En el dormitorio de Voland todo estaba como antes del baile. Voland, en camisa, estaba sentado en la cama, pero ahora Guela no le frotaba la pierna, sino que ponía la mesa del ajedrez para la cena. Koróviev y Asaselo, ya sin el frac, se sentaron a la mesa, y junto a ellos, natural-mente, se colocó el gato, que no quiso despojarse de su corbata, aunque la corbata era ya un trapo sucio. Margarita, tambaleándose, se acercó a la mesa y se apoyó en ella. Voland la llamó con un gesto, como lo hiciera antes, y le pidió que se sentara:
— Bueno, ¿la marearon mucho? — preguntó Voland.
—¡Oh! no, messere — apenas se oyó la respuesta de Margarita.
— Noblesse oblige — indicó el gato, y le sirvió a Margarita un
líquido transparente en un vaso pequeño.
—¿Es vodka? — preguntó Margarita con voz débil.
El gato, indignado, dio un respingo en la silla.
— Por favor, majestad — dijo ofendido—, ¿cree usted que yo sería capaz de servir a una dama una copa de vodka? ¡Eso es alcohol puro! Margarita sonrió e intentó apartar el vaso. — Beba sin miedo — dijo Voland, y Margarita cogió el vaso inmediatamente.
— Siéntate, Guela — ordenó Voland, y explicó a Margarita—: La noche de plenilunio es una noche de fiesta, y siempre ceno en compañía de mis favoritos y de mis criados. Bien, ¿cómo se encuentra? ¿Cómo ha resultado esta fiesta tan agotadora?
—¡Estupenda! — cotilleó Koróviev—. ¡Todos han quedado encantados, enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, qué habilidad, qué encanto y qué charme!
Voland levantó la copa sin decir una palabra y brindó con Margarita. Ella bebió resignada, pensando que sería el fin. Pero no ocurrió nada malo. Un calor vivo le recorrió el vientre, algo le golpeó suavemente en la nuca, le volvieron las fuerzas, como después de un sueño profundo y tonificador, y sintió además un hambre canina. Al acordarse de que no había comido desde la mañana anterior, sintió todavía más hambre… Atacó el caviar con avidez.
Popota cortó una rodaja de piña, le puso sal y pimienta, se la tomó y después se zampó una copa de vodka con tanta desenvoltura que todos aplaudieron.
Cuando Margarita se bebió la segunda copa, las velas de los candela-bros dieron más luz y en la chimenea ardió el fuego con más fuerza. Margarita no tenía la sensación de haber bebido. Mordiendo la carne con sus dientes blancos, saboreaba el jugo, pero sin dejar de mirar a Popota, que untaba de mostaza una ostra.
— Lo que te falta es ponerle un poco de uva encima — dijo Guela en voz baja, dándole un codazo al gato.
— Le ruego que no me dé lecciones — contestó el gato—, ¡con la cantidad de mesas que he recorrido!
— Ah, pero qué gusto de estar cenando así, en familia, junto al fuego… — rechinaba la voz de Koróviev.
— No, Fagot — replicaba el gato—, el baile también tiene su encanto, su importancia.
— No tiene nada de eso, ni encanto ni importancia — replicó Voland—. Además, los rugidos de los tigres del bar y de aquellos osos absurdos por poco me dan dolor de cabeza.
— Como usted diga — dijo el gato—; si sostiene que el baile no tiene ninguna importancia, estoy dispuesto a opinar lo mismo.
—¡Oye, tú! —dijo Voland.
— Es una broma — respondió el gato con humildad—, además, voy a decir que frían a los tigres.
— Los tigres no se comen — replicó Guela.
—¿Usted cree? Pues escúcheme — dijo el gato, y, entornando los ojos de gusto, contó cómo durante diecinueve días estuvo errando por un desierto y lo único que comía era carne de tigre. Todos escucharon con mucha atención la interesante narración, y, cuando Popota terminó, exclamaron a coro:
—¡Mentira!
— Y lo mejor de esta historia es — dijo Voland— que es mentira desde la primera palabra a la última.
—¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? — exclamó el gato, y todos esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda—: Ya nos juzgará la historia.
— Dígame, por favor — se dirigió Margarita a Asaselo, reanimada con el vodka—, ¿no es verdad que usted le pegó un tiro al ex barón?
— Naturalmente — contestó Asaselo—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Había que pegarle un tiro, era necesario.
—¡Me asusté tanto! — exclamó Margarita—. ¡Fue tan inesperado!
— No era nada inesperado — replicó Asaselo, pero Koróviev se echó las manos a la cabeza:
—¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si a mí me temblaron las piernas! ¡Paf! ¡Ras! ¡Y el barón al suelo!
— Por poco me da un ataque de nervios — añadió el gato, relamiendo una cuchara con caviar.
— Hay una cosa que no llego a entender — dijo Margarita, y las luces temblorosas se reflejaban en sus ojos—: ¿No se oían afuera los ruidos y la música del baile?
— Claro que no, majestad — explicó Koróviev—; hay que hacerlo de tal manera que no se oiga. Hay que tener mucho cuidado.
— Sí, sí… Es que el hombre de la escalera…, cuando pasamos Asaselo y yo… y el otro junto al portal…, me parece que estaba vigilando el piso…
—¡Cierto! — gritó Koróviev—. ¡Es cierto, querida Margarita! ¡Ha confirmado mis sospechas! Sí, estaban vigilando nuestro piso. Primero pensé que era un sabio distraído o un enamorado sufriendo en la escalera. ¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí, estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, el del portal, también! — ¿Y si vienen a detenernos? — preguntó Margarita. — Pues claro que vendrán, mi encantadora reina, ¡cómo no! — contestó Koróviev. Me dice el corazón que vendrán. No ahora, claro está, pero eso no faltará. Aunque me temo que no habrá nada interesante.
—¡Cómo me puse cuando se cayó el barón! — dijo Margarita, que, por lo visto, seguía pensando en el asesinato que había visto por primera vez en su vida—. ¿Seguramente usted tira muy bien?
— Pues no lo hago mal — respondió Asaselo.
—¿Y a cuántos pasos? — Margarita hizo una pregunta poco clara.
— Depende de dónde se tire — respondió Asaselo razonable—; una cosa es dar con un martillo en la ventana del crítico Latunski y otra cosa darle en el corazón.
