XVII. EL PÁJARO-MITRA

Desde mi matrimonio, con las clases universitarias y los trabajos alimenticios no me había quedado mucho tiempo para la política, aunque, de tanto en tanto, asistía a reuniones de la Democracia Cristiana y colaboraba en los esporádicos números de Democracia. (Luego del tercer año, abandoné la Alianza Francesa, pero para entonces leía francés con desenvoltura; además, en la doctoral de Literatura de San Marcos elegí el francés como lengua extranjera.) Pero la política volvería a entrar en mi vida en el verano de 1956 de la manera más inesperada: como trabajo rentado.

El proceso electoral que puso fin a la dictadura de Odría estaba en marcha y tres candidatos se perfilaban como contendores para la presidencia: el doctor Hernando de Lavalle, hombre de fortuna, aristócrata y abogado prestigioso de Lima; el ex presidente Manuel Prado, recién llegado de París, donde había vivido desde que dejó la presidencia en 1945, y la que parecía candidatura chica, por la falta de recursos y la improvisación juvenil que la acompañaba: la del arquitecto y profesor universitario Fernando Belaunde Terry.

El proceso electoral se llevaba a cabo de manera muy discutible, en términos legales, bajo la inconstitucional Ley de Seguridad Interior, aprobada por el Congreso fruto de la dictadura, que ponía fuera de la ley -y les impedía presentar candidatos- al apra y al Partido Comunista. Los votos de este último eran escasos; los del apra, partido de masas y con una disciplinada organización que había mantenido en la clandestinidad, decisivos. Lavalle, Prado y Belaunde buscaron desde el principio, en negociaciones secretas y a veces no tan secretas, un acuerdo con los apristas.

El apra descartó de entrada a Belaunde Terry, con certero instinto de que, en él, Haya de la Torre no tendría un instrumento sino, a corto plazo, un competidor. (Tan serio que ganaría a los apristas las elecciones de 1963 y de 1980). Y el apoyo a Manuel Prado, quien durante su gestión presidencial de 1939 a 1945 había tenido al apra fuera de la ley y encarcelado, exiliado y perseguido a muchos apristas, se presumía imposible.

Hernando de Lavalle parecía, pues, el favorecido. El apra exigía la legalidad y Lavalle se comprometió a dictar un estatuto de partidos políticos que permitiría al apra reintegrarse a la vida cívica. Para negociar estos acuerdos habían retornado del exilio varios dirigentes apristas, entre ellos Ramiro Prialé, gran arquitecto de lo que sería el régimen de la convivencia (1956-1961).

Porras Barrenechea colaboró en este acercamiento entre Hernando de Lavalle y el APRA. Aunque nunca había sido aprista, ni apristón -estatuto que describía a buen número de peruanos de media y aun alta burguesía-, Porras, que, como compañero de generación de Haya de la Torre y Luis Alberto Sánchez, mantenía con éstos una amistad por lo menos aparente, aceptó ser candidato a una senaduría en la lista de amigos del apra, encabezada por el poeta José Gálvez, que este partido apoyó en las elecciones de 1956.

Muy amigo de Lavalle, de quien era también compañero de universidad, Porras había propiciado la gran alianza o coalición civil en que aquél quería cimentar su candidatura. Entre estas fuerzas figuraban la vieja y casi extinta Unión Revolucionaria de Luis A. Flórez y la Democracia Cristiana, con quien había conversaciones avanzadas.

Una tarde, Porras Barrenechea nos llamó a Pablo Macera y a mí y nos ofreció trabajar con el doctor Lavalle, quien andaba buscando dos «intelectuales» que le escribieran discursos e informes políticos. El sueldo era bastante bueno y no había horario fijo. Porras nos llevó esa noche a casa de Lavalle -una elegante residencia, rodeada de jardines y de altos árboles, en la avenida 28 de Julio, en Miraflores- a que conociéramos al candidato. Hernando de Lavalle era un hombre amable y elegante, de gran discreción, casi tímido, que nos recibió a Pablo y a mí con mucha cortesía y nos explicó que un grupo de intelectuales, encabezados por un joven y destacado profesor de filosofía, Carlos Cueto Fernandini, preparaba su programa de gobierno, en el que se daría mucho énfasis a las actividades culturales. Pero Pablo y yo trabajaríamos aparte, exclusivamente con el candidato.

Aunque no voté por él en las elecciones del 56, sino por Fernando Belaunde Terry -explicaré luego por qué-, en aquellas semanas en que trabajé a su lado llegué a tener respeto y aprecio por Hernando de Lavalle. Desde que era joven se había dicho que sería algún día presidente del Perú. Descendiente de una antigua familia, el doctor Lavalle había sido un brillante estudiante universitario y era entonces un abogado de mucho éxito. Sólo ahora, ya en la sesentena, se había decidido -lo habían decidido, más bien- a entrar en política, una actividad para la que, como se vio en aquel proceso, no tenía condiciones.

Él se creyó siempre aquello que nos dijo a Pablo Macera y a mí la noche que lo conocimos: que su candidatura tenía por objeto restablecer la vida democrática y las instituciones civiles en el Perú luego de ocho años de régimen militar, y que para ello hacía falta una gran coalición de peruanos de todas las tendencias y un escrupuloso respeto a la legalidad.

«El insensato de Lavalle quería ganar las elecciones limpiamente», le oí burlarse un día a un amigo de Porras Barrenechea, en uno de los chocolates nocturnos del historiador. «Las elecciones del 56 estaban amarradas para que él las ganara; pero este soberbio pretencioso quería ganar limpiamente. ¡Y por eso perdió!» Algo de eso ocurrió, en efecto. Pero el doctor Lavalle no quiso ganar limpiamente aquellas elecciones por soberbio y pretencioso, sino porque era una persona decente, y tan ingenuo como para creer que podía vencer con todas las de la ley unos comicios a los que la existencia de la dictadura desnaturalizaba de entrada.

A Pablo y a mí nos instalaron en una oficina fantasmal -nunca había nadie en ella fuera de nosotros- en un segundo piso de La Colmena, en pleno centro de Lima. Allí caía de improviso el doctor Lavalle para pedirnos borradores de discursos o proclamas. En la primera reunión, Macera, en un rapto típico, encaró a Lavalle con este desplante:

– A las masas se las conquista con el desprecio o el halago. ¿Qué método debemos emplear?

Vi palidecer detrás de sus anteojos la cara de tortuga triste del doctor Lavalle. Y lo escuché durante un buen rato, confundido, explicar a Macera que había otra forma, fuera de esas extremas, de ganarse a la opinión pública. Él prefería una más moderada y acorde con su temperamento. Los exabruptos y extravagancias de Macera asustaban a Lavalle -en cuyos discursos quería hacerlo citar a veces a Freud o a Georg Simmel o a quien estuviera entonces leyendo-, pero también lo fascinaban. Escuchaba embobado sus delirantes teorías -Pablo elucubraba muchas al día, contradictorias entre sí y las olvidaba al instante- y un día me confesó: «¡Qué inteligente muchacho, pero qué impredecible!»

