XVI. EL GRAN CAMBIO

Es costumbre que en la Conferencia Anual de Ejecutivos los candidatos a la presidencia presenten sus planes de gobierno. Las reuniones concitan enorme interés y las exposiciones se hacen ante auditorios repletos de empresarios, dirigentes políticos, autoridades y muchos periodistas.

De los diez candidatos, cade invitó a exponer sólo a los cuatro que, según las encuestas, éramos en diciembre de 1989 los únicos con posibilidad de ser elegidos: los del Frente Democrático, el apra, la Izquierda Unida y el Acuerdo Socialista. A cuatro meses de las elecciones, Alberto Fujimori no aparecía en las encuestas y, cuando asomaba en ellas, disputaba el último lugar con Jeremías Ortiz Arcos, el profeta Ezequiel Ataucusi Gamonal, fundador de la Iglesia Israelita del Nuevo Pacto Universal.

Yo esperaba con impaciencia la ocasión de presentar mi programa, mostrándole al pueblo peruano lo que había de novedoso en mi candidatura y el sentimiento reformista que la animaba. Me tocó cerrar el cade, en la tarde del segundo día, luego de las exposiciones de Alva Castro y Henry Pease, y la de Barrantes, quien expuso ese sábado 2 de diciembre en la mañana. Hablar último me pareció una buena señal. Los panelistas que me tocaron eran un simpatizante del Frente, Salvador Majluf, presidente de la Sociedad Nacional de Industrias, y dos adversarios decorosos: el técnico agrario Manuel Lajo Lazo y el periodista César Lévano, uno de los escasos marxistas ponderados del Perú.

Aunque el equipo de Plan de Gobierno no había concluido el programa, la última semana de noviembre Lucho Bustamante me entregó un borrador de discurso en el que figuraban las medidas centrales. Haciendo milagros con el tiempo, pues eran ésos los días de la polémica con Alan García sobre los empleados públicos, conseguí encerrarme dos mañanas completas para reescribir el texto, [38] y la víspera del cade tuve con el directorio de Plan de Gobierno una sesión de entrenamiento sobre las previsibles objeciones del panel y del público.

Luego de describir el empobrecimiento del Perú en las últimas décadas y la contribución del gobierno aprista al cataclismo («Quienes, creyendo en la palabra del señor Alan García Pérez, expresada en este mismo foro de 1984, invirtieron en intis sus ahorros, hicieron un triste negocio: hoy les queda menos del dos por ciento de lo que ahorraron»), desarrollé nuestra propuesta para «salvar al Perú de la mediocridad, de la demagogia, del hambre, del desempleo y del terror». De entrada y sin medias tintas dejé clara la orientación de las reformas: «Ya tenemos la libertad política. Pero el Perú nunca ha intentado de veras el camino de la libertad económica, sin la cual toda democracia es imperfecta y se condena a la pobreza… Todos nuestros esfuerzos estarán encaminados a convertir al Perú, de este país de proletarios, desocupados y privilegiados que es ahora, en un país de empresarios, de propietarios y de ciudadanos iguales ante la ley.»

Me comprometí a asumir la conducción de la lucha contra el terrorismo y a movilizar a la sociedad civil, armando a las rondas campesinas y obrando para que este ejemplo de autodefensa fuera imitado en los centros de producción urbanos y rurales. Autoridades e instituciones civiles retomarían el control de las zonas de emergencia entregadas a la autoridad militar.

Esta acción sería firme, pero dentro de la ley. Había que acabar con los abusos a los derechos humanos, cometidos por las fuerzas del orden en la acción antisubversiva: de ello dependía la legitimidad de la democracia. Los campesinos y peruanos humildes jamás ayudarían al gobierno a enfrentar a los terroristas mientras se sintieran atropellados por policías y soldados. Para mostrar la decisión del gobierno de no tolerar abusos de ese género, yo tenía decidido -así se lo adelanté a Ian Martin, secretario general de Amnistía Internacional, que me visitó el 4 de mayo de 1990- nombrar un comisionado de derechos humanos, que tendría oficina en Palacio de Gobierno. En los meses siguientes, luego de barajar muchos nombres, pedí a Lucho Bustamante que sondeara a Diego García Sayán, abogado joven, que había fundado la Asociación Andina de Juristas y que, aunque vinculado a Izquierda Unida, parecía capaz de ejercer imparcialmente el cargo. Este comisionado no sería decorativo, tendría poderes para atender las denuncias, hacer investigaciones por su propia cuenta, iniciar acciones ante el Poder Judicial, y diseñar proyectos de información y educación de la opinión pública, en colegios, sindicatos, comunidades agrarias, cuarteles y comisarías.

Además de éste, habría otro comisionado, responsable del programa nacional de privatización, reforma clave del programa, que yo quería también seguir de cerca. Ambos comisionados tendrían rango de ministros. Para esta tarea había designado a Javier Silva Ruete, quien estaba al frente del plan de privatización.

El primer año sería la etapa más difícil, debido al inevitable carácter recesivo de la política antiinflacionaria, cuyo objetivo era reducir el aumento de los precios a un diez por ciento anual. En los dos años siguientes -de la liberalización y las grandes reformas- el crecimiento sería moderado en la producción, el empleo y el ingreso. Pero, a partir del cuarto, entraríamos a un período muy dinámico, sobre una base firme. El Perú habría comenzado el despegue hacia la libertad con bienestar.

Expliqué todas las reformas, empezando por las más controvertidas. Desde la privatización de las empresas públicas -se iniciaría con unas setenta firmas, entre ellas el Banco Continental, la Sociedad Paramonga, la Empresa Minera Tintaya, Aero Perú, Entel Perú, la Compañía Peruana de Teléfonos, el Banco Internacional, el Banco Popular, Entur Perú, Popular y Porvenir Compañía de Seguros, epsep, Laboratorios Unidos S. A. y la Reaseguradora Peruana, y se continuaría hasta que el sector público en su integridad hubiera pasado a manos privadas- hasta la reducción de los ministerios a la mitad de los existentes.

En educación, anticipé una reforma integral, para que la igualdad de oportunidades fuera por fin posible. Sólo si los niños y jóvenes peruanos pobres recibían una formación de alto nivel estarían en condiciones de igualdad, para abrirse campo en la vida, con aquellos niños y jóvenes de familias de medios y altos ingresos que podían frecuentar colegios y universidades privados. Para elevar el nivel de aquéllos era necesario reformar los planes de estudios -a fin de que tuvieran en cuenta la heterogeneidad cultural, regional y lingüística de la sociedad peruana-, modernizar la preparación de los docentes, pagarles buenos salarios y dotarlos de planteles bien equipados, con bibliotecas, laboratorios y una infraestructura adecuada. ¿Tenía el paupérrimo Estado peruano cómo financiar esta reforma? Desde luego que no. Por ello, pondríamos fin a la gratuidad indiscriminada de la enseñanza. A partir del tercer año de secundaria, la sustituiría un sistema de becas y créditos, a fin de que, quienes estuvieran en condiciones de hacerlo, financiaran en parte o en todo su educación. Nadie que careciera de recursos se quedaría sin colegio ni universidad; pero las familias de medios o altos ingresos contribuirían a que los pobres tuvieran una educación que los preparara para salir de la pobreza. Los padres de familia intervendrían en la administración de los centros escolares y en determinar las contribuciones de las familias.

Casi de inmediato, esta propuesta se convirtió en uno de los más impetuosos caballos de batalla contra el Frente. Apristas, socialistas y comunistas proclamaron que defenderían con su vida «la educación gratuita», que nosotros queríamos suprimir para que ya no sólo comer y trabajar, sino también educarse, fuera privilegio de los ricos. Y a los pocos días del discurso del cade, Fernando Belaunde vino a mi casa, con un memorándum, recordándome que la educación gratuita era postulado programático de Acción Popular. No renunciarían a él. Dirigentes populistas empezaron a hacer declaraciones en el mismo sentido. Las críticas de los aliados tomaron tales proporciones que convoqué una reunión de todos los partidos del Frente Democrático, en el Movimiento Libertad, para discutir la medida. La reunión fue tormentosa. En ella, León Trahtenberg, presidente de la Comisión de Educación, fue duramente cuestionado por los populistas Andrés Cardó Franco, Gastón Acurio y otros.

