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A medida que pasaban los días le fui tomando gusto a las clases matinales.

Los tres rabinos eran conocidos como los «Mayores» y el más viejo de los tres era el maestro principal además de sacerdote -aunque su avanzada edad le impedía desplazarse a Jerusalén-. Nos contaba unas historias maravillosas y se llamaba Berejaiah hijo de Fineas. Siempre estaba en casa a media tarde si alguno de los chicos quería ir a verle. Vivía cerca de la cima misma de la colina en una casa espaciosa, pues su mujer era rica.

Por las mañanas repetíamos y aprendíamos de memoria pasajes de los libros sagrados, como habíamos hecho en Alejandría, pero aquí era siempre en hebreo, y solíamos hablar en nuestra lengua. Con un poco de insistencia no era difícil conseguir que el rabino nos contara aventuras.

Por las tardes estaba siempre en su biblioteca, con las puertas abiertas al patio, una habitación modesta (según decía él, y de hecho lo era en comparación con la gran biblioteca de Filo) pero cálida y acogedora. Él nunca parecía reacio a contestar preguntas, y por muy cansado que estuviera yo de trabajar, siempre subía a sentarme un rato a sus pies. Los sirvientes eran amables y nos traían agua fresca. Yo habría pasado horas allí escuchando sus historias, pero tenía que volver a casa.

El rabino más joven, bastante reservado, se llamaba Sherebiah y era también sacerdote, aunque tampoco podía ir ya al templo pues había sufrido un terrible accidente al ser asaltado junto con sus hermanos por unos ladrones camino de Jerusalén. Los ladrones lo habían arrojado por un risco y a raíz de eso hubo que amputarle una pierna.

Usaba una pata de palo, aunque la ropa impedía que se le viera; parecía un hombre normal y de aspecto muy saludable y ligero. Pero un sacerdote cojo o manco no podía ir ante el Señor, de modo que oficiaba de rabino en la escuela del pueblo y era muy buscado por sus enseñanzas. Contaban que se había hecho fariseo a partir del accidente. Sus hermanos, también sacerdotes, vivían en la cercana Cafarnaum.

El otro rabino del trío de los Mayores, el que nos había dado la bienvenida en la sinagoga, se llamaba Jacimus y era un gran fariseo -aunque los tres llevaban borlas azules en sus túnicas-. Era muy estricto en todos los hábitos que intentaba inculcarnos.

Todos los familiares del rabino Jacimus -numerosos tíos, hermanos y hermanas con sus maridos e hijos- eran fariseos y cenaban únicamente unos con los otros, práctica habitual entre los fariseos, y las costumbres de Nazaret no siempre eran de su agrado. Pero todo el mundo acudía a ellos en busca de consejo. Dos hermanos del rabino Jacimus eran escribas que redactaban cartas para gente del pueblo, e incluso leían cartas remitidas a personas muy mayores o poco diestras en la lectura. Estos hombres redactaban también otros documentos, y se los solía ver ocupados en sus patios pasando por escrito lo que les dictaba otra persona.

Los tres maestros ejercían de jueces en disputas diversas, pero había otros hombres muy ancianos que raramente salían de sus casas debido a su edad y que solían venir con ellos si había que hacer algún trabajo.

De hecho, también al viejo Justus, nuestro tío, venían a preguntarle a veces su opinión. Justus había perdido el habla, y yo, como cualquier otro, veía que él no sabía lo que le estaban diciendo, pero la gente le contaba sus preocupaciones y el viejo asentía con la cabeza. Agrandaba mucho los ojos y sonreía. Le encantaba que la gente le dijera cosas, y la gente a su vez se sentía bien y se marchaba dándonos las gracias a todos.

Entonces mi madre y la vieja Sara meneaban la cabeza.

Debo decir que muchas personas acudían a esta última. Hombres y mujeres por igual. A veces me parecía que la vieja Sara era tan venerable como decía la gente, por su edad como por su inteligencia y agilidad mental, tanto que algunos ya no la consideraban un ser humano.

Y fue escuchando esta clase de conversaciones como me enteré de cosas relativas al pueblo, muchas de las cuales yo quería saber, pero algunas no.

Me enteré de muchas cosas por los otros niños del pueblo, como la ciega Marya que siempre estaba en el patio de su padre, riendo y charlando, o como los chicos que venían a jugar: Simón el Tonto, que en realidad no era tonto pero que se reía todo el tiempo y era muy amable, Jasón el Gordo, que sí era gordo, Santiago el Orondo, Santiago el Alto, Miguel el Osado y Daniel el Fanático, que debía su mote a que todo lo acometía hecho una furia.

