Entre fines de setiembre y mediados de octubre de 1989, luego de inscribir mi candidatura en el Jurado Nacional de Elecciones, hice un viaje relámpago por cuatro países a los que, desde el principio de la campaña, me refería como ejemplo del desarrollo que puede alcanzar cualquier país de la periferia que elija la libertad económica y se inserte en los mercados mundiales: Japón, Taiwan, Corea del Sur y Singapur.
Carecían de recursos naturales, estaban superpoblados y habían partido de cero, por su condición colonial o atrasada o a causa de una guerra que los devastó. Y los cuatro habían conseguido, optando por el desarrollo hacia afuera -la exportación- y promoviendo la empresa privada, una industrialización y modernización rapidísimas, que acabaron con el desempleo y elevaron sus niveles de vida de manera notable. Los cuatro -pero, sobre todo, Japón- competían ahora en los mercados mundiales con los países más avanzados. ¿No eran un ejemplo para el Perú?
El viaje tenía como objetivo mostrar a los peruanos que algo que preconizábamos -la apertura de nuestra economía hacia el Pacífico- lo poníamos en marcha desde ahora, adelantando gestiones con autoridades, empresas e instituciones financieras de esos países. Y que yo era lo bastante conocido en la escena internacional como para ser recibido en aquellos medios. [20] Álvaro consiguió que cada noche de mi gira, entre el 27 de setiembre y el 14 de octubre de 1989, la televisión peruana pasara las imágenes que le enviaba por satélite el bigotudo camarógrafo que nos acompañó: Paco Velázquez.
Este camarógrafo viajó con nosotros gracias a Genaro Delgado Parker, uno de los dueños del Canal 5, quien pagó sus gastos. Para entonces, Genaro, viejo conocido y amigo, pasaba por un entusiasta de mi candidatura. La noche del lanzamiento de ésta, en Arequipa, el 4 de junio de 1989, nos regaló un millón de dólares en espacios publicitarios, luego de una discusión con Lucho Llosa, en la que éste lo acusó de ambiguo y oportunista en sus operaciones políticas. Genaro me visitaba de tanto en tanto para hacerme sugerencias y contarte chismes políticos; y para explicarme que si en los noticieros y programas del Canal 5 se me atacaba, era culpa de su hermano Héctor, miembro del partido aprista, íntimo amigo y asesor de la presidencia durante el primer año de gobierno de Alan García.
Según Genaro, Héctor había ganado para su causa al hermano menor, Manuel, y entre ambos lo habían puesto en minoría en el canal, de modo que se había visto obligado a renunciar a tener cargo ejecutivo alguno y al directorio de la empresa. Genaro me hacía sentir siempre que yo había sido la causa original de su ruptura con Héctor -en la que, incluso, había mediado hasta un puñete-, pero que él prefirió esa crisis familiar a abdicar de una visión de la economía y la política que coincidía con la mía. Desde que trabajé con él, como periodista, aún adolescente, en radio Panamericana, había sentido una irremediable simpatía por Genaro, pero siempre tomé con un grano de sal sus declaraciones de amor político. Pues creo conocerlo lo bastante para saber que su gran éxito como empresario se ha debido no sólo a su energía y talento (que tiene de sobra) sino, también, a su genio camaleónico, su habilidad mercantilista para nadar en el agua y el aceite y persuadir al mismo tiempo a Dios y al diablo de que es hombre suyo.
Su conducta, durante la campaña contra la estatización, fue errática. Al principio, tomó una actitud frontal contra la medida y el Canal 5, que entonces dirigía, nos abrió sus puertas y fue poco menos que vocero de nuestra movilización. La víspera del mitin de la plaza San Martín, vino a verme con sugerencias, algunas muy divertidas, para mi discurso, que el Canal 5 transmitió en directo. Pero, en los días siguientes, su posición fue mudando de la solidaridad a la neutralidad, y luego a la hostilidad, de manera astronáutica. La razón era una convocatoria, en lo más arduo de la campaña, que recibió de Alan García, quien lo invitó a tomar desayuno a Palacio de Gobierno. Acabando esa entrevista, Genaro corrió a mi casa, a contármela. Me dio una versión de su charla con el presidente, en la que éste, además de despotricar contra mí, le había hecho veladas amenazas que no me detalló. Lo noté bastante removido por aquel encuentro: entre asustado y eufórico. El hecho es que, inmediatamente después, Genaro partió a Miami, donde se hizo humo. Fue imposible localizarlo. El menor de los Delgado Parker -Manuel, gerente también de Radioprogramas-, que quedó a cargo de la empresa, nos eliminó de los boletines y puso muchas trabas y dificultades para pasar incluso nuestros avisos pagados.
