Había sido un verano estupendo.
La segunda tanda de higos colmaba nuestro árbol del patio, los aceituneros batían las ramas en los olivares, y yo sentía una dicha como nunca antes, y era consciente de ello. Para mí era el comienzo del tiempo: desde los últimos días en Alejandría hasta la venida aquí.
A medida que pasaban los meses fuimos terminando las reparaciones en nuestra casa, y ya casi estaba perfecta para todas las familias, las de mis tíos Simón, Alfeo y Cleofás, y para José, mi madre y yo.
Riba, la esclava griega que había venido con Bruria, iba a dar a luz un niño.
Hubo numerosos cuchicheos sobre el particular, incluso entre los niños. Un día, la pequeña Salomé me susurró:
– Parece que Riba no se escondió del todo en ese túnel, ¿no?
La noche del parto oí llorar al bebé y cómo Riba le cantaba en griego, y luego también Bruria. Mis tías no cesaban de reír y cantar juntas, con las lámparas encendidas. Fue una noche feliz.
José despertó y tomó al bebé en brazos.
– No es un niño árabe -dijo mi tía Salomé-. Es un niño judío y tú lo sabes.
– ¡Quién ha dicho que sea árabe! -exclamó Riba-. Ya os expliqué que…
– Muy bien, muy bien -dijo José con calma, como siempre-. Lo llamaremos Ismael. ¿Le parece bien a todo el mundo?
El bebé me gustó a primera vista. Tenía una bonita barbilla y ojos grandes y negros. No lloraba todo el rato como el nuevo bebé de tía Salomé, que alborotaba al menor ruido, y la pequeña Salomé disfrutaba llevándolo en brazos cuando su madre estaba ocupada en otros quehaceres. Allí estaba, el pequeño Ismael. Juan, el hijo pequeño de tía Salomé y Alfeo, era uno de los quince Juanes que había en el pueblo, junto con los diecisiete Simones y trece Judas; también había más Marías de las que podían contarse con las dos manos, y eso sólo en cuanto a nuestros parientes de este lado de la colina.
Pero me estoy anticipando. Esos bebés no llegarían al invierno.
El verano fue muy caluroso, sin la brisa de la costa, y bañarse en el manantial era muy divertido cuando volvíamos de Séforis por la noche. Los chicos hacíamos batallas de agua, mientras al otro lado del recodo las chicas reían y charlaban. Río arriba, en la cisterna abierta en la roca donde las mujeres llenaban sus vasijas, se hablaba y reía también, y a veces mi madre iba allí al atardecer para ver a las otras mujeres.
A finales del verano hubo varias bodas en el pueblo, con largas celebraciones que duraban la noche entera y donde todo Nazaret parecía congregarse para beber y bailar, hombres con hombres y mujeres con mujeres, e incluso las doncellas, aunque éstas se mostraban tímidas y se quedaban cerca del entoldado donde estaba la novia, ésta con los más bonitos velos y brazaletes de oro.
En el pueblo había varios hombres que tocaban la flauta y algunos la lira, y las mujeres la pandereta sosteniéndola en alto; por su parte, los viejos tañían los címbalos para llevar el ritmo del baile. Hasta el viejo Justus fue llevado fuera y acomodado en unos almohadones contra la pared, y se le veía sonreír contento, aunque la saliva le resbalaba por el mentón y la vieja Sara tenía que enjugársela.
El padre de la novia era a veces el que ejecutaba los pasos de baile más atrevidos, lanzando los brazos al aire y girando como una peonza con su vistosa vestimenta. Algunos se emborracharon y sus hermanos o sus hijos los recogieron y se los llevaron a casa sin suscitar comentarios de nadie.
Había buena comida, cordero asado y un espeso potaje de carne y lentejas, y también hubo lágrimas, y los pequeños jugamos fuera hasta muy tarde, corriendo y chillando y lanzando vítores en la oscuridad, porque a nadie le importaba. Yo fui corriendo hasta el bosque y luego colina arriba, y contemplé las estrellas y bailé como había visto bailar a los hombres.
Ese año ocurrieron más cosas de las que soy capaz de contar.
Se casó Alejandra, la hija del granjero rico, al decir de todos una belleza.
Estaba muy guapa de novia con sus velos ribeteados de oro. Cuando el entoldado y las antorchas fueron a buscarla a su casa, todo el mundo cantó al verla aparecer por la puerta.
Al banquete asistió gente de otros pueblos. Cuando los fariseos se reunieron para desear lo mejor a todos y no quisieron comer nada, la madre de Alejandra se inclinó hasta el suelo delante de Sherebiah y le dijo que la comida había sido preparada de manera perfecta y limpia, y que si no quería compartir la comida de la boda de su hija, ella tampoco comería ni bebería pese a tratarse de la boda de su única hija.
El rabino ordenó a su sirviente que le trajera agua para lavarse las manos, pues los fariseos así lo hacían siempre, lavarse los dedos antes de comer aunque ya los tuvieran limpios, y luego empezó a comer, mostrando a todos el trozo de carne, y la gente lo vitoreó, y todos los fariseos le imitaron, incluso el rabino Jacimus, aunque ellos casi nunca cenaban en compañía de otra gente.
Luego Sherebiah bailó a pesar de su pata de palo, y todos los hombres bailaron también.
