XX. PUNTO FINAL

Al día siguiente de la primera vuelta, lunes 9 de abril de 1990, llamé temprano a Alberto Fujimori al hotel Crillón, su cuartel general, y le dije que necesitaba conversar con él ese mismo día, sin testigos. Quedó en indicarme la hora y lugar de la cita, y así lo hizo, un poco más tarde: una dirección en las vecindades de la clínica de San Juan de Dios, una casa contigua a una gasolinera y taller de mecánica.

Los sorprendentes resultados electorales de la víspera habían creado un clima de desconcierto y Lima era un avispero de rumores, entre ellos el de un inminente golpe de Estado. A la frustración y alejamiento había sucedido la cólera entre los partidarios del Frente y durante el día las radios dieron noticias de incidentes, en Miraflores y San Isidro, en que japoneses fueron insultados en la calle o expulsados de restaurantes. Semejante reacción, además de estúpida, era terriblemente injusta, pues la pequeña comunidad japonesa del Perú me había dado muchas muestras de apoyo desde el principio de la campaña. Un grupo de empresarios y profesionales de origen japonés se reunía, cada cierto tiempo, con Pipo Thorndike para hacer donativos económicos al Frente. Yo había conversado con ellos en tres ocasiones, a fin de explicarles el programa y escuchar sus sugerencias. Y el Movimiento Libertad había elegido a un agricultor nisei, de Chancay, como candidato a diputado por el departamento de Lima. (Perdió la vida, poco antes de las elecciones, al disparársele el arma de fuego que estaba limpiando.)

Mi simpatía con la comunidad japonesa-peruana era grande, por lo hacendosa y productiva -ella había desarrollado la agricultura del norte de Lima en los años veinte y treinta- y por los despojos y abusos de que fue víctima, durante el primer gobierno de Manuel Prado (1939-1945), el que, luego de declarar la guerra a Japón, expropió sus bienes y expulsó del país a quienes eran ya peruanos de segunda o tercera generación. También durante la dictadura de Odría los peruanos de origen asiático habían sido hostilizados, retirándoseles el pasaporte a muchos de ellos y obligándolos a expatriarse. Al principio, creí que aquellas informaciones sobre insultos y atropellos a japoneses eran maniobras de la propaganda aprista, que comenzaba así la campaña a favor de Fujimori para la segunda vuelta electoral. Pero tenían fundamento. El prejuicio racial -explosivo factor que hasta entonces nunca había figurado de manera descarada en nuestras elecciones, aunque siempre estuvo presente en la vida peruana- pasaría en las semanas siguientes a tener un rol principalísimo.

El resultado electoral había provocado un verdadero trauma en el Frente Democrático y en Libertad, cuyos dirigentes, en esas primeras horas, no atinaban a reaccionar y rehuían a la prensa o respondían con evasivas y confusos análisis a las preguntas de los corresponsales. Nadie sabía explicar el resultado. Los rumores de que yo iba a rehuir la segunda vuelta -que repetían la radio y la televisión- provocaron un torrente de llamadas a mi casa, así como una interminable cola de visitantes, a ninguno de los cuales recibí. También del extranjero llamaron muchos amigos -Jean-Francois Revel, entre ellos- sin entender lo que pasaba. Desde poco antes del mediodía, muchos partidarios fueron amontonándose en el malecón, frente a mi casa. Renovándose por partes, permanecerían allí todo el día, hasta el anochecer. Se mantenían callados, con caras contritas, o irrumpían en estribillos que traducían su decepción y su cólera.

Como sabía que la entrevista con mi adversario se frustraría si se llevaba a cabo bajo el cerco periodístico, organizamos con Lucho Llosa una salida clandestina de mi casa, en su camioneta, burlando incluso al servicio de seguridad. Estacionó en el garaje, yo me agazapé en el asiento y manifestantes, fotógrafos y guardaespaldas vieron salir sólo a Lucho, conduciendo. Cuando, una cuadra después, pude enderezarme y vi que nadie nos seguía, sentí gran alivio. Había olvidado lo que era circular por Lima sin escolta y una estela de reporteros.

La casa estaba cerca de la salida a la Carretera Central, disimulada tras un muro y la gasolinera y el taller de mecánica. Salió a abrirme el propio Fujimori y me llevé una sorpresa al descubrir, en ese modesto barrio, protegidos por altas paredes, un jardín japonés, de árboles enanos, estanques con puentecillos de madera y lamparillas, y una elegante residencia amueblada a lo oriental. Me sentí en un chifa o en una vivienda tradicional de Kioto u Osaka, no en Lima.

No había nadie más fuera de nosotros, por lo menos visible. Fujimori me guió hasta una salita, con un ventanal sobre el jardín, y me hizo sentar ante una mesa en la que había una botella de whisky y dos vasos, frente a frente, como para un desafío. Era un hombre menudo y algo rígido, algo menor que yo, cuyos ojitos me escrutaban con incomodidad detrás de sus anteojos. Se expresaba sin soltura, con faltas de sintaxis, y la suavidad y el formalismo defensivos del carácter criollo.

Le dije que quería compartir con él mi interpretación del resultado de la primera vuelta. Dos tercios de los peruanos habían votado por el cambio -el «gran cambio» del Frente y el «cambio 90» suyo-, es decir, en contra del continuismo y de las políticas populistas. Si él, para ganar la segunda vuelta, se convertía en un prisionero del apra y de la izquierda, le haría un enorme daño al país y traicionaría a la mayoría de los electores, que querían algo distinto a lo de estos últimos cinco años.

El tercio de votos que yo había recibido era insuficiente para el programa radical de reformas que, a mi juicio, necesitaba el Perú. La mayoría de los peruanos parecían inclinarse por el gradualismo, el consenso, por compromisos hechos a partir de concesiones recíprocas, una política que, a mi entender, era incapaz de acabar con la inflación, reinsertar al Perú en el mundo y reorganizar la sociedad peruana sobre bases modernas. Él parecía más dotado para propiciar ese acuerdo nacional; yo me sentía incapaz de impulsar políticas en las que no creía. Para ser consecuente con el mensaje de los electores, Fujimori debería tratar de apoyarse en todas las fuerzas que de algún modo representaban «el cambio», es decir, las de Cambio90, las del Frente Democrático y las más moderadas de la izquierda. Convenía que le ahorrásemos al Perú la tensión y derroche de energías de una segunda vuelta. Para eso, yo, a la vez que haría pública mi decisión de no participar en ella, exhortaría a quienes me habían apoyado a responder de manera positiva a un llamamiento suyo a colaborar. Esta colaboración era indispensable para que su gobierno no fuera un fracaso y sería posible si él aceptaba algunas ideas básicas de mi propuesta, sobre todo en el campo económico. Había un clima muy tenso, peligroso para la salvaguardia de la democracia, de modo que era indispensable que el nuevo equipo comenzara a trabajar de inmediato, devolviendo al país la confianza luego de tan largo y violento proceso electoral.

Me miró un buen rato como si no me creyera, o como si en lo que acababa de decirle hubiera escondida alguna trampa. Por fin, recuperado de la sorpresa, comenzó, en tono vacilante, a hablar de mi patriotismo y mi generosidad, pero yo lo interrumpí diciéndole que nos tomáramos un trago y habláramos de cosas prácticas. Sirvió un dedo de whisky en los vasos y me preguntó cuándo iba a hacer pública mi decisión. A la mañana siguiente. Sería bueno que estuviéramos en contacto de manera que, apenas divulgada mi carta, Fujimori pudiera hacerse eco de ella y llamar a los partidos a colaborar. Así lo acordamos.

