Esa noche se decidió que yo me quedaría a trabajar con José en la casa y que Alfeo y sus hijos Leví y Silas, así como Cleofás y quizá Simón, irían al mercado de Séforis para conseguir una cuadrilla de peones. Había dinero y hacía buen tiempo.
Se decidió asimismo que, al margen de dónde trabajara cada cual, los chicos visitaríamos la sinagoga donde se impartían las clases y estudiaríamos allí con los tres rabinos. Hasta que nos dejaran marchar, probablemente a media mañana, no nos reuniríamos con los mayores.
Yo no quería ir a las clases. Y cuando caí en la cuenta de que, una vez más, todos los hombres de la familia venían con nosotros colina arriba, me entró miedo.
Luego vi que Cleofás llevaba al pequeño Simeón de la mano, y que tío Alfeo llevaba al pequeño Josías y tío Simón a Silas y Leví. Quizás era la manera.
En la escuela nos encontramos a tres hombres que yo había visto en la sinagoga. Nos acercamos al más anciano, el cual nos indicó por señas que entráramos. Aquel hombre no había hablado ni enseñado durante el sabbat.
Era, como digo, un hombre muy viejo, y yo no había llegado a mirarle del todo porque me dio miedo hacerlo en la sinagoga. Pero él era el maestro.
– Éstos son nuestros hijos, rabino -dijo José-. ¿Qué podemos hacer por ti?
Ofreció al rabino una bolsa de dinero, pero el rabino no la cogió. Sentí un vahído.
Yo nunca había visto rechazar una bolsa de dinero. Al levantar los ojos vi que el rabino me estaba mirando. De inmediato bajé la mirada. Quería llorar.
No pude recordar una sola palabra de lo que mi madre me había dicho aquella noche en Jerusalén. Sólo me acordaba de su cara y de cómo me había hablado en susurros. Y el aspecto de Cleofás en su lecho de enfermo, cuando habló y todos creímos que se iba a morir.
El anciano tenía el pelo y la barba completamente blancos. Con la mirada fija en los bajos de su túnica, advertí que la tela era de buena calidad, las borlas cosidas con el apropiado hilo azul.
Habló con voz suave y afable:
– Sí, José. Conozco a Santiago, Silas y Leví, pero ¿Jesús hijo de José?
Los hombres que estaban detrás de mí no dijeron nada.
– Rabino, viste a mi hijo en el sabbat -dijo José-. Tú sabes que es mi hijo.
No necesité mirar a José para adivinar que estaba soliviantado. Hice acopio de fuerzas y levanté la vista hacia el anciano, que miraba a José.
Entonces, sin poder evitarlo, rompí a llorar en silencio. Mis ojos parecían serenos, pero las lágrimas estaban allí. Tragué saliva y aguanté como pude.
El anciano no dijo nada. Todos callaban.
José habló como si pronunciara una oración:
– Jesús hijo de José hijo de Jacob hijo de Matan hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David, que vino a Nazaret por unas tierras que le concedió el rey para establecerse en la Galilea de los gentiles. E hijo de María hija de Ana hija de Matatías y Joaquín hijo de Samuel hijo de Zakai hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David; María de Ana y Joaquín, una de las que fueron enviadas a Jerusalén para estar entre las ochenta y cuatro menores de doce años y un mes elegidas para tejer los dos velos anuales para el Templo, como así lo hizo ella hasta que tuvo edad para volver a casa. Y así consta en los archivos del Templo, sus años de servicio y este linaje, como se hizo constar el día en que el niño fue circuncidado.
Cerré y abrí los ojos. El rabino parecía complacido, y cuando vio que yo le miraba, me sonrió incluso. Luego volvió a mirar a José.
– No hay nadie aquí que no recuerde vuestros esponsales -dijo-. Y hay también otras cosas que todos recuerdan, ya me entiendes.
Otro silencio.
– Recuerdo -prosiguió el rabino, sin alterar el tono- el día en que tu joven prometida salió de la casa y alborotó a todo el pueblo…
– Rabino, estamos ante niños pequeños -dijo José-. ¿No son los padres quienes tienen que contarles esas cosas a sus hijos cuando llega el momento?
– ¿Los padres? -preguntó el rabino.
– Según la Ley, soy el padre del niño -dijo José.