Nuestro estimado rabino Berejaiah ejecutó después una danza lenta y asombrosa que deleitó a sus alumnos. Es más, después de eso su suegro tuvo que bailar, para no ser menos, y otro tanto hicieron los demás viejos del pueblo.
La madre de Alejandra fue a sentarse con la novia y las mujeres, y bebieron contentas de que los fariseos hubieran asistido al banquete.
El trabajo continuaba.
En Séforis crecían edificios como plantas silvestres en un prado. Los lugares quemados sanaron como sana una herida. El mercado crecía cada vez más, y nuevos mercaderes acudían a diario para vender sus mercancías a los que tenían que amueblar sus casas nuevas. Y había numerosos peones que ayudaban en nuestro trabajo. Todo el mundo nos llamaba la Cuadrilla Egipcia.
Nadie se quejaba de nuestros precios. Alfeo y Simón dirigían la colocación de cimientos, suelos y paredes; Cleofás y José confeccionaban las hermosas mesas de banquete, estanterías y sillas romanas que solíamos hacer en Alejandría.
Aprendí a pintar márgenes mejor que antes, e incluso a pintar algunas flores y hojas, aunque por regla general sólo rellenaba las perfiladas por los pintores expertos.
Nuestro trabajo de mampostería era de la mayor calidad; emparejar las losas de mármol requería paciencia, y había que cuidar mucho la disposición.
Fuimos al pueblo de Cana para hacerle un suelo a un hombre que había vuelto de las islas griegas y quería tener una biblioteca hermosa.
Venían a encargarnos trabajos desde otros lugares. Un mercader de Cafarnaum nos pidió que fuésemos allí, y yo tenía muchas ganas de ir porque estaríamos cerca del mar de Galilea, pero José dijo que eso tendría que esperar hasta que la construcción en Séforis terminara.
Y también nos llevábamos mucha faena a Nazaret para hacer en casa, sobre todo divanes o mesas taraceadas. Preguntamos cuáles eran los mejores plateros y esmaltadores de Séforis y acudíamos a ellos para los retoques finales.
Aparte de las noticias sobre constantes escaramuzas entre soldados y rebeldes en Judea, lo único malo era que la pequeña Salomé y yo no podíamos estar juntos. Ahora ella estaba siempre ocupada con las mujeres, mucho más que en Alejandría, y a mí me parecía que pese a todo el trabajo que teníamos y al dinero que entraba en nuestras bolsas, las mujeres llevaban la peor parte.
Habían traído mucha comida de Alejandría, pero aquí plantaban hortalizas y tenían que recogerlas del huerto; y mientras que en Alejandría podían comprar pan caliente en la calle de los Panaderos, aquí se pasaban el día horneando, y eso después de moler ellas mismas el trigo cada día al amanecer.
Cada vez que yo intentaba hablar con la pequeña Salomé, ella me daba largas, y conmigo empleaba cada vez más la misma voz que las mujeres empleaban con los niños. Había crecido de la noche a la mañana y siempre estaba cuidando de algún bebé. Normalmente era la pequeña Esther, que por fin ya no era tan llorona, o bien el bebé de alguna mujer que venía a visitar a la vieja Sara. La pequeña Salomé ya no era pequeña, no era la niña con quien yo compartía juegos y risas en Alejandría, ni la que lloró en el viaje desde Jerusalén. De vez en cuando iba con nosotros a la escuela -las pocas chicas que asistían se sentaban aparte de los chicos-, pero se mostraba impaciente por volver a casa a trabajar. Cleofás insistió en que tenía que aprender a leer y escribir el hebreo, pero a Salomé le daba igual.
Yo la echaba de menos.
Lo que más les gustaba hacer a nuestras mujeres era tejer, y cuando sacaban sus telares al patio en los meses cálidos, eso era motivo de conversación en todo Nazaret. Por lo visto, las mujeres de la región utilizaban un telar con una vara y una pieza transversal sobre la que tenían que estar de pie. Pero nosotros habíamos traído de Alejandría telares más grandes con dos piezas deslizantes sobre las cuales las mujeres podían estar sentadas, y todas las mujeres del pueblo venían a ver el invento.
Así pues, como hacía mi madre, una mujer podía estar sentada ante el telar, y, como hacía mi madre, podía ir mucho más rápido y hacer tejidos para vender en el mercado, como hacía mi madre… cuando tenía tiempo, es decir, cuando Salomé le echaba una mano con los pequeños Simeón y Judas.
Pero mi madre adoraba tejer. Sus días en Jerusalén, tejiendo los velos del templo con las ochenta y cuatro muchachas elegidas, le habían dado mucha velocidad y destreza, y sus telas eran de la mejor calidad. También sabía teñir, e incluso trabajar con púrpura.
A nosotros nos habían explicado que elegían a muchachas para confeccionar los velos porque todas las cosas destinadas al Templo tenían que ser hechas en estado de pureza. Y que sólo muchachas menores de doce años eran puras con seguridad, y que había una tradición de chicas elegidas y la familia de mi madre formaba parte de esa tradición. Pero ella no hablaba mucho de sus días en Jerusalén. Sólo para comentar sobre lo grande y lo complicado que era el velo, y que cada año tenían que tejer dos. Este velo era el que cubría la entrada al sanctasanctórum, el lugar donde el Señor estaba presente. Ninguna mujer entraba nunca allí: sólo el sumo sacerdote. Mi madre había sido feliz tejiendo una parte del velo y sabiendo que sus manos colaboraban en aquella obra.
