4

Hasta la pequeña Salomé y yo estábamos cansados de los bandazos del barco cuando por fin arribamos al pequeño puerto de Jamnia. Era un puerto que sólo utilizaban entonces los peregrinos y los barcos de carga lentos, y tuvimos que anclar lejos debido a los bajíos y los escollos.

Dos barcas nos llevaron a tierra, los hombres repartidos para cuidar de las mujeres en una y de los niños en la otra. Las olas eran tan grandes que pensé que íbamos a zozobrar, pero me lo pasé muy bien.

Por fin pudimos saltar y recorrer la pequeña distancia que nos separaba de la playa.

Todos nos postramos de rodillas y besamos el suelo, dando gracias por haber llegado sanos y salvos. Enseguida nos apresuramos, mojados y tiritando, hacia la pequeña localidad de Jamnia, bastante lejos de la costa, donde encontramos una posada.

Estaba repleta de gente. Nos alojaron en una pequeña habitación en el piso de arriba, llena de heno, pero no nos importó porque estábamos muy contentos de haber llegado. Yo me dormí escuchando a los hombres discutir entre sí, gritos y risas que venían de abajo mientras más y más peregrinos iban entrando.

Al día siguiente elegimos unos burros entre los muchos que había en venta e iniciamos un lento viaje por la hermosa llanura con sus distantes arboledas, alejándonos de la costa brumosa en dirección a las colinas de Judea.

Cleofás tenía que viajar montado aunque al principio protestó, y eso aminoraba nuestro avance -muchas familias nos adelantaban-, pero la alegría de estar en Israel era tan grande que no nos importaba. José dijo que teníamos tiempo de sobra para llegar a Jerusalén a tiempo de la purificación.

En la siguiente posada, preparamos nuestros jergones en una gran tienda contigua al edificio. Algunos que se dirigían a la costa nos previnieron de que no continuáramos, que lo mejor era dirigirse a Galilea. Pero Cleofás estaba como poseído cantando «Si yo te olvidara, Jerusalén» y las demás canciones que recordaba sobre la ciudad.

– Llévame hasta las puertas del Templo y déjame allí, ¡como mendigo, si quieres! -le rogó a José-, si es que tú piensas ir a Galilea.

José asintió con la cabeza y le aseguró que iríamos a Jerusalén y visitaríamos el Templo.

Pero las mujeres empezaron a asustarse. Temían lo que podríamos encontrar en Jerusalén, y también por Cleofás. Su tos iba y venía, pero la fiebre no le remitía y estaba sediento e inquieto. Aun así no paraba de reír, como siempre, por lo bajo. Se reía de los niños pequeños, de lo que decía otra gente.

A veces me miraba y reía, y otras reía para sí, tal vez recordando cosas.

A la mañana siguiente iniciamos la lenta ascensión a las colinas. Nuestros compañeros de viaje se habían puesto ya en camino, y ahora estábamos con gente venida de muchos lugares diferentes. Se oía hablar en griego tanto como en arameo, e incluso en latín. Nuestra familia había dejado de hablar en griego a otra gente y sólo empleaba el arameo.

Hasta el tercer día de viaje no divisamos la Ciudad Santa desde un cerro.

Los niños empezamos a dar brincos de excitación y gritar de entusiasmo. José sólo sonreía. Ante nosotros el camino serpenteaba, pero allí lo teníamos: el lugar sagrado que siempre había estado en nuestras oraciones, nuestros corazones y nuestros cánticos.

Había campamentos en torno a las grandes murallas, con tiendas de todos los tamaños, y era tanta la gente que se dirigía hacia allí que durante horas apenas si pudimos avanzar. Ahora se oía hablar casi exclusivamente en arameo y todo el mundo estaba pendiente de encontrar a algún conocido. Se veía gente saludándose o llamando a sus amigos.

Durante un buen rato mi campo de visión se redujo bastante. Iba en un numeroso grupo de niños mezclados con hombres, de la mano de José. Sólo sabía que nos movíamos muy lentamente y que estábamos más cerca de las murallas.

Por fin conseguimos franquear las puertas de la ciudad.

José me agarró por las axilas y me subió a sus hombros. Entonces sí vi claramente el Templo sobre las callejas de Jerusalén. Me apenó que la pequeña Salomé no pudiera verlo, pero Cleofás dijo que la llevaría consigo subida al burro, de modo que tía María la izó y la niña pudo verlo también. ¡Estábamos en la Ciudad Santa, con el Templo justo enfrente de nosotros!

