Soldados de Herodes, bandidos, el hombre muerto en el Templo, mi primo asesinado en el Templo, un sacerdote asesinado por negarse a revelar el paradero de un niño, y ese niño era mi primo.
Yeshua y Juan. ¿Por qué su nacimiento fue anunciado? ¿Qué vinculación había entre nosotros? Y detrás de todo ello, la gran pregunta: ¿qué había ocurrido en Belén? ¿Ese fue el motivo de que mi familia se trasladara a Egipto, donde yo había pasado toda mi corta existencia?
Pero en aquella situación sólo era capaz de pensar a rachas de curiosidad y de temor. El miedo se convirtió en parte de mis pensamientos. En parte de la historia. Mi primo Zacarías, un sacerdote de pelo gris, apaleado hasta la muerte por los soldados de Herodes. Y ahora estábamos en aquella aldea, donde resonaban las protestas de quienes habían sido robados por los bandidos y temían que los desmanes se repitieran.
Encontramos a nuestros animales a la salida del pueblo. Una anciana desdentada se acercó a nosotros riendo con malicia.
– ¡Intentaron llevárselas! -exclamó-. Pero las bestias no querían moverse.
– Se dobló por la cintura, palmeándose las rodillas entre carcajadas-. No hubo manera.
Un anciano sentado en el suelo al lado de una pequeña casa se reía también.
– A mí me robaron el chal -dijo-. Yo les dije: «Adelante, hermanos, cogedlo.» -Agitó la mano y continuó riendo a mandíbula batiente.
Cargamos rápidamente nuestras cosas y sujetamos a Cleofás a lomos de un burro. Tía María montó también. Mi madre se abrazó a Isabel y ambas lloraron.
El pequeño Juan estaba allí de pie, mirándome.
– Rodearemos Jericó y cruzaremos el valle hasta Nazaret -dijo José.
Partimos después de que mi madre terminara de despedirse.
La pequeña Salomé y yo íbamos en cabeza con Santiago, seguidos por algunos primos. Cleofás empezó a cantar.
– Pero ¿quiénes son los Esenos? -me preguntó la pequeña Salomé.
– No lo sé. Yo he escuchado lo mismo que tú. ¿Cómo voy a saberlo?
Entonces Santiago dijo:
– Los Esenos no están de acuerdo con el clero del Templo. Creen que ostentan el verdadero sacerdocio. Son descendientes de Zadok. Esperan a que llegue el día de purificar el Templo. Visten de blanco y rezan todos juntos.
Viven apartados.
– ¿Son buenos o malos? -preguntó Salomé.
– Nuestra familia los considera buenos -respondió Santiago-. ¿Qué podemos saber nosotros? Hay fariseos, hay sacerdotes, hay Esenos. Todos rezamos la misma oración: «Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno.»
Repetimos la oración en hebreo tal como él la había dicho. Y luego cada día al levantarnos y también al anochecer. Yo lo hacía casi sin pensar. Cuando decíamos esa oración todo se detenía, y la pronunciábamos de todo corazón.
Yo me abstuve de hacer ningún comentario sobre las cosas que me preocupaban. Me sentía mal al darme cuenta de que Santiago lo sabía todo, pero preferí no manifestar nada estando allí la pequeña Salomé. Mis sentimientos se volvieron más y más lúgubres, y el miedo seguía allí, rondando muy cerca.
Tuve la impresión de que avanzábamos a buen ritmo, adentrándonos en las montañas. Allá a lo lejos se extendía la planicie, hermosa a la luz del sol, con palmeras por doquier aun cuando todavía se veía el humo de los incendios, y había muchas casas diseminadas por todas partes. No fue difícil comprobar que la gente continuaba con su vida como si los bandidos no hubieran pasado por allí.
Grupos de peregrinos nos adelantaban, algunos cantando, otros montados a caballo, y todos nos saludaban alegremente.
Pasamos por aldeas donde los niños jugaban y donde olía a comida.
– Ves -dijo mi madre, como si me leyera el pensamiento-, así será hasta que lleguemos a Nazaret. Los ladrones vienen y van, pero nosotros somos quienes somos. -Me sonrió con dulzura, y casi pensé que nunca más tendría miedo.
– ¿De veras luchan por la libertad de Tierra Santa? -preguntó la pequeña Salomé a los hombres, pues ahora íbamos todos más juntos.