En la Democracia Cristiana se abrió un debate interno sobre la conducta del partido en las elecciones del 56. El ala bustamantista, la más conservadora, proponía el apoyo a Lavalle, en tanto que en muchos otros, sobre todo en los jóvenes, había simpatías por Belaunde Terry. Cuando el asunto se discutió en el comité departamental informé que estaba trabajando con el doctor Lavalle, pero que si el partido acordaba apoyar a Belaunde acataría la decisión y renunciaría. En un primer momento, la idea del apoyo a Lavalle prevaleció.

A punto de cerrarse las inscripciones para la elección presidencial, corrió por Lima el rumor de que el Jurado Nacional de Elecciones rechazaría la inscripción de Belaunde con el pretexto de que no tenía el número de firmas requerido. Belaunde convocó de inmediato a una manifestación el 1.° de junio de 1956 a la que -en un gesto que, en cierto modo, transformaría su pequeña y entusiasta candidatura en un gran movimiento, del que nació Acción Popular- Belaunde quiso llevar hasta las puertas de Palacio de Gobierno. En el jirón de la Unión él y los pocos millares de personas que lo seguían (uno de ellos, Javier Silva, infaltable en todas las manifestaciones) fueron atajados por la policía con mangueras y gases lacrimógenos. Belaunde se enfrentó a la carga policial con la bandera peruana en alto, en gesto que lo haría famoso.

Esa misma noche, con elegante discreción, el doctor Hernando de Lavalle hizo saber al general Odría que si el Jurado Nacional de Elecciones no inscribía a Belaunde, él renunciaría a su candidatura y denunciaría el proceso electoral. «Este bobo no merece ser presidente del Perú», dicen que suspiró Odría al recibir el mensaje. El dictador y sus asesores pensaban que Lavalle, con su idea de una gran coalición, en la que el propio partido odriísta -llamado entonces Partido Restaurador- podía tener cabida, era quien podía mejor guardarles las espaldas, si el futuro Parlamento se empeñaba en investigar los delitos cometidos durante el ochenio. Aquel gesto les mostró que el tímido aristócrata conservador no era la persona adecuada para aquella misión. La suerte de Hernando de Lavalle quedó sellada.

Odría ordenó al Jurado Nacional de Elecciones que admitiera la inscripción de Belaunde, quien, en un gran mitin en la plaza San Martín, agradeció al «pueblo de Lima» la inscripción. Gracias al incidente famoso de la bandera y el manguerazo, empezó a parecer que su candidatura podía competir a la par con las de Prado y de Lavalle, que, por la costosa publicidad y la infraestructura con que contaban, parecían las de mayores posibilidades.

Manuel Prado, entre tanto, negociaba en la sombra el apoyo del apra, a la que ofreció la inmediata legalización, sin pasar por el trámite del estatuto de partidos políticos que proponía Lavalle. Si esto fue lo decisivo, o hubo además otras promesas o dádivas por parte de Prado, como se ha dicho, nunca se comprobó. El hecho es que el acuerdo se hizo, pocos días antes de las elecciones. La directiva del partido aprista a sus militantes de que, en vez de votar por Lavalle votaran por el ex presidente que los había tenido fuera de la ley, encarcelado y perseguido, fue obedecida, en otra muestra de la férrea disciplina del apra, y los votos apristas dieron a Manuel Prado la victoria.

Acabó de hundir a Lavalle el aceptar públicamente el apoyo del Partido Restaurador, y decir, en el acto en el que éste, a través de David Aguilar Cornejo, le dio su respaldo, que «continuaría la patriótica obra del general Odría». De inmediato, el Partido Demócrata Cristiano le retiró su apoyo y dejó a sus miembros en libertad de voto. Y muchos independientes que habrían votado por él, ganados por la imagen de hombre capaz y decente que tenía, se sintieron ahuyentados por una declaración que implicaba la convalidación de la dictadura. Como la mayoría de democristianos, yo voté por Belaunde, quien obtuvo una importante votación, y la popularidad necesaria para fundar, meses después, Acción Popular.

Al perder el trabajo con el doctor Lavalle mis ingresos sufrieron una merma, pero por poco tiempo, pues, casi de inmediato, encontré otros dos, uno real y otro teórico. El real era el de la revista Extra, cuyo propietario, don Jorge Checa, el ex prefecto de Piura, me conocía desde niño. Me llevó allí cuando la revista andaba ya al borde de la quiebra. Cada fin de mes, los redactores vivíamos momentos de angustia porque sólo cobraban los primeros en llegar a la administración; los otros, recibían vales a futuro. Yo escribía allí cada semana críticas de cine y artículos de tema cultural. Algunas veces me quedé también sin cobrar. Pero no me llevé las máquinas de escribir y hasta los muebles de Extra, como hicieron varios de mis colegas, por la simpatía que me inspiraba Jorge Checa. No sé cuánto dinero perdió el pródigo don Jorge en esta aventura editorial; pero lo perdió con una desenvoltura de gran señor y de mecenas, sin quejarse ni desprenderse de la caterva de periodistas a los que mantenía y varios de los cuales lo pillaban de la manera más cínica. Él parecía darse cuenta de todo eso pero no le importaba, mientras se divirtiera. Y lo cierto es que se divertía. Solía llevar a los periodistas de Extra donde su amante, una guapa señora a la que había puesto una casa por Jesús María, donde organizaba almuerzos que terminaban en orgías. La primera escena seria, por celos, que me hizo Julia, al año y medio de casados, fue después de uno de esos almuerzos, ya en las últimas semanas de existencia de Extra, en que yo regresé a la casa en estado poco aparente y con manchas de rouge en el pañuelo. La pelea que tuvimos fue feroz y no me quedaron muchos ánimos de volver a los agitados almuerzos de don Jorge. No hubo mucha ocasión, por lo demás, porque algunas semanas más tarde el director de la revista, el inteligente y fino Pedro Álvarez del Villar, escapó del Perú con la amante de don Jorge, y los redactores impagos del semanario se llevaron los últimos restos del mobiliario y de las máquinas, de modo que Extra murió de consunción. (Siempre recordaré a don Jorge Checa, cuando era prefecto de Piura y yo alumno del quinto año del San Miguel, ordenándome, una noche, en el Club Grau: «Marito, tú que eres medio intelectual, súbete al escenario y preséntate al público a Los Churumbeles de España.» El concepto que don Jorge se hacía de un intelectual convenía, sin duda, a los intelectuales que le tocó conocer y contratar.)

Porras Barrenechea fue elegido senador por Lima en la lista de amigos del apra, y, en la primera elección de la Cámara, primer vicepresidente del Senado. Como tal tenía derecho a dos ayudantes rentados, cargos para los que nos nombró a Carlos Araníbar y a mí. El cargo era teórico, porque, como ayudantes de Porras, seguíamos trabajando con él en su casa, en la investigación histórica, y sólo pasábamos por el Congreso los fines de mes, a cobrar el modesto salario. A los seis meses, Porras nos advirtió a Carlos Araníbar y a mí que nuestros cargos habían sido suprimidos. Ese medio año fue mi primera y última experiencia de funcionario público.

Para entonces, Julia y yo nos habíamos mudado de la minúscula casita de la quinta de Porta a un departamento más amplio, de dos dormitorios -uno de los cuales convertí en escritorio- en Las Acacias, a pocas cuadras de los tíos Lucho y Olga. Estaba en un edificio moderno, muy cerca del malecón y del mar de Miraflores, aunque sólo tenía una ventana a la calle y por eso debíamos estar todo el día con luz eléctrica.