—¡En el corazón! — exclamó Margarita, apretándose el suyo—. ¡En el corazón! — repitió con voz sorda.
—¿Quién es ese crítico Latunski? — preguntó Voland, mirando fijamente a Margarita.
Asaselo, Koróviev y Popota bajaron la vista avergonzados y Margarita respondió sonrosándose:
— Es un crítico. Hoy he destruido su piso.
—¡Vamos! ¿Y por qué?
— Messere — explicó Margarita—, ha causado la ruina de un maestro.
—¿Por qué tuvo que tomarse esa molestia usted misma? — preguntó Voland.
—¿Me permite, messere? — exclamó contento el gato, levantándose de un salto.
— Anda, quédate ahí —rezongó Asaselo, poniéndose de pie—, ahora voy yo…
—¡No! — gritó Margarita—. ¡No, se lo ruego messere, no lo haga!
— Como usted quiera — contestó Voland y Asaselo volvió a sentarse.
—¿De qué estábamos hablando, mi querida reina Margot? — dijo Koróviev—. Ah, sí, el corazón… Da en el corazón — Koróviev señaló con un dedo largo hacia Asaselo—, donde quiera: en cualquier aurícula o ventrículo del corazón.
Margarita tardó en entender, y cuando lo hizo exclamó sorprendida:
—¡Pero si no se ven!
—¡Querida! — seguía Asaselo—. Eso es lo interesante, que estén ocultos. ¡Ahí está el quid del asunto! ¡En un objeto visible puede dar cualquiera!
Koróviev sacó de un cajón el siete de pique y se lo dio a Margarita, pidiéndole que marcara una de las figuras. Margarita marcó la del ángulo superior derecho. Guela escondió la carta bajo la almohada, gritando:
—¡Ya está!
Asaselo, que estaba sentado de espaldas a la almohada, sacó del bolsillo del pantalón una pistola negra automática, apoyó el cañón en su hom-bro y sin volverse hacia la cama disparó, asustando a Margarita, pero fue un susto entusiasta. Sacaron la carta de debajo de la almohada, estaba agujereada precisamente en la figura que Margarita marcara.
— No me gustaría encontrarme con usted cuando tenga la pistola en la mano — dijo Margarita, mirando con coquetería a Asaselo. Tenía verdadera debilidad por la gente que hacía algo a la perfección.
— Mi preciosa reina — habló Koróviev—, ¡no recomendaría a nadie que se lo encontrara, aunque no lleve pistola! Le doy mi palabra de honor de chantre y de solista de que nadie iría a felicitar al que se lo encontrara.
El gato, que había estado muy taciturno durante el experimento de la pistola, anunció de pronto:
— Me comprometo a batir el récord del siete.
Por toda contestación, Asaselo emitió un rugido ininteligible. Pero el gato se obstinó y exigió dos pistolas. Asaselo sacó otra pistola del bolsillo trasero del pantalón, y, torciendo la boca con desprecio, alargó las dos pistolas al gato fanfarrón.
Hicieron dos señales en la carta. El gato estuvo preparándose mucho tiempo de espaldas a la almohada. Margarita se tapó los oídos con las manos, mirando a una lechuza que dormitaba en la repisa de la chimenea. El gato disparó con las dos pistolas. Guela dio un grito, la lechuza muerta se cayó de la chimenea y se paró el reloj destrozado. Guela, con la mano ensangrentada, agarró al gato por la piel, éste la agarró por los pelos, y los dos, formando una bola, rodaron por el suelo. Una copa cayó de la mesa y se rompió.
—¡Que se lleven a esta loca! — gritaba el gato, defendiéndose de Guela, que se había montado encima de él. Separaron a los dos contrincantes, Koróviev sopló en el dedo de Guela, que se curó inmediatamente.
— No puedo disparar cuando me están atosigando — dijo el gato, tratando de pegarse un enorme mechón de pelo arrancado de la espalda.
— Apuesto a que lo ha hecho adrede — dijo Voland, sonriendo a Margarita—. Tira bastante bien.
El gato y Guela se reconciliaron, dándose un beso. Sacaron la carta de debajo de la almohada. La única señal atravesada era la de Asaselo.
— Imposible — afirmó el gato, mirando la carta al trasluz de las velas.
La alegre cena continuaba. Se corrían las velas de los candelabros, la chimenea expandía por la habitación oleadas de calor seco y oloroso. Después de cenar, Margarita se sentía inmersa en una sensación de bienestar. Miraba cómo las volutas de humo violeta del puro de Asaselo flotaban en dirección a la chimenea y el gato las cazaba con la punta de la espada. No tenía ningún deseo de marcharse, aunque, según sus cálculos, ya era tarde. En efecto, eran cerca de las seis de la mañana.
Aprovechando una pausa, Margarita se dirigió con voz tímida a Voland:
— Me parece que… ya es hora de marcharme…; es tarde…
—¿Y qué prisa tiene? — preguntó Voland amablemente, pero en un tono un poco seco. Los demás no dijeron nada, fingiéndose absortos en los anillos de humo.
— Sí, ya es hora — dijo Margarita, azorada por todo aquello, y se volvió buscando una capa o un mantón. Se avergonzó de pronto de su desnudez. Se levantó de la mesa. Voland, sin decir nada, cogió de la cama su bata usada y sucia; Koróviev se la echó a Margarita por los hombros.
— Gracias, messere — dijo Margarita con voz apenas audible, y dirigió a Voland una mirada interrogante. Él respondió con una sonrisa amable e indiferente.
Una oscura congoja envolvió el corazón de Margarita. Se sentía engañada. Por lo visto, nadie pensaba darle ningún premio por su cortesía en el baile ni nadie la retenía. Además, se daba perfecta cuenta de que ahora no tenía adónde ir. La idea de volver a su palacete la llenaba de desesperación ¿Y si ella misma pidiera algo, como se lo había aconsejado Asaselo cuando la convenció en el Jardín Alexándrovski? «¡No, por nada del mundo!», se dijo a sí misma.
— Adiós, messere — pronunció en voz alta, pensando: «En cuanto salga de aquí, iré a tirarme al río».
— Siéntese — le ordenó Voland. Margarita cambió de cara y se sentó.
