V. EL CADETE DE LA SUERTE

En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían infundido. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor.

Que yo entrara al Colegio Militar Leoncio Prado daba vueltas a mi padre desde que me llevó a vivir con él. Me lo anunciaba cuando me reñía y cuando se lamentaba de que los Llosa me hubieran criado como un niño engreído. No sé si estaba bien enterado de cómo funcionaba el Leoncio Prado. Me figuro que no, pues no se habría hecho tantas ilusiones. Su idea era la de muchos papás de clase media con hijos díscolos, rebeldes, inhibidos o sospechosos de mariconería: que un colegio militar, con instructores que eran oficiales de carrera, haría de ellos hombrecitos disciplinados, corajudos, respetuosos de la autoridad y con los huevos bien puestos.

Como en esa época no se me pasaba por la cabeza la idea de ser algún día sólo un escritor, cuando me preguntaban qué sería de grande, mi respuesta era: marino. Me gustaban el mar y las novelas de aventuras, y ser marino me parecía congeniar esas dos aficiones. Entrar a un colegio militar, cuyos alumnos recibían grados de oficiales de reserva, resultaba una buena antesala para un aspirante a la Escuela Naval.

Así que cuando, al terminar el segundo de secundaria, mi padre me matriculó en una academia del jirón Lampa, en el centro de Lima, para prepararme al examen de ingreso al Leoncio Prado, tomé el proyecto con entusiasmo. Ir interno, vestir uniforme, desfilar el 28 de julio junto a los cadetes de la Aviación, la Marina y el Ejército, sería divertido. Y vivir lejos de él, toda la semana, todavía mejor.

El examen de ingreso consistía en pruebas físicas y académicas, a lo largo de tres días, en el inmenso recinto del colegio, a orillas de los acantilados de La Perla, y el mar rugiendo a sus pies. Aprobé los exámenes y en marzo de 1950, días antes de cumplir los catorce años, comparecí en el colegio con cierta excitación por lo que iba a encontrar allí, preguntándome si no serían muy duros esos meses de encierro hasta la primera salida. (Los cadetes del tercer año salían a la calle por primera vez el 7 de junio, día de la bandera, luego de haber aprendido los rudimentos de la vida militar.)

Los «perros», alumnos de tercero de la séptima promoción, éramos unos trescientos, divididos en once o doce secciones, según nuestra altura. Yo estaba entre los más altos, de manera que me tocó la segunda sección. (En cuarto año me pasarían a la primera.) Tres secciones formaban una compañía, bajo el mando de un teniente y un suboficial. El teniente de nuestra compañía se llamaba Olivera; nuestro suboficial, Guardamino.

El teniente Olivera nos hizo formar, nos llevó a nuestras cuadras, nos distribuyó camas y roperos -eran camas camarote y a mí me tocó la segunda de la entrada, arriba-, nos hizo cambiar nuestras ropas de paisano por los uniformes de diario -camisa y pantalón de dril verde, Cristina y botines de cuero café- y, formados de nuevo en el patio, nos dio las instrucciones básicas sobre el respeto, el saludo y el tratamiento al superior. Y luego nos formaron a todas las compañías del año para que el director del colegio, el coronel Marcial Romero Pardo, nos diera la bienvenida. Estoy seguro de que habló de «los valores supremos del espíritu», tema que recurría en sus discursos.

Luego nos llevaron a almorzar, en el enorme pabellón, al otro lado de una explanada de césped en la que se paseaba una vicuña y donde vimos por primera vez a nuestros superiores: los cadetes de cuarto y de quinto. Todos mirábamos con curiosidad y algo de alarma a los de cuarto, pues serían ellos los que nos bautizarían. Los perros sabíamos que el bautizo era la prueba amarga por la que había que pasar. Ahora, acabando este rancho, los de cuarto se desquitarían con nosotros de lo que les habían hecho a ellos, en un día como éste, el año anterior.

Al terminar el almuerzo, oficiales y suboficiales desaparecieron y los de cuarto se lanzaron sobre nosotros como cuervos. Los «blanquitos» éramos una pequeña minoría en ese gran océano de indios, cholos, negros y mulatos, y excitábamos la inventiva de nuestros bautizadores. A mí me llevó un grupo de cadetes junto con un muchacho de una sección de pequeños a una cuadra de cuarto año. Nos hicieron un concurso de «ángulos rectos». Doblados en dos, alternadamente teníamos que patearnos en el trasero; el que pateaba más despacio era pateado por los bautizadores, con furia. Después, nos hicieron abrir la bragueta y sacarnos el sexo para masturbarnos: el que terminaba primero se iría y el otro se quedaría a tender las camas de los verdugos. Pero, por más que tratábamos, el miedo nos impedía la erección, y, al final, aburridos de nuestra incompetencia, nos llevaron al campo de fútbol. A mí me preguntaron qué deporte practicaba: «Natación, mi cadete.» «Nádese de espaldas toda la cancha de atletismo, entonces, perro.»

Guardo un recuerdo siniestro de ese bautizo, ceremonia salvaje e irracional que, bajo las apariencias de un juego viril, de rito de iniciación en los rigores de la vida castrense, servía para que los resentimientos, envidias, odios y prejuicios que llevábamos dentro pudieran volcarse, sin inhibiciones, en una fiesta sadomasoquista. Ya ese primer día, en las horas que duró el bautizo -se prolongaba los días siguientes, de manera mitigada-, supe que la aventura leonciopradina no iba a ser lo que yo, malogrado por las novelas, imaginaba, sino algo más prosaico, y que iba a detestar el internado y la vida militar, con sus jerarquías mecánicas determinadas por la cronología, la violencia legitimada que ellas significaban, y todos los ritos, símbolos, retóricas y ceremonias que la forman y que nosotros, siendo tan jóvenes -catorce, quince, dieciséis años-, comprendíamos a medias y distorsionábamos dándole una aplicación a veces cómica y a veces cruel y hasta monstruosa.

