Mi primer año en la Tierra Prometida llegó a su fin como había empezado: con el comienzo del año nuevo para Israel.
Herodes Arquelao y los soldados romanos llegados de Siria habían implantado paz en Judea, o al menos la suficiente para que nosotros pudiéramos atravesar los dominios de Arquelao, cruzar el valle del Jordán y remontar el terreno montañoso hasta Jerusalén para asistir a las celebraciones de la Pascua.
Yo me consideraba un niño mayor desde aquel penoso y terrible viaje camino de Nazaret. Conocía muchas palabras nuevas con las que meditar acerca de lo que había visto entonces. Y me encantó cuando llegamos a campo abierto. Me gustaron las sonrisas y las carcajadas. Y bañarme de nuevo en el río Jordán.
Muchas personas del pueblo se habían sumado a nuestra familia, venían también muchas esposas y un numeroso grupo de doncellas vigiladas por sus padres, y todos mis nuevos amigos del pueblo, la mayoría parientes míos.
Se decía que las lluvias habían sido benignas ese año, y durante un buen trecho la región se veía reverdecida.
La vieja Sara hizo el viaje con nosotros montada en un burro, y fue estupendo tenerla allí. Mi madre también iba, pero tía Esther se quedó para cuidar de los más pequeños, con ayuda de la pequeña Salomé.
Bruria, la refugiada, vino con nosotros en compañía de su esclava griega, que llevaba a su bebé en cabestrillo y se ocupaba de todos.
Debería decir que uno de los motivos por los que José decidió traer a Bruria fue la esperanza de que cuando pasáramos por su finca, ella decidiera reclamarla. Conservaba la mayor parte de los documentos, pues habían sido rescatados del incendio, y sin duda, decía José, habría por allí personas que sabían que las tierras eran de ella.
Pero Bruria no tenía deseos de reclamar nada. No quería nada. Trabajaba como ida, ayudando pero sin pedir nada para ella. Y José nos dijo, en un aparte, que no la juzgáramos ni nos portáramos mal con ella. Si Bruria quería quedarse con nosotros para siempre, adelante. También nosotros habíamos sido extranjeros cuando estábamos en Egipto.
Nadie tenía el menor inconveniente, y así lo dijo mi madre. Riba era una bendición para las mujeres, según mi tía Salomé. Era modesta como una mujer judía, además de limpia y servicial, y trabajaba a la par de los demás.
Queríamos a ambas mujeres, y cuando Bruria pasó frente a su antigua granja y vimos que le daba igual, nos entristecimos. Eran sus tierras y le pertenecían.
Con nosotros iban también los fariseos, todos en un grupo, con sus mujeres y ancianos. Y también se habían sumado otras familias de Nazaret, así como de diversas aldeas.
Nuestros parientes de Cafarnaum, los pescadores y sus esposas e hijos, se reunieron con nosotros: estaban Zebedeo, el primo de mi madre, y su mujer María Alejandra, prima también de mi madre, a la vez que primos lejanos de José, así como otros muchos, de los cuales yo sólo recordaba a algunos.
La columna de gente era interminable, todo el mundo iba charlando y entonando salmos como habíamos hecho aquel primer lejano día en Jerusalén.
Entonamos los salmos de alabanza, que son los más bonitos.
Mis antiguos temores reaparecieron al dejar atrás el Jordán y empezar la ascensión a las montañas. Necesitaba a mi madre, pero no quería que nadie lo supiera. Aquellos malos sueños los había tenido hacía mucho tiempo, pero volvieron. Dormía pegado a la vieja Sara cuando podía, y si me despertaba llorando, ella ahuyentaba mis pesadillas con su voz. Sabía que Santiago se despertaba al oírme, y no quería que él supiera lo que me pasaba. Quería ser fuerte y estar con los hombres.
No fue un viaje duro; era bonito ver cómo los pueblos incendiados volvían a la vida; la ciudad de Jericó estaba siendo reconstruida y a su alrededor los palmerales y los grandes bosques de árbol del bálsamo se veían igual de hermosos que antes. El árbol del bálsamo sólo crecía allí; su perfume se vendía a precio de oro y los romanos lo codiciaban.
Qué diferencia, este nuevo Jericó bajo un sol brillante, de aquella ciudad ardiendo en mitad de la noche y que me había hecho llorar de miedo. Por supuesto, fuimos a ver los cimientos del nuevo palacio y cómo avanzaban sus carpinteros. Mis tíos lo observaron todo, desde las pilas de mampuestos hasta el desbroce del terreno donde estarían las nuevas habitaciones de Arquelao.
Pasado Jericó llegamos al pueblo donde habíamos dejado a nuestra prima Isabel y al pequeño Juan. Mi madre estaba preocupada, y otro tanto Zebedeo y su mujer; hacía mucho que no recibíamos ninguna carta de Isabel.
Nos encontramos la casita vacía y con las ventanas cerradas. Pensé que iba a ser un golpe terrible para mi madre, pero el golpe -que sí llegó- no fue tan grave como me temía.