Varias mujeres del pueblo venían a hablar con mi madre y verla trabajar en su telar. Y su número aumentó cuando empezó a tejer en el patio, al aire libre.
Tenía más amigas. Los parientes que no habían venido todavía a vernos, lo hacían ahora con frecuencia.
Pasado aquel verano seguían yendo a verla, y las chicas jóvenes que no estaban cuidando niños pequeños acudían para acunar a los bebés sobre sus rodillas. Esto era bueno para mi madre, porque ella era muy aprensiva. En un pueblo como Nazaret, las mujeres están al corriente de todo. Cómo, no lo sé, pero así ocurre y así ocurría entonces. Y mi madre sin duda sabía del interrogatorio al que fue sometido José cuando me llevaron a la sinagoga. Y tenía aprensión por ello.
Yo lo sabía porque me conocía hasta el más pequeño gesto de su cara, sus movimientos de ojos y labios, y me daba cuenta. Veía su temor ante las otras mujeres. Los hombres no la preocupaban, porque ningún hombre iba a mirarla o dirigirse a ella, ni importunarla de manera alguna. Un hombre no hablaba con una mujer casada salvo que fuese un pariente muy próximo, e incluso en tal caso nunca a solas, salvo que fuese su hermano. De modo que mi madre no temía a los hombres, pero ¿a las mujeres? Sí, las había temido hasta los días del telar, cuando acudían para aprender de ella.
Todos estos pensamientos acerca del temor de mi madre no los hice yo conscientes hasta que la cosa cambió; ella siempre había sido de talante apocado. Por eso me alegré mucho del cambio que experimentó.
Y se me ocurrió algo más, un pensamiento secreto, uno más de los que no podía revelar a nadie: mi madre era inocente. Tenía que serlo. De lo contrario, habría tenido miedo de los hombres, ¿no? Pero a los hombres no los temía.
Como tampoco temía ir por agua al arroyo, ni ir de vez en cuando a Séforis para vender la ropa que tejía. Sus ojos eran más inocentes aún que los de la pequeña Salomé. Sí, no me equivocaba.
La vieja Sara ya no estaba en condiciones de hacer trabajo de filigrana -ni de ninguna clase- con una aguja o en el telar, pero enseñaba a las muchachas a hacer bordados y a menudo las veía allí juntas, charlando y riendo y contando historias, con mi madre muy cerca.
Martillear y pulir y ensamblar y coser y tejer: el patio era un hervidero de actividad. Y luego los gritos y lloros y risas de los niños, bebés gateando por el suelo, el establo donde los hombres atendían a los burros que transportaban nuestras cosas hasta Séforis, los chicos mayores entrando y saliendo con haces de heno, uno o dos de nosotros frotando incrustaciones de oro en un nuevo diván de banquete (un hombre nos había encargado ocho), la lumbre de cocinar sobre el brasero y después las esteras extendidas en el suelo de piedra cuando comíamos, todos allí reunidos rezando y procurando que los más pequeños callaran un momento para poder dar gracias al Señor; todo esto, sumado, da una imagen de lo que fue ese primer año en Nazaret, un año que quedó grabado en mi memoria durante los muchos que todavía iba a vivir allí.
«A buen resguardo», había dicho José. Yo estaba «a buen resguardo». Pero de qué, no quiso decirlo, y yo no podía preguntar. Pero estaba felizmente escondido. Y cuando pensaba en eso y en las extrañas palabras de Cleofás -que algún día yo habría de dar las respuestas-, me sentía como si fuera otro; me palpaba el cuerpo y después dejaba de pensar en ello.
Mi aprendizaje iba muy bien.
Aprendía nuevas palabras, palabras que había oído y dicho pero cuyo significado sólo conocía ahora, la mayor parte proveniente de los Salmos. «Que los campos sean gozosos, sí, gozosos, y que los árboles del monte se regocijen. Escribid una canción gozosa al Señor; cantad alabanzas.»
La oscuridad había desaparecido; los incendios también. Y aunque la gente hablaba de los chicos que se habían sumado a la rebelión, y aunque de vez en cuando una mujer se desgañitaba de pena al tener noticias de un hijo perdido, nuestra vida estaba llena de cosas agradables.
A la última luz de la tarde, subía y bajaba cuestas entre los árboles hasta que perdía de vista Nazaret. Encontré flores tan dulces que me llevé algunas a casa para plantarlas allí. Y en casa, el olor dulzón de las virutas y el del aceite con que untábamos la madera; el omnipresente olor del pan horneándose y el aroma de la salsa que nos recibía a nuestro regreso.
Bebíamos buen vino del mercado de Séforis. Comíamos deliciosos melones y pepinos de nuestro propio huerto.
En la sinagoga aprendíamos las Escrituras batiendo palmas, bailando y cantando. La escuela era un poco más difícil, pues los maestros nos hacían redactar cartas en nuestras tablillas, y repetir lo que no hacíamos bien. Pero incluso esto era agradable, y el tiempo pasaba volando.