Los dos años en el Leoncio Prado fueron bastante duros y pasé allí algunos días horribles, sobre todo los fines de semana en que me quedaba castigado -las horas se volvían larguísimas, infinitos los minutos-, pero, a la distancia, pienso que ese par de años me fueron más provechosos que perjudiciales. Aunque no por las razones que animaron a mi padre a meterme allí. Por el contrario. Entre 1950 y 1951, encerrado entre esas rejas corroídas por la humedad de La Perla, en esos días y noches grises, de tristísima neblina, leí y escribí como no lo había hecho nunca antes y empecé a ser (aunque entonces no lo supiera) un escritor.

Además, debo al Leoncio Prado haber descubierto lo que era el país donde había nacido: una sociedad muy distinta de aquella, pequeñita, delimitada por las fronteras de la clase media, en la que hasta entonces viví. El Leoncio Prado era una de las pocas instituciones -acaso la única- que reproducía en pequeño la diversidad étnica y regional peruana. Había allí muchachos de la selva y de la sierra, de todos los departamentos, razas y estratos económicos. Como colegio nacional, las pensiones que pagábamos eran mínimas; además, había un amplio sistema de becas -un centenar por año- que permitía el acceso a muchachos de familias humildes, de origen campesino o de barrios y pueblos marginales. Buena parte de la tremenda violencia -lo que me parecía a mí tremenda y era para otros cadetes menos afortunados que yo la condición natural de la vida- provenía precisamente de esa confusión de razas, regiones y niveles económicos de los cadetes. La mayoría de nosotros llevaba a ese espacio claustral los prejuicios, complejos, animosidades y rencores sociales y raciales que habíamos mamado desde la infancia y allí se vertían en las relaciones personales y oficiales y encontraban maneras de desfogarse en esos ritos que, como el bautizo o las jerarquías militares entre los propios estudiantes, legitimaban la matonería y el abuso. La escala de valores erigida en torno a los mitos elementales del machismo y la virilidad servía, además, de cobertura moral para esa filosofía darwiniana que era la del colegio. Ser valiente, es decir, loco, era la forma suprema de la hombría, y ser cobarde, la más abyecta y vil. El que denunciaba a un superior los atropellos de que era víctima merecía el desprecio generalizado de los cadetes y se exponía a represalias. Eso se aprendía rápido. A uno de mis compañeros de sección, llamado Valderrama, durante el bautizo, unos cadetes de cuarto lo hicieron treparse a lo alto de una escalera y luego se la movieron para hacerlo resbalar. Cayó mal y la propia escalera le cercenó un dedo contra el filo de un lavador. Valderrama nunca delató a los culpables y por eso todos lo respetábamos.

La hombría se afirmaba de varios modos. Ser fuerte y aventado, saber trompearse -«tirar golpe» era la expresión que resumía maravillosamente con su mezcla de sexo y violencia ese ideal-, era una de ellas. Otra, atreverse a desafiar las reglas, haciendo audacias o extravagancias que, de ser descubiertas, significaban la expulsión. Perpetrar estas hazañas daba acceso a la ansiada categoría de loco. Ser «loco» era una bendición, porque entonces quedaba públicamente reconocido que no se pertenecería ya nunca a la temible categoría de «huevón» o «cojudo».

Ser «huevón» o «cojudo» quería decir ser un cobarde: no atreverse a darle un cabezazo o un puñete al que venía a «batirlo» a uno (tomarle el pelo o hacerle alguna maldad), no saber trompearse, no atreverse, por timidez o falta de imaginación, a «tirar contra» (escaparse del colegio después del toque de queda, para ir a un cine o una fiesta) o cuando menos esconderse a fumar o a jugar dados en la glorieta o en el edificio abandonado de la piscina en vez de ir a clases. Quienes pertenecían a esta condición eran las víctimas propiciatorias, a quienes los «locos» maltrataban de palabra y de obra para su diversión y la de los demás, orinándoles encima cuando estaban dormidos, exigiéndoles cuotas de cigarrillos, tendiéndoles «cama chica» (una sábana doblada a la mitad que uno descubría al meterse a la cama y encontrarse con un tope para las piernas) y haciéndolos padecer toda clase de humillaciones. Buena parte de estas proezas eran las típicas mataperradas de la adolescencia, pero las características del colegio -el encierro, la variopinta composición del alumnado, la filosofía castrense- muchas veces crispaban las travesuras a extremos de verdadera crueldad. Recuerdo un compañero al que apodamos Huevas Tristes. Era flaquito, pálido, muy tímido, y todavía al comienzo del año, un día que el temible Bolognesi -había sido mi condiscípulo en La Salle y al entrar al Leoncio Prado reveló una naturaleza de «loco» desatado- lo atormentaba con sus burlas, se echó a llorar. Desde entonces, se volvió el payaso de la compañía, al que cualquiera podía insultar o vejar para mostrarle al mundo y a sí mismo lo macho que era. Huevas Tristes llegó a convertirse en una posma, sin iniciativa, sin voz y casi sin vida, al que yo vi un día ser escupido en la cara por un «loco», limpiarse con su pañuelo y seguir su camino. De él se decía, y, como de él, de todos los «huevones», que le habían «ganado la moral».