Parientes lejanos vinieron a decirnos que Isabel, la esposa del sacerdote Zacarías, había sufrido una caída hacía sólo un mes y que se encontraba en Betania, cerca de Jerusalén. Ya no podía hablar, nos explicaron, ni moverse demasiado. El pequeño Juan se había ido a vivir con los Esenos en el desierto.
Varios de ellos se lo habían llevado a un lugar próximo a las montañas que bordeaban el mar Muerto.
Y después de atravesar los largos y sinuosos desfiladeros, llegamos al monte de los Olivos, desde donde pudimos ver ante nosotros la Ciudad Santa, al fondo del valle de Quidrón. Allí estaban las blancas paredes del Templo, con sus adornos de oro, y las casitas que salpicaban las colinas circundantes.
Todos rompieron a llorar de alegría, dando gracias al Señor, mientras que yo volví a sentir miedo. José me izó sobre sus hombros, aunque yo ya era demasiado grande para eso. Varios niños trataron de abrirse paso hasta la primera fila. Yo no.
El miedo me tenía atenazado como una inflamación de garganta. No importaba que hiciese sol, yo no lo veía. No veía otra cosa que oscuridad. Creo que la vieja Sara se dio cuenta, porque me atrajo hacia ella. A mí me gustaba el olor de sus prendas de lana, el tacto suave de su mano.
Una vez ofrecidas las plegarias, la gente reparó en las columnatas, allí donde se veían los efectos del fuego, así como las partes que estaban siendo reconstruidas.
– Seguro que los carpinteros y albañiles están contentos -dijo Cleofás-. Ellos lo queman, nosotros lo reconstruimos.
Nos reímos porque era cierto, pero Santiago lo miró con ceño, como si no quisiera que Cleofás dijera esas cosas. Entonces habló mi tío Alfeo:
– Los carpinteros y albañiles de Jerusalén siempre están contentos. ¡Llevan trabajando en el Templo desde que nacieron, la mayoría!
– Y no terminarán nunca -dijo Cleofás-. Para qué iban a hacerlo.
Tenemos reyes con las manos manchadas de sangre, y la culpa los hace construir el Gran Templo como si eso pudiera lavar sus pecados a ojos del Señor. Bueno, que lo hagan. Que ofrezcan sacrificios, los profetas ya se han pronunciado sobre esos sacrificios…
– Dejemos de criticarlos -dijo Alfeo-. Vamos a bajar a la ciudad.
– Y los profetas lo han dicho -apuntó José con una sonrisa.
Cleofás pronunció en voz baja las palabras del profeta:
– «Sí, yo soy el Señor, y yo no cambio.»
Y continuaron hablando y hablando sobre lo grande que era el Templo, el mayor del mundo, pero yo lo oía todo a través del temor, del recuerdo de los cadáveres diseminados por doquier. Y más que nada sentía una horrible desdicha, algo que me decía que nunca iba a conocer nada más que desdicha.
Alguien me izó de nuevo, esta vez Alfeo.
Miré por fin el Templo, tratando de vencer el miedo, contemplé su majestuosidad y cómo la ciudad parecía crecer a su alrededor y aferrarse a él.
La ciudad formaba parte del Templo, no era nada sin él. No había en Jerusalén otros templos. Y es cierto que desde aquella distancia parecía glorioso y bello, tan blanco y brillante y lleno de oro.
Había otros edificios grandes. Cleofás me señaló el palacio de Herodes así como la fortaleza, justo al lado del Templo y llena de soldados. Pero estos edificios no eran nada. El Templo era Jerusalén. El sol estaba brillando, y de pronto el temor, los recuerdos y la oscuridad desaparecieron.
Mi madre deseaba ir a Betania, a escasa distancia de donde nos encontrábamos, a fin de visitar a su prima Isabel. Pero los parientes querían bajar primero a Jerusalén y buscar un alojamiento. Y eso hicimos. íbamos apretujados, hasta el punto de que a veces hacíamos un alto porque no podíamos ni movernos, pero cantábamos para animarnos unos a otros. Cuando llegamos por fin a la Ciudad Santa, nos resultó muy difícil pasar por las puertas, tanta gente había allí, y los pequeños ya estábamos muy cansados. Algunos niños lloraban y otros se habían dormido en brazos de sus madres. Yo era demasiado mayor para pedir a alguien que me aupara, de modo que no podía ver hacia dónde íbamos.
No habíamos avanzado mucho en el interior de la ciudad cuando nos llegó el rumor de que las sinagogas estaban llenas y que las casas ya no podían acoger a más peregrinos. José decidió entonces encaminarnos a Betania, donde teníamos parientes en cuyos patios podríamos acampar.
Habíamos previsto llegar antes que el grueso de la gente, para asistir a las ceremonias de purificación, pese a que ese rito ya lo habíamos practicado en el pueblo, con las cenizas y el agua viva. Sin embargo, otras muchas personas venían con la misma idea, ya que esa festividad atraía a todo el mundo.
Con semejante multitud era de esperar que se produjeran roces y discusiones, y de hecho se oían gritos a cada momento, y cuando esto sucedía, a mí me rechinaban los dientes. Aun así, no había enfrentamientos. En lo alto de los muros había soldados de guardia; procuré no mirarlos. Me dolían las piernas y estaba hambriento, pero sabía que a todos les pasaba lo mismo.
