COLOFÓN

Gran parte de este libro fue escrito en Berlín, donde, gracias a la generosidad del doctor Wolf Lepenies, pasé un año como Fellow del Wissenschaftskolleg. Fue un saludable contraste con los años anteriores, dedicar todo mi tiempo a leer, escribir, dialogar con mis colegas del Kolleg y lidiar con la jeroglífica sintaxis del alemán.

En la madrugada del 6 de abril de 1992 me despertó una llamada de Lima. Era de Luis Bustamante Belaunde y de Miguel Vega Alvear, quienes, en el segundo congreso del Movimiento Libertad, en agosto de 1991, nos habían reemplazado a mí y a Miguel Cruchaga como presidente y como secretario general. Alberto Fujimori acababa de anunciar por televisión, de manera sorpresiva, su decisión de clausurar el Congreso, el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Consejo Superior de la Magistratura, de suspender la Constitución y de gobernar por decretos-leyes. De inmediato, las Fuerzas Armadas dieron su respaldo a estas medidas.

De este modo, el sistema democrático restablecido en el Perú en 1980, luego de doce años de dictadura militar, se desfondaba una vez más, por obra de quien, hacía dos años, el pueblo peruano había elegido presidente y el 28 de julio de 1990, al asumir el cargo, juró respetar la Constitución y el Estado de Derecho.

Los veinte meses de gobierno de Fujimori fueron muy diferentes de lo que hacían temer su improvisación y su conducta durante la campaña. Apenas elegido, se desprendió de los asesores económicos que, entre la primera y la segunda vuelta, había reclutado en los predios de la izquierda moderada y buscó nuevos colaboradores en los sectores empresariales y la derecha. La cartera de Economía fue confiada a un tránsfuga de Acción Popular -el ingeniero Juan Hurtado Miller- y recientísimos asesores y colaboradores míos en el Frente Democrático fueron instalados en importantes cargos públicos. Quien había hecho del rechazo al shock su caballo de batalla electoral inauguró su gobierno con un monumental desembalse de precios, al mismo tiempo que recortaba de un tajo las tarifas de importación y el gasto público. Este proceso se aceleraría, luego, con el sucesor de Hurtado Miller, Carlos Boloña, quien imprimió a la política económica un sesgo claramente antipopulista, pro empresa privada, pro inversiones extranjeras y pro mercado, e inició un programa de privatizaciones y de reducción de la burocracia estatal. Todo ello con el beneplácito del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, con quienes el gobierno comenzó a gestionar el retorno del Perú a la comunidad internacional, renegociando el pago de la deuda y su financiación.

Entonces, en el Perú y en muchas partes comenzó a decirse que, aunque derrotados en las urnas, ya había ganado vicariamente las elecciones -los famosos triunfos «morales» que encubren los fracasos peruanos- porque el presidente Fujimori se había apropiado de mis ideas y ponía en práctica mi programa de gobierno. Lo decían sus flamantes críticos del interior, el apra y los partidos de izquierda, y lo decía también la derecha y, principalmente, el sector empresarial, que, aliviado por el viraje del nuevo mandatario, se sentía por fin libre de la inseguridad de los tiempos de Alan García. De modo que esta tesis -esta ficción- pasó a convertirse en indiscutible verdad.

Ésta ha sido, pienso, mi verdadera derrota, no la superficial del 10 de junio, porque desnaturaliza buena parte de lo que hice y todo lo que quise hacer por el Perú. Aquella tesis era ya falsa antes del 5 de abril y lo es, mucho más, desde el acto de fuerza mediante el cual Fujimori depuso a los senadores y diputados que tenían una legitimidad tan inobjetable como la suya y restauró, con una nueva máscara -como en esos melodramas del kabuki donde, bajo los antifaces de múltiples personajes, permanece el mismo actor- la tradición autoritaria, razón de nuestro atraso y barbarie.