Luego de unos meses, Genaro volvió a Lima, y, como si nada hubiera ocurrido, reanudó sus contactos conmigo. Me visitaba con frecuencia en mi casa de Barranco, me ofrecía ayuda y consejos, pero indicándome que su influencia en el canal era ahora limitada, pues Héctor y Manuel se habían coaligado contra él. Pese a ello, el millón de dólares en publicidad que nos donó fue respetado por la empresa aun después de que Genaro dejó de dirigir el canal. A lo largo de casi toda la campaña, Genaro posó de hombre nuestro. Estuvo en el lanzamiento de mi candidatura en Arequipa y para promoverla reunió un pequeño grupo de periodistas que, de acuerdo con mi hijo Álvaro, distribuía a los medios de prensa materiales que podían ayudarnos. Así fue como el camarógrafo Paco Velázquez viajó por el Asia conmigo.
Menos inteligente y habilidoso que Genaro, su hermano Héctor optó por comprometerse con el apra, asumiendo delicadas responsabilidades en el gobierno de Alan García. Fue comisionado de éste para negociar con el gobierno francés la reducción de compra de veintiséis aviones Mirage, que el gobierno de Belaunde había encargado, y parte de los cuales Alan García decidió devolver. La larga negociación -por la que, al final, el Perú retuvo doce y devolvió catorce- terminó en un acuerdo que nunca quedó claro. Éste era uno de los asuntos en que, se rumoreaba con insistencia, había habido malos manejos y millonadas comisiones. [21] Yo anuncié que, si llegaba al gobierno, el asunto de los Mirage sería investigado al igual que todos aquellos en los que había presunción de delito.
En repetidas ocasiones fui aconsejado por asesores y aliados del Frente de que evitara referirme a los Mirage, por el riesgo de que el Canal 5 se convirtiera en enemigo despiadado de mi candidatura. Deseché el consejo por la razón ya consignada: para que nadie se engañara en el Perú sobre lo que iba a hacer si era elegido. No acuso de manera formal en este asunto a Alan García y Héctor Delgado Parker. Pues, aunque traté de informarme al detalle sobre la negociación de los Mirage, nunca llegué a hacerme una idea definitiva al respecto. Pero, por ello mismo, era necesario averiguar si el acuerdo había sido limpiamente negociado, o no.
En pleno viaje por Asia, una noche me llegó al hotel de Seúl un fax de Álvaro: Héctor Delgado Parker había sido secuestrado, el 4 de octubre de 1989, en las vecindades de Panamericana Televisión, por un comando del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, que, en la operación, asesinó a su chofer y lo hirió a él. Héctor permaneció secuestrado 199 días, hasta el 20 de abril de 1990, en que sus captores lo soltaron en las calles de Miraflores. Durante este tiempo, el director ejecutivo del Canal 5 fue el menor de los hermanos, Manuel, pero Genaro volvió a tener injerencia en la empresa. En una conferencia de prensa, en el Foro sobre Economía y Agricultura 1990-1995, organizado por la Universidad Agraria, el 30 de enero de 1990 (en la que, dicho sea de paso, exasperado por la ferocidad de las calumnias del oficialismo que arreciaban en esos días, me excedí, llamando al de Alan García «un gobierno de cacasenos y bribones»), mencioné, entre los asuntos que serían objeto de una investigación futura, el de los Mirage. Días después, en uno de los más misteriosos episodios de la campaña, los captores de Héctor autorizaron a éste a responderme y a proclamar su inocencia, desde la «cárcel del pueblo», en un vídeo que fue pasado en el programa de César Hildebrandt, en el Canal 4, el domingo 11 de febrero de 1990. La víspera, Manuel Delgado Parker había buscado a Álvaro para hacerle saber la existencia de ese vídeo y asegurarle que la familia no autorizaría su difusión. La prensa aprista me acusó de poner en peligro la vida de Héctor, por mencionar los Mirage mientras se hallaba secuestrado. A partir de aquel episodio, el Canal 5 se convertiría en pieza clave de la campaña orquestada por el gobierno contra nosotros.
