VIII. EL MOVIMIENTO LIBERTAD

El Movimiento Libertad se fraguó en el estudio de un pintor. Quienes habíamos organizado los Encuentros por la Libertad nos reunimos a fines de septiembre de 1987, convocados por Freddy Cooper, donde Fernando de Szyszlo. Entre cuadros a medio bosquejar y máscaras y mantos de plumas prehispánicos, cambiamos ideas sobre el futuro. El éxito de la lucha contra el intento de Alan García de nacionalizar los bancos nos había llenado de entusiasmo y de esperanza. El Perú estaba, pues, cambiando. ¿Debíamos volver a nuestras ocupaciones, diciéndonos tarea cumplida, o valía la pena dar permanencia a esa naciente organización, con miras a las elecciones?

La docena de amigos allí reunidos convinimos en continuar la actividad política. Crearíamos algo más amplio y flexible que un partido: un movimiento que reuniera a los independientes movilizados contra la estatización y echara raíces en sectores populares, sobre todo entre los comerciantes y empresarios informales. Ellos eran un ejemplo de que, pese al triunfo de la ideología estatista en las élites del país, había en el pueblo peruano un instinto emprendedor. Al mismo tiempo que intentaba organizar a esos sectores, el Movimiento Libertad elaboraría un programa radical y modernizaría la cultura política del Perú, enfrentando al colectivismo socialista y al mercantilismo una propuesta liberal.

De las metas que nos fijamos en aquella conversación de muchas horas bajo el maleficio de los cuadros de Szyszlo, la que logramos a cabalidad fue el programa. El plan de gobierno que preparó el equipo presidido por Luis Bustamante Belaunde fue lo que concebimos esa mañana: un programa realista para acabar con los privilegios, el rentismo, el proteccionismo, los monopolios, el estatismo, abrir el Perú al mundo y crear una sociedad en la que todos tendrían acceso al mercado y vivirían protegidos por la ley. Este plan, lleno de ideas, animado por la decisión de aprovechar todas las oportunidades de nuestro tiempo para que los peruanos pobres y pobrísimos pudieran alcanzar una vida decente, es una de las cosas que me enorgullece de esos tres años. La manera como trabajaron Lucho Bustamante, Raúl Salazar (quien, aunque pertenecía al sode y no a Libertad, fue jefe del equipo económico del Frente) y las decenas de hombres y mujeres que dedicaron muchos días, con ellos, a esbozar un país nuevo, resultó para mí un formidable estímulo. Cada vez que asistía a las reuniones del gabinete de Plan de Gobierno, o de las comisiones especializadas, aun las más técnicas -como las de la reforma minera, aduanera, portuaria, administrativa o judicial-, la política dejaba de ser esa actividad frenética, inane y a menudo sórdida, que ocupaba la mayor parte de mi tiempo, y se volvía quehacer intelectual, trabajo técnico, cotejo de ideas, imaginación, idealismo, generosidad.

De todos los grupos sociales que intentamos atraer a Libertad, con el que más éxito tuvimos fue aquel del que salieron esos ingenieros, arquitectos, abogados, médicos, empresarios, economistas, que integraron las comisiones de Plan de Gobierno. En su gran mayoría, no habían hecho antes política y no tenían intención de hacerla en el futuro. Amaban su profesión y sólo querían poder ejercerla con éxito, en un Perú distinto del que veían deshacerse. Reticentes al principio, llegamos a convencerlos de que sólo con su concurso podíamos hacer de la política peruana algo más limpio y eficaz.

Entre aquella reunión en el estudio de Szyszlo y el 15 de marzo de 1988 en que inauguramos el local del Movimiento Libertad, en Magdalena del Mar, mediaron cinco meses de afanes para captar adhesiones. Trabajamos mucho, pero a tientas. En el grupo inicial ninguno tenía experiencia como activista ni dotes de organizador. Y yo, menos que mis amigos. Haberme pasado la vida en un escritorio, fantaseando historias, no era la mejor preparación para fundar un movimiento político. Y mi brazo derecho en esta tarea, Miguel Cruchaga, amigo leal y queridísimo, primer secretario general de Libertad, que había vivido recluido en su estudio de arquitecto y era más bien huraño, tampoco estuvo en condiciones de suplir del todo mi ineficiencia. Pero no por falta de entrega: él fue el primero, en gesto que cabe llamar heroico, en abandonar su profesión para dedicarse a tiempo completo al Movimiento. Así lo harían después otros, arreglándoselas como podían o malviviendo con las ayudas que Libertad alcanzaba a darles.

De las plazas públicas, en esos meses finales de 1987 y primeros del verano de 1988, pasamos a casas particulares. Amigos o simpatizantes invitaban a muchachas y muchachos de la vecindad y Miguel Cruchaga y yo les hablábamos, respondíamos a sus preguntas y provocábamos discusiones que se prolongaban hasta tarde en la noche. Una de aquellas reuniones tuvo lugar en casa de Gladys y Carlos Urbina, grandes animadores de Movilización. Y otra, donde Bertha Vega Alvear, quien, con un grupo de mujeres, crearía poco después Acción Solidaria.

Fue otra de nuestras metas recuperar -resucitar- a aquellos intelectuales, periodistas o políticos que, en el pasado, habían defendido tesis liberales, polemizando contra socialistas y populistas, oponiendo la teoría del mercado libre a la marea de paternalismo y proteccionismo que sumergió al Perú. Para eso organizamos las Jornadas por la Libertad. Duraban de nueve de la mañana a nueve de la noche. Había exposiciones destinadas a mostrar, con cifras, cómo las nacionalizaciones habían empobrecido al país, aumentado la discriminación y la injusticia, y cómo el intervencionismo, además de destruir la industria, perjudicaba a los consumidores y favorecía a mafias a las que el sistema de cuotas y dólares preferenciales enriquecía sin que tuvieran que competir ni servir al público. A explicar la economía informal como una respuesta de los pobres a la discriminación de que eran objeto por parte de una legalidad cara y selectiva, a la que sólo accedían quienes tenían dinero o influencia política. Y a defender a esos vendedores ambulantes, artesanos, comerciantes y empresarios informales, de origen modesto, que habían demostrado en muchos campos -el del transporte y la vivienda, sobre todo- más eficiencia que el Estado y, a veces, que los propios empresarios formales.

En las Jornadas, la crítica al socialismo y al capitalismo mercantilista quería mostrar la identidad profunda de estos dos sistemas a los que emparentaba el rol predominante que en ambos tenía el Estado, planificador de la actividad económica y dispensador de privilegios. Tema recurrente era la necesidad de reformar ese Estado

– fortaleciéndolo, adelgazándolo, tecnificándolo y moralizándolo- como requisito para el desarrollo.