– Pero di: ¿dónde se celebraron tus esponsales y dónde nació tu hijo?
– En Judea.
– ¿Qué ciudad de Judea?
– Cerca de Jerusalén.
– Pero no en Jerusalén…
– Nos casamos en Betania -dijo José- en casa de los parientes que mi mujer tiene allá, sacerdotes del Templo, su prima Isabel y el marido de ésta, Zacarías.
– Ah, ya, y el niño nació allí…
José no quiso responder, pero ¿por qué?
– No -dijo al fin-. Allí no.
– ¿Dónde entonces?
– En Belén de Judea.
El rabino miró a un lado y otro, y las cabezas de los otros dos rabinos que lo acompañaban se volvieron hacia él. No dijeron ni una palabra.
– Belén -repitió finalmente el viejo rabino-. La ciudad de David.
José guardó silencio una vez más.
– ¿Por qué te marchaste de Nazaret para ir allí -preguntó el rabino- si los padres de tu prometida, Joaquín y Ana, eran ya muy mayores?
– Fue por el censo -respondió José-. Tuve que irme. Todavía me quedaba un poco de terreno allá en Belén, adonde los nuestros regresaron después del cautiverio, y si no reclamaba esas tierras las perdía. Fui a registrar dónde habían nacido mis antepasados.
– Mmm… -dijo el rabino-. Y las reclamaste.
– Así es. Y luego las vendí. Y el niño fue circuncidado y su nombre quedó inscrito en los archivos del Templo, como he dicho antes, y allí están esos archivos.
– Allí están, en efecto -dijo el rabino-, mientras otro rey de los judíos no decida quemarlos para ocultar su herencia.
Eso hizo reír por lo bajo a los otros hombres. Algunos chicos mayores que había por allí, en los que no había reparado, también rieron. No sabía de qué estaban hablando, tal vez de las fechorías del antiguo Herodes, que parecían no tener fin.
– Y después de eso os fuisteis a Egipto -dijo el rabino.
– Trabajamos en Alejandría, mis hermanos, el hermano de mi mujer y yo -dijo José.
– Y tú, Cleofás, ¿dejaste a tus padres y te llevaste a tu hermana a Betania?
– Nuestros padres tenían sirvientes -respondió Cleofás-. Y la vieja Sara hija de Elías estaba con ellos, y el viejo Justus no estaba enfermo.
– Ah, sí, lo recuerdo -dijo el rabino-, tienes razón. Pero ¡cómo lloraron tus padres por su hijo y su hija!
– Y nosotros por ellos -dijo Cleofás.
– Y desposaste a una mujer egipcia.
– Una mujer judía, nacida y criada en la comunidad judía de Alejandría. Y de una buena familia que te envía este presente.
Gran sorpresa.
Cleofás le tendió la mano con dos pequeños pergaminos, ambos en finos estuches con ribetes de bronce.
– ¿Qué es esto? -preguntó el rabino.
– ¿Te da miedo tocarlos, rabino? -repuso Cleofás-. Son dos pequeños tratados de Filo de Alejandría, erudito, o filósofo si lo prefieres, muy admirado por los rabinos de su ciudad, unos pergaminos procedentes de libros y que traigo a modo de regalo.
El rabino alargó la mano.
Inspiré hondo cuando le vi coger los pergaminos.
Yo ignoraba que mi tío tenía esos escritos de Filo. Ni siquiera me habría pasado por la cabeza. Y ver que el rabino los aceptaba me causó tanta alegría que casi me eché a llorar otra vez, pero me contuve.
– ¿Y cuántos pelos grises tiene Filo de Alejandría? -preguntó el rabino.
Todo el mundo rió disimulando.
Yo me sentí mucho mejor porque, al menos, no hablaban de mí.
– ¡Si Filo te tuviera a ti por acusador, su cabeza se llenaría de pelos grises! -dijo Cleofás.
José le reprendió en voz baja, pero los chicos se habían echado a reír, y vi que una gran sonrisa iluminaba el rostro del rabino.
Cleofás no pudo aguantarse.
– Deberíamos hacer una colecta -dijo, abarcando con un gesto a todos los presentes- y enviar el rabino a Alejandría. Allí están muy necesitados de fariseos que los enderecen.
Más risas.
El viejo rabino rió. Y luego los otros dos. Todos rieron.
