Aquella noche después de cenar, mientras los hombres descansaban tumbados en sus esteras en el patio, se presentó Filo.
Se sentó a tomar un vaso de vino con José, como si no le preocupara ensuciarse la ropa blanca que vestía, y cruzó las piernas como haría cualquier hombre. Yo me senté al lado de José, confiando en escuchar lo que hablasen, pero mi madre me llevó dentro.
Se puso a escuchar detrás de la cortina y me dejó hacerlo a mí también. Tía Salomé y tía Esther se sumaron a nosotros.
Filo quería que me quedara a fin de instruirme para después volver a casa convertido en un joven culto. José lo escuchó en silencio y luego le dijo que no, que era mi padre y debía llevarme consigo a Nazaret, que eso era lo que tenía que hacer. Le dio las gracias por su ofrecimiento y le ofreció más vino, y añadió que se ocuparía de que yo recibiera una buena educación de judío.
– Olvida, señor -dijo con su hablar pausado-, que en el sabbat todos los judíos del mundo son filósofos y eruditos. Y otro tanto ocurre en la aldea de Nazaret.
Filo asintió y sonrió.
– Irá a la escuela por las mañanas, como todos los chicos -prosiguió José -. Y debatiremos sobre la Ley y los profetas. E iremos a Jerusalén y allí, en las festividades, quizá podrá escuchar a los maestros del Templo. Como yo hice muchas veces.
Entonces Filo, resignándose, le ofreció un regalo de despedida, un pequeño bolso, pero José le agradeció el gesto y rehusó.
Luego Filo descansó un rato y habló de diversas cosas, de la ciudad y los trabajos que habían hecho nuestros hombres, y del Imperio, y luego le preguntó a José cómo podía estar tan seguro de que el rey Herodes había muerto.
– La noticia llegará con el correo romano -repitió José-. Yo lo supe por un sueño, y eso significa que debemos volver a casa.
Mis tíos, que habían permanecido sentados en la oscuridad, dijeron que estaban de acuerdo y hablaron de lo mucho que despreciaban al rey.
Las extrañas palabras del maestro, cuando había mencionado la vena asesina, vinieron a mi mente, pero los hombres no lo mencionaron.
Finalmente, Filo se dispuso a partir.
Ni siquiera se sacudió el polvo de sus finos ropajes al levantarse. Le dio las gracias a José por el buen vino y nos deseó lo mejor.
Seguí a Filo y lo acompañé un trecho por la calle. Llevaba con él a dos esclavos que portaban antorchas, y yo nunca había visto la calle de los Carpinteros tan iluminada a esas horas. Supe que la gente nos observaba desde los patios, donde descansaban a la brisa marina que corría al anochecer.
Me dijo que no olvidara nunca Egipto ni el mapa del Imperio que me había enseñado.
– Pero ¿por qué no vuelven todos los judíos a Israel? -le pregunté-. Si somos judíos, ¿no deberíamos vivir en la tierra que el Señor nos dio? No lo entiendo.
Filo guardó silencio, y al cabo dijo:
– Un judío puede vivir donde sea y ser judío. Tenemos la Tora, los profetas, la tradición. Vivimos como judíos allá donde estemos. ¿No llevamos acaso la palabra de Nuestro Señor allá donde vamos? ¿No llevamos la Palabra a los paganos dondequiera que vivamos? Si yo estoy aquí es porque mi padre, y su padre antes que él, vivían aquí. Tú vuelves a casa porque tu padre así lo quiere.
Mi padre.
Sentí un escalofrío: José no era mi padre. Siempre lo había sabido, pero no podía comentarlo con nadie, nunca. Tampoco lo hice en ese momento.
Asentí con la cabeza.
– No te olvides de mí -dijo Filo.
Besé sus manos y él se inclinó y me besó en ambas mejillas.
Posiblemente le esperaría una buena cena en su casa de suelos de mármol y lámparas por todas partes y hermosas cortinas. Y habitaciones superiores con vistas al mar.
Se volvió una vez para decirme adiós y luego desapareció con sus esclavos y sus antorchas.
Por un momento me sentí profundamente triste, lo suficiente para saber que nunca olvidaría esa dolorosa despedida. Pero estaba muy excitado pensando en el regreso a Tierra Santa.
Me apresuré a volver.
Al llegar al patio, oí llorar a mi madre. Estaba sentada al lado de José.