Pero nadie me proporcionó realmente la respuesta a las preguntas que me reconcomían. Me esforzaba por recordar las cosas que mi madre me había dicho. Lo intentaba mientras me afanaba en mis tareas, como pulir la pata de una mesa, o cuando recorríamos el camino hasta la escuela, aunque en estas ocasiones solíamos charlar y cantar y no era fácil concentrarse. En realidad sí me acordaba de lo que me había dicho, pero sólo en imágenes: a mi madre se le había aparecido un ángel y ningún hombre había sido mi padre. Mas ¿qué significaba semejante cosa?

Pensaba cuando tenía ocasión, pero llevábamos una vida ajetreada.

Cuando no estaba trabajando, iba a ver a los rabinos. Nunca quería marcharme de allí. El rabino Berejaiah sentía curiosidad por Alejandría y me preguntaba muchas cosas. Le gustaba oír mis relatos, lo mismo que a su esposa Miriamne, que era la rica de la pareja y no tan anciana, así como el padre de ella, que tenía el pelo blanco, estaba a menudo por allí y nos escuchaba hablar.

Berejaiah había leído los pergaminos regalados por mi familia y me hacía preguntas respecto a Filo. Yo le conté que era muy amable, que me había llevado a ver la Gran Sinagoga, que estudiaba la Ley de Moisés y los profetas y que hablaba de ellos como un rabino, aunque algunos lo consideraban un poco joven para eso. Le describí con detalle la casa de Filo, lo hermosa que era, en la medida en que era apropiado decir tal cosa.

Un carpintero debía tener cuidado con lo que decía de las casas de aquellos para quienes trabajaba. Una casa era un lugar privado. Así me lo habían enseñado desde siempre. Pero la casa de Filo estaba llena de alumnos jóvenes, de modo que me pareció correcto describir los dibujos del mármol del suelo y la montaña de pergaminos que llegaba hasta el techo.

Hablamos también del puerto de Alejandría, del Gran Faro que yo había podido ver de cerca al zarpar de la ciudad. Y le conté de los templos, que ni un buen chico judío podía dejar de ver pues los había por todas partes, y del mercado donde podías comprar casi cualquier producto del mundo y donde oías hablar en latín, griego y otras muchas lenguas. Yo sabía algo de latín, pero poca cosa.

También les encantaba oírme hablar de los barcos, y en Alejandría había muchos puesto que a los grandes navíos que iban a Grecia, Roma, Antioquia y Tierra Santa, se sumaban los que hacían la travesía del Nilo.

A veces, al describirla, me parecía estar viendo Alejandría con mucha más claridad, porque para responder a las preguntas de Miriamne y el viejo rabino, el suegro de Berejaiah, tenía que hacer un esfuerzo por recordar. Hablé de la gran biblioteca, reconstruida después de que Julio César cometiera la torpeza de quemarla. Y les conté de la fiesta especial de los judíos, cuando festejábamos la traducción al griego de la Ley de Moisés, de los profetas y de todos los libros sagrados.

Allí en Nazaret nadie habría enseñado en griego, pero muchos lo hablaban, especialmente en Séforis donde todos los soldados del rey hablaban griego, así como la mayoría de los artesanos, y estos rabinos lo hablaban y lo leían también. Conocían las Escrituras en griego. Tenían copias de ellas, según decían. Pero allí se enseñaba en hebreo, y la nuestra, el arameo, era la lengua para la vida diaria. En la sinagoga, las Escrituras se leían en hebreo y luego el rabino nos las explicaba en nuestra lengua común. De ese modo, aunque alguien no conociera la lengua sagrada, sí podía entender su significado.

Podría haberme pasado toda la vida con el rabino Berejaiah, pero no pudo ser.

Muy poco después de iniciar los trabajos en la casa, José y yo tuvimos que ir a Séforis porque allí había muchas cosas que hacer y la gente necesitaba un techo debido a la terrible guerra. José no quiso aceptar el doble jornal que le ofrecían, y se ciñó a lo que sacábamos por un día de trabajo en Alejandría, aceptando los encargos donde nuestros conocimientos podían ser de mayor utilidad.