En Alejandría, como cualquier buen chico judío, yo nunca había mirado las estatuas paganas, ídolos que no significaban nada para un chico que tenía prohibido contemplar tales cosas y las consideraba carentes de significado.

Pero había pasado por los templos y visto las procesiones, mirando solamente las casas a las que José y yo teníamos que ir -raramente salíamos del barrio judío-, y supongo que la Gran Sinagoga era el mayor edificio en que yo había entrado nunca. Además, los templos paganos no eran para entrar en ellos.

Incluso yo sabía que supuestamente eran la casa de los dioses cuyo nombre recibían y por los cuales eran erigidos. Pero conocía su existencia y, con el rabillo del ojo, les había tomado las medidas. Lo mismo que a los palacios de los ricos, lo cual me había dado lo que cualquier hijo de carpintero llamaría una escala de las cosas.

Mas del Templo de Jerusalén yo no conocía medida alguna. Nada que me hubiera comentado Cleofás o Alfeo o José, ni siquiera Filo, me había preparado para lo que tenía ahora ante mis ojos.

Era un edificio tan grande, tan majestuoso y tan sólido, un edificio tan resplandeciente de oro y blancura, un edificio que se extendía de tal manera a derecha e izquierda, que barrió de mi mente todo cuanto yo había visto en Alejandría, y las maravillas de Egipto perdieron relevancia. Me quedé sin respiración, mudo de asombro.

Cleofás tenía ahora en brazos al pequeño Simeón para que pudiera ver, y la pequeña Salomé sostenía a Esther, que berreaba no sé por qué. Tía María tenía en brazos a Josías, mientras Alfeo se ocupaba de mi primo el pequeño Santiago.

En cuanto al otro Santiago, mi hermano, que tantas cosas sabía, él sí lo había visto. Siendo muy pequeño había estado allí con José, antes de nacer yo, pero incluso él parecía asombrado, y José permanecía en silencio como si se hubiera olvidado de nosotros y de cuantos nos rodeaban.

Mi madre estiró el brazo y me tocó la cadera. La miré y sonreí. Me pareció tan guapa como siempre, y tímida con el velo que le cubría gran parte de la cara. Estaba visiblemente contenta de estar aquí por fin, disfrutando de la vista del Templo.

Pese a la multitud allí reunida, pese a las idas y venidas, a los empujones y demás, observé que se imponía un silencio colectivo. La gente contemplaba el Templo admirándose de su tamaño y su belleza, como si tratara de fijar ese momento en la memoria, porque muchas de aquellas personas venían de muy lejos e incluso por primera vez.

Yo quería seguir adelante, entrar en el recinto sagrado -pensaba que lo íbamos a hacer-, pero no fue posible.

Marchábamos en aquella dirección pero pronto lo perdimos de vista, internándonos por estrechas y sinuosas callejuelas donde los edificios parecían juntarse sobre nuestras cabezas, apretujados entre la riada de gente. Los nuestros preguntaban por la sinagoga de los galileos, que era donde debíamos alojarnos.

Sabía que José estaba cansado. Después de todo, yo tenía ya siete años y él había cargado conmigo un buen rato. Le pedí que me bajara.

Cleofás tenía mucha fiebre, mas reía de dicha. Pidió agua. Dijo que quería bañarse pero tía María le dijo que no. Las mujeres aconsejaron acostarlo cuanto antes.

Mientras mi tía lo miraba al borde de las lágrimas, el pequeño Simeón empezó a berrear. Yo lo cogí en brazos, pero pesaba mucho para mí y fue Santiago quien se hizo cargo.

Y así seguimos avanzando por aquellas callejuelas, no muy diferentes de las de Alejandría pero mucho más atestadas. La pequeña Salomé y yo reímos al recordar que «el mundo entero estaba aquí», y por doquier se oía hablar, algunos en griego, unos pocos en hebreo, otros pocos en latín, y la mayoría en arameo como nosotros.

Cuando llegamos a la sinagoga, un gran edificio de tres plantas, ya no quedaba alojamiento, pero cuando nos disponíamos a intentarlo en la sinagoga de los alejandrinos, mi madre llamó a gritos a sus primos Zebedeo y su esposa, a quienes acompañaban sus hijos, y todos empezaron a abrazarse y besarse. Nos invitaron a compartir el sitio que tenían en el tejado, donde ya esperaban algunos primos más. Zebedeo se encargaría de todo.