Yo mismo intervine en la polémica, en aquélla y otras ocasiones, como valedor de la propuesta. Es demagogia postular una educación universalmente gratuita, si el resultado de ello es que tres cuartas partes de los niños estudien en colegios que carecen de bibliotecas, de laboratorios, de baños, de pupitres y pizarras y, muchas veces, de techos y paredes, que los maestros reciban una formación deficiente y ganen sueldos de hambre, y que, por tanto, sólo los jóvenes de clases media y alta -que pueden pagar buenos colegios y buenas universidades- reciban una formación que les asegure el éxito profesional.

En mi conversación con Belaunde fui muy claro: no cedería sobre éste ni sobre punto alguno del programa. Había cedido respecto a las elecciones municipales y las listas parlamentarias, dando muchas ventajas a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano, pero en el plan de gobierno no haría concesiones. La única razón por la que quería ser presidente eran esas reformas. La educativa estaba destinada a acabar con una de las formas más injustas de la discriminación cultural: la derivada de las diferencias de ingreso.

Al final, aunque a regañadientes, y sin poder evitar que, de cuando en cuando, voces disidentes en el seno de la alianza se pronunciaran contra esta medida, conseguimos que Acción Popular la tolerara. Pero nuestros adversarios siguieron atacándonos sin misericordia sobre el tema, con campañas publicitarias y pronunciamientos de sindicatos de maestros y asociaciones magisteriales en defensa de la «educación popular». La campaña fue tal que el propio León Trahtenberg me envió su carta de renuncia a la comisión (no la acepté) y llegó a proponerme, a principios de enero de 1990, que diéramos marcha atrás, en vista de las reacciones negativas. Con el respaldo de Lucho Bustamante, insistí en que era nuestra obligación, ya que la medida nos parecía necesaria, seguir defendiéndola. Pero, pese a mi prédica al respecto -desde entonces, en todos mis discursos hablé del tema-, ésta fue una de las reformas que asustó más a los electores y decidió a buen número de ellos a votar contra mí.

Escribo estas líneas en agosto de 1991, y veo, por recortes periodísticos de Lima, que los maestros nacionales -trescientos ochenta mil- llevan ya cinco meses de huelga, desesperados por sus condiciones de existencia. Los escolares de colegios públicos corren el riesgo de perder el año de estudios. Y si no lo pierden, ya puede uno imaginarse lo que, con el gigantesco paréntesis de cinco meses, significará este año en términos académicos para esos alumnos. El obispo de Huaraz declara en una revista que es un escándalo que el sueldo promedio de un maestro apenas sobrepase los cien dólares mensuales, lo que significa el hambre para ellos y sus familias. Hace cinco meses que, por la huelga, todos los colegios nacionales están cerrados y desde que asumió el poder el nuevo gobierno, el Estado no ha construido una sola aula escolar, por falta de fondos. ¡Pero la educación sigue siendo gratuita y hay que felicitarse de que esa gran conquista popular no fuera destruida!

Esta controversia fue para mí muy instructiva sobre la fuerza del mito ideológico, capaz de sustituir totalmente a la realidad. Porque la gratuidad de la educación pública que con tanto ahínco defendían mis adversarios era inexistente, letra muerta. Desde hacía tiempo, las condiciones ruinosas del erario impedían al Estado construir colegios y la inmensa mayoría de las aulas que se levantaban en barrios marginales y pueblos jóvenes para atender la demanda creciente, las construían los propios vecinos. Y los padres de familia, también, se encargaban del mantenimiento, limpieza y refacción de las escuelas y colegios nacionales por la incapacidad del Estado para asumir los gastos.

Cada vez que yo llegaba a un barrio pobre, en Lima o provincias, recorría varias escuelas. «¿Construyó estas aulas el gobierno?» «¡No! ¡Nosotros!» «¿Y quién fabricó estos pupitres, estos pizarrones? ¿El gobierno o los padres de familia?» «¡Los padres de familia!» «¿Y quién limpia, pinta, barre esta escuela y levanta las paredes que se desmoronan? ¿Ustedes o el gobierno?» «¡Nosotros!» Debido a la crisis económica, hacía ya tiempo que el Estado peruano sólo pagaba los salarios de los maestros. Los padres de familia habían llenado el vacío echándose sobre sus hombros la tarea de construir y mantener las escuelas en todos los barrios y distritos de menores ingresos del país. En mis discursos, yo subrayaba siempre que, en un par de años, Acción Solidaria había construido, gracias a donaciones, trabajo voluntario y colaboración de los vecinos, más guarderías infantiles y aulas escolares que el Estado peruano. Por lo demás, Enrique Ghersi descubrió que ese mismo gobierno aprista que machacaba día y noche la amenaza contra la gratuidad de la enseñanza, había dictado disposiciones por las cuales se obligaba a los padres, para inscribir a sus hijos en los colegios nacionales, a pagar unos «derechos» a las asociaciones de familia que iban a incrementar un fondo educativo nacional. Como muchas otras disposiciones irreales, la gratuidad de la enseñanza, que sólo había servido para perjudicar más a los pobres aumentando la discriminación, había ido siendo rectificada en la práctica, por la fuerza de las cosas.

Yo tenía muchas esperanzas en la reforma de la educación. Estaba convencido de que la manera más eficaz para lograr la justicia social en el Perú era una enseñanza pública de alto nivel. Una y otra vez señalé que había estudiado en colegios nacionales, como el Leoncio Prado y el San Miguel de Piura, y en la Universidad de San Marcos, de manera que conocía las deficiencias del sistema (aunque éstas se habían agravado desde mis épocas de estudiante). Pero estos esfuerzos para persuadir a mis compatriotas de lo bien fundada de nuestra reforma de la educación, fueron inútiles y prevalecieron quienes me acusaban de querer dejar al pueblo en la ignorancia.

Otras dos reformas que anuncié en cade fueron también objeto de feroces ataques: la del mercado laboral y el nuevo diseño del Estado. La primera fue transformada por mis adversarios en una astucia para permitir que los empresarios despidieran a sus trabajadores y la segunda en un proyecto para dejar en la calle a medio millón de empleados públicos. (En un vídeo contra nosotros, que repetía las imágenes de The Wall, de Pink Floyd, el gobierno me presentaba, desfigurado por unos colmillos de Drácula, provocando un apocalíptico shock, en el que se cerraban las fábricas, los precios se disparaban hasta la estratosfera, los niños eran arrojados de las escuelas y los obreros de sus puestos y el país entero estallaba en una explosión nuclear.)

Como la gratuidad de la enseñanza, la estabilidad laboral es una conquista social falaz, que, en vez de proteger al buen trabajador contra el despido arbitrario, se ha convertido en un mecanismo de protección al trabajador ineficiente, y en un obstáculo a la creación de empleos para quienes necesitan trabajar (en el Perú, a fines de 1989, siete de cada diez adultos). La estabilidad laboral favorecía al once por ciento de la población económicamente activa. Era, pues, la renta de una pequeña minoría, que estabilizaba en el desempleo a los desocupados. Las leyes protectoras del trabajador significaban que, con un período de prueba de tres meses, un trabajador se convertía en propietario de su puesto, del que era prácticamente imposible separarlo, pues la «causa justa» para su despido a que se refiere la Constitución había quedado reducida, por las leyes vigentes, a una «falta grave» casi imposible de probar. El resultado era que las empresas funcionaban con personales mínimos y vacilaban antes de expandirse por el temor de verse con el peso muerto de una planilla excesiva. En un país donde el desempleo y el subempleo afectaban a las dos terceras partes de la población y donde crear trabajo era una urgentísima necesidad, había que dar al principio de la estabilidad un sentido de veras social.