Los hombres empezaron a recolectar la aceituna, batían las ramas de los olivares con sus largas varas y recogían los frutos. La prensa estaba siempre en funcionamiento, y a mí me gustaba pasar por allí para ver cómo los hombres extraían aquel aceite que olía tan bien.
Las mujeres de la casa aplastaban aceitunas en una prensa pequeña para conseguir el mejor aceite de cocina.
Las uvas de nuestro huerto estaban maduras, y también los higos, de los que teníamos todos los que queríamos y más, para secar, hacer tartas, o comer tal cual. Eran tantos los últimos higos del patio y el huerto, que el sobrante lo vendimos en el mercado al pie de la colina.
La uva que no consumíamos la poníamos a secar; no se hacía vino con ella pues en la zona no había viñedos, todo era trigo y cebada y pasto para las ovejas, y los bosques que tanto me gustaban.
El aire empezó a refrescar y llegaron las primeras lluvias, muy abundantes.
Tronaba con fuerza sobre los tejados, y todo el mundo ofrecía plegarias en acción de gracias. Las cisternas de la casa se llenaron, y se cambió el agua del mikvah.
El rabino Jacimus, el más estricto de los fariseos, nos dijo en la sinagoga que el agua que ahora iba a parar al mikvah estaba viva, y que eso era lo que demandaba el Señor, que nos purificásemos con agua viva. Debíamos rogar que las lluvias fueran suficientes, no sólo para los campos y arroyos sino para que las cisternas estuvieran llenas y nuestro mikvah también.
El rabino Sherebiah no estuvo del todo de acuerdo con Jacimus y empezaron a citar a los sabios sobre este particular y a discutir, y finalmente el anciano rabino nos pidió que ofreciéramos oraciones de acción de gracias por que las ventanas del cielo se hubieran abierto, lo que permitiría empezar a plantar muy pronto los campos.
Durante la cena, mientras la lluvia repiqueteaba en los tejados, hablamos del rabino Jacimus y de aquel asunto del agua viva. Era algo que a Santiago y a mí nos inquietaba un poco.
Habíamos llegado a Nazaret después de las lluvias, y el mikvah estaba vacío entonces. Lo habíamos reparado, llenándolo después con agua de la cisterna, agua que había estado en reposo durante mucho tiempo. Pero era agua de lluvia, ¿verdad? ¿Se podía considerar «viva» la que usamos para llenar por primera vez el mikvah?
– Si no es agua viva -dijo Santiago-, entonces quiere decir que no quedamos limpios después del mikvah.
– Pero nos bañamos a menudo en el arroyo, ¿no? -dijo Cleofás-. Y el mikvah tiene un agujerito en el fondo a fin de que el agua esté en constante movimiento. Cuando la lluvia llenó la cisterna, era agua viva. Sigue viva, no os preocupéis más.
– Pero el rabino Jacimus dice que con eso no basta -insistió Santiago-. ¿Por qué?
– Sí basta -intervino José-, pero él es fariseo y los fariseos son muy concienzudos. Debéis entenderlo: ellos piensan que esmerándose mucho en todos los aspectos de la vida estarán más a salvo de transgredir la Ley.
– Pero no pueden decir que nuestro mikvah no es puro -repuso tío Alfeo -. Las mujeres lo utilizan…
– Mirad -dijo José-. Imaginaos dos senderos en la cima de una montaña.
Uno cerca del borde y el otro más apartado. Este último es más seguro. Ese es el camino de los fariseos: estar lejos del borde del precipicio, lejos de caer en el pecado, por eso el rabino Jacimus cree en sus costumbres.
– Pero las costumbres no son leyes -objetó Alfeo-. Los fariseos afirman que todas estas cosas son leyes.
– Sherebiah nos dijo que era la Ley de Moisés -intervino tímidamente Santiago-, que Moisés recibió unas leyes no escritas que se fueron transmitiendo a través de los sabios.
José se encogió de hombros.
– Lo hacemos lo mejor que podemos. Y ahora han llegado las lluvias. ¿Qué pasa con el mikvah? ¡Pues que está lleno de agua dulce! -exclamó levantando las manos y sonrió.
Todos nos reímos, pero no del rabino. Nos reímos como siempre hacíamos al hablar de cuestiones para las que no parecía haber una respuesta clara.
El rabino Jacimus era severo en sus cosas pero era un hombre afable, un hombre sabio, y me contaba historias maravillosas. Esas historias hacían referencia a nuestra realidad, y había veces en que nada me gustaba más que esas historias. Pero empezaba a comprender algo de importancia capital: todas esas historias formaban parte de una mayor, la historia de quiénes éramos, de nuestra identidad como pueblo. Nunca lo había visto tan claro, y ahora me emocionaba.
A menudo en la escuela y a veces en la sinagoga, el rabino Berejaiah se erguía sobre sus piernas pese a que le temblaban, levantaba los brazos y, elevando los ojos, exclamaba:
– Decidme, niños, ¿quiénes somos?