Para que a uno no le ganaran la moral había que hacer cosas audaces, que merecieran la simpatía y el respeto de los otros. Yo empecé a hacerlas desde el principio. Desde los concursos de masturbación -ganaba el que eyaculaba primero o llegaba más lejos en el disparo- hasta las célebres escapadas, en la noche, luego del toque de queda. «Tirar contra» era la audacia mayor, pues quien era descubierto resultaba expulsado del colegio, sin remisión. Había lugares donde el muro era más bajo y se podía escalar sin riesgo: por el estadio, por La Perlita -un puesto de bebidas cuyo dueño, un serranito, nos vendía cigarrillos- y por el edificio abandonado. Antes de escapar había que hacer un trato con el imaginaria de la cuadra para que, al entregar el parte de efectivos, lo diera a uno por presente. Esto se conseguía a cambio de cigarrillos. Después de que el corneta tocaba el toque de queda y se apagaban las luces de las cuadras, deslizándose pegado a la pared como una sombra, había que atravesar los patios y canchas, a veces a gatas o reptando, hasta el muro elegido. Luego de saltar, uno se alejaba de prisa por las chacras y descampados que entonces rodeaban al colegio. Se tiraba contra para ir al cine Bellavista, a alguno de los cines del Callao, a alguna fiestecita de medio pelo, en esos barrios de baja clase media, de empobrecidas familias que alguna vez fueron burguesas y eran ya casi proletarias, donde estar en el Leoncio Prado tenía cierto prestigio (no lo tenía, en cambio, en San Isidro o Miraflores, donde se lo consideraba un colegio de cholos), y, a veces

– aunque esto era más raro porque estaban ya bastante lejos-, para ir a merodear por los burdeles del puerto. Pero muchas veces se tiraba contra porque era arriesgado y emocionante y porque uno se sentía bien, al regresar, sin haber sido descubierto.

Lo más peligroso era el regreso. Uno podía toparse con las patrullas de soldados que daban vueltas alrededor del colegio, o descubrir, luego de saltar, que el oficial de guardia había descubierto la contra -por los ladrillos o maderas que usábamos para escalar el muro- y esperaba, agazapado en la oscuridad, el retorno de los contreros, para encañonarlos con su linterna, y ordenar: «¡Alto ahí, cadete!» Durante el retorno, a uno le latía muy fuerte el corazón y el menor ruido o sombra, hasta estar acurrucado en la litera de la cuadra, provocaba pánico.

Tirar contra tenía un gran prestigio y las contras más audaces se comentaban, rodeadas de una aureola legendaria. Había contreros famosos, que conocían al dedillo los cientos de metros de muros del colegio y tirar contra con ellos daba seguridad.

Otra actividad importante era robar prendas. Teníamos revista una vez por semana, por lo general los viernes, víspera de la salida, y si el oficial encontraba en un ropero cigarrillos, o que faltaba alguna de las prendas reglamentarias -las corbatas, camisas, pantalones, Cristinas, botines o el grueso sacón de paño que nos poníamos en invierno-, el cadete quedaba consignado el fin de semana. Perder una prenda era perder la libertad. Cuando a uno le robaban una prenda, había que robarse otra o pagar a uno de los «locos» para que hiciera el trabajo. Los había expertos, con manojos de ganzúas en el bolsillo, que abrían todos los roperos.

Otra manera de ser un hombre cabal era tener muchos huevos, jactarse de ser un «pinga loca», que se comía a montones de mujeres, y que, además, podía «tirarse tres polvos al hilo». El sexo era un tema obsesivo, objeto de bromas y disfuerzos, de las confidencias y de los sueños y pesadillas de los cadetes. En el Leoncio Prado, el sexo, lo sexual, fueron perdiendo para mí el semblante asqueroso, repelente, que habían tenido desde que supe cómo nacían los bebes, y allí comencé a pensar y fantasear en mujeres sin sentir desagrado y sentimientos de culpa. Y a avergonzarme de tener catorce años y no haber hecho el amor. Esto no se lo decía, por cierto, a mis compañeros, ante quienes me jactaba de ser también un pinga loca.

Con un amigo leonciopradino, Víctor Flores, con quien solíamos, los sábados, luego de las maniobras, boxear un rato junto a la piscina, un día nos confesamos que ninguno de los dos nos habíamos acostado con una mujer. Y decidimos que el primer día de salida iríamos a Huatica. Así lo hicimos, un sábado de junio o julio de 1950.

El jirón Huatica, en el barrio popular de La Victoria, era la calle de las putas. Los cuartitos se alineaban, uno junto al otro, en ambas veredas, desde la avenida Grau hasta siete u ocho cuadras más abajo. Las putas -polillas, se las llamaba- estaban en las ventanitas, mostrándose a la muchedumbre de presuntos clientes que desfilaban, mirándolas, deteniéndose a veces a discutir la tarifa. Una estricta jerarquía regulaba al jirón Huatica, según las cuadras. La más cara -la de las francesas- era la cuarta; luego, hacia la tercera y la quinta, las tarifas declinaban, hasta las putas viejas y miserables de la primera, ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles (las de la cuarta cobraban veinte). Recuerdo muy bien aquel sábado en que con Víctor fuimos, con nuestros veinte soles en el bolsillo, nerviosos y excitados, a vivir la gran experiencia. Fumando como chimeneas para parecer más viejos, subimos y bajamos varias veces la cuadra de las francesas, sin decidirnos a entrar. Por fin, nos dejamos convencer por una mujer muy habladora, de pelos pintados, que sacó medio cuerpo a la calle para llamarnos. Pasó primero Víctor. El cuarto era chiquito y había una cama, un lavador con agua, una bacinica y un foco envuelto en celofán rojo que daba una luz medio sangrienta. La mujer no se desnudó. Se levantó la falda y, viéndome tan confuso, se echó a reír y me preguntó si era la primera vez. Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, desvirgar a un muchacho traía suerte. Hizo que me acercara y murmuró algo así como «Ahora tienes tanto miedo pero después cuánto te va a gustar». Hablaba un español raro y cuando eso terminó, me dijo que era brasileña. Sintiéndonos unos hombres completos, fuimos luego con Víctor a tomar una cerveza.

