos minutos estaba en el chalet.
La casa era antigua y muy acogedora. Más tarde el barman se acordaría de que primero encontró a una criada viejecita, que quiso cogerle el sombrero, pero en vista de que no lo llevaba, la viejecita se fue, masticando con la boca vacía.
En su lugar, bajo un arco junto a un espejo, apareció una mujer de edad, que le dijo que podría coger número para el día 19. El barman buscó un áncora de salvación. Miró, como desfalleciéndose, detrás del arco, donde estaba sin duda el vestíbulo, en el que había tres hombres esperando, y susurró:
— Estoy enfermo de muerte…
La mujer miró extrañada la cabeza vendada del barman, vaciló y pronunció:
— Bueno… — y le dejó traspasar el arco.
Se abrió la puerta de enfrente y brillaron unos impertinentes de oro.
La mujer de la bata dijo:
— Ciudadanos, este enfermo tiene que pasar sin guardar cola.
El barman no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba en el gabinete del profesor Kusmín. Era una habitación rectangular que no tenía nada de terrible, de solemne o de médico.
—¿Qué tiene? — preguntó el profesor Kusmín con tono agradable, mirando con cierta inquietud el vendaje de la cabeza.
— Acabo de enterarme por una persona digna de crédito — habló el barman, con la mirada extraviada puesta en un grupo fotográfico tras un cristal— que en febrero del año que viene moriré de cáncer de hígado. Le ruego que lo detenga.
El profesor Kusmín se echó hacia atrás, apoyándose en el alto respaldo de un sillón gótico de cuero.
— Perdone, pero no le comprendo… ¿Qué le pasa? ¿Ha visto a un médico? ¿Por qué tiene la cabeza vendada?
—¡Qué médico ni qué narices! Si llega a ver usted a ese médico… — respondió el barman, y le rechinaron los dientes—. No se preocupe por la cabeza, no tiene importancia. ¡Que se vaya al diablo la cabeza!… ¡Cáncer
de hígado! ¡Le pido que lo detenga!
— Pero, por favor, ¿quién se lo ha dicho?
—¡Créale! — pidió el barman acalorado—. ¡Él sí que sabe!
—¡No entiendo nada! — dijo el profesor encogiéndose de hombros y separándose de la mesa con el sillón—. ¿Cómo puede saber cuándo se va a morir usted? ¿Sobre todo si no es médico?
— En la habitación número 4 —contestó el barman.
Entonces el profesor miró a su paciente con detención, se fijó en la cabeza, en el pantalón mojado y pensó: «Lo que faltaba, un loco…». Luego preguntó:
—¿Bebe vodka?
— Nunca lo he probado — respondió el barman.
Al cabo de un minuto estaba desnudo, tumbado en una camilla fría cubierta de hule. El profesor le palpaba el vientre. Es necesario decir que el barman se animó bastante. El profesor afirmó categóricamente que por lo menos de momento, no había ningún síntoma de cáncer, pero que como insistía tanto, si tenía miedo porque le hubiera asustado un charlatán, debería hacerse los análisis necesarios.
El profesor escribió unos papeles, explicándole dónde tenía que ir y qué tendría que llevar. Además, le dio una carta para el profesor neurólogo Buré, porque tenía los nervios deshechos.
—¿Qué le debo, profesor? — preguntó con voz suave y temblorosa el barman, sacando su gruesa cartera.
— Lo que usted quiera — respondió el profesor seco y cortado.
El barman sacó treinta rublos, los puso en la mesa y luego, con una habilidad inesperada, casi felina, colocó sobre los billetes de diez rublos un paquete alargado envuelto en periódico.
—¿Qué es esto? — preguntó Kusmín, retorciéndose el bigote.
— No se niegue, ciudadano profesor — susurró el barman—, ¡le ruego que me detenga el cáncer!
— Guárdese su oro — dijo el profesor orgulloso de sí mismo—. Más vale que vigile sus nervios. Mañana mismo lleve orina para el análisis, no beba mucho té y no tome nada de sal.
—¿Ni siquiera en la sopa? — preguntó el barman.
— En nada de lo que coma — ordenó el profesor.
—¡Ay! — exclamó el barman con amargura, mirando enternecido al profesor, cogiendo las monedas y retrocediendo hacia la puerta.
Aquella tarde el profesor no tuvo que atender a muchos enfermos y al oscurecer se marchó el último. Mientras se quitaba la bata, el profesor echó una mirada al lugar donde el barman dejara los billetes y se encontró con que en vez de los rublos había tres etiquetas de vino «AbrauDursó».
—¡Diablos! — murmuró Kusmín, arrastrando la bata por el suelo y tocando los papeles—. ¡Además de esquizofrénico es un estafador! Lo que no entiendo es para qué me necesitaría a mí. ¿No será el papel para el análisis de orina? ¡Ah!… ¡Seguro que ha robado un abrigo! — Y el profesor echó a correr al vestíbulo, con la bata colgándole de una manga —¡Xenia Nikítishna! — gritó con voz estridente, ya en la puerta del vestíbulo—. ¡Mire a ver si están todos los abrigos!
