La vieja Sara dijo que éramos un torbellino. Con ayuda de sus hijos, Leví y Silas, Alfeo reparó el tejado en un abrir y cerrar de ojos, y tan bien lo hicieron que pudimos comprobar los resultados brincando encima. Nuestros vecinos de la derecha, colina arriba, se alegraron de ello puesto que tenían una puerta que daba a ese tejado, y les dijimos que podían utilizarlo, como habían hecho antaño, para extender sus mantas en verano. Quedaba mucho tejado para nosotros en la parte principal de la casa y en el lado izquierdo, que daba sobre la casa de abajo y sobre las de la parte de atrás.
Había mujeres subidas a los tejados, cosiendo mientras sus bebés jugaban, y en cada tejado había un parapeto como los que había visto en Jerusalén, para que los niños no se cayeran. Alguna gente tenía incluso macetas con plantas, pequeños árboles frutales y otras plantas que yo desconocía. A mí me encantaba estar allí arriba y contemplar el valle.
El frío del invierno había pasado casi del todo. Quedaba un aire fresco que me desagradaba, pero sabía que el tiempo cambiaría muy pronto.
Cleofás y su hijo mayor Josías, que todavía era pequeño, y Justus, un poco mayor y muy listo aunque era el hijo menor de Simón, se encargaron de enyesar el mikvah con el yeso impermeable que preparamos con los materiales de que disponíamos. Pronto la alberca quedó blanca y lista para llenar con agua de la cisterna. En el fondo tenía un diminuto desagüe por el que escurría agua constantemente, de manera que la alberca no contuviese agua estancada, sino viva, tal como requería la Ley de Moisés para la purificación.
– ¿Y es agua viva gracias a ese pequeño desagüe? -preguntó la pequeña Salomé-. Entonces, ¿es como si fuera un arroyo?
– Sí -dijo Cleofás, su padre-. El agua está en movimiento. Está viva. Más o menos.
Nos congregamos todos alrededor del mikvah la tarde en que terminamos de llenarlo. El agua era transparente y estaba muy fría. A la luz de las lámparas se veía muy bonito.
José y yo reconstruimos los enrejados para las enredaderas de la casa y de la parte delantera del patio, cuidando de romper lo menos posible las verdes plantas. Algunas se echaron a perder y fue una pena, pero pudimos salvar la mayoría y procedimos a anudarlas al enrejado con cordel nuevo.
Santiago se había puesto a arreglar los bancos, aprovechando lo rescatable de unos y juntándolo con lo rescatable de otros, a fin de tener unos pocos en buen estado.
A ratos llegaban vecinos para charlar en el patio, hombres de pocas palabras que iban camino de los campos o mujeres que se quedaban un rato, con sus cestos del mercado, la mayoría amigas de la vieja Sara pero pocas tan ancianas como ella, y también venían chicos a echar una mano. Santiago se hizo amigo de un tal Le vi, pariente nuestro, hijo de los primos que poseían tierras y olivares. Y al cabo de unos pocos días, Salomé ya había hecho buenas migas con un grupo de niñas de su edad que se reunían en casa y cuchicheaban y gritaban.
Las mujeres tenían más trabajo que nunca, mucho más que en Alejandría, donde podían comprar pan fresco e incluso patatas y verduras a diario. Aquí se levantaban muy temprano para hornear pan, y nadie traía agua. Tenían que ir a la fuente que había al salir del pueblo y volver con vasijas llenas. Aparte de esto, limpiaban las habitaciones de arriba que todavía no utilizábamos, también los bancos en cuanto Santiago hubo terminado con ellos, y fregaban el patio y barrían los suelos de la casa.
Eran suelos de tierra prensada similares a los de Alejandría, salvo que aquí la tierra era más dura y no había tanto polvo. Y las alfombras eran mucho mejores, más gruesas y mullidas. Cuando nos tumbábamos para la cena, con alfombras y cojines, nos sentíamos muy cómodos.
Finalmente llegó el sabbat. No nos dimos cuenta y ya estaba allí. Pero las mujeres habían preparado toda la comida de antemano, y fue un festín de pescado seco macerado en vino y luego asado, además de dátiles, nueces que yo nunca había probado y fruta fresca, combinado con muchas aceitunas y otras cosas exquisitas.