Hablamos todavía unos momentos, de modo menos general. Me preguntó si esta decisión la había tomado yo solo o consultándola con alguien. Porque, me aseguró, todas las decisiones importantes él las tomaba siempre en completa soledad, sin discutirlas ni siquiera con su mujer. Me preguntó quién era el mejor economista entre los que me asesoraban y le dije que Raúl Salazar, y que de todo lo ocurrido tal vez lo que más lamentaba era que los peruanos, al votar como lo habían hecho, se hubieran quedado sin un ministro de Economía como él. Pero que Fujimori podía reparar ese daño, llamándolo. Por sus preguntas, advertí que no entendía aquello del mandato que yo había pedido a los electores; parecía creer que era una carta blanca para gobernar sin frenos. Le dije que, por el contrario, se trataba de un pacto entre un mandatario y una mayoría de electores para llevar a cabo un programa específico de gobierno, algo indispensable si se querían hacer reformas profundas en una democracia. Hablamos todavía un momento de algunos dirigentes de izquierda moderada, como el senador Enrique Bernales, a quien me dijo incorporaría al acuerdo.

No habían pasado tres cuartos de hora de mi llegada cuando me levanté. Me acompañó hasta la puerta de calle y allí le hice una broma, despidiéndome a la manera japonesa, con una reverencia y murmurando: «Arigato gosai ma su.» Pero él me estiró la mano, sin reírse.

Entré a la casa, encogido en la camioneta de Lucho, y allí, en mi estudio, tuvimos con toda la familia real presente -Patricia, Álvaro, Lucho y Roxana- un conciliábulo en el que les conté mi reunión con Fujimori y les leí mi carta de renuncia a la segunda vuelta. Afuera, en el malecón, había crecido el número de manifestantes. Eran varios centenares. Pedían que saliera y coreaban eslóganes de Libertad y del Frente. Con esa música de fondo, discutimos -fue la primera vez que lo hicimos con tanto fuego- pues sólo Álvaro estaba de acuerdo conmigo en la renuncia; Lucho y Patricia creían que las fuerzas del Frente no aceptarían colaborar con Fujimori y que éste estaba ya demasiado comprometido con Alan García y el apra para que mi gesto destruyera su alianza. Además, ellos creían que podíamos ganar la segunda vuelta.

Estábamos discutiendo cuando oí que, afuera, los manifestantes habían empezado a corear eslóganes de corte racista y nacionalista -«Mario sí es peruano», «Queremos un peruano», además de otros, insultantes- e, indignado, salí a hablarles desde la terraza de mi casa, con ayuda de un megáfono. Era inconcebible que quienes me apoyaban discriminaran entre los peruanos en razón de la piel. El tener tantas razas y culturas era nuestra mejor riqueza, lo que unía al Perú a los cuatro puntos cardinales del mundo. Se podía ser peruano siendo blanco, indio, chino, negro o japonés. El ingeniero Fujimori era tan peruano como yo. Los camarógrafos del Canal 2 estaban allí y alcanzaron a sacar esta parte de mi alocución en el noticiario de Noventa Segundos.

A la mañana siguiente, martes 10 de abril, tuvimos con Álvaro, temprano, la reunión de trabajo acostumbrada, en la que planeamos la manera de difundir mi carta de renuncia. Decidimos hacerlo a través de Jaime Bayly, que durante toda la campaña me había apoyado de una manera muy resuelta y cuyos programas tenían gran audiencia. Apenas hubiera informado a la Comisión Política de Libertad, a la que había citado a las once, en Barranco, iríamos con Bayly al Canal 4.

Cuando, poco antes de las diez de la mañana de ese día memorable, llegaron los candidatos a las vicepresidencias, Eduardo Orrego y Ernesto Alayza Grundy, ya había una nube de periodistas en el malecón, forcejeando con la seguridad, y comenzaban a llegar los primeros de esos grupos que al mediodía convertirían el entorno de mi casa en un mitin. Brillaba un sol muy fuerte y la mañana lucía diáfana, muy calurosa.

Di a Eduardo y don Ernesto mis razones para no participar en la segunda vuelta y les leí mi carta. Había previsto que ambos tratarían de disuadirme, como, en efecto, ocurrió. Pero me desconcertó la categórica afirmación de Alayza Grundy, quien, como jurista, me aseguró que era inconstitucional. Un candidato no podía renunciar a la segunda vuelta. Le dije que había hecho la consulta con nuestro personero ante el Jurado Nacional de Elecciones, y que Elías Laroza me aseguró que no había impedimento legal. En las actuales circunstancias, mi renuncia era lo único que podía evitar que Fujimori fuera un prisionero del apra y asegurar un cambio siquiera parcial de la política que estaba deshaciendo al Perú. ¿No era ésa una razón más sólida que cualquier otra? ¿No se había encontrado, acaso, un tecnicismo jurídico para el desistimiento de Barrantes frente a Alan García en 1985? Eduardo Orrego se había enterado esa madrugada de mi intención de renunciar, por una llamada, desde Moscú, de Fernando Belaunde, quien asistía allí a un congreso. El ex presidente dijo a Orrego que Alan García lo había telefoneado desde Lima «preocupado, pues se había enterado de que Vargas Llosa pensaba renunciar, lo que viciaría todo el proceso electoral». ¿Cómo sabía el presidente Alan García lo de mi renuncia? A través de la única fuente posible: Fujimori. Éste, después de su charla conmigo, había corrido a comentar nuestra conversación con el presidente y a pedirle consejo. ¿No era ésta la mejor prueba de que Fujimori estaba en complicidad con aquél? Mi renuncia sería inútil. Por el contrario, si demostrábamos que Fujimori representaba la continuación del actual gobierno, podíamos revertir lo que parecía una deserción de tantos independientes hacia quien por ingenuidad e ignorancia creían una persona sin vínculos con el apra.

Estábamos en esta discusión cuando una turbamulta, en la puerta de la casa, nos calló. De manera intempestiva se había presentado allí Fujimori, a quien el servicio de seguridad trataba de proteger de los periodistas que lo interrogaban sobre las razones de su venida y de los partidarios míos que lo silbaban. Lo hice pasar a la sala, mientras don Ernesto y Eduardo se marchaban a informar a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano de nuestra charla.

A diferencia de la víspera, en que me pareció muy calmado, noté a Fujimori sumamente tenso. Comenzó agradeciéndome por haber condenado los eslóganes racistas la noche anterior (había visto mi alocución en el Canal 2) y, sin disimular su incomodidad, añadió que podían surgir problemas constitucionales con la renuncia. Ésta era inconstitucional y restaría validez al proceso. Le dije que creía que no era así, pero que, en todo caso, me aseguraría de no provocar una crisis que abriera las puertas a un golpe de Estado. Lo acompañé hasta la puerta, pero no salí con él a la calle.

Para entonces mi casa era un hervidero, como el exterior. Había llegado la Comisión Política de Libertad -la única vez, creo, que no faltó nadie-, y algunos asesores muy próximos, como Raúl Salazar. También Jaime Bayly, alertado por Álvaro. Patricia celebraba una reunión, en el patio, con buen número de dirigentes de Acción Solidaria. Acomodamos como pudimos a la treintena de personas en la sala del primer piso y, pese al calor, cerramos las ventanas y corrimos los visillos para que los periodistas y partidarios aglomerados en la calle no nos oyeran.

Expliqué las razones por las que me parecía inútil y peligrosa una segunda vuelta y, dados los resultados del domingo, la conveniencia de que las fuerzas del Frente llegaran a algún tipo de acuerdo con Fujimori. Impedir que continuara la política de Alan García era ahora la prioridad. El pueblo peruano había rechazado el mandato que le pedimos y ya no había posibilidad de llevar a cabo nuestras reformas -ni siquiera en el hipotético caso de una victoria en la segunda vuelta, pues tendríamos a una mayoría parlamentaria en contra-, de modo que debíamos ahorrarle al país una nueva campaña cuyo resultado ya conocíamos, pues era obvio que el apra y la izquierda harían causa común con mi adversario. A continuación les leí la carta.