También había siempre alguna exposición sobre aquellos países del Tercer Mundo a los que políticas de mercado, fomento a la exportación y a la empresa privada habían traído un rápido crecimiento, como los cuatro dragones asiáticos -Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur- o como Chile. En todos estos países, las reformas económicas estaban en flagrante contradicción con la acción represiva de sus gobiernos y en las Jornadas nos esforzábamos por mostrar que esto no era aceptable ni necesario. La libertad había que entenderla como indivisible, en lo político y en lo económico. El Movimiento Libertad debía ganar para estas ideas un mandato electoral que nos permitiera materializarlas en un régimen civil y democrático. Una gran reforma liberal era posible en democracia, a condición de que una mayoría votara por ella. Por eso era imprescindible ser transparentes, explicando lo que queríamos hacer y su precio.

Celebramos la primera Jornada en el hotel Crillón, en Lima, el 6 de febrero de 1988; la segunda, el 18, en la hacienda San José, en Chincha, dedicada a temas agrarios; en Arequipa, el 26; una Jornada de la Juventud, en Lima, el 5 de marzo; el 12, una Jornada en el pueblo joven de Huáscar, sobre la economía informal, y el 14 una Jornada de la Mujer, en la que participó por primera vez una abogada que se convertiría en una dirigente muy popular (aunque fugaz) del Movimiento: Beatriz Merino.

En las Jornadas conseguimos centenares de adhesiones, pero lo importante de ellas ocurrió en el campo de las ideas. Para muchos asistentes era inusitado que una organización política hablara en el Perú sin complejos a favor del mercado, defendiera al capitalismo como más eficiente y justo que el socialismo y como el único sistema capaz de preservar las libertades, viera en la empresa privada el motor del desarrollo y reivindicara una «cultura del éxito» en vez de aquella del resentimiento y la dádiva estatal que propugnaban -con retórica distinta- marxistas y conservadores. Como en casi toda América Latina, en el Perú la palabra capitalismo había pasado a ser tabú, salvo para denostarla. (Recibí encarecidas recomendaciones de populistas y pepecistas de que no la usara en mis discursos.)

Los asistentes a las Jornadas se dividían en grupos de estudio y discusión, y, luego de las exposiciones, teníamos una asamblea general. Al final Miguel Cruchaga, que diseñó el formato de las Jornadas, me presentaba con una efervescente invocación y cerrábamos el acto cantando aquella canción de la plaza San Martín que se convirtió en santo y seña del Movimiento Libertad.

La distinción entre «movimiento» y «partido» que nos había ocupado mucho rato en el estudio de Szyszlo, resultó demasiado sutil para nuestras costumbres políticas. Pese a su nombre, Libertad funcionó desde un principio como algo indiferenciable de un partido. La inmensa mayoría de los afiliados lo entendió así y no hubo manera de disuadirla. Surgieron situaciones risueñas, resultado de hábitos enraizados por culpa del tradicional clientelismo. Como la sola idea del carné se asociaba a este sistema, que tanto los gobiernos de Acción Popular como del apra habían puesto en práctica, privilegiando para los puestos y favores públicos a los propios afiliados (que podían mostrar el carné), decidimos que el Movimiento no tuviera carnés. La inscripción se haría en una simple hoja de papel. Fue imposible aclimatar esta idea en los sectores populares, donde los libertarios se sentían en inferioridad de condiciones frente a los apristas, comunistas y socialistas, que podían lucir carnés llenos de sellos y banderitas. La presión para dar carnés que recibimos en el Comité Ejecutivo por parte de Juventud, Movilización, Acción Solidaria y de los comités provinciales y distritales fue indoblegable. Explicamos que queríamos ser diferentes a otros partidos y evitar que, el día de mañana, en el gobierno, el carné de Libertad sirviera de contraseña para el abuso, pero no sirvió de nada. De pronto, descubrí en los barrios y pueblos que nuestros comités habían empezado a dar carnés, a cual más cargado de colorines, firmas y hasta con mi cara impresa. Las consideraciones principistas se estrellaban contra este argumento de los activistas: «Si no se les da un carné, no se inscriben.» Así, al final de la campaña no había un carné del Movimiento Libertad, sino todo un muestrario confeccionado a gusto y capricho de las bases.

El filósofo Francisco Miró Quesada, que me visitaba de tanto en tanto o me escribía largas cartas para hacerme sugerencias políticas, fue durante una época dirigente de Acción Popular. Sus experiencias lo habían llevado a la conclusión de que era quimérico darle a un partido político en el Perú una estructura democrática. «De izquierda o de derecha, nuestros partidos se llenan de rufianes», suspiraba. El Movimiento Libertad no se llenó de rufianes, pues, afortunadamente, aquellas personas a las que sorprendimos haciendo picardías -con el dinero, siempre-, y debimos apartar, fueron apenas un puñado, en una masa que, poco antes de la primera vuelta, superaba los cien mil inscritos. Pero no llegó a ser la institución moderna, popular y democrática que imaginé. Desde un principio contrajo los vicios de los otros partidos: caudillismo, capillas, caciquismo. Había grupos que se apoderaban de los comités y se enquistaban en ellos, sin permitir la participación de nadie más. O los paralizaban pugnas internas por rivalidades nimias, lo que ahuyentaba a gente valiosa, que no quería perder su tiempo en intrigas de campanario.

Hubo departamentos, como Arequipa, en que el grupo organizador, mujeres y hombres jóvenes y cohesionados, llegó a crear una infraestructura eficiente, de la que saldrían libertarios como Óscar Urbiola, que resultaría luego un diputado de lujo. O como Ica, donde gracias al prestigio y decencia del agricultor Alfredo Elías, Libertad atrajo a gente valiosa. Y algo parecido sucedió en Piura, por el empeño idealista de José Tejero. Pero en otros, como La Libertad, el grupo inicial se resquebrajó en dos y luego tres facciones rivales que guerrearon entre sí a lo largo de dos años por dominar el Comité Departamental, lo que les impidió crecer. Y hubo algunos, como Puno, donde cometimos el error de confiar la organización a personas sin aptitud ni solvencia moral. No olvidaré la impresión que me hizo advertir, en una visita a las comunidades del altiplano, que nuestro secretario departamental puneño trataba a los campesinos con la prepotencia de los antiguos gamonales.

Que en algunos lugares Libertad contara con dirigentes tan poco aparentes tiene una explicación (no una justificación). De provincias nos llegaban adhesiones, grupos o personas que se ofrecían a echar los cimientos del Movimiento y, en nuestra impaciencia por cubrir todo el país, aceptábamos las ofertas sin cribarlas, acertando a veces y otras errando de manera garrafal. Eso hubiera debido corregirse con recorridos sistemáticos de los dirigentes por el interior para hacer aquel trabajo oscuro, misionero, muchas veces aburrido, del activista, indispensable para edificar una buena organización política. No lo hicimos en nuestro primer año de existencia, y a ello se debió que en muchos lugares el Movimiento Libertad naciera torcido. Después, resultó difícil enderezarlo. Advertí lo que iba a ocurrir pero no supe ponerle remedio. Mis exhortaciones en el Comité Ejecutivo y en la Comisión Política, para que los dirigentes salieran a provincias fueron poco efectivas. Viajaban conmigo, para los mítines, pero esas visitas veloces no servían a la organización. Las razones por las que se resistían no era tanto el terrorismo, como las infinitas penalidades que, debido al deterioro nacional, significaba cualquier viaje. Yo les decía a mis amigos que su vocación sedentaria tendría consecuencias lamentables. Y así fue. Con algunas excepciones, la organización del Movimiento Libertad en el interior resultó poco representativa. También en nuestros comités reinó y tronó esa figura inmortal: el cacique.