—¿No quiere decirme algo de despedida? — Nada, messere — respondió Margarita con dignidad—, sólo que siempre que lo necesiten estoy dispuesta a hacer todo lo que deseen. No me he cansado nada y lo he pasado muy bien en el baile. Si hubiera durado más tiempo, estaría dispuesta a ofrecer mi rodilla a miles de ahorcados y asesinos para que la besaran — Margarita veía a Voland como a través de una nube; los ojos se le estaban llenando de lágrimas.
—¡Tiene razón! ¡Así se hace! — gritó Voland con voz sonora y terrible—. ¡Así se hace!
—¡Así se hace! — repitió como el eco su séquito. — La hemos puesto a prueba — dijo Voland—. ¡Nunca pida nada a nadie! Nunca y, sobre todo, nada a los que son más fuertes que usted. Ya se lo propondrán y se lo darán. Siéntese, mujer orgullosa — Voland le quitó de un tirón la pesada bata y Margarita se encontró de nuevo sentada en la cama junto a él—. Bien, Margot — dijo Voland, suavizando su voz—, ¿qué quiere por haber sido hoy la dama de mi baile? ¿Qué quiere por haber estado desnuda toda la noche? ¿En cuánto valora su rodilla? ¿Y los perjuicios que le han causado mis invitados, que acaba de llamar asesinos? ¡Dígalo! Dígalo sin ningún reparo, porque esta vez se lo he propuesto yo mismo.
Margarita sentía el fuerte palpitar de su corazón; suspiró y se puso a pensar.
—¡Bueno, adelante! — la animaba Voland—. ¡Despierte su fantasía, espoléela! Sólo presenciar el asesinato de ese sinvergüenza que era el barón merece un premio, sobre todo siendo mujer. ¿Ya?
A Margarita se le cortó la respiración, y ya estaba dispuesta a decir aquellas palabras secretas e íntimas cuando, de pronto, palideció, apretó los labios y desorbitó los ojos. «¡Frida, Frida, Frida!», le gritó en los oídos una voz insistente, suplicante. «Me llamo Frida.» Y Margarita habló, tropezando en cada palabra:
—¿Entonces… puedo pedirle… una cosa?
— Exigirla, exigirla, mi donna — decía Voland con sonrisa de complicidad—; puede exigir una cosa.
Ah, ¡con qué habilidad subrayó Voland, repitiendo las palabras de Margarita, lo de «una cosa»!
Margarita suspiró y dijo:
— Quiero que dejen de ponerle a Frida el pañuelo con el que ahogó a su hijo.
El gato levantó los ojos hacia el cielo, suspiró ruidosamente, pero no dijo nada.
Voland contestó sonriente:
— Teniendo en cuenta que está excluida la posibilidad de que usted haya sido sobornada por esa imbécil de Frida — sería incompatible con su dignidad real—, estoy que no sé qué hacer. Lo único que me queda es reunir muchos trapos y tapar con ellos las rendijas de mi dormitorio.
—¿De qué habla, messere? — se sorprendió Margarita al oír estas palabras, poco comprensibles.
— Estoy completamente de acuerdo, messere — intervino el gato en la conversación—, con trapos, precisamente con trapos — y el gato, irritado, dio un golpe en la mesa con una pata.
— Hablo de la misericordia — explicó Voland, sin apartar de Margarita su ojo ardiente—. A veces penetra inesperada y pérfida por las rendijas más pequeñas. Por eso hablo de los trapos…
—¡Y yo también hablo de eso! — exclamó el gato, y se apartó por si acaso de Margarita, tapándose las orejas puntiagudas cubiertas de una pomada rosa.
—¡Fuera! — les dijo Voland.
— No he tomado café —contestó el gato—, ¿cómo quiere que me vaya? ¿No dirá, messere, que en una noche de fiesta los invitados se dividen en dos categorías? Una de primera y otros, como decía ese triste y roñoso barman, de segunda.
— Calla — le ordenó Voland, y, volviéndose hacia Margarita, le preguntó—: Según tengo entendido, es usted una persona de una bondad excepcional, ¿no es así? ¿No es una persona de gran moralidad?
— No — dijo Margarita con fuerza—; sé que le puedo hablar con toda franqueza y le diré que soy una persona frivola. He intercedido por Frida solamente porque cometí la imprudencia de infundirle esperanzas. Está esperando, messere, cree en mi poder. Y si queda defraudada, mi situación va a ser espantosa. No tendré tranquilidad en toda mi vida. No hay nada que hacer, si las cosas se han puesto así.
— Bien — dijo Voland—, está claro.
— Entonces, ¿usted lo hará? —preguntó Margarita en voz baja.
— De ninguna manera — contestó Voland—. Verá usted, mi querida reina: aquí hay un malentendido. Cada departamento tiene que ocuparse de sus asuntos. No le niego que nuestras posibilidades son bastante grandes, mucho mayores de lo que piensan algunos hombres poco perspicaces…
— Desde luego, mucho mayores — intervino el gato sin poder contenerse, pues, al parecer, estaba muy orgulloso de aquellas posibilidades.
—¡Cállate, cuernos! — le dijo Voland, y continuó su explicación—: ¿Qué objeto tendría hacerlo si lo puede hacer otro, digamos, departamento? Por tanto, yo no pienso hacer nada, lo hará usted misma.
—¿Es que se cumplirá si yo lo hago?
Asaselo le dirigió con su ojo bizco una mirada irónica, sacudió su cabeza pelirroja sin que le viera nadie y dio un resoplido.
— Ande, hágalo, ¡qué suplicio! — murmuraba Voland, y giró el globo, estudiando en él algún detalle; por lo que se veía, al mismo tiempo que hablaba con Margarita estaba ocupándose de otro asunto.
— Bueno, Frida… — sopló Koróviev.
—¡Frida! — gritó Margarita con voz penetrante.
Se abrió la puerta y entró una mujer desnuda, despeinada, pero sin rastros ya de embriaguez, con ojos frenéticos, y extendió los brazos hacia Margarita. Ésta dijo con aire majestuoso:
— Estás perdonada. No te darán más el pañuelo.
Frida profirió un grito y cayó en cruz boca abajo ante Margarita. Voland hizo un gesto y Frida desapareció.