Una vez dispuesta la comida, encendimos la lámpara del sabbat. Esto le tocaba hacerlo a mi madre, y ella rezó la oración en voz baja mientras prendía la mecha.
Dijimos nuestras oraciones de acción de gracias por haber llegado sanos y salvos a Nazaret y empezamos, todos juntos, nuestro estudio, cantando y charlando y felices de celebrar el primer sabbat en casa.
Pensé en lo que José le había dicho a Filo. El sabbat nos convierte a todos en estudiosos, en filósofos. Yo no sabía muy bien qué era un filósofo, pero había oído antes esa palabra y la relacioné con aquellos que estudiaban la Ley de Moisés. El maestro, allá en Alejandría, había dicho que Filo era un filósofo.
Claro.
Así que ahora éramos estudiosos y filósofos en aquella gran habitación, limpia de polvo, y todos recién lavados, después de haber pasado por el mikvah y cambiado nuestras ropas por otras limpias, todo ello antes de la puesta de sol, y José leyendo a la luz de la lámpara. ¡Qué agradable era el aroma del aceite de oliva de la lámpara!
Teníamos nuestros pergaminos, igual que Filo, aunque ¡no en tal cantidad, por supuesto. Pero sí unos cuantos, aunque yo ignoraba la cantidad exacta pues procedían de cómodas que había en la casa y cuyas llaves guardaban José y la vieja Sara.
EJ incluso algunos pergaminos estaban escondidos, sepultados en el túnel, que los niños todavía no habíamos sido autorizados a ver. Si alguna vez los bandidos saqueaban la casa, si la incendiaban (me estremecía sólo de pensarlo), esos pergaminos estarían a salvo. ¡Tenía tantas ganas de ver el túnel! Pero los hombres dijeron que hacía falta apuntalarlo y que de momento era peligroso bajar allí.
José había sacado algunos pergaminos antes de que el sabbat empezara.
Los había muy antiguos y con los bordes deteriorados. Pero todos eran buenos.
– A partir de ahora no leeremos más en griego -dijo, abarcándonos a todos con la mirada-. Aquí en Tierra Santa sólo se lee en hebreo. ¿Tengo que explicarle a alguien por qué?
Todos reímos.
– Pero ¿qué voy a hacer con este libro que tanto amamos y que está en griego? -Sostuvo en alto el pergamino. Sabíamos que era el Libro de Jonás. Le suplicamos que lo leyera.
José rió. Nada le gustaba tanto como tenernos reunidos escuchando, y hacía mucho que no se daba esa circunstancia.
– Vosotros me diréis -continuó-: ¿debo leerlo en griego o contároslo en nuestra lengua?
Hubo vítores de contento. Nos encantaba cómo narraba la historia de Jonás.
Y de hecho nunca la había leído en griego sin acabar cerrando el libro para continuar él mismo el relato, pues le gustaba mucho.
Emprendió con brío la historia: el Señor llamó al profeta Jonás y le dijo que predicara en Nínive, «¡esa gran ciudad!», dijo José, y todos repetimos con él.
Pero ¿qué hizo Jonás? Trató de huir del Señor. ¿Es posible huir del Señor?
Subió a bordo de un pequeño barco que zarpaba para tierra extranjera, pero una gran tempestad sorprendió a la embarcación. Y todos los gentiles rezaron a sus dioses para que los rescataran, pero la lluvia y los truenos no cesaban.
La tormenta descargó y los hombres echaron suertes para ver quién era el causante de ella y la suerte recayó en Jonás. ¿Y dónde estaba Jonás? Dormido en la bodega del barco. «¿Qué haces, forastero, roncando aquí abajo?», dijo José poniendo cara de capitán enojado. Todos reímos y batimos palmas.
– ¿Qué hizo Jonás? -continuó-. Pues bien, les dijo que él era temeroso del Señor de la Creación, y que lo arrojaran al mar porque había huido del Señor y el Señor estaba enojado. Pero ¿le hicieron caso? No. Remaron con todas sus fuerzas para ganar la costa y…
– ¡La tempestad pasó de largo! -exclamamos todos.
– Y ellos elevaron plegarias al Señor, temerosos de él. Y ¿qué hicieron después?
– ¡Arrojaron a Jonás al mar!