Volví muchas veces a Huatica en esos dos años leonciopradinos, siempre los sábados en la tarde y siempre a la cuadra de las francesas. (Años después, el poeta y escritor André Coyné me juraría que eso de las francesas era una calumnia, pues en realidad se trataba de belgas y de suizas.) Y fui varias veces donde una polilla menuda y agraciada -una morenita vivaz, de buen humor y capaz de hacer sentir a sus fugaces visitantes que hacer el amor con ella era algo más que una simple transacción comercial- a la que habíamos bautizado la Pies Dorados porque, en efecto, tenía los pies pequeños, blancos y cuidados. Se convirtió en la mascota de la sección. Los sábados uno se encontraba a cadetes de la segunda -o de la primera, cuando estuvimos en cuarto año- haciendo cola en la puerta de su pequeño cuchitril. La mayor parte de los personajes de mi novela La ciudad y los perros, escrita a partir de recuerdos de mis años leonciopradinos, son versiones muy libres y deformadas de modelos reales y otros totalmente inventados. Pero la furtiva Pies Dorados está allí como la conserva mi memoria: desenfadada, atractiva, vulgar, enfrentando su humillante oficio con inquebrantable buen humor y dándome, aquellos sábados, por veinte soles, diez minutos de felicidad.

Sé muy bien todo lo que hay detrás de la prostitución, en términos sociales, y no la defiendo, salvo para quienes la ejercen por libre elección, lo que no era, sin duda, el caso de la Pies Dorados ni de las otras polillas del jirón Huatica, empujadas allí por el hambre, la ignorancia, la falta de trabajo y las malas artes de los cafiches que las explotaban. Pero ir al jirón Huatica o, más tarde, a los burdeles de Lima, es algo que no me dio mala conciencia, tal vez porque el pagar a las polillas de alguna manera me proporcionaba una suerte de coartada moral, disfrazaba la ceremonia con la máscara de un aséptico contrato que, al cumplirse por ambas partes, liberaba a éstas de responsabilidad ética. Y creo que sería desleal para con mi memoria y mi adolescencia no reconocer, también, que en esos años en los que fui dejando de ser niño, mujeres como la Pies Dorados me enseñaron los placeres del cuerpo y los sentidos, a no rechazar el sexo como algo inmundo y denigrante, sino a vivirlo como una fuente de vida y de goce y me hicieron dar los primeros pasos por el misterioso laberinto del deseo.

A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o, los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin duda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales -matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar- y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda del barrio, uno de ellos nos contó cómo se había «tirado a la chola», luego de darle, con mañas, a tomar «yohimbina» (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para «embocarse» a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.

Es algo que nunca hice, que siempre me produjo indignación y, sin duda, una de las primeras manifestaciones de lo que sería después mi rebeldía contra las injusticias y los abusos que ocurrían a diario y por doquier, con total impunidad, en la vida peruana. En este tema de las sirvientas, además, me había vuelto muy sensible lo que, en esos años, se reveló como un trauma en la familia Llosa. He contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba a Perú, a un muchacho de Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa. Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el departamento de Dos de Mayo, en Lima, y finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso, que los hijos legítimos de éste. Aunque en la familia no se tocaba nunca el tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus consecuencias.

No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, «abuela», y lo mismo a la «Mamaé». Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía «don Pedro», y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba «señor Jorge». Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió ser esa niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación, resentimiento y dolor debió empozarse en él en esos años, es difícil de imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo como primo, y procuré tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió cómodo conmigo ni con el resto de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de la que estuvo siempre cerca hasta el final.

Aunque nunca fui muy estudioso en el Leoncio Prado, hubo algunos cursos que seguí con pasión. Había excelentes profesores, como el de historia universal -Aníbal Ismodes-, cuyas clases yo escuchaba entusiasmado. Y el de física, un serranito menudo y elegante, llamado Huarina, de quien corría la voz que era un «cráneo». Había estado en Francia, haciendo estudios de postgrado, y en sus clases daba la impresión de saberlo todo; era capaz de hacer amenos los experimentos más enrevesados y las leyes y tablas más complejas. De todos los cursos de ciencias que he seguido, aquel que tuve con el profesor Huarina en el cuarto de media es el único que me entretuvo, intrigó y exaltó como hasta entonces sólo lo habían hecho los cursos de historia. La literatura se enseñaba como parte del castellano, es decir, de la gramática, y solía ser un curso aburridísimo, en el que había que memorizar, al igual que las reglas de la prosodia, la sintaxis y la ortografía, la vida y la obra de los autores famosos, pero no leer sus libros. Jamás, en todos los años escolares, me hicieron leer un libro, aparte de los manuales de clase. Éstos incluían algún poema o fragmento de textos clásicos que era difícil entender por las palabras raras y los giros inusitados, de modo que poco o nada quedaba de ellos en la memoria. Si alguna afición me despertaron las clases escolares, fue la historia, por los buenos profesores que tuve. La literatura fue una vocación que surgió fuera de las clases, de manera sesgada y personal.