Vivimos más de dos años allí y creo que, a pesar de mi agobiante ritmo, fue una temporada con muchas compensaciones, la mejor de las cuales resultó, sin la menor duda, la amistad de Luis Loayza y Abelardo Oquendo. Constituimos un triunvirato irrompible. Pasábamos juntos los fines de semana, en mi casa, o en casa de Abelardo y de Pupi, en la avenida Angamos, o salíamos a comer a un chifa, salidas a las que se unían, a veces, otros amigos, como Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo -quien empezaba a hacer sus primeras armas de crítico literario-, un amigo español de Loayza -José Manuel Muñoz-, Pablo Macera, el actor Tachi Hilbeck, o Baldomero Cáceres, el futuro psicólogo, entonces más preocupado de teología que de ciencia y al que por eso Macera apodó Cristo Cáceres.

Pero Abelardo, Lucho y yo nos veíamos también durante la semana. Buscábamos cualquier pretexto para reunimos en el centro de Lima a tomar un café y charlar, entre clases y trabajos, aunque fuera unos minutos, porque esos encuentros, en que comentábamos algún libro, nos comunicábamos chismes políticos, literarios o universitarios, nos estimulaban y desagraviaban de las muchas cosas aburridas y mecánicas del día.

Tanto Lucho como Abelardo habían abandonado los estudios literarios en la universidad para dedicarse sólo a la abogacía. Abelardo se acababa de recibir y ejercía la profesión, en el estudio de su suegro. Lucho estaba ya en los últimos cursos de Derecho y practicando en el estudio de un jerarca del pradismo: Carlos Ledgard. Pero bastaba conocerlos para saber que lo que realmente les importaba, y acaso lo único que les importaba, era la literatura y que ella se les volvería a meter en la vida todas las veces que trataran de alejarla. Creo que Abelardo quería entonces alejarla. Él había terminado Letras y había estado un año en España, becado, para hacer una tesis doctoral sobre los paremios en la obra de Ricardo Palma. No sé si fue este árido y disecador género de investigación -muy de moda entonces dentro de la estilística, que ejercía una dictadura esterilizante en los departamentos universitarios de Literatura- lo que lo había fatigado y disgustado con la perspectiva de una carrera académica. O si había dejado Letras por razones prácticas, diciéndose que, recién casado y con la inminencia de una familia, había que pensar en cosas más solventes para ganarse la vida. El hecho es que había abandonado su tesis y la universidad. Pero no la literatura. Leía mucho y hablaba con enorme sensibilidad de textos literarios, sobre todo de poesía, para la que tenía ojo cirujano y gusto exquisito. Escribía a veces comentarios de libros, siempre muy agudos, modelos en su género, pero nunca los firmaba y a ratos yo me preguntaba si Abelardo no había decidido, por su exigente sentido crítico, renunciar a escribir para ser sólo aquello en lo que sí podía alcanzar la perfección que buscaba: un lector. Había estudiado mucho a los clásicos del Siglo de Oro y yo le tiraba siempre la lengua porque oírlo opinar sobre el Romancero, Quevedo o Góngora me llenaba de envidia.

Su suavidad y repugnancia a toda clase de figuración, su maniático cuidado de las formas -en su manera de vestir, de hablar, de conducirse con sus amigos- hacían pensar en un aristócrata del espíritu que, por equivocación de los hados, se encontraba extraviado en el cuerpo de un muchacho de clase media, en un mundo práctico y duro en el que sobreviviría a duras penas. Cuando hablábamos de él, a solas, con Loayza, lo llamábamos el Delfín.

Lucho tenía, entonces, además de la de Borges, la pasión de Henry James, que yo no compartía. Era un lector caníbal de libros ingleses, que compraba o encargaba en una librería de lenguas extranjeras, de la calle Belén, y siempre estaba sorprendiéndome con un nuevo título o autor recién descubierto. Recuerdo su hallazgo, en una vieja librería del centro, de una magnífica traducción del bello libro de Marcel Schwob, Las vidas extraordinarias, que lo entusiasmó tanto que compró todos los ejemplares para distribuirlos entre amigos. A menudo nuestros gustos literarios no coincidían, lo que daba pretexto para estupendas discusiones. Gracias a Lucho descubrí yo libros apasionantes, como El cielo protector, de Paul Bowles y Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote. Una de nuestras violentas discusiones literarias terminó de una manera cómica. El motivo: Les nourrítures terrestres, de Gide, que él admiró y yo detesté. Cuando dije que el libro me parecía verboso, su prosa relamida y palabrera, me repuso que la discusión no podía continuar sin que compareciera Baldomero Cáceres, gidiano fanático. Fuimos a buscar a Baldomero y Lucho me pidió repetir ante él lo que pensaba de Les nourritures terrestres. Lo repetí. Baldomero se echó a reír. Rió mucho rato, a carcajadas, doblado en dos, cogiéndose el vientre, como si le hicieran cosquillas, como si le hubieran contado el chiste más gracioso del mundo. Esa argumentación me enmudeció.

Naturalmente, soñábamos con sacar una revista literaria que fuera nuestra tribuna y el signo visible de nuestra amistad. Un buen día, Lucho nos anunció que él financiaría el primer número, con su sueldo del estudio Ledgard. Así nació Literatura, de la que apenas saldrían tres números (y el último, cuando Lucho y yo ya estábamos en Europa). El primer número incluía un homenaje a César Moro, cuya poesía yo había descubierto hacía poco y cuyo caso de exiliado interior me intrigaba y seducía tanto como sus escritos. Al regresar de Francia y de México, países en los que vivió muchos años, Moro había llevado en el Perú una vida secreta, marginal, sin mezclarse con escritores, sin publicar casi, escribiendo, sobre todo en francés, textos que leía un pequeño círculo de amigos. André Coyné nos dio unos poemas inéditos de Moro para ese número, en el que también colaboraron Sebastián Salazar Bondy, José Durand y un joven poeta peruano de quien Lucho había descubierto en un número perdido de Mercurio Peruano unos poemas muy hermosos: Carlos Germán Belli. El número incluía un manifiesto contra la pena de muerte, firmado por nosotros tres, con motivo del fusilamiento en Lima de un delincuente (el «monstruo de Armendáriz») que había servido de pretexto para una repugnante feria: la gente se amaneció en el paseo de la República para escuchar, al amanecer, la descarga de la ejecución. De Loayza, había en el número su bello retrato del Inca Garcilaso de la Vega. La publicación de la pequeña revista, de apenas un puñado de páginas, fue para mí una aventura apasionante porque esos trajines, como las conversaciones con Lucho y Abelardo, me hacían sentir un escritor, ilusión que tenía poco que ver con la realidad de mi tiempo, absorbido por los quehaceres alimenticios.