Conocí a muchos en esos tres años y, costeños, serranos o selváticos, parecían cortados por el mismo sastre. Eran, o habían sido, o irremediablemente serían senadores, diputados, alcaldes, prefectos, subprefectos. Su energía, habilidades, maquiavelismos e imaginación estaban concentrados en una sola meta: adquirir, retener o recuperar una partícula de poder por los medios lícitos o ilícitos a su alcance. Todos practicaban la filosofía moral que sintetiza este precepto: «Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error.» Todos tenían una pequeña corte o séquito de parientes, amigos y validos a los que presentaban como dirigentes populares -de los maestros, de los campesinos, de los trabajadores, de los técnicos-, e instalaban en los comités que presidían. Todos habían cambiado de ideología y de partido como de camisa, y todos habían sido o serían en algún momento apristas, populistas y comunistas (las tres principales fuerzas distribuidoras de prebendas en la historia del Perú). Estaban siempre allí, esperándome, en los caminos, en las estaciones, en los aeropuertos, con ramos de flores y bandas de música y bolsas de mistura, y los suyos eran los primeros brazos que me estrechaban al llegar a cualquier parte con el mismo amor con que habían abrazado al general Velasco, a Belaunde, a Barrantes, a Alan García, y siempre se las arreglaban para estar a mi lado en las tribunas, micrófono en mano, haciendo de presentadores y ofreciendo los mítines, y para salir conmigo en los periódicos y en la televisión. Eran siempre ellos los que, luego de las manifestaciones, intentaban cargarme en hombros -ridícula costumbre imitada de los toreros de la que me defendí, alguna vez, a puntapiés-, y los patrocinadores de los infalibles agasajos, ágapes, cenas, almuerzos, pachamancas, que aderezaban con floridos discursos. Eran las más de las veces abogados, pero también dueños de garajes o compañías de transporte, o ex policías o ex militares, y hasta juraría que tenían una apariencia semejante, con sus trajes entallados, sus bigotitos parlamentarios y su verba azucarada y tronitronante lista a verterse a chorros en cualquier ocasión.

Recuerdo a uno de ellos, emblema de la especie, en Tumbes. Calvito, risueño, diente de oro, cincuentón, se me presentó en la primera visita política que hice a aquel departamento, en diciembre de 1987. Bajó de un humeante automóvil, rodeado de media docena de personas, a las que me presentó así: «Los pioneros tumbesinos del Movimiento Libertad, señor doctor. Y yo el timonel, para servirle.» Averigüé después que había sido, antes, timonel del apra, y, luego, de Acción Popular, partido del que desertó para servir a la dictadura militar. Y después de pasar por nuestras filas se dio maña para ser dirigente de la Unión Cívica Independiente, de Francisco Díez Canseco, y por fin, de nuestro aliado, el sode, que lo propuso para una candidatura regional del Frente Democrático.

Lidiar con los caciques, tolerar a los caciques, servirme de los caciques, fue algo que nunca supe hacer. El disgusto que me producían, ellos, que representaban a nivel provinciano, todo lo que hubiera querido que no fuera la política en el Perú, sin duda me lo leían en la cara. Pero ello no impidió que en muchas provincias los comités del Movimiento Libertad cayeran en manos de caciques. ¿Cómo cambiar algo tan visceralmente incorporado a nuestra idiosincrasia?

La organización en Lima funcionó mejor. El primer secretario departamental, Víctor Guevara, apoyado por un equipo en el que brillaba un joven que acababa de terminar arquitectura, Pedro Guevara, hizo un intenso trabajo, reuniendo a los afiliados de cada barrio, constituyendo los primeros núcleos con la mejor gente y preparando las elecciones. Cuando Rafael Rey reemplazó a Víctor Guevara teníamos en la capital más de cincuenta mil afiliados distribuidos por todos los distritos. La implantación era mucho mayor en los barrios de ingresos alto y medio que en los populares, pero en los meses siguientes conseguimos penetrar también en éstos de modo significativo.

Guardo una imagen muy viva de nuestro primer intento en los pueblos jóvenes. Un grupo de vecinos de Huáscar, uno de los sectores más pobres de San Juan de Lurigancho, escribió a Miguel Cruchaga pidiendo informes sobre el Movimiento, y les propusimos organizar donde vivían una Jornada por la Libertad. Fuimos, un sábado de marzo de 1988. Cuando llegamos a la cocina popular, en el confín de un pedregal, no había nadie. Fueron apareciendo, de a pocos, medio centenar de personas: mujeres descalzas, niños de pecho, curiosos, un borrachito que vitoreaba al apra, perros que se metían entre las piernas de los expositores. Y allí estaban, también, María Prisca, Octavio Mendoza y Juvencio Rojas, que unas semanas después formarían el primer comité de Libertad en el Perú. Felipe Ortiz de Zevallos explicó cómo desburocratizando el Estado y simplificando el oneroso sistema legal existente, los comerciantes y artesanos informales podrían trabajar en la legalidad, la que sería un derecho accesible a todos, y el impulso que ello daría al bienestar popular. Habíamos llevado también a un próspero empresario, que comenzó de informal, al igual que muchos de los asistentes, a fin de que éstos, que conocían tanto de fracasos, vieran que también era posible el éxito.

Había ido con nosotros, a San Juan de Lurigancho, un grupo de mujeres que desde los días de la campaña contra la estatización trabajaba con entusiasmo indómito por Libertad. Habían hecho pintas y banderas, llevado y traído gente a las plazas, recogido firmas, y en esos días barrían pisos, fregaban paredes y clavaban puertas y ventanas para que la casa que acabábamos de alquilar en la avenida Javier Prado estuviera en condiciones para la inauguración, el 15 de marzo. Ese local, sede del Movimiento, funcionaría sobre todo gracias a mujeres como ellas, las voluntarias -Cecilia, María Rosa, Anita, Teche…-, que permanecían allí mañana, tarde y noche, registrando adhesiones, manejando la computadora, escribiendo cartas, atendiendo la secretaría, ocupándose de las compras, del aseo, de la complicada maquinaria que es un local político.

Seis de ellas, encabezadas por María Teresa Belaunde, decidieron, en esos días finales del verano de 1988, trabajar en los pueblos jóvenes y asentamientos humanos de la periferia de Lima. En ese inmenso cinturón urbano donde llegan los emigrados de los Andes -campesinos que huyen de la sequía, del hambre, del terror- puede leerse, por el material de las construcciones -ladrillos, maderas, latas y esteras-, como en capas geológicas, la antigüedad de las migraciones que son el mejor barómetro del centralismo y del fracaso económico nacional. Allí se encuentran los pobres y los miserables que suman dos tercios de la población de Lima. Y allí se viven los problemas más descarnados: la falta de viviendas, de agua y desagüe, de trabajo, de asistencia médica, de alimentación, de transporte, de educación, de orden público, de seguridad. Pero ese mundo, lleno de sufrimiento y violencia, arde también de energía, de ingenio y voluntad de superación: allí había nacido ese capitalismo popular, la economía informal, que, si tomaba conciencia política de lo que representaba, podía convertirse en el motor de una revolución liberal.