Cleofás se rió de la pregunta y le frotó la cabeza.
– Hija, cuando los hombres quieren pelear, siempre encuentran un motivo -dijo-. Hace centenares de años que los hombres arrasan pueblos con la excusa de luchar por la libertad de Tierra Santa.
José meneó la cabeza.
Alfeo estiró el brazo para agarrar a la pequeña Salomé.
– Tú no te preocupes -dijo-. En otro tiempo era el rey Ciro quien velaba por nosotros, ahora es César Augusto. Da igual, porque el Señor de los Cielos es el único rey que nuestros corazones reconocen, y lo mismo da si tal o cual hombre se hace llamar rey aquí en la tierra.
– Pero David era rey de Israel -dije-. David fue rey, y Salomón después de él. Y Josué fue un gran rey de Israel. Todo esto lo sabemos desde muy pequeños. Y somos de la estirpe de David, y el Señor dijo a David: «Haré que reines para siempre sobre Israel.» ¿No es cierto?
– Para siempre… -dijo Alfeo-. Sí, pero ¿quién puede juzgar los designios del Señor? El Señor cumplirá su promesa de la manera que juzgue oportuno.
Mi tío desvió la mirada. Nos encontrábamos en un valle. La gente que salía de las montañas formaba una multitud considerable. Nos apiñamos más.
– Para siempre… -repitió-. ¿Qué es «para siempre» en la mente del Señor? Mil años no son para el Señor más que un instante.
– ¿Vendrá un rey? -pregunté.
José se volvió para mirarme.
– El Señor cumple sus promesas -dijo Alfeo-, pero el cómo y el cuándo son cosas que nosotros ignoramos.
– ¿Los ángeles sólo se aparecen en Israel? -preguntó la pequeña Salomé.
– No -respondió José-. Pueden mostrarse dondequiera que sea, en cualquier parte y cuando lo deseen.
– ¿Por qué tuvimos que irnos a Egipto? -preguntó ella-. ¿Por qué los soldados de Herodes…?
– No es momento para hablar de ello -la cortó José. Mi madre intervino:
– Llegará el día en que se te explicará todo despacio para que puedas entenderlo. Pero ese momento no ha llegado aún.
Yo sabía que dirían eso, o cosas parecidas. Pero la ocasión se había presentado, y me alegré de que Salomé hubiera preguntado. No sabía dónde estaban mis primos Silas y Justus, ni los otros, y tampoco qué pensaban de lo que Isabel había dicho. Tal vez los chicos mayores sabían algo, seguramente sí. Quizá Silas sabría alguna cosa.
Me rezagué un poco dentro del grupo apretado de mi familia, hasta quedar a la altura de Cleofás y su burro.
Seguro que Cleofás nos había oído hablar. ¿Me había hecho prometer alguien que no le haría preguntas a él? Me parecía que no.
– Ojalá viva para contarte cosas -dijo.
Pero no bien había abierto la boca, apareció José, se puso a andar a su lado y dijo rápidamente:
– Ojalá vivas para permitir que le cuente a mi hijo lo que yo desee. -Su voz sonó afable pero firme-. Basta de preguntas. Basta de charla sobre los problemas del pasado. Hemos salido de Jerusalén y estamos a salvo de las dificultades. Tenemos buena luz y aún podremos andar un buen trecho.
– ¡Yo quería entrar en Jericó! -protestó la pequeña Salomé-. ¿No podríamos entrar un rato en Jericó? Quiero ver cómo ha quedado el palacio de Herodes después del incendio.
– ¡Queremos ver Jericó! -exclamó el pequeño Simeón.
De pronto todos los niños clamaron por lo mismo, incluso los niños de los peregrinos nuevos que nos acompañaban, y eso me hizo reír de una manera que provocó sonrisas en José.
– Escuchadme -dijo-. ¡Esta noche nos bañaremos en el Jordán! ¡El río Jordán! ¡Lavaremos en él nuestros cuerpos y nuestra ropa por primera vez! ¡Y después dormiremos en el valle bajo las estrellas!
– ¡El río Jordán! -gritaron todos, presas de gran agitación.
José se puso a contar la historia del leproso que había acudido al profeta Eliseo, quien le dijo que si se bañaba en el Jordán se curaría. Y Cleofás contó la historia de cómo Josué había cruzado el Jordán. Por último, Alfeo se puso a contarle otra historia a Santiago, y yo iba de una a otra mientras caminábamos.