Creo que todos los presentes hablaron, varios de ellos de manera dramática, y todos, con la excepción de Enrique Ghersi, exhortándome a no renunciar. Sólo Ghersi señaló que, en principio, no rechazaba la idea de una negociación con Fujimori si ella permitía rescatar algunos puntos claves del programa; pero también Enrique dudaba de la independencia del candidato de Cambio 90 para decidir nada, pues, como el resto de los asistentes, lo creía enfeudado a Alan García.

Una de las más vibrantes intervenciones fue la de Enrique Chirinos Soto, a quien la sorpresa de las elecciones había sacado de su sopor y puesto en estado de paroxismo lúcido. Abundó en razones técnicas para demostrar que la renuncia a la segunda vuelta iba contra la letra y el espíritu de la Constitución; pero más grave aún le parecía abandonar la lucha y dejarle el campo libre a un improvisado, sin programa, ni ideas, ni equipo, a un aventurero político que, en el poder, podía significar el desplome del régimen democrático. Él no creía en mi tesis de que en la segunda vuelta habría una santa alianza apro-socialista-comunista en favor de Fujimori; él estaba seguro de que el pueblo peruano no votaría por un «peruano de primera generación, que no tenía un solo muerto enterrado en el Perú». [58] Ésta fue la primera vez que oí semejante argumento, pero no la última. A menudo la oiría en boca de partidarios míos tan cultos e inteligentes como Enrique: por ser hijo de japoneses, por no tener raíces en suelo peruano, por seguir siendo su madre una señora extranjera que ni siquiera había aprendido el español, Fujimori era menos peruano que yo y que quienes -indios o blancos- llevábamos muchas generaciones de vida peruana. Muchas veces, en el curso de los dos meses siguientes, tuve que salir a decir que ese género de razones a mí me hacían desear que ganara las elecciones Fujimori, porque ellas delataban dos aberraciones contra las que he escrito y hablado toda mi vida: el nacionalismo y el racismo (dos aberraciones que, en verdad, son una sola).

Alfredo Barnechea hizo una larga evocación histórica, sobre la crisis y decadencia peruanas, que, según él, había llegado en los últimos años a un punto crítico, del que podía derivarse una catástrofe irreparable, no sólo para la supervivencia democrática, sino para el destino nacional. No se podía entregar el gobierno del país a quien representaba la pura picardía criolla o era muy probablemente testaferro de Alan García; mi renuncia no iba a aparecer como un gesto generoso, para facilitar un cambio de la situación presente. Aparecería como la fuga de un vanidoso herido en su amor propio. Además, podía desembocar en el ridículo. Pues, como era constitucionalmente ilegítima, el Jurado Nacional de Elecciones podía convocar a la segunda vuelta y dejar mi nombre en los boletines de voto, aunque yo no lo quisiera.

En eso, Patricia interrumpió la reunión para decirme, en el oído, que el arzobispo de Lima había venido a verme, en secreto. Estaba allí arriba en mi escritorio. Me excusé con los asistentes, y, estupefacto, subí a atender al ilustre visitante. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo había pasado la barrera de periodistas y manifestantes sin ser descubierto?

Han circulado muchas versiones sobre esta visita, que, en efecto, fue decisiva para que yo diera marcha atrás en mi decisión de no participar en la segunda vuelta. La verdadera sólo la he sabido ahora, por Patricia, quien, para que en este libro figure la verdad, se animó por fin a confesarme lo ocurrido. Al día siguiente de las elecciones habían llamado a mi casa un par de veces desde el arzobispado, diciendo que monseñor Vargas Alzamora quería verme. En el desbarajuste, nadie me dio el recado. Esa mañana, en la Comisión Política, mientras discutíamos, Lucho Bustamante, Pedro Cateriano y Álvaro habían salido varias veces a informar a Patricia y a las dirigentes de Acción Solidaria, reunidas en el jardín, de nuestra discusión: «No hay manera de convencerlo. Mario va a renunciar a la segunda vuelta.» Entonces, a Patricia, que recordaba la magnífica impresión que me había hecho monseñor Vargas Alzamora el día que lo conocí, se le ocurrió la idea. «Que venga a hablar con él el arzobispo. Él lo puede convencer.» Conspiró con Lucho Bustamante y éste llamó a monseñor Vargas Alzamora, le explicó lo que ocurría, y el arzobispo aceptó venir a mi casa. Para que pudiera entrar sin ser reconocido, fue a buscarlo el automóvil con lunas polarizadas en que yo hacía mis desplazamientos, y lo metió directamente al garaje.

Cuando subí al escritorio -también con las persianas bajas para evitar las miradas de la calle- allí estaba el arzobispo echando una ojeada a los estantes. La media hora o tres cuartos de hora que conversamos ha quedado en mi memoria confundida con algunos de los episodios más inusuales de las buenas novelas que he leído. Aunque la conversación tenía, como única razón de ser, el momento político, el sutil personaje que es monseñor Vargas Alzamora se las arregló para transformarla en un intercambio sobre temas de sociología, historia y elevada espiritualidad.

Hizo un comentario risueño sobre su rocambolesca venida, encogido en el automóvil, y como quien habla para matar el tiempo, me contó que cada mañana, al levantarse, leía siempre unas páginas de la Biblia, abierta al azar. Lo que la casualidad había puesto bajo sus ojos esta mañana lo asombró: parecía un comentario sobre la actualidad peruana. ¿Tenía yo una Biblia a la mano? Traje la de Jerusalén y él me indicó el capítulo y versículos correspondientes. Los leí en voz alta y los dos nos echamos a reír. Sí, era cierto, las intrigas y maldades incandescentes de ese Maligno del libro sagrado recordaban las de otro, más terráqueo y próximo.

¿Había sido para él una sorpresa que, en las elecciones de dos días atrás, hubieran salido elegidos, en las listas del ingeniero Fujimori, una veintena de diputados y senadores evangélicos? Bueno, sí, como para todo el Perú. Aunque el arzobispado había tenido noticia antelada, por los párrocos, de una movilización muy animosa de los pastores de sectas evangélicas, en los pueblos jóvenes y en las aldeas y pueblecitos serranos, a favor de aquella candidatura. Se habían metido mucho, aquellas sectas, en los sectores marginados de la sociedad peruana, llenando el vacío que dejaba la Iglesia Católica por la escasez de sacerdotes. Nadie quería resucitar las guerras de religión, bien muertas y enterradas, por supuesto. La Iglesia se llevaba en buena armonía con las ramas históricas de la Reforma, en estos tiempos de tolerancia y ecumenismo. Pero esas sectas, a menudo diminutas y a veces de extravagantes prácticas y doctrinas, que tenían sus casas matrices en Tampa y en Orlando, ¿no iban a añadir un factor más de fractura y división en esta sociedad ya tan fragmentada y dividida que era la peruana? Sobre todo si, como parecía, por las beligerantes declaraciones de algunos de los flamantes diputados y senadores evangélicos, venían en son de guerra contra los católicos. (Uno de ellos había declarado que, ahora, habría una iglesia protestante junto a cada templo papista del Perú.) Con todas las observaciones y críticas que se le pudiera hacer, la Iglesia Católica era uno de los más extendidos lazos de consanguinidad entre peruanos de distintas etnias, lenguas, regiones o niveles económicos. Uno de los pocos vínculos que habían resistido las fuerzas centrífugas que venían enemistando y enconando a unos contra otros. Sería una lástima que la religión se convirtiera en otro factor de divorcio entre los peruanos. ¿No me parecía?