– Gracias por tu regalo -dijo el anciano-. Veo que no has cambiado. Y puesto que estáis aquí y sois todos buenos artesanos, veréis que hay trabajo que hacer en esta sinagoga, pues el antiguo carpintero (que Dios lo tenga en su gloria) no pudo terminarlo mientras vosotros estabais fuera.
– Entiendo -dijo José-. Somos tus servidores y repararemos cuanto creas necesario. Una buena capa de pintura a todo esto, unos dinteles, eso veo que haría falta, y también podemos enyesar el exterior e incluso reparar algunos bancos.
Silencio.
Levanté la vista. Los tres ancianos estaban mirándome otra vez. ¿Por qué? ¿Qué más se podía preguntar? ¿Qué más se podía decir? Noté cómo se me encendía la cara. Me ruboricé, pero sin saber por qué. Me ruborizaba por todos los ojos que estaban pendientes de mí. No pude contener el llanto.
– Mírame, Jesús hijo de José -dijo el rabino. Obedecí.
Me preguntó en hebreo:
– ¿Por qué los fenicios le cortaron el pelo a Sansón?
– Ruego al rabino que me perdone, pero no fueron los fenicios -respondí en hebreo-. Fueron los filisteos. Y se los cortaron para privarlo de su fuerza.
Me habló en arameo:
– ¿Dónde está Eliseo, el que fue arrebatado al cielo en un carro?
– Ruego que me perdone el rabino -dije en arameo-. Fue Elías, no Eliseo, y Elías está con el Señor.
En griego, me preguntó:
– ¿Quién habita en el Jardín del Edén, escribiendo todo lo que acaece en este mundo?
Tardé un poco en responder. Luego, en griego, dije:
– Nadie. En el Jardín del Edén no vive nadie.
El rabino miró a ambos lados. Los otros rabinos le miraron a él, y luego los tres a mí.
– ¿Nadie vive allí dedicado a escribir los hechos del mundo? -preguntó el anciano.
Reflexioné un momento. Tenía que decir lo que sabía, pero no cómo lo había sabido. ¿Acaso lo estaba recordando? Respondí en griego:
– Algunos dicen que Enoc, pero el Edén estará vacío hasta que el Señor decida que todo el mundo puede volver allí.
El rabino habló en arameo:
– ¿Por qué el Señor rompió su alianza con el rey David?
– El Señor no la rompió -dije. Esto lo sabía yo de siempre, tan claramente que ni siquiera tuve que pensarlo-. El Señor nunca rompe sus alianzas. El trono de David existe…
El rabino y los demás guardaron silencio.
– ¿Y por qué ningún rey del linaje de David ocupa ese trono? -preguntó el anciano, ahora en voz más alta-, ¿Dónde está el rey?
– Vendrá algún día -respondí-. Y su casa durará eternamente.
Su rostro se suavizó todavía más y preguntó en voz queda:
– ¿La construirá un carpintero, quizá?
Carcajadas. Primero rieron los mayores y luego los chicos sentados en el suelo. Pero el viejo rabino no se rió. Vi un fugaz atisbo de tristeza en sus ojos mientras esperaba mi respuesta con gesto franco y amable.
Me ardían las mejillas.
– Sí, rabino -dije-, un carpintero construirá la casa del rey. Siempre hay un carpintero. Incluso el propio Señor es a veces carpintero.
El viejo rabino se echó hacia atrás, asombrado. Oí ruidos a mi alrededor. No les había gustado esta respuesta.
– Explícame eso de que el Señor es carpintero -dijo el rabino en arameo.
Pensé en lo que José me decía muchas veces.
– ¿No dijo el Señor a Noé cuántos codos debía tener el arca y con qué madera construirla? ¿Y que había que embrear la madera? ¿Y no dijo el Señor cuántos pisos debía tener el arca, y no dijo que había de tener un tragaluz de un codo de altura, y no dijo a Noé dónde tenía que poner la puerta?
Callé. Una sonrisa apareció lentamente en la cara del anciano. Yo no miraba a nadie más. Se hizo otra vez el silencio.
– Y ¿no fue el Señor -proseguí en nuestra lengua- quien dio al profeta Ezequiel la visión del nuevo templo, mostrándole la medida de las galerías y las columnas, de las puertas y el altar, diciendo cómo tenían que estar hechas todas esas cosas?