Zebedeo y los suyos nos alcanzaron; no los veíamos desde que habíamos dejado a Isabel, y él también conocía una historia acerca del Jordán, y la esposa de Zebedeo, María, que era prima de mi madre, pronto empezó a cantar:
– ¡Benditos aquellos que temen al Señor!
Tenía una hermosa voz aguda. Todos coreamos.
– Pues comeréis el fruto de vuestro trabajo ¡y seréis dichosos y todo estará bien!
Éramos un grupo tan numeroso que por fuerza avanzábamos despacio, haciendo muchas paradas para que las mujeres descansaran y para que pudieran envolver a la pequeña Esther en pañales frescos. Mi tía María estaba enferma, por supuesto, pero mi madre dijo que la venida de un bebé era una buena noticia y yo dejé de preocuparme.
Cleofás hubo de ser bajado del burro varias veces para que buscase un sitio alejado del camino donde hacer sus necesidades. Estaba débil y mi madre lo acompañaba sosteniéndolo del brazo, cosa que a él le molestaba, pero necesitaba ayuda y ella no iba a desentenderse. «Es mi hermano», les decía a los demás hombres, y se iba sola con él.
Cleofás nos contó la divertida historia de cuando el rey Saúl guerreaba contra el joven David, temeroso de éste pues sabía que había de convertirse en rey. Saúl se metió en una cueva para hacer sus necesidades, y resultó que su enemigo David estaba allí y podría haberlo matado. Mas ¿lo hizo? ¡No! David se aproximó a él en la oscuridad de la cueva mientras Saúl hacía de cuerpo y, viéndolo desprevenido, cortó una borla del manto real de Saúl, una borla que únicamente él llevaba.
Horas después, con la esperanza de hacer las paces con Saúl, David le hizo llegar la borla para que supiera que él, David, podría haberlo matado, pero ¿habría sido David capaz de asesinar a un rey ungido? ¡No!
A todos nos encantaban las historias de David y Saúl. Incluso Silas y Leví, a quienes solían aburrir estas cosas, se acercaron a escuchar a Cleofás. Todo ese tiempo Cleofás hablaba en griego, y ya estábamos todos acostumbrados y nos gustaba, aunque nadie se atrevió a manifestarlo.
Nos contó la maravillosa historia de cómo Saúl, cuando el Señor dejó de hablarle, acudió a la adivina de Endor para rogarle que invocara al espíritu del profeta Samuel, a fin de que le dijera cuál era su destino. Iba a haber una gran batalla al día siguiente y Saúl, que ya no contaba con el favor divino, estaba desesperado, de ahí que buscara ayuda en una mujer que podía hablar con los muertos. Sin embargo, eso estaba prohibido por las propias leyes de Saúl, así como todo cuanto tuviera que ver con adivinaciones. Pero igual acudieron a aquella mujer.
Y gracias a sus poderes, el espíritu del profeta salió de la tierra, preguntando: «¿Por qué has enturbiado mi descanso?» Luego predijo que los enemigos de Saúl vencerían a Israel y que Saúl y todos sus hijos morirían.
– ¿Y qué ocurrió entonces? -dijo Cleofás, mirándonos a todos.
– Ella le hizo comer para que tuviera fuerzas -dijo Silas.
– Y eso es lo que nos gustaría hacer ahora mismo. Todo el mundo rió.
– Os diré una cosa -exclamó Cleofás-: no comeremos ni beberemos hasta llegar al río. Así que ¡adelante!
De modo que proseguimos con renovados ánimos.
Y finalmente llegamos al Jordán.
Más allá de la hierba crecida, el sol poniente lo teñía de rojo. Había mucha gente bañándose en sus aguas. Otros muchos bajaban por las riberas, y algunos habían montado campamentos cerca de las orillas. Se oían cánticos por todas partes, canciones que se mezclaban con otras canciones.
Corrimos al agua, que nos cubrió hasta las rodillas. Lavamos nuestros cuerpos y nuestras ropas, cantando y gritando sin parar. El aire fresco no nos molestaba y pronto entramos en calor y el agua nos pareció tibia.
Cleofás desmontó del burro y se metió en el río. Alzó las manos y cantó en voz muy alta para que todos pudieran oírle.