Sólo después supe que uno de mis profesores leonciopradinos era un gran poeta peruano y una figura intelectual por la que, en mis años universitarios, sentiría admiración: César Moro. Era bajito y muy delgado, de cabellos claros y escasos, y unos ojos azules que miraban el mundo, las gentes, con una lucecita irónica en el fondo de las pupilas. Enseñaba francés y en el colegio se decía que era poeta y maricón. Sus maneras exageradamente corteses y algo amaneradas y esos rumores que circulaban sobre él excitaban nuestra animosidad contra alguien que parecía la negación encarnada de la moral y la filosofía del Leoncio Prado. En las clases solíamos «batirlo», como se batía a los «huevones». Le tirábamos bolitas de papel o lo sometíamos a esos conciertos de hojitas de afeitar aseguradas en la ranura de la carpeta y animadas con los dedos, o, los más osados, haciéndole preguntas -transparentes escarnios y provocaciones- que el resto de la clase celebraba a carcajadas. Veo, una tarde, al loco Bolognesi, caminando detrás de él y meneándole el brazo a la altura del trasero como una monstruosa verga. Era muy fácil «batir» al profesor César Moro porque, a diferencia de sus colegas, no llamaba nunca al oficial de guardia para que pusiera orden, echando un carajo o poniendo las papeletas que quitaban la salida del sábado. El profesor Moro soportaba nuestras diabluras y groserías con estoicismo, y, se diría, con una secreta complacencia, como si lo divirtiera que esos precoces salvajes lo insultaran. Ahora estoy seguro de que, de algún modo, lo divertía estar allí. Debía ser para él uno de esos juegos arriesgados a que los surrealistas eran tan propensos, una manera de ponerse a prueba y explorar los límites de su propia fortaleza y los de la estupidez humana a escala juvenil.

En todo caso, César Moro no daba clases de francés en el Leoncio Prado para hacerse rico. Años después, cuando -a raíz de su muerte, por un texto apasionado que André Coyné publicó sobre él- [10] descubrí que Moro había formado parte del movimiento surrealista en Francia, y empecé a leer esa obra que (como para cortar aún más con ese país del que dijo, en uno de sus maravillosos aforismos, que en él «sólo se cuecen habas» [11]) había escrito gran parte en francés, hice una investigación sobre su vida y descubrí que su sueldo, en el colegio, era ínfimo. En cualquier otro lugar, menos expuesto, podía haber ganado más. Lo que debió atraerlo de allí era, sin duda, eso: la brutalidad y exasperación que entre los cadetes despertaba su figura delicada, su actitud inquisitiva e irónica, y que se dijera de él que era poeta y hacía el amor como mujer.

Escribir, en el colegio, era posible -tolerado y hasta festejado- si se escribía como lo hacía yo: profesionalmente. No sé cómo empecé escribiendo cartas de amor a los cadetes que tenían enamoradas y no sabían cómo decirles que las querían y las extrañaban. Debió ser, al principio, un juego, una apuesta, con Víctor o con Quique o con Alberto o algún otro de los amigos de las cuadras. Luego, se irían pasando la voz. El hecho es que, en algún momento del tercer año, ya venían a buscarme y a pedirme, siempre con discreción y algo de vergüenza, que les escribiera cartas de amor, y hubo entre mis clientes cadetes de otras secciones y tal vez de otros años. Me pagaban con cigarrillos pero a los amigos se las escribía gratis. Me divertía jugar al Cyrano, porque, con el pretexto de decir lo que convenía, me enteraba con detalles de los amoríos -complicados, ingenuos, transparentes, retorcidos, castos, pecaminosos- de los cadetes, y husmear aquella intimidad era tan entretenido como leer novelas.

Me acuerdo, en cambio, muy bien, cómo escribí la primera novelita erótica, un par de páginas garabateadas a la carrera para leerla en voz alta a un corro de cadetes de la segunda sección, en la cuadra, antes del toque de queda. El texto fue recibido con un estallido de aprobadoras obscenidades (he descrito un episodio parecido en La ciudad y los perros). Más tarde, cuando ya nos estábamos metiendo a las literas, mi vecino, el negro Vallejo, vino a preguntarme por cuánto le vendía mi novelita. Escribí muchas otras, después, en juego o por encargo, porque me divertía y porque con ellas me costeaba el vicio de fumar (estaba prohibido, por cierto, y al cadete que descubrían fumando lo consignaban el fin de semana). Y, también, seguramente, porque escribir cartas de amor y novelitas eróticas no estaba mal visto ni era considerado denigrante o de maricas. La literatura de esas características tenía derecho de ciudad en ese templo al machismo y me ganó fama de excéntrico.