Ya que tantas cosas se habían perdido o iban mal, las buenas que quedaban había que tratar de preservarlas, como objetos preciosos. La democracia, por ejemplo. Era indispensable que no se desvaneciera, una vez más en nuestra historia. No dar pretextos a quienes querían acabar con ella. Éste era un asunto que, aunque no fuera oficialmente de su competencia, él lo tomaba muy a pecho. Había rumores alarmantes, en las últimas horas de un golpe de Estado, y el arzobispo creía su deber comunicármelos. Que yo me retirara de la contienda electoral podía ser el pretexto para que los nostálgicos de la dictadura dieran el zarpazo, alegando que la interrupción del proceso provocaba inestabilidad, anarquía.

La víspera había tenido una reunión con algunos obispos y habían cambiado ideas sobre estos temas y todos coincidieron en lo que acababa de decirme. Había visto al padre Gustavo Gutiérrez, amigo mío, y también me aconsejaba continuar en la lid electoral.

Agradecí a monseñor Vargas Alzamora su visita y le aseguré que tendría muy en cuenta todo lo que le había oído. Así fue. Hasta su llegada a mi casa estaba convencido de que lo mejor que podía hacer era crear, mediante mi renuncia a la segunda vuelta, una situación de hecho en la que había enormes posibilidades de que Fujimori llegara a una alianza con el Frente Democrático, que diera solidez al futuro gobierno e impidiera que éste resultara una mera continuación del de Alan García. Pero su advertencia de que ello podía desencadenar un golpe de Estado -«tengo elementos de juicio suficientes para decir esto»- me hizo vacilar. Entre todas las catástrofes que le podían sobrevenir al Perú, la peor era retroceder una vez más a la época de los cuartelazos.

Acompañé a monseñor Vargas Alzamora hasta el automóvil, en el garaje, de donde salió nuevamente a ocultas. Subí al escritorio a recoger un cuaderno de notas y entonces vi que surgía del bañito que allí tengo la robusta María Amelia Fort de Cooper, como si levitara. La llegada del arzobispo la había sorprendido en el baño y allí se quedó, encogida y muda, escuchando nuestra charla. Había oído todo. Parecía alelada. «Has leído la Biblia con el arzobispo», murmuraba, extática. «Yo lo he oído y podría jurar que por aquí ha pasado la pa-lo-ma.» María Amelia, que tiene cuatro pasiones en la vida -la teología, el teatro y el psicoanálisis, pero, sobre todo, los waffles con chocolate, almíbar y crema chantilly-, se había trepado, en la noche del mitin de la plaza San Martín, de 1987, a un techo del edificio junto al cual estaba la tribuna, con costales de pica-pica, que me fue lanzando sobre la cabeza mientras yo pronunciaba mi discurso. En el mitin de Arequipa los botellazos de apristas y maoístas me salvaron de nuevas dosis de esa urticante mistura, pues tuvo que esconderse, con Patricia, debajo del escudo de un policía; pero en el mitin de Piura perfeccionó sus métodos y consiguió una especie de bazuka con la cual, desde un punto estratégico de la tribuna, me disparaba cañonazos de pica-pica, uno de los cuales, a la hora de los vítores finales, me dio de lleno en la boca y casi me ahoga. Yo la había convencido para que en el resto de la campaña se olvidara de la pica-pica y trabajara, más bien, en la Comisión de Cultura de Libertad, lo que, en efecto, hizo, reuniendo en ella a un grupo excelente de intelectuales y animadores culturales. Como otros católicos militantes de Libertad, albergaba siempre la esperanza de que yo volviera al redil religioso. Por eso, la escena del escritorio la dejó arrobada.

Bajé a la sala e informé a mis amigos de la Comisión Política sobre la entrevista, rogándoles reserva, y bromeándoles, para descargar la tensión, sobre esas increíbles ocurrencias de ese increíble país en el que, de pronto, las esperanzas de la Iglesia Católica para hacer frente a la ofensiva de los evangélicos parecían aposentarse sobre los hombros de un agnóstico.

Continuamos cambiando ideas un buen rato y finalmente acepté postergar mi decisión. Me tomaría un par de días de descanso, fuera de Lima. Entretanto, evitaría a la prensa. Para aplacar a los periodistas de la puerta, pedí a Enrique Chirinos Soto que hablara con ellos. Debía limitarse a decirles que habíamos hecho una evaluación de los resultados electorales. Pero Enrique entendió que había hecho de él un vocero mío permanente, y tanto al salir de mi casa, como en Nueva York y luego en España, donde viajó por esos días, hizo declaraciones desatinadas en nombre del Frente -ni el hombre más inteligente lo es las veinticuatro horas del día-, como aquella de que en el Perú nunca había habido un presidente que fuera peruano de primera generación, que los cables rebotaron al Perú y que me hacían aparecer avalando ideas antediluvianas y racistas. Álvaro se apresuró a desmentirlo, apenado de tener que hacerlo, por el aprecio y gratitud que sentía hacia Enrique, quien había sido su maestro de periodismo en La Prensa, y yo lo hice también, ésa y todas las veces que oí, a mi alrededor, semejante argumento contra mi adversario.

Pero ello no impidió que, en esos sofocantes sesenta días entre el 8 de abril y el 10 de junio, los dos temas que asomaron esa mañana en las reuniones en mi casa se convirtieran en protagonistas de las elecciones: el racismo y la religión. A partir de entonces, el proceso tomaría un cariz que me hizo sentir atrapado en una telaraña de malentendidos.

Esa misma tarde fuimos con Patricia -Álvaro, indignado por haber cedido yo a las presiones, se negó a acompañarnos- a una playa del Sur, a casa de unos amigos, con la esperanza de tener un par de días de soledad. Pero, pese a la complicada maniobra que intentamos, la prensa descubrió aquella misma tarde que estábamos en Los Pulpos y tendió un cerco a la casa donde me alojé. No podía salir a la terraza a tomar sol sin ser asaltado por camarógrafos, fotógrafos y reporteros que atraían a curiosos y convertían el lugar en un circo. Me limité, pues, a conversar con los amigos que venían a verme, y a tomar algunas notas con miras a la segunda vuelta, en la que había que tratar de corregir aquellos errores que más habían contribuido, en las últimas semanas, a la caída en picada del apoyo popular.

A la mañana siguiente se presentó en la playa Genaro Delgado Parker, a buscarme. Maliciando a qué venía, no lo vi. Habló con él Lucho Llosa y, como imaginaba, traía un mensaje de Alan García, quien me proponía una entrevista secreta. No acepté y tampoco las otras dos veces en que el presidente me hizo la misma propuesta, a través de otras personas. ¿Cuál podía ser el objeto de esa reunión? ¿Negociar el apoyo del voto aprista en la segunda vuelta? Ese apoyo tenía un precio que yo no estaba dispuesto a pagar y mi desconfianza hacia el personaje y su ilimitada capacidad para la intriga era tal que, de entrada, invalidaba cualquier entendimiento. Sin embargo, cuando, días después, hubo una propuesta formal del partido aprista para entablar un diálogo con el Frente, nombré a Pipo Thorndike y a Miguel Vega Alvear, quienes celebraron varias reuniones con Abel Salinas y el ex alcalde de Lima, Jorge del Castillo (ambos muy próximos a García). El diálogo no condujo a nada.

Apenas regresé a Lima, el fin de semana del 14 y 15 de abril, empecé a preparar la segunda vuelta. En la playa, llegué al convencimiento de que no había alternativa, pues mi renuncia, además de crear un impasse constitucional que podía servir de coartada para un golpe de estado, sería inútil: todas las fuerzas del Frente eran reacias a establecer acuerdo alguno con Fujimori, a quien consideraban demasiado comprometido con el apra. Era preciso poner buena cara al mal tiempo y tratar de levantar la moral de mis partidarios, que, desde el 8 de abril, andaba por los suelos, para, por lo menos, perder bien.