José se puso serio y entornó los ojos.
– Como los hombres temían al Señor, ofrecieron en sacrificio a Jonás, y allá en las profundidades del mar, el Señor había creado un gran pez que…
– ¡Se tragó a Jonás! -exclamamos.
– ¡Y Jonás estuvo tres días y tres noches en la panza de una ballena!
Nos quedamos callados. Y todos juntos, mientras José nos dirigía, repetimos la oración de Jonás al Señor para que le salvara, pues todos la conocíamos en nuestra propia lengua, así como en griego.
– … descendí hasta las raíces de los montes, quedé encerrado en la tierra como en una mazmorra. Mas tú sacaste mi vida de la fosa, Oh, Señor mi Dios.
Cerré los ojos mientras lo decíamos:
– Cuando mi alma desfallecía me acordé del Señor; y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo…
Pensé en el Templo. No en la muchedumbre ni en aquel hombre agonizante, sino en la reluciente gran mole de piedra, con todo su oro, en las canciones de los fieles elevándose como si fueran olas, como las olas que yo había visto solaparse en el mar, una y otra y otra mientras nuestro barco estaba anclado, olas sin fin…
Tan absorto estaba en mis pensamientos, tan metido en recordar las olas lamiendo el barco, los cánticos que subían y bajaban, que cuando alcé la vista me di cuenta de que todos habían seguido adelante con el relato.
Jonás hizo lo que el Señor le ordenaba. Fue a la «gran ciudad de Nínive» y exclamó: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!»
– ¡Todo el mundo creía en el Señor! -exclamó José, enarcando las cejas-.
Ayunaron todos, se vistieron de arpillera desde el más rico hasta el más pobre. ¡El propio rey se levantó de su trono y se cubrió de arpillera y se sentó encima de cenizas! Tendió las manos como si dijera: «Mirad.» ¡El rey! -repitió, y nosotros asentimos-. Se hizo saber a la población que nadie, fuese hombre o animal, debía probar ni un solo bocado o beber una sola gota de agua. Y todos, hombres y bestias, tenían que ir cubiertos de arpillera y clamar al Señor.
Hizo una pausa. Luego se enderezó antes de preguntar:
– ¿Quién puede saber si el Señor se arrepentirá de su ira? -Hizo un gesto con las manos como invitándonos a responder.
– Y el Señor se arrepintió de su ira -dijimos todos-, ¡y Nínive se congració con el Señor!
José hizo una pausa y luego preguntó:
– Pero ¿quién se sentía mal? ¿Quién estaba enojado? ¿Quién salió hecho una furia de la ciudad?
– ¡Jonás! -exclamamos.
– «¿No era precisamente esto lo que yo sabía que iba a pasar?», gritó Jonás. «¡Cuando yo estaba en mi país! ¿No fue por eso que huí en un barco a Tarsis?»
Mientras nos reíamos, José levantó la mano como hacía siempre para pedir paciencia, y entonces impostó la voz del profeta:
– «Yo sabía que eras un Dios clemente, misericordioso y poco propenso a la ira, un Dios de gran bondad, ¿no es cierto?»
Todos asentimos con la cabeza. José continuó.
– «¡Pues bien! -dijo, mientras Jonás se erguía lleno de orgullo-. ¡Quítame la vida!, ¡quítamela! -Levantó las manos-. ¡Antes prefiero morir que seguir viviendo!»
Risas generalizadas.
– Jonás se sentó allí mismo, junto a las puertas de la ciudad, tan cansado y furioso estaba. Construyó un refugio con lo que pudo y se sentó allí a la sombra, pensando: qué puede pasar, qué puede pasar todavía…»Y el Señor tuvo un plan. El Señor hizo que una gran enredadera creciese del suelo y protegiera a Jonás mientras estuviese allí sentado, cariacontecido, y la sombra de aquella enredadera lo puso muy contento.»Y así transcurrió la noche y el profeta durmió bajo aquella enredadera… Y ¿quién sabe?, puede que los vientos del desierto no fueran tan fríos allí debajo. ¿Qué os parece?»Pero antes de que llegara la mañana el Señor hizo un gusano, sí, un gusano malo que se comió la enredadera, y la planta se marchitó.
José hizo una pausa y levantó un dedo.
– Y el sol salió y el Señor envió un viento recio, sí, lo sabemos, envió un viento recio contra Jonás, y el sol le daba en la cabeza. ¡Jonás se desmayó! En efecto, el profeta se desmayó con el calor y el viento. ¿Y qué fue lo que dijo?
Todos reímos, pero esperamos a que José levantara las manos al cielo y exclamara con la voz de Jonás:
– «Quiero morir, Señor. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!»
Volvimos a reír y José esperó unos instantes. Luego compuso un gesto solemne pero sin dejar de sonreír, y habló con la voz pausada del Señor:
– «¿Te parece bien estar tan enojado por la muerte de una enredadera?»
– «Sí, Señor, me parece bien estar enojado, ¡incluso hasta la muerte!»
Entonces el Señor dijo: «Así que te daba pena una enredadera, una enredadera que tú no has plantado, una enredadera que creció de la noche a la mañana y desapareció con la misma rapidez. ¿Y no debería yo salvar a Nínive, esa gran ciudad, sesenta mil habitantes, y a todo ese ganado, y a todas esas personas que ni siquiera distinguen su mano derecha de su mano izquierda?»
Todos sonreímos y asentimos con la cabeza, y, como siempre, la risa avivó nuestro ánimo.
Después, Cleofás nos leyó un poco del Libro de Samuel, la historia de David, de la que nunca nos cansábamos.
Un poco más tarde, mientras los hombres discutían sobre la Ley de Moisés y los profetas, dando vueltas y más vueltas a cosas que se me escapaban, me quedé dormido. Dormimos todos allí mismo, vestidos, mientras la lámpara seguía ardiendo.
El sabbat se prolongaría hasta el atardecer del día siguiente. Después de que todos hubimos comido del pan preparado especialmente, la vieja Sara tomó la palabra. Estaba recostada contra la pared sobre un nido de almohadones y no la habíamos oído hablar en toda la noche.
– ¿No hay ya sinagoga en esta ciudad? -dijo-. ¿Ha quedado reducida a cenizas sin yo enterarme?
Nadie dijo nada.
– Ah, entonces, ¿se ha derrumbado?
Nadie dijo nada. Yo no había visto ninguna sinagoga. Sí, había una pero ignoraba dónde estaba.
– ¡Responde, sobrino! -dijo Sara-. ¿O es que he perdido el juicio además de la paciencia?
– Sigue ahí -dijo José.
– Entonces lleva a los niños a la sinagoga. Y yo iré también.
José guardó silencio.
Yo nunca había oído a ninguna mujer hablarle así a un hombre, pero ésta era una mujer con muchos, muchísimos cabellos grises. Era la vieja Sara.
José la miró. Ella le sostuvo la mirada y levantó la barbilla.
José se puso de pie y nos indicó que hiciéramos lo mismo.
La familia entera, salvo mi madre, Riba y los más pequeños, que serían un estorbo en la Casa de Oración, nos dirigimos colina arriba.
Aunque yo me había aventurado por los alrededores del pueblo y había ido a ver el manantial, que me pareció muy bonito, no había bajado por la otra vertiente de la colina.
Las casas que había en lo alto eran iguales por fuera, de adobe encalado la mayoría de ellas, pero los patios eran incluso más grandes que el nuestro y las higueras y los olivos, muy viejos. En un portal, dos hermosas mujeres nos sonrieron, iban vestidas con el mejor lino que yo había visto en Nazaret, muy blanco y con ribetes dorados en el borde de los velos. Me gustó mirarlas. Vi un caballo atado en un establo, el primero que veía en Nazaret, y nos cruzamos luego con un hombre sentado a una mesa de escribir, leyendo sus pergaminos al aire libre. Saludó con el brazo a José.
La gente estaba en la calle, nos saludaba al pasar, algunos nos adelantaban porque íbamos despacio, otros venían detrás. No había atisbos de que nadie estuviera trabajando. Todo el mundo observaba el sabbat y se movía con lentitud.
Cuando llegamos a lo alto de la cuesta vi a mi primo Leví y a su padre Jehiel, y por primera vez contemplé su enorme casa con sus bien encajadas puertas y ventanas, sus celosías recién pintadas, y recordé que eran propietarios de gran parte de los terrenos contiguos.
Se pusieron en fila con nosotros. La calle era más serpenteante aquí que en la otra ladera, y cada vez había más personas que llevaban la misma dirección.
Una arboleda se extendía ante nosotros. Seguimos un sendero entre los árboles y allí estaba el manantial, llenando sus dos cuencas abiertas en la roca mientras el agua fluía y saltaba risco abajo.
La mayor de las cuencas estaba a rebosar, y era ahí donde muchos iban a lavarse las manos.
Eso hicimos nosotros, lavarnos las manos y la parte del brazo que podíamos sin mojarnos la ropa. El agua estaba fría. Muy fría. Miré hacia ambos lados. El arroyo serpenteaba como el camino que habíamos dejado atrás, pero alcancé a ver un buen trecho en las dos direcciones.
Me incorporé. Tuve que pellizcarme y frotarme para entrar en calor.
Allí estaba la Casa de Oración, o la sinagoga, un edificio grande a la izquierda del arroyo y un poco apartado del camino. La puerta estaba abierta y arriba había habitaciones a las que se llegaba por una escalera adosada a un lado, todo muy cuidado y con hierba verde.
Fuimos hasta allí y esperamos nuestro turno mientras otros entraban.
Cleofás, Alfeo, José, Simón y la vieja Sara se colocaron detrás de mí. Los otros siguieron adelante, primero las mujeres. Cleofás tomó a la vieja Sara del brazo, y Silas y Leví entraron. Santiago se situó también detrás de mí, con todos mis tíos y José.
José me empujó suavemente hacia el interior.
Los hombres me flanquearon por ambos lados.
Me quedé en el umbral de madera. Era un recinto mucho más grande que la sinagoga donde solíamos reunimos en Alejandría, que era sólo para nuestros vecinos. Y tenía bancos a lo largo de las paredes, colocados en gradería, de manera que la gente se sentaba como en un teatro o en la Gran Sinagoga de Alejandría, a la que yo había ido una vez.
Los bancos del lado izquierdo estaban ocupados por mujeres. Vi cómo mis tías y Bruria ocupaban sus sitios. Había muchos niños, sentados en el suelo y por todas partes, y también en el lado derecho, delante de los hombres. Había también una hilera de columnas, y al fondo un espacio para que un hombre leyera de pie.
Ya era momento de entrar. Había muchas personas esperando detrás de mí, y nadie delante. Pero un hombre alto se situó a la izquierda, un hombre con una larga barba grisácea y de aspecto suave, tan poblada en el labio superior que casi le ocultaba la boca. Sus ojos eran oscuros y tenía una cabellera larga hasta los hombros, sólo un poquito gris, bajo el chal de rezar.
El hombre alargó su mano delante de mí.
Habló con voz muy suave, mirándome al hacerlo, pero sus palabras iban dirigidas a los demás.
– Conozco a Santiago, sí, y a Silas y Leví, los recuerdo, pero ¿y éste? ¿Quién es?
Yo guardé silencio. Todo el mundo nos estaba mirando y eso no me gustó.
Empecé a asustarme.
Entonces habló José:
– Es mi hijo. Jesús hijo de José hijo de Jacob -dijo.
Los que estaban detrás de mí se me acercaron más. Cleofás me puso la mano en la espalda, y lo mismo hizo Alfeo. Mi tío Simón se colocó también detrás y apoyó una mano en mi hombro.
El hombre de la barba, de rostro sereno, me miró fijamente y luego miró a los demás.
Entonces oí la voz de la vieja Sara, tan clara como antes. Estaba detrás de todos nosotros.
– Ya sabes quién es, Sherebiah hijo de Janneus -dijo-. ¿Hace falta que te diga que hoy es el sabbat? Déjale entrar.
El rabino debía de estar mirándola, pero yo no podía volver la cabeza. Miré al frente y tal vez vi el suelo de tierra, o la luz que entraba por las celosías, o todos los rostros vueltos hacia nuestro grupo. Pero, viera lo que viese, supe que el rabino se dio la vuelta y que otro de los rabinos allí presentes -y había dos en el banco- le susurró algo.
Y acto seguido supe que íbamos a entrar en la sinagoga.
Mis tíos ocuparon el extremo del banco. Cleofás se sentó en el suelo y me indicó que me sentara yo también. Santiago, que ya había estado allí, tomó asiento al lado de Cleofás. Luego los otros dos chicos se levantaron y vinieron a sentarse con nosotros. Ocupábamos la esquina interior.
La vieja Sara avanzó con ayuda de tía Salomé y tía María hasta el banco de las mujeres. Y por primera vez pensé: «Mi madre no ha venido.» Podía haberlo hecho, dejar los pequeños al cuidado de Riba, pero no había venido.
El rabino dio la bienvenida a muchas personas hasta que la sinagoga estuvo llena.
No levanté la vista cuando empezaron a hablar. Supe que el rabino recitaba de memoria cuando cantó en hebreo:
– Es Salomón quien habla -dijo-, el gran rey. Señor, Señor de nuestros padres, Señor misericordioso, tú creaste al hombre para que gobernara sobre la creación, mayordomo del mundo… para que administrara justicia con el corazón virtuoso. Otórgame sabiduría, Señor, y no me niegues un lugar al lado de tus siervos.
Mientras lo pronunciaba, los hombres y los chicos empezaron lentamente a repetir cada frase, y el rabino hacía pausas para que pudiéramos seguirlo.
Mi temor remitió, pues la gente se había olvidado de nosotros. Pero yo no olvidaba que el rabino nos había interrogado y había pretendido impedirnos la entrada. Recordé las extrañas palabras que mi madre me había dicho en Jerusalén. Recordé sus advertencias. Supe que algo andaba mal.
Estuvimos varias horas en la sinagoga. Se leyó y se habló. Algunos niños se quedaron dormidos. Al cabo de un rato la gente empezó a desfilar. Algunos iban saliendo y otros llegando. Allí dentro se estaba bien.
El rabino fue de un lado a otro haciendo preguntas e invitando a dar respuestas. De vez en cuando se oían risitas. Cantamos un poco y después se habló de la Ley de Moisés, dando lugar a discusiones acaloradas por parte de los hombres. Pero a mí me entró sueño y me dormí con la cabeza apoyada en las rodillas de José.
En cierto momento desperté y todo el mundo estaba cantando. Era muy bonito, y no se parecía en nada a los cánticos de la gente en el Jordán.
Volví a quedarme dormido.
José me despertó para decirme que volvíamos a casa.
– ¡No puedo llevarte en brazos durante el sabbat! -susurró-. Levanta.
Lo hice. Salí con la cabeza gacha, sin mirar a nadie a la cara.
Llegamos a casa. Mi madre, que estaba recostada contra la pared, cerca del brasero, y arrebujada en una manta, levantó la vista. Miró a José y noté que lo interrogaba con los ojos.
Me acerqué a ella y me eché a su lado, con la cabeza en sus piernas. Me adormilé a ratos.
Desperté varias veces antes de la puesta de sol. En ningún momento estuvimos a solas.
Mis tíos hablaban en voz baja a la luz de las lámparas que no debían apagarse durante el sabbat.
Aunque hubiera tenido la ocasión de hacerle alguna pregunta a José, ¿qué le habría preguntado? ¿Qué podía preguntar que él quisiera responder, que no me hubiera prohibido preguntar? Yo no quería que mi madre supiese que el rabino me había parado en la puerta de la sinagoga.
Mis recuerdos se enlazaban como eslabones de una cadena: la muerte de Eleazar en Alejandría y todo lo que vino después, paso a paso. ¿Qué habían dicho aquella noche, antes de partir, acerca de Belén? ¿Qué había pasado en Belén? Yo había nacido allí, pero ¿de qué estaban hablando?
Vi a aquel hombre agonizando en el Templo, la muchedumbre asustada e intentando escapar, el largo viaje, las llamaradas que subían al cielo. Oí a los bandidos. Me estremecí. Sentí cosas que no logré relacionar con palabras.
Pensé en Cleofás cuando creyó que iba a morir en Jerusalén, y luego en mi madre en aquel tejado. «Te digan lo que te digan en Nazaret… un ángel se apareció… no había ningún hombre… una niña que tejía para el Templo, hasta que fue demasiado mayor… un ángel se apareció.»
José dijo:
– Vamos, Yeshua, ¿cuánto tiempo vas a poner esa cara de preocupación? Mañana iremos a Séforis.