Aunque, ninguno de los apodos que yo tuve fue el de «loco». Me decían Bugs Bunny, El Conejo de la Suerte, o Flaco, pues lo era, y a veces Poeta, porque escribía y, sobre todo, porque me pasaba el día, y a veces la noche, leyendo. Creo que nunca leí tanto y con tanta pasión como en esos años leonciopradinos. Leía en los recreos y a las horas de estudio, durante las clases disimulando el libro bajo los cuadernos y me escapaba del aula para ir a leer en la glorieta junto a la piscina, y leía, en las noches, en mis turnos de imaginaria, sentado en el suelo de blancas losetas desportilladas, a la rala luz del baño de la cuadra. Y leía todos los sábados y domingos que me quedaba consignado, que fueron bastantes. Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir en el desierto del Sahara, o compartir con D'Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo o, con Gavroche, ser un pilludo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado. Los libros se acababan pero seguían dándome vueltas en la cabeza sus mundos tan vividos y de existencias formidables, y yo me trasladaba a ellos una y otra vez con la fantasía y pasaba horas allí, aunque aparentemente estuviera muy quieto y muy serio escuchando la lección de matemáticas o las explicaciones de nuestro instructor sobre el cuidado del fusil Mauser o la técnica del asalto a la bayoneta. Esa capacidad de abstraerme de lo circundante para vivir en la fantasía, para recrear con la imaginación las ficciones que me hechizaban, la había tenido desde niño y en esos años de 1950 y 1951 se convirtió en mi estrategia de defensa contra la amargura de estar encerrado, lejos de mi familia, de Miraflores, de las chicas, del barrio, de esas cosas hermosas que disfrutaba en libertad.

En las salidas, compraba libros y mis tíos me tenían siempre lista alguna nueva provisión para traerme al colegio. Cuando comenzaba a caer la noche del domingo e iba acercándose la hora de cambiar las ropas de civil por el uniforme para volver al internado, todo comenzaba a malograrse: la película se volvía fea, el partido soso, las casas, los parques y el cielo se entristecían. Surgía un difuso malestar en el cuerpo. A esos años debo el odio al atardecer y la noche del domingo. Recuerdo muchos libros que leí en esos años -Los miserables, por ejemplo, de efecto imperecedero-, pero el autor al que más agradecido le estoy es Alejandro Dumas. Casi todo él estaba en las ediciones amarillas de la editorial Tor o en la de cartulinas oscuras, con solapa, de Sopeña: El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Ángel Pitou, y la serie larguísima de los mosqueteros que terminaba con los tres volúmenes de El vizconde de Bragelonne. Lo formidable era que sus novelas tenían continuaciones, al terminar el libro uno sabía que había otro, otros, prolongando la historia. La saga de D'Artagnan, que comienza con el joven gascón llegando a París como un desamparado provinciano y termina muchos años después, en el sitio de La Rochelle, cuando muere, sin recibir el bastón de mariscal que el rey le envía con un postillón, es una de las cosas más importantes que me han ocurrido en la vida. Pocas ficciones he vivido con una identificación mayor, transustanciándome más con los personajes y ambientes, gozando y sufriendo tanto con lo que ocurría en la historia. El loco Cox, compañero de año, haciéndose el gracioso, me arrebató un día uno de los tomos de El vizconde de Bragelonne, que yo leía en el descampado frente a las cuadras. Echó a correr y empezó a pasar el libro a otros como una pelota de básquet. Ésa fue una de las pocas veces que me trompeé en el colegio, lanzándome sobre él, furibundo, como si en ello me fuera la vida. A Dumas, a los libros suyos que leí, debo muchas cosas que hice y fui después, que hago y que soy todavía. De las imágenes de esas lecturas nació, estoy seguro, desde esos días, esa ansiedad por saber francés y por irme a vivir un día a Francia, país que fue, durante toda mi adolescencia, el anhelo más codiciado, un país que se asociaba en mis fantasías y deseos con todo aquello que me hubiera gustado que fuera la vida: belleza, aventura, audacia, generosidad, elegancia, pasiones ardientes, sentimentalismo crudo, gestos desmesurados.

(No he vuelto a releer ninguna de las novelas de Dumas que deslumbraron mi infancia, como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo. Tengo en mi biblioteca los volúmenes de La Pléiade que los contienen; pero cada vez que he empezado a hojearlos, me detiene un miedo reverencial a que no sean ya lo que entonces fueron, a que no puedan darme lo que dieron a mis catorce y quince años. Un tabú semejante me contuvo de releer Los miserables durante muchos años. Pero, el día que lo hice, descubrí que también para un adulto de hoy era una obra maestra.)

Además de lecturas que cambiaron mi vida, abrirme los ojos sobre mi país y hacerme vivir experiencias con las que escribí mi primera novela, el Leoncio Prado me permitió practicar el deporte que más me gustaba: la natación. Me pusieron en el equipo del colegio y entrené y participé en competencias internas, aunque no en el campeonato interescolar, en el que iba a competir en estilo libre, porque, cuando salíamos ya hacia el Estadio Nacional, el director decidió retirar al colegio de la competencia. Formar parte del equipo de natación tenía la ventaja de que a uno le daban sobrealimentación (un huevo frito en el desayuno y un vaso de leche a media tarde) y, a veces, en vez de la campaña, íbamos a la piscina a entrenar.

El sábado era el día feliz de la semana, para los que tenían salida. O, más bien, la felicidad comenzaba el viernes en la noche, después del rancho, con la película en el improvisado auditorio de bancas de madera y techo de calamina. Aquella película era un anticipo de la libertad. El sábado el corneta tocaba la diana casi a oscuras, pues era día de campaña. Salíamos a los descampados de La Perla, y era divertido jugar a la guerra

– tender emboscadas, tomar por asalto un cerro, romper un cerco- sobre todo si el teniente que estaba al frente de la compañía era el teniente Bringas, modelo de oficial, que se tomaba muy a pecho la campaña y sudaba a la par de nosotros. Otros oficiales se lo tomaban con más calma y se limitaban a dirigirnos intelectualmente. Como el amable teniente Anzieta, uno de los más condescendientes que me tocó. Tenía una bodega; podíamos encargarle paquetes de caramelos y galletas, que nos vendía más baratos que en la calle. Le inventé un poemita, que le cantábamos en la formación:


Si quiere el cadete

ser un buen atleta

que coma galleta

del teniente Anzieta.


