El camino de Séforis, salpicado de otros pueblos más pequeños, estaba repleto de gente ya desde Nazaret. Inclinamos la cabeza al pasar por delante de las cruces, aunque ya no había ningún cuerpo en ellas. Se había derramado sangre en la región y estábamos apenados. Vimos casas reducidas a cenizas, también árboles quemados, y gente que mendigaba diciendo que lo habían perdido todo por culpa de los bandidos o los soldados.
Nos detuvimos repetidas veces para que José les diera monedas de la bolsa familiar. Mi madre les dedicaba palabras de consuelo.
Los dientes me castañeteaban y mi madre pensó que tenía frío, pero no era eso, sino la visión de las casas incendiadas de Séforis, a pesar de que buena parte de la ciudad estaba intacta y que la gente compraba y vendía tranquilamente en el mercado.
Mis tías vendieron el lino bordado de oro que habían traído de Egipto con ese único propósito, y obtuvieron más de lo que esperaban; lo mismo pasó con los brazaletes y las tazas. La bolsa del dinero abultaba cada vez más.
Nos acercamos a los que lloraban a sus muertos entre vigas quemadas y cenizas, o a aquellos que preguntaban: «¿Habéis visto a éste, habéis visto a aquél?» Dimos un poco de dinero a las viudas. Y durante un rato lloramos, quiero decir, la pequeña Salomé y yo, y también las mujeres. Los hombres habían seguido adelante.
Era el centro mismo de la ciudad lo que había ardido, según nos contaron; el palacio de Herodes, el arsenal, y también las casas próximas a éste donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Ya había hombres despejando el terreno para empezar la reconstrucción.
Se veían soldados del rey Herodes por todas partes, alertas y vigilantes, pero los que estaban de duelo no se fijaban en ellos. Era un espectáculo muy humano: el llanto, el trabajo, el luto, la actividad del mercado… Los dientes ya no me castañeteaban. El cielo estaba de un azul intenso y el aire era frío pero limpio.
En una casa cercana vi unos cuantos soldados romanos que parecían dispuestos a marcharse de la ciudad cuanto antes. Deambulaban delante de las puertas con aire impaciente. El sol se reflejaba en sus cascos.
– Oh, sí, parecen inofensivos -dijo una mujer que vio que yo los miraba.
Tenía los ojos enrojecidos y la ropa cubierta de ceniza y polvo-. Pero el otro día hicieron una matanza aquí, y a cambio de dinero permitieron que los mercaderes de esclavos cayeran sobre nosotros y encadenaran a nuestros seres queridos. Se llevaron a mi hijo, mi único hijo varón, ¡y ahora no volveré a verlo! Pero ¿qué había hecho él, aparte de ir por la calle en busca de su hermana? A ella también se la llevaron, pese a que únicamente trataba de llegar a la casa de su suegra. ¡Son unos malvados!
Al escuchar esta historia, Bruria rompió a llorar por su hijo. Al final fue con su esclava hasta una pared donde la gente dejaba mensajes para sus desaparecidos. Pero Bruria confiaba muy poco en tener noticias suyas.
– Ten cuidado con lo que escribes ahí -la advirtió mi tía Salomé. Las otras mujeres asintieron con la cabeza.
De las ruinas salían hombres pidiendo gente para trabajar:
– ¿Vais a quedaros aquí lloriqueando todo el día? ¡Os pago por ayudarme a retirar los escombros de mi casa! Y otro:
– Necesito gente para transportar cubos de tierra. ¿Quién se ofrece? -Enseñó unas monedas que destellaron al sol.
La gente maldecía al tiempo que lloraba. Maldecía al rey, a los bandidos, a los romanos. Unos fueron a trabajar y otros no.
Abriéndose paso entre la multitud aparecieron nuestros hombres, con una carreta nueva llena de tablones de madera y sacos de clavos, e incluso tejas, motivo de discusión entre ellos. Cleofás dijo que eran una buena compra, y bastante baratas, mientras que José dijo que con el adobe el tejado ya estaba bien. Alfeo estuvo de acuerdo con este último y añadió que la casa era demasiado grande para tejarla toda.
– Además, visto todo este afán de construir, por aquí se van a acabar las tejas enseguida.
Unos hombres los abordaron ofreciéndoles trabajo.
– ¿Sois carpinteros? Os pago el doble de lo que os ofrezca cualquiera.
Vamos, ¿qué decís? Podéis empezar a trabajar ahora mismo.
José negó con la cabeza.
– Acabamos de llegar de Alejandría. Sólo hacemos trabajos especializados…
– ¡Pues es lo que yo necesito! -dijo un hombre orondo y bien vestido-. He de terminar una casa entera para mi señor. Se ha quemado todo. No queda otra cosa que los cimientos.
– Tenemos trabajo de sobra en nuestro pueblo -explicó José, mientras intentábamos seguir nuestro camino.
Los hombres nos rodearon, querían comprarnos la madera de la carreta y utilizarnos como cuadrilla. José les prometió que volveríamos tan pronto nos fuera posible. El mayordomo del hombre rico se llamaba Jannaeus.
– Me acordaré de vosotros -dijo-: los egipcios.
Nos reímos del comentario y, finalmente, pudimos salir de allí y encaminarnos de regreso a la paz del campo. Pero así fue como acabaron conociéndonos, como «los egipcios».
Volví la cabeza y vi a lo lejos todo aquel trajín humano bajo el sol de poniente. Tío Cleofás me dijo:
– ¿Alguna vez te has fijado en un hormiguero?
– Sí.
– ¿Y has pisado alguno?