— Se lo agradezco mucho; ¡adiós! — dijo Margarita, levantándose.
— Bien, Popota — habló Voland—, en una noche de fiesta no vamos a aprovecharnos de la acción de una persona que es poco práctica — se volvió hacia Margarita—. Como yo no he hecho nada, esto no cuenta. ¿Qué quiere? pero para usted misma.
Hubo un silencio, que fue interrumpido por Koróviev, quien le susurró a Margarita al oído:
— Mi donna de diamantes, ¡esta vez le aconsejo que sea más razonable! Porque la suerte se le puede escapar de las manos.
— Quiero que ahora mismo, en este instante, me devuelvan a mi amado maestro — dijo Margarita, desfigurada la cara por un gesto convulso.
En la habitación entró un fuerte viento, descendió la llama de las velas en los candelabros, se descorrió la pesada cortina, se abrió la ventana y, muy lejos, en lo alto, apareció la luna llena, pero no era una luna de mañana, sino de medianoche. Desde la ventana hasta el suelo se extendió como un pañuelo verdoso de luz nocturna y en él apareció el visitante de Ivánushka, el llamado maestro. Iba vestido con la indumentaria del hospital: bata, zapatillas y el gorrito negro, del que nunca se separaba. Un tic le desfiguraba la cara, sin afeitar; miraba a las luces de las velas con ojos locos de espanto, y a su alrededor hervía el torrente de luna.
Margarita le reconoció en seguida, levantó las manos, exhaló una queja y corrió hacia él. Le besaba en la frente, en la boca, arrimaba la cara a su carrillo sin afeitar y le corrían abundantes las lágrimas tanto tiempo contenidas. Sólo decía una palabra, repitiéndola sin sentido:
— Tú…, tú…, tú…
El maestro la apartó y le dijo con voz sorda:
— No llores, Margot, no me hagas sufrir, que estoy muy enfermo — se agarró con la mano al antepecho de la ventana, como si quisiera saltar y escaparse, y, mirando a los que se sentaban en la habitación, gritó—: ¡Tengo miedo, Margot! Otra vez las alucinaciones…
A Margarita le ahogaban los sollozos; susurraba, atragantándose a cada palabra:
— No, no, no…, no tengas miedo de nada…; estoy contigo…, estoy contigo…
Koróviev le acercó una silla al maestro con tanta habilidad que éste no se dio cuenta. Margarita se arrodilló y, abrazándose al enfermo, se calmó. En su emoción no había notado que, de pronto, ya no estaba desnuda: tenía sobre su cuerpo una capa de seda negra. El enfermo bajó la cabeza y se quedó mirando al suelo con ojos sombríos.
— Pues sí —dijo Voland después de una pausa—, lo han cambiado mucho.
Voland ordenó a Koróviev:
— Anda, caballero, dale algo de beber al hombre.
Margarita suplicaba al maestro con voz temblorosa:
—¡Bébelo, por favor! ¿Tienes miedo? ¡Créeme que te ayudarán!
El enfermo cogió el vaso y bebió el contenido, pero le tembló la mano y el vaso cayó al suelo, rompiéndose a sus pies.
—¡Eso es señal de buena suerte! — susurró Koróviev a Margarita—. Mire, ya vuelve en sí.
Efectivamente, la mirada del enfermo ya no era tan empavorecida, tan inquieta.
— Pero ¿eres tú, Margot? — preguntó el visitante.
— No lo dudes, soy yo — contestó Margarita.
—¡Más! — ordenó Voland.
Vaciado el segundo vaso, la mirada del maestro se tornó viva y expresiva.
— Bueno, esto ya me gusta más — dijo Voland, mirándole fijamente—. Hablemos. ¿Quién es usted?
— Ahora no soy nadie — respondió el maestro, y una sonrisa le torció la boca.
—¿De dónde viene?
— De la casa del dolor. Soy enfermo mental — contestó el recién llegado.
Margarita no pudo soportar aquellas palabras y se echó a llorar. Luego exclamó, secándose los ojos:
—¡Qué palabras tan horribles! ¡Horribles! Le prevengo, messere, que es el maestro. ¡Sálvelo, que se lo merece!
—¿Sabe usted con quién está hablando en este momento? — preguntó Voland—, ¿sabe dónde se encuentra?
— Lo sé —contestó el maestro—. Ese chico, Iván Desamparado, fue mi compañero del sanatorio. Me habló de usted.
— Ah, sí, desde luego — dijo Voland—. Tuve el placer de conocer a ese joven en «Los Estanques del Patriarca». Por poco me vuelve loco demostrándome que yo no existo. Pero ¿usted cree que soy realmente yo?
— No me queda otro remedio que creerlo — dijo el maestro—, aunque me sentiría mucho más tranquilo si pensara que usted es fruto de una alucinación. Y usted perdone — añadió el maestro, violento.
— Bien, si cree que se sentiría más tranquilo, piénselo así —dijo Voland con amabilidad.
—¡Pero no! — dijo Margarita, asustada, sacudiendo al maestro por el hombro—. ¡Qué dices! ¡Si es él realmente!
Esta vez intervino también el gato:
— Yo sí que parezco una alucinación. Fíjese en mi perfil a la luz de la luna.
El gato se metió en el reguero de luna y quiso añadir algo más, pero le pidieron que se callara. Entonces dijo:
— Bueno, bueno, me callaré. Seré una alucinación silenciosa — y no dijo más.
— Dígame, ¿por qué Margarita le llama maestro? — preguntó Voland.
El maestro sonrió:
— Es una debilidad disculpable. Tiene una opinión demasiado alta de la novela que he escrito.
—¿De qué trata su novela?
— Es sobre Poncio Pilatos.
Las lengüetas de las velas se tambalearon, bailaron, saltó la vajilla en la mesa: la risa de Voland sonó como un trueno, pero no asustó ni sorprendió a nadie con ella.
Popota rompió a aplaudir.
—¿Cómo? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? — dijo Voland, dejando de reír—. ¡Es fantástico! Déjeme verla — Voland extendió la mano con la palma vuelta hacia arriba.
— Desgraciadamente, no puedo hacerlo — contestó el maestro—, porque la quemé en la chimenea.