Pero faltan unos meses para entonces y durante el viaje a Oriente, a comienzos de octubre de 1989, gracias a los buenos oficios de Genaro y su camarógrafo, Álvaro pudo inundar los canales y los diarios con imágenes en las que yo aparecía poco menos que como un jefe de Estado, conversando con el presidente de Taiwan, Lee Teng-hui o con el primer ministro de Japón, Toshiki Kaifu. Este último se mostró muy cordial conmigo. El 13 de octubre de 1989, para recibirme, aplazó una cita con Carla Hill, secretaria de Estado norteamericana para el Comercio, y en nuestra breve charla me aseguró que Japón apoyaría a mi eventual gobierno en sus esfuerzos para reinsertar al Perú en la comunidad financiera. Me dijo que veía de manera favorable nuestro empeño en atraer inversiones japonesas. El primer ministro Kaifu había sido presidente de un comité de amistad peruano-japonesa de la Dieta y estaba enterado de que yo había puesto con frecuencia al Japón como prueba de que un país podía levantarse de sus ruinas y postulado la apertura económica del Perú hacia el Pacífico. (En la segunda vuelta electoral, el ingeniero Fujimori sacaría buen provecho de esta prédica, diciéndoles a los electores: «Estoy de acuerdo con lo que dice el doctor Vargas Llosa sobre el Japón. Pero ¿no creen ustedes que un hijo de japoneses puede tener más éxito que él en esa política?»)
La Keidanren, confederación de empresas privadas del Japón, organizó una reunión en Tokio entre representantes de industrias y bancos japoneses y los empresarios que me acompañaron en la gira: Juan Francisco Raffo, Patricio Barclay, Gonzalo de la Puente, Fernando Arias, Raymundo Morales y Felipe Thorndike. Pedí a éstos que viajaran conmigo porque representaban en sus respectivas ramas -finanzas, exportaciones, minería, pesquería, textiles, metalmecánica- a empresas modernas, y porque los consideraba empresarios eficientes, deseosos de progresar y capaces de aprender de las empresas que visitamos en los «cuatro dragones». Era bueno mostrar a los gobiernos y a los inversionistas asiáticos que nuestro proyecto de apertura contaba con el apoyo del sector privado peruano.
Éste fue uno de los pocos casos en que hubo un trabajo conjunto de grupos orgánicos del empresariado y mi candidatura. La simpatía de este sector hacia mí cuando la batalla contra la estatización fue unánime. Luego, cuando empecé a promover la economía de mercado y a pedir un mandato para desmontar el proteccionismo y abrir las fronteras a la importación, cundió el pánico en muchos de ellos. Algunos desenterraron el esqueleto tremebundo: la destrucción de la industria nacional. ¿Cómo podrían competir los empresarios nacionales con aquellos, poderosísimos, del extranjero, que inundarían el mercado con productos a precios de dumping? Yo les contestaba que no debía de ser imposible cuando, en Chile, ahora una economía abierta, las industrias, en vez de desaparecer, habían proliferado.
Las discusiones sobre este tema fueron largas y difíciles. Una economía deformada por prácticas mercantilistas deforma al propio empresario, en quien genera una mentalidad pasiva y dependiente de la protección estatal, una psicología insegura y miedo pánico a la competencia. Tuve tensos encuentros con los ensambladores de automóviles, que me visitaron varias veces. La idea de que con la liberalización pudieran llegar al Perú automóviles usados o de bajo precio, los espantaba. ¿Quién iba a comprar un Toyota armado en el Perú cuyo costo era de veinticinco mil dólares cuando se ofrecieran coches coreanos Hyundai a cinco mil? Mi respuesta fue siempre categórica. Si una empresa era incapaz de sobrevivir en competencia con otra extranjera, debía reconvertirse o desaparecer, pues mantenerla, levantando barreras proteccionistas, era ir contra los intereses del pueblo peruano.
