No podríamos asegurar si las siluetas aparecieron realmente o si fueron fruto del terror que se había apoderado de los inquilinos de la desafortunada casa. Si verdaderamente fueron ellos, nadie sabe a dónde se dirigieron, tampoco se separaron; pero un cuarto de hora después de que empezara el incendio en la Sadóvaya, junto a las puertas de luna del Torgsin[19] en el mercado Smolenski, apareció un ciudadano largo, con un traje a cuadros, acompañado de un gran gato negro.
Escurriéndose hábilmente entre los transeúntes, el ciudadano abrió la puerta de entrada de la tienda. Pero un portero enclenque, huesudo y con aire hostil, les cerró el paso, diciendo irritado:
—¡Con gato no se puede!
— Usted perdone — sonó la voz cascada del largo, que se llevó una mano nudosa a la oreja como si fuera sordo—, ¿con gatos, dice usted? ¿Y dónde está el gato?
Al portero se le salían los ojos de las órbitas. No era para menos: efectivamente, no había ningún gato. Por encima del hombro del ciudadano asomaba un tipo regordete que tenía cierto aire de gato y llevaba una gorra agujereada y un hornillo de petróleo en las manos.
Intentaba entrar en la tienda.
Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de visitantes.
— Aquí se compra sólo con divisas — articuló con voz ronca. Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como carcomidas por la polilla.
— Querido — dijo el larguirucho, bollándole un ojo detrás de los impertinentes rotos—, ¿y cómo sabe usted que yo no las tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia del famoso califa Harún-al-Rashid. Pero ahora, dejando la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy
—¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!
El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda la razón:
En los estantes se veían montones de piezas de percal con estampados muy variados. Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos, con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del interior salían canciones y música de gramófono.
Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda donde se unían las secciones gastronómica y de confitería. Allí había sitio de sobra.
Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban, como en la sección de percales.
Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un dependiente con bata blanca, limpia y gorrito azul.
Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.
— Este departamento es soberbio también — reconoció solemnemente Koróviev—, y el extranjero parece simpático — y señaló con aire benevolente la espalda color lila.
— No, Fagot, no — respondió Popota pensativo—, te equivocas, amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este gentleman lila.
La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que decían en ruso Koróviev y su acompañante?
—¿Es… bien? — preguntaba severamente el comprador.
—¡Fenomenal! — contestaba el dependiente, hurgando con el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.
— Bueno gusta, malo no gusta — decía el extranjero exigente.
—¡Cómo no! — exclamaba el dependiente con entusiasmo
Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se acercaron al mostrador de la confitería.
— Hace calor — se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? — le preguntó.
— A treinta kopeks el kilo — contestó la dependienta.
— Pobre bolsillo — dijo Koróviev suspirando—, ¡ay, ay! — se quedó pensativo, y luego invitó a su amigo—: come, Popota.
El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel y todo y cogió otra.
Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.
—¡Está loco! — exclamó, perdiendo el color—. ¡Déme el cheque! ¡El cheque! — y dejó caer las pinzas de los caramelos.
— Guapa, cielo, cariño — decía Koróviev, recostándose sobre el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora—, no llevamos divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez, no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio! Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio…
Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó con la envoltura dorada.
Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario, le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.
Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:
—¡Palósich! ¡Palósich!
Acudió en masa la gente del departamento de percales. Popota abandonó la tentadora confitería y metió la mano en un barril en el que se leía: «Arenques escogidos de Kerch»; sacó un par de arenques, se los tragó y escupió las colas.
—¡Palósich! — se repitió el grito desesperado. De la sección de pescado llegó el rugido de un vendedor con perilla:
—¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?
Pável Iósifovich se apresuraba al campo de batalla. Era un hombre de buena presencia, con bata blanca de cirujano y un lápiz que le asomaba en un bolsillo. Seguramente Pável Iósifovich era un hombre de experiencia. Cuando vio a Popota con el tercer arenque en la boca hizo una rápida valoración, se hizo cargo de la situación en seguida y, sin entablar discusión alguna con los sinvergüenzas, ordenó, alargando los brazos hacia la calle:
—¡Silba!