Explicando que respetaría los derechos adquiridos -las reformas sólo afectarían a los nuevos contratados-, enumeré en el cade las principales acciones para atenuar los efectos negativos de la estabilidad laboral: la falta de productividad sería incluida entre las «causas justas» de despido, se ampliaría el período de prueba para evaluar la capacidad del trabajador, se ofrecería a las empresas un amplio esquema de contratación temporal que les permitiera adecuar su mano de obra a las variaciones del mercado, y, para combatir el desempleo juvenil, se diseñarían unos contratos de formación y aprendizaje, trabajo a tiempo parcial y contratos de relevo y jubilación anticipada. Asimismo, se permitiría que el trabajador se constituyera en empresa individual y autónoma y contratase con el empleador la prestación de sus servicios. Dentro de este paquete de medidas figuraba la democratización del derecho de huelga, hasta entonces monopolio de las cúpulas sindicales, que, en muchos casos, la imponían al resto de los trabajadores mediante la extorsión. Las huelgas serían decididas por votación secreta, directa y universal y se prohibirían las huelgas que afectaban servicios públicos vitales, las huelgas en apoyo a otros gremios o empresas y se penalizaría la práctica de toma de rehenes y de locales, como complemento de los paros sindicales.

(En marzo de 1990, durante nuestro congreso «La revolución de la libertad», sir Alan Walters, que había sido asesor de Margaret Thatcher, me aseguró que estas medidas tendrían un efecto favorable sobre la creación del empleo. Me reprochó, eso sí, no haber sido tan radical con el salario mínimo, que íbamos a mantener. «Parece que es un acto de justicia», me dijo. «Pero lo es sólo con aquellos que trabajan. En cambio, el salario mínimo es una injusticia con quienes han perdido su trabajo o ingresan al mercado laboral y encuentran las puertas cerradas. Para beneficiar a éstos, los más necesitados de justicia social, el salario mínimo es una injusticia, un obstáculo que les cierra el camino del empleo. Los países donde hay más trabajo son aquellos donde el mercado es más libre.»)

Expliqué, sobre todo en visitas a fábricas, que un trabajador eficiente es algo muy costoso para que las empresas se desprendan de él, y que nuestras reformas no afectarían derechos ya adquiridos, sólo a los nuevos trabajadores, esos millones de peruanos sin empleo o con empleos miserables a quienes teníamos la obligación de ayudar, generando rápidamente trabajo para ellos. Que los trabajadores enajenados por la prédica populista se mostraran hostiles, porque no entendían estas reformas, o porque las entendían y las temían, lo comprendo. Pero que el grueso de los desocupados, en favor de quienes ellas se concibieron, votaran masivamente contra estos cambios, dice mucho sobre el formidable peso muerto de la cultura populista, que lleva a los más discriminados y explotados a votar en favor del sistema que los mantiene en esa condición.

En lo que respecta al medio millón de empleados públicos, vale la pena relatar toda la historia, porque este tema, como el de la gratuidad de la enseñanza, tuvo un efecto devastador contra mí en los sectores humildes y porque a través de él se advierte lo eficaces que pueden ser las malas artes en política. La noticia de que, apenas subiera al gobierno, echaría a la calle a quinientos mil burócratas apareció en la gran orquestadora de patrañas, La República, [39] como una declaración que Enrique Ghersi, el joven turco del Movimiento Libertad, habría hecho en Chile, a un periodista chileno. [40] En verdad, Ghersi no había dicho tal cosa y se apresuró a desmentir la información, apenas regresó al Perú, en la prensa [41] y la televisión. Algún tiempo después, el propio periodista chileno, Fernando Villegas, vino a Lima y desmintió la invención [42] en diarios y en canales peruanos. Pero, a estas alturas, el montaje en torno a los quinientos mil empleados, que llevaron a cabo La República, Hoy, La Crónica y las radios y canales del gobierno se había vuelto ya verdad inconmovible. Hasta dirigentes del Frente Democrático, mis aliados, fueron persuadidos de ella, pues, algunos, como el pepecista Ricardo Amiel y el populista Javier Alva Orlandini, en vez de desmentir la falsedad, la convalidaron ¡criticando a Ghersi por la calumnia que le atribuían! [43]

Lo cierto es que ni Ghersi, ni nadie en el Frente podría haber dicho algo así. No se podía establecer cuántos empleados públicos sobraban, pues ni siquiera había manera de saber cuántos eran. El Frente Democrático tenía una comisión, presidida por la doctora María Reynafarje, tratando de averiguarlo, que había detectado más de un millón (excluyendo a los miembros de las Fuerzas Armadas), pero la evaluación estaba aún en proceso. Desde luego, la inflación burocrática tenía que ser drásticamente reducida, de manera que el Estado tuviera sólo los funcionarios que necesitaba. Pero la transferencia del sector público al privado de las decenas o centenas de miles de sobrantes no se iba a hacer mediante despidos intempestivos. Éramos conscientes del desempleo y mi gobierno, no sólo por razones legales y éticas, también prácticas, no cometería la insensatez de inaugurar su gestión multiplicando este problema. Nuestro designio era la reubicación indolora de la burocracia sobrante. El trasvase iría ocurriendo a medida que, con las reformas, comenzara el crecimiento económico, hubiera nuevas empresas y las existentes pudieran trabajar a plena capacidad. Sería acelerado, por parte del gobierno, con incentivos para lograr renuncias voluntarias o jubilaciones adelantadas. Sin atropellar los derechos de nadie, tratando de que el mercado efectuara la reubicación, pasaría al sector civil buena parte de la burocracia.

Pero la ficción derrotó a la realidad. En una perfecta sincronización, apenas aparecido el infundio de La República (con enormes títulos en la primera página), el gobierno inició la operación, en las radios y canales del Estado y en los adictos, repartiendo por el país millones de volantes, y repitiendo diariamente, en todas las formas posibles, por boca de todos sus voceros, desde los líderes hasta los gacetilleros más tenebrosos, la especie de que yo empezaría mi gobierno con medio millón de despedidos. De nada sirvieron aclaraciones, desmentidos, explicaciones, míos, de Ghersi y de quienes dirigían el Plan de Gobierno.

Desde muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros en los que se la cree confinada. Tal vez porque es una necesidad irresistible que la especie humana trata de aplacar de cualquier modo y aun por conductos inimaginables, la ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un papel tan importante en ella como el Perú, es uno de esos campos abonados para que lo ficticio, lo imaginario echen raíces. Tuve muchas ocasiones de comprobarlo en la campaña, y, sobre todo, en el asunto del medio millón de burócratas amenazados por mi hacha liberal.

La izquierda se plegó de inmediato a la campaña y hubo acuerdos sindicales, manifiestos de protesta y repudio, manifestaciones públicas de empleados y trabajadores del Estado en que me quemaban en efigie o paseaban ataúdes con mi nombre.

El ápice fue una denuncia judicial, presentada contra mí por la cite (Confederación Intersectorial de Trabajadores Estatales), una agrupación controlada por la izquierda que buscaba hacía tiempo su reconocimiento legal: Alan García se apresuró a concedérselo en aquellos días, con ese propósito. La cite inició lo que, en jerga procesal, se llama «una diligencia preparatoria de confesión» ante el Poder Judicial por «el riesgo que corrían sus agremiados de perder sus empleos». Fui citado ante el 26.° Juzgado Civil de Lima. Además de grotesco, el asunto era una aberración jurídica y así lo declararon, incluso, adversarios, como el senador socialista Enrique Bernales y el diputado aprista Héctor Vargas Haya.

En el Comité Ejecutivo y en la Comisión Política de Libertad discutimos si debía comparecer ante el juez, o si esto era colaborar con los maquiavelismos de Alan García, permitiendo a la prensa hostil hacer una gran algazara conmigo, en el Palacio de Justicia, llevado ante los tribunales por los trabajadores amenazados de despido. Decidimos que compareciera sólo mi abogado. Encargué de esta misión a Enrique Chirinos Soto, miembro de la Comisión Política de Libertad, a la que yo lo había invitado como asesor. Enrique, senador independiente, periodista, historiador, constitucionalista, era uno de esos liberales de antaño, como Arturo Salazar Larraín, formado al lado de don Pedro Beltrán. Periodista de fuste, sutil analista político, conservador sin complejos y católico a machamartillo, Enrique es uno de los políticos inteligentes -aunque bastante casquivano- que ha tenido el Perú y un arequipeño que ha sabido mantener la tradición jurídica de su tierra. Asistía casi siempre a las reuniones de la Comisión Política, en las que solía permanecer mudo e inmóvil, despidiendo un aroma de escocés de buena marca, en una especie de catatonia voluntaria. De vez en cuando, algo lo despertaba de su geológico sopor y urgía a hablar: sus intervenciones eran luminosas y nos servían para zanjar intrincados problemas. De cuando en cuando, acordándose de su función de asesor, me enviaba unos pequeños billetes que yo leía con delicia: descripciones del momento político, consejos de tácticas o simples ocurrencias en función de los acontecimientos, escritos con agudeza y humor. (Ninguno de sus muchos talentos le impidió, sin embargo, entre la primera y la segunda vuelta, cometer una gaffe monumental.) Enrique demostraría con facilidad ante el juzgado la impertinencia jurídica de la acción judicial.

