Através de las ramas de un arce se veía la luna llena en el cielo limpio de la noche. Las manchas de luz que filtraban los tilos y las acacias dibujaban figuras complicadas. La ventana de tres hojas, abierta, pero con la cortina echada, brillaba con rabiosa luz eléctrica. En el dormitorio de Margarita Nikoláyevna todas las luces estaban encendidas, mostrando el gran desorden que reinaba en la habitación.
En la cama, encima de la manta, había blusas, medias y ropa interior; en el suelo, junto a una cajetilla de tabaco aplastada, más ropa amontonada en el barullo. En la mesilla de noche, un par de zapatos, junto a una taza de café sin terminar, un cenicero con una colilla humeante. En el respaldo de una silla, un vestido de noche negro. La habitación olía a perfume. Y de algún otro sitio penetraba el olor a plancha caliente.
Margarita Nikoláyevna estaba sentada ante el espejo con un albornoz echado sobre su cuerpo desnudo y unos zapatos de ante negro. Delante de ella, junto a la cajita que le había dado Asaselo, estaba el reloj con pulsera de oro. Margarita no apartaba de él la mirada.
A veces le parecía que el reloj se había estropeado, que las agujas ya no se movían. Pero sí, se movían, muy despacio, como pegándose, y por fin la aguja larga marcó los veintinueve minutos. A Margarita le palpitaba tan fuerte el corazón, que no pudo coger la cajita. Por fin consiguió dominarse, la abrió y dentro vio una crema amarillenta. Le pareció que olía a fango de pantano. Cogió un poco de crema con la punta de los dedos y se la puso en la mano. El olor a hierbas de pantano y a bosque se hizo penetrante. Empezó a frotarse con la crema la frente y las mejillas.
La crema se esparcía con facilidad, y a Margarita le pareció que se evaporaba inmediatamente. Se friccionó varias veces, se miró al espejo y dejó caer la caja encima del reloj. La esfera se agrietó en seguida. Cerró los ojos, luego se miró otra vez y rió desaforadamente.
Sus cejas, depiladas como dos hilitos, se habían espesado y le arqueaban suavemente los ojos, más verdes que nunca. Una fina arruga que le atravesaba verticalmente la frente, aparecida en octubre, cuando perdió al maestro, desapareció sin dejar huella. Desaparecieron también las sombras amarillas de las sienes y una red de arrugas, apenas visibles, junto a la comisura externa de los ojos. Un color rosa uniforme le cubría la piel de las mejillas, tenía la frente blanca y limpia y había desaparecido el rizado de peluquería.
La Margarita de treinta años veía reflejada en el espejo a una mujer morena, de unos veinte años, con el pelo ondulado.
Dejó de reír, se quitó de un golpe el albornoz, cogió una cantidad bastante regular de la crema ligera y grasienta y empezó a frotarse el cuerpo con enérgicos ademanes. Se puso toda color rosa, como iluminada por dentro. Luego, como si le hubieran sacado una aguja del cerebro, se calmó el dolor en una sien, que le había durado toda la tarde, desde la conversación en el Jardín Alexándrovski; se le fortalecieron los músculos de las extremidades y el cuerpo se tornó ingrávido.
Dio un salto y se quedó en el aire, encima de la alfombra; luego notó que algo tiraba de ella hacia el suelo y se bajó.
—¡Qué crema! ¡Pero qué crema! — gritó Margarita, cayendo en un sillón.
El efecto de las fricciones no fue sólo físico. Ahora bullía la alegría en cada célula de su cuerpo, la sentía en forma de pequeñas burbujas que la pinchaban. Se sentía libre, completamente. Vio con claridad que había sucedido justamente aquello que presintiera por la mañana y que dejaría el palacete y su antigua vida para siempre.
Del recuerdo de su antigua vida se desprendía un pensamiento: tenía un último deber que cumplir antes de comenzar aquello nuevo y extraordinario que parecía que la elevaba, llevándosela al aire libre. Corrió desnuda, volando a veces, al despacho de su marido, encendió la luz y se precipitó al escritorio. En una hoja de papel, que arrancó de un cuaderno, escribió de prisa, sin tachaduras, unas palabras a lápiz:
«Perdóname y olvídame lo antes que puedas. Me voy para siempre. Será inútil que me busques. Me han vencido el dolor y la desgracia y me he convertido en bruja. Me voy, ya es hora. Margarita.»
Margarita voló a su dormitorio, sentía alivio en su alma. Natasha la seguía corriendo, con un montón de ropa. Y todos aquellos objetos, perchas de madera con vestidos, pañuelos de encaje, unos zapatos azules de raso, un cinturón, todo aquello cayó al suelo y Natasha se sacudió las manos libres.
—¿Qué tal estoy? — preguntó Margarita con voz ronca.
—¿Pero qué ha hecho? — decía Natascha, retrocediendo hacia la puerta—. ¿Cómo lo ha conseguido, Margarita Nikoláyevna?
—¡Ha sido la crema, la crema! — contestó Margarita, señalando la reluciente cajita de oro y dando vueltas frente al espejo.
Olvidando la ropa tirada por el suelo, Natasha corrió hacia el tocador y se quedó mirando los restos de crema con los ojos encendidos por la envidia. Sus labios se movían en silencio. Se volvió hacia Margarita Nikoláyevna y pronunció con beatitud:
—¡Qué cutis! ¡Pero qué cutis, Margarita Nikoláyevna! ¡Si parece que reluce!
Volvió en sí y corrió hacia los trajes tirados, los levantó para quitarles el polvo.
—¡Déjelo! — gritaba Margarita—. ¡Al diablo! ¡Déjelo todo! O no, lléveselo de recuerdo. ¡Llévese todo lo que haya en esta habitación!