Al terminar el tercero de media, dije a mi padre que quería presentarme a la Escuela Naval. No sé por qué lo hice, pues ya para entonces sabía de sobra que mi manera de ser era incompatible con la vida militar; tal vez, para no dar mi brazo a torcer -rasgo de carácter que me ha traído abundantes sinsabores-, o porque ser cadete de la Naval hubiera significado la emancipación de la tutela paterna, ser adulto, algo con lo que soñaba día y noche. Ante mi sorpresa, me repuso que no aprobaba esa decisión y que, por lo tanto, no me daría los cuarenta mil soles que había que abonar como derechos para el examen de ingreso. Con el rencor que yo sentía hacia él, atribuí esa negativa a su tacañería -defecto del que, por lo demás, no estaba exento-, pues una de las razones que esgrimió, también, fue que, según el reglamento, si un cadete, luego de tres o cuatro años en la Escuela Naval pedía su baja, estaba obligado a reembolsar todo lo que su educación le había costado a la Marina. Y él estaba seguro de que yo no duraría en la Naval.

Pese a su negativa, sin embargo, fui a La Punta a retirar el programa de ingreso (había pensado pedir prestado a mis tíos el dinero de la inscripción), pero en la Escuela Naval descubrí que en ningún caso hubiera podido presentarme ese año, pues se requería que los aspirantes tuvieran quince años cumplidos al hacer la solicitud y yo sólo los cumpliría en marzo de 1951. Tenía que esperar un año más, pues.

En ese verano mi padre me llevó a trabajar con él a su oficina. La International News Service estaba en la primera cuadra del jirón Carabaya, en la calle Pando, a pocos metros de la plaza San Martín, en el primer piso de un viejo edificio. La oficina, al fondo del largo pasillo de losetas amarillas, constaba de dos amplios cuartos, el primero de los cuales estaba dividido por tabiques en dos espacios: en uno, el radiooperador recibía las noticias, y, en el otro, los redactores las traducían al español y las adaptaban para enviarlas a La Crónica, que tenía la exclusividad de todos los servicios de la ins. El cuarto del fondo era la oficina de mi padre.

De enero a marzo, trabajé en la International News Service de mensajero, llevando a La Crónica los cables y artículos del servicio informativo. Comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba al filo de la medianoche, lo que me dejaba buena parte del día libre, para ir a la playa con los amigos del barrio. La mayor parte de las veces íbamos a Miraflores

– Los Baños, se les seguía llamando-, que, pese a ser una playa de piedras, tenía las mejores olas para correr. Correr olas era un deporte maravilloso y las de Miraflores reventaban lejos de la playa y el corredor avezado podía hacerse arrastrar cincuenta o más metros, endureciendo el cuerpo y dando en el momento oportuno las brazadas necesarias. En la playa de Miraflores estaba el club Waikiki, símbolo de la pituquería; sus socios corrían olas con tablas hawaianas, entonces un deporte carísimo, pues las tablas, de madera balsa, se importaban de Estados Unidos, y sólo un puñado podía practicarlo. Cuando empezaron a fabricarse tablas de material plástico, el deporte se democratizó, y hoy lo practican todas las clases sociales. Pero, en ese entonces, los miraflorinos de clase media, como yo, mirábamos como algo inalcanzable esas tablas de los socios del Waikiki que surcaban el mar miraflorino, cuyas olas nosotros debíamos contentarnos con bajar a pecho. íbamos también a La Herradura, ésa sí playa de arena y de olas bravas donde el placer no estaba en hacerse arrastrar sino en atreverse a bajarlas, haciéndolas reventar con el cuerpo, y poniéndose siempre muy adelante de la cresta para no ser atrapado por el rulo y revolcado.

Ese verano fue también el de un frustrado romance, con una miraflorina, cuya aparición, en las mañanas, en lo alto de la terraza de Los Baños, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, su melenita corta y sus ojos color de miel, a mí me hacía perder el habla. Se llamaba Flora Flores y me enamoré de ella el primer día que la vi. Pero nunca me hizo caso formalmente, aunque me permitía acompañarla, luego de la playa, hasta su casa, por las inmediaciones del cine Colina, y salía a veces a dar conmigo largas caminatas, bajo los ficus de la avenida Pardo. Era bonita y graciosa, de humor rápido, y a su lado yo me volvía torpe y balbuceante. Mis tímidos avances para que fuera mi enamorada eran desechados de una manera tan sutilmente coqueta, que siempre parecía quedar una esperanza. Hasta que, en uno de esos paseos por la alameda, le presenté a un apuesto amigo, que, para colmo, era campeón de natación: Rubén Mayer. En mis propias barbas comenzó a enamorarla y poco después le cayó, con todo éxito. Caerle a una chica, declararse, es una costumbre que declinaría hasta ser hoy algo que a las nuevas generaciones, expeditivas y pragmáticas en materia de amor, les parece una idiotez prehistórica. Yo guardo una tierna memoria de esos rituales de que estaba hecho el amor cuando era adolescente y a ellos debo que esta etapa de mi vida haya quedado en mi recuerdo no sólo como violenta y represiva, sino, también, hecha de momentos delicados e intensos que me resarcían de todo lo demás.