Después del largo trecho cuesta arriba desde la ciudad hasta el pueblo, estaba tan cansado que quise ahorrar mi alegría por estar cerca de Jerusalén para el día siguiente. Era la hora del crepúsculo y había gente acampada por todas partes. Mi madre y mi padre me tomaron de las manos y fuimos rápidamente a ver a Isabel.
La casa era grande, una casa rica, con buenos pavimentos, paredes pintadas y ricos cortinajes en las puertas. El joven que nos recibió tenía modales exquisitos, lo que sin duda significaba que había sido rico. Vestía de lino blanco y llevaba unas sandalias de hermosa factura. Su pelo negro y su barba brillaban de aceite perfumado. Tenía un rostro luminoso, y nos recibió con los brazos abiertos.
– Este es tu primo José -nos presentó mi madre-. Es sacerdote, y su padre Caifás también, como lo fue su propio padre. José, éste es nuestro hijo Jesús.
– Me puso una mano en el hombro-. Venimos a ver a nuestra prima Isabel de Zacarías. Nos han dicho que se encontraba mal y que se alojaba aquí. Te damos las gracias por tu hospitalidad.
– Isabel es mi prima, como vosotros también -dijo el joven con voz suave.
Tenía ojos oscuros y vivaces, y me sonrió de una manera que me hizo sentir bien-. Entrad, por favor. Os ofrecería un sitio donde dormir, pero ya veis, tenemos gente por todas partes. Ya no cabe nadie más…
– Oh, no, no venimos por eso -dijo José rápidamente-, sólo para ver a Isabel. Y para pedirte si podemos acampar fuera. Somos toda una tribu.
Venimos de Nazaret, Cafarnaum y Cana.
– Sois bienvenidos -dijo el joven, indicando que le siguiéramos-. Encontraréis a Isabel tranquila pero callada. No sé si os conocerá. No os hagáis muchas ilusiones.
Yo sabía que estábamos ensuciando la casa con el polvo del camino, pero no había nada que hacer. Había peregrinos por todas partes, tumbados en mantas en cada habitación, y gente que iba de acá para allá con vasijas, y ya había bastante polvo. Seguimos adelante.
Entramos en una habitación tan repleta como las otras, pero con grandes ventanales de celosía por donde entraba el sol de la tarde; el ambiente era agradable y cálido. Nuestro primo nos llevó hasta un rincón donde, en una cama levantada del suelo, Isabel yacía inclinada sobre unas almohadas, muy abrigada con mantas de lana blanca. Estaba mirando hacia la ventana, al parecer contemplando el paisaje.
Nuestro primo se inclinó hacia ella y le cogió el brazo.
– Esposa de Zacarías -dijo con dulzura-, unos parientes tuyos han venido a verte. Fue inútil.
Mi madre se inclinó para besarla y le habló, pero no obtuvo respuesta.
Isabel seguía mirando por la ventana. Se la veía mucho más vieja que el año anterior. Sus manos estaban tensas y retorcidas, apuntando rígidas hacia abajo. Parecía tan vieja como nuestra querida Sara, como una flor marchita a punto de desprenderse de la enredadera.
Mi madre miró a José y lloró contra su pecho, y nuestro primo José meneó la cabeza y dijo que habían hecho todo cuanto era posible.
– Ella no sufre -añadió-. Está como soñando.
Mi madre no podía dejar de llorar, de modo que salí con ella mientras José hablaba con nuestro primo sobre sus respectivos antepasados, la charla habitual de familias y matrimonios.
Una vez fuera, mi madre y yo encontramos a los tíos y la vieja Sara cómodamente reunidos en las mantas, un poco aparte del resto de los peregrinos y no lejos del pozo.
Varios parientes de la casa se nos acercaron para ofrecernos comida y bebida, y nuestro primo José venía con ellos. Vestían todos de lino, eran bien educados y nos trataron con amabilidad, más aun que si hubiéramos sido personas de su condición.
El mayor de ellos, Caifás, padre de José, nos dijo que como estábamos tan cerca de Jerusalén podíamos comer la Pascua en su casa. Que no nos preocupáramos por no estar dentro de las murallas. ¿Qué importaban unas murallas? Habíamos venido a Jerusalén y estábamos allí, y veríamos las luces de la ciudad en cuanto anocheciera.
Las mujeres salieron de la casa y nos ofrecieron mantas, pero nosotros ya teníamos las nuestras.
La vieja Sara y los tíos entraron a ver a Isabel antes de que se hiciera tarde.
Santiago fue con ellos y luego volvió.
Cuando estuvimos todos reunidos y los primos ricos se hubieron marchado a Jerusalén para cumplir con sus obligaciones en el Templo por la mañana, la vieja Sara dijo que le gustaba el joven José, que era un buen hombre.
– Son descendientes de Zadok, y eso es lo importante -dijo Cleofás-. Con eso basta.
– ¿Por qué son ricos? -pregunté.
Todos rieron.