Creo que fui yo, con esa novelería que no me abandonaba -no me abandona todavía-, el que los embarqué, en el verano de 1957, en las sesiones espiritistas. Las solíamos hacer en mi casa. Había venido de Bolivia una prima de Julia y de Olguita, llamada también Olga, que era médium. Frecuentaba el otro mundo con mucha gracia. En las sesiones hacía tan bien su papel que era imposible no creerse que los espíritus hablaban por su boca; o, mejor dicho, por su mano, pues le dictaban los mensajes. El problema era que todos los espíritus que acataban su llamado tenían las mismas faltas de ortografía. Pese a ello, se creaban momentos de efervescente tensión nerviosa y luego yo me quedaba toda la noche desvelado, dando saltos en la cama por culpa de ese comercio con el más allá.

En una de esas sesiones espiritistas, Pablo Macera dio un puñete en la mesa: «Silencio, que es mi abuela.» Estaba lívido y, no había duda, se lo creía. «Pregúntale si la maté yo del colerón ese que le di», balbuceó. El espíritu de la abuela se negó a absolver la duda y él nos guardó rencor por un buen tiempo, pues decía que nuestra chacota lo había privado de librarse de una incertidumbre angustiosa.

En la biblioteca del Club Nacional encontré también algunos libros de satanismo, pero mis amigos se negaron de manera terminante a que convocáramos al diablo siguiendo las inmundas recetas de aquellos manuales. Sólo aceptaron que fuéramos algunas veces, a medianoche, al romántico cementerio de Surco, donde Baldomero, de pronto, en estado de lírica exaltación, empezaba un ballet a la luz de la luna, brincando entre las tumbas.

Las reuniones, en mi casa de Las Acacias, se prolongaban los sábados hasta el amanecer y solían ser muy divertidas. Jugábamos a veces a un juego terrible y semihistérico: el de la risa. El que perdía, debía hacer reír a los demás mediante payasadas. Yo tenía un recurso muy efectivo: imitando la marcha del pato revolvía los ojos y graznaba: «¡He aquí el pájaro-mitra, el pájaro-mitra, el pájaro-mitra!» Los vanidosos, como Loayza y Macera, sufrían lo indecible cuando tenían que hacer de bufones y la única gracia que se le ocurría a este último era fruncir la boca como un bebe y gruñir: Brrrr, Brrrr. Juego mucho más peligroso era el de la verdad. En una de esas sesiones de exhibicionismo colectivo escuchamos, de pronto, al tímido Carlos Germán Belli -mi admiración por sus poemas me llevó a buscarlo al modestísimo puesto de amanuense que tenía en el Congreso- una confesión que nos sobrecogió: «Me he acostado con las mujeres más feas de Lima.» Carlos Germán era un surrealista de moral inflexible, a la manera de César Moro, embutido en el esqueleto de un educado e incospicuo muchacho, y un día había decidido romper su inhibición con las mujeres, apostándose a la salida de su trabajo, en una esquina del jirón de la Unión, y piropeando a las transeúntes. Pero su timidez lo enmudecía frente a las guapas, sólo ante las feas se le soltaba la lengua…

Otro frecuentador de aquellas reuniones era Fernando Hilbeck, compañero de Lucho en Derecho y actor. Loayza contaba que un día, en el último año de la carrera, por primera vez en siete años, Tachi se interesó por una clase: «¿Cómo, profesor, hay varios códigos? ¿No están todas las leyes en un solo libro?» El profesor lo llamó aparte: «Dile a tu padre que te deje ser actor y que no te haga perder más tiempo con el Derecho.» El padre de Tachi se resignó, apenado de que su hijo no fuese la estrella de los tribunales con que él soñaba. Lo envió a Italia y le dio dos años para que se hiciera famoso en el cine. Yo vi a Tachi en Roma, poco antes del fatídico plazo. Sólo había conseguido ser un furtivo centurión romano en una película, pero estaba feliz. Luego se fue a España donde hizo carrera en el cine y en el teatro y finalmente -otro peruano más de los que elegían la invisibilidad- se esfumó. En las sesiones de espiritismo o en el juego de la risa, Tachi Hilbeck era imbatible: su facultad histriónica transformaba la sesión en un espectáculo delirante.

La casualidad trajo a vivir, en el departamento contiguo al nuestro, en Las Acacias, a Raúl y Teresa Deustua, recién llegados de Estados Unidos, donde Raúl había trabajado muchos años como traductor de las Naciones Unidas. De la generación de Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren y Eduardo Eielson, Raúl era poeta como ellos y autor de una obra de teatro, Judith, que permanecía inédita. Hombre fino y de lecturas, sobre todo inglesas y franceses, era una de esas figuras elusivas de la cultura peruana, que luego de una breve aparición, se desvanecen y afantasman, porque parten al extranjero y rompen todas las amarras con el Perú, o porque, como César Moro, optan por el exilio interior, alejándose de todos y de todo lo que podría recordar su raudo paso por el arte, el pensamiento o la literatura. Siempre me ha fascinado el caso de esos peruanos que, por una especie de lealtad trágica con una vocación difícilmente compatible con el medio, rompen con éste, y aparentemente con lo mejor que tienen -su sensibilidad, su inteligencia, su cultura-, para no incurrir en concesiones o compromisos envilecedores.

Raúl había dejado de publicar (había publicado muy poco, en realidad) pero no de escribir, y su conversación era literaria a más no poder. Nos hicimos amigos, y a él le dio mucho gusto ver que ese grupo de jóvenes letraheridos conocieran sus escritos y lo buscaran e incorporaran a sus reuniones. Tenía una buena colección de libros y revistas francesas, que nos prestaba con generosidad y gracias a él pude leer yo muchos libros surrealistas y algunos bellos números de Minotaure. Había hecho una traducción de Fusées y Mon coeur mis à nu, de Baudelaire, y pasamos muchas horas con él y con Loayza, revisándola. Creo que nunca llegó a publicarse, como gran parte de los poemas y un Diario de Chosica que solía leernos.

No sé por qué regresó Raúl Deustua al Perú. Tal vez nostalgia del viejo país, y la ilusión de encontrar un buen empleo. Estuvo trabajando en distintas cosas, en Radio Panamericana y en el ministerio de Relaciones Exteriores, donde lo llevó Porras Barrenechea, pero sin encontrar la situación desahogada que ambicionaba. A los pocos meses desistió y partió de nuevo, esta vez a Venezuela. Teresita, que se había hecho amiga de Julia, estaba embarazada y se quedó en Lima a tener el bebe. Era muy simpática y los caprichos del embarazo le daban antojos de esta exquisitez: «Quisiera comer los bordes del wantán.» Lucho Loayza y yo salíamos a un chifa, a comprárselos. Cuando el niño nació, los Deustua me hicieron su padrino, de modo que tuve que llevarlo en brazos a la pila bautismal.

Al irse a Caracas, Raúl me preguntó si quería su puesto, en Radio Panamericana. Era por horas, como todos los que yo tenía, y acepté. Me llevó a los altos de la calle Belén, donde funcionaba la radio, y así conocí a los hermanos Genaro y Héctor Delgado Parker. Comenzaban entonces la carrera que los llevaría a las alturas que ya he dicho. El padre, fundador de Radio Central, les había entregado Radio Panamericana, una estación que, a diferencia de Radio Central -popular, especialista en radioteatros y programas

cómicos-, iba orientada entonces a un público de élite, con programas de música americana o europea, más refinados y un poquitín esnob. Gracias al empuje y a la ambición de Genaro, esta pequeña radio para oyentes de cierto nivel se convertiría en poco tiempo en una de las más prestigiosas del país y en el punto de partida de lo que sería con los años un verdadero imperio audiovisual (a escala peruana).