Y entonces entonábamos con él:
– Somos el pueblo de Abraham e Isaac. Fuimos a Egipto en los tiempos de José. Allí nos convertimos en esclavos. Egipto se convirtió en la fragua y allí sufrimos. Pero el Señor nos había redimido, el Señor alzó a Moisés para que nos guiara, y el Señor nos salvó dividiendo las aguas del mar Rojo y conduciéndonos a la Tierra Prometida.»El Señor entregó la Ley a Moisés en el Sinaí. Y nosotros somos un pueblo santo, un pueblo de sacerdotes, un pueblo fiel a los mandamientos. Somos un pueblo de grandes reyes: Saúl, David, Salomón, Josué.»Pero Israel pecó a ojos del Señor. Y el Señor envió a Nabucodonosor de Babilonia para que asolara Jerusalén e incluso la propia casa del Señor.»Pero nuestro Señor es reacio a la ira y constante en su amor, y es todo misericordia, y nos envió un redentor para que pusiera fin a la cautividad, y ése fue Ciro el Grande, y volvimos a la Tierra Prometida y reconstruimos el Templo.
Mirad siempre hacia el Templo, pues cada día el sumo sacerdote ofrece un sacrificio por el pueblo de Israel al Señor de las Alturas. Los judíos están desperdigados por todo el mundo, son un pueblo santo, fiel a la Ley de Moisés y al Señor, un pueblo que mira hacia el Templo y que no conoce otros dioses que el Señor.»Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno.»Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma y con todas tus fuerzas.»Y estas palabras, que yo hoy te impongo, estarán en tu corazón. Y las enseñarás con afán a tus hijos, y hablarás de ello cuando estés en tu casa y cuando vayas por los caminos y cuando te acuestes y cuando te levantes.
No era imprescindible estar en el Templo para observar las fiestas sagradas. Los judíos repartidos por todo el mundo las observaban escrupulosamente.
Todavía no era seguro viajar a Jerusalén, pero nos llegó la noticia de que los combates habían cesado en la ciudad y que el Templo había sido purificado. Al parecer, todo iba bien.
Salimos fuera al amanecer del día de la Expiación, pendientes de los primeros rayos de sol, pues sabíamos que el sumo sacerdote se levantaba al despuntar el alba para iniciar sus ceremonias en el Templo, esos baños que habría de repetir varias veces a lo largo del día.
Oramos con la esperanza de que no hubiera insurrecciones ni dificultades.
Porque durante ese día el sumo sacerdote procuraría expiar todos los pecados del pueblo de Israel. Para ello, iría ataviado con sus mejores vestiduras. El rabino Jacimus, sacerdote ungido también, nos había descrito estas prendas sagradas, y nosotros habíamos aprendido cómo eran en las Escrituras:
La larga túnica del sumo sacerdote era azul, iba sujeta por una faja en la cintura, y los bajos ribeteados con borlas y campanillas doradas que tintineaban cuando el sumo sacerdote caminaba. Sobre la túnica llevaba una segunda prenda llamada efod, que tenía mucha filigrana en oro, así como un peto de doce gemas brillantes, una por cada tribu de Israel, de modo que cuando se situara ante el Señor estuviesen allí las Doce Tribus. Y en la cabeza, el sumo sacerdote llevaba un turbante con una corona de oro. Era algo digno de verse.
Pero antes de ponerse estas bellas prendas, estas vestimentas tan ricas como las de un sacerdote pagano, el sumo sacerdote se vestía de lino, puro y blanco, para realizar los sacrificios.
En el día de la Expiación, imponía sus manos sobre el novillo castrado que iba a sacrificar por Israel. E imponía sus manos sobre los dos machos cabríos.
Uno de éstos sería sacrificado, y el otro se llevaría consigo al desierto todos los pecados del pueblo de Israel. Era el macho cabrío enviado a Azazel. ¿Y qué era Azazel? Los pequeños queríamos saberlo. Pero de hecho ya lo sabíamos. Azazel era la maldad, eran los demonios, era el mundo «de fuera», el mundo del desierto. Todos sabíamos lo que significaba la palabra desierto, pues todo el pueblo de Israel había cruzado el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Y el macho cabrío llevaría los pecados a Azazel en señal de que los pecados de Israel habían sido perdonados por el Señor, y así el mal recuperaría el mal del que nosotros nos habríamos despojado.
Pero el momento más importante era cuando el sumo sacerdote entraba en el sanctasanctórum, el lugar del Templo donde el Señor estaba presente, y al que sólo podía entrar el sumo sacerdote.
Y todo Israel rezaba para que la ira del Señor no cayera sobre el sumo sacerdote, sino que sus plegarias de expiación fueran oídas y que pudiese salir de nuevo ante el pueblo habiendo estado en presencia del Señor.
A media tarde nos congregamos en la sinagoga, donde el rabino leyó el pergamino que el sumo sacerdote estaba leyendo en el Patio de las Mujeres: «Y el día diez del mes séptimo será el día de la expiación… y celebraréis asamblea santa.» El rabino nos explicó lo que el sumo sacerdote estaba diciendo a los fieles en el Templo. «Todo lo que he leído ante vosotros está escrito aquí.»
Oscureció. Estábamos descalzos en el tejado, esperando. Los situados en el punto más alto gritaron que ya podían verse las señales de fuego en los pueblos situados más al sur, que ahora encendían fogatas para divulgar la palabra al norte, el este y el oeste.
Todo el mundo dio saltos de alegría y nos pusimos a bailar. El ayuno había terminado. Empezó a correr el vino y se colocó la comida sobre las brasas.