– Son ricos gracias a las pieles de los sacrificios que les pertenecen por derecho -dijo José, muy serio-. Y proceden de familias ricas.
– Sí, ¿y qué más? -dijo Cleofás.
– La gente nunca habla bien de los ricos -dijo la vieja Sara.
– ¿Es que tienes algo bueno que decir de ellos, anciana? -replicó Cleofás.
– ¡Ah, con que se me permite hablar en la asamblea de los sabios! -respondió ella, irónica. Más risas-. Pues sí, tengo cosas que decir. ¿Quién crees que los escucharía si no fueran ricos?
– Hay muchos sacerdotes pobres -dijo Cleofás-·. Lo sabes tan bien como yo. Los sacerdotes de nuestro pueblo son pobres. Zacarías era pobre.
– No, él no era pobre -repuso Sara-. Rico tampoco, pero nunca fue pobre. De acuerdo, hay muchos que trabajan con sus manos y no tienen más remedio. Y van ante el Señor, sí. Pero ¿poner en lo más alto a quienes protegen el Templo? No, eso no. Ese sitial sólo pueden ocuparlo hombres que sean temidos por otros hombres.
– ¿Importa quiénes sean mientras cumplan con sus obligaciones, mientras no profanen el Templo, mientras tomen de nuestras manos los sacrificios? -terció Alfeo.
– No, claro que no importa -dijo Cleofás-. El viejo Herodes eligió a Joazer como sumo sacerdote porque era el que más le interesaba. Y ahora Arquelao quiere a otro distinto. ¿Cuánto tiempo hace que Israel no elige a su sumo sacerdote?
Levanté la mano como habría hecho en la escuela. Mi tío Cleofás se volvió hacia mí.
– ¿Cómo sabe la gente si los sacerdotes hacen lo que deben hacer? -pregunté.
– Todos observan su comportamiento -dijo José-. Los otros sacerdotes, los levitas, los escribas, los fariseos.
– ¡Oh, desde luego, los fariseos sobre todo! -bromeó Cleofás.
Y eso sí nos hizo reír. Queríamos mucho a nuestro rabino, el fariseo Jacimus, pero su estricta observancia de las normas se prestaba para las chanzas.
– ¿Y tú, Santiago? -dijo Cleofás-. ¿No tienes nada que preguntar?
Sombrío, Santiago estaba absorto en sus pensamientos.
– El viejo Herodes asesinó a un sumo sacerdote -dijo en voz baja, como un hombre más-. Asesinó a Aristobulos porque éste deslumbraba a su pueblo, ¿no es verdad?
Los hombres asintieron con la cabeza.
– Así es -dijo Cleofás-. Ordenó que lo ahogaran por ello, y todo el mundo lo sabía. Todo porque Aristobulos se presentaba ante el pueblo con sus vestiduras y al pueblo le gustaba.
Santiago apartó la vista.
– ¡Pero qué conversación es ésta! -dijo José-. Hemos venido a la casa del Señor para ofrecer sacrificios. Para ser purificados. Para comer la Pascua. No hablemos de estas cosas.
– Sí, tienes razón -dijo la vieja Sara-. Yo digo que José nuestro primo es un buen hombre. Y cuando despose a la hija de Anas, estará más cerca de quienes tienen el poder.
Mis tías, y Alejandra también, estuvieron de acuerdo.
Cleofás estaba asombrado.
– ¡No llevamos aquí ni dos horas y las mujeres ya sabéis que José Caifás se va a casar! ¿Cómo hacéis para enteraros de esas cosas?
– Todo el mundo lo sabe -dijo Salomé-. Si no estuvieras tan ocupado citando a los profetas, tú también te enterarías.
– Quién sabe -dijo la vieja Sara-. Quizás algún día José Caifás llegará a sumo sacerdote…
Supe por qué decía eso. Pese a su juventud, José tenía un aire especial, en su manera de moverse y hablar, una facilidad de trato con todos, una gentileza peculiar. Al recibirnos se había preocupado por nosotros pese a que no éramos ricos, y detrás de sus expresivos ojos negros había un alma fuerte.
Pero ahora mis tías estaban discutiendo sobre ese punto con más ardor que los hombres, que les decían a ellas que se callaran, que no sabían nada de nada, y que eso era avanzar mucho las cosas, pero todos sabían que Arquelao podía cambiar al sumo sacerdote cuando le viniera en gana.
– ¿Te has vuelto profeta, Sara, y por eso sabes que ese hombre será sumo sacerdote? -la pinchó Cleofás.
– Quizá -dijo ella-. Sé que sería un buen sumo sacerdote. Es inteligente y devoto. Es pariente nuestro. Es… es un hombre que me llega al corazón.
– Pues dale tiempo -dijo Cleofás-. Y que nuestros primos que nos han acogido aquí sean bendecidos por su generosidad. ¿Qué opinas tú, José? -añadió.
José, que se mantenía callado, sonrió, fingió estar reflexionando profundamente, y luego dijo:
– José Caifás es un hombre alto. Muy alto. Y camina muy erguido, y tiene unas manos largas que parecen pájaros volando pausadamente. Y se casa con la hija de Anas, nuestro primo, que es primo de la casa de Boethus. Sí, yo creo que será sumo sacerdote.