¿Cómo me las arreglé, con la cantidad de cosas que ya hacía, para añadir ese trabajo de pomposo título -director de informaciones de Radio Panamericana- a los que ya tenía? No sé cómo, pero así fue. Supongo que algunos de mis antiguos trabajos -el del cementerio, el de Extra, el del Senado, el libro de Educación Cívica, para la Católica- habían terminado. Pero el de las tardes, donde Porras Barrenechea, y los artículos para El Comercio y Cultura Peruana continuaban. Y, también, los cursos de Derecho y de Letras, aunque asistía a pocas clases y me limitaba a dar exámenes. El trabajo en Panamericana me fue absorbiendo muchas horas, de modo que en los meses siguientes dejé algunas de las colaboraciones periodísticas para concentrarme en los programas de la radio, que fueron creciendo mientras yo estuve allí hasta la aparición de El panamericano, boletín informativo de la noche.

He aprovechado muchos de mis recuerdos de Radio Panamericana en mi novela La tía Julia y el escribidor, donde ellos se entreveran con otras memorias y fantasías y tengo ahora dudas sobre lo que separa a unas y a otras, y es posible que se cuelen, entre las verdades, algunas ficciones, pero supongo que eso también puede llamarse autobiográfico.

Mi oficina estaba en un altillo de madera, en la azotea, que compartía con un personaje escuálido hasta rozar lo invisible -Samuel Pérez Barrete-, que escribía, con fecundidad asombrosa, todos los avisos comerciales de la radio. Me dejaba boquiabierto ver cómo Samuel, tecleando con dos dedos, el cigarrillo en la boca, y hablándome sin parar sobre Hermann Hesse, podía, sin detenerse a reflexionar ni un segundo, producir sartas de jocosas exclamaciones sobre salchichas o paños higiénicos, adivinanzas en torno a jugos de frutas o sastrerías, imperativos sobre automóviles, bebidas, juguetes o loterías. La publicidad era su respiración, algo que hacía sin darse cuenta, con los dedos. Su pasión en la vida era, en esos años, Hermann Hesse. Estaba siempre leyéndolo o releyéndolo y hablando de él con una animación contagiosa, al extremo de que, por Samuel, me zambullí en El lobo estepario, donde casi me asfixié. Venía a verlo, a veces, su gran amigo José León Herrera, estudiante de sánscrito, y yo los escuchaba enfrascarse en conversaciones esotéricas, mientras los incansables dedos de Samuel ennegrecían cuartilla tras cuartilla con avisos publicitarios.

Mi trabajo en Panamericana comenzaba muy temprano, pues el primer boletín era a las siete de la mañana. Luego, los había cada hora, de cinco minutos, hasta el del mediodía que duraba quince. En las tardes, los boletines se reanudaban a las seis, hasta las diez, hora de El panamericano, de media hora. Me pasaba el día entrando y saliendo, luego de cada boletín, a la biblioteca del Club Nacional, alguna clase de San Marcos, o donde Porras. Tardes y noches permanecía en la radio unas cuatro horas.

La verdad es que tomé cariño al trabajo de Panamericana. Comenzó siendo un quehacer alimenticio, pero, a medida que Genaro me azuzaba para que hiciéramos innovaciones y mejoráramos los programas y fuimos creciendo en oyentes e influencia, ese trabajo se convirtió en un compromiso, algo que procuraba hacer de manera creativa. Nos hicimos amigos con Genaro, quien, pese a ser el jefe supremo, hablaba a todo el mundo de una manera campechana y se interesaba por el trabajo de cada cual, por pequeño que fuese. Él quería que Panamericana alcanzara un prestigio durable, que fuera más allá del simple entretenimiento, y para eso había auspiciado programas de cine, con Pepe Ludmir, de entrevistas y debates de actualidad, con el de Pablo de Madalengoitia

Pablo y sus amigos- y unos excelentes comentarios de política internacional de un republicano español, Benjamín Núñez Bravo: Día y noche.

Le propuse un programa sobre el Congreso, en el que retrasmitiríamos parte de las sesiones, con breves comentarios escritos por mí. Aceptó. Porras nos consiguió los permisos para grabar las sesiones, y así nació El Parlamento en síntesis, programa que tuvo cierto éxito, pero que no duró. Grabar las sesiones significaba que quedaban en las cintas, a menudo, no sólo los discursos de los padres de la patria, sino comentarios, exclamaciones, insultos, murmuraciones y mil intimidades que, al hacer la edición, yo me cuidaba de suprimir. Pero, una vez, Pascual Lucen hizo pasar en el programa unas palabrotas muy condimentadas del senador pradista por Puno, Torres Belón, en ese momento presidente del Senado. Al día siguiente nos prohibieron grabar las sesiones y el programa feneció.

Para entonces, ya habíamos lanzado El panamericano, que haría luego una larga carrera en la radio y, más tarde, en la televisión. Y el servicio informativo a mi cargo se daba el lujo de tener ya tres o cuatro redactores, un editorialista de primera -Luis Rey de Castro- y al locutor estrella de la radio, Humberto Martínez Morosini.

Cuando empecé a trabajar en Panamericana mi único colaborador era el diligente y leal pero peligrosísimo Pascual Lucen. Era capaz de aparecer impregnado en alcohol a las siete de la mañana y sentarse a su máquina a dar la vuelta a las noticias de los periódicos que yo le había señalado, sin mover un músculo de la cara, lanzando ráfagas de hipos y eructos que estremecían los vidrios. A los pocos momentos, toda la atmósfera del altillo se embebía de pestilencia alcohólica. Él seguía, impertérrito, tecleando unas noticias que a menudo yo tenía que rehacer de pies a cabeza, a mano, mientras las bajaba a los locutores. Al menor de mis descuidos, Pascual Lucen me filtraba en el boletín una catástrofe. Pues tenía por las inundaciones, los terremotos, los descarrilamientos, una pasión casi sexual; lo excitaban y le encendían los ojos y me las enseñaba -cable de la France Presse o recorte de periódico- en estado anhelante. Y si yo asentía y le decía, «Bueno, hágase un cuarto de cuartilla», me lo agradecía con toda su alma.

Vino a reforzar a Pascual Lucen, poco después, Demetrio Túpac Yupanqui, cusqueño, profesor de quechua, que había sido seminarista, y que, de su lado, donde yo bajase la guardia, me atestaba los boletines de noticias religiosas. Nunca pude conseguir que el ceremonioso Demetrio -a quien hace poco me di con la sorpresa de ver retratado en una revista española, vestido de inca, en lo alto de Machu Picchu y presentado como descendiente directo del inca Túpac Yupanqui- llamara obispos a los obispos en vez de purpurados. El tercer redactor fue un bailarín de ballet y amante de los cascos romanos

– como en el Perú era difícil procurárselos se los fabricaba un hojalatero amigo suyo-, con quien teníamos entre boletín y boletín conversaciones literarias.