El 2 de enero, el juez del 26.° Juzgado Civil de Lima dio marcha atrás en su decisión de hacerme comparecer, y declaró nulo e inadmisible el pedido de la cite. Ésta apeló y Chirinos Soto pudo lucirse con un informe oral ante la Primera Sala Civil de la Corte Superior de Lima, el 16 de enero de 1990, que confirmó aquella decisión. [44]

Como colofón de este episodio, señalo una curiosa coincidencia. Durante el gobierno de Alan García, por causa de la inflación con recesión -la llamada estagnación- los analistas calculan que en el Perú se perdieron unos quinientos mil puestos de trabajo, la misma cifra que, según la campaña, me disponía yo a recortar en la administración pública. El tema daría materia para un ensayo sobre la teoría freudiana de la transferencia y, por cierto, para una novela de política-ficción.

En cambio, no tuvo mayor repercusión otra de las medidas radicales que anuncié en el cade: la reforma de la reforma agraria que hizo el general Velasco y que seguía vigente. Que nuestros adversarios no montaran también con este asunto una gran campaña se debió, tal vez, a que el estado del campo peruano -sobre todo en el sector público de las cooperativas y las sais (Sociedades Agrarias de Interés Social)-, era tan claramente repudiado por los campesinos, que allí hubiera sido más difícil defender el statu quo. O, tal vez, a que el voto campesino -por la migración masiva hacia las ciudades en las últimas décadas- representa ahora apenas el treinta y cinco por ciento del electorado nacional. (Y el ausentismo es más elevado en el campo que en la ciudad.)

También en el agro proponíamos introducir el mercado, privatizándolo, de modo que la transferencia de las empresas estatales y semiestatales a la sociedad civil sirviera para crear una masa de propietarios y empresarios independientes. Gran parte de esta reforma estaba en marcha, por obra de los propios campesinos, quienes, como he dicho, habían venido parcelando las cooperativas -dividiéndolas en lotes privados individuales-, pese a que la ley se lo prohibía. Su acción había afectado a dos tercios del campo pero no tenía valor legal. El movimiento de los parceleros, nacido de manera independiente, en contra de los partidos y sindicatos de izquierda, había sido para mí, desde hacía años, como el de los empresarios informales, un signo esperanzador. Que los más pobres entre los pobres hubieran optado por la propiedad privada, por emanciparse de la tutela estatal, era, aunque no lo supieran ellos mismos, una rotunda demostración de que las doctrinas colectivistas y estatistas habían sido repudiadas por el pueblo peruano y que éste, a través de la dura experiencia, descubría las ventajas de la democracia liberal. Por eso, el 4 de junio, en la plaza de Armas de Arequipa, al proclamarse mi candidatura, los parceleros y los informales fueron los héroes de mi discurso; me referí a ellos, llamándolos la punta de lanza de la transformación para la que pedía el voto de los peruanos.

(Mi estrategia de campaña estuvo basada, en gran parte, en el supuesto de que parceleros e informales serían el principal sustento de mi candidatura. Es decir, en que yo conseguiría persuadir a estos sectores de que lo que ellos estaban haciendo, en las ciudades y en los campos, correspondía a las reformas que quería llevar a cabo. Fracasé sin atenuantes: la inmensa mayoría de parceleros y de informales votaron en contra de mí [más que a favor de mi adversario], atemorizados por mi prédica antipopulista, es decir, en defensa del populismo contra el que habían sido los primeros en rebelarse.)

La renovación de la reforma agraria iba a consistir en dar títulos de propiedad a los cooperativistas que hubieran decidido la privatización de las tierras colectivizadas y en crear mecanismos legales para que pudieran imitarlos las demás cooperativas. La privatización no sería obligatoria. Las que quisieran continuar como tales podrían hacerlo, pero sin subsidios del Estado. En cuanto a los grandes ingenios azucareros de la costa -como Casagrande, Huando, Cayaltí-, el gobierno les facilitaría asesoramiento técnico para transformarse en sociedades anónimas, y sus cooperativistas en accionistas.

El estado ruinoso de estos ingenios -antaño los principales exportadores y captadores de divisas para el Perú- era producto de la ineficiencia y la corrupción que había introducido en ellos el sistema estatista. En un régimen privado y competitivo podían recuperarse y ser instrumentos de empleo y desarrollo en el campo, pues tenían las tierras más ricas y mejor comunicadas del país.

La reforma del régimen de propiedad de la tierra crearía cientos de miles de nuevos propietarios y empresarios, que podrían progresar, gracias a un sistema abierto, sin las trabas y discriminaciones de que ha sido siempre víctima el agro en relación con la ciudad. Desaparecería el control de precios a los productos agrícolas que había condenado a la ruina -o empujado a producir coca- a regiones enteras, donde los campesinos debían vender sus productos por debajo de sus costos, con el consiguiente resultado de que el Perú importaba ahora buena parte de sus alimentos. (Repito que este sistema permitió memorables pillerías: los privilegiados con esas licencias de importación, que recibían dólares subvaluados podían, en una sola de estas operaciones, dejar en cuentas cifradas en el extranjero, millones de dólares. Precisamente, ahora que escribo estas líneas, la revista Oiga [45] revela que uno de los ministros de Agricultura de Alan García, miembro de su círculo de íntimos, Remigio Morales Bermúdez -hijo del ex dictador-, depositó en el Atlantic Security Bank, de Miami, durante su gestión, ¡más de veinte millones de dólares!) Con el régimen de economía de mercado, los agricultores recibirían por los productos del campo precios justos, determinados por la oferta y la demanda, y habría los necesarios incentivos para invertir en agricultura, para modernizar las técnicas de cultivo, e ingresos que permitieran al Estado mejorar la infraestructura vial que había decaído y hasta desaparecido en algunas regiones. Ya no se repetiría el espectáculo, corriente en los últimos años del régimen aprista, de toneladas de arroz producido por los empobrecidos agricultores del departamento de San Martín pudriéndose en sus depósitos mientras el Perú gastaba decenas de millones de dólares importando arroz y, de paso, enriqueciendo a unos cuantos personajes con influencia política.