Así nació Acción Solidaria, que presidió Patricia a lo largo de toda la campaña. Fueron al principio sólo seis mujeres y, dos años y medio más tarde, eran trescientas y, en todo el Perú, unas quinientas, pues el ejemplo de las libertarias de la capital se extendió a Arequipa, Trujillo, Cajamarca, Piura y otras ciudades. La suya no era una tarea de beneficencia sino una militancia política que traducía en hechos la filosofía según la cual había que dar a los pobres los medios para salir de la pobreza por sí mismos. Acción Solidaria ayudó a organizar talleres, negocios, empresas, dio cursos de capacitación artesanal y técnica, gestionó créditos para obras públicas elegidas por los vecinos y prestó asesoría administrativa y técnica mientras se ejecutaban. Gracias a su esfuerzo surgieron decenas de comercios, artesanías y pequeñas industrias en los distritos más necesitados de Lima, así como incontables clubs de madres y guarderías infantiles. Y se construyeron escuelas, postas médicas, se abrieron calles y avenidas, se instalaron pozos de agua y hasta se llevó a cabo una irrigación en la comunidad campesina de Jicamarca. Todo sin apoyo oficial alguno y, más bien, con la hostilidad desembozada de ese Estado convertido en sucursal del partido aprista.

Visitar los talleres de cocina, mecánica, costura, tejido, trabajo del cuero, las clases de alfabetización, de enfermería, comercio o planificación familiar, y las obras en construcción de Acción Solidaria, era para mí una emulsión de entusiasmo. Esas visitas me devolvían la seguridad de haber hecho bien metiéndome en política.

Hablo de las mujeres de Acción Solidaria, porque fueron mujeres en su mayoría las que animaron esa rama del Movimiento, pero muchos hombres colaboraron con ellas, como el doctor José Draxl, quien coordinó los cursillos de salud, el ingeniero Carlos Hará, responsable de las obras de desarrollo comunal, y el infatigable Pedro Guevara, quien asumió el trabajo en las zonas más deprimidas como un apostolado religioso. A muchas libertarias, Acción Solidaria les cambió la vida. Porque pocas habían tenido, antes de inscribirse en el Movimiento, la vocación y la práctica de servicio social de la principal dirigente, María Teresa Belaunde. En su gran mayoría eran amas de casa, de familias de medianos o altos ingresos, que hasta entonces habían vivido una existencia más bien vacía, e incluso frívola, ciegas y sordas ante el volcán en ebullición que es el Perú de la miseria. Codearse diariamente con quienes vivían en la ignorancia, la enfermedad, el desempleo y sometidos a múltiples violencias, asumir un compromiso que era tanto ético como social, les abrió los ojos sobre el drama peruano e hizo nacer en muchas de ellas la resolución de actuar. Incluyo entre ellas a mi propia mujer. Yo vi a Patricia transformarse, trabajando en Acción Solidaria y en lo que sería su mejor fruto, el pas (Programa de Apoyo Social), ambicioso proyecto para contrapesar los efectos del saneamiento de la economía en los sectores más pobres. Pese a odiar tanto la política, Patricia llegó a apasionarse con ese quehacer en los pueblos jóvenes, en los que pasó muchas horas de esos tres años, preparándose para ayudarme en la tarea de gobernar nuestro país.

Las mujeres de Acción Solidaria no tenían vocación política, pero yo esperaba que algunas asumieran más tarde responsabilidades públicas. Descubrir la rapidez con que llegaron a compenetrarse con la problemática de la marginalidad y a convertirse en promotoras sociales -sin ellas el Movimiento jamás hubiera echado raíces en los pueblos jóvenes-, era un contraste saludable con los tráficos de los caciques o las intrigas en el Frente. Cuando, a comienzos de 1990, elaboramos las listas parlamentarias, utilizando la facultad que me habían dado en el primer congreso de Libertad, intenté convencer a dos de las más dedicadas animadoras de Acción Solidaria, Diana de Belmont y Nany de Balarín, que fueran nuestras candidatas a una diputación por Lima. Pero ambas se negaron a cambiar por un escaño en el Congreso su trabajo en el Cono Sur.

Desde los días de la plaza San Martín había surgido el asunto del dinero. Organizar mítines, abrir locales, hacer giras, montar una infraestructura nacional y mantener una campaña de tres años cuesta mucho dinero. Tradicionalmente, en el Perú, las campañas electorales sirven también para que, a su sombra, parte del dinero reunido termine en los bolsillos de los pícaros, que abundan en todos los partidos, y, en muchos casos, los frecuentan con ese fin. No hay leyes que regulen la financiación de los partidos ni de las campañas y, cuando las hay, son letra muerta. En el Perú esas leyes no existen. Individuos y empresas dan dinero, discretamente, a los candidatos -no es raro que a varios a la vez, según su cota en las encuestas- como una inversión a futuro, para asegurarse las prebendas del mercantilismo: permisos de importación, exoneraciones, concesiones, monopolios, comisiones, todo ese entramado discriminatorio con que funciona una economía intervenida. El empresario o industrial que no colabora sabe que el día de mañana estará en desventaja con sus competidores.

Todo esto, como los negociados al amparo del poder por quienes ocupan la presidencia, los ministerios y cargos importantes en la administración, es algo tan generalizado que la opinión pública ha llegado a resignarse a ello como a algo fatídico: ¿tiene sentido protestar contra el movimiento de los astros o la ley de la gravedad? Corrupción, tráficos, aprovechar un puesto público para enriquecerse, es congénito a la política peruana desde tiempo inmemorial. Y durante el gobierno de Alan García esto batió todas las marcas.

Yo me había prometido acabar con ese epifenómeno del subdesarrollo peruano. Porque sin la moralización del poder la democracia no sobreviviría en el Perú o seguiría siendo una caricatura. Y por una razón más personal: los pillos y la pillería asociada a la política me dan náuseas. Es una debilidad humana con la que no soy tolerante. Robar desde el gobierno en un país pobre, donde la democracia está en pañales, siempre me ha parecido un agravante del delito. Nada desprestigia y trabaja tanto por el desplome de la democracia como la corrupción. Algo en mí se subleva desmedidamente frente a esa utilización delictuosa del poder obtenido con los votos de gente ingenua y esperanzada, para enriquecerse y enriquecer a los compinches. También por eso mi oposición a Alan García fue tan dura: porque con él en el poder la pillería se generalizó en el Perú a extremos de vértigo.