En el Templo, ahora purificado, el sumo sacerdote había concluido su tarea.
Había salido sano y salvo del sanctasanctórum. Completadas sus oraciones por Israel, completados los sacrificios y las lecturas, ahora se marchaba a celebrar un banquete, como nosotros, con sus familiares.
Las lluvias tempranas habían sido buenas. Habíamos empezado a plantar.
Y a continuación del día de la Expiación se celebraba la fiesta de las chozas, cuando todos los israelitas tenían que vivir durante unos días en chozas construidas con ramas de árbol en recuerdo del viaje de Egipto a Canaán. Para los niños era una fiesta especialmente divertida.
Utilizamos las mejores ramas que encontramos en el bosque, sobre todo de los sauces lindantes con el arroyo, y vivimos en esas chozas, hombres, mujeres y niños, como si fueran nuestras casas, y cantamos los salmos.
Por fin tuvimos noticias de que Herodes Arquelao y Herodes Antipas acababan de llegar junto con todo el séquito que había ido a entrevistarse con César Augusto. Nos congregamos en la sinagoga para oír el anuncio de boca de un sacerdote joven recién llegado de Jerusalén con la misión de comunicar la noticia. Hablaba muy bien el griego.
Herodes Antipas, hijo del temido Herodes el Grande, iba a ser gobernador de Galilea y Perea; Herodes Arquelao, a quien todo el mundo odiaba, sería el etnarca de Judea, mientras que otros hijos de Herodes gobernarían lugares más alejados. El palacio de la ciudad griega de Ascalón se adjudicaba a una princesa de Herodes. El nombre Ascalón me gustó.
Cuando pregunté a José por esa ciudad, me dijo que había ciudades griegas a lo largo y ancho de Israel y Perea, e incluso en Galilea, ciudades con templos a ídolos de mármol y oro. Alrededor del mar de Galilea había diez ciudades griegas, conocidas como Decápolis.
Aquello me sorprendió. Estaba acostumbrado a Séforis y sus costumbres judías. Sí, sabía que Samaria era Samaria, y que no teníamos tratos con los samaritanos pese a que estaban muy cerca de nuestras fronteras. Pero ignoraba que hubiera ciudades paganas en la región. Ascalón. Imaginé a la princesa Salomé, la hija de Herodes, paseando por su palacio en Ascalón. Yo nunca había entrado en un palacio, pese a que sabía lo que era, tal como lo sabía respecto a un templo pagano.
– Cosas del Imperio -dijo mi tío Cleofás-. No te preocupes por que haya tantos gentiles entre nosotros. Herodes, rey de los judíos -dijo con tono de inquina-, construyó muchos templos al emperador y a esos ídolos paganos.
Ahí tienes a nuestro rey de los judíos.
José hizo un gesto para que se callara.
– Estamos en nuestro hogar -dijo-. En Israel.
– Sí -ironizó Alfeo-, pero si sales por esa puerta estás en el Imperio.
No supimos si podíamos reírnos de eso, pero Cleofás asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿dónde empieza y termina Israel? -preguntó Santiago.
– ¡Aquí! -dijo José, señalando-, ¡y allí! Y dondequiera que haya judíos observando la Ley de Moisés.
– ¿Veremos alguna vez esas ciudades griegas? -pregunté.
– Ya viste Alejandría, has visto las mejores, las más grandes -dijo Cleofás-. Alejandría sólo es superada por Roma.
Estuvimos de acuerdo.
– Recuerda esa ciudad y recuerda todo esto -prosiguió Cleofás-, pues en cada uno de nosotros está toda la historia de lo que somos. Estuvimos en Egipto, como estuvo nuestro pueblo hace mucho, y al igual que ellos regresamos a casa. Vimos combates en el Templo, como nuestros antepasados bajo el dominio de Babilonia, pero el Templo ya está restaurado. Sufrimos durante el viaje hasta aquí, como nuestro pueblo padeció en el desierto y bajo el yugo de los enemigos, pero hemos vuelto a casa.
Mi madre levantó la vista de su costura.
– Ah, entonces fue por eso -dijo, como habría hecho una niña. Se encogió de hombros, meneó la cabeza y siguió con su labor-. Antes no lo comprendía…
– ¿El qué? -preguntó Cleofás.
– Pues por qué un ángel tuvo que aparecerse a José y decirle que volviera a casa pese a toda la sangre y todos los horrores, pero tú acabas de darle un sentido, ¿no? -Miró a José.
Él sonrió, creo que porque hasta ese momento no había pensado en eso.
Los ojos de mi madre tenían un brillo infantil, la confianza del niño.
– Sí -dijo José-. Ciertamente, así parece. Ésa fue nuestra travesía del desierto.
Mi tío Simón, que estaba dormitando en su estera con la cabeza apoyada en el codo, se incorporó y dijo con voz de sueño:
– Los judíos le sacamos sentido a cualquier cosa. Sila rió.
– No -dijo mi madre-, es verdad. Es sólo cuestión de verlo. Recuerdo cuando estaba en Belén y le pregunté al Señor: «Pero ¿cómo?, ¿cómo?», y después…
Me miró y me pasó la mano por el pelo, como hacía a menudo. A mí me gustaba, pero no me acurruqué con ella. Ya era mayor para eso.