– Loado sea el Señor, alaba al Señor, alma mía, ¡canta! Mientras viva loaré al Señor; cantaré alabanzas a mi Dios mientras tenga un soplo de vida. No confiéis en príncipes ni en nadie incapaz de ayudar; el hálito de vuestros hombres escapa de ellos; regresan a la tierra; y ese mismo día sus pensamientos desaparecen ¡para siempre!
Todos le siguieron en el canto:
– ¡Dichoso aquel que cuenta con la ayuda del Señor de Jacob!
El río entero era un cántico, y los que estaban en la ribera se unieron también.
Yo nunca había visto así a mi tío, contemplando el cielo rojo con los brazos en alto y el rostro tan lleno de plegarias. Toda la ira había desaparecido de él.
No le importaba la gente. No cantaba para ellos. Cantó y cantó sin mirar a nadie. Miraba el cielo, y yo miré también aquel cielo que se oscurecía con cenefas rojas del sol moribundo, y vi las primeras estrellas.
Me moví en el agua mientras cantaba y cuando llegué a él le pasé un brazo por el cuello y noté que tiritaba bajo la túnica mojada. Cleofás ni siquiera notó mi presencia.
«Quédate conmigo. Señor, padre celestial, permite que se quede con nosotros. Padre celestial, ¡yo te lo pido! ¿Es demasiado? Si no puedo hallar respuestas a mis preguntas, permite que tenga a este hombre un tiempo más, hasta que tú decidas.»
Me sentí débil. Tuve que sujetarme a él para no caerme. Algo sucedió.
Primero muy rápido y después lentamente. No había más río ni más cielo ni más cánticos, pero a mi alrededor había otros seres, tantos que nadie hubiera podido contarlos; eran más que los granos de arena del desierto o las gotas de agua del mar. «Por favor, por favor, que se quede conmigo, pero si debe morir, que así sea.» Tendí ambos brazos hacia lo alto. Y por un brevísimo momento supe la respuesta a todo y ya no me preocupó nada, pero el instante pasó y todos cuantos me rodeaban se elevaron, lejos de mí, lejos de donde yo podía verlos y sentirlos.
Oscuridad. Quietud. Gente riendo y charlando como se hace por la noche.
Abrí los ojos. Alguien se apartó de mí como el agua se retira de la playa, con tanta fuerza que nada puede detenerla. Desapareció, fuera lo que fuese, desapareció.
Sentí miedo, pero estaba seco y arropado y era agradable estar en aquel lugar íntimo y oscuro. El cielo estaba tachonado de estrellas. La gente cantaba todavía y había luces moviéndose por doquier, lámparas y velas y fogatas junto a las tiendas. Yo estaba tapado y caliente y mi madre tenía su brazo encima de mí.
– ¿Qué he hecho? -pregunté.
– Te has caído al río. Estabas rezando y muy cansado. Por eso te has caído.
Había mucha gente alrededor y clamabas al Señor. Pero ahora estás aquí y enseguida te dormirás. Yo te he acostado. Cierra los ojos y mañana, cuando despiertes, comerás y repondrás fuerzas. Eres pequeño pero no lo bastante pequeño, y eres un chico grande pero no lo bastante grande aún.
– Pero estamos aquí, en casa -dije-. Y ha pasado algo.
– No -repuso ella.
Y lo decía en serio. Ella no lo comprendía. Me sonrió. Lo vi a la luz de la lumbre y noté el calor del fuego. Ella decía la verdad, como siempre. Más allá estaba Santiago, que ya dormía, y a su lado los hermanos pequeños de Zebedeo, y tantos otros. No me sabía los nombres de todos. El pequeño Simeón se había acurrucado junto al pequeño Judas. El pequeño José roncaba.
María, la mujer de Zebedeo, estaba hablando con María, la mujer de Cleofás, con frases rápidas y tono de preocupación, pero no pude oír lo que decía. Me di cuenta, eso sí, de que ahora eran amigas, y María, la egipcia, la esposa de Cleofás, gesticulaba con las manos, mientras la María de Zebedeo asentía con la cabeza.
Cerré los ojos. Los otros, la gran multitud, tan suaves como la manta, como el viento que huele a río, ¿dónde estaban? Algo se agitó en mi interior, fui tan consciente de ello como si una voz me hubiera dicho: «Esto no es lo más difícil.»