Algunos empresarios peruanos no lo aceptaron nunca -«Antes los comunistas que Vargas Llosa», llegó a afirmar, me han dicho, uno de los más conservadores, don Gianflavio Gerbolini-, pero lo cierto es que otros, y creo que muchos otros, como algunos de los que me acompañaron a Oriente, llegaron a convencerse de que sólo una reforma liberal garantizaría un futuro a la empresa privada.
Aborrecido y atacado sin tregua por la izquierda, en cuya demonología aparecía siempre como el gran responsable de la explotación y la injusticia social, y como el antipatriota aliado o sirviente del capital extranjero; obligado, por el sistema mercantilista, a transgredir continuamente la ley sobornando funcionarios y evadiendo impuestos para tener éxito; acostumbrado a la inseguridad de leyes y disposiciones contradictorias y cambiantes según los vaivenes de un mundo político arbitrario; temeroso de las nacionalizaciones y confiscaciones y por ello impedido de planear operaciones de largo aliento y siempre tentado de asegurarse invirtiendo parte de su patrimonio en el extranjero, el empresario peruano estaba lejos de ser aquel capitán de empresa audaz, protagonista de la gran revolución industrial de los países desarrollados. Pero, también, de ser ese chivo expiatorio en quien socialistas y populistas veían al responsable de nuestro subdesarrollo. Su participación en política había sido nula o vergonzante; se había limitado a tratar de influenciar a los políticos, es decir, en muchos casos, a comprarlos.
Para muchos de ellos fue una sorpresa que, desde mi primera intervención pública, yo hiciera una reivindicación fogosa de la empresa y del empresario privados, y que en mi campaña figuraran con rasgos muy distintos a como estaban acostumbrados a ser tratados en los discursos políticos. Y que dijera, una y otra vez, que en la sociedad que queríamos construir el empresario privado sería el motor del desarrollo, gracias a cuya visión se crearían los puestos de trabajo que necesitábamos, llegarían al Perú las divisas que hacían falta e irían elevándose los niveles de vida de la población, alguien reconocido y aprobado por una sociedad sin complejos, consciente de que en un país de economía de mercado, el éxito de las empresas favorece al conjunto de la comunidad.
Nunca oculté a los empresarios que, en una primera etapa, a ellos les tocaría hacer grandes sacrificios. Ahora estoy menos seguro, pero, entonces, me pareció que muchos, acaso la mayoría, llegaron a admitir que tenían que pagar ese precio si querían ser algún día los pares de esos empresarios que, en Japón, Taiwan, Corea del Sur o Singapur, nos mostraban sus fábricas y nos dejaban mareados con sus índices de crecimiento y sus ventas por el mundo. A algunos de ellos por lo menos llegué a contagiarles mi convicción de que sólo dependía de nosotros que, un día no lejano, esa inmunda y violenta ciudad en que se ha convertido la Ciudad de los Reyes (como se llamaba a Lima en la Colonia) luciera ante el turista como la impecable y modernísima ciudad-Estado de Singapur.
«Estos rascacielos que usted ve allí, esa avenida con boutiques que no tienen nada que envidiar a las de Zurich, Nueva York o París, y esos hoteles de cinco estrellas, eran, cuando yo llegué aquí hace treinta años, fangales infestados de cocodrilos y mosquitos.» Veo al personaje, señalando desde su ventana de la Cámara de Comercio de Singapur, que él presidía, el centro de esa ciudad, de ese diminuto país, que me dejó una imborrable impresión.