La esposa de Zebedeo era María Alejandra, prima de mi madre y a la que siempre llamaban también María, lo mismo que a mi tía, la mujer de Cleofás, hermano de mi madre. Y cuando las tres se abrazaron y besaron, una de ellas exclamó: «¡Las tres Marías!», y eso las puso muy contentas, como si nada más importara.

José estaba ocupado pagando el hospedaje y nosotros fuimos con Zebedeo y su clan. Zebedeo tenía hermanos casados y con hijos. Cruzamos un patio donde estaban alimentando a los burros, subimos una escalera y a continuación una escala hasta el tejado, los hombres transportando a Cleofás, que se reía todo el rato porque le daba vergüenza.

Una vez arriba, fuimos recibidos por un ejército de parientes.

Entre ellos destacaba una anciana que hizo ademán de abrazar a mi madre cuando ésta la llamó por su nombre.

– Isabel.

Era un nombre que yo conocía bien. Como el de su hijo, Juan.

Mi madre se lanzó en brazos de la anciana. Hubo llanto y abrazos y finalmente me pidieron que me acercara, a ella y a su hijo, un chico de mi edad que no abría la boca para nada.

Como digo, yo tenía noticias de la prima Isabel lo mismo que de muchos otros parientes, pues mi madre había enviado muchas cartas desde Egipto y recibido otras tantas de Judea y Galilea. Yo solía acompañarla cuando iba a casa del escriba de nuestro barrio para dictarle las cartas. Y cuando ella recibía alguna, la leíamos y releíamos muchas veces, de modo que cada nombre tenía una historia que yo conocía.

Me impresionó mucho Isabel, que era serena y atenta, y su rostro me resultó agradable de un modo que no fui capaz de definir con palabras. Era algo que me ocurría a menudo con los ancianos, encontraba fascinantes sus arrugas y el hecho de que sus ojos brillaran todavía bajo los pliegues de piel.

Pero puesto que estoy narrando la historia desde el punto de vista del niño que yo era, lo dejaremos así.

También mi primo Juan tenía la delicadeza de su madre, aunque de hecho me hizo pensar en mi hermano Santiago. Como cabía esperar, los dos se vigilaban de cerca. Juan tenía el aspecto de un chico de la edad de Santiago, cosa que no era, y llevaba el pelo muy largo.

Juan e Isabel vestían prendas blancas muy limpias. Supe, por lo que mi madre y su prima hablaban, que Juan estaba dedicado al Señor desde su nacimiento. Nunca se cortaba el pelo y nunca compartía el vino de la cena.

Todo esto lo vi en cuestión de segundos, porque no cesaban los saludos, las lágrimas y los abrazos, la emoción general.

En el tejado ya no cabía nadie más. José iba encontrando primos y, puesto que él y María eran también primos, eso significaba doble alegría. Y mientras tanto, Cleofás se negaba a beber el agua que su esposa le había llevado, el pequeño Simeón lloraba, y la recién nacida Esther berreó hasta que su padre Simón la tomó en brazos.

Zebedeo y su mujer estaban haciendo sitio para nuestra manta, y la pequeña Salomé intentó levantar a la pequeña Esther. El pequeño Zoker se soltó e intentó escapar. La pequeña María berreaba también, y entre eso y todo cuanto sucedía alrededor de mí, era casi imposible prestar atención a nada.

Así pues, agarré de la mano a la pequeña Salomé y empecé a zigzaguear entre los mayores hasta llegar al borde del tejado. Había allí un murete lo bastante alto para ser seguro. ¡Se veía el Templo! Los tejados de la ciudad subían y bajaban a lomos de las colinas hasta los imponentes muros del Templo mismo.

Llegaba música de la calle y oí gente cantando. El humo de las fogatas olía apetitoso y por todas partes la gente charlaba sin cesar, y aquello era como oír un cántico sagrado.

– Nuestro Templo -dijo con orgullo la pequeña Salomé, y yo asentí con la cabeza-. El Señor que creó el cielo y la tierra vive allí.

– El Señor está en todas partes -dije.

Ella me miró.

– ¡Pero en este momento se encuentra en el Templo! -exclamó-. Ya sé que el Señor está en todas partes, pero pensaremos que ahora está en el Templo. Hemos venido para ir allí.