Vino después a trabajar conmigo Carlos Paz Cafferatta, quien, con el correr de los años, haría una destacada carrera junto a Genaro. Era ya entonces un periodista que no parecía periodista (peruano, al menos) por su frugalidad y su mutismo y una especie de apatía metafísica ante el mundo y el trasmundo. Era un excelente redactor, con un criterio seguro para diferenciar una noticia importante de una secundaria, para destacar y menospreciar lo que correspondía, pero no recuerdo haberlo visto jamás entusiasmarse por nada ni por nadie. Era una especie de monje budista zen, alguien que ha alcanzado el nirvana y está más allá de las emociones y del bien y del mal. Al fogoso e incansable conversador que era Samuel Pérez Barreto, la mudez y la anorexia intelectual de Carlos Paz lo enloquecían y siempre estaba inventando tretas para alegrarlo, excitarlo o encolerizarlo. Nunca lo consiguió.

Radio Panamericana llegó a disputarle a Radio América el título de la mejor radio nacional. La competencia entre ambas era feroz y Genaro dedicaba sus días y sus noches a idear nuevos programas y adelantos para imponerse a su rival. Compró en esa época una serie de repetidoras, que, instaladas en distintos puntos del territorio, pondrían a la radio al alcance de buena parte del país. Obtener el permiso del gobierno para instalar las repetidoras fue toda una proeza, en la que vi a Genaro empezar a desplegar sus primeros talentos mercantilistas. Es cierto que, sin ellos, ni él ni empresario alguno hubiera podido tener el menor éxito en el Perú. El trámite era interminable. Quedaba bloqueado en cada instancia por influencia de los competidores o por burócratas ávidos de coimas. Y Genaro debía buscar influencias contra aquellas influencias y multiplicarse en gestiones y compromisos, a lo largo de meses, para obtener un simple permiso beneficioso para las comunicaciones y la integración del país.

En esos dos últimos años que estuve en el Perú, mientras escribía boletines de noticias para Panamericana, me las arreglé para tener un trabajo más: asistente de la cátedra de Literatura Peruana, en la Universidad de San Marcos. Me llevó allí Augusto Tamayo Vargas, catedrático del curso y que había sido conmigo, desde mi primer año de estudios, muy bondadoso. Era un antiguo amigo de mis tíos (y de muchacho, pretendiente de mi madre, como descubrí un día por otros poemas de amor que ella también escondía en casa de los abuelos) y yo había seguido su curso, ese primer año, con mucha dedicación. Tanto que, a poco de comenzar, Augusto, que preparaba una edición ampliada de su historia de la literatura peruana, me llevó a trabajar con él, algunas tardes por semana. Lo ayudaba con la bibliografía y pasándole a máquina capítulos del manuscrito. Alguna vez le di a leer cuentos míos que me devolvió con comentarios alentadores.

Tamayo Vargas dirigía unos cursos para extranjeros, en San Marcos, y desde que yo estaba en tercer año me había confiado en ellos un cursillo sobre autores peruanos, que dictaba una vez por semana y por el que ganaba algunos soles. En 1957, al entrar al último año de la Facultad de Letras, me preguntó por mis planes para el futuro. Le dije que quería ser escritor, pero que, como era imposible ganarse la vida escribiendo, una vez que terminara la universidad, me dedicaría al periodismo o la enseñanza. Pues, aunque seguía también, en teoría, con los estudios de Derecho -cursaba el tercero de Facultad-, estaba seguro de no ejercer jamás la abogacía. Augusto me aconsejó el trabajo universitario. Enseñar literatura era compatible con escribir, pues dejaba más tiempo libre que otras tareas. Me convenía empezar de una vez. Había propuesto en la Facultad la creación de un puesto de asistente para su cátedra. ¿Podría proponer mi nombre?

De las tres horas de la cátedra de Literatura Peruana, Tamayo Vargas me confió una, que yo preparaba, con nerviosismo y excitación, en la biblioteca del Club Nacional o entre boletín y boletín en mi altillo de Panamericana. Esa horita semanal me obligaba a leer o releer a ciertos autores peruanos y, sobre todo, a resumir en un lenguaje racional y coherente mis reacciones a esas lecturas, haciendo fichas y notas. Me gustaba hacerlo y esperaba con impaciencia la llegada de esa clase a la que, a veces, el propio Tamayo Vargas asistía, para ver cómo me desempeñaba. (Alfredo Bryce Echenique fue uno de mis alumnos.)

Aunque, desde que me casé, mi asistencia a clases había disminuido mucho, siempre había seguido muy unido afectivamente a San Marcos, sobre todo a la Facultad de Letras. Mi desafecto con los cursos de Derecho, en cambio, era total. Seguía en ellos por inercia, para terminar algo que ya había empezado, y con la vaga esperanza de que el título de abogado me sirviera, más tarde, para algún trabajo alimenticio.

Pero varios cursos de la doctoral de Literatura los seguí por el puro placer. Por ejemplo, los de latín, del profesor Fernando Tola, uno de los más interesantes personajes de la Facultad. Había empezado, de joven, enseñando lenguas modernas, como francés, inglés o alemán, que luego abandonó por el griego y el latín. Pero cuando yo fui su alumno ya estaba apasionado por el sánscrito, que se había enseñado a sí mismo, y sobre el que daba un curso cuyo único alumno era, creo, José León Herrera, el amigo de Samuel Pérez Barreto. El incontenible Porras Barrenechea bromeaba: «Dicen que el doctor Tola sabe sánscrito. Pero, ¿a quién le consta?»

Tola, que pertenecía a eso que se llamaba la buena sociedad, había protagonizado un soberbio escándalo por ese tiempo, abandonando a su esposa formal y poniéndose a vivir públicamente con su secretaria. Compartía con ella una pequeña quinta, en la avenida Benavides, de Miraflores, atiborrada de libros, que él me prestaba sin reservas. Era un magnífico profesor y sus clases de latín se prolongaban más allá de la hora reglamentaria. Yo gozaba en ellas y recuerdo haber pasado noches enteras, desvelado y exaltado, traduciendo, para su curso, inscripciones de estelas funerarias romanas. Iba a visitarlo, a veces, en las noches, a su casita de Benavides, donde me quedaba horas oyéndolo hablar de su tema obsesivo y obsesionante, el sánscrito. Los tres años que estudié con él me enseñaron bastantes más cosas que latín; y de los muchos libros sobre civilización romana que el profesor Tola me hizo leer, concebí un día el proyecto de escribir una novela sobre Heliogábalo, proyecto que se quedó, como tantos otros de esos años, en bocetos.