– No, pero vi cómo otro niño pisaba uno.
– ¿Qué hicieron las hormigas? Correr como locas de un lado al otro, ¿verdad? Pero no abandonaron el hormiguero, y luego lo reconstruyeron. Es lo que pasa con esta guerra, sea pequeña o grande. La gente sigue con su vida.
Se levanta y sigue adelante porque necesita comer y un techo, y vuelve a empezar ocurra lo que ocurra. Y un día los soldados pueden apresarte y venderte como esclavo, y al siguiente ni siquiera se fijan en ti cuando pasas, porque alguien ha dicho que todo terminó.
– ¿Por qué te haces el sabio con mi hijo? -lo pinchó José.
Caminábamos a paso lento detrás de la carreta.
– Si no me hubiese pescado una mujer -respondió Cleofás, riendo-, yo habría sido profeta.
Toda la familia rió a carcajadas, incluso yo. Su mujer, mi tía, dijo:
– Habla mejor que canta. Y si hay un salmo en que salga una hormiga, no dejará de cantarlo.
Mi tío se puso a cantar y su esposa gruñó, pero enseguida le hicimos coro.
Nosotros no conocíamos ningún salmo donde saliera una hormiga.
Cuando Cleofás se hartó de cantar, dijo:
– Debería haber sido profeta.
José rió.
– Pues empieza ahora -dijo mi tía-, dinos si va a llover antes de que lleguemos a casa.
Cleofás me agarró del hombro y me miró a los ojos:
– Tú eres el único que siempre me escucha. Te diré una cosa: ¡a los profetas no les hacen caso en su propia tierra!
– En Egipto yo tampoco te hacía caso -rió su mujer.
Después de que todos, incluido Cleofás, nos hubiéramos reído de esto, mi madre dijo:
– Yo sí te hago caso, hermano. Siempre.
– Es cierto, hermana -reconoció él-. Y no te importa cuando le enseño a tu hijo un par de cosas, porque él no tiene abuelos en este mundo, y yo de joven fui casi escriba.
– ¿Casi fuiste escriba? -pregunté-. No tenía ni idea.
José me llamó la atención agitando un dedo y meneó exageradamente la cabeza: «No es verdad.»
– ¿Qué sabrás tú de eso, hermano? -saltó Cleofás, divertido-. Cuando llevamos a María a Jerusalén para entregarla a la casa donde tejían los velos, yo estudié varios meses en el Templo. Estudié con los fariseos, con los más eruditos. Me sentaba a sus pies. -Me dio unos golpecitos en el hombro para cerciorarse de que le escuchaba-. Hay muchos maestros en las columnatas del Templo. Los mejores de Jerusalén y, bueno, sí, también algunos no tan buenos.
– Y unos cuantos alumnos «no tan buenos» -apostilló Alfeo.
– ¡Ah, lo que habría podido ser yo si no me hubiera ido a Egipto! -se lamentó Cleofás.
– Pero ¿por qué fuiste? -pregunté.
Me miró y se produjo un silencio. Seguimos andando, callados.
– Fui -respondió al cabo con una afable sonrisa- porque mi familia iba: tú, mi hermana, su marido y los hermanos de él…
Esa no era una verdadera respuesta a mi pregunta.
Oí tronar largo y grave.
Inmediatamente apretamos el paso, pero nos pilló una llovizna y hubimos de desviarnos del camino para guarecernos bajo unos árboles. El suelo estaba cubierto de hojarasca.
– Muy bien, profeta -dijo mi tía María-, ahora haz que pare la lluvia para que podamos continuar.
Todos reímos, pero José comentó:
– Un santo sí puede hacer que llueva o deje de llover. Hablo en serio. En Galilea hubo un hombre santo, Joni el trazador de círculos, de los tiempos de mi bisabuelo, que era capaz de conseguirlo.
– Sí, pero diles a los niños lo que le pasó -intervino mi tía Salomé-. Te dejas la mejor parte.
– ¿Qué le pasó a Joni? -preguntó Santiago.
– Los judíos lo lapidaron en el Templo -dijo Cleofás encogiéndose de hombros-. ¡No les gustó su oración! -Se echó a reír. Y siguió riendo a carcajadas, como si cada vez le pareciera más divertido.
Pero yo no fui capaz de reírme.
La lluvia arreció, las ramas ya no nos protegían y empezábamos a mojarnos.
Se me ocurrió una cosa, un pensamiento tan diminuto que lo imaginé no más grande que mi dedo meñique. «Quiero que pare esta lluvia.» Simple de mí, pensar estas cosas. Hice inventario de todo lo sucedido -los gorriones, Eleazar…-y luego miré hacia arriba.
Había dejado de llover.
Me quedé pasmado contemplando las nubes, incapaz de hacer nada, de respirar siquiera.
Todo el mundo se alegró mucho. Salimos de nuevo al camino y continuamos hacia Nazaret.
No le dije nada a nadie, pero estaba preocupado, muy preocupado. Sabía que nunca podría contarle a nadie lo que acababa de hacer.
Al llegar, Nazaret me pareció muy bonito, la pequeña calle y las casas blanqueadas y las enredaderas que crecían en nuestros enrejados pese al frío.
Me pareció incluso que la higuera había echado todavía más hojas en estos últimos días.
Y allí estaba Sara, esperándonos. El pequeño Santiago le estaba leyendo al viejo Justus. Y los más pequeños se encontraban jugando en el patio o corriendo por las habitaciones.
Toda la tristeza y la pena de Séforis había quedado atrás.
Lo mismo que la lluvia.