Atravesando las puertas de luna, el portero salió corriendo hacia la esquina del mercado Smolenski e inició un silbido siniestro. La gente empezó a rodear a los bandidos. Entonces intervino Koróviev:
—¡Ciudadanos! — gritó con voz fina y temblorosa—. ¿Pero qué es esto? ¿Eh? ¡Permítanme que haga esta pregunta! Este pobre hombre — Koróviev aumentó el temblor de su voz y señaló a Popota, que inmediatamente puso una cara llorosa—, este pobre hombre está todo el día arreglando hornillos. Tiene hambre… ¿y de dónde quieren que saque divisas?
Pável Iósifovich, que solía ser tranquilo y sereno, al oír aquello, gritó con severidad:
—¡Oye tú, haz el favor de callarte! — y de nuevo estiró la mano hacia afuera, impaciente. Los trinos junto a la puerta sonaron con más alegría.
Pero Koróviev, sin dejarse cohibir lo más mínimo por la intervención del Pável Iósifovich, prosiguió:
—¿De dónde? — preguntó a todos los presentes—. ¡Está extenuado, tiene hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecito prueba una mandarina. ¡Si no vale más de tres kopeks! Y ésos ya están silbando como ruiseñores de los bosques en primavera, molestando a las milicias, distrayéndoles de su trabajo. Pero éste ¡sí que puede! — y Koróviev señaló hacia el gordo color lila, que en seguida expresó inquietud en su rostro—. ¿Quién es? ¿Eh? ¿De dónde ha venido? ¿Para qué? Qué, ¿le echábamos de menos? ¿Acaso le hemos invitado? Claro — decía el ex chantre a grito pelado con sonrisa sarcástica—, como ven, lleva un traje lila muy elegante, está todo hinchado de salmón, está repleto de divisas. ¿Y uno de los nuestros, eh? ¡Qué amargura, qué amargura! — aulló Koróviev, como si estuviera en una boda a la antigua.[20]
Este discurso estúpido, falto de tacto y, por lo visto, pernicioso políticamente, hizo que Pável Iósifovich se estremeciera de indignación; pero, aunque parezca extraño, a juzgar por los ojos del público, había encontrado el apoyo de mucha gente. Cuando Popota, llevándose a los ojos una manga sucia, exclamó con aire trágico:
—¡Gracias, fiel amigo, has defendido a la víctima! — ocurrió un milagro.
Un viejecito silencioso y de lo más decente, vestido con modestia, pero limpio; un viejecito que estaba comprando tres pasteles de almendra en la confitería, se transformó repentinamente. Sus ojos despedían un fuego de lucha; se puso rojo, tiró el paquete del pastel al suelo y gritó con voz fina e infantil:
—¡Es verdad! — agarró la bandeja, tirando los restos de la torre Eiffel de chocolate, destruida por Popota, y la agitó en el aire; con la mano izquierda quitó el sombrero del extranjero y con la derecha le atizó un golpe en la cabeza medio calva. Se oyó un ruido semejante al que hace una lámina de hierro al caer de un camión. El gordo se puso pálido, cayó de espaldas y se sentó en el barril de los arenques de Kerch, levantando un verdadero surtidor de salmuera. Entonces sucedió otro milagro. El tipo color lila gritó en ruso, al caerse en el barril, sin el menor asomo de acento extranjero:
—¡Me están matando! ¡Milicias! ¡Me están matando los bandidos! aprendió, por lo visto, el idioma hasta entonces desconocido, como resultado de la conmoción.
Se cortó el silbido del portero y entre el tumulto de emocionados compradores aparecieron, aproximándose, los cascos de dos milicianos. Pero el pérfido Popota, igual que se echa agua en el banco de un baño público, roció el mostrador de la confitería con la gasolina de su hornillo y ésta se encendió en seguida. El fuego se alzó y se extendió a lo largo del mostrador, comiéndose las bonitas cintas de papel en las cestas de fruta. Las dependientas corrieron pegando gritos, y en seguida se incendiaron las cortinas de lino de las ventanas y en el suelo ardió la gasolina.