– De acuerdo -dije.

– Para estar con los suyos, ahora el Señor está en el Templo -explicó ella.

– Así es. Y también en todas partes. -Seguí contemplando el imponente edificio.

– ¿Por qué insistes? -preguntó ella. Me encogí de hombros.

– Sabes que es verdad. El Señor está aquí, ahora mismo, contigo y conmigo. El Señor siempre está con nosotros.

Ella rió, y yo también.

Las fogatas creaban una bruma ante nuestros ojos, y todo aquel bullicio, paradójicamente, aclaró mis pensamientos: Dios está en todas partes y también en el Templo.

Mañana entraríamos al recinto. Mañana pisaríamos el patio interior.

Mañana, y luego los hombres recibirían la primera rociada de la purificación mediante la sangre de la vaquilla como preparativo para el banquete de Pascua, que comeríamos todos juntos en Jerusalén para celebrar la salida de Egipto de nuestro pueblo hacía muchos, muchos años. Yo estaría con los niños y las mujeres, pero Santiago estaría con los hombres. Cada cual miraría desde su lugar, pero todos estaríamos dentro de los muros del Templo. Cerca del altar donde serían sacrificados los corderos pascuales; cerca del sagrario al que sólo tenía acceso el sumo sacerdote.

Supimos de la existencia del Templo desde que tuvimos edad para entender. Supimos de la existencia de la Ley de Moisés antes incluso de saber nada más. José, Alfeo y Cleofás nos la habían enseñado en casa, y luego el maestro en la escuela. Conocíamos la Ley de memoria.

Sentí una paz interior en medio de todo el bullicio de Jerusalén. La pequeña Salomé parecía sentirla también. Nos quedamos allí sin hablar ni movernos, y ni las risas ni las charlas ni los llantos de los bebés, ni la música siquiera, nos afectaron durante un largo rato.

Después, José vino a buscarnos y nos llevó de nuevo con la familia.

Las mujeres estaban regresando con comida que habían comprado. Era hora de reunirse todos y hora de rezar.

Por primera vez vi un gesto de preocupación en José cuando miró a Cleofás, que seguía discutiendo con su esposa por el agua, negándose a bebería. Lo miré y supe que Cleofás no sabía lo que decía. Su cabeza no funcionaba bien.

– ¡Ven a sentarte a mi lado! -me llamó.

Así lo hice, a su derecha. Estábamos todos muy juntos. La pequeña Salomé se sentó a su izquierda.

Cleofás estaba enfadado, pero no con ninguno de los presentes. De repente preguntó cuándo llegaríamos a Jerusalén. ¿No se acordaba nadie de que íbamos a Jerusalén? Todo el mundo se asustó al oírlo.

Mi tía ya no pudo aguantar más y levantó las manos al cielo. La pequeña Salomé se quedó muy callada, observando a su padre.

Cleofás miró en derredor y se dio cuenta de que había dicho algo extraño.

Y al punto volvió a ser el de siempre. Cogió el vaso y bebió el agua. Inspiró hondo y luego miró a su esposa, que se le acercó. Mi madre fue con ella y la rodeó con el brazo. Mi tía necesitaba dormir, eso estaba claro, pero no podía hacerlo ahora.

La salsa, recién sacada del brasero, estaba muy caliente, lo mismo que el pan. Yo me moría de hambre.

Era el momento de la bendición. La primera oración que decíamos juntos en Jerusalén. Incliné la cabeza. Zebedeo, que era el mayor de todos, dirigió la plegaria en nuestra lengua, y las palabras me sonaron un poco distintas.

Después, mi primo Juan, hijo de Zacarías, me miró como si estuviera pensando algo muy importante, pero no dijo nada.

Por fin empezamos a mojar el pan. Estaba muy sabroso; no sólo había salsa sino un espeso potaje de lentejas y alubias cocidas con pimiento y especias. Y había también higos secos para compensar su fuerte sabor, y a mí me encantó.

No pensaba en otra cosa que en la comida. Cleofás se había animado a comer un poco, lo cual alegró a todos.

Era la primera cena buena desde que habíamos salido de Alejandría. Y era abundante. Comí hasta quedar ahíto.

Después, Cleofás quiso hablar conmigo e hizo que los demás se alejaran.