En su Instituto de Lenguas, el doctor Tola publicaba una pequeña colección de textos bilingües, y yo le propuse traducir el relato de Rimbaud, Un coeur sous une soutane, que sólo se publicaría treinta años más tarde, en plena campaña electoral. Volví a ver al doctor Tola años después, en París, donde estuvo un tiempo perfeccionando su sánscrito en la Sorbona. Después se fue a la India, donde vivió muchos años y se casó por tercera vez con una nativa, profesora de sánscrito. Supe más tarde que ella lo perseguía por América Latina, donde este hombre peripatético y eternamente joven se instaló en la Argentina (allí se casó por cuarta o acaso décima vez). Era ya entonces una autoridad internacional en textos védicos, autor de múltiples tratados y traducciones del sánscrito y del hindi. Entiendo que desde hace algunos años, descuida la India, pues se interesa por el chino y el japonés…

Otros seminarios que seguí con entusiasmo en la Facultad de Letras fueron los que dictó Luis Alberto Sánchez a su vuelta del exilio, en 1956, sobre literatura peruana e hispanoamericana. Recuerdo este último sobre todo, pues gracias a él descubrí a Rubén Darío, a quien el doctor Sánchez explicaba con tanta vivacidad y versación, que, a la salida de clases, yo volaba a la biblioteca a pedir los libros que había comentado. Como muchos lectores de Darío, tenía yo a éste, antes de aquel seminario, por un poeta palabrero, como otros modernistas, debajo de cuya pirotecnia verbal, de bella música y afrancesadas imágenes, no había nada profundo, sino un pensamiento convencional, prestado de los parnasianos. Pero en ese seminario conocí al Darío esencial y desgarrado, el fundador de la poesía española moderna, sin cuya poderosa revolución verbal hubieran sido inconcebibles figuras tan dispares como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, en España, y Vallejo y Neruda en Hispanoamérica.

A diferencia de Porras, Sánchez rara vez preparaba una clase. Se fiaba de su potente memoria e improvisaba, pero había leído mucho y amado los libros, y a Darío, por ejemplo, lo conocía en profundidad y era capaz de revelarlo en toda la secreta grandeza que oculta el oropel modernista de buena parte de su obra.

Gracias a ese curso decidí que mi tesis de Literatura fuera sobre Darío, y, desde 1957, comencé, en los ratos libres, a tomar notas y a hacer fichas. Iba a necesitar ese título si quería proseguir esa carrera de profesor universitario para la que, gracias a Augusto Tamayo Vargas, había dado el primer paso. Y, además, no veía la hora de terminar Letras y presentar mi tesis a fin de postular a la beca Javier Prado, para hacer el doctorado en España.

El sueño de esa beca no me abandonaba nunca. Era lo único que me podía permitir el viaje a Europa, ahora que estaba casado. Pues las otras becas literarias, las de Cultura Hispánica, permitían a duras penas sobrevivir a una persona, no a una pareja. La Javier Prado, en cambio, pagaba un pasaje en avión a Madrid, que podía descomponerse en dos terceras en barco, y daba ciento veinte dólares mensuales, lo que, en la España de los cincuenta, era una fortuna.

La idea de ir a Europa había seguido en mi cabeza, en todos esos años, aun en aquellos períodos en que, gracias al amor o a la amistad, vivía intensamente y me sentía contento. Un gusanito me roía siempre la conciencia con la pregunta: ¿No ibas a ser escritor? ¿Cuándo vas a empezar a serlo? Porque, aunque los artículos y los cuentos que me publicaban en el Suplemento Dominical de El Comercio, en Cultura Peruana, o Mercurio Peruano, me daban por un momento la sensación de que ya había comenzado a ser un escritor, pronto abría los ojos. No, no lo era. Esos textos escritos a salto de mata, en los resquicios de un tiempo entregado totalmente a otros trabajos eran los de un simulacro de escritor. Sólo sería un escritor si me dedicaba a escribir mañana, tarde y noche, poniendo en ese empeño toda la energía que ahora dilapidaba en tantas cosas. Y si me sentía rodeado de un ambiente estimulante, un medio donde escribir no pareciera una actividad tan extravagante y marginal, tan poco en consonancia con el país en que vivía. Ese ambiente para mí tenía un nombre. ¿Llegaría algún día a vivir en París? La depresión me calaba los huesos, cuando pensaba que si no obtenía esa beca Javier Prado, que me catapultara a Europa, jamás llegaría a Francia, y, por lo tanto, me frustraría como tantos otros peruanos cuya vocación literaria nunca pasó del rudimento.

Éste era, demás está decirlo, motivo constante de conversación con Lucho y Abelardo. Ellos solían caer por mi altillo de Panamericana después del boletín de las seis y, hasta el siguiente, podíamos pasar un rato juntos, tomando un café en alguno de los viejos locales de la plaza de Armas o de La Colmena. Yo los animaba a que nos marcháramos a Europa. Juntos, enfrentaríamos mejor el problema de la supervivencia; allá escribiríamos los ambicionados volúmenes. El objetivo sería París, pero, si no había más remedio, haríamos un alto en Montecarlo, principado de Mónaco. Este lugar, fraseado con nombre y apellido, se convirtió en santo y seña del trío y, a veces, cuando estábamos con otros amigos, uno de los tres pronunciaba la fórmula emblemática -Montecarlo, principado de Mónaco- que dejaba a los demás desconcertados.

Lucho estaba decidido a partir. Sus prácticas de Derecho lo habían convencido, creo, que aquella profesión le inspiraba el mismo rechazo que a mí, y la idea de pasar un tiempo en Europa lo reconfortaba. Su padre había prometido ayudarlo económicamente, luego de que se graduara. Esto le dio ánimo para empezar a trabajar en su tesis de fin de carrera.

El viaje de Abelardo era más complicado, pues Pupi acababa de tener una niña. Y, con familia, todo se volvía arriesgado y costoso. Pero Abelardo se dejaba contagiar a veces por mi entusiasmo y se ponía también a fantasear: pediría la beca que daba Italia para un postgrado en Derecho. Con ella y algunos ahorros alcanzaría para el viaje. Él también llegaría a la Europa des anciens parapets y comparecería a la cita de honor literario, en Montecarlo, principado de Mónaco.

Contribuía a reforzar la amistad, además de los proyectos y fantasías compartidos, algunas peripecias de la guerrilla literaria local. Recuerdo una, sobre todo, porque yo fui el detonante. Escribía, de tanto en tanto, reseñas de libros para el Suplemento Dominical de El Comercio. Abelardo me dio a comentar una antología de la poesía hispanoamericana, compilada y traducida al francés por la hispanista Mathilde Pomés. En la reseña, algo feroz, no me contenté con criticar al libro, sino deslicé frases durísimas contra los escritores peruanos en general, los telúricos, indigenistas, regionalistas y costumbristas y, sobre todo, el modernista José Santos Chocano.

Me respondieron varios escritores -entre ellos Alejandro Romualdo, con un artículo en 1957 que se titulaba «No sólo los gigantes hacen la historia»- y el poeta Francisco Bendezú, gran promotor de la huachafería en la literatura y en la vida, que me acusó de haber agraviado el honor nacional por haber dejado maltrecho al eximio bardo Santos Chocano. Yo le contesté un largo artículo y Lucho Loayza intervino con una lapidaria descarga. El propio Augusto Tamayo Vargas escribió un texto, en defensa de la literatura peruana, recordándome que «la adolescencia debía terminar pronto». Entonces me acordé que yo era asistente de la cátedra de aquella literatura a la que acababa de agredir (creo que en mis artículos sólo se salvaban del genocidio los poetas César Vallejo, José María Eguren y César Moro) y temí que Augusto, ante semejante incongruencia, me quitara el puesto. Pero él era demasiado decente para hacer semejante cosa y pensó, sin duda, que, con el tiempo, tendría más consideración y benevolencia para con los escritores nativos (así ha ocurrido).