El público, con locos alaridos, se echó hacia atrás en la confitería, aplastando a Pável Iósifovich, innecesario ya. De detrás del mostrador de la sección de pescados los vendedores salieron en fila india, con los afilados cuchillos en la mano, y se dirigieron corriendo hacia la salida de servicio.
Una vez que se hubo liberado del barril, el ciudadano color lila, cubierto por completo de grasa de arenque, pasó por encima del salmón del mostrador y siguió a los vendedores. Sonaron y cayeron los cristales de la puerta; la gente los rompía para salvarse. Los dos sinvergüenzas, Koróviev y el glotón de Popota, desaparecieron. ¿Por dónde? Nadie lo sabe. Más tarde, los testigos presenciales del incendio en el Torgsin contaban que los dos bandidos volaron hacia el techo y allí explotaron, como dos globos de niño. Claro, que fuera precisamente así, se puede poner en duda, pero como no lo sabemos seguro, no decimos nada.
Lo que sí sabemos es que un minuto después de lo sucedido en el mercado Smolenski, Popota y Koróviev estaban en la acera del bulevar, en frente de la casa de la tía de Griboyédov. Koróviev, pasando ante la reja, dijo:
—¡Bah! ¡Si es la casa de los escritores! Sabes qué te digo, que he oído muchas cosas buenas y favorables sobre esta casa. Fíjate en ella, amigo mío. Es agradable pensar que bajo este tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos.
— Como las piñas en los invernaderos — dijo Popota, subiéndose sobre la base de hormigón de la reja, para ver mejor la casa color crema con columnas.
— Eso es — asintió Koróviev, compartiendo la idea de su amigo inseparable—. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de Don Quijote o del Fausto, o ¿quién sabe? de Almas muertas. ¿Eh?
— Da miedo pensarlo.
— Pues sí —seguía Koróviev—, se pueden esperar cosas sorprendentes de los invernaderos de esta casa, que ha reunido bajo su techo a varios ascetas, decididos a consagrar su vida al servicio de Melpómenes, Polihimnia y Talía. ¿Te imaginas el jaleo que se va a organizar cuando uno de ellos ofrezca al público de lectores El revisor o, en último caso, Eugenio Oneguin?
— Pues podía pasar — asintió de nuevo Popota.
— Sí —continuaba Koróviev, levantando un dedo con aire preocupado—. ¡Pero!… ¡Pero, digo yo y repito el «pero»!… ¡Si a estas delicadas plantas de invernadero no les ataca algún microbio, no les pica las raíces, si no se pudren! ¡Porque esto ocurre con las piñas! ¡Y tanto que ocurre!
— Por cierto — se interesó Popota, metiendo su cabeza redonda entre las rejas—, ¿qué están haciendo en esa terraza?
— Están comiendo — replicó Koróviev—. Además, mi querido amigo, en esta casa hay un restaurante que no está mal y es bastante barato. Y a propósito, como todo tuista que se prepara a emprender un viaje largo, siento deseos de tomar algo y beberme una gran jarra de cerveza helada.
— Yo también — contestó Popota, y los dos sinvergüenzas se dirigieron por el caminito asfaltado bajo los tilos hacia la terraza del restaurante, que no presentía la desgracia.
Una ciudadana pálida y aburrida, con calcetines blancos y boina del mismo color con un rabito, se sentaba en una silla vienesa a la entrada en la terraza, en una esquina donde había un hueco en el verde de la reja cubierta de plantas trepadoras. Delante de ella, en una simple mesa de cocina, había un libro gordo, parecido a un libro de cuentas, en el que la ciudadana apuntaba con objetivo desconocido a todos los que entraban.
Y precisamente esa ciudadana paró a Koróviev y a Popota.