Como el Perú, Singapur era una sociedad multirracial -blancos, chinos, malayos, hindúes-, de lenguas, tradiciones, costumbres y religiones distintas. Pero ellos tenían además un territorio diminuto, cuya población apenas cabía en él, y padecían de calor asfixiante y lluvias torrenciales. Salvo una buena situación geográfica, carecían de recursos naturales. Es decir, eran víctimas de todos aquellos factores considerados los peores obstáculos para el desarrollo. Y, sin embargo, se habían convertido en una de las sociedades más modernas y avanzadas del Asia, con un altísimo nivel de vida, el puerto más grande y eficiente del mundo -una especie de clínica por su albura, donde un barco descargaba y cargaba en apenas ocho horas- e industrias de alta tecnología. [22] (Su gdp entre 1981 y 1990 había sido de un 6,3 por ciento promedio y sus exportaciones entre 1981 y 1989 de 7,3 por ciento, según el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.) Sus razas, religiones y usos distintos coexistían en esa Meca financiera, con una de las bolsas más activas del globo y un sistema bancario con redes por todo el planeta. Todo ello se había logrado en menos de treinta años, gracias a la libertad económica, el mercado y la internacionalización. Es verdad que el régimen de Lee Kwan-yooh había sido autoritario y represivo (sólo ahora comenzaba a tolerar la oposición y la crítica), lo que yo no iba a imitar. Pero ¿por qué no podía el Perú llevar a cabo un desarrollo semejante, dentro de la democracia? Era posible, si una mayoría de peruanos lo decidía. Y a esas alturas de la campaña, los signos eran favorables: las encuestas me ponían siempre muy por delante, con intenciones de voto a mi favor que oscilaban entre el cuarenta y el cuarenta y cinco por ciento.
No era fácil obtener ofertas de ayuda y de inversiones, siendo un simple candidato. Sin embargo, conseguimos promesas concretas para el pas (Programa de Apoyo Social) de unos cuatrocientos millones de dólares (Taiwan, doscientos millones, y Corea del Sur y Japón, cien millones cada uno). En la gira pude mostrar a los gobiernos de esos países y a muchas empresas lo que íbamos a hacer para enmendar el rumbo autodestructivo que había tomado el Perú. Nuestra imagen había caído a extremos lastimosos: un país inseguro y violento, puesto en cuarentena por la comunidad financiera, al que ésta, desde la declaratoria de guerra del gobierno aprista al Fondo Monetario Internacional, había segregado de su agenda, excluyéndolo de todo programa de créditos o ayudas y desinteresándose de su existencia.
A mis argumentos de que el Perú gozaba de recursos que los países asiáticos necesitaban -empezando por el petróleo y los minerales- y que por lo tanto era posible complementar ambas economías convirtiendo al Pacífico en un puente de intercambios, las respuestas solían ser siempre las mismas. Sí, pero, antes, el Perú tenía que salir de su atasco con el Fondo Monetario Internacional, sin cuyo aval ningún país, banco o empresa confiaría en el gobierno peruano. La segunda condición era poner punto final al terrorismo.
En el caso del Japón, el asunto resultaba particularmente delicado. Autoridades y empresarios nos dijeron, sin rodeos, su disgusto por el incumplimiento de los compromisos adquiridos por el Perú con motivo del oleoducto norperuano, financiado por ese país. Los gobiernos habían dejado de amortizar hacía años esta deuda contraída en tiempos de la dictadura militar, pero, más grave aún para un país donde la forma lo es todo, el actual ni siquiera ofrecía explicaciones. Los responsables no contestaban las cartas ni los télex. Y los enviados especiales no habían sido recibidos ni por el presidente ni por los ministros sino por funcionarios de segundo nivel que respondían con evasivas y promesas deshuesadas (la famosa institución peruana del memo: dar largas hasta que el interlocutor se canse de insistir). ¿Eran éstas maneras de actuar entre países amigos?
A funcionarios y empresarios repetí que era contra este género de procedimientos y de moral política que yo estaba luchando. Y a todos expliqué que en nuestro programa eran prioritarias la renegociación con el fmi y la lucha contra el terror. No sé si me creyeron. Pero algunas cosas conseguí. Entre ellas, un acuerdo con la Keidanren para celebrar en Lima, inmediatamente después de la elección, una reunión de empresarios peruanos y japoneses encargada de echar las bases de una colaboración que abarcaría desde el tema de las deudas impagas hasta la manera como Japón podía ayudar al Perú a reinsertarse en el mundo financiero y los sectores en los que las empresas japonesas podían invertir en el Perú. El incansable Miguel Vega Alvear, quien había organizado la gira por el Oriente, quedó encargado de preparar este encuentro, a fines de abril o comienzos de mayo (las elecciones debían celebrarse el 10 de abril y no descartábamos la idea de ganar en primera vuelta).