Tía María volvió a gesticular su desespero y se fue a descansar un rato, mientras tía Salomé se ocupaba del pequeño Santiago y los otros niños. La pequeña Salomé ayudaba con la recién nacida Esther y el pequeño Zoker, a quienes quería mucho.

Mi madre se acercó a Cleofás.

– ¿Qué quieres decirle? -le preguntó, sentándose a su izquierda, no muy pegada a él pero sí cerca-. ¿Por qué quieres que os dejemos solos? -lo dijo de un modo amable, pero algo la preocupaba.

– Tú vete -le dijo Cleofás. Parecía ebrio pero no lo estaba. Había bebido menos vino que nadie-.Jesús, acércate para que pueda hablarte al oído.

Mi madre se negó a irse.

– No lo tientes -le dijo.

– ¿A qué viene eso? -repuso Cleofás-. ¿Crees que he venido a la Ciudad Santa para tentar a mi sobrino? -Y me acercó tirando de mi brazo. Sus dedos quemaban-. Voy a decirte algo -empezó susurrándome-. Que no se te olvide. Llévalo en tu corazón junto con la Ley de Moisés, ¿me oyes? Cuando ella me contó que había venido el ángel, yo la creí. ¡Se le había aparecido un ángel!

El ángel, sí, el ángel que había bajado a Nazaret. Se le había aparecido a mi madre. Era lo que Cleofás había dicho en el barco. Pero ¿qué significaba?

Mi madre lo miró fijamente. La cara de Cleofás estaba húmeda y sus ojos desorbitados. Tenía fiebre.

– La creí -repitió-. Soy su hermano, ¿no? Ella tenía trece años y estaba prometida a José, y te aseguro que en ningún momento se alejó de la casa, nadie pudo haber estado con ella sin que lo viéramos, ya sabes a qué me refiero, hablo de un hombre. No había ninguna posibilidad, y yo soy su hermano. Recuerda mis palabras. Yo la creí. -Se reclinó en la pila de ropa que había a su espalda-. Era una niña virgen, una muchacha al servicio del Templo de Jerusalén para tejer el gran velo con las otras elegidas, y luego en casa vigilada por nosotros.

Se estremeció. Miró a mi madre largamente. Ella apartó la vista y se alejó, pero no demasiado. Se quedó de espaldas a nosotros, cerca de nuestra prima Isabel que nos estaba observando. No supe si ella había oído algo.

Me quedé quieto y miré a Cleofás. Su pecho subía y bajaba con cada estertor, y volvió a estremecerse. Mi mente iba reuniendo todos los datos a fin de sacar algún sentido a lo que acababa de decir. Era la mente de un niño que había crecido durmiendo en la misma habitación con hombres y mujeres, a la que daban otras habitaciones, y que también había dormido en el patio al aire libre con los hombres y las mujeres en plena canícula, viviendo siempre cerca de ellos y ellas, oyendo y viendo muchas cosas. No cesaba de pensar, pero no conseguía entender lo que Cleofás me había dicho.

– Recuerda lo que acabo de decirte. ¡Yo la creí! -insistió.

– Pero no estás del todo seguro, ¿verdad? -pregunté en voz baja.

Abrió desmesuradamente los ojos y su expresión cambió, como si acabara de despertar de la fiebre.

– Y José tampoco lo está, ¿verdad? -añadí-. Y por eso nunca yace con ella.

Mis palabras se habían adelantado a mis pensamientos. Lo que dije me sorprendió a mí tanto como a él. Noté un súbito escalofrío y un escozor por todo el cuerpo. Pero no intenté retractarme de mis palabras.

Cleofás se incorporó un poco, su cara pegada casi a la mía.

– Es justo lo contrario -resolló-. Nunca la toca porque sí la cree. ¿No lo entiendes? ¿Cómo podría tocarla después de aquello? -Empezó a reír de aquella manera solapada-. ¿Y tú? ¿Tienes que crecer antes de cumplir las profecías? Sí, sin duda. ¿Y tienes que ser niño antes de llegar a hombre? Por supuesto. -Su mirada cambió como si hubiera dejado de ver cosas delante de él. Jadeó de nuevo-. Así ocurrió con el rey David. Una vez ungido, volvió a ser pastor de sus rebaños, ¿recuerdas? Hasta que Saúl mandó llamarlo. ¡Hasta que el buen Dios decidió llamarlo! ¡Eso es lo que confunde a todos! ¡Que tú tengas que crecer como cualquier niño! Y la mitad del tiempo no saben qué hacer contigo. Y sí, ¡claro que estoy seguro! ¡Siempre lo he estado!