— Los carnets, por favor — dijo ella mirando sorprendida los impertinen
tes de Koróviev y el hornillo de Popota y su codo roto. — Mil perdones, pero, ¿qué carnets? — pregunto Koróviev, extrañado. — ¿Son ustedes escritores? — preguntó a su vez la ciudadana. — Naturalmente — contestó Koróviev con dignidad. — ¡Sus carnets! — repitió la ciudadana. — Mi encanto… — empezó dulcemente Koróviev. — No soy ningún encanto — le interrumpió la ciudadana. — ¡Ah! ¡Qué pena! — dijo Koróviev con desilusión y continuó—: Bien, si
usted no desea ser encanto, lo que hubiera sido muy agradable, puede no serlo. Dígame, ¿es que para convencerse de que Dostoievski es un escritor, es necesario pedirle su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de alguna de sus novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es escritor. ¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? — Koróviev se dirigió a Popota.
— Apuesto a que no lo tenía — contestó Popota, dejando el hornillo en la mesa junto al libro y secándose con la mano el sudor de su frente, manchada de hollín.
— Usted no es Dostoievski — dijo la ciudadana, desconcertada, dirigién
dose a Koróviev. — ¿Quién sabe? ¿quién sabe? — contestó él. — Dostoievski ha muerto — dijo la ciudadana, pero no muy convencida. — ¡Protesto! — exclamó Popota con calor—. ¡Dostoievski es inmortal! — Sus carnets, ciudadanos — dijo la ciudadana. — ¡Esto tiene gracia! — no cedía Koróviev—. El escritor no se conoce por su carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede saber usted qué ideas artísticas bullen en mi cabeza? ¿O en ésta? — y señaló la cabeza de Popota, que hasta se quitó la gorra para que la ciudadana pudiera verla mejor.
— Dejen pasar, ciudadanos — dijo la mujer nerviosa ya.
Koróviev y Popota se apartaron para dejar paso a un escritor vestido de gris, con camisa blanca, veraniega, sin corbata; con el cuello de la camisa abierto sobre el cuello de la chaqueta. Llevaba un periódico bajo el brazo. El escritor saludó amablemente a la ciudadana; al pasar escribió en el libro, previamente abierto, un garabato y se dirigió a la terraza.
— No, no será para nosotros — habló con tristeza Koróviev-la jarra helada de cerveza, con la que hemos soñado tanto, nosotros, pobres vagabundos. Nuestra situación es triste y difícil y no sé cómo salir de ella.
Popota se limitó a abrir los brazos con amargura y colocó la gorra en su cabeza redonda, cubierta de pelo espeso que recordaba mucho la piel de un gato.
En ese momento una voz muy suave, pero autoritaria, sonó encima de la ciudadana.
— Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.
La ciudadana del libro de registro se sorprendió. Entre el verde de la verja surgió el pecho blanco de frac y la barba en forma de puñal del filibustero. Miraba amistosamente a los dos tipos dudosos y harapientos e incluso les hacía gestos de invitación. La autoridad de Archibaldo Archibáldovich era algo muy palpable en el restaurante que él dirigía y Sofía Pávlovna preguntó con docilidad a Koróviev:
—¿Cómo se llama usted?
— Panáyev — respondió él con finura. La ciudadana apuntó el apellido y echó una mirada interrogante a Popota.
— Skabichevski[21] —dijo él, señalando el hornillo, Dios sabe por qué. Sofía Pávlovna lo apuntó también y acercó el libro a los visitantes para que firmaran. Koróviev puso «Skabichevski» enfrente del apellido «Panáyev» y Popota escribió «Panáyev» enfrente de «Skabichevski».
Archibaldo Archibáldovich, sorprendiendo a Sofía Pávlovna con una sonrisa seductora, conducía a los huéspedes a la mejor mesa, donde había una sombra tupida y donde el sol jugaba alegremente por uno de los huecos de la verja con trepadora verde. Mientras, Sofía Pávlovna, parpadeando de asombro, estuvo largo rato estudiando las extrañas inscripciones que habían dejado los inesperados visitantes.
Archibaldo Archibáldovich sorprendió más aún a los camareros que a Sofía Pávlovna. Apartó personalmente la silla de la mesa, invitando a Koróviev a que se sentara, guiñó el ojo a uno, susurró algo a otro, y dos camareros empezaron a correr alrededor de los visitantes; uno de ellos puso el hornillo en el suelo, junto a las botas descoloridas de Popota.