Este asunto me despertaba a veces en las noches, angustiado. ¿Cómo impedir, si era presidente, que también en mi gobierno los ladrones hicieran de las suyas? Lo conversé con Patricia, con Miguel Cruchaga y otros amigos de Libertad innumerables veces. Acabar con el intervencionismo estatal en la economía reduciría los chanchullos, desde luego. Ya no serían ministros o directores de ministerios los que decidirían, con decretos, el éxito o el fracaso de los empresarios, sino los consumidores. Ya no serían los funcionarios quienes fijarían el valor de las divisas, sino el mercado. Ya no habría cuotas para importar y exportar. La privatización recortaría a funcionarios y gobernantes las posibilidades de pillar y malversar. Pero hasta que existiera una genuina economía de mercado las ocasiones para el negociado serían múltiples. Y, aun después, el poder siempre daría a sus detentadores ocasión de vender algo y aprovechar en beneficio propio la información privilegiada de quien gobierna. Un Poder Judicial eficiente e incorruptible es el mejor freno contra esos excesos. Pero nuestra justicia estaba también roída por la venalidad, sobre todo en esos últimos años en que el sueldo de los jueces se había reducido a una miseria. Y el presidente García, en previsión de lo que podía depararle el futuro, había infiltrado el Poder Judicial de gentes adictas. Había que prepararse en este campo a una guerra sin cuartel. Pero ganarla sería más difícil, porque el enemigo estaba, también, agazapado entre los partidarios.

Decidí no saber quiénes hacían donaciones y cotizaban para Libertad y el Frente Democrático ni a cuánto ascendían las sumas donadas, para no tener más tarde, si era presidente, que sentirme inconscientemente predispuesto en favor de los donantes. Y establecí que sólo una persona estaría autorizada a recibir la ayuda económica: Felipe Thorndike Beltrán. Pipo Thorndike, ingeniero petrolero, empresario y agricultor, había sido una de las víctimas de la dictadura del general Velasco, la que le había expropiado sus bienes. Debió expatriarse. En el extranjero rehízo sus negocios y su fortuna y en 1980, con una terquedad tan grande como el amor a su tierra, volvió al Perú con su dinero y su voluntad de trabajar. Yo tenía confianza en su honradez, que sabía tan grande como su generosidad -él fue otro de los que, desde los días de la plaza San Martín, se dedicó a trabajar a tiempo completo a mi lado-, y por eso le confié tan absorbente e ingrata tarea. Y constituí un comité de personas de probidad indiscutible para que supervigilara los gastos de la campaña: Miguel Cruchaga, Luis Miró Quesada, Fernando de Szyszlo y Miguel Vega Alvear, a los que asistió, algunas veces, la secretaria de administración Rocío Cillóniz. [12] Prohibí a todos ellos que me dieran información alguna sobre lo que se recibía y se gastaba y les fijé, únicamente, esta regla: no aceptar dinero de gobiernos extranjeros ni de compañías (los donativos debían hacerse a título personal). Esta disposición se cumplió al pie de la letra. Muy rara vez fui consultado o informado sobre este tema. (Una excepción fue aquel día en que Pipo no pudo dejar de contarme que el jefe de Plan de Gobierno del Frente, Luis Bustamante Belaunde, le había transferido los cuarenta mil dólares que unos empresarios le hicieron llegar para ayudarlo en su campaña de candidato a una senaduría.) Las pocas veces que, en una entrevista, alguien me mencionó la posibilidad de una ayuda, lo interrumpí explicándole que los circuitos financieros de Libertad y del Frente no pasaban por mi casa.

Entre la primera y la segunda vuelta, una de las tretas que urdió el gobierno para desprestigiarnos consistió en hacer designar, por la mayoría del Congreso, una comisión que citara a los candidatos a fin de que revelaran a cuánto ascendían sus gastos de campaña y sus fuentes de financiamiento. Recuerdo las miradas escépticas de los senadores de aquella comisión cuando les expliqué que no podía decirles cuánto llevábamos gastado en la campaña porque no lo sabía y las razones por las que no había querido saberlo. Terminada la segunda vuelta y pese a no existir ley que nos obligara a ello, a través de Felipe Thorndike y del jefe de campaña del Frente, Freddy Cooper, informamos a aquella comisión de nuestros gastos. Y así me enteré yo también de que habíamos recibido y gastado en esos tres años el equivalente de unos cuatro millones y medio de dólares (tres cuartas partes de ellos en avisos televisivos). La cifra, modesta para otras campañas latinoamericanas -si se piensa en Venezuela o Brasil-, es desde luego elevada para el Perú. Pero ella está lejos de las sumas astronómicas que, según los adversarios, dilapidábamos. (Un diputado de Izquierda Unida que pasaba por honesto, Agustín Haya de la Torre, afirmó un día en La República, sin que le temblara un pelo del bigote: «El Frente lleva ya gastados más de cuarenta millones de dólares.»)

Celebramos el primer congreso del Movimiento Libertad en el colegio San Agustín de Lima, entre el 14 y el 16 de abril de 1989. Lo organizó una comisión presidida por uno de mis amigos más leales, Luis Miró Quesada Garland, quien, pese a su invencible repugnancia por la política, trabajó conmigo día y noche durante tres años de una manera abnegada. Lo elegimos a él presidente de honor del certamen, al que acudieron delegados de todo el Perú. En las semanas previas hubo elecciones internas para elegir a los congresistas y los distritos y barrios de Lima participaron en forma entusiasta. A la inauguración, la noche del 14, llegaron los comités distritales con orquestas y bandas de música y la alegría de los jóvenes transformó la ceremonia en una fiesta. En lugar de decir el discurso, me pareció que la ocasión -aquella mañana habíamos instalado el Frente Democrático con Belaunde y con Bedoya, en el Instituto Perú, y el SODE se había incorporado a la alianza- exigía que lo escribiera y lo leyera.

Escribí sólo tres discursos, fuera de éste, pero improvisé y dije centenares. Durante las giras por el interior y por los barrios de Lima hablaba varias veces, mañana y tarde, y en las últimas semanas el ritmo era de tres o cuatro mítines al día. Para mantener la garganta en condiciones, Bedoya me aconsejó mascar clavos de olor, y el médico que me acompañaba -había dos o tres, que se turnaban, con un pequeño equipo de emergencia para caso de atentado- me embutía siempre algunas pastillas o me pasaba el vaporizador. Procuraba permanecer mudo entre los mítines, para dar tiempo a que la garganta se desirritara. Pero aun así fue imposible evitar a veces la ronquera o los gallos. (En la selva, una tarde, llegué a la localidad de La Rioja casi sin voz. Apenas empecé a hablar, desde el balcón del municipio, se levantó un terral que acabó de estropearme las cuerdas vocales. Para poder terminar el discurso tenía que golpearme el pecho, como Tarzán.)

Hablar en plazas públicas era algo que no había hecho nunca, antes de la plaza San Martín. Y es algo para lo cual haber dado clases y conferencias no sirve o, más bien, perjudica. En el Perú la oratoria se ha quedado en la etapa romántica. El político sube al estrado a seducir, adormecer, arrullar. Su música importa más que sus ideas, sus gestos más que los conceptos. La forma hace y deshace el contenido de sus palabras. El buen orador puede no decir absolutamente nada, pero debe decirlo bien. Que suene y luzca es lo que importa. La lógica, el orden racional, la coherencia, la conciencia crítica de lo que está diciendo son un estorbo para lograr aquel efecto, que se consigue sobre todo con imágenes y metáforas impresionistas, latiguillos, figuras y desplantes. El buen orador político latinoamericano está más cerca de un torero o de un cantante de rock que de un conferencista o un profesor: su comunicación con el público pasa por el instinto, la emoción, el sentimiento, antes que por la inteligencia.