– ¿Qué pasó en Belén? -dije, olvidando por un momento la orden de José de no hacer preguntas-. Lo siento -susurré.
Mi madre se dio cuenta de todo y miró a José.
Nadie dijo una palabra.
Mi hermano Santiago estaba observándome con expresión severa.
– Tú naciste allí, ya lo sabes -dijo mi madre-, en Belén. Había mucha aglomeración aquella noche. -Hablaba mirándonos alternativamente a José y a mí-. No encontramos alojamiento en todo el pueblo (éramos Cleofás, José, Santiago y yo), y el posadero nos instaló en un establo situado en una cueva que había al lado. Fue una suerte, porque allí se estaba caliente. Fuera nevaba.
– ¡Yo quiero ver la nieve! -dije.
– La verás algún día -respondió ella.
Los demás permanecieron callados. La miré. Mi madre quería continuar, se lo noté en la cara. Y ella sabía lo mucho que yo deseaba que siguiera hablando.
– Naciste en aquel establo -añadió-. Y yo te envolví y te puse en el pesebre.
Todos rieron, la acostumbrada risa familiar.
– ¿En un pesebre?, ¿como si fuera heno para los burros? -Entonces, ¿éste es el secreto de Belén?
– Sí -respondió mi madre-, y probablemente estuviste mejor allí que cualquier otro recién nacido en Belén aquella noche. Gracias a los animales estuvimos calentitos, mientras que los huéspedes se helaban en las habitaciones de la posada.
Otra vez la risa familiar.
Recordarlo los puso a todos contentos, menos a Santiago, que estaba pesaroso, sumido en sus pensamientos. Debía de tener unos siete años cuando sucedió aquello, la edad que yo tenía ahora. ¿Cómo saber lo que él pensó? Nuestras miradas se encontraron, y algo pasó entre los dos. Él apartó la vista.
Yo quería que mi madre me contara más.
Pero se habían puesto a hablar de otras cosas, de las primeras lluvias, de las noticias de paz que venían de Judea, de las perspectivas de volver a Jerusalén en la próxima Pascua si las cosas seguían yendo bien.
Me levanté y salí. La noche era fría, pero me sentó bien después del calor de la casa. ¡El secreto de Belén no podía ser sólo eso! Tenía que haber algo más.
Resultaba difícil encajar todas las piezas, las preguntas, los momentos y las frases pronunciadas, las dudas.
Recordé aquel horrible sueño, el ser alado y las cosas malas que me había dicho. En el sueño no me habían hecho daño. Ahora sí, y cómo. ¡Ah, si hubiera podido hablar con alguien! Pero no tenía a nadie a quien contarle lo que llevaba en mi corazón, ¡y nunca lo tendría!
Oí pasos detrás de mí y al punto una mano me tocó el hombro. Oí una respiración y supe que era la vieja Sara.
– Ve dentro, Jesús hijo de José -me dijo-, hace demasiado frío para que estés aquí contemplando las estrellas.
Di media vuelta y obedecí, pero porque ella me lo decía, no porque quisiera entrar en la casa. Volvimos a la cálida reunión familiar. Esta vez me tumbé con mis tíos, el brazo por almohada, y contemplé el brasero con sus ascuas encendidas.
Los pequeños empezaron a alborotar. Mi madre fue a ocuparse de ellos y luego pidió ayuda a José.
Mis tíos fueron a acostarse a sus habitaciones respectivas. Tía Esther estaba en la otra parte de la casa con su bebé, Esther, que volvía a berrear.
La vieja Sara estaba sentada en el banco, porque era demasiado anciana para hacerlo en el suelo. Santiago me estaba mirando, y el fuego se reflejaba en sus ojos.
– ¿Qué pasa? -le pregunté-. ¿Qué quieres decirme? -pregunté quedamente.
– ¿Qué ha sido eso? -saltó Sara, al parecer oyendo algo, y se puso de pie-. ¿Ha sido el viejo Justus? -Fue a la otra habitación. No pasaba nada grave.
Sólo el viejo Justus tosiendo porque tenía la garganta tan débil que ya no podía tragar.
Santiago y yo nos quedamos a solas.
– Dime qué es -insistí.
– Los hombres dicen que vieron cosas. Cuando tú naciste vieron cosas. ¿Qué?
Santiago apartó la vista con gesto de enfado, tenso. A los doce años, un chico ya puede ponerse el yugo de la Ley. Santiago pasaba de esa edad.
– Algunos aseguraron que vieron cosas extrañas -dijo-. Pero yo sé lo que pasó, y puedo decírtelo.
Esperé.
Volvió a mirarme, ahora fijamente.
– Unos hombres fueron a la casa de Belén. Llevábamos viviendo allí algún tiempo, era un buen alojamiento.
Mi padre se ocupaba de sus asuntos, buscaba a nuestros parientes, todo eso. Y entonces, una noche se presentaron aquellos hombres. Eran hombres sabios venidos de Oriente, tal vez de Persia, hombres que interpretan las estrellas y creen en la magia, encargados de aconsejar a los reyes de Persia lo que deben hacer en función de los signos. Los acompañaban unos sirvientes.
Eran hombres ricos, vestían hermosas prendas. Preguntaron si podían verte y se arrodillaron ante ti. Te traían regalos. Y te llamaron rey.