– Así es -dijo el rabino, sonriendo.
– Y ¿no fue la Sabiduría quien dijo que cuando el Señor creó el mundo, la Sabiduría estaba allí como maestro artesano? Y si la Sabiduría no es el Señor, ¿qué es la Sabiduría? -Hice una pausa. No sabía de dónde había sacado eso-. Fue a los carpinteros a quienes Nabucodonosor llevó a Babilonia después de indultarlos, porque sabían construir, y cuando Ciro el Grande decretó que podían regresar, los carpinteros volvieron para edificar el Templo como el Señor había indicado que lo construyeran.
Silencio.
El rabino se retrepó. No pude descifrar la expresión de su rostro. Bajé la vista. ¿Qué había dicho yo? Miré de nuevo.
– Rabino, señor -dije-, desde los tiempos del Sinaí, donde hay Israel hay un carpintero; un carpintero para construir el tabernáculo; fue el Señor quien dio las medidas del tabernáculo, y…
El rabino me hizo callar. Rió y levantó una mano pidiendo silencio.
– Es un buen niño -dijo mirando a José-. Me gusta este niño.
Los otros asintieron con la cabeza como lo hacía el anciano. Hubo más risas, no carcajadas sino risas comedidas por toda la sala.
El rabino señaló el suelo, delante de él.
Me senté en la estera.
El rabino recibió a Santiago y los otros chicos, hablando brevemente con ellos de forma amistosa, pero yo no presté atención. Sólo sabía que había pasado lo peor. El corazón me latía tan fuerte que pensé que los demás podrían oírlo. Aún no me había secado las lágrimas, pero ya no lloraba.
Por fin, los hombres se marcharon. Empezó la clase.
El viejo rabino recitó preguntas y sus respuestas, que los chicos repetíamos, y cuando las puertas se cerraron dejó de hacer fresco en la sala.
Aquella mañana no me dijeron nada más, y yo no pedí la palabra, pero sí recité y canté con los otros, y miré al rabino y éste me miró a mí.
Una vez en casa, durante la comida familiar, hubo pocas ocasiones para preguntar nada, pero adiviné por las caras de los demás que nunca me dirían por qué el rabino me había hecho tantas preguntas; lo noté en sus miradas, su intento de hacerme creer que no ocurría nada.
Mi madre estaba muy contenta, y comprendí que no se lo habían explicado.
Parecía una muchacha mientras se ocupaba de los platos y nos decía que comiéramos un poco más.
Yo me sentía cansado como si hubiéramos estado todo el día poniendo losas de mármol. Entré en la habitación de las mujeres sin darme cuenta, me tumbé en la estera de mi madre y me quedé dormido.
Cuando desperté, me llegó aroma de gachas y pan reciente. Todo el mundo hablaba. Me había pasado la tarde durmiendo como un bebé, y ya era hora de cenar. Fui al baño y me lavé la cara y las manos con agua fría de la jofaina, y después me arrodillé para lavarme las manos en el mikvah. Volví y me senté a comer.
Me dieron un cuenco de delicioso requesón con miel.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Tú come -dijo Cleofás-. ¿No sabes qué es?
Entonces José rió un poco y todos mis tíos se contagiaron como si aquella risa fuera un viento que agitara los árboles.
Mi madre miró el cuenco y dijo:
– Deberías comerlo, si te lo ha dado tu tío.
Cleofás dijo en voz baja pero perfectamente audible:
– «Comerá cuajada y miel hasta que sepa rechazar lo malo y escoger lo bueno.»
– ¿Sabes quién dijo esas palabras? -preguntó mi madre.
Yo estaba comiendo la cuajada con miel. Satisfecho, le pasé el cuenco a Santiago pero él no quería. Se lo di a José y éste lo pasó al de al lado.
– Sé que fue Isaías -contesté a mi madre-, pero no recuerdo más que eso.
Mi respuesta les hizo reír. Yo me reí también, pero la verdad es que no lo recordaba. Quizá no había vuelto a pensar en ello.
Quería aprovechar un hueco, sólo uno, para hacerle una pregunta a Cleofás, pero la oportunidad no se presentó. Estaba anocheciendo ya. Había dormido demasiado y no había hecho mi trabajo después de la clase. No podía permitir que eso volviera a pasar.