El recibimiento más espectacular en la gira lo tuve en Taiwan. Y salí de allí convencido que de ese país vendrían inversiones importantes apenas ganáramos la elección. Funcionarios de Relaciones Exteriores me esperaban al pie del avión, dos coches con sirenas me escoltaron en todos los desplazamientos, me recibió en audiencia oficial el presidente Lee Teng-hui, así como el ministro de Relaciones Exteriores, tuvimos una sesión de trabajo con los dirigentes del Kuomintang y con empresarios privados. Y algo que yo había pedido con insistencia: una información detallada sobre la reforma agraria que transformó la isla de grandes dominios semifeudales que era al llegar allí Chiang Kai-shek en un archipiélago de pequeñas y medianas granjas en manos de propietarios privados. Esta reforma fue el impulso de partida del despegue industrial que convirtió a Taiwan en la potencia económica que es hoy.
Cuando yo era estudiante, en los años cincuenta, Taiwan era una mala palabra en América Latina. Los sectores progresistas consideraban que «taiwanizarse» era el peor de los oprobios para un país. Según la ideología reinante, esa confusa mezcla de socialismo, nacionalismo y populismo que arruinó a América Latina, la imagen de Taiwan era la de una factoría semicolonial, un país que vendió su soberanía por un plato de lentejas: esas inversiones norteamericanas que permitían la existencia de manufacturas en las que millones de obreros miserablemente pagados cosían pantalones, camisas y vestidos para las transnacionales. A mediados de los años cincuenta, la economía peruana -cuyo volumen de exportación llegaba a los dos mil millones de dólares anuales- era superior a la de Taiwan y la renta per cápita de ambos países estaba por debajo de los mil dólares. Cuando yo visité la isla, la renta per cápita en el Perú había descendido a cerca de la mitad de lo que era en los años cincuenta y la de Taiwan había aumentado más de siete veces (7.350 dólares para 1990). Y luego de haber crecido a un ritmo promedio de 8,5 por ciento anual entre 1981 y 1990 (y sus exportaciones a un promedio anual del 12,1 por ciento entre 1981 y 1989), [23] Taiwan tenía ahora unas reservas de setenta y cinco mil millones de dólares, en tanto que al terminar el período de Alan García las reservas peruanas eran negativas y abrumaba al país una deuda externa de veinte mil millones de dólares.
A diferencia de Corea del Sur, cuyo desarrollo, no menos impresionante, había tenido como motores a siete enormes grupos económicos, en Taiwan hubo una multiplicación de empresas de mediano y pequeño formato, de muy alto nivel tecnológico: en 1990 el ochenta por ciento de sus fábricas, orientadas la mayoría a la exportación y de alta competitividad, tenían menos de veinte trabajadores. Éste era un modelo que nos convenía. Autoridades y empresarios de Taiwan no ahorraron esfuerzos para satisfacer mi curiosidad y me prepararon un programa de visitas que, aunque demoledor, resultó muy instructivo. Recuerdo, sobre todo, la impresión de ciencia ficción que me dio el parque científico industrial de Hsin Chu, donde las grandes empresas del mundo eran invitadas a experimentar con productos y tecnologías para el futuro. En Taiwan recibí las promesas más firmes de ayuda, si el Frente Democrático asumía el poder.
Naturalmente, había detrás de ello un interés político. El Perú rompió con Taiwan para reconocer a la República Popular China, en tiempos de la dictadura de Velasco. Desde entonces, los gobiernos peruanos habían reducido los contactos e intercambios comerciales; con Alan García, se habían extinguido. Para tener alguna presencia en el Perú, Taiwan mantenía una compañía comercial en Lima, cuyo gerente era el representante oficioso de su gobierno. Pero ni siquiera estaba autorizado a dar visados. Aunque en ninguna de las entrevistas me pidieron nada concreto, yo adelanté a las autoridades que mi gobierno abriría relaciones consulares y comerciales, sin romper con la República Popular China.