Natasha, como si de repente se hubiera vuelto loca, se la quedó mirando, se colgó a su cuello y gritó dándole besos:
—¡Si parece de raso! ¡Si reluce! ¡De raso! ¡Y las cejas!
— Coja todos los trajes, los perfumes y lléveselo todo a su baúl, escóndalo — gritaba Margarita—, pero no se lleve las joyas, porque podrían acusarla de robo.
Natasha agarró todo lo que encontró a mano: vestidos, zapatos, medias y ropa interior y salió del dormitorio.
En aquel momento entró por la ventana abierta y siguió volando un vals virtuoso y atronador; se oyó el ruido de un coche que se acercaba a la puerta del jardín.
—¡Ahora llamará Asaselo! — exclamó Margarita, mientras escuchaba el vals, que rodaba por la calle—. ¡Me llamará! ¡Y el extranjero no es peligroso, ahora me doy cuenta de que no es peligroso!
Se oyó el coche que se alejaba del jardín. Sonó la verja y se oyeron pa-sos en las losas del camino.
«Es Nikolái Ivánovich, conozco su modo de andar — pensó Margarita—. Tengo que hacer algo original y divertido para despedirme.»
Margarita descorrió la cortina de un tirón y se sentó de perfil en el antepecho de la ventana, abrazándose las rodillas. La luz de la luna le lamía el costado derecho. Margarita levantó la cabeza hacia la luna y puso cara pensativa y poética. Sonaron otros dos pasos y cesaron de pronto. Margarita contempló la luna un momento, suspiró para que hiciera bonito y volvió la cabeza hacia el jardín; efectivamente, allí estaba Nikolái Ivánovich, su vecino de la planta baja del palacete. La luz de la luna caía de plano sobre Nikolái Ivánovich. Estaba en un banco y se notaba desde luego que acababa de sentarse. Tenía los impertinentes algo torcidos y apretaba la cartera en las manos.
—¡Hola, Nikolái Ivánovich! — habló Margarita con voz triste—. ¡Buenas noches! ¿Vuelve de alguna reunión?
Nikolái Ivánovich no contestó.
— Y yo — siguió Margarita, asomándose un poco más por la ventana— es-toy sola, como ve, aburrida, mirando a la luna y escuchando el vals…
Margarita se pasó la mano izquierda por la sien, arreglándose el cabello, y dijo con enfado:
—¡Me parece poco correcto, Nikolái Ivánovich! ¡Al fin y al cabo soy una mujer! Es una grosería no contestar cuando le estoy hablando.
A la luz de la luna destacaba hasta el último botón del chaleco de Nikolái Ivánovich, hasta el último pelo de su barba clara y puntiaguda; sonrió con expresión enajenada, se levantó del banco, y al parecer, muy azorado, en vez de quitarse el sombrero, hizo un gesto con la cartera y dobló las piernas, como si pensara ponerse a bailar.
—¡Ah, qué hombre más aburrido es usted, Nikolái Ivánovich! — siguió Margarita—. ¡Le diré que estoy tan harta de usted, que no soy capaz de expresarlo siquiera! ¡Me alegro de poder perderle de vista! ¡Váyase al diablo!
El teléfono rompió a sonar en el dormitorio, a espaldas de Margarita. Saltó del antepecho de la ventana y olvidando a Nikolái Ivánovich, cogió el auricular.
— Habla Asaselo.
—¡Querido, querido Asaselo! — exclamó Margarita.
— Ya es la hora. Salga volando — habló Asaselo. Se notaba, por su tono de voz, que le había gustado el arrebato alegre y sincero de Margarita—. Cuando pase sobre la puerta del jardín grite: «¡Invisible!». Luego vuele sobre la ciudad, para acostumbrarse, y después hacia el sur fuera de la ciudad, al río. ¡La están esperando!
Margarita colgó el auricular. En el cuarto de al lado se oyó el paso de alguien que cojeaba y como si algún objeto de madera golpease la puerta. Margarita la abrió y entró bailando en el dormitorio la escoba con las cerdas para arriba. El palo redoblaba en el suelo, daba patadas e intentaba salir por la ventana como fuera. Margarita dio un grito de alegría y se montó en la escoba. Sólo entonces le pasó por la cabeza la idea de que con todo aquel lío había olvidado vestirse. Siempre galopando sobre la escoba se acercó a la cama y cogió lo primero que encontró a mano: una combinación azul. Moviéndola como si fuera un estandarte, echó a volar por la ventana. El vals sonó con más potencia.
Margarita se deslizó desde la ventana hacia abajo y vio a Nikolái Ivánovich.
Estaba como petrificado en el banco, verdaderamente perplejo, escuchando los gritos y los ruidos que procedían del dormitorio iluminado del piso de arriba.
—¡Adiós, Nikolái Ivánovich! — gritó Margarita, bailando frente a él.
Él suspiró y empezó a resbalarse por el banco, trató de agarrarse con las manos y dejó caer al suelo su cartera.
—¡Adiós! ¡Para siempre! ¡Me voy! — gritaba Margarita dominando la música del vals. Y dándose cuenta de que la combinación no le servía para nada, la arrojó a la cabeza de Nikolái Ivánovich, con una risa sarcástica. El hombre, cegado, cayó del banco sobre los ladrillos del camino.
Margarita se volvió para mirar por última vez el palacete en el que había sufrido tanto tiempo y vio en la iluminada ventana la cara de Natasha, con los ojos desorbitados por el asombro.
—¡Adiós, Natasha! — gritó Margarita, y levantó el cepillo—. ¡Invisible! ¡Invisible! — gritó con fuerza, y dejó atrás la verja, pasando entre las ramas de los arces, que le dieron en la cara. Estaba en la calle. El vals, completamente enloquecido, la seguía.