Yo me había quedado sin habla.
– Dijeron que habían visto una estrella muy grande en el cielo -continuó- y que habían seguido esa estrella hasta la casa en que estábamos. Tú estabas en una cuna, y esos hombres dejaron sus regalos delante de ti.
No me atreví a preguntarle nada.
– En Belén, todo el mundo vio llegar a esos magos y sus sirvientes. Iban montados en camello, esos hombres. Hablaban con autoridad. Se inclinaron ante ti. Y luego se marcharon. Era el final de su viaje y estaban satisfechos.
Sabía que Santiago me estaba diciendo la verdad. De sus labios jamás brotaba mentira alguna. Y sabía que él sabía que la muerte de aquel chico en Egipto había sido causada por mí, y que yo le había devuelto la vida. Y me había visto dar vida a unos gorriones de barro, algo que yo apenas si recordaba.
Un rey. «Hijo de David, hijo de David, hijo de David.»
Las mujeres regresaron a la habitación. Y mis primos mayores llegaron de no sé dónde. Tía Salomé recogió el pan que quedaba y los restos de la cena. La vieja Sara se sentó en su sitio habitual en el banco.
– Reza para que los niños duerman toda la noche -dijo.
– No te preocupes -dijo tía Salomé-. Riba duerme con un ojo abierto y los vigila a todos.
– Esa muchacha es un primor -dijo mi madre.
– La pobre Bruria estaría muerta de no ser por esa muchacha. Riba la cuida como si fuera una niña. Pobre Bruria…
– Pobrecilla…
Y así continuaron.
Mi madre me dijo que fuera a acostarme.
Al día siguiente Santiago rehuía mi mirada. Tampoco me extrañó. El no me miraba casi nunca.
Los meses de invierno eran cada vez más fríos.
Cuando llegó el tiempo de la fiesta de las Luces, la casa se llenó de lámparas encendidas, y desde los tejados se veían grandes fogatas en todas las aldeas. En nuestras calles los hombres bailaban con antorchas tal como habrían hecho si hubieran estado en Jerusalén.
Al final del octavo día, de amanecida, en las postrimerías de la festividad, me despertaron unos gritos en el exterior. Al momento, todo el mundo estaba levantado y dándose prisa.
Sin preguntar qué pasaba, me levanté presuroso.
La primera luz del día era de un gris perfecto. ¡El Señor había enviado nieve!
Todo Nazaret estaba cubierto por un manto blanco, mientras grandes copos seguían cayendo, copos que los niños corrían a recoger como si fueran hojas, pese a que se derretían en sus manos.
José me observó con una sonrisa secreta mientras todo el mundo salía a ver la silenciosa nevada.
– ¿Rezaste para que nevara? -preguntó-. Pues ya tienes aquí la nieve.
– ¡No! -dije-. Yo no recé. ¿O sí…?
– ¡Cuidado con lo que pides en tus rezos! -susurró-. ¿Entiendes lo que digo? -Su sonrisa se ensanchó todavía más, y me llevó fuera para que tocara los copos de nieve. Su risa y su felicidad me hicieron sentir muy bien.
Pero Santiago, que estaba aparte, bajo el alero del patio, se quedó mirándome. Y luego, cuando José se alejó, se acercó sigilosamente para susurrarme al oído:
– ¡Podrías rezar para que lloviera oro del cielo!
Y se fue con los demás; casi nunca estábamos a solas.
Aquel mismo día -la fiesta de las Luces había concluido al amanecer- fui a echar un vistazo a la pequeña arboleda, el único sitio donde podía estar a solas. Había mucha nieve. Llevaba los pies calzados con sandalias gruesas y envueltos en lana, pero cuando llegué la lana ya estaba húmeda y me daba frío. No pude quedarme mucho rato bajo los árboles. Estuve allí de pie, pensando y contemplando la maravilla del manto blanco que cubría los campos y los volvía tan hermosos como una mujer vestida con sus mejores galas.
Qué limpio, qué nuevo se veía todo.
Oré. «Padre celestial, dime qué esperas de mí. Dime qué significan todas estas cosas.
Todo tiene su explicación.
¿Cuál es la explicación de todo esto?»
Cerré los ojos, y al abrirlos vi que la nieve formaba un velo sobre Nazaret.
Lentamente, el pueblo desapareció envuelto en la blancura. Pero yo sabía que estaba allí.
– Padre celestial, no volveré a rezar para que nieve; nunca rezaré para nada que no sea tu voluntad. Padre celestial, no rezaré para que éste viva o aquél muera; no, jamás para que muera nadie, y nunca, nunca intentaré siquiera que deje de llover o que llueva, o que nieve, no, mientras el significado de todo esto se me escape…
Mi oración derivó entonces hacia recuerdos fugaces.
La nieve me cayó en los ojos al levantar la cabeza para mirar las ramas de los árboles, y fue como si la nieve me estuviera besando.
Yo estaba a buen resguardo allí, a salvo, incluso de mí mismo.
A lo lejos, alguien gritó mi nombre.
Desperté de mi oración, de la quietud, de la suavidad de la nieve, y corrí colina abajo agitando los brazos, dando voces, con ganas de volver al calor de la lumbre y la familia.