Michel Leiris comparó el arte de escribir con una tauromaquia, bella alegoría para expresar el riesgo que debería estar dispuesto a correr el poeta o el prosista a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Pero la imagen conviene todavía mejor al político que, desde lo alto de unas tablas, un balcón o el atrio de una iglesia, encara a una multitud enfervorizada. Lo que tiene al frente es algo tan rotundo como un toro de lidia, temible y al mismo tiempo tan ingenuo y manejable que puede ser llevado y traído por él si sabe mover con destreza el trapo rojo de la entonación y el ademán.

La noche de la plaza San Martín, me sorprendió descubrir lo frágil que es la atención de una multitud y su psicología elemental, la facilidad con que puede pasar de la risa a la cólera, conmoverse, enardecerse, lagrimear, al unísono con el orador. Y lo difícil que es llegar a la razón de quienes asisten a un mitin antes que a sus pasiones. Si el lenguaje del político consta en todas partes de lugares comunes, mucho más donde una costumbre secular lo mudó en arte encantatorio.

Hice cuanto pude para no perseverar en aquella costumbre y traté de usar los estrados para promover ideas y divulgar el programa del Frente, evitando la demagogia y el cliché. Pensaba que esas plazas eran el sitio ideal para dejar sentado que votar por mí era hacerlo por unas reformas concretas, a fin de que no hubiera malentendidos sobre lo que pretendía hacer ni sobre los sacrificios que costaría.

Pero no tuve mucho éxito en ninguna de las dos cosas. Porque los peruanos no votaron por ideas en las elecciones y porque, a pesar de mis prevenciones, muchas veces noté -sobre todo cuando la fatiga me vencía- que, de pronto, resbalaba también por el latiguillo o el exabrupto para arrancar el aplauso. En los dos meses de campaña para la segunda vuelta intenté resumir nuestra propuesta en unas cuantas ideas, que repetí, una y otra vez, de la manera más simple y directa, envueltas en una imaginería popular. Pero las encuestas semanales mostraban cada vez que la decisión de voto la tomaba la inmensa mayoría en función de las personas y de oscuros impulsos, nunca en función de los programas.

De todos los discursos que pronuncié recuerdo, como los mejores, dos que pude preparar en el jardín hospitalario de Maggie y Carlos, sin guardaespaldas, periodistas ni teléfonos: el del lanzamiento de mi candidatura, en la plaza de Armas de Arequipa, el 4 de junio de 1989, y el del cierre de campaña, en el paseo de la República, en Lima, el 4 de abril, el más personal de todos. Y, acaso, la breve alocución, el 10 de junio, ante la apenada multitud que acudió a las puertas de Libertad cuando se conoció nuestra derrota.

En el congreso del Movimiento hubo discursos, pero también un debate ideológico que no sé si interesó a todos los delegados tanto como a mí. ¿Iba el Movimiento Libertad a postular una economía de mercado o una economía social de mercado? Defendió la primera tesis Enrique Ghersi y la segunda Luis Bustamante Belaunde, en un intercambio que provocó muchas intervenciones. La discusión no era un prurito semántico. Tras la simpatía o antipatía por el adjetivo social se traslucía la heterogénea composición del Movimiento. En él no sólo se habían inscrito liberales; también conservadores, social cristianos, social demócratas y un buen número -la mayoría, tal vez- sin postura ideológica, con una abstracta adhesión a la democracia o una definición negativa: no eran apristas ni comunistas y veían en nosotros una alternativa a aquello que detestaban o temían.

El grupo más compacto e identificado con el liberalismo era -parecía ser en ese momento, después las cosas cambiarían- una promoción de jóvenes, entre los veinte y los treinta años, que habían hecho sus primeras armas periodísticas en La Prensa, luego de que el diario fue desestatizado por Belaunde en 1980, bajo la docencia de dos periodistas que, de tiempo atrás, defendían el mercado libre y combatían el estatismo: Arturo Salazar Larraín y Enrique Chirinos Soto (ambos se habían inscrito en Libertad). Pero estos jóvenes, entre los que se contaba mi hijo Álvaro, habían ido bastante más lejos que sus maestros. Decían ser entusiastas seguidores de Milton Friedman, de Ludwig von Mises o de Friedrich Hayek y el radicalismo de alguno -Federico Salazar- lindaba con el anarquismo (y a veces con la payasada). Varios habían trabajado o trabajaban todavía en el Instituto Libertad y Democracia, de Hernando de Soto, y dos, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini, eran coautores con aquél de El otro sendero, libro que había prologado yo, [13] y en el que se demostraba, con apoyo de una exhaustiva investigación, cómo aquella economía informal, edificada al margen de la ley, era una respuesta creativa de los pobres a las barreras discriminatorias que imponía esa versión mercantilista del capitalismo que conocía el Perú.

Aquella investigación, hecha por un equipo dirigido por Hernando de Soto, fue muy importante para la promoción de las ideas liberales en el Perú y marcó una suerte de frontera. De Soto había organizado, en Lima, en 1979 y 1981, dos simposios internacionales para los que trajo un elenco de economistas y pensadores -Hayek, Friedman, Jean-Francois Revel y Hugh Thomas entre otros- cuyas ideas fueron un ventarrón modernizador y refrescante en ese Perú que salía de tantos años de demagogia populista y dictadura militar. Yo había colaborado con Hernando en estos eventos, hablado en ambos, lo ayudé a formar el Instituto Libertad y Democracia, seguí de cerca sus estudios sobre la economía informal y quedé entusiasmado con sus conclusiones. Lo animé a volcarlas en un libro y, cuando lo hizo, además de prologarlo, promoví El otro sendero en el Perú y el mundo como no lo he hecho jamás con un libro mío. (Llegué a insistir hasta la impertinencia con The New York Times Magazine para que me aceptaran un artículo sobre él, que apareció por fin el 22 de febrero de 1987, y que se reprodujo luego en muchos países.) Lo hice porque pensaba que Hernando sería un buen presidente del Perú. Él lo creía también, así que nuestra relación parecía magnífica. Hernando era vanidoso y susceptible como una prima donna y cuando lo conocí, en 1979, recién llegado de Europa, donde había vivido buena parte de su vida, me pareció un personaje un tanto pomposo y ridículo, con su español trufado de anglicismos y galicismos y sus cursilerías aristocráticas (al apellido paterno le había añadido un coqueto «de» y por eso Belaunde se refería a él, a veces, como «ese economista con nombre de conquistador»). Pero pronto creí descubrir bajo su exterior pintoresco una persona más inteligente y moderna que el común de nuestros políticos, alguien que podía liderar una reforma liberal en el Perú y a quien, por tanto, valía la pena apoyar en su frenesí publicitario, dentro y fuera del país. Es lo que hice, creo que con mucho éxito y, también, confieso, algo de embarazo, al conocerlo más de cerca y descubrir que estaba contribuyendo a fabricarle a De Soto una imagen de intelectual que, como dicen mis paisanos, lloraba al ser superpuesta sobre el original.