Fue sólo un instante. Luego volví a ser yo mismo.
Nuevas voces entonaron cánticos aquí y allá, y la gente que pasaba frente a nosotros iba cantando también. Yo me sentía feliz con los ojos cerrados.
– El Señor reinará eternamente -cantaban-, incluso tu Señor, Oh, Sión, sobre todas las generaciones. Loado sea el Señor.
Oí la voz de mi tía María, la esposa de Cleofás:
– No sé dónde está. Se ha ido junto al río, a cantar y charlar con los demás.
Primero hablan y luego se ponen a cantar.
– ¡Vela por él! -susurró mi madre.
– Pero si se ha recuperado bastante. Ya no tiene fiebre. Volverá cuando necesite echarse un rato. Si voy a buscarlo se enfadará. No pienso ir. ¿Qué sentido tiene? ¿De qué sirve tratar de decírselo todo? Cuando necesite venir, vendrá.
– Pero deberíamos cuidarle -insistió mi madre.
– ¿Acaso no sabes -le dijo mi tía Salomé- que eso es lo que él quiere? Si ha de morir, deja que muera discutiendo sobre reyes e impuestos, o sobre el Templo, y que sea en el Jordán, clamando al Señor. Deja que disfrute de sus últimas fuerzas.
Guardaron silencio.
Luego bajaron la voz y hablaron de cosas comunes, también de problemas, pero yo no quería oír nada. Bandidos por todas partes, aldeas en llamas.
Arquelao se había hecho a la mar rumbo a Roma. Si los romanos no estaban volviendo ya de Siria, pronto lo estarían. ¿No decían las señales de fuego lo que estaba pasando? Jerusalén entera se había amotinado. Me acurruqué junto a mi madre, aovillándome.
– Basta -la oí decir-. Las cosas no cambian.
Me fui adormilando
– ¡Ángeles! -dije de pronto en voz alta y abrí los ojos.
– Duérmete ya -dijo mi madre.
Me reí para mis adentros. Ella había visto un ángel antes de que yo naciera.
Un ángel había dicho a José que nos trajera aquí. Y ahora yo los había visto.
Los había visto pero sólo un momento. Menos que eso. Eran muchos, tan innumerables como las estrellas, y yo los había visto un instante, ¿verdad? ¿Qué aspecto tenían? Dejémoslo. Esto no es lo más importante.
Me volví y apoyé la cabeza en el blando petate. ¿Por qué no había prestado más atención a su aspecto? ¿Por qué no me había aferrado a su visión, por qué los había dejado marchar? ¡Porque lo cierto es que ellos estaban siempre allí!
Sólo tenías que ser capaz de verlos. Era como abrir una puerta o correr una cortina. Pero la cortina era gruesa y pesada. Tal vez ocurría también así con la cortina del sanctasanctórum, que era gruesa y pesada. Y la cortina podía caer, cerrarse, así de sencillo.
Mi madre había visto un ángel, el ángel le había hablado. Debió de apartarse de todos ellos, acercarse a mi madre para hablarle, pero ¿qué significaron sus palabras?
Quise llorar otra vez, pero me contuve. Estaba contento y triste a la vez, lleno de sentimiento como un vaso lo está de agua. Tan lleno que mi cuerpo se ovilló bajo las mantas, y entonces sujeté con fuerza la mano de mi madre.
Ella deslizó sus dedos entre los míos y se acostó a mi lado. Casi me dormí.
«Esta es la manera -pensé-. Sí, de este modo nadie puede saberlo. Por favor, nunca se lo digas a nadie. No, ni siquiera a la pequeña Salomé, ni siquiera a mi madre. No. Pero, Padre celestial, yo los vi, ¿no? Y descubriré lo que sucedió en Belén. Lo averiguaré todo.»
Regresaron, muchos de ellos, pero esta vez sólo sonreí y no abrí los ojos.
«Podéis venir, no haréis que me asuste ni que me despierte. Podéis venir, aunque seáis tantos que no existan cifras para vosotros. Venís del lugar donde no existen números. Venís de donde no hay ladrones, ni incendios, ni hombres alanceados. Venid, pero vosotros no sabéis lo que yo sé, ¿verdad? No, no lo sabéis. Pero ¿cómo lo sé yo?»