Creo que fue en ese verano de 1951 que mi papá viajó por primera vez a Estados Unidos. No estoy muy seguro, pero debe de haber sido en esos meses, pues recuerdo haber gozado en esa temporada de una libertad inconcebible si hubiera estado él en casa. El año anterior nos habíamos mudado, una vez más. Mi padre vendió la casita de La Perla y alquiló un departamento en Miraflores, en la misma quinta de la calle Porta donde, más o menos por la misma fecha, se mudaron los abuelos. Pese a la vecindad, las relaciones de mi padre con los Llosa seguirían siendo nulas. Si se cruzaba en la calle con mis abuelos, los saludaba, pero jamás se visitaban, y sólo yo y mi mamá frecuentábamos las casas de mis tíos.

Ir a Estados Unidos era un sueño acariciado desde mucho antes por mi padre. Admiraba ese país y uno de sus orgullos era haber aprendido el inglés de joven, lo que le había servido para conseguir sus trabajos en Panagra y, luego, la representación de la ins en Perú. Desde que mis hermanos se mudaron allá, hablaba de ese proyecto. Pero en ese primer viaje no fue a Los Ángeles, donde vivían Ernesto y Enrique con su madre, sino a Nueva York. Recuerdo haber ido a despedirlo con mi mamá y los empleados del ins, al aeropuerto de Limatambo. Estuvo en Estados Unidos varias semanas, quizás un par de meses, intentando un negocio de ropa, en el que aparentemente le fue mal, pues, más tarde, lo oí quejarse de haber perdido en aquel intento neoyorquino parte de sus ahorros.

El hecho es que ese verano me sentí más libre. El trabajo me tenía sujeto desde el atardecer hasta la medianoche, pero no me molestaba. Me hacía sentir adulto y me enorgullecía que a fin de mes mi padre me pagara un sueldo, como a los redactores y radiooperadores de la International News Service. Mi trabajo era menos importante que el de ellos, claro está. Consistía en correr de la oficina a La Crónica, que estaba en la vereda opuesta, de esa misma calle de Pando, llevando los boletines informativos, cada hora o cada dos horas, o cuando había algún flash. El resto del tiempo lo aprovechaba leyendo esas novelas que se habían vuelto una adicción. A eso de las nueve de la noche, con el redactor y el radiooperador de turno nos íbamos a comer a una fonda de la esquina, llena de conductores del tranvía a San Miguel, cuyo terminal se hallaba al frente.

En esos meses, corriendo entre las mesas de redacción de la oficina y La Crónica, se me vino a la cabeza la idea de ser periodista. Esta profesión, después de todo, no estaba tan lejos de aquello que me gustaba -leer y escribir-, y parecía una versión práctica de la literatura. ¿Por qué objetaría mi padre el que yo fuera periodista? ¿No lo era él, en cierto modo, al trabajar en la International News Service? Y, en efecto, la idea de que fuera periodista no le pareció mal.

En el cuarto de media no creo ya haber dicho a nadie que sería marino, sino, repetido una y otra vez, hasta convencerme de ello, que, luego del colegio, estudiaría periodismo. Y uno de esos fines de semana, mi padre me dijo que hablaría con el director de La Crónica para que me permitiera trabajar allí los tres meses del próximo verano. Así vería desde adentro lo que era esa profesión.

En ese año de 1951 escribí una obra de teatro: La huida del inca. Leí un día, en La Crónica, que el ministerio de Educación convocaba a un concurso de obras teatrales para niños, y ése fue el acicate. Pero la idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, y acaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria. Tengo muy viva en la memoria la primera obra teatral que vi, cuando era un niño de pocos años, en Cochabamba, en el teatro Achá. El espectáculo era en la noche y para grandes, y no sé por qué cargaría conmigo mi mamá. Nos sentamos en un palco y de pronto se levantó el telón y allí, bajo una luz muy fuerte, unos hombres y mujeres no contaban sino vivían una historia. Como en las películas, pero todavía mejor, porque éstas no eran figuras en una pantalla sino seres de carne y hueso. En un momento, durante una discusión, uno de los caballeros le daba una cachetada a una señora. Rompí a llorar y mi mamá y mis abuelos se reían: «Pero si es de mentira, zoncito.»

Aparte de las veladas en el colegio, no recuerdo haber ido al teatro hasta el año que entré al Leoncio Prado. Ese año, sí, fui varios sábados, al teatro Segura, o al Municipal, o al pequeño escenario de la Escuela Nacional de Arte Escénico -en los alrededores de la avenida Uruguay-, generalmente a platea alta o incluso a la cazuela, a ver a compañías españolas o argentinas -en esa época, parece mentira, en Lima ocurrían esas cosas-, que montaban piezas de Alejandro Casona, de Jacinto Grau, o de Unamuno, y, a veces -raras veces-, alguna obra clásica de Lope de Vega o Calderón. Iba siempre solo, porque a ninguno de mis amigos del barrio le hacía gracia ir al centro de Lima a soplarse una obra de teatro, aunque alguna vez se animaba a acompañarme Alberto Pool. Mala o buena, la representación siempre me dejaba la cabeza llena de imágenes para fantasear muchos días, y cada vez salía del teatro con la secreta ambición de ser algún día un dramaturgo.

No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopradinos el derecho a ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.

Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra -espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual- ni del certamen al que la presenté.

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