Cuando la movilización contra la estatización, Hernando de Soto estaba de vacaciones, en la República Dominicana. Lo llamé, le conté lo que ocurría y él adelantó su regreso. Al principio mostró reservas contra el mitin de la plaza San Martín -propuso, a cambio, un simposio sobre la informalidad en el coliseo Amauta-, pero, luego, él y toda la gente del Instituto Libertad y Democracia colaboraron con entusiasmo en su preparación. Su brazo derecho de entonces, Enrique Ghersi, fue uno de los animadores y Hernando uno de los tres oradores que me precedieron. Su presencia en ese estrado dio lugar a muchas presiones en la sombra, que yo resistí, convencido de que quienes se oponían a que hablara, entre mis amigos, alegando que sus palabrejas en inglés provocarían risotadas en la plaza, lo hacían por celos y no, como me aseguraban, porque les parecía un hombre con más ambiciones que principios y de dudosa lealtad.

Su conducta posterior dio amplia razón a mis amigos. La víspera misma del mitin del 21 de agosto, del que era en teoría parte activa, De Soto celebró una discreta entrevista con Alan García en Palacio de Gobierno que sentó las bases de una provechosa colaboración entre el gobierno aprista y el Instituto Libertad y Democracia que catapultaría al personaje en una carrera de un arribismo desalado (que alcanzaría nuevas cumbres, luego, con el gobierno y con la dictadura del ingeniero Fujimori). Aquella colaboración fue astutamente ideada por Alan García para publicitarse, de pronto, a partir de 1988, en uno de esos vuelcos acrobáticos de que los demagogos son capaces, como un súbito promotor de la propiedad privada entre los peruanos de escasos recursos, un presidente que realizaba una de nuestras aspiraciones: hacer del Perú un «país de propietarios». Para ello se fotografiaba a diestra y siniestra con De Soto, el «liberal» del Perú, y propiciaba ruidosos y, sobre todo, costosos proyectos -por la millonaria publicidad que los rodeaba- en los pueblos jóvenes, que Hernando y su instituto realizaban para él en lo que pretendía ser una competencia abierta con el Frente. La maniobra no tuvo mayor efecto político en favor de García, como éste esperaba, pero sirvió, en lo que a mí concierne, para conocer los alcances insospechados del personaje al que, con mi ingenuidad característica, llegué a creer en un momento capaz de adecentar la política y salvar al Perú.

Porque, al mismo tiempo que, movido por el despecho a que era tan propenso o por razones más prácticas, De Soto se convertía en el Perú en un enemigo solapado de mi candidatura, en Estados Unidos, en cambio, mostraba por doquier el vídeo del mitin de la plaza San Martín como testimonio de su popularidad. [14] Pero quien de este modo audaz traía, sin duda, simpatía y apoyos de fundaciones e instituciones norteamericanas para su instituto, se daba maña, al mismo tiempo, para deslizar insinuaciones contra el Frente Democrático en el Departamento de Estado y diversas agencias internacionales ante personas que, algunas veces, desconcertadas, acudían a mí a preguntarme qué significaban estos maquiavelismos. Significaban, simplemente, que quien había descrito con tanta precisión el sistema mercantilista en el Perú había terminado por ser su mejor prototipo. Quienes lo promovimos -y, en cierta forma, lo inventamos- debemos decirlo sin ambages: no servimos la causa de la libertad, ni la del Perú, sino los apetitos de un criollo Rastignac.

Pero de su raudo paso por el mundo de las ideas y los valores liberales quedó un buen libro. Y, en cierto modo, ese grupo de jóvenes radicales que, en el primer congreso del Movimiento Libertad, defendieron con tanto calor la abolición de un adjetivo.

El radicalismo y la exaltación de los «jóvenes turcos» que acaudillaba Enrique Ghersi -sobre todo del jacobino Federico Salazar, siempre pronto a denunciar cualquier síntoma de mercantilismo o de desviaciones estatistas- asustaba un poco a Lucho Bustamante, hombre ponderado, y que, como responsable de Plan de Gobierno, quería que nuestro programa fuera realista al mismo tiempo que radical (pues también existen las utopías liberales). De ahí su insistencia, apoyada por varios economistas y profesionales de su equipo, en que el Movimiento hiciera suya la etiqueta con que Ludwig Erhard (o, más bien, su asesor Alfred Müller-Armack) bautizó a esa política económica que, a partir de 1948, dispararía el crecimiento alemán: la economía social de mercado.

Yo me inclinaba por suprimir el adjetivo. No porque crea al mercado incompatible con toda forma de redistribución -tesis que ningún liberal suscribiría, aunque varíen los puntos de vista sobre los alcances que debería tener una política redistribuidora en una sociedad abierta-, sino porque en el Perú se le vincula al socialismo más que a la igualdad de oportunidades de la filosofía liberal, y por razones de claridad de concepto. La dictadura militar había aplicado la palabra «social» a todo lo que colectivizó y estatizó y Alan García martirizaba con ella a los peruanos en todos sus discursos, explicando que nacionalizaba la banca para que cumpliera una «función social». La palabreja afloraba de tal modo en el discurso político que se había vuelto un ruido populista, no un concepto. (Siempre sentí cariño por esos jóvenes excesivos, aunque también alguna vez uno me acusó de heterodoxia, y pasado el tiempo, dos de ellos -Ghibellini y Salazar- se volverían unos politicastros bastante despreciables. Pero, en las fechas a las que me refiero, parecían generosos e idealistas. Y su pureza y su intransigencia, me decía yo, nos serán útiles el día de mañana en la ímproba tarea de moralizar el país.)

El congreso no tomó una decisión respecto al adjetivo y el debate quedó abierto, pero el intercambio marcó el mejor momento intelectual de la reunión y sirvió para inquietar a muchos sobre el tema. La verdadera conclusión la dio la práctica, en los doce meses siguientes, en que el equipo de Lucho Bustamante elaboró el proyecto liberal más avanzado que se haya propuesto en el Perú y en el que ninguno de los «jóvenes turcos» encontró nada que objetar.

¿Hasta qué punto conseguimos que las ideas echaran raíces en los libertarios? ¿Hasta qué punto votaron por las ideas liberales los peruanos que votaron por mí? Es una duda que me gustaría despejar. En todo caso, el esfuerzo que hicimos para que las ideas tuvieran un papel primordial en la vida de Libertad fue múltiple. Se creó una Secretaría Nacional de Ideario y Cultura, para la que el congreso eligió a Enrique Ghersi y una escuela de dirigentes ideada por Miguel Cruchaga, de la que Fernando Iwasaki y Carlos Zuzunaga fueron grandes animadores.