— Usted perdone, pero no le creo — respondió Voland—, es imposible, los manuscritos no arden — se volvió hacia Popota y dijo—: Anda, Popota, dame la novela.
El gato saltó de la silla y todos pudieron ver que estaba sentado sobre un montón de papeles. Haciendo una reverencia, le dio a Voland los primeros del montón. Margarita se puso a temblar y a gritar, tan emocionada que se le saltaron las lágrimas:
—¡Aquí está el manuscrito! ¡Aquí está!
Corrió hacia Voland y gritó entusiasmada:
—¡Es omnipotente! ¡Omnipotente!
Voland cogió el ejemplar que le había dado el gato, le dio la vuelta, lo puso a un lado y se quedó mirando al maestro sin decir una palabra, muy serio. Pero el maestro, angustiado y muy inquieto, nadie sabía por qué, se levantó de la silla y, dirigiéndose a la luna lejana, empezó a murmurar, estremeciéndose:
— Tampoco de noche, a la luz de la luna, tengo paz… ¿Por qué me han molestado? Oh, dioses, dioses…
Margarita le cogió por la bata del sanatorio, se arrimó a él y se puso a murmurar, acongojada, entre lágrimas.
— Dios mío, ¿por qué no le hará efecto la medicina?
— No importa, no importa — susurraba Koróviev, agitándose junto al maestro—, no se preocupe, no se preocupe… Otro vasito, yo también le acompaño…
Y el vaso guiñó el ojo, brilló a la luz de la luna y ayudó. Sentaron al maestro en una silla y su cara recobró la expresión serena.
. —Ahora está claro — dijo Voland, señalando el manuscrito.
— Tiene toda la razón — intervino el gato, olvidando que había prometido ser una alucinación silenciosa—. Ahora la idea principal de esta obra está clarísima. ¿Qué me dices, Asaselo?
— Digo que habría que ahogarte en un río — contestó Asaselo con voz gangosa.
— Ten piedad de mí, Asaselo — le respondió el gato—, y no le sugieras esta idea a mi señor. Créeme, me aparecería a ti todas las noches vestido con el mismo ropaje lunar que lleva el pobre maestro y te llamaría para que me siguieras. ¿Cómo te sentirías entonces, oh, Asaselo?
— Bueno, Margarita — habló de nuevo Voland—, diga todo lo que necesitan.
A Margarita se le iluminaron los ojos, y le pidió suplicante a Voland:
— Permítame que le diga algo al oído.
Voland asintió con la cabeza y Margarita, acercándose al oído del maestro, le susurró algo. Se oyó su respuesta:
— No, ya es tarde. No deseo en esta vida sino tenerte a ti, Pero te repito que me dejes, lo vas a pasar muy mal conmigo.
— No te dejaré —contestó Margarita, y se dirigió a Voland—. Le pido que volvamos a nuestro piso del sótano de la callecita de Arbat, que se encienda la lámpara y que todo vuelva a ser como antes.
El maestro se echó a reír, y, abrazando la cabeza de Margarita, ya con el pelo lacio, dijo:
—¡No haga caso de esta pobre mujer, messere! En este piso hace ya mucho que vive otro hombre, y las cosas no vuelven nunca a ser lo que antes fueron — apretó la mejilla contra la cabeza de Margarita y susurró, abrazándola—: Pobre, pobre…
—¿Dice que nunca vuelven a ser lo que fueron? — dijo Voland—. Tiene razón. Pero vamos a intentarlo — y llamó—: ¡Asaselo!
En el mismo momento se desplomó del techo un ciudadano desconcertado, al borde de la locura; estaba en paños menores, pero llevaba gorra y una maleta en la mano.
—¿Mogarich? — preguntó Asaselo al caído del cielo.
— Aloísio Mogarich — contestó éste, temblando.
—¿No fue usted quien, al leer el artículo de Latunski sobre la novela de este hombre escribió una denuncia?
El ciudadano recién aparecido se puso azul y derramó un torrente de lágrimas de arrepentimiento.
—¿Quería trasladarse a sus habitaciones? — preguntó Asaselo con voz gangosa, pero llena de ternura.
En la habitación se oyó el maullido de un gato furioso y Margarita hincó las uñas en la cara de Aloísio, gritando:
—¡Para que sepas lo que es una bruja!
Hubo un momento de gran confusión.
—¿Qué haces? — gritó el maestro con dolor—. Margot, ¡qué vergüenza!
—¡Protesto! ¡No es ninguna vergüenza! — vociferó el gato.
Separaron a Margarita de Aloísio.
— Puse el baño — gritaba Mogarich, tintineando con los dientes y del sus-to se puso a decir sandeces—, sólo el blanqueado…, la caparrosa…
— Me parece muy bien lo del baño — aprobó Asaselo—: él necesita tomar baños — y gritó—: ¡Fuera!
Mogarich se dio la vuelta y salió cabeza abajo por la ventana.
El maestro murmuraba, con los ojos redondos.
—¡Esto es todavía más de lo que contaba Iván! — miró alrededor, impresionado, y, por fin, dijo al gato—: Usted perdone, fuiste tú…, fue usted… — se cortó sin saber cómo hablarle—: ¿Es usted el mismo gato que se subió al tranvía?
— Sí, yo mismo — afirmó el gato, halagado, y añadió—: Es un verdadero placer oírle hablar con tanta delicadeza dirigiéndose a un gato. No sé por qué, pero a los gatos se les suele «tutear», aunque no hayamos autorizado para hacerlo.
— Me parece que usted no es muy gato… — dijo el maestro, indeciso—. Se van a dar cuenta en el sanatorio de que falto — añadió tímidamente, dirigiéndose a Voland.
—¿Por qué se van a dar cuenta? — le tranquilizó Koroviev, y en sus manos aparecieron unos libros y unos papeles—. ¿Es su historia clínica?
— Sí…
Koroviev echó la historia clínica a la chimenea.
— Si no existe el documento, no existe la persona — dijo Koroviev con satisfacción.
—¿Y éste es el libro de registro de su casa?
— Sí…
—¿Quién está empadronado? ¿Aloísio Mogarich? — Koroviev sopló en una página del registro—. ¡Zas! Y ya no está; además, les ruego que olviden su existencia. Y si se extraña el dueño, dígale que ha soñado con Aloísio. ¿Mogarich? ¿Qué Mogarich? ¡No hubo tal Mogarich! — el libro encuadernado se evaporó de las manos de Koroviev—. Ya está en la mesa del casero.