Éste fue otro tema constante de mis discursos, sobre todo ante auditorios campesinos: las reformas beneficiarían de inmediato a millones de peruanos que malvivían de la tierra; la liberalización traería un crecimiento rápido a la agricultura, la ganadería y la agroindustria y una reestructuración social en favor de los más pobres. Pero, en mis incontables viajes a la sierra y a la ceja de montaña, siempre advertí la resistencia del campesinado, sobre todo el más primitivo, a dejarse convencer. Por siglos de desconfianza y frustración, sin duda, y por mi propia incapacidad para formular este mensaje de manera convincente. Los lugares donde, aun en momentos de máxima popularidad de mi candidatura, percibí más rechazo, fueron las regiones campesinas. Sobre todo, Puno, uno de los departamentos más miserables (y más ricos en historia y en belleza natural del país). Todas mis giras puneñas fueron objeto de violentas contramanifestaciones. En la del 18 de marzo de 1989, en la ciudad de Puno, Beatriz Merino, luego de pronunciar su discurso, sin amilanarse ante una muchedumbre que la abucheaba y le gritaba «¡Fuera, tía Julia!» (nos aplaudía apenas un puñadito de pepecistas pues Acción Popular había boicoteado el mitin), cayó desmayada por la impresión y por los cuatro mil metros de altura y hubo que darle oxígeno allí mismo, en un rincón del estrado. Al día siguiente, 19 de marzo, en Juliaca, Miguel Cruchaga y yo casi no pudimos hablar, por la silbatina y los gritos («¡Fuera, españoles!»). En otra gira, el 10 y 11 de febrero de 1990, nuestros dirigentes me hicieron irrumpir en el estadio, durante las fiestas de la Candelaria, y ya he contado cómo nos recibió una lluvia de proyectiles que, gracias a los reflejos del profesor Oshiro, no me hicieron daño, pero me derribaron al suelo, ignominiosamente. La manifestación del cierre de campaña, el 26 de marzo de 1990, en la plaza de Armas, fue muy concurrida, y no prosperaron los esfuerzos por desbaratarla de grupos de provocadores. Pero era puro espejismo, pues tanto en la primera como en la segunda vuelta, mi porcentaje más bajo de votos en el Perú fue en ese departamento. En el cade adelanté también la privatización del servicio de correos y de aduanas, la reforma tributaria y sólo apunté muchos otros temas, por las limitaciones del tiempo. Entre ellos, el que más me importaba era la privatización. Llevaba tiempo trabajando en ella con Javier Silva Ruete.

Javier, que los lectores de mis libros de alguna manera conocen, pues -con las distancias que separan ficción y realidad- me había servido de modelo para el Javier de mis primeros cuentos y de La tía Julia y el escribidor, había hecho una destacada carrera como economista y ocupado importantes cargos políticos. Luego de graduarse, en San Marcos, se perfeccionó en Italia, y trabajó en el Banco Central de Reserva. Fue el ministro más joven del primer gobierno de Belaunde Terry -pertenecía entonces a la Democracia Cristiana- y, luego, secretario general del Pacto Andino. Al ser derrocado el general Velasco por una revolución de Palacio, su sucesor, el general Morales Bermúdez, nombró a Silva Ruete ministro de Economía y su gestión corrigió algunos estropicios del velascato, como la inflación y los entredichos con los organismos internacionales. Del grupo que, con Javier, manejó la economía en esa época, había nacido esa pequeña agrupación política de técnicos y profesionales, el sode, que formaba parte del Frente Democrático (Manuel Moreyra había sido el presidente del Banco Central cuando Silva Ruete era ministro). La gente del sode, como Moreyra, Alonso Polar, Guillermo van Ordt, el propio Raúl Salazar, y algunos otros, había tenido un papel de primer orden en la elaboración de nuestro Plan de Gobierno y en ellos encontré, siempre, apoyo para las reformas y aliados contra las resistencias que oponían a ellas Acción Popular o el Partido Popular Cristiano.

Para conseguir que Acción Popular aceptara la incorporación del sode al Frente Democrático yo había tenido que hacer milagros, pues Belaunde Terry y los populistas tenían fuertes prevenciones. Porque habían colaborado con la dictadura militar y por la oposición durísima que el sode, en particular Manolo Moreyra y Javier Silva, habían hecho al segundo gobierno de Belaunde Terry. Así como por haber colaborado con Alan García durante su campaña electoral, de quien fueron aliados por un tiempo, y en cuyas listas parlamentarias habían sido elegidos al Congreso dos miembros del sode: Javier al Senado y Aurelio Loret de Mola a la Cámara de Diputados. Silva Ruete, además, había asesorado a Alan García el primer año de su gobierno. Pero yo hice valer ante Belaunde la manera como el sode había roto con el apra desde los días de la estatización de la Banca, apoyando nuestra campaña, y lo indispensable que era tener en el gobierno a un equipo de técnicos de alto nivel. Belaunde y Bedoya terminaron por resignarse, pero nunca se sintieron muy felices con ese aliado.

A ambos les incomodaba, además, que Javier Silva Ruete fuera uno de los propietarios de La República. Nacido, bajo la dirección del especialista Guillermo Thorndike, como un periódico sólo amarillo, incansable en la explotación o fabricación del sensacionalismo -crímenes, chismografía, delaciones, morbo, exhibicionismo frenético de la mugre humana-, La República se convirtió, luego, sin dejar de explotar aquellos rubros, en el portavoz, simultáneamente, del apra y de la Izquierda Unida, en un caso de esquizofrenia política improbable en otro país que no sea el Perú. La explicación de este híbrido era, al parecer, que entre los dueños de La República tenían fuerzas equilibradas el senador Gustavo Mohme (comunista) y el nuevo rico Carlos Maraví (apristón), quienes habían llegado a la fórmula goldoniana de poner las informaciones y editoriales del diario al servicio de esos dos amos, enemigos entre sí. El rol de Javier en este enredo y entre semejante gente -aparecía como presidente del directorio de la empresa- fue siempre un misterio para mí. Nunca le pregunté por qué lo hacía ni hablábamos de ese tema, pues él como yo queríamos conservar una amistad que había significado mucho para ambos desde niños y procurábamos no ponerla a prueba introduciendo en ella a la insidiosa política.

Nos habíamos visto poco cuando él era ministro de la dictadura militar y mientras asesoraba a Alan García. Pero cuando nos veíamos, en alguna reunión social, el afecto recíproco estaba siempre allí, más sólido que lo demás. Cuando los sucesos de Uchuraccay, luego del informe de la Comisión que yo escribí y defendí en público, La República llevó a cabo una campaña contra mí que duró muchas semanas, en la que al falso testimonio y la mentira sucedía el insulto, a extremos de monomanía. Que ello ocurriera me apenó menos, por supuesto, que tuviera como órgano un periódico del que era dueño uno de mis más antiguos amigos. Pero incluso a esta experiencia sobrevivió nuestra amistad. Éste fue otro argumento que utilicé con Belaunde y Bedoya para apoyar la incorporación del sode al Frente Democrático: con poca gente se había encarnizado tanto La República como conmigo. Había, pues, que dejar de lado las suspicacias y confiar en que Javier y su grupo actuarían lealmente con el Frente.

El cambio de actitud del sode se produjo con motivo de la estatización de la banca. Manuel Moreyra fue uno de los primeros en condenar la medida, desde Arequipa, donde se hallaba, y multiplicó las declaraciones, conferencias y artículo sobre el tema. Su resolución arrastró a todos sus colegas, y precipitó la ruptura del sode con el apra. Sus dos parlamentarios, Silva Ruete y Loret de Mola, batallaron en el Congreso en contra de la medida. Desde entonces, había habido una buena colaboración entre el sode y el Movimiento Libertad.

Las razones por las que confié a Javier la Comisión de Privatización fueron su competencia y su capacidad de trabajo. En los primeros meses de 1989 conversamos, en su estudio, y le pregunté si estaba dispuesto a asumir esa tarea, en el entendido siguiente: la privatización debía abarcar la totalidad del sector público y ser concebida de manera que permitiera la creación de nuevos propietarios entre los obreros y empleados de las empresas privatizadas y los consumidores de sus servicios. Estuvo de acuerdo. El objetivo central de la transferencia a la sociedad civil de las empresas públicas no sería técnico -reducir el déficit fiscal, dotar al Estado de recursos- sino social: multiplicar el número de accionistas privados en el país, dar acceso a la propiedad a millones de peruanos de menores ingresos. Con su característico entusiasmo, Javier me dijo que a partir de ese momento abandonaba todas sus otras ocupaciones para dedicarse en cuerpo y alma a ese programa.

Con un pequeño equipo, en una oficina aparte, y con fondos del presupuesto de la campaña, trabajó a lo largo de un año, haciendo un escrutinio de las casi doscientas empresas públicas y diseñando un sistema y una secuencia para la privatización, que comenzaría el mismo 28 de julio de 1990. Javier buscó asesoría en todos los países con experiencia en privatizaciones, como Gran Bretaña, Chile, España y varios otros, e hizo gestiones con el Fondo Monetario, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo. Cada cierto tiempo, él y su equipo me hacían informes de los avances de su trabajo, y cuando éste estuvo completo, yo invité a economistas extranjeros, como el español Pedro Schwartz y el chileno José Pinera, a que nos dieran su opinión. El resultado fue un trabajo macizo y totalizador, que combinaba el rigor técnico y la voluntad transformadora con la audacia creativa. Tuve verdadera satisfacción cuando pude leer los gruesos volúmenes y comprobé que era un instrumento formidable para quebrar el espinazo de una de las fuentes principales de la corrupción y la injusticia en el Perú.