Los abrigos estaban en su sitio. Pero cuando el profesor volvió a su despacho, después de haber conseguido quitarse la bata, se quedó como clavado en el suelo, fijos los ojos en la mesa. En el mismo sitio en que aparecieran las etiquetas, había ahora un gatito negro huérfano con aspecto tristón, maullando sobre un platito de leche.
— Pero… bueno, ¿qué es esto? — y Kusmín sintió frío en la nuca.
Al oír el grito débil y suplicante del profesor, Xenia Nikítishna llegó corriendo y le tranquilizó en seguida explicándole que algún enfermo se habría dejado el gatito y que esas cosas pasaban a menudo en casa de los profesores.
— Vivirán modestamente — explicaba Xenia Nikítishna— y nosotros, claro…
Se pusieron a pensar quién podría haberlo hecho. La sospecha recayó en una viejecita que tenía una úlcera de estómago.
— Seguro que ha sido ella — decía la mujer—. Habrá pensado: yo me voy a morir y me da pena del pobre gatito.
—¡Usted perdone! — gritó Kusmín—. ¿Y la leche? ¿También la ha traído? ¿Con el platito?
— La habrá traído en una botella y la habrá echado en el platito aquí —explicó Xenia Nikítishna.
— De acuerdo, llévese el gato y el platito — dijo Kusmín, acompañándola hacia la puerta. Cuando volvió la situación había cambiado.
Cuando estaba colgando la bata en un clavo oyó risas en el patio. Se asomó a la ventana y se quedó anonadado. Una señora en combinación cruzaba el patio a todo correr. El profesor incluso sabía su nombre: María Alexándrovna. Un chico se reía a carcajadas.
— Pero, ¿qué es eso? — dijo Kusmín con desprecio.
En la habitación de al lado, que era el cuarto de la hija del profesor, un gramófono empezó a tocar el foxtrot «Aleluya». Al mismo tiempo el profesor oyó a sus espaldas el gorgojeo de un gorrión. Se volvió. Sobre su mesa saltaba un gorrión bastante grande.
«Hmm… ¡tranquilo! — se dijo el profesor—. Ha entrado cuando yo me aparté de la ventana. ¡No es nada extraño!», se dijo mientras pensaba que sí era extraño, sobre todo por parte del gorrión. Le miró fijamente, dándose cuenta de que no era un gorrión corriente. El pajarito cojeaba de la pata izquierda, la arrastraba haciendo piruetas, obedeciendo a un compás, es decir, bailaba el foxtrot al son del gramófono, como un borracho junto a una barra, se burlaba del profesor como podía, mirándole descaradamente.
La mano de Kusmín se posó en el teléfono; se disponía a llamar a Buré, su compañero de curso, para preguntarle qué significaba este tipo de apariciones en forma de gorriones, a los sesenta años, con acompañamiento de mareos.
Entre tanto, el pajarito se sentó sobre un tintero, que era un regalo, hizo sus necesidades (¡no es broma!), revoloteó después, se paró un instante en el aire, y tomando impulso, pegó con el pico, como si fuera de acero, en el cristal de una fotografía que representaba la promoción entera de la Universidad del año 94, rompió el cristal y salió por la ventana.
El profesor cambió de intención, y en vez de marcar el número del profesor Buré, llamó al puesto de sanguijuelas, diciendo que el profesor Kusmín necesitaba que le mandaran urgentemente a casa unas sanguijuelas. Cuando colgó el auricular y se volvió hacia la mesa, se le escapó un alarido. Una mujer vestida de enfermera, con una bolsa en la que se leía «Sanguijuelas», estaba sentada en la mesa. El profesor, mirándole a la boca, dio un grito: tenía boca de hombre, torcida, hasta las orejas, con un colmillo saliente. Los ojos de la enfermera eran los de un cadáver.
— Vengo a recoger el dinerito — dijo la enfermera con voz de bajo—, no va a estar rodando por aquí. —Agarró las etiquetas con una pata de pájaro y empezó a esfumarse en el aire.
Pasaron dos horas. El profesor Kusmín estaba sentado en la cama de su dormitorio, con las sanguijuelas colgándole de las sienes, de detrás de las orejas y del cuello. Sentado a los pies de la cama en un edredón de seda, el profesor Buré, con su bigote blanco, miraba a Kusmín compasivamente y le decía que todo había sido una tontería. A través de la ventana se veía la noche.
No sabemos qué otras cosas extraordinarias sucedieron en Moscú aquella noche y, desde luego, no vamos a intentar averiguarlo, porque, además, ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de esta verídica historia. ¡Sígueme, lector!