Inmediatamente desapareció de la mesa el viejo mantel con manchas amarillas y en el aire voló un mantel blanco como un albornoz de beduino, crujiente de tanto almidón que tenía. Archibaldo Archibáldovich murmuraba al oído a Koróviev en voz baja pero muy expresiva:
—¿A qué les invito? Tengo lomo de esturión especial… lo conseguí del congreso de arquitectos…
— Bueno… mmm… un aperitivo… mmm… — pronunció Koróviev con benevolencia, instalado en la silla cómodamente. — Ya comprendo — contestó Archibaldo Archibáldovich con aire de complicidad, cerrando los ojos.
Al ver cómo el jefe del restaurante trataba a los visitantes bastante sospechosos, los camareros dejaron sus dudas y se tomaron el trabajo en serio. Uno de ellos acercó una cerilla a Popota que había sacado del bolsillo una colilla y se la había metido en la boca, se acercó corriendo otro, colocando junto a los cubiertos, piezas de finísimo cristal color verde. Copas de licor, de vino y de agua, en las que sabe tan bien el agua mineral, estando bajo el toldo… diremos, adelantándonos, que esta vez también se bebió agua mineral bajo el toldo de la inolvidable terraza de Griboyédov.
— Puedo invitarles a filetes de perdices — murmuraba Archibaldo Archibáldovich con voz musical. El huésped de los impertinentes rotos aprobaba enteramente todas las propuestas del comandante del bergantín y le miraba con benevolencia a través del inútil cristal.
El literato Petrakov Sujovéi, que comía con su esposa en la mesa de al lado, y se terminaba un escalope de cerdo, era observador, nota característica de todos los escritores, se dio cuenta de los especiales cuidados de Archibaldo Archibáldovich hacia los visitantes y se sorprendió mucho. Su esposa, señora muy respetable, llegó a tener celos de Koróviev y dio unos golpecitos con la cucharilla para indicar que se estaban retrasando. ¿No era el momento de servir el helado? ¿Qué pasaba?
Pero Archibaldo Archibáldovich, dirigiéndole una sonrisa encantadora, mandó a un camarero, mientras él mismo no abandonaba a sus queridos huéspedes. ¡Ah, qué inteligente era Archibaldo Archibáldovich! ¡Y seguro que no era menos observador que los mismos escritores! Sabía lo de la sesión del Varietés y los sucesos de aquellos días; había oído las palabras «el de cuadros» y «el gato» y se las grabó en la memoria, no como otros. Archibaldo Archibáldovich supo en seguida quiénes eran sus visitantes. Y al comprenderlo, decidió no quedar mal con ellos. ¡Pero Sofía Pávlovna! ¡Qué ocurrencia, cerrarles el paso a la terraza! Por otra parte, ¡qué se podía esperar de ella!
La señora de Petrakov, hincando con arrogancia la cucharilla en el helado derretido, miraba con ojos enfadados cómo la mesa de los dos payasos desarrapados se cubría de manjares por arte de magia. Hojas de lechuga lavadas hasta sacarle brillo salían de una fuente con caviar fresco… un instante y apareció una mesa especial con un cubo plateado empañado de frío…
Sólo en el momento que se hubo convencido de que todo se estaba haciendo como era debido y que en las manos del camarero apareció una sartén cubierta, en la que algo chirriaba, Archibaldo Archibáldovich se permitió abandonar a los misteriosos visitantes, susurrándoles previa-mente:
—¡Con permiso! ¡Un minutito! ¡Voy a ver los filetes! Se apartó de la mesa y desapareció por una puerta interior del restaurante. Si algún observador hubiera podido vigilar a Archibaldo Archibáldovich, lo que hizo a continuación le hubiera parecido algo extraño.