— Tiene razón — dijo el maestro, sorprendido por el trabajo tan limpio de Koroviev—, si no existe el documento, no existe la persona. Yo, por ejemplo, no tengo ningún documento.
—¡Perdón! — exclamó Koroviev—. Eso es una alucinación, aquí tiene su documento — y se lo dio al maestro. Luego levantó los ojos al cielo y susurró con dulzura a Margarita—: Y esto son sus cosas, Margarita Nikoláyevna — y Koróviev le entregó a Margarita el cuaderno con los bordes quemados, la rosa seca, la foto y, con especial cuidado, la libreta de la caja de ahorros—; diez mil, justo lo que ha ingresado, Margarita Nikoláyevna. No queremos nada ajeno.
— Antes me quedaría sin patas que tocar nada ajeno — exclamó el gato, inflado, mientras bailaba sobre la maleta para cerrar en ella todos los ejemplares de la desdichada novela.
— También sus documentos — seguía Koróviev, entregándoselos a Margarita; luego, volviéndose a Voland, añadió respetuoso—: ¡Eso es todo, messere!
— No, todavía falta algo — respondió Voland, levantando la cabeza del globo—, ¿dónde quiere, mi querida donna, que meta su séquito? Yo, personalmente, no lo necesito para nada.
Por la puerta abierta entró corriendo Natasha y gritó:
—¡Que sea muy feliz, Margarita Nikoláyevna! — saludo con la cabeza al maestro y se dirigió de nuevo a Margarita—: Yo lo sabía todo.
— Las criadas siempre lo saben todo — dijo el gato levantando la pata con aire significativo—; quien piense que son ciegas, se equivoca.
—¿Qué quieres, Natasha? — preguntó Margarita—. Vuelve al palacete.
— Margarita Nikoláyevna, cielo — suplicó Natasha, poniéndose de rodillas—, pídale — miró de reojo a Voland— que me deje de bruja. ¡No quiero volver al chalet! ¡No quiero casarme con un ingeniero o con un técnico! El señor Jaques, en el baile de ayer, me hizo una proposición — Natasha abrió el pañuelo y enseñó unas monedas de oro.
Margarita dirigió a Voland una mirada interrogadora. Voland inclinó la cabeza. Entonces Natasha se le echó a Margarita al cuello, le dio varios besos ruidosos y, con un grito triunfante, salió volando por la ventana.
En su lugar apareció Nikolái Ivánovich. Había recobrado su aspecto normal anterior, el humano, pero estaba muy hosco, incluso irritado.
— A éste le dejaré que se marche con una alegría especial — dijo Voland, mirando a Nikolái Ivánovich con repugnancia—, con muchísimo gusto; aquí sobra.
— Solicito que se me entregue un certificado — habló Nikolái Ivánovich, mirando alrededor espantado, pero con una voz muy insistente— acreditando dónde he pasado la noche anterior.
—¿Con qué objeto? — preguntó el gato severamente.
— Con el objeto de presentárselo a mi esposa — dijo Nikolái Ivánovich con seguridad.
— No solemos dar certificados — contestó el gato, frunciendo el entrecejo—, pero bueno, siendo para usted, haremos una excepción.
Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo de reaccionar, antes de que la des-nuda Guela se sentara a una máquina de escribir y el gato le dictara.
— Se certifica que el portador de la presente, Nikolái Ivánovich, ha pasado la mencionada noche en el baile de Satanás, siendo solicitados sus servicios en calidad de medio de transporte… Guela, pon entre paréntesis: «cerdo». Firma: Hipopótamo.
—¿Y la fecha? — habló Nikolái Ivánovich.
— No ponemos fechas, con fecha el papel pierde el valor — contestó el gato, echando una firma. Luego sacó un sello, sopló al sello con todas las de la ley, plantó en el papel la palabra «pagado» y entregó el documento a Nikolái Ivánovich. Después de esto Nikolái Ivánovich desapareció sin dejar huella; en su lugar apareció un hombre inesperado.
—¿Y éste quién es? — preguntó Voland con asco, escondiendo los ojos de la luz de las velas.
Varenuja bajó la cabeza, suspiró y dijo en voz baja:
— Permítame que me marche, no puedo ser vampiro. La otra vez con Guela por poco liquido a Rimski. Y es que no soy sanguinario. ¡Déjeme marchar!
— Pero ¿qué es esto? — preguntó Voland, arrugando la cara—. ¿Qué Rimski? ¿Qué quieren decir todas estas tonterías?
— Por favor, no se preocupe, messere — respondió Asaselo y se dirigió hacia Varenuja—: No se dicen groserías por teléfono. Tampoco se miente por teléfono. ¿Está claro? ¿Lo volverá a hacer?
Con la alegría, todo se mezcló en la cabeza de Varenuja, su cara empezó a relucir, y sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
— Les juro por… quiero decir… su ma… en seguida después de comer… — Varenuja se apretaba las manos contra el pecho, suplicando a Asaselo con la mirada.
— Bueno, ¡vete a casa! — dijo éste, y Varenuja se disipó en el aire.
— Ahora, déjenme solo con ellos — ordenó Voland señalando al maestro y Margarita.
La orden de Voland fue cumplida al instante. Después de un silencio, se dirigió al maestro:
— Entonces, ¿al sótano de Arbat? ¿Y quién va a escribir? ¿Y los sueños? ¿la inspiración?
— No tengo más sueños e inspiraciones — contestó el maestro—, ya no me interesa nada a mi alrededor, salvo ella — y puso la mano sobre la cabeza de Margarita—. Estoy roto, aburrido y quiero volver al sótano.
—¿Y su novela? ¿Y Pilatos?
— Odio mi novela — contestó el maestro.
— Te ruego — pidió Margarita con voz quejumbrosa—, que no digas eso. ¿Por qué me haces sufrir? Si sabes muy bien que he puesto toda mi vida en tu obra — Margarita añadió dirigiéndose a Voland—: No le haga caso, messere.
—¿Pero no tiene que describir siempre a alguien? — decía Voland—. Si ya ha agotado a ese procurador puede describir, pongamos por caso, a Aloísio.