Todos reímos. Incluso la vieja Sara.
El miedo me había abandonado, pero yo aún no lo sabía. La cena estuvo muy apetitosa.
La familia de Caifás nos sirvió un buen potaje de lentejas con muchas especias, una pasta de deliciosas aceitunas en aceite y abundantes dátiles confitados, que nosotros casi nunca comíamos en casa. Y, como siempre, había pasteles de higos secos, pero éstos estaban muy ricos. El pan era ligero y recién sacado del horno.
La esposa de Caifás, madre de José Caifás, se ocupó personalmente de que nos sirvieran vino; sus velos eran muy decorosos y le cubrían todo el cabello, dejando visible sólo una pequeña parte de la cara. La luz de las teas nos permitió verla en el umbral. Ella saludó con el brazo y volvió a entrar en la casa.
Hablamos del Templo, de nuestra purificación y de la festividad en sí: las hierbas amargas, el pan sin levadura, el cordero asado y las oraciones que pronunciaríamos. Los hombres lo explicaban de manera que los chicos pudieran entenderlo, pero otro tanto habían hecho los rabinos en la escuela, de modo que ya sabíamos lo que pasaría y lo que debíamos hacer.
Estábamos ansiosos porque el año anterior, entre los disturbios y el miedo, no habíamos podido cumplir con el ritual. Ahora queríamos aparecer ante el Señor tal como la Ley de Moisés lo exigía.
Debo decir que Santiago ya casi había terminado la escuela. Ahora tenía trece años y ante el Señor era ya un hombre. Silas y Leví eran mayores que él y ya no asistían a la escuela. Ambos habían tenido problemas con los estudios.
El rabino no quería que se fueran pero ellos le habían suplicado, aduciendo que tenían mucho trabajo en casa. Así, mientras los demás repasábamos las normas de la festividad, ellos se alegraron de saltarse las clases.
Mientras nos acabábamos la cena, varios chicos de los campamentos vinieron a buscarnos. Eran simpáticos, pero yo estaba pensando en mi primo Juan hijo de Zacarías, que se había ido a vivir con los Esenos. Me preguntaba si se sentiría bien allí. Estaba en pleno desierto, decían. ¿Cada cuánto vería a su madre? ¿Reconocería ella a su propio hijo? Pero ¿por qué pensar en estas cosas? Vinieron a mi mente aquellas palabras sobre que su nacimiento había sido anunciado. Mi madre también había acudido a los Esenos cuando supo que yo iba a nacer. Ardía en deseos de ver a Juan, pero ¿cuándo iba a tener esa posibilidad?
Los Esenos no asistían a las festividades. Vivían una existencia muy apartada y eran más estrictos aún que los fariseos. Los Esenos soñaban con un Templo renovado. Una vez vi a un grupo de Esenos en Séforis, todos con sus prendas blancas. Estaban convencidos de que ellos eran el verdadero Israel.
Al final, aunque tenía ganas de jugar, dejé a los chicos y traté de localizar a José. Estaba anocheciendo y allá abajo la ciudad empezaba a llenarse de luz.
Las luces del Templo eran brillantes y hermosas, pero yo no podía buscar en todo el pueblo y los campamentos, y ni siquiera di con Cleofás.
Solo, José estaba contemplando la ciudad, escuchando la música y el batir de címbalos que procedían de algún lugar cercano. Daba sorbos a un vasito de vino.
Se lo pregunté a bocajarro:
– ¿Volveremos a ver algún día al primo Juan?
– Quién sabe. Los Esenos están al otro lado del mar Muerto, al pie de las montañas.
– ¿Tú crees que son buena gente?
– Son hijos de Abraham como el resto de nosotros -dijo-. Se puede ser peores cosas que Eseno. -Hizo una pausa y continuó-: Eso pasa con nosotros los judíos. Ya sabes que en nuestro pueblo hay hombres que no creen en la resurrección del último día. Y luego están los fariseos. Los Esenos creen con toda su alma y se esfuerzan al máximo para agradar al Señor. Asentí con la cabeza.
A mí me constaba que todos los del pueblo querían ir al Templo, y que observar las festividades era importante para ellos. Pero no lo dije, porque me pareció que en sus palabras había verdad. No tenía más preguntas que hacer.
Me consumía la tristeza. Mi madre quería a su prima. Recordé verlas abrazadas al despedirse la última vez que habíamos estado juntos. Y que yo había sentido mucha curiosidad por mi primo. Despedía tal sensación de… de seriedad, sí, ésa es la palabra, seriedad. Eso fue lo que me atrajo de él.
Los otros chicos del campamento eran muy simpáticos y los hijos de los sacerdotes hablaban bien y decían cosas buenas, pero yo no tenía ganas de estar con ellos. Dejé a José. Yo tenía prohibido preguntarle las cosas que me pesaban en el corazón. Prohibido.
Me tumbé en la estera e intenté dormir pese a que en el cielo apenas empezaban a aparecer las primeras estrellas.