El, sus hermanos y mi tío Cleofás podían estudiar las ruinas de una casa, hablar de ello con los propietarios, y después dejarla como estaba antes, ocupándose incluso de tratar con los pintores, enyesadores y albañiles, tal como lo hacían sin problema en Egipto. Santiago y yo sabíamos cómo ir al mercado y elegir peones entre los hombres que había por allí.

El trabajo era constante y fatigoso, siempre tosiendo con el polvo y las cenizas, y a mí me asustaban las noticias que llegaban de Jerusalén, en cuyo Templo parecía haber una sublevación en toda regla. Judea era escenario de batallas y en las colinas de Galilea se escondían bandidos. Se contaba incluso que algunos jóvenes, a pesar de cuanto había sucedido en Galilea, iban a Jerusalén a pelear, y que esta guerra era una causa santa.

Entretanto, los romanos trataban de sofocar la rebelión por toda Judea, todavía con ayuda de los árabes, que seguían incendiando aldeas. Toda la familia del rey Herodes seguía en Roma, peleando y discutiendo con Augusto respecto a quién le correspondía ser rey.

A mí ya no me castañeteaban los dientes de miedo por las cosas que oía, y nuestra familia tampoco hablaba de ello a menudo. Nuevos edificios para un rey Herodes, fuera quien fuese al final, surgían de semana en semana.

Llegaban hombres de todas las procedencias para remendar tejados, para llevar agua a los que trabajaban, para mezclar pintura y aplicarla y preparar mortero para las piedras. Nuestro clan tenía muchos amigos entre los artesanos, que, como nosotros, ya no daban abasto.

– Ahora Séforis será más grande que nunca -dijo un día Cleofás.

– Pero ¿quién reinará? -pregunté.

Él chasqueó la lengua para expresar su desprecio por la familia de Herodes, pero José lo miró y mi tío no dijo lo que quería decir.

Los romanos no habían abandonado la ciudad, procuraban mantener el orden y estaban alerta por si bajaban los rebeldes de las colinas, pero también tenían que escuchar las quejas de la gente: un hijo desaparecido, una casa que no debió haber sido incendiada, hasta que a veces se hartaban y ordenaban silencio porque no sabían qué hacer al respecto.

Bebían en tabernas al aire libre y en las esquinas donde compraban su comida. Nos miraban trabajar, Los escribas se ocupaban de redactarles cartas para sus mujeres e hijos.

Aquélla era, a todas luces, una ciudad judía. No existía ningún templo pagano. Había pocas mujeres públicas que pudieran ir con los soldados, sólo las que atendían las tabernas, las cuales a veces tenían sus propios hombres.

Los soldados bostezaban y lanzaban miradas a nuestras mujeres cuando iban y venían, pero ¿qué podían ver en ellas? Nuestras mujeres iban siempre adecuadamente vestidas, con sus túnicas, chales y velos.

En Alejandría, en cambio, siempre veías grupos de mujeres griegas y romanas. Muchas de ellas llevaban velo, sí, y eran recatadas, pero había otras que rondaban los locales públicos. Nosotros no debíamos mirarlas, pero a veces no podíamos evitarlo.

Esto era muy diferente.

Cuando llegaban malas noticias de disturbios en Jerusalén, la gente formaba corro y hablaba de ello, mirando a los soldados, que se ponían tensos y antipáticos y patrullaban por las calles. Pero no pasaba nada.

Nuestra familia, como tantas otras, se dedicaba a lo suyo con independencia de las noticias. Rezábamos en voz baja mientras trabajábamos.

Y cuando nos reuníamos para la comida del mediodía, bendecíamos el alimento y la bebida. Y después otra vez al trabajo.

A mí no me importaba, pero prefería estudiar en Nazaret.

Lo que más me gustaba, aparte de la escuela, era la excursión a Séforis y el regreso, porque el aire era cálido, la cosecha estaba casi concluida y los árboles lucían preciosos. Ya no había capullos en los almendros, pero otros muchos árboles estaban repletos de hojas hermosas. En cada trayecto veía cosas nuevas.

Yo quería desviarme del camino y perderme por el monte, pero no podía ser. Así pues, a veces me adelantaba y exploraba un poco los alrededores.

«Algún día -pensaba- tendré tiempo para perderme en esas pequeñas aldeas que salpican los vallecitos.» Pero de momento estaba completamente ocupado entre el trabajo y la escuela. ¿Quién hubiera podido pedir más de lo que teníamos?

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