El maestro sonrió:
— Eso no me lo publicará Lapshénikova, además, es un tema poco interesante.
— Entonces, ¿de qué van a vivir? Serán muy pobres.
— No me importa — contestó el maestro, abrazando a Margarita—. Ella se volverá razonable y me abandonará.
— No creo — dijo Voland entre dientes, y prosiguió—: Entonces ¿el hombre que ha creado la historia de Poncio Pilatos se va a un sótano para colocarse frente a una lámpara, resignándose a la miseria?
Margarita se apartó del maestro y dijo, muy acalorada:
— Hice todo lo que pude: le propuse al oído algo muy atrayente, pero se negó.
— Ya sé lo que le propuso al oído — replicó Voland—, pero eso no es muy atrayente — se volvió al maestro sonriendo—. Le diré que su novela le traerá una sorpresa.
— Eso es muy triste.
— No, no es nada triste — dijo Voland—. No tiene nada que temer. Bien, Margarita Nikoláyevna, todo está hecho. ¿Tiene algo que reprocharme?
—¡Por favor, messere, qué cosas tiene!
— Entonces tenga esto como recuerdo — dijo Voland y sacó de debajo de la almohada una herradura de oro cubierta de diamantes.
— No, no, por favor, ¡cómo quiere que lo admita!
—¿Quiere discutir conmigo? — preguntó Voland sonriendo.
Como Margarita no tenía bolsillos en su capa, envolvió la herradura en una servilleta, haciendo un nudo. Algo llamó su atención. Miró por la ventana a la luna reluciente y dijo:
— No llego a entenderlo… ¿cómo es posible que sea medianoche, cuando hace mucho que tenía que haber llegado la mañana?
— Siempre es agradable detener el tiempo en una medianoche de fiesta — contestó Voland—. ¡Les deseo mucha suerte!
Margarita extendió las dos manos hacia Voland con gesto de súplica, pero no se atrevió a acercarse y exclamó en voz baja:
—¡Adiós! ¡Adiós!
— Hasta la vista — dijo Voland.
Margarita con su capa negra, y el maestro con la bata del sanatorio, se dirigieron al vestíbulo del piso de la joyera, iluminado por una vela, donde les esperaba el séquito de Voland. Cuando salieron del vestíbulo, Guela llevaba la maleta con la novela y el pequeño equipaje de Margarita; el gato le ayudaba.
Junto a la puerta del piso Koróviev hizo una reverencia y desapareció; los demás fueron a acompañarles por la escalera. Estaba desierta. Al pa-sar por el descansillo del tercer piso se oyó un golpe suave, pero nadie se ñjó en ello. Ya estaban junto a la misma puerta del sexto portal. Asaselo sopló hacia arriba y cuando salieron al patio, donde no había entrado la luz, vieron a un hombre con botas y gorra dormido junto a la puerta, y un gran coche negro con las luces apagadas. En el parabrisas se adivinaba la silueta del grajo.
Iban ya a subir al coche, cuando Margarita exclamó preocupada:
—¡Dios mío, he perdido la herradura!
— Suban al coche — dijo Asaselo— y espérenme. Ahora mismo vuelvo, cuando aclare este asunto — y desapareció en el portal.
Lo que había sucedido era lo siguiente: antes de la aparición de Margarita, el maestro y sus acompañantes, había salido al descansillo del piso número 48, que estaba debajo del de la joyera, una mujer escuálida con una zafra y una bolsa en las manos. Era Anushka, la misma que el miércoles había vertido aceite junto al torniquete para desgracia de Berlioz.
En Moscú nadie sabía y, seguramente, nunca sabrá, a qué se dedicaba aquella mujer y con qué medios vivía. Lo único que se sabía era que se la podía ver todos los días con la zafra, o la bolsa y la zafra, en el puesto de petróleo, o en el mercado, en la puerta de la casa, o en la escalera y sobre todo, en la cocina del piso número 48 donde ella vivía. Ahora, se sabía que bastaba que estuviera o que apareciera en algún sitio para que se armara un escándalo. Además, se la conocía por el apodo de la Peste.
Anushka, la Peste, se solía levantar muy temprano. Esta vez se levantó prontísimo, sobre la una de la madrugada. La llave giró en la cerradura, se abrió la puerta y Anushka asomó la nariz, luego salió toda entera, dio un portazo y ya estaba dispuesta a encaminarse, nadie sabía a dónde, cuando en el piso de arriba se oyó el golpe de la puerta, alguien rodó por las escaleras, chocó con Anushka, que salió despedida hacia un lado con tal fuerza que se dio un golpe en la nuca.
—¿A dónde, diablos, vas en calzoncillos? — chilló Anushka, llevándose la mano a la nuca.
Un hombre en paños menores, con gorra y una maleta en la mano, le contestó con los ojos cerrados y con voz soñolienta y turbada:
— El calentador… la caparrosa… sólo blanquearlo — y gritó, echándose a llorar—: ¡Fuera!
Subió corriendo las escaleras hacia la ventana con el cristal roto y salió volando, patas arriba. Anushka se olvidó de su nuca, abrió la boca y también se dirigió hacia la ventana. Apoyó el vientre en el antepecho y asomó la cabeza, esperando ver sobre el asfalto, iluminado por un farol, al hombre de la maleta, muerto. Pero en el asfalto del patio no había absolutamente nada.
Se podía suponer que el extraño y soñoliento personaje había salido volando de la casa, como un pájaro, sin dejar huella. Anushka se santiguó y pensó: «Vaya un piso número 50… Por algo dice la gente… ¡Menudo pisito!…».
No tuvo tiempo de concluir sus pensamientos, se oyó otro portazo en el piso de arriba y alguien corrió por la escalera. Anushka, pegada a la pared, pudo ver a un ciudadano con barba y un aspecto bastante respetable, pero con una cara que se parecía algo a la de un cerdo, que pasó junto a ella y, como el anterior, abandonó la casa por la ventana, sin pensar en estrellarse contra el asfalto. Anushka ya se había olvidado del objetivo de su salida, se quedó en la escalera, suspirando, santiguándose y hablando a solas.
Otro, ya el tercero, sin barba, con la cara redonda, vestido con una camisa, salió al poco rato del piso de arriba y, como los anteriores, voló por la ventana.