Alrededor, los hombres discutían sin parar, unos decían que el sumo sacerdote no era el mejor, que Herodes Arquelao se había equivocado en su elección, mientras otros sostenían que el sumo sacerdote era aceptable y que nos convenía tener paz, no más revueltas.
Sus voces airadas me asustaron.
Me levanté, dejé allí la estera y eché a andar alejándome del campamento por la ladera. Me sentó bien estar bajo las estrellas.
Había otros campamentos pero más pequeños; cubrían las pendientes y sus fogatas iluminaban poco, mientras en lo alto la luna brillaba hermosa sobre la región. Las estrellas desparramadas por el firmamento formaban sus bonitos dibujos.
La hierba olía muy bien y no hacía demasiado frío. Me pregunté si Juan estaría viendo ahora esas mismas estrellas en el desierto.
Entonces se acercó Santiago llorando.
– ¿Qué te pasa? -pregunté incorporándome. Le cogí la mano. Nunca había visto así a mi hermano mayor.
– Necesito decírtelo… -empezó-. Lo siento. Perdona todas las cosas malas que te he dicho. Perdona por… haber sido malo contigo.
– ¿Malo? Santiago, pero ¿qué estás diciendo?
– Nadie podía oírnos ni vernos.
– No puedo ir mañana al Templo con esto dentro de mí, sabiendo que te he tratado tan mal.
Fui a abrazarle, pero él se apartó.
– Santiago -dije-, ¡tú nunca me has hecho daño!
– No tenía ningún derecho a contarte lo de los magos que fueron a Belén.
– Pero yo quería que me lo contaras -repuse-. Quería saber lo que pasó cuando nací. Necesito saberlo, Santiago. ¿No quieres contármelo todo?
– No te lo conté para complacerte. ¡Lo hice sólo para fastidiarte!
Sabía que eso era verdad. La dura verdad. Una más de las duras verdades que Santiago solía decir.
– Pero me dijiste lo que yo quería saber -repliqué-. Eso estuvo bien. Yo lo quería.
Santiago negó con la cabeza. Sus lágrimas no cesaban. Era el sonido de un adulto llorando.
– Santiago, te apenas por nada, en serio. Yo te quiero, hermano, no sufras por esto.
– Tengo que decirte otra cosa -susurró, como si hablar en susurros fuera necesario, aunque no lo era: estábamos lejos de los demás-. Te he odiado desde que naciste -dijo-. Te odiaba ya antes de que nacieras. ¡Sólo por existir!
La cara se me encendió. Me palpé el cuerpo. Jamás había oído a nadie decir semejante cosa. Tardé un momento en reaccionar:
– No me importa.
Santiago guardó silencio.
– No lo sabía -continué-. Mejor dicho, creo que lo sabía pero también sabía que se te pasaría. En cualquier caso, nunca pensé en ello.
– Mira cómo hablas -dijo con voz triste.
– ¿Cómo?
– Sabes mucho para la edad que tienes -respondió, él que era tan alto a sus trece años, todo un hombre-. Te ha cambiado la cara desde que salimos de Egipto. Entonces tenías cara de niño y tus ojos eran iguales a los de tu madre.
Supe lo que quería decir. Mi madre siempre tenía cara de niña. Lo que no sabía era que yo hubiera cambiado. ¿Qué podía responderle?
– Siento haberte odiado -dijo-. Lo siento de veras. Deseo quererte y serte leal.
– Yo también te quiero, hermano -dije.
Silencio.
Santiago se enjugó las lágrimas.
– ¿Puedo abrazarte? -pregunté. Asintió con la cabeza. Al hacerlo, noté que él estaba temblando. Era evidente que se sentía muy mal.
Me aparté despacio.
– Santiago -dije-, ¿por qué me odiabas?
– Demasiados motivos -respondió meneando la cabeza-. No puedo contártelo todo. Algún día lo sabrás.
– No, Santiago, dímelo ahora. Necesito saberlo. Te lo suplico.
Tardó en responder.
– No soy yo quien debe decirte lo que ocurrió.
– ¿Quién, entonces? Santiago, dime por qué me odiabas. Dime al menos eso. ¿Qué fue?
Me miró y tuve la impresión de que su cara reflejaba mucho odio. Tal vez sólo era infelicidad. Sus ojos, en la oscuridad, llameaban.
– Te diré por qué debo quererte -dijo-. Los ángeles bajaron cuando tú naciste. ¡Sólo por eso tengo que quererte! -Se echó a llorar otra vez.
– ¿Te refieres al ángel que se apareció a mi madre?