El programa para el que yo pedí un mandato y que el pueblo peruano rechazó, se proponía sanear las finanzas públicas, acabar con la inflación y abrir la economía peruana al mundo, como parte de un proyecto integral de desmantelamiento de la estructura discriminatoria de la sociedad, removiendo sus sistemas de privilegio, de manera que los millones de pobres y marginados pudieran por fin acceder a aquello que Hayek llama la trinidad inseparable de la civilización: la legalidad, la libertad y la propiedad. [67] Y hacerlo con la aquiescencia y participación de los peruanos, no con nocturnidad y alevosía, es decir, fortaleciendo, en vez de minar y prostituir en el proceso de reformas económicas, la principiante cultura democrática del país. Aquel proyecto contemplaba la privatización, no como mero recurso para acabar con el déficit fiscal y dotar de fondos a las arcas exhaustas del Estado, sino como la vía más rápida para crear una masa de nuevos accionistas y un capitalismo de raíz popular, para abrir el mercado y la producción de la riqueza a esos millones de peruanos que el sistema mercantilista excluye y discrimina. Las reformas actuales han saneado la economía, pero no han hecho avanzar la justicia, porque no han ampliado en lo más mínimo las oportunidades de los que tienen menos para competir en igualdad de condiciones con los que tienen más. La distancia entre las realizaciones del gobierno de Fujimori y mi propuesta es la -abismal- que media, en economía, entre una política conservadora y una liberal, y entre la dictadura y la democracia.

Ello no obstante, el haber frenado la desbocada inflación y puesto orden donde la demagogia del gobierno aprista habían creado anarquía y una terrible incertidumbre ante el futuro, ganaron al presidente Fujimori una popularidad considerable, avivada por unos medios de comunicación que apoyaron con alivio su inesperada voltereta. Este entusiasmo fue parejo con un creciente desprestigio de los partidos, todos los cuales, confundidos en irracional amalgama, empezaron a ser atacados por el nuevo gobernante, desde el primer día de su gestión, como responsables de todos los males nacionales, la crisis económica, la corrupción administrativa, la ineficiencia de las instituciones, la menuda y paralizante politiquería parlamentaria.

Esta campaña, preparatoria del autogolpe de Estado del 5 de abril, había sido concebida, por lo visto, aun antes de la toma de posesión del nuevo gobierno, por un pequeño círculo de asesores de Fujimori y orquestada bajo la dirección de un curioso personaje, de prontuario novelesco, alguien equivalente, en el régimen actual, de lo que fue Esparza Zañartu para la dictadura de Odría: el ex capitán de Ejército, ex espía, ex reo, ex abogado de narcotraficantes y experto en operaciones especiales, Vladimiro Montesinos. Su meteórica (pero secreta) carrera política comenzó, al parecer, entre la primera y la segunda vuelta electoral, cuando, gracias a sus influencias y contactos, hizo desaparecer todo rastro de delito en los registros públicos y archivos judiciales de las operaciones dudosas de compra y venta de propiedades de que se acusaba a Fujimori. Desde entonces sería su asesor y brazo derecho, y su enlace con el Servicio de Inteligencia del Ejército, organismo que, ya desde antes, pero, sobre todo, a partir del frustrado intento de rebelión constitucionalista del general Salinas Sedó, el 11 de noviembre de 1992, pasaría a ser la espina dorsal del poder en el Perú.

En vez de un rechazo popular en defensa de la democracia, el golpe del 5 de abril mereció amplio respaldo, de un arco social que abarcaba desde los estratos más deprimidos -el lumpen y los nuevos migrantes de la sierra- hasta el vértice encumbrado y la clase media, que pareció movilizarse en pleno a favor del «hombre fuerte». Según las encuestas, la popularidad de Fujimori experimentó en esos días un crecimiento vertiginoso, y alcanzó nuevas cimas (por encima del 90 por ciento) con la captura del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, en la que muchos creyeron ver, ingenuamente, una consecuencia directa del reemplazo de las ineficiencias y bellaquerías de la democracia por los métodos expeditivos del recién instalado régimen de «emergencia y reconstrucción nacional». Otros intelectuales baratos, de buena sintaxis y de estirpe liberal o conservadora esta vez -a la cabeza de ellos mis antiguos partidarios Enrique Chirinos Soto, Manuel d'Ornellas y Patricio Riketts- se apresuraron a producir las adecuadas justificaciones éticas y jurídicas para el golpe de Estado y a convertirse en los nuevos mastines periodísticos del gobierno de facto.