Volvió a tumbarse, fatigado, incapaz de continuar, pero no dejó de mirarme. Sonrió, y volví a oír su risa.

– ¿Por qué ríes tanto? -le pregunté.

– Es que todavía me divierte -respondió-. Sí, me divierte. ¿Vi yo al ángel?

Claro que no. Quizá si lo hubiera visto no me reiría, o puede que riera todavía más. Mi risa es mi manera de hablar, ¿entiendes? Recuérdalo. Ah, escucha a la gente en las calles. Claman justicia. Venganza. ¿Has oído? Herodes hizo tal cosa y tal otra. ¡Han apedreado a los soldados de Arquelao! ¿Qué me importa a mí ahora? ¡Yo lo que quisiera es poder respirar media hora sin que me dolieran los pulmones!

Levantó una mano para tocarme la nuca, y yo me agaché y besé su húmeda mejilla.

«Haz que pase este dolor.»

El tragó aire y enseguida pareció quedarse dormido; su pecho subía y bajaba normalmente, sin sacudidas. Le apoyé una mano y noté su corazón.

«Vigor para estos momentos. ¿Qué daño puede hacer eso?»

Cuando me aparté, tuve ganas de ir hasta el borde del tejado y llorar. ¿Qué acababa de hacer? Tal vez nada. No, pero no creía que fuese nada. Y lo que él me había dicho, ¿qué significado tenía? ¿Cómo debía entender estas cosas?

Quería obtener respuestas, sí, pero aquellas palabras sólo me planteaban nuevas preguntas y me dolía la cabeza. Estaba asustado.

Me senté recostado contra el murete. Ahora apenas si podía ver más allá.

Con todas las familias apiñadas a escasa distancia, con tanta gente de espaldas a mí y tanta conversación y tantas nanas cantadas a los niños pequeños, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida.

Era ya de noche y había teas encendidas por toda la ciudad, fuertes gritos de alegría, mucha música. Aún se veían fogatas, tal vez para cocinar, tal vez para mitigar el fresco. Yo tenía un poco de frío. Pensé asomarme y contemplar lo que estaba pasando abajo, pero luego desistí. En el fondo me daba igual.

Un ángel había visitado a mi madre, un ángel. Yo no era hijo de José.

Mi tía María me pilló desprevenido. Se agachó delante de mí y me obligó a mirarla a la cara. Tenía el rostro anegado en lágrimas y su voz sonó gruesa cuando preguntó con vehemencia:

– ¿Puedes curarlo?

Me quedé tan sorprendido que no supe qué decir.

Mi madre se acercó e intentó apartarla de mí. Se quedaron allí de pie, rozando mi cara con sus ropas. Hablaban en susurros pero enfadadas.

– ¡No puedes pedirle eso! -Dijo mi madre-. ¡Es un niño y tú lo sabes!

Tía María sollozó. ¿Qué podía decirle yo a mi tía?

– ¡No lo sé! -exclamé-. ¡No lo sé!

Entonces sí me eché a llorar. Levanté las rodillas y me encogí todavía más.

Luego me enjugué las lágrimas.

Las lágrimas desaparecieron.

Las familias ya se habían instalado para pasar la noche y los pequeños dormían. En la calle, un hombre tocaba el caramillo y otro cantaba. El sonido se oyó claramente unos segundos para luego perderse en el rumor general.

La niebla me impedía ver las estrellas, pero la visión de las antorchas que parecían oscilar por las colinas de la ciudad y, sobre todo, el Templo, imponente como una montaña iluminada, borraron de mi mente cualesquiera otros pensamientos.

Me sobrevino una sensación de paz y me dije que en el Templo rezaría para comprender no sólo lo que me había dicho mi tío, sino también todo lo que había oído.

Mi madre regresó a mi lado.

Apenas si había sitio junto al murete para los dos. Se arrodilló y apoyó el peso en sus talones. La luz de las antorchas alumbró su cara cuando dirigió la vista al Templo.

– Escúchame -dijo.

– Te escucho -respondí. Lo hice en griego, sin pensar.

– Aún es pronto para lo que voy a decirte -susurró también en griego-.

Pensaba hacerlo cuando fueses más mayor.