– No. -Negó con la cabeza y esbozó una sonrisa opaca, amarga-. Los ángeles descendieron la noche misma de tu nacimiento. Ya sabes lo que pasó, te lo han contado. Estábamos en aquella posada, en Belén, compartiendo el establo y el heno con las bestias. Era el único sitio disponible y esa noche había mucha gente allí. Tu madre soportó los dolores en un rincón del establo, sin gritar ni nada. Tía Salomé la ayudó cuando llegó el momento, y cuando te sostuvieron en alto para que mi padre te viera, también yo te vi. Llorabas, pero sólo como lloran los recién nacidos porque no saben hablar. Y te envolvieron como se envuelve a un bebé para que no se mueva ni se haga daño, en pañales, y te acostaron en el blando heno de un pesebre. Tu madre yació en brazos de tía Salomé y entonces sí rompió a llorar, y fue horrible oírla.»Mi padre se acercó a ella. Estaba muy arropada y le habían retirado los trapos del parto. Mi padre la abrazó. "¿Por qué aquí? -dijo ella-. ¿Hemos hecho algo malo? ¿Es esto un castigo? ¿Por qué en este establo? No es justo." Eso fue lo que le preguntó. Pero él no sabía qué contestar. ¿Entiendes ahora? Un ángel se había aparecido a ella para anunciarle tu nacimiento, y acababa de ocurrir en un establo.
– Entiendo -dije.
– Fue horrible oírla llorar -repitió-, y mi padre no sabía cómo consolarla. Pero entonces se abrió la puerta y entró una ráfaga de aire helado. Todo el mundo se acurrucó y protestó para que cerraran la puerta. Eran unos hombres y un muchacho que portaba un farol. Hombres vestidos con pieles de oveja, los pies bien envueltos para protegerse del frío invernal, y con sus cayados. Todo el mundo vio que eran pastores.»Ya sabes que un pastor nunca abandona su rebaño, menos aún en mitad de la noche y nevando, pero allí estaban ellos, y sus expresiones bastaron para que todos se incorporaran de su lecho de heno y se los quedaran mirando, yo incluido. ¡Era como si el fuego de la lámpara ardiera en sus rostros! ¡Yo nunca había visto caras como aquéllas!»Fueron directos al pesebre donde yacías y te miraron. Luego se postraron de rodillas, tocando el suelo con la cabeza y alzando las manos. "Gloria al Señor en las alturas, y paz en la tierra entre los hombres, paz y buena voluntad", exclamaron. A todo esto, tu madre y mi padre no decían nada, sólo los miraban, como todos. Entonces los pastores se pusieron de pie y empezaron a explicar que un ángel se les había aparecido mientras vigilaban sus rebaños en la nieve. Nadie podría haberles impedido contarlo, y todos los que estábamos en el establo formamos corro a su alrededor. Uno de ellos dijo que el ángel había dicho: "No temáis pues os traigo nuevas que son motivo de gran alegría; hoy ha nacido un Salvador en la ciudad de David: ¡Cristo, el Señor!" Santiago calló de repente. Todo él se había transformado. Ya no parecía enfadado ni había lágrimas en sus ojos. Su rostro estaba más sereno y distendido.
– Cristo, el Señor -dijo.
No sonrió, pero había vuelto a Belén, a aquel momento. Su voz sonó grave y llena de aplomo.
– Christos Kyrios -dijo en griego. El y yo hablábamos casi siempre en griego. Continuó en esa lengua-: Aquellos hombres estaban gozosos, llenos de júbilo y convicción. Nadie podría haber dudado de ellos. Y nadie dudó. -Se interrumpió, como dejándose llevar completamente por los recuerdos de aquella noche.
Me quedé sin habla.
Así que eso era lo que me ocultaban. Sí, y yo sabía por qué. Pero, ahora que lo sabía, necesitaba saber el resto. Tenía que saber qué había dicho el ángel a mi madre. El porqué y el cómo tenía yo poder para dar y quitar la vida, para hacer que nevara o dejara de llover, si es que se trataba de eso, y qué actitud tomar. No podía esperar más tiempo. Tenía que saberlo en ese momento.
Y me colmó de miedo pensar en lo que había dicho Cleofás, que yo iba a ser quien daría las respuestas.
Eran demasiadas cosas para mi cabeza. Demasiadas incluso para concretar las preguntas que quedaban por responder.
Y Santiago, mi hermano, parecía empequeñecerse más y más mientras lo tenía delante de mí. Lo veía cada vez más frágil y distante. Por un momento tuve la sensación de no formar parte de aquel lugar, la hierba, la cuesta, la ladera frente a Jerusalén, la música que llegaba hasta nuestros oídos, las risas distantes, y sin embargo todo era muy hermoso para mí, y también Santiago, el hermano a quien tanto quería; lo quería y le comprendía, a él como a su congoja, con todo mi corazón.
Santiago habló otra vez, moviendo los ojos como si estuviera viendo lo que describía.
– Aquellos pastores dijeron que el cielo se había llenado de ángeles. Una hueste de ángeles en el firmamento. Y mientras lo decían, alzaron sus brazos al cielo como si viesen a los ángeles. Y éstos habían cantado «Gloria al Señor en las alturas, y en la tierra paz y buena voluntad». -Inclinó la cabeza. Había dejado de llorar, pero parecía agotado y triste-. Imagínate -continuó en griego-. El cielo entero. Y los pastores habían visto eso y habían ido a Belén en busca del niño nacido en un pesebre, como los ángeles les habían pedido que hicieran.
Esperé.
– ¿Cómo he podido odiarte por eso? -se preguntó él.
– Sólo eras un niño, un niño un poco más pequeño que yo ahora -dije.