Al igual que lo había hecho con la señora Thatcher y Felipe González, gobernantes de países con problemas de esta índole, pedí a los dirigentes de Taiwan asesoría en lo que concierne a la acción antiterrorista. Como aquéllos, éstos también me la prometieron. Y me concedieron de inmediato dos becas, para un cursillo de ocho semanas sobre estrategia antisubversiva. El Movimiento Libertad envió a Henry Bullard, un jurista miembro de la Comisión de Derechos Humanos y Pacificación del Frente Democrático y a un personaje tan enigmático como eficiente, del que nunca llegué a saber gran cosa, salvo que era karateka y nisei: el profesor Oshiro. Era el entrenador y director técnico del personal de seguridad de Prosegur, y la persona que reemplazaba a Óscar Balbi -o lo reforzaba-, siguiéndome como una sombra en los mítines y giras por el país. De edad indefinible -entre los cuarenta y cuarenta y cinco, tal vez-, menudo y fuerte como una roca, siempre vestido con una ligera camisa deportiva, su aire tranquilo y apacible me inspiraba confianza. El profesor Oshiro nunca abría la boca, salvo para proferir unos incomprensibles murmullos y nada parecía alterarlo ni lo arrancaba de su ensimismamiento. Ni las agresiones de los búfalos en las manifestaciones ni las tormentas que, de pronto, hacían zangolotear el avioncito en que viajábamos. Pero cuando hacía falta, sus reacciones eran velocísimas. Como aquella vez, en Puno, durante la fiesta de la Candelaria. Habíamos entrado al estadio, donde se celebraba un espectáculo de bailes folklóricos, y una lluvia de piedras nos salió al encuentro, lanzadas desde una tribuna. Antes de que yo atinara a levantar los brazos, el profesor Oshiro ya había extendido su casacón de cuero, a manera de paraguas -parapiedras- sobre mí y detenido, al menos amortiguado, los impactos. El curso antisubversivo en Taiwan no lo impresionó mucho, pero se tomó el trabajo de presentarme un informe de todo lo que oyó y aprendió en él.
Como el viaje por Asia era político, y con una agenda recargada, no tuve casi tiempo en esas semanas para las actividades culturales ni para ver a escritores. Con dos excepciones. En Taipei almorcé con los dirigentes del pen Club local y pude conversar brevemente con la magnífica Nancy Ying, de quien me había hecho buen amigo cuando era presidente internacional de esa organización. Y, en Seúl, el centro coreano del pen me ofreció una recepción, a la que invitó a mis acompañantes. La presidía una figura imponente, envuelta en un kimono de seda bellísimo, con flores estampadas y abanicos de papel pintado. El banquero e industrial Gonzalo de la Puente, haciendo una reverencia renacentista, se inclinó a besarle la mano: «Chère madame…» (Discretamente, le informamos que se trataba de un cher monsieur, poeta venerable y, al parecer, muy popular.)
Apenas regresé a Lima, el 23 de octubre de 1989, di una conferencia de prensa informando sobre mi viaje y las buenas perspectivas para que el Perú desarrollara sus relaciones económicas con los países de la cuenca del Pacífico. La gira fue bien reseñada por los medios. Parecía haber un sentimiento unánime a favor de que el Perú mejorara sus intercambios con países poseedores de gigantescos excedentes financieros para inversión industrial. ¿No era absurdo haber desaprovechado esa oportunidad a la que Chile le estaba sacando ya tan buen partido?
Preocupado por la victoria aplastante del Frente Democrático que anunciaban las encuestas, el 27 de noviembre de 1989 Alan García rompió lo que, por disposición constitucional y costumbre, ha de ser la actitud del presidente en los comicios: una auténtica o fingida neutralidad. Y, en conferencia de prensa, salió a las pantallas de televisión a decir que si nadie se «le pone al frente» (a mí), lo haría él. Por ejemplo, refutando las cifras que yo había dado sobre el número de empleados públicos en el Perú. Según él, había sólo quinientos siete mil en las planillas del Estado. Éste era un tema de capital importancia para nosotros y lo habíamos investigado hasta donde era posible hacerlo. Yo había asistido varias veces a las reuniones de nuestra comisión de Sistema Nacional de Control del Estado, y quien la presidió, la doctora María Reynafarje, nos había hecho una exposición interesantísima sobre las trampas y chanchullos utilizados para abultar el personal de las empresas públicas, en que habían incurrido los sucesivos gobiernos. El de Alan García exageró esta práctica hasta la perversión. El Instituto Peruano del Seguro Social, por ejemplo, tenía un sistema de contratos, con supuestas empresas de seguridad -y unos fondos protegidos por una suerte de secreto militar- que permitía al gobierno pagar los salarios de centenares de matones y pistoleros de sus bandas paramilitares. No me fue difícil, pues, polemizar con él y demostrar, al día siguiente, con cifras a la mano, que el número de peruanos que recibían sueldos y salarios del Estado (oficialmente o mediante el subterfugio de los contratos temporales) excedía el millón. Las encuestas hechas después de esta polémica mostraron que de cada tres peruanos dos me creían a mí y sólo uno a él.