La oí pese al ruido de las calles y el rumor de las conversaciones en el tejado.

– Pero ya no puede postergarse más -añadió-. Mi hermano lo ha precipitado. Ojalá él hubiera sabido sufrir en silencio, pero no ha sido así. De modo que te lo contaré. Tú escucha y no me hagas preguntas. Por lo que respecta a esto, haz como dijo José. Ahora escucha.

– Te escucho -repetí.

– Tú no eres hijo de un ángel.

Asentí con la cabeza. Me miró y la luz de las antorchas brilló en sus ojos.

Guardé silencio.

– El ángel me dijo que la fuerza del Señor vendría a mí -prosiguió-. Y así fue. La sombra del Señor vino a mí (yo la sentí) y a su debido tiempo empecé a notar la vida que crecía en mi seno. Y eras tú.

No dije nada y ella bajó la vista.

El ruido de la ciudad había cesado. Mi madre me pareció muy bella a la luz de las antorchas. Tan bella quizá como Sara se lo pareció al faraón, o Raquel a Jacob. Mi madre era bella. Modesta pero hermosa, por más velos que llevase para ocultarlo, por mucho que inclinara la cabeza o se ruborizara.

Sentí ganas de estar en su regazo, entre sus brazos, pero me quedé quieto.

No era correcto moverse ni decir nada.

– Y así sucedió -dijo, levantando de nuevo la vista-. Jamás he estado con un hombre, ni entonces ni ahora, ni lo estaré nunca. He sido consagrada al Señor.

Asentí con la cabeza.

– No puedes entenderlo, ¿verdad? No comprendes lo que intento decirte.

– Sí comprendo -dije. José no era mi padre, sí, lo sabía. Yo nunca le había llamado padre. Lo era ante la Ley, y había desposado a mi madre, pero él no era mi padre. Y ella, que se comportaba siempre como una muchacha y las otras mujeres como sus hermanas mayores, lo sabía, sí, desde luego que lo sabía-. Todo es posible con el Señor -dije-. El Señor hizo a Adán del barro y Adán no tuvo una madre. El Señor puede crear un hijo sin necesidad de padre.

– Me encogí de hombros.

Ella meneó la cabeza. Ahora no era una muchacha, pero tampoco una mujer. Era dulce y parecía triste. Cuando volvió a hablar, no parecía la de siempre.

– Oigas lo que oigas cuando lleguemos a Nazaret -dijo-, no olvides lo que te he dicho esta noche.

– ¿La gente dirá cosas…?

Ella cerró los ojos.

– ¿Por eso tú no querías volver allí, a Nazaret? -pregunté.

Mi madre exhaló el aire y se llevó la mano a la boca. Estaba azorada.

Inspiró hondo y luego susurró con dulzura:

– ¡No has entendido lo que te he dicho! -Se la veía dolida, creí que se echaría a llorar.

– No, mamá, sí que lo entiendo -dije enseguida. No quería que sufriera-.

El Señor puede hacer cualquier cosa.

Parecía decepcionada, pero me miró y, haciendo un esfuerzo, me sonrió.

– Mamá -dije tendiéndole los brazos.

La cabeza me vibraba de tanto pensar. Recordé los gorriones, a Eleazar muerto en la calle y resucitando después, y tantas otras cosas, cosas que se deslizaban por mi mente demasiado llena de cosas. Y las palabras de Cleofás: que yo debía crecer como cualquier otro niño, igual que el pequeño David había permanecido en el rebaño hasta que lo llamaron, y que no dejara que mi madre estuviese triste. ¿Qué había querido significarme con eso?

– Lo veo. Lo sé -le dije a mi madre. Sonreí apenas, de aquella manera que sólo hacía con ella. Era más una señal que una sonrisa.

Ella me correspondió con la suya: una sonrisa menuda. De repente pareció olvidarse de todo lo que había pasado y me tendió sus brazos. Me incorporé de rodillas y entonces me abrazó con fuerza.

– Ya basta por ahora -dijo-. Basta con que tengas mi palabra -me susurró al oído.

Al cabo de un rato, nos levantamos y volvimos con la familia.

Me tumbé en mi lecho de fardos y ella me tapó, y bajo las estrellas, mientras la ciudad cantaba y Cleofás cantaba también, me dormí profundamente.

Después de todo, era el sitio más lejano al que podía ir.

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