Quienes condenaron lo ocurrido, en nombre de la democracia, se vieron pronto en una gran orfandad política, y víctimas de un vituperio que vocalizaban los gacetilleros del régimen pero tenía el endose de buena parte de la opinión pública.

Fue mi caso. Desde que salí del Perú, el 13 de junio de 1990, había decidido no intervenir más en la política profesional, como entre 1987 y 1990, y abstenerme de criticar al nuevo gobierno. Así lo hice, con la sola excepción del breve discurso que pronuncié, en un viaje relámpago a Lima, en agosto de 1991, para ceder la presidencia de Libertad a Lucho Bustamante. Pero, luego del 5 de abril, me sentí obligado, una vez más, y haciendo de tripas corazón, por el disgusto visceral que la acción política me había dejado en la memoria, a condenar, en artículos y entrevistas, lo que me parecía una tragedia para el Perú: la desaparición de la legalidad y el retorno de la era de los «hombres fuertes», de gobiernos cuya legitimidad reside en la fuerza militar y las encuestas de opinión. Consecuente con lo que, durante la campaña, dije sería la política de mi gobierno hacia cualquier dictadura o golpe de Estado en América Latina, pedí a los países democráticos y a las organizaciones internacionales que penalizaran al gobierno de facto con sanciones diplomáticas y económicas -como se ha hecho con Haití, luego de que el Ejército derrocó al gobierno legal- para, de este modo, ayudar a los demócratas peruanos y desalentar a los golpistas potenciales de otros países latinoamericanos que (se ha visto ya en Venezuela) se sintieran animados a seguir el ejemplo de Fujimori.

Esta posición ha sido, naturalmente, objeto de destempladas recriminaciones en el Perú, y no sólo por el régimen, los jefes militares felones y sus periodistas a sueldo; también, por muchos ciudadanos bien intencionados, entre ellos abundantes ex aliados del Frente Democrático, a quienes pedir sanciones económicas contra el régimen les parece un acto de traición al Perú y no pueden aceptar la más meridiana enseñanza de nuestra historia: que una dictadura, cualquiera sea la forma que ella adopte, es siempre el peor de los males y debe ser combatida por todos los medios, pues, mientras menos dure, más daños y sufrimientos se ahorrarán al país. Aun en círculos y personas que me parecían los menos propensos a actuar por reflejos condicionados, percibo un escandalizado estupor por lo que les parece mi falta de patriotismo, una actitud dictada, no por convicciones y principios, sino por el rencor de una derrota.

No es esto algo que me quite el sueño. Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en adelante todo mi tiempo y mi energía a escribir, algo para lo que -toco madera- confío ser menos inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política.

Mi última reflexión, en este libro que ha sido difícil de escribir, no es optimista. No comparto el amplio consenso que parece existir entre los peruanos, de que, con los dos procesos electorales habidos en el Perú luego del 5 de abril -para un Congreso Constituyente y para la renovación de los municipios- se ha restablecido la legalidad y el gobierno ha recobrado sus credenciales democráticas. Por el contrario, pienso que aquello ha servido, más bien, para que el Perú retroceda en términos políticos y, con la bendición de la oea y muchas cancillerías occidentales, se haya restaurado en el país, con ligero maquillaje, la antiquísima tradición autoritaria: la de los caudillos, la del poder militar por encima de la sociedad civil, la de la fuerza y las intrigas de una camarilla por sobre las instituciones y la ley.

Desde el 5 de abril de 1992 se ha iniciado en el Perú una era de confusión y de notables paradojas, muy instructiva sobre la imprevisibilidad de la historia, su escurridiza naturaleza y sus sorprendentes zigzags. Una nueva mentalidad antiestatista y anticolectivista ha cundido en vastos sectores, contagiando a muchos que, en 1987, lucharon con denuedo por la nacionalización del sistema financiero y ahora apoyan, entusiasmados, las privatizaciones y la apertura de la economía. Pero, ¿cómo no deplorar que, este avance, se vea lastrado por un simultáneo repudio popular de los partidos políticos, de las instituciones, del sistema representativo y sus poderes autónomos que se fiscalizan y equilibran, y, peor todavía, con el entusiasmo de largos sectores por el autoritarismo y el caudillo providencial? ¿De qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva forma de incultura que es la «cultura chicha», es decir el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza que, a juzgar por las elecciones municipales de enero de 1993, parecen ser los atributos más apreciados por el «nuevo Perú»?