Haciendo honor a la verdad, hay que decir que Anushka era muy curiosa, por eso se quedó esperando por si había algún otro milagro. De nuevo se abrió la puerta de arriba y se oyó bajar a un grupo de gente, sin correr, como anda todo el mundo. Anushka abandonó la ventana, bajó corriendo hasta su puerta, la abrió rápidamente, se escondió detrás de ella, y por una rendija brilló un ojo loco de curiosidad.
Un hombre con pinta de enfermo, extraño, pálido, con las barbas sin afeitar, con gorrito negro y bata, bajaba por la escalera con pasos inseguros. Le llevaba del brazo cuidadosamente, una señorita vestida con un hábito negro, eso le pareció a Anushka a oscuras. La señorita o estaba descalza o tenía unos zapatos transparentes, seguramente extranjeros, hechos tiras. Además ¡la señorita estaba desnuda! Sí, sí, ¡no llevaba nada bajo el hábito negro! «Pero ¡qué pisito!» Todo cantaba en el interior de Anushka al pensar en lo que diría a las vecinas al día siguiente.
Detrás de la señorita del traje extraño iba otra completamente desnuda, con un maletín en la mano, y junto al maletín merodeaba un enorme gato negro. Anushka por poco pegó un chillido, frotándose los ojos.
Cerraba la procesión un extranjero pequeñajo, cojo, con un ojo torcido, sin chaqueta, pero con un chaleco blanco de frac y corbata. Todo este grupo desfiló junto a Anushka y siguió bajando. Algo se cayó por el camino.
Al oír que los pasos cesaban, Anushka salió de su casa como una serpiente, dejó la zapa junto a la puerta, se echó al suelo y empezó a buscar. Algo pesado, envuelto en una servilleta, apareció en sus manos. Cuando abrió el paquete, a poco se le salen los ojos. Anushka se acercó la joya. En su mirada se encendió un fuego felino. Y un torbellino se formó en su cabeza: «¡No sé nada ni he visto nada!… ¿Al sobrino? ¿O lo sierro en trozos?… Las piedrecitas se pueden sacar y se llevan una por una: una a la Petrovka, otra a la Smolénskaya… ¡Ni sé nada, ni he visto nada!».
Se guardó su tesoro en los senos, agarró la zafra y ya se disponía a me-terse en su piso, aplazando el viaje a la ciudad, cuando creció ante sus ojos el tipo de la pechera blanca, sin chaqueta, y murmuró:
—¡Dame la herradura y la servilleta!
—¿Qué herradura ni qué servilleta? — preguntó Anushka haciéndose de nuevas con bastante arte—. No sé nada de ninguna servilleta. ¿Qué le pasa, ciudadano, está borracho?
El ciudadano, con unas manos duras y frías como el pasamanos de un autobús, sin decir nada más, le apretó el cuello de tal manera, que cortó todo acceso de aire a sus pulmones. La zafra cayó al suelo. Después de haberla tenido algún tiempo sin aire, el extranjero sin chaqueta apartó sus dedos del cuello de Anushka. Ella tragó un poco de aire y dijo con una sonrisa:
— Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo! ¿Es suya? Es que la vi en la servilleta y la recogí, por si alguien se la llevaba, ya sabe usted qué cosas pasan…
Al recibir la herradura y la servilleta el hombre hizo varias reverencias, le estrechó enérgicamente la mano y, con acento extranjero, se lo agradeció con verdadero entusiasmo:
— Le estoy profundamente agradecido, madame. Esta herradura es un recuerdo muy querido para mí. Y permítame que por el favor de guardármela le dé doscientos rublos. — Sacó inmediatamente el dinero del bolsillo del chaleco y se lo entregó a Anushka.
Ella, con una sonrisa desmesurada, no hacía más que exclamar:
—¡Ay! ¡tantas gracias! Merci!Merci!
El espléndido extranjero bajó toda la escalera de una zancada, pero antes de largarse definitivamente, gritó desde abajo, sin ningún acento ya:
—¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa! ¡Cuando encuentres algo llévalo a las milicias y no te lo metas en el bolsillo!
Con un extraño zumbido y embarullada la cabeza por aquella serie de sucesos en la escalera, Anushka siguió gritando maquinalmente durante bastante rato:
— Merci!Merci!Merci!… —el extranjero hacía mucho que no estaba allí.
Tampoco estaba el coche en el patio. Asaselo le devolvió a Margarita el regalo de Voland, se despidió de ella, preguntándole si estaba cómoda. Guela le dio varios besos ruidosos, el gato le besó la mano y saludaron al maestro, que parecía exánime en un rincón del coche. Luego hicieron una señal al grajo, y se disiparon en el aire, sin molestarse en subir las escaleras. El grajo encendió las luces del coche y salió del patio, pasando junto a otro hombre profundamente dormido. Las luces del coche desaparecieron entre otras muchas de la ruidosa Sadóvaya, que nunca dormía.
Una hora después, en el sótano de una pequeña casa de Arbat, en la habitación pequeña, que estaba igual que antes de la terrible noche del otoño anterior, y junto a una mesa cubierta de terciopelo, con una lámpara y un florero de muguetes, estaba Margarita, llorando de felicidad y por todo lo que había sufrido. Tenía frente a ella el cuaderno, desfigurado por el fuego, y un montón de cuadernos intactos. La casa estaba en silencio. En el cuarto de al lado dormía el maestro profundamente, tapado con la bata del sanatorio. Su respiración era silenciosa y tranquila.
Harta ya de llorar, Margarita cogió un ejemplar que no había visto el fuego y buscó la parte que releía antes del encuentro con Asaselo bajo las murallas del Kremlin. No tenía sueño. Acariciaba el cuaderno como se acaricia a un gato favorito, le daba vueltas, lo miraba por todos los lados, se paraba en la primera página, luego abría el final. De pronto le atravesó la espantosa idea de que todo había sido arte de magia, que iban a desaparecer los cuadernos, que se encontraría en su dormitorio del palacete y al despertar iría a ahogarse al río. Pero éste fue el último pensamiento aterrorizado, el eco de sus largos días de sufrimiento. Nada desaparecía, el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas, besándolas y releer la frase:
«La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador…»