Santiago meneó la cabeza.
– No me ofrezcas tu bondad -dijo casi inaudiblemente. El seguía con la cabeza gacha-. No la merezco. Me he portado mal contigo.
– Pero eres mi hermano mayor.
Se levantó la túnica para enjugarse las lágrimas.
– No -dijo-. Yo te odiaba. Y eso es pecado.
– ¿Adonde fueron aquellos hombres, los pastores? -pregunté-. ¿Dónde están ahora? ¿Quiénes son?
– Lo ignoro. Se marcharon. Contaron a todo el mundo la misma historia. No sé adonde fueron. No volví a verlos. Imagino que volverían con sus rebaños. Tenían que hacerlo. -Me miró. El claro de luna me permitió ver que se había serenado otra vez-. Después de aquello, tu madre estaba radiante. Había sido una señal. Se puso a dormir muy pegada a ti. ¿Y José?
– Llámale padre.
– ¿Y padre?
– Como siempre, escuchando sin decir nada. Cuando los que estaban en el establo le preguntaron su opinión, él no respondió. Todos se acercaban a ti y se ponían de rodillas. Rezaban y luego volvían a su rincón y su manta. Al día siguiente buscamos un nuevo alojamiento. En Belén todos se enteraron de lo ocurrido. Empezó a llegar gente preguntando por ti, incluso viejos apoyados en bastones. Pero José dijo que no nos quedaríamos mucho tiempo, sólo el suficiente para que te circuncidaran y para ofrecer un sacrificio en el Templo. ¿Sabes?, los magos de Oriente se presentaron en aquella posada porque iban a ver a Heredes…
Calló en seco.
– ¿Los magos fueron a ver a Heredes? -pregunté-. ¿Y qué ocurrió?
Pero Santiago no podía decir más porque José se acercaba lentamente por la cuesta. Lo reconocí en la oscuridad por su manera de andar. Se detuvo a cierta distancia.
– Ya habéis estado fuera mucho rato -dijo-. Volved. No quiero que os alejéis tanto del campamento.
Nos esperó.
– Te quiero, hermano mío -dije en hebreo.
– Te quiero, hermano mío -respondió Santiago-, No volveré a odiarte nunca. Jamás te tendré envidia. La envidia es algo horrible, un pecado horrible. Te querré siempre.
José echó a andar delante de nosotros.
– Te quiero, hermano -repitió Santiago-, seas quien seas.
«Seas quien seas… Cristo, el Señor… Ojalá los magos no se lo hayan contado a Herodes.»
Me rodeó con el brazo y yo hice lo propio.
Mientras bajábamos, comprendí que no podría decirle a José que Santiago me había contado todas esas cosas. José nunca lo hubiera permitido. El estilo de José era no hablar de nada. El estilo de José era vivir día a día. ¡Pero yo necesitaba conocer el resto de la historia! Si mi hermano me había odiado todos aquellos años, si el rabino me paraba a la puerta de la escuela para preguntar quién era yo, ¡yo tenía que saberlo! ¿Eran estos extraños acontecimientos la razón de nuestra marcha a Egipto? No, no podía ser sólo eso. Aunque todo Belén hubiera hablado de lo sucedido, nosotros podríamos haber ido a cualquier otro lugar. Podríamos haber vuelto a Nazaret, pero ¿y el ángel que se apareció a mi madre?
Teníamos parientes allí, en Betania. Y no todos eran sacerdotes importantes y ricos. Por ejemplo, aquí estaba Isabel. Pero, un momento, ¡los hombres de Herodes habían matado a Zacarías! ¿Tal vez a causa de todas estas historias? ¡Por un recién nacido que era «Cristo, el Señor»! Ah, ojalá hubiera podido recordar más cosas de lo que Isabel nos había dicho aquel día terrible, después de que los bandidos saquearan el pueblo, acerca de la muerte de Zacarías en el Templo. ¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que conociera todos los detalles?
Aquella noche, mientras estaba acostado, cerré los ojos y oré. Todas las palabras de los profetas pasaron por mi cabeza. Yo sabía que los reyes de Israel habían sido ungidos por el Señor, pero no habían sido anunciados por ningún ángel. Claro, ninguno de ellos era hijo de una mujer que nunca había yacido con un hombre.
Al final, no pude seguir pensando. El esfuerzo me agotaba. Contemplé las estrellas e intenté ver a las huestes cantando en el cielo. Recé para que se me aparecieran los ángeles como a cualquier otro ser humano.
Una gran dulzura me sobrevino entonces, una paz de espíritu. «El mundo entero, la tierra, es el Templo del Señor -pensé-. Toda la creación forma su Templo. Y lo que hemos construido en esa colina de allá es sólo un pequeño lugar, un lugar que nos sirve para mostrar que amamos al Señor que todo lo creó. Padre celestial, ayúdame.» Cuando por fin me dormí, en sueños escuché un potente cántico. Luego, al despertar, por un momento no supe dónde me hallaba; aquel sueño fue como un velo de oro que alguien apartara de mí.
Me sentía muy bien. El día apenas despuntaba. Las estrellas aún estaban allí.