Javier, que había aceptado mi propuesta de ser el comisionado de la privatización, accedió, también, a no candidatear al Congreso, para dedicarse a tiempo completo a esta reforma.

La reacción de los medios y de la opinión pública ante mi discurso del cade fue de desconcierto por la magnitud de las reformas y la franqueza con que estaban anunciadas y un reconocimiento amplio de que, entre los cuatro expositores, el único que había presentado un plan de gobierno integral había sido yo (Caretas habló de «El Vargazo»). [46] El 5 de diciembre tuve un desayuno de trabajo, en el hotel Sheraton, con un centenar de periodistas y corresponsales extranjeros, a quienes di nuevos detalles sobre el programa de gobierno.

Mi discurso del cade debería haber sido precedido y continuado por una campaña publicitaria, en periódicos, radio y televisión, para divulgar las reformas. Esta campaña, que comenzó muy bien, en los primeros meses de 1989, se interrumpió luego por varias razones, una de ellas las rencillas y tensiones dentro del Frente, y, otra, por un malhadado spot televisivo en que aparecía un monito orinando.

Jorge Salmón era responsable de la campaña de medios, y colaboraba muy bien con Lucho Llosa, mi cuñado, a quien, por su experiencia de cineasta y productor de televisión, yo había pedido que me asesorara en este campo. Durante la campaña contra la estatización y en los primeros tiempos de Libertad, ellos se ocuparon de toda la publicidad. Luego, al constituirse el Frente Democrático, el jefe de campaña, Freddy Cooper, que no se llevaba bien con Salmón ni con Lucho, comenzó a dar cada vez más participación en la publicidad a la empresa de los hermanos Ricardo y Daniel Vinitsky, quienes prepararon, también, spots televisivos por su propia cuenta. (Precisaré que, al igual que Jorge Salmón, los Vinitsky lo hacían con el ánimo de apoyar y sin cobrarnos honorarios.) Desde entonces hubo, en el campo neurálgico de la publicidad, una bifurcación o paralelismo que en un momento dado se tradujo en anarquía y perjudicó seriamente la campaña de ideas que deberíamos haber llevado a cabo.

A comienzos de 1989 Daniel Vinitsky planeó una serie de anuncios televisivos, utilizando animales, para promover las ideas de Libertad. El primero, con una tortuga, resultó divertido y gustó a todo el mundo. El segundo, con un pez, en el que debíamos participar Patricia, mis hijos y yo, nunca se pudo filmar: los peces se asfixiaban, las nubes ocultaban el sol, ventarrones de arena frustraban las tomas en la desierta playa de Villa donde intentamos filmarlo, un amanecer. Con el tercero sobrevino la catástrofe, de la mano de un monito. Se trataba de un brevísimo spot, concebido por Daniel, mostrando los estragos de la inflación burocrática. En él aparecía, transformado en simio, un empleado público que, en su escritorio, en vez de trabajar, leía el periódico, bostezaba, holgazaneaba y hasta se hacía la pila en el escritorio. Freddy me mostró el spot una tarde agitada, entre entrevistas y reuniones, y yo no vi en él nada terrible, salvo cierta vulgaridad que, acaso, no enojaría al público al que iba dirigido, así que le di mi visto bueno. Esta ligereza se hubiera visto corregida, sin duda, si el spot en cuestión hubiera sido analizado por el responsable de medios, Jorge Salmón, o Lucho Llosa, pero, debido a las antipatías personales que, a veces, interferían en su trabajo, Freddy se saltaba a ambos buscando sólo mi aprobación para los spots. En este caso, lo pagamos.

El monito meón provocó un escándalo mayúsculo, disgustando a partidarios y adversarios, y los apristas sacaron buen provecho de ello. Señoras ofendidas mandaban cartas a diarios y revistas o aparecían en televisión protestando contra la «grosería» del anuncio y dirigentes del gobierno salían en la pequeña pantalla, contritos porque se vejara de esa manera a los sacrificados empleados públicos, comparándolos con animales. Así los iba a tratar Vargas Llosa cuando fuera presidente, como monos o perros o ratas o algo peor. Hubo editoriales, actos de desagravio a la burocracia y mi casa y Libertad recibieron muchas llamadas de partidarios exhortándonos a sacar el spot de marras de los canales. Ya lo habíamos hecho, por supuesto, apenas advertimos lo contraproducente que resultó, pero el gobierno se encargó de que siguiera en la televisión varios días más. Y, hasta la víspera de las elecciones, el canal estatal siguió resucitándolo.

Las críticas al monito vinieron, también, de nuestros aliados, y hasta Lourdes Flores nos amonestó en un discurso público por nuestra falta de tacto. El absurdo llegó al colmo cuando, en Caretas, se criticó a Jorge Salmón por un aviso sobre el que ni siquiera había sido consultado. Pero Jorge, en éste y en otros incidentes desagradables de que fue víctima durante la campaña, mostró una caballerosidad tan grande como su lealtad para conmigo.

Algún tiempo después, cuando se trató de iniciar la campaña de ideas, para preparar a la opinión pública al lanzamiento del programa, Jorge Salmón y los Vinitsky -ya recuperado Daniel del revés del monito meón- me presentaron, cada uno por su lado, un proyecto. El de Jorge era político y prudente, evitaba la confrontación y la polémica, y también las precisiones respecto a las reformas, insistiendo, sobre todo, en aspectos positivos: la necesidad de la paz, el trabajo, la modernización. Yo aparecía como el restaurador de la colaboración y la fraternidad entre los peruanos. El de los Vinitsky, en cambio, era una secuencia en la que, en cada spot, de manera muy ágil pero también muy cruda, se mostraba los males que queríamos enfrentar -la inflación, el estatismo, la burocracia, el aislamiento internacional, el terrorismo, la discriminación contra los pobres, la educación ineficiente- y sus remedios: disciplina fiscal, reestructuración del Estado, privatización, reforma educativa, movilización campesina. Me gustó mucho el proyecto y lo aprobé, algo que Salmón aceptó, con buen sentido del fair play. Y Lucho Llosa dirigió la filmación de los dos primeros spots pedagógicos.

Ambos fueron excelentes y las encuestas que hicimos para verificar su impacto en los sectores C y D resultaron alentadoras. El primero mostraba los estragos de la inflación en quienes vivían de un salario y la única manera de ponerle fin -reduciendo drásticamente la emisión de moneda sin respaldo- y, el segundo, los efectos paralizantes que el intervencionismo tenía en la vida productiva, sofocando a las empresas privadas e impidiendo el surgimiento de nuevas, y cómo con el mercado libre habría incentivos para que se crearan puestos de trabajo.

¿Por qué se interrumpió esta secuencia, luego de mi discurso del cade, cuando era tan necesario divulgar las reformas? Sólo puedo dar una explicación aproximada de algo que, a todas luces, fue un grave error.

Creo que, en un primer momento, suspendimos la filmación de los nuevos spots planeados por Vinitsky por la cercanía de las fiestas de fin de año. Hicimos avisos especiales con motivo de la Navidad y Patricia y yo grabamos por separado unos mensajes de saludo. Luego, en enero del 90, cuando debimos reanudar la campaña de ideas nos vimos enfrentados a la formidable movilización publicitaria de descrédito, en la que se aderezaba la desnaturalización de nuestra propuesta con ataques a mi persona, presentándome como ateo, pornógrafo, incestuoso, cómplice de los asesinos de Uchuraccay, evasor de impuestos y varios horrores más.