Entonces, y como represalia contra mi publicitado viaje por Asia, Alan García anunció que el Perú reconocía al régimen de Kim il Sung y abría relaciones diplomáticas con Corea del Norte. Esperaba de esta manera impedir, o, por lo menos, dificultar los intercambios económicos del Perú con Corea del Sur, y, de rebote, con los otros países miembros de la cuenca del Pacífico, para los que la dictadura vitalicia de Kim il Sung -que disputaba a Libia el título del Estado más activo promoviendo el terrorismo a escala mundial- era tabú.
Pero no era ésa la sola razón. Con aquel gesto, Alan García también pagaba favores recibidos por él y su partido de aquel régimen que, además de haber sido puesto en cuarentena por la comunidad de países civilizados, representaba una supervivencia de la forma más despótica de megalomanía estalinista. Durante la campaña presidencial de 1985, los medios de comunicación en el Perú habían señalado con extrañeza los continuos viajes de dirigentes apristas y del propio Alan García a Pyongyang, donde, por ejemplo, el diputado Carlos Roca acostumbraba fotografiarse con los dirigentes norcoreanos ataviado con el uniforme proletario. Que el gobierno de Kim il Sung había dado ayuda financiera a la campaña de Alan García era algo que se daba por hecho, e, incluso, había habido una truculenta denuncia en la que un fotógrafo de la revista Oiga [24] sorprendió una reunión clandestina de dirigentes apristas y la delegación oficiosa de Corea del Norte en el Perú, en la que, supuestamente, se había hecho una de estas entregas de dinero ¡en una caja de zapatos!
Durante el gobierno de Alan García los contactos continuaron, de manera más inquietante. Hubo una extraña compra por el ministerio del Interior de metralletas y fusiles norcoreanos para renovar el armamento de la Policía y de la Guardia Civil. Sin embargo, sólo una parte de aquel armamento llegó efectivamente a aquellas fuerzas, y sobre el destino del resto -diez mil piezas, al parecer- corrían múltiples denuncias. Era otro asunto sobre el que el gobierno nunca había dado una explicación convincente. La inquietud por el armamento norcoreano importado no era sólo de la prensa. También, de las Fuerzas Armadas. Los oficiales de la Marina y del Ejército con los que conversé -en citas rocambolescas, en las que había que cambiar de vehículo y de lugar varias veces- se habían referido, todos, a este tema. ¿Qué era de aquellos fusiles? Según los más alarmistas, habían ido a parar a manos de las fuerzas de choque del partido aprista y a sus comandos paramilitares, en tanto que, según otros, habían sido revendidos a narcotraficantes, terroristas o en el mercado internacional, en beneficio del puñado de jerarcas más allegados al presidente.
¿Qué beneficio podía traerle al Perú legitimar a un régimen terrorista, que había entrenado y financiado a los grupos guerrilleros peruanos del mir y del fln en los años sesenta, y que no estaba en condiciones de ser un mercado para nuestros productos ni una fuente de inversiones? Los perjuicios, en cambio, iban a ser abundantes, empezando por el obstáculo que ello significaría para obtener los créditos e inversiones con el gobierno -éste sí opulento en recursos financieros- de Corea del Sur.
De acuerdo con la comisión de Política Exterior del Frente, que presidía un embajador en retiro, Arturo García, y a la que asesoraban (con discreción) varios funcionarios en ejercicio, anuncié, el 29 de noviembre, que, apenas instalado, mi gobierno pondría fin a las relaciones con el régimen de Kim il Sung. Varios miembros de la comisión consultora de Relaciones Exteriores renunciaron a ella en protesta por la decisión de Alan García de reconocer a Corea del Norte.