El apoyo al régimen se asienta en un tejido de contradicciones. El empresariado y la derecha saludan en el presidente al Pinochet que secretamente anhelaban, los militares nostálgicos del cuartelazo lo tienen por su transitorio testaferro, en tanto que los sectores más deprimidos y frustrados, en los que ha calado la demagogia racista y anti-establishment, se sienten de algún modo interpretados, en sus fobias y complejos, por los planificados insultos de Fujimori a los políticos «corrompidos», a los diplomáticos «homosexuales» y por una rudeza y vulgaridad que les da la ilusión de que quien gobierna es, por fin, «el pueblo».

Los rapsodas del régimen -agrupados, sobre todo, en el diario Expreso y los canales de televisión- hablan de una nueva etapa de la historia peruana, de una renovación social, de una mudanza de las costumbres políticas, del fin de los partidos de cúpulas burocratizadas y enquistadas, ciegas y sordas ante «el país real» y del refrescante protagonismo del pueblo en la vida cívica, que ahora se comunica directamente con el líder, sin la mediación distorsionadora de la viciada clase política. ¿No es éste el viejo estribillo, el eterno sonsonete, de todas las corrientes antidemocráticas de la historia moderna? ¿No fue, en el Perú, el argumento del general Sánchez Cerro, el caudillo que, como Fujimori, consiguió también el fervor coincidente de la «gente decente» y «la plebe»? ¿No fue el del general Odría, que suprimió los partidos políticos para que hubiera una auténtica democracia? ¿Y acaso fue otra la justificación ideológica del general Velasco, quien quería reemplazar la podrida partidocracia con una sociedad participatoria, exonerada de esa morralla, los políticos? No hay nada nuevo bajo el sol, salvo, tal vez, que la renacida prédica autoritaria está ahora más cerca del fascismo que del comunismo, y cuenta con más oídos y corazones que las viejas dictaduras. ¿Es esto algo que deba alegrarnos o, más bien, asustarnos, cara al futuro?

En el nuevo rompecabezas político, luego del 5 de abril de 1992, muchos adversarios de ayer se encontraron de pronto en las mismas trincheras, y enfrentados a los mismos quebrantos. El apra y la izquierda, que abrieron las puertas de Palacio a Fujimori, fueron luego sus principales víctimas y su caudal electoral, reunido, no llegó, en Lima, al 10 por ciento del voto en los comicios municipales de enero de 1993. El gran arquitecto de las intrigas y maniobras que facilitaron el triunfo de Fujimori, Alan García, luego de semidestruir el Perú y desprestigiar de por vida a su partido, se halla ahora en el exilio, al igual que varios de sus amigos y colaboradores, acosado por varios procesos por robo y corrupción. La Izquierda Unida se desunió, fragmentó, y, en la última contienda, pareció pulverizarse.

Pero no menos dramático ha sido el desfallecimiento de las fuerzas políticas que integraron el Frente Democrático, entre ellas el Movimiento Libertad, duramente castigadas por los electores por su resuelta defensa de la Constitución y su rechazo al golpe del 5 de abril.

Sometido a duras pruebas cuando comenzaba a vivir por cuenta propia, el Movimiento Libertad, nacido bajo aquel auspicio multitudinario del 21 de agosto de 1987 y el sortilegio de los cuadros de Szyszlo, se halla en un momento crítico de su existencia. No sólo porque la derrota de junio de 1990 mermó sus filas, sino, porque, la evolución de la política peruana desde entonces, lo ha ido confinando a una función más bien excéntrica, como al resto de los partidos políticos. Hostigado o silenciado por unos medios de comunicación que, con pocas -admirables- excepciones, sirven atados de pies y manos al régimen, privado de recursos y con una militancia reducida, ha sobrevivido, sin embargo, gracias a la abnegación de un puñado de idealistas, que, contra viento y marea, siguen defendiendo, en estos tiempos inhóspitos, las ideas y la moral que nos llevaron hace seis años a la plaza San Martín, sin sospechar los grandes trastornos que de ello se derivarían para el país y para tantas vidas particulares.

Princeton, New Jersey, febrero de 1993

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