Fue una equivocación tratar de contestar a esta campaña con avisos televisivos, en vez de ceñirnos a la divulgación de las reformas. Dejándonos arrastrar a una polémica en la que teníamos todas las de perder, sólo conseguimos que mi imagen se viera empobrecida por la politiquería menuda. Mark Mallow Brown estuvo acertado, pues insistió en que no diésemos importancia a la guerra sucia. Yo lo creía también así, pero, a partir de los primeros días de enero, mi trajín y ocupaciones fueron tales que ya no tuve cabeza para enmendar la equivocación. A esas alturas, además, era tarde para hacerlo, pues había comenzado algo que infligió otro grave mazazo al Frente: la caótica y derrochadora campaña televisiva de nuestros candidatos parlamentarios.

Los organismos directivos del Movimiento me habían dado la facultad de decidir el orden de colocación de nuestros candidatos y, también, de designar un pequeño número de diputados y de senadores. Respecto a la colocación, puse a la cabeza de los candidatos a senadores a Miguel Cruchaga, secretario general y peón de Libertad desde el primer instante, y, entre los diputados, a Rafael Rey, que había sido secretario departamental de Lima. Todos aceptaron aquel orden en el que, con pocas excepciones, seguí el porcentaje de votación alcanzado por cada cual en las elecciones internas. El único que reaccionó, dolido, por el cuarto lugar que ocupó -luego de Cruchaga, Lucho Bustamante y Beatriz Merino-, fue Raúl Ferrero, quien, luego de dar yo lectura a las candidaturas, anunció ante la Comisión Política que renunciaba a ser candidato. Pero unos días después reconsideró su decisión.

Entre las personas que invité a ser candidatos nuestros estaban, en diputados, Francisco Belaunde Terry y, en senadores, el empresario Ricardo Vega Liona, quien, desde los días de la campaña contra la estatización, nos apoyaba. Vega Liona representa ese espíritu moderno y liberal en el hombre de empresa que nosotros queríamos ver propagarse entre los empresarios del Perú, harto del mercantilismo, resuelto partidario de la economía de mercado y sin los prejuicios sociales ni las ínfulas aristocratizantes y esnobs de muchos hombres de negocios peruanos. Invité también, como candidatos a senadores, a Jorge Torres Vallejo, separado del apra por sus críticas a Alan García y que, como ex alcalde de Trujillo, pensábamos, podría atraer votos para el Frente en esa ciudadela aprista, y a un periodista que defendía nuestras ideas desde su columna del diario Expreso: Patricio Ricketts Rey de Castro. Y, entre nuestros propios militantes, cedí a los ruegos de mi amigo Mario Roggero, quien quería ser candidato a diputado pese a no haber participado en las elecciones internas. Lo incluí en nuestra lista por el buen trabajo que había hecho como secretario nacional de gremios del Movimiento, organizando distintos sectores de profesionales, técnicos y artesanos, sin imaginar que, apenas elegido, actuaría con deslealtad para con quienes lo habían llevado a esa curul, ayudando primero a Alan García con un viaje al extranjero que le evitó votar en el Congreso cuando se discutía la posibilidad de juzgar a éste por corrupción, y pasando luego a coquetear con el régimen al que su partido y sus colegas hacían oposición. [47]

Pero nos hallamos todavía en las últimas semanas de 1989 y uno de esos días -el 15- tuve un breve paréntesis literario en el incesante ajetreo político: la presentación, en la Alianza Francesa, de una traducción de Un coeur sous une soutane, de Rimbaud, que había hecho treinta años atrás y que había permanecido inédita hasta que Guillermo Niño de Guzmán y el entusiasta agregado cultural de Francia, Daniel Lefort, se animaron a editar. Me pareció mentira, por un par de horas, oír hablar y hablar yo mismo de poesía y de literatura, y de un poeta que había sido una de mis lecturas de cabecera cuando joven.

Los últimos días de diciembre salí de nuevo en gira, con motivo de los repartos de regalos y juguetes que habían organizado, en todo el Perú, un comité encabezado por Gladys Urbina y Cecilia Castro, la esposa del secretario general de Libertad en Cajamarca, y los jóvenes de Movilización. Centenares de personas participaron en esta operación que tenía por objeto, además de llevar un pequeño regalo a algunos millares de niños pobres -una gota de agua en el desierto-, poner a prueba nuestra capacidad para movilizaciones de esta índole. Pensábamos en el futuro: sería imperioso, en los días más duros de la lucha contra la inflación, hacer grandes esfuerzos para llevar a todos los rincones del Perú una ayuda en alimentos y medicinas que hiciera menos dura la tremenda prueba. ¿Estábamos en condiciones de organizar acciones civiles de envergadura para casos de urgencia como catástrofes naturales o campañas como la autodefensa, la alfabetización y la higiene popular?

Los resultados, desde este punto de vista, fueron a pedir de boca, por el excelente trabajo que hicieron Patricia, Gladys, Cecilia, Charo y muchas libertarias. Con la excepción de Huancavelica, a todas las otras capitales de departamentos y a gran número de provincias, llegaron los cajones, bolsas y paquetes con los regalos que reunimos gracias a fábricas, casas comerciales y personas particulares. Todo funcionó dentro de los plazos: el almacenamiento, el empaquetamiento, el transporte, la distribución. Los envíos salían por camión, ómnibus, aviones, acompañados por muchachas y muchachos de Movilización, y en cada ciudad los recibía un comité de Libertad que había reunido también donativos y regalos en la propia región. Todo estuvo listo para iniciar los repartos el 21 de diciembre. Los últimos días, pasé un par de veces por Acción Solidaria, en la calle Bolívar, y era un enjambre, una colmena en ebullición, con cuadros y cronogramas en las paredes y camionetas y camiones cargados hasta el tope que llegaban o partían. A Patricia, a quien en esos días casi no vi, pues dedicaba dieciocho horas diarias a aquella operación, le dije, la mañana que partíamos a Ayacucho para iniciar allí el reparto, que si todo hubiera funcionado así en el Frente, tendríamos la victoria en el bolsillo.

Partimos al amanecer del 21, con mi hija Morgana, que estaba de vacaciones, y en Ayacucho nos recibió, con el comité departamental de Libertad, el segundo de mis hijos, Gonzalo, quien, desde hacía algunos años, dedicaba sus vacaciones de invierno y de verano -estaba en la universidad, en Londres- a llevar ayuda al Puericultorio Andrés Vivanco Amorín. Esta institución había surgido como consecuencia de la guerra revolucionaria de Sendero Luminoso, que estalló en 1980, en esta región. A raíz de ello, Ayacucho se llenó de niños abandonados, que mendigaban por las calles y dormían en los bancos o bajo los portales de la plaza de Armas. Un viejo profesor de colegio, pobre de solemnidad pero con un corazón como el sol de su tierra, don Andrés Vivanco, se puso manos a la obra. Tocando puertas, mendigando ante oficinas públicas y privadas, consiguió un local para albergar a muchos de esos niños y darles un bocado de pan. Aquel orfelinato le exigió esfuerzos heroicos y Violeta Correa, la esposa del presidente Belaunde, lo ayudó mucho, en los comienzos. Gracias a ella el Puericultorio obtuvo un terreno, en las afueras de la ciudad. En 1983, yo doné a don Andrés Vivanco los cincuenta mil dólares que recibí del Premio Ritz-Hemingway por mi novela La guerra del fin del mundo, y Patricia había conseguido que le prestara apoyo la Asociación Emergencia Ayacucho, que, por iniciativa de Anabella Jourdan, esposa del embajador de Estados Unidos, ella y un grupo de amigas crearon a principios de los ochenta para llevar asistencia a la martirizada tierra ayacuchana.

Desde entonces, Gonzalo, había concebido una pasión por el orfelinato. Hacía colectas entre conocidos y amigos y llevaba, en cada vacación, a las religiosas que habían tomado a su cargo la institución, comida, ropa y chucherías. A Gonzalo, a diferencia de su hermano Álvaro, jamás le interesó la política, y cuando yo comencé la campaña electoral, él siguió yendo a Ayacucho varias veces al año a llevar víveres al Puericultorio como si tal cosa.

El reparto ayacuchano se hizo con un orden que no nos permitió presagiar siquiera lo que ocurriría en otras ciudades, y luego, fui a poner unas flores en la tumba de don Andrés Vivanco, a visitar el comedor popular de San Francisco, la Universidad de Huamanga y recorrer el Mercado Central. Almorzamos con los dirigentes del Movimiento Libertad, en un pequeño restaurante a la espalda del hotel de Turistas, y ésa fue la última vez que vi a Julián Huamaní Yauli, asesinado poco después.