– Pero no sé por qué no podemos instalarnos en Belén -estaba diciendo-. Es allí donde deberíamos ir. Belén, mi ciudad natal.
– Nunca -repuso José-. Ni siquiera cabe como posibilidad. -Siempre le hablaba con dulzura-. ¿Cómo se te ha ocurrido que podríamos volver a Belén?
– Tenía esta esperanza -insistió ella-. Han pasado siete años y la gente olvida. Si alguna vez llegaran a comprender…
Mi tío Cleofás, que estaba tumbado de espaldas con las rodillas levantadas, se reía por lo bajo, como solía reírse de tantas cosas. Tío Alfeo no dijo nada; parecía estar contemplando las estrellas. Santiago miraba desde el umbral; quizás estaba escuchando.
– Piensa en todos los signos -dijo mi madre-. Recuerda aquella noche, cuando llegaron los hombres de Oriente. Sólo por eso…
– Ya basta -dijo José-. ¿Crees que lo habrán olvidado? ¿Crees que habrán olvidado algo? No, no podemos volver a Belén.
Cleofás rió de nuevo.
José no le hizo caso y tampoco mi madre. El la rodeó con el brazo.
– Recordarán la estrella -dijo-, los pastores que bajaron de las colinas. Se acordarán de los hombres de Oriente. Pero sobre todo, se acordarán de la noche en que…
– No lo digas, por favor. -Mi madre se tapó los oídos con las manos-. Por favor, no digas esas palabras.
– Pero es que debemos llevarlo a Nazaret. Es la única alternativa. Además…
– ¿Qué estrella? ¿Qué hombres de Oriente? -intervine, sin poder contenerme-. ¿Qué ocurrió?
Cleofás volvió a reír por lo bajo. Mi madre me miró, sorprendida. No sabía que yo estaba allí.
– No te preocupes por eso -dijo.
– Pero ¿qué ocurrió en Belén?
José me miró.
– Nuestra casa está en Nazaret -me dijo mi madre con tono más firme, el tono con que se habla a un niño-. En Nazaret tienes muchísimos primos. Nuestros parientes Sara y el viejo Justus nos estarán esperando. Volvemos a casa. -Se puso de pie y me indicó que la siguiese.
– Sí -dijo José-. Partiremos lo antes posible. Tardaremos unos días, pero llegaremos a Jerusalén a tiempo para la Pascua y luego iremos a casa.
Mi madre me tomó de la mano para llevarme dentro.
– Pero ¿quiénes eran esos hombres de Oriente, mamá? -pregunté-. ¿No puedes decírmelo?
Mi tío no dejaba de soltar risitas socarronas.
Pese a la oscuridad, capté la extraña expresión de José.
– Algún día te lo contaré todo -dijo mi madre. Ahora no lloraba. Volvía a mostrarse fuerte por mí, ya no era la niña que era con José-. Por ahora no debes preguntarme esas cosas. Te lo contaré cuando llegue el momento.
– Haz caso a tu madre -dijo José-. No quiero que hagas más preguntas, ¿entendido?
Eran amables, pero sus palabras sonaron directas y perentorias. Todo aquello me resultaba muy extraño.
Si no hubiese intervenido en su conversación quizá me habría enterado de más cosas. Intuía que se trataba de algo muy secreto. ¿Cómo no iba a serlo? Y en cuanto a que yo los hubiera oído, seguramente lo lamentaban.
No quería dormirme. Estaba tumbado sobre mi manta, pero el sueño no venía ni yo lo deseaba. Nunca quería dormir. Pero ahora mi mente era un torbellino, entre la perspectiva de volver a casa, meditar sobre los extraños sucesos de ese día y, encima, esas cosas tan extrañas que les había oído hablar. ¿Qué había pasado hoy? Lo ocurrido con Eleazar y el recuerdo de los gorriones, aun siendo muy vago, estaban en mi mente como formas brillantes que no lograba traducir en palabras. Nunca había sentido nada parecido a cuando noté que la fuerza salía de mí justo antes de que Eleazar cayera muerto, ni después, un instante antes de que se levantara de la estera y me agrediese. Hijo de David, hijo de David, hijo de David…
Todos fueron entrando en la casa para dormir. Las mujeres se acomodaron en su rincón y Justus, el hijo pequeño de Simón, se acurrucó pegado a mí. La pequeña Salomé canturreaba con voz queda a la recién nacida Esther, que, milagrosamente, estaba callada.