Poco después se incorporó a Libertad Raúl Ferrero Costa, que había sido decano del Colegio de Abogados, y un grupo de profesionales y estudiantes vinculados a él. Su gestión como decano lo llevó a viajar mucho por el Perú. Al renunciar Víctor Guevara a la Secretaría Nacional de Organización pedí a Raúl que lo reemplazara, y, aunque él sabía lo arduo del cargo, consintió. En esa época, el secretario general, Miguel Cruchaga, apoyado por Cecilia, su mujer, había asumido una tarea excluyente: adiestrar a los sesenta mil personeros que necesitábamos para tener un representante en cada una de las mesas electorales del país. (El personero es la única garantía de que en una mesa no haya fraude.) De manera que toda la organización quedó en manos de Ferrero.

Raúl hizo un gran esfuerzo para mejorar la condición del Movimiento en provincias. Secundado por una veintena de colaboradores, viajó incansablemente por el interior, constituyendo comités donde no existían y reorganizando los existentes. El Movimiento Libertad creció. En mis recorridos veía, impresionado, que en alejadas provincias cajamarquinas, ancashinas, sanmartinenses o apurimeñas, me recibían grupos de libertarios en cuyos locales se divisaba, desde lejos, ese emblema rojo y negro de Libertad cuya caligrafía tenía un aire de familia con el Solidarnosc polaco. (En 1981, cuando se dieron en Polonia las leyes represivas contra el sindicato liderado por Walesa, yo había encabezado, con el periodista Luis Pasara, un mitin de protesta en el Campo de Marte, y, supongo que por este precedente, muchos creyeron que el parecido de los símbolos había sido idea mía. Pero lo cierto es que, aunque el acercamiento me pareció feliz, no lo planeé ni sé hasta ahora si lo fraguó Jorge Salmón, responsable de la publicidad del Movimiento, o Miguel Cruchaga o Fernando de Szyszlo, quien, para ayudarnos a reunir fondos, había hecho una hermosa litografía con la enseña de Libertad.)

Acordamos celebrar elecciones internas en el Movimiento antes de las nacionales. A muchos libertarios les pareció imprudente esa decisión, que distrajo recursos y energías y dio pretexto para disputas endógenas, cuando debíamos concentrarnos en luchar contra los adversarios, ahora que entrábamos a la recta final. Yo fui uno de los que defendió esas elecciones internas. Pensé que servirían para democratizar a muchos comités de provincias, que gracias a ellas se emanciparían de los caciques y saldrían fortalecidos con representantes de las bases.

Pero me atrevo a decir que en dos terceras partes de las provincias fueron los caciques los que se las arreglaron para modelar las elecciones y hacerse elegir. Las artes de que se valían eran técnicamente inobjetables. Difundían de tal modo los plazos para la inscripción de candidatos y la fecha de la elección de manera que sólo sus partidarios se enteraban, o tenían los padrones de inscritos compuestos de modo que sus adversarios no estuvieran registrados o lo estuvieran con una fecha posterior a la fijada como límite. Nuestro secretario nacional de Asuntos Electorales, Alberto Massa -de humor tan formidable que en la Comisión Política todos esperábamos con impaciencia que pidiera la palabra porque sus intervenciones, siempre chispeantes, nos hacían reír a carcajadas-, sobre quien llovían las protestas de las víctimas de estas maniobras, nos dejaba atónitos revelándonos los ardides de que se iba enterando.

Hicimos lo que pudimos para enmendar las trampas. Anulamos las elecciones en las provincias donde el número de votantes había sido sospechosamente bajo y resolvimos las impugnaciones donde era posible hacerlo. Pero en otros casos -ya teníamos encima las elecciones nacionales- tuvimos que resignarnos a reconocer en el interior unos comités de discutible legitimidad.

En Lima fue distinto. Las elecciones para la Secretaría Departamental, que ganaría Rafael Rey, fueron cuidadosamente preparadas y se pudo evitar a tiempo cualquier mala jugada. Recorrí los distritos el día de la elección, 29 de octubre de 1989, y era emocionante ver las largas colas de libertarios en la calle esperando para votar. Pero quien había competido con Rey -Enrique Fuster- no toleró la derrota: renunció a Libertad, nos atacó a través de la prensa oficialista y resultó meses después candidato a diputado en una lista rival.

El nuevo Comité Departamental de Lima siguió extendiendo la organización por la capital, y, apoyado por Acción Solidaria, en los pueblos jóvenes, de donde, en los últimos meses de 1989 y los primeros de 1990, casi a diario Patricia y yo recibíamos invitaciones para inaugurar nuevos comités. íbamos todas las veces que podíamos. A esas alturas, mis obligaciones empezaban a las siete u ocho de la mañana y terminaban luego de medianoche.

En las inauguraciones se cumplía una regla sin excepciones: mientras más humilde el barrio, más ceremonioso el acto. El Perú es un «país antiguo», como recordaba el novelista José María Arguedas, y nada delata tanto la antigüedad del peruano como su amor al rito, a las formas, a la ceremonia. Había siempre un estrado muy alegre, con flores, banderitas, quitasueños, guirnaldas de papel en paredes y techos y una mesa con viandas y bebidas. Era infaltable el conjunto musical y a veces los danzantes folklóricos, serranos y costeños. Nunca fallaba el párroco, para echar agua bendita y unos rezos al local (que podía ser un simple armatoste de cañas y esteras en pleno descampado) y una abigarrada multitud donde era evidente que todos vestían las mejores prendas, como para un matrimonio o un bautizo. Había que cantar el Himno Nacional al principio y el del Movimiento Libertad al final. Y escuchar muchos discursos. Pues todos los miembros de la directiva -los secretarios generales, de Ideario y Cultura, de Deportes, de Actas, de Economía, de Tareas de la Mujer, de Juventud, de Plan de Gobierno, etcétera, etcétera- tenían que hablar, para que ninguno se sintiera postergado. El acto se alargaba, se alargaba. Y había después que firmar un acta de prosa barroca y leguleya, repleta de sellos, testificando que la ceremonia había tenido lugar y oleándola y sacramentándola. Y venía entonces el espectáculo, los huaynitos serranos, las marineras trujillanas, los bailes negros chinchanos, los pasillos piuranos. Aunque imploré, ordené, pedí -explicando que con actividades de esta longitud todo el horario de campaña se iba al diablo-, rara vez conseguí abreviar las inauguraciones, ni que me exoneraran de las sesiones de fotografías y de autógrafos, ni tampoco, por supuesto, de los puñados de pica-pica, mixtura demoníaca que se me metía por todo el cuerpo, llegaba a lo más recóndito y me producía una exasperante comezón. Pese a todo ello era difícil no sentirse ganado por la desbordante emotividad de esos sectores populares, tan distintos en esto de los peruanos de las clases medias y altas, inhibidos y tersos para expresar sus sentimientos.

Patricia, a quien para mi sorpresa ya había visto para entonces dar entrevistas en televisión -antes se había negado siempre a hacerlo- y pronunciar discursos en los pueblos jóvenes, cuando me veía regresar de esas inauguraciones, bañado de pies a cabeza de papel picado, solía preguntarme con toda maldad: «¿Te acuerdas todavía que fuiste escritor?»

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