De Ayacucho volamos a la selva, a Puerto Maldonado, donde, luego del reparto navideño, había programada una manifestación callejera. Las instrucciones a los comités de Libertad habían sido clarísimas: el reparto era una fiesta interna del Movimiento, con el objeto de llevar un pequeño presente a los hijos de los militantes, no abierto a todo el mundo, pues no teníamos regalos para los millones de niños pobres del Perú. Pero en Puerto Maldonado la noticia del reparto había corrido por toda la ciudad y en el local de los bomberos, elegidos para el acto, cuando yo llegué había colas de millares de niños y de madres con criaturas en los brazos y en los hombros, forcejeando desesperadas por ganar un puesto, pues presentían lo que, en efecto, pasó: que los regalos se acabaron antes que las colas.

El espectáculo partía el alma. Niños y madres estaban allí, abrasándose bajo el sol ardiente de la Amazonía, desde muy temprano en la mañana. Cuatro, cinco, seis horas, para recibir -los que alcanzaron- un balde de plástico, un muñequito de madera, un chocolate o una bolsa de caramelos. Me sentí descompuesto, aquella tarde, entre los muchachos y las mujeres de Libertad que trataban de explicar a esa inmensa masa de criaturas y de madres descalzas y en andrajos que se habían acabado los juguetes, que tendrían que marcharse con las manos vacías. La imagen de aquellas caras contritas o enfurecidas no me abandonó un segundo, mientras hablaba en el mitin, visitaba los locales de Libertad, y mientras discutía en la noche con nuestros dirigentes, en el hotel de Turistas, con el telón de fondo de los rumores de la selva, la estrategia electoral en Madre de Dios.

A la mañana siguiente volamos al Cusco, donde el comité departamental de Libertad, que presidía Gustavo Manrique Villalobos, había organizado el reparto de manera más sensata, en los propios locales del Movimiento, y para las familias de los inscritos y simpatizantes. Éste era un comité de gentes jóvenes y nuevas en política, en el que yo tenía mucha fe. Pues, a diferencia de otros, parecía haber, entre las mujeres y hombres que lo formaban, entendimiento y amistad. Aquella mañana descubrí que estaba equivocado. Al partir, dos dirigentes cusqueños me entregaron, por separado, cartas que fui leyendo en el avión que me llevaba a Andahuaylas. Ambas contenían sulfúricas acusaciones recíprocas, con los cargos consabidos -deslealtad, oportunismo, nepotismo, intrigas-, de modo que no me sorprendió que, con motivo de las candidaturas parlamentarias, nuestro comité cusqueño experimentara también división y deserciones.

En Andahuaylas, luego de la manifestación en la plaza de Armas, nos llevaron a Patricia y a mí al lugar donde debía efectuarse el reparto navideño. Se me cayó el alma a los pies al ver que, como en Puerto Maldonado, aquí también todos los niños y las madres de la ciudad parecían congregados en las colas que enroscaban una manzana. Pregunté a los amigos andahuaylinos de Libertad si no habían sido demasiado optimistas convocando a la ciudad entera a recibir unos regalos que no alcanzarían ni para la décima parte de los presentes. Pero ellos, dando brincos de entusiasmo por el mitin, que llenó la plaza, se rieron de mis aprensiones. Luego de iniciar el reparto, Patricia y yo partimos, y, al salir del lugar, vimos que niños y madres se abalanzaban, en medio de un indescriptible desorden, al asalto de los regalos, deshaciendo las barreras de los jóvenes de Movilización. Las señoras y muchachas del reparto veían avanzar hacia ellos una muchedumbre de manos ansiosas. No creo que esa Navidad nos ganara un solo votante en Andahuaylas.

Para tener unos días de completo reposo, antes de la última etapa, Patricia y yo fuimos, con mis cuñados y dos parejas de amigos, a pasar los cuatro días últimos de 1989 a una islita del Caribe. Poco después, ya de regreso en Lima, me encontré con un severo editorial de la revista Caretas, [48] criticándome por haber ido a pasar el fin de año a Miami, pues mi viaje se interpretaría como una adhesión a la intervención militar de Estados Unidos en Panamá para derrocar a Noriega. (Aquella intervención, el Movimiento Libertad la había reprobado, con un comunicado que yo redacté y que Álvaro leyó a toda la prensa. Nuestro inequívoco rechazo a la intervención militar incluía una severa condena de la dictadura del general Noriega, a la que yo había criticado desde mucho antes, y, muy precisamente, en la época en que el presidente García invitó a Lima y condecoró al dictador panameño. Nuestra solidaridad con la oposición democrática a Noriega, por lo demás, se había hecho pública, meses antes, el 8 de agosto de 1989, en un acto en el Movimiento Libertad al que invitamos a Ricardo Arias Calderón y Guillermo Fort, los dos vicepresidentes elegidos con Guillermo Endara en las elecciones que Noriega desconoció, actuación en la que hablamos Enrique Ghersi y yo. De otro lado, en aquella brevísima vacación, yo no estuve en Miami ni pisé territorio estadounidense.) El pequeño editorial combinaba la inexactitud y la malevolencia de una manera que me sorprendió, tratándose de esa revista. Durante muchos años yo había sido colaborador de Caretas y tenía a su dueño y director, Enrique Zileri, por amigo. Cuando la revista fue acosada y él perseguido por la dictadura militar hice esfuerzos denodados para denunciar el hecho dentro y fuera del país, llegando incluso a pedir una audiencia al propio general Velasco, pese al desagrado que el personaje me inspiraba, para abogar por su causa, que era la más legítima del mundo: la libertad de prensa. Cuando Caretas se fue acercando a Alan García, porque esa aproximación traía beneficios a la revista en forma de avisos estatales o porque, se decía, Zileri había sido seducido por la verba y los halagos de aquél, seguí figurando entre sus colaboradores. Luego, en mayo de 1989, accedí a hablar, en Berlín, en el congreso de un instituto internacional de prensa, que Zileri presidía, a insistencia de éste. Ya para entonces Caretas había dado muestras de antipatía hacia mi acción política y hacia Libertad, pero sin recurrir a métodos incompatibles con la tradición de la revista.

Por eso me había resignado, con cierta pena, lo confieso, porque durante muchos años la revista había sido mi tribuna en el Perú, a no contar con apoyo alguno de Caretas en los meses futuros sino más bien a una hostilidad que la cercanía de las elecciones endurecería. Pero nunca imaginé que la revista -una de las pocas, en el país, de cierto nivel intelectual- se convertiría en uno de los instrumentos más dóciles de Alan García en la manipulación de la opinión pública contra el Frente Democrático, contra el Movimiento Libertad y mi persona. Aquel editorial fue como el quitarse la careta de la Caretas que conocíamos; desde entonces y hasta el fin de la primera vuelta -en la segunda, cambió de actitud- su información fue tendenciosa, destinada a agravar las disensiones dentro del Frente, a dar visos de respetabilidad a muchos infundios contra mí tramados por el apra o a hacerlos públicos con el recurso fariseo de hacerse eco de ellos para desmentirlos, a la vez que devaluaba o ignoraba toda información que podía beneficiarnos.

En su caso se guardaban ciertas formas, y no se recurría a las abyecciones de La República o Página Libre; Caretas se especializó en sembrar la confusión y el desánimo respecto a mi candidatura en esa clase media de donde salen los lectores de la revista, a los que suponía, con razón, inclinados a favorecerla y a quienes había que trabajar con más elegancia que a los consumidores de bazofia periodística.

Pese a que mis asesores me desaconsejaron de hacerlo, luego de aquel editorial hice sacar mi nombre del semanario que, en los tiempos de sus fundadores -Doris Gibson y Francisco Igartúa-, ciertamente no hubiera desempeñado el rol que jugó en esa campaña electoral. Mi carta de renuncia a Zileri, del 10 de enero de 1990, [49] tenía una frase: «Te ruego sacar mi nombre de la lista de colaboradores de la revista, pues ya no lo soy.»

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