Cleofás tosía, mascullaba para sí y volvía a dormirse.
Una mano tocó la mía. Abrí los ojos. Era Santiago, mi hermano mayor.
– Pero qué has hecho -susurró.
– ¿Yo?
– Matar a Eleazar y luego resucitarlo.
– Sí. ¿Y qué?
– No vuelvas a hacerlo nunca más -dijo.
– Ya lo sé.
– Nazaret es un pueblo muy pequeño y las habladurías podrían perjudicarnos.
– Lo sé -dije.
Santiago dio media vuelta.
Me puse de costado, apoyando la cabeza en un brazo, y cerré los ojos.
Acaricié el pelo de Justus. Sin despertarse, se arrimó más a mí. ¿Qué sabía yo?
– Jerusalén, en cuyo Templo mora el Señor -musité. Nadie me oyó.
Filo me había dicho que era el mayor templo del mundo. Visualicé los gorriones que había hecho con arcilla. Los vi cobrar vida, batir las alas, y oí la exclamación de mi madre y el grito de José: «¡No!», y luego cómo los pájaros se perdían de vista como puntitos en el cielo.
– Jerusalén…
Volví a ver a Eleazar levantándose de la estera.
El día que me recibió en su casa, Filo había dicho que el Templo era tan bello que la gente acudía a verlo por millares. Paganos y judíos de todas las ciudades del Imperio, hombres y mujeres iban allí a ofrecer sacrificios al Señor de Todos.
Mis ojos se abrieron de golpe. Todos dormían. ¿Qué significaba todo aquello? ¿De dónde me venía aquella fuerza? ¿Estaba todavía ahí? José no me había dicho una sola palabra al respecto. Mi madre tampoco me había preguntado qué había ocurrido con Eleazar. ¿Llegamos a hablar alguna vez de los gorriones? No. Nadie quería hablar de estos asuntos.
Y yo tampoco podía preguntar a nadie. Hablar de semejantes cosas fuera de la familia era imposible. Como también lo era que me quedara en la gran ciudad de Alejandría y estudiara con Filo en su casa de suelos de mármol.
A partir de ahora tendría que andar con mucho ojo, pues incluso en las cosas más nimias yo podía hacer mal uso de lo que había dentro de mí, esa fuerza capaz de causarle la muerte a Eleazar y devolverle luego la vida.
Oh, por supuesto había sido muy divertido ver sonreír a todos ante la rapidez con que yo aprendía: Filo, el maestro, los otros niños. Y yo me sabía muchas cosas del libro sagrado, en griego y en hebreo, gracias a José, tío Cleofás y tío Alfeo, pero esto era diferente.
Ahora sabía algo que escapaba a mi capacidad de definir con palabras.
Me entraron ganas de despertar a José, de pedirle que me ayudara a comprender. Pero él me diría que no hiciera más preguntas sobre esto ni sobre lo otro, lo que les había oído hablar. Porque esta fuerza que albergaba en mi interior se encontraba de algún modo ligada a lo que ellos hablaban en el patio, y a aquellas extrañas palabras del maestro que habían provocado un silencio general. Seguro que ambas cosas estaban relacionadas.
Eso me entristeció tanto que me dieron ganas de llorar. Era culpa mía que tuviéramos que irnos de allí. Era culpa mía, y, aunque todos parecían contentos, yo me sentía triste y culpable.
Tendría que guardarme todas estas reflexiones, pero estaba decidido a averiguar qué había pasado en Belén. Lo averiguaría como fuese, aun cuando tuviera que desobedecer a José.
Pero por ahora, ¿cuál era el mayor secreto en todo esto? ¿Cuál el meollo?
«No debo hacer mal uso de quien soy.» Sentí un escalofrío y me quedé inmóvil.
Me sentí muy pequeño y me envolví en la manta. El sueño me sobrevino como si un ángel me hubiera rozado.
Mejor dormir, ya que todos dormían. Mejor dejarse llevar, ya que todos lo hacían. Mejor confiar, ya que ellos confiaban… El sueño me vencía y no pude seguir pensando.
Cleofás tosía otra vez. Iba a enfermar como le sucedía a menudo. Y supe que ésa iba a ser una noche de sufrimiento. Oí los estertores que le brotaban del pecho.