El jefe del restaurante no se dirigió a la cocina para vigilar los filetes, sino al almacén del restaurante. Lo abrió con su llave, cerró la puerta al entrar, sacó de una nevera con hielo dos pesados lomos de esturión, con mucho cuidado de no mancharse los puños los envolvió en un papel de periódico, ató el paquete cuidadosamente con una cuerda y lo puso a un lado. Luego fue a la habitación contigua para comprobar si estaba su sombrero y su abrigo de entretiempo forrado de seda, y solamente entonces se encaminó a la cocina, donde el cocinero estaba preparando con esmero los filetes prometidos por el pirata.
Tenemos que aclarar que no había nada de extraño e incomprensible en las operaciones de Archibaldo Archibáldovich, y que las podría encontrar raras sólo un observador superficial. Su actitud era el resultado lógico de todo lo anterior. Conociendo los últimos acontecimientos y, sobre todo, con el olfato tan fenomenal que tenía, Archibaldo Archibáldovich, el jefe del restaurante de Griboyédov, pensó que la comida de los dos visitantes sería, aunque abundante y lujosa, muy breve. Y su olfato, que nunca le había fallado, tampoco lo hizo esta vez.
Cuando Koróviev y Popota brindaban por segunda vez con copas de un vodka espléndido, de doble purificación, apareció en la terraza el cronista Boba Kandalupski, sudoroso y excitado; era conocido en Moscú por su asombrosa omnisciencia. Se sentó en seguida con los Petrakov. Dejando en la mesa su cartera repleta, Boba metió sus labios en la oreja de Petrakov y empezó a susurrarle algo sugestivo. Madame Petrakova, muerta de curiosidad, acercó su oído a los labios grasientos y gruesos de Boba. Éste de vez en cuando miraba furtivamente alrededor, pero seguía hablando sin parar y se podían oír algunas cosas sueltas, como:
—¡Palabra de honor! ¡En la Sadóvaya, en la Sadóvaya!… — Boba bajó la voz todavía más—. ¡No les cogen las balas!… balas… balas… gasolina… incendio… balas…
—¡Habría que aclarar quiénes son los mentirosos que difunden estos rumores repugnantes! — decía madame Petrakova indignada, con voz algo más fuerte de lo que hubiera preferido Boba—. ¡Nada, nada, así sucederá, ya les meterán en cintura! ¡Qué mentiras más peligrosas!
—¡Pero, por qué mentiras, Antonida Porfírievna! — exclamó Boba, disgustado por la duda de la esposa del escritor, y siguió murmurando—: ¡Les digo que no les cogen las balas!… Y ahora el incendio… ellos por el aire… ¡por el aire! — Boba cuchicheaba sin sospechar que los protagonistas de su historia estaban sentados a su lado, regocijándose con su cuchicheo.
Aunque pronto el regocijo se terminó. Salieron a la terraza de la puerta interior del restaurante tres hombres con las cinturas muy ceñidas por cinturones de cuero, con polainas y pistolas en mano. El primero gritó con voz sonora y terrible:
—¡Quietos! — y los tres abrieron fuego, disparando sobre las cabezas de Koróviev y Popota. Estos dos se disiparon inmediatamente y en el hornillo explotó un fuego que fue a dar directamente en el toldo. El fuego, saliendo de allí, subió hasta el mismo tejado de la casa de Griboyédov. Las carpetas con papeles, que estaban en la ventana del segundo piso, ardieron en seguida, luego se prendió la cortina, y el fuego, haciendo ruido, como si alguien estuviera soplando para que creciera, entró en la casa de la tía de Griboyédov.
Por los caminos asfaltados que llevaban a la reja de hierro fundido del jardín, la misma por la que entrara Ivánushka el miércoles por la noche como primer mensajero incomprendido de la desgracia, unos segundos después corrían escritores que habían dejado su comida a medias, Sofía Pávlovna, Petrakova y Petrakov.
Archibaldo Archibáldovich, que había salido a tiempo por la puerta lateral, sin correr y sin muestras de impaciencia, como un capitán que es el último en abandonar su bergantín en llamas, estaba de pie, muy tranquilo, vestido con su abrigo de entretiempo forrado de seda y con dos lomos de esturión bajo el brazo.