Las críticas y la búsqueda de responsables por los resultados de la primera vuelta menudeaban en nuestras filas; en los medios de comunicación proliferaban las acusaciones contra diversos chivos expiatorios. Sobre Freddy Cooper, como jefe de campaña, se encarnizaban tirios y troyanos, y también sobre Álvaro, Patricia -a la que se acusaba de ser el poder detrás del trono y abusar de su influencia sobre mí-, y contra Lucho Llosa y Jorge Salmón por la manera como habían manejado la publicidad. No faltaban las críticas contra mí, por haber permitido el derroche propagandístico de nuestros candidatos parlamentarios y muchas otras cosas. Algunas, muy justificadas, y, otras, de franco racismo al revés: ¿por qué habíamos mostrado tantos dirigentes y candidatos blancos en el Frente, en lugar de balancearlos con indios, negros y cholos? ¿Por qué había sido una cantante rubia y de ojos claros -Roxana Valdivieso- la que animaba los mítines cantando el himno del Frente, en lugar de una cholita costeña o una india serrana con las que hubieran podido identificarse mejor las oscuras masas nacionales? Aunque se atenuaron luego, estos raptos de paranoia y masoquismo continuaron haciéndose oír en nuestras filas a lo largo de los dos meses de la segunda vuelta.

Freddy Cooper me presentó su renuncia pero no la acepté. Convencí también a Álvaro de que permaneciera como vocero de prensa, pese a que él siguió pensando que yo había cometido un error manteniendo la candidatura. Para aplacar a los quisquillosos, Roxana no volvió a cantar en nuestros mítines y Patricia, aunque siguió trabajando mucho en Acción Solidaria y en el Programa de Acción Social (pas), no dio más reportajes ni asistió a más actos públicos del Frente ni me acompañó en los viajes por el interior (fue su decisión, no la mía).

Ese fin de semana reuní al kitchen cabinet, reducido ahora a los responsables de la campaña, de las finanzas, de los medios y al vocero de prensa, con el añadido de Beatriz Merino, quien tenía una excelente imagen pública y había obtenido una buena votación preferencial, y trazamos la nueva estrategia. No se haría la menor modificación al Plan de Gobierno, desde luego. Pero hablaríamos menos de los sacrificios y más de los alcances del pas y otros programas de asistencia que habíamos comenzado a poner en práctica. Mi campaña estaría ahora orientada a mostrar el aspecto solidario y social de las reformas y se concentraría en los pueblos jóvenes y sectores marginados de Lima y las principales aglomeraciones urbanas del país. La publicidad se reduciría a su mínima expresión y el presupuesto así ahorrado se canalizaría hacia el pas. Como Mark Mallow Brown y sus asesores aseguraban de manera categórica que era indispensable una campaña negativa contra Fujimori, cuya imagen había que desnudar ante el gran público, exigiéndole presentar su programa de gobierno y mostrando sus puntos flacos, dije que sólo daría el visto bueno a aquello que significara revelar información fehaciente. Pero desde aquella reunión pude intuir los escabrosos niveles de suciedad en que partidarios y adversarios incurriríamos en las semanas siguientes.

El lunes 16 de abril me reuní, en la calle Tiziano, donde tenía su cuartel general, con el gabinete de Plan de Gobierno y los presidentes de las principales comisiones. Los exhorté a que siguieran trabajando, como si de todas maneras fuéramos a tomar el poder el 28 de julio, y pedí a Lucho Bustamante y Raúl Salazar que me presentaran una propuesta de gabinete ministerial. Lucho sería el primer ministro y Raúl tendría a su cargo Economía. Era indispensable que los equipos de cada ramo de la administración estuvieran listos para el relevo. De otra parte, convenía evaluar la correlación de fuerzas en el Congreso elegido el 8 de abril y diseñar una política con el Poder Legislativo, a partir del 28 de julio, para poder realizar siquiera lo esencial del programa.

Esa misma tarde, en Pro Desarrollo, asistí a una reunión del Consejo Ejecutivo del Frente Democrático, en la que estuvieron Bedoya y Belaunde Terry, así como Orrego y Alayza. Fue una reunión de caras largas, soterrados resentimientos y visible aprensión. Ni los más experimentados entre esos viejos políticos acababan de entender el fenómeno Fujimori. Como a Chirinos Soto, a Belaunde, con su arraigada idea del Perú mestizo, indoespañol, lo alarmaba que llegara a ser presidente alguien con todos sus muertos enterrados en el Japón. ¿Cómo podía tener un compromiso profundo con el país quien era prácticamente un forastero? Estos argumentos, que oí innumerables veces, en boca de muchos de mis partidarios, entre ellos un grupo de oficiales de la Marina de Guerra en retiro que me visitó, me hacían sentir en una situación de absurdidad total.

Pero de esta reunión resultó algo positivo: una colaboración de las fuerzas del Frente, un espíritu fraterno que no existió antes. Desde entonces, hasta el 10 de junio, populistas, pepecistas, libertarios y sodistas trabajaron unidos, sin las querellas, golpes bajos y mezquindades de los años anteriores, presentando una imagen muy distinta de la que hasta entonces habían mostrado. Por el tremendo revés que significó para todos la baja votación, o porque intuían lo riesgoso que podía ser para el Perú la subida al poder de alguien que venía de ninguna parte y representaba un salto al vacío o la continuación del gobierno de García a través de un testaferro, o por mala conciencia del faccionalismo egoísta que fue mucho tiempo nuestra coalición, o, simplemente, porque ya no había curules que repartir, las enemistades, celos, envidias, rencores, desaparecieron en esta segunda etapa. Tanto por parte de dirigentes como de militantes de los partidos del Frente hubo una voluntad de colaborar, que, aunque tardía para cambiar el resultado final, me permitió centrar todo mi esfuerzo en el adversario y no distraerme en los problemas internos que tantos dolores de cabeza me dieron en la primera vuelta.

Freddy Cooper constituyó un pequeño comando con dirigentes de Acción Popular, el Partido Popular Cristiano, Libertad y sode, y equipos combinados partieron, a las distintas regiones, para animar la movilización. Casi ninguno de los llamados se negó a viajar y muchos dirigentes permanecieron días o semanas recorriendo provincias y distritos del interior, tratando de recuperar los votos perdidos. Eduardo Orrego se trasladó a Puno, Manolo Moreyra a Tacna, Alberto Borea, del ppc, Raúl Ferrero, de Libertad, y Edmundo del Águila de Acción Popular a la zona de emergencia, y creo que no quedó departamento o región donde no llegaran a levantar los ánimos alicaídos de nuestros partidarios. Todo esto en un clima de violencia creciente, pues, desde el día de las elecciones, Sendero Luminoso y el mrta desencadenaron una nueva ofensiva con decenas de heridos y muertos en todo el país.

Había sido Acción Popular con quien más dificultades tuvieron los dirigentes y activistas del Movimiento Libertad en la primera etapa para coordinar la campaña. Ahora, en cambio, fue de Acción Popular de donde recibí las mayores pruebas de apoyo y, sobre todo, de su joven y diligente secretario departamental de Lima, Raúl Díez Canseco, quien, a partir de mediados de abril, hasta el día de la elección, se dedicó día y noche a trabajar a mi lado, organizando los diarios recorridos por los pueblos jóvenes y asentamientos humanos de la periferia de Lima. Conocía apenas a Raúl, y sólo había sabido de él que inevitablemente se enfrascaba en disputas con los activistas de Libertad en los mítines

– era el hombre de confianza de Belaunde para la movilización-, pero en estos dos meses llegué de veras a apreciarlo por la manera como se entregó a la lucha cuando, en realidad, ya no tenía ninguna razón personal para hacerlo, pues había asegurado su diputación. Él fue una de las personas más entusiastas y dedicadas, multiplicándose en las tareas de organización, resolviendo problemas, levantando la moral a aquellos que se desalentaban y contagiando a todos una convicción sobre las posibilidades de triunfo que, real o fingida, era una emulsión contra el derrotismo y la fatiga que a todos nos rondaban. Venía a mi casa cada mañana, muy temprano, con una lista de las plazas, esquinas, mercados, escuelas, cooperativas, obras del pas en marcha que visitaríamos, y durante todas las horas del recorrido estaba siempre con la sonrisa en la boca, haciendo comentarios simpáticos, y muy cerca de mí para caso de agresión.

Para demoler aquella imagen de hombre arrogante y distante del pueblo, que, según las encuestas de Mark Mallow Brown, yo había adquirido ante los humildes, se decidió que en esta segunda etapa ya no haría los recorridos callejeros protegido por los guardaespaldas. Éstos andarían a distancia, disueltos en la muchedumbre, la que podría acercarse a mí, darme la mano, tocarme y abrazarme, y también, a veces, arrancarme pedazos de ropa o hacerme rodar al suelo y apachurrarme si le venía en gana. Acaté estas disposiciones pero, lo confieso, a costa de una voluntad heroica. No tenía -no tengo- apetito para esos baños de multitud y debía hacer milagros para ocultar el desagrado que me producían aquellos jalones, empujones, besos, pellizcos y manoseos semihistéricos, y para sonreír aun cuando sintiera que esas demostraciones de cariño me estaban triturando los huesos o desgarrando un músculo. Como, además, había siempre el peligro de una agresión -en muchos de esos recorridos debimos enfrentar a grupos de fujimoristas y ya he contado cómo la buena cabeza de mi amigo Enrique Ghersi, quien también solía acompañarme, detuvo en una de esas giras una pedrada que iba derecha hacia mi cara-, Raúl Diez Canseco se las arreglaba siempre para, si hacía falta, salirle al frente al agresor. Al anochecer, regresaba a la casa, exhausto y adolorido, a bañarme y cambiarme de ropa, pues en las noches tenía reuniones con Plan de Gobierno o el comando de campaña, y debía a veces refregarme con árnica el cuerpo lleno de moretones. Alguna vez recordé entonces esas tremendas páginas del estudio sobre La agresión de Konrad Lorenz, donde cuenta cómo los patos salvajes, en sus apasionados vuelos amorosos, de pronto se enfurecen y entrematan. Porque muchas veces sentí, inmerso en una multitud de gentes sobreexcitadas que me tironeaban y abrazaban, que estaba a un paso de la inmolación.

Cuando abrí de manera oficial la segunda vuelta, el 28 de abril, con un mensaje por televisión titulado «De nuevo en campaña», llevaba dos semanas de intenso trabajo, recorriendo los distritos marginales de Lima. En aquel mensaje prometí que haría «lo imposible para llegar no sólo a la inteligencia sino también al corazón de los peruanos».

Dentro de la nueva estrategia estaba divulgar el trabajo de Acción Solidaria y, principalmente, el pas, que, para entonces, tenía decenas de obras en construcción en la periferia de Lima. Frente a esas aulas escolares, lozas deportivas, cunas maternales, cocinas populares, pozos de agua, acequias, pequeñas irrigaciones o caminos erigidos por la organización que presidía Patricia, explicaba que mi gobierno tenía concertado un vasto esfuerzo de ayuda para que los peruanos de bajos ingresos fueran los menos afectados por el sacrificio para salir del entrampamiento estatista y la inflación. El pas no fue una operación publicitaria. Yo no quise hablar de él antes de que su infraestructura básica estuviera montada y tener la garantía absoluta, por parte de los dos responsables de su puesta en marcha -Jaime Crosby y Ramón Barúa- de que la financiación de los mil seiscientos millones de dólares necesarios para impulsar en el curso de tres años las veinte mil obras de pequeño formato en los pueblos marginales y aldeas del Perú estaba asegurada, gracias a organizaciones internacionales, países amigos y el empresariado peruano. El pas era una realidad en marcha en abril y mayo de 1990, y, pese a que la ayuda nos llegaba aún a cuentagotas -ella estaba supeditada a la aplicación de nuestro programa desde el gobierno, sobre todo por parte del Banco Mundial-, era impresionante ver a tantos técnicos e ingenieros y a centenares de trabajadores materializando esos proyectos, escogidos por los propios vecinos como los de mayor urgencia para la comunidad. En todos mis discursos dedicaba la mitad del tiempo a mostrar que aquello que hacíamos desmentía a quienes me acusaban de carecer de sensibilidad social. Ésta debía medirse en realizaciones, no en desplantes.

A muchos dirigentes del Frente y amigos de Libertad, la nueva estrategia, más humilde y popular, menos ideológica y polémica, les pareció una oportuna rectificación, y pensaron que de este modo recuperaríamos el electorado perdido, aquel que había votado por Fujimori. Pues nadie se hacía ilusiones sobre el voto aprista o el de las variantes socialista y comunista. También nos alentaba el cada vez más decidido apoyo de la Iglesia. ¿No era el Perú un país católico hasta la médula?

Lo último que imaginé fue verme convertido, de la noche a la mañana, en el valedor de la Iglesia Católica en una contienda electoral. Es lo que empezó a ocurrir, apenas reanudada la campaña, cuando fue evidente que, entre los senadores y diputados elegidos de Cambio 90, había por lo menos quince pastores evangélicos (entre ellos, el segundo vicepresidente de Fujimori, Carlos García y García, quien había presidido el Consejo de Iglesias Evangélicas del Perú). El nerviosismo de la jerarquía católica con este súbito ascenso político de organizaciones hasta entonces marginales, fue exacerbado por declaraciones imprudentes de algunos de los pastores elegidos, como Guillermo Yoshikawa (diputado por Arequipa), quien había hecho circular entre sus fieles una carta, exhortándolos a votar por Fujimori con el argumento de que cuando éste fuera presidente, las escuelas y las iglesias evangélicas recibirían el mismo reconocimiento y los mismos subsidios del Estado que la Iglesia Católica. El arzobispo de Arequipa, monseñor Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio, salió a la televisión el 18 de abril y reprochó al señor Yoshikawa utilizar argumentos religiosos en la campaña y su actitud desafiante contra la religión mayoritaria en el pueblo peruano.

Dos días después, el 20 de abril, los obispos del Perú hacían una declaración afirmando que «no es honesto manipular lo religioso para servir a fines políticos partidarios», asegurando sin embargo que, como institución, la Iglesia no apoyaba ninguna candidatura. Esta carta pastoral del episcopado quería atenuar la tempestad de críticas que había provocado, en los medios adictos al gobierno -en los que abundaban los católicos progresistas-, una entrevista concedida al programa Panorama, del Canal 5, el Domingo de Resurrección (15 de abril) por el arzobispo de Lima. Cuando el periodista encaró al prelado con una pregunta sobre mi agnosticismo, monseñor Vargas Alzamora, en una polémica interpretación teológica, se extendió en consideraciones para mostrar que un agnóstico no era un hombre sin Dios, sino alguien en pos de Dios, un hombre que no cree pero que quisiera creer, un ser presa de una agónica búsqueda unamuniana al final de la cual se hallaba tal vez el retorno a la fe. Los medios apristas y de izquierda, ya lanzados a una aguerrida campaña en favor de Fujimori, reprocharon al arzobispo su desembozado espaldarazo al candidato «agnóstico», y un «intelectual de izquierda», Carlos Iván Degregori, afirmó en un artículo que con aquella definición de lo que era un agnóstico monseñor Vargas Alzamora «hubiera desaprobado el curso de Introducción a la Teología».

El 19 de abril, a comienzos de la tarde, llegó a mi casa, también escondido en un coche que entró derecho al garaje -pues el cerco de periodistas al lugar no cesó hasta el 10 de junio-, el arzobispo de Arequipa. Pequeñito y con un enorme vozarrón, rebosante de simpatía y de gracia criolla, el buen humor de monseñor Vargas Ruiz de Somocurcio me hizo pasar un momento muy divertido -uno de los pocos, si no el único de estos dos meses- diciéndome que convenía que por el momento me olvidara de las «pamplinas esas de declararme agnóstico», porque yo, hijo de católicos, bautizado y casado por la Iglesia y con hijos también bautizados, era católico para todos los efectos prácticos, lo admitiera o no. Y que, si quería ganar la elección, no me empeñara en seguir diciendo toda la verdad sobre el ajuste económico, pues eso era trabajar para el adversario, sobre todo cuando éste sólo decía lo que podía traerle votos. No mentir estaba muy bien, desde luego; pero decirlo todo en una campaña electoral era hacerse el hara-kiri.

Bromas aparte, el arzobispo de Arequipa estaba muy alarmado por la ofensiva de las sectas evangélicas en los pueblos jóvenes y barrios marginales de Arequipa a favor de Fujimori, campaña que tenía un claro sesgo religioso y, a veces, anticatólico, por el sectarismo de algunos pastores que no ahorraban las críticas a la Iglesia e, incluso, agredían en sus arengas al Papa, a los santos y a la Virgen María. Como monseñor Vargas Alzamora, él también creía que esta guerra religiosa podía contribuir a la desintegración social del Perú. Aunque, de manera explícita, la Iglesia no podía pronunciarse a mi favor, me dijo que, en su diócesis, había alentado a aquellos fieles que, respondiendo al desafío de las sectas, habían decidido hacer campaña por mí.

A partir de entonces la lucha electoral fue adoptando un semblante de guerra religiosa, en la que los ingenuos temores, los prejuicios y las armas limpias se mezclaban con las sucias y los golpes bajos y las más pérfidas maniobras, de uno y otro lado, hasta extremos que lindaban con la mojiganga y el surrealismo. Muy a comienzos de la campaña, un par de años atrás, una activista de Acción Solidaria, Regina de Palacios, que trabajaba en el pueblo joven San Pedro de Choque, me había encerrado en un cuarto del Movimiento Libertad, con una veintena de hombres y mujeres de ese asentamiento, sin advertirme de quiénes se trataba. Apenas estuvimos solos, uno de ellos comenzó a hablar de manera inspirada y a citar de memoria la Biblia, y de pronto los demás comenzaron a acompañar aquella prédica con exclamaciones de «¡Aleluya! ¡Aleluya!», poniéndose de pie y elevando las manos al cielo. Al mismo tiempo me urgían a que los imitara, pues ya estaba allí el Espíritu Santo, y a que me arrodillara en señal de humildad ante el recién venido. Completamente desconcertado y sin saber qué actitud adoptar ante el imprevisto happening -algunos se habían puesto a llorar, otros oraban de rodillas, con los ojos cerrados y los brazos en alto- yo anticipaba la impresión que se llevarían aquellas comisiones que andaban siempre recorriendo los pasillos de Libertad en pos de un lugar donde reunirse, si abrían la puerta y se daban con semejante espectáculo. Por fin los evangélicos se calmaron, compusieron y partieron, asegurándome que yo era el ungido y que ganaría las elecciones.

Creo que ésa fue mi primera experiencia directa de la penetración de las sectas evangélicas en los sectores marginalizados del país. Pero, aunque tuve luego muchas otras, y algunas tan sorprendentes como aquélla, y me acostumbré, en todas mis visitas a las barriadas, a ver en puertas de endebles cabañas y chozas la infalible enseña de pentecostales, bautistas, de la alianza cristiana y misionera, el pueblo de Dios y otras decenas de iglesias de nombres a veces de pintoresco sincretismo, sólo en la segunda vuelta advertí la magnitud del fenómeno. Era verdad, en muchos lugares pobres del Perú, donde la Iglesia Católica no tenía presencia alguna por la escasez de sacerdotes o porque la violencia terrorista contra los párrocos (muchos habían sido asesinados por Sendero Luminoso) los había obligado a partir, el vacío había sido llenado por predicadores protestantes. Éstos, hombres y mujeres casi siempre de origen muy humilde, armados del celo infatigable y ferviente de los pioneros, vivían allí, en las mismas condiciones elementales de los vecinos de esos pueblos y habían logrado muchos conversos para esas iglesias cuya exigencia de entrega total y apostolado permanente -tan distinto del compromiso laxo y a veces sólo social del catolicismo- resultaba, paradójicamente, un atractivo para quienes, por la precariedad de sus vidas, encontraban en las sectas un orden y una seguridad a qué aferrarse. Convertido el catolicismo por la tradición y la costumbre en la religión oficial -formal- del Perú, las iglesias evangélicas habían pasado a representar la religión informal, un fenómeno acaso tan extendido como, en la economía, el de los comerciantes y empresarios informales (a los que Fujimori había tenido la astucia de incorporar a su candidatura, llevando como primer vicepresidente a Máximo San Román, un humilde cusqueño, empresario informal, presidente de la Federación de la Pequeña Industria, que desde 1988 agrupaba a las principales organizaciones provinciales de los informales, y la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios del Perú).

Yo no tenía antipatía alguna contra los evangélicos y, más bien, mucha simpatía por la manera como muchos de sus pastores se jugaban la vida en las sierras y pueblos jóvenes (donde eran víctimas tanto de terroristas como de la represión militar) y por lo que había sido, casi siempre en el mundo, la postura evangélica a favor de la democracia liberal y la economía de mercado. Pero el fanatismo y la intolerancia con que asumían algunos de ellos su apostolado me molestaba tanto como cuando asomaban en católicos o en políticos. A lo largo de la campaña tuve varias reuniones con pastores y dirigentes de iglesias protestantes, pero nunca quise establecer alguna forma de relación orgánica entre ellos y mi candidatura ni hice a aquéllos otra promesa que, durante mi gobierno, se respetaría a carta cabal la libertad de cultos en el Perú. Precisamente por haberme declarado agnóstico, me cuidé durante los tres años de evitar que la cuestión religiosa metiera su cabeza en la campaña, aunque nunca rehusé recibir a los religiosos, de cualquier confesión, que quisieron verme. Recibí a decenas, de las más variopintas denominaciones, confirmando, una vez más, en esas entrevistas, que nada atrae a la locura (ni la excita tanto) como la religión. Una tarde, mi hijo Gonzalo entró alarmado a sacarme de una reunión: «¿Qué le pasa a mi mamá? Acabo de abrir una puerta y la he visto, con los ojos cerrados y las manos juntas, con un tipo que salta alrededor de ella como un piel roja, dándole golpecitos en la cabeza.» Era un mago, pastor e imponedor de manos, Jesús Linares, protegido del senador Roger Cáceres, del Frenatraca, quien me había urgido a recibirlo, asegurándome que se trataba de un hombre con poderes espirituales y vidente, que lo había ayudado siempre en sus batallas electorales. Yo no tuve tiempo de verlo y en mi lugar lo recibió Patricia, a la que el pastor convenció de que se sometiera a aquel extraño rito del que, decía, derivarían la salud espiritual y la victoria en las urnas. [59] Éste fue uno de los más originales, pero no el único personaje con poderes ocultos que quiso trabajar por mi candidatura. Otra fue una pitonisa que, poco antes de la segunda elección, me hizo llegar una carta proponiéndome que, para ganar las elecciones, tomáramos Patricia, yo y ella, juntos, un baño astral (sin precisar en qué consistía).

Con estos antecedentes no parecía imposible, pues, que, envalentonados con la alta votación alcanzada por Fujimori en la primera vuelta y el número de evangélicos elegidos al Congreso, algunos de los más exaltados o delirantes, entre aquellos pastores, atacaran a la Iglesia o dijeran y escribieran cosas que ésta consideró ofensivas. Así ocurrió. A la vez que un célebre predicador evangélico hispánico de los Estados Unidos, el Hermano Pablo -cuyos programas de radio se oían en todo el Continente- era traído desde California y llenaba varios estadios de provincias en el Perú, haciendo abierta campaña por Fujimori, en Arequipa, en Lima, en Chimbote, en Huancayo, en Huancavelica, empezaron a circular volantes en los que, a la vez que se exhortaba a los cristianos a votar por mi adversario, se afirmaba que con la presidencia de éste terminaría el monopolio papista y se acusaba a la Iglesia de estar coludida con los explotadores y los ricos y ser causante de muchas desgracias del Perú. Y, como si esto fuera poco, en las fachadas y muros de las iglesias aparecieron de pronto inscripciones injuriosas contra el catolicismo, los santos y la Virgen María.

Yo había dado instrucciones explícitas al comando de campaña y a los dirigentes del Movimiento Libertad de que no se valieran de esos ardides, y prohibieran a nuestros militantes operaciones de guerra sucia, porque eran inmorales y, también, porque desatar la guerra religiosa podía ser contraproducente. Pero no hubo manera de evitarlo. Después supe que muchachos de Movilización, del Movimiento Libertad, habían recorrido pueblos y mercados haciéndose pasar por evangélicos fujimoristas hablando pestes de los católicos y, sin duda, ellos fueron responsables de algunas de aquellas pintas. Pero no de todas. Pues, por increíble que parezca -aunque nada es increíble tratándose del fanatismo-, algunas de las organizaciones evangélicas, sobre todo las más estrafalarias, creyeron, luego del éxito obtenido por sus candidatos parlamentarios, que había llegado la hora de declarar la guerra abierta a «los papistas». En Ancash, por ejemplo, los Hijos de Jehová (no confundir con los Testigos de Jehová, también activos militantes pro Fujimori) hicieron circular un volante, que, para escándalo del obispo local, monseñor Ramón Gurruchaga, repartieron hasta en un convento de monjas, diciendo que para el pueblo peruano había llegado el momento de liberarse de la servidumbre a una «Iglesia pagana y fetichista», y de emancipar a los niños de esas escuelas confesionales que «les enseñan a adorar ídolos». Volantes de parecido o más agresivo tenor circularon en Huancayo, Tacna, Huancavelica, Huánuco y, sobre todo, en Chimbote, donde la implantación de las iglesias evangélicas en los barrios de pescadores y obreros de las fábricas de harina de pescado llevaba ya muchos años. [60] La movilización evangélica en Chimbote tuvo unas connotaciones anticatólicas tan afiladas, que el obispo, monseñor Luis Bambarén -destacado progresista de la Iglesia peruana- intervino en la polémica con enérgicas declaraciones contra las sectas que «lanzan epítetos contra la fe católica» y respaldando al arzobispo. [61]

El tema religioso ocupó el centro del debate electoral. Fue objeto de enconos, maniobras, disputas y espectaculares iniciativas o cómicos malentendidos que no tenían precedentes en la historia del Perú, donde, a diferencia de Colombia o Venezuela, países en los que hubo guerras religiosas, las rivalidades decimonónicas entre la Iglesia y el liberalismo jamás fueron sangrientas. En la tercera semana de mayo, el arzobispo Vargas Alzamora, publicó una carta pastoral a los católicos de Lima, diciendo que «la caridad nos mueve a no callar más» y que se sentía obligado a condenar la «campaña insidiosa contra nuestra fe» iniciada por las sectas evangélicas «con motivo del poder político alcanzado en las últimas elecciones parlamentarias».

Sin dejarse arredrar por la tempestad de críticas que esta carta mereció en las publicaciones apristas y de izquierda, que lo acusaban de «haberse puesto la vincha» (los militantes del Movimiento Libertad usaban vinchas en los mítines), monseñor Vargas Alzamora dio una conferencia el 23 de mayo diciendo que no podía quedarse callado -«porque el que calla admite»- ante publicaciones que ofendían a la Virgen María y al Papa y llamaban a la Iglesia «pagana, inicua y fetichista». Dijo que no responsabilizaba a todos los grupos evangélicos de aquellos ataques, sino a unos cuantos, cuyas injurias «debían tener un límite». Y anunció que, el 31 de mayo, la efigie del Señor de los Milagros, la devoción más popular de Lima, saldría en procesión por las calles del centro para acompañar, en acto de desagravio, a la imagen de la Virgen María, y como demostración de que el pueblo era católico. Poco antes, en Arequipa, el arzobispo Vargas Ruiz de Somocurcio había convocado también por las mismas razones, para el 26 de mayo, una procesión con la imagen más venerada de la región sureña: la de la Virgen de Chapi.

En esos balances tempraneros que hacíamos con Álvaro, en mi escritorio, recuerdo haberle dicho, por aquellos días, empezando a creer en el realismo mágico por las proporciones alucinantes que tomaba la querella religiosa, que se equivocaban los partidarios míos que creían que esa imagen de defensor del catolicismo contra las sectas evangélicas que, sin quererlo ni buscarlo, me estaban construyendo iba a darme la victoria electoral. La Iglesia Católica en el Perú estaba profundamente dividida desde los años de la teología de la liberación, y yo conocía a bastantes progresistas católicos criollos para saber que eran mucho más progresistas que católicos. Irritados con la actitud de la jerarquía favorable a mi candidatura, pasarían resueltamente, con santo celo y en nombre de su condición de creyentes, que ellos no tenían empacho en convertir en mercancía política, a exhortar a los fieles a no dejarse manipular por la «jerarquía reaccionaria» y a votar por Fujimori en nombre de «la Iglesia popular». De este modo, no sólo perdería de todas maneras las elecciones, sino las perdería de mala manera, en la confusión ideológica, el malentendido religioso y el absurdo político.

Es lo que ocurrió. El obispo de Cajamarca, monseñor José Dammert, progresista de la Iglesia, apareció el 28 de mayo en La República, criticando al arzobispo de Lima, quien, según él, se había dejado instrumentalizar por el Frente -«había pisado el palito»-, y a condenar que se pretendiera revivir «un catolicismo de cruzada, de conquista, de lo que en España llamaron el catolicismo nacional». Así interpretaba este prelado la decisión del arzobispo de sacar en la procesión, junto al Señor de los Milagros, a una imagen traída al Perú por los conquistadores: la Virgen de la Evangelización. (Otros progresistas se preguntarían si esto significaba que monseñor Vargas Alzamora quería resucitar la Inquisición.) En tanto que muchas personalidades e instituciones del sector considerado conservador de la Iglesia, como la Acción Católica, el Consorcio de Centros Educativos Católicos, el Opus Dei, el Sodalitium, la Legión de María, cerraban filas junto al primado de la Iglesia, en los medios gubernamentales y de la izquierda proliferaban las críticas a la jerarquía por connotados católicos progresistas, como el senador Rolando Ames (La República, 30 de mayo) protestando por la utilización política que quería hacer el episcopado a mi favor y por la conjura de «ciertos obispos que se oponen a una candidatura presidencial». En Página Llibre aparecían a diario listas de «católicos progresistas» