Cuando desperté, antes de decir nada contemplé el cielo azul y los árboles.
Nazaret: tierra de árboles y campos.
Me levanté y dije mis oraciones con los brazos extendidos.
– «Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno… Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas.»
Estaba contento.
Entonces recordé los sucesos de la noche.
Los hombres estaban volviendo de la casa de aquella mujer desdichada, o eso me dijeron las mujeres.
Ella estaba con nosotros y aquí venía ahora la esclava, que no estaba muerta, con su velo y su túnica, llorando, acompañada de Cleofás, que la ayudaba a subir la cuesta.
La mujer gritó y corrió hacia ella.
Los hombres traían fardos con pertenencias de la casa. Y también una vaquilla, una vaquilla grande y lenta de ojos asustados, tirando de la soga que la sujetaba.
Hablaron en griego, la mujer y la esclava, y se abrazaron. Para dirigirse a nuestra familia, la mujer habló en nuestra lengua. Nuestras mujeres rodearon a las recién llegadas y las abrazaron y consolaron.
Bruria, se llamaba la mujer, y la esclava Riba era como una hija para ella.
Ahora estaba dando gracias al cielo de que Riba estuviera sana y salva.
Por fin nos unimos a la caravana y seguimos camino de Nazaret.
Bruria contó que los bandidos se habían apropiado de casi todas sus posesiones: sedas, vajilla, grano, odres y todo aquello que habían podido llevarse. Después habían quemado la finca, incluso los olivos. Pero no encontraron el tesoro escondido en un túnel bajo la casa. De ese modo, Bruria recuperó su oro, que era todo lo que su marido le había dejado al morir. Riba se había ocultado en el túnel, lo que la salvó de los bandidos.
Mientras avanzábamos hacia Nazaret, supe que las dos mujeres se quedarían con nosotros.
Bruria también tenía otras noticias.
No sólo había ardido Jericó sino otro de los palacios de Herodes, el de Amathace. Y los romanos no podían contener a los árabes, que en su marcha incendiaban aldea tras aldea.
Pero los hombres de la noche anterior eran vulgares borrachos, dijo Bruria.
Por su parte, Riba dijo que había conseguido meterse en el túnel por los pelos.
Mientras nos contaban todo eso, las dos mujeres caminaban sin dejar de sollozar.
Un túnel bajo la casa. Yo nunca había visto un túnel debajo de una casa.
– Si no hay rey, no hay paz -dijo Bruria, que era hija de Hezekiah, hijo a su vez de Caleb, y procedió a nombrar a todos sus antepasados y los de su esposo.
Los hombres la escuchaban con interés. Al oír tal o cual nombre, había murmullos y asentimientos de cabeza. Los hombres no miraban a la esclava, pero no se apartaban mucho de ambas mujeres y estaban expectantes, con el oído aguzado.
– Judas hijo de Ezequeías, ése es el rebelde -dijo Bruria-. El viejo Herodes lo encarceló, pero no lo hizo ejecutar, lo cual habría sido mejor. Ahora está sublevando a los jóvenes. Tiene su sede en Séforis. Se apoderó del arsenal.
Pero los romanos ya están viniendo de Siria. Lloro por Séforis. Todo aquel que no quiera morir debería escapar cuanto antes de Séforis.
Yo conocía el nombre de esa ciudad. Sabía que mi madre había nacido allí, donde su padre Joaquín había sido escriba, y que su mujer, mi abuela Ana, había nacido también allí. Se habían trasladado a Nazaret cuando mi madre se prometió a José, que vivía con sus hermanos en la casa de la vieja Sara y el viejo Justus, parientes de mi madre, así como de José. Parte de esa casa se la habían dado a Joaquín y Ana y a mi madre, pues era una casa grande que tenía habitaciones de sobra para familias que convivían en un mismo patio grande, y fue allí donde vivieron hasta que se fueron a Belén, donde yo nací.
Al pensar en ello tuve conciencia de que desconocía partes de la historia.
No sabía que mi madre y José se habían casado en Betania, en la casa de Isabel y Zacarías, y que esa casa estaba cerca de Jerusalén. Pero Isabel y su hijo Juan ya no vivían allí. Habían tenido que ocultarse, tal como nos había explicado mi prima Isabel.
Y al pensar en esto, todas las preguntas volvieron a mi mente. Pero tenía demasiadas ganas de ver Nazaret como para pensar en ello. No quería sufrir por ese motivo.
El entorno que me rodeaba era muy bello. Conocía esta palabra por los salmos, y comprendí su significado al contemplar esta tierra.
Sara y Justus nos estarían esperando en Nazaret. Les habíamos escrito para comunicarles que volvíamos a casa. La vieja Sara era tía de mi abuela Ana, y tía también de alguien de la familia de José, aunque yo no sabía de quién.
La región era cada vez más verde. Y, pese a que empezó a llover un poco, ni siquiera nos detuvimos.
Habíamos escuchado muchas veces sus cartas, en las que ella nombraba a todos los niños, y ya estaba al corriente de nuestra venida.
Los hombres no hablaban mucho, pero Bruria y Riba eran muy locuaces; los hombres se limitaban a escucharlas. Finalmente Bruria dijo que no podía seguir guardándose lo que más tristeza le producía: ¡su hijo se había unido a los rebeldes de Séforis! Se llamaba Caleb y añadió que quizá ya estaba muerto.
No volvería a verlo nunca más.
Los hombres asintieron con la cabeza y guardaron silencio.
– Nadie vendrá a molestarnos en Nazaret. ¿A quién puede importarle ese lugar? -dijo Cleofás por lo bajo.
– Todo irá bien -dijo José-. Estoy seguro.
El sol iba ascendiendo en el cielo y las nubes parecían velas de barco, tan limpias estaban. En los campos había mujeres trabajando.
Llevábamos un buen trecho cuesta arriba por las colinas cuando llegamos a una aldea derruida y desierta. La hierba estaba crecida y los tejados se habían derrumbado. El lugar estaba deshabitado desde hacía tiempo. No había nada quemado. La mayor parte de la caravana siguió adelante, pero los nuestros se detuvieron.
Cleofás y José nos guiaron hasta un pequeño manantial que salía de la roca; sus aguas llenaban un estanque rodeado de grandes árboles frondosos. Era un lugar muy hermoso.
Montamos el campamento y mi madre dijo que pernoctaríamos allí y seguiríamos camino por la mañana.
Los hombres fueron a bañarse en el manantial mientras las mujeres iban a prepararles ropa limpia. Aguardamos. Luego las mujeres llevaron a los pequeños y nos bañamos. El agua estaba fría, pero todos reímos y lo pasamos en grande, y la ropa limpia olía bien. Olía incluso como en Egipto. Habían conseguido túnicas para Bruria y Riba.
– ¿Por qué no seguimos camino hacia Nazaret? -pregunté-. Aún es temprano.
– Los hombres quieren descansar -dijo mi madre-. Y parece que va a llover otra vez. Si llueve, nos meteremos en una de esas casas. Si no, nos quedaremos aquí.
Los hombres no parecían los mismos. Antes no me había dado cuenta, pero llevaban todo el día muy callados.
Cierto que las dificultades nos surgían a diario y teníamos que apañarnos con lo que encontrábamos, pero esta vez los hombres se comportaban de manera extraña. Hasta Cleofás estaba callado. Con la espalda apoyada contra un árbol, contemplaba las colinas a lo lejos y no parecía ver la gente que pasaba por el camino en dirección a Galilea. Pero cuando miré a José, como solía hacer en momentos como aquél, vi que estaba sereno. Había sacado un pequeño libro para leer y lo hacía susurrando las palabras. Era un libro escrito en griego.
– ¿Qué es? -le pregunté.
– Samuel -respondió-. Habla de David.
Escuché mientras él leía en voz baja. David había estado combatiendo y quería beber agua del pozo de los enemigos, pero cuando le llevaron el agua no pudo bebería porque los hombres habían corrido un grave peligro para conseguirla. Podían haber muerto sólo por ello.
Luego, José se levantó y le dijo a Cleofás que le acompañara.
Las mujeres y los niños estaban reunidos alrededor de Bruria y Riba, y hablaban sin parar de las muchas cosas que habían ocurrido en la región.
José, Cleofás y Alfeo, más los dos hijos de éste y Santiago, llamaron a Bruria para hablar con ella. Se alejaron hasta un bosquecillo de árboles que se mecían al viento. Era agradable de ver.
Las voces sonaban distantes, pero pude captar retazos de conversación.
– No, pero si perdiste tu finca. No, pero tú… Y todo cuanto poseías…
– Tienes todo el derecho a…
– Considéralo el rescate. ¿Rescate?
La mujer, con las manos en alto y meneando la cabeza, regresó al grito de «¡No pienso hacerlo!».
Volvieron todos para acostarse y hubo silencio otra vez. José parecía preocupado, pero al final pareció serenarse.
La gente pasaba por el camino sin mirarnos, incluso hombres a caballo.
Y después de la cena, cuando todo el mundo estaba durmiendo, yo pensé en aquel hombre surgido en la noche, el borracho. Sabía que lo habían matado, pero no quería pensar en eso. Simplemente lo sabía, así como el motivo por el que lo habían hecho. Sabía lo que pretendía hacerle a la mujer. Y sabía que los hombres se habían lavado y puesto ropa limpia conforme a la Ley de Moisés, y que no estarían limpios hasta que se pusiera el sol. Por eso no íbamos hoy a Nazaret. Querían llegar a casa limpios.
Pero ¿podrían estar limpios jamás de semejante acto? ¿Cómo limpiarse la sangre de un semejante; y qué hacer con el dinero que tenía, el dinero que había robado, un dinero manchado en sangre?.