Esas pequeñas polémicas y alborotos literarios y artísticos -los había a

menudo-, aunque de repercusión muy limitada, dan idea de que, por pequeña que fuese, había en la Lima de entonces cierta vida cultural. Era posible porque el gobierno de Prado trajo una bonanza económica al país y, durante algún tiempo, el Perú se abrió a los intercambios con el mundo. Ello ocurrió, por cierto, sin que se modificara casi la estructura mercantilista y discriminatoria de las instituciones -el peruano pobre siguió embotellado en la pobreza y con pocas oportunidades de escalar posiciones-, pero trajo a las clases media y altas un período de prosperidad. Esto se debió, básicamente, a una de esas iniciativas audaces y sorprendentes de que era capaz ese político criollo, lleno de habilidades y mañas que fue Manuel Prado (lo que en el Perú llaman: ¡un gran pendejo!). El más duro crítico que tenía su gobierno era el dueño de La Prensa, Pedro Beltrán, que en su periódico atacaba a diario la política económica del régimen. Un buen día, Prado llamó a Beltrán y le ofreció el ministerio de Hacienda y el premierato, con carta blanca para hacer lo que le pareciera. Beltrán aceptó y durante dos años aplicó la política monetarista y conservadora que había aprendido desde sus años de estudiante en la London School of Economics: austeridad fiscal, presupuestos balanceados, apertura a la competencia internacional, aliento a la empresa y a la inversión privadas. La economía respondió admirablemente al tratamiento: la moneda se fortaleció -nunca volvió a tener en el futuro la solvencia de entonces-, la inversión nacional y extranjera se multiplicó, aumentó el empleo y el país vivió por algunos años en un clima de optimismo y seguridad.

En el campo cultural, los efectos fueron que al Perú llegaban libros de todas partes, y también músicos y compañías de teatro y exposiciones extranjeras -el Instituto de Arte Contemporáneo, creado por un grupo privado y que durante un tiempo dirigió Sebastián Salazar Bondy, trajo a los más destacados artistas del continente, entre ellos Matta y Lam, y a muchos norteamericanos y europeos- y fue posible la publicación de libros y revistas culturales (Literatura fue una de ellas, pero hubo varias más, y no sólo en Lima, sino en ciudades como Trujillo y Arequipa). El poeta Manuel Scorza iniciaría en esos años unas ediciones populares de libros que tendrían enorme éxito y le harían ganar una pequeña fortuna. Sus arrestos socialistas habían mermado y había síntomas del peor capitalismo en su conducta: les pagaba a los autores -cuando lo hacía- unos miserables derechos con el argumento de que debían sacrificarse por la cultura, y él andaba en un flamante Buick color incendio y una biografía de Onassis en el bolsillo. Para fastidiarlo, cuando estábamos juntos, yo solía recitarle el menos memorable de sus versos: «Perú, escupo tu nombre en vano.»

Sin embargo, nadie, fuera del pequeño grupo de periodistas que trabajaban con él en La Prensa, apreció la labor de Beltrán en la dirección de la política económica. Ni sacó de lo ocurrido en esos años conclusiones favorables a las políticas de mercado y a la empresa privada y la apertura internacional. Todo lo contrario. La imagen de Beltrán siguió siendo ferozmente atacada por la izquierda. Y el socialismo comenzó desde aquellos años a romper la catacumba en la que había vivido confinado y a ganar un espacio en la opinión pública. La filosofía populista, a favor del nacionalismo económico, el crecimiento del Estado y del intervencionismo, que hasta entonces había sido monopolio del apra y de la pequeña izquierda marxista, se propagó y reprodujo en otras versiones, de mano de Belaunde Terry, que había creado Acción Popular y llevaba en esos años su mensaje de pueblo en pueblo por todo el Perú, de la Democracia Cristiana, donde la tendencia radical de Cornejo Chávez tomaba cada vez más fuerza, y de un grupo de presión -el Movimiento Social Progresista- formado por intelectuales de izquierda, que, aunque huérfano de masas, tendría un impacto importante en la cultura política de la época.

(Luego de dos años y pico en el gobierno de Prado, y, creyendo que el éxito de su política económica le había dado popularidad, Pedro Beltrán renunció al ministerio para intentar una acción política, con miras a las elecciones presidenciales de 1962. Su intento fracasó escandalosamente, a la primera salida a la calle. Una manifestación convocada por Beltrán en el colegio de la Recoleta fue desbaratada por los búfalos apristas y terminó en el ridículo. Ya no volvería Beltrán a tener cargo político alguno, hasta que, con la subida de la dictadura de Velasco, le serían confiscados su diario, su hacienda Montalbán y derribada su vieja casa colonial del centro de Lima, con el pretexto de abrir una calle. Él partió al exilio, donde yo lo conocí, gracias a la periodista Elsa Arana Freire, en Barcelona, en los años setenta. Era entonces un anciano que hablaba con nostalgia patética de aquella vieja casa colonial de Lima arrasada por la mezquindad y estupidez de sus enemigos políticos.)

Y con la misma audacia con la que había nombrado a Beltrán su ministro de Hacienda, el presidente Prado nombró un buen día ministro de Relaciones Exteriores a Porras Barrenechea. Éste, desde que salió elegido senador, había tenido un desempeño parlamentario destacado. Con otros independientes y con los parlamentarios de la Democracia Cristiana y de Acción Popular lideró una campaña para que el Parlamento investigase los delitos políticos y económicos cometidos por la dictadura de Odría. La iniciativa no prosperó porque la mayoría pradista, con sus aliados opositores (casi todos los de la lista en la que había salido Porras) y los propios odriístas bloquearon sus esfuerzos. Esto convirtió a Porras Barrenechea en un senador de la oposición al gobierno de Prado, función que él ejerció con lujo y sin contemplaciones. Por eso, su nombramiento como ministro fue una sorpresa para todo el mundo, incluido el propio Porras, quien nos dio la noticia, una tarde, estupefacto, a mí y a Carlos Araníbar: el presidente le acababa de ofrecer el ministerio, por teléfono, en una conversación de dos minutos.

Aceptó, supongo que por una pizca de vanidad y también como otra compensación por aquel rectorado perdido, herida sangrante en su vida. Con su trabajo ministerial, su libro sobre Pizarro quedó paralizado del todo.

Poco después de esta operación, el presidente Prado realizó otra, espectacular, que agitó la chismografía limeña a punto de incandescencia: consiguió la anulación de su matrimonio religioso con su esposa de más de cuarenta años (y madre de sus hijos) por «vicio de forma» (convenció al Vaticano de que lo habían casado sin su consentimiento). Y, acto seguido -él era un hombre capaz de cualquier cosa, y, además, como todos los frescos de este mundo, encantador- contrajo nupcias, en Palacio de Gobierno, con su amante de muchos años. La noche de aquella boda yo vi con mis ojos, dando vueltas a la plaza de Armas de Lima, frente a Palacio de Gobierno, como en una de las tradiciones virreinales de Ricardo Palma, a un grupo de damas de familias encopetadas de Lima, con elegantes mantillas y rosarios, y un gran cartel que decía: «Viva la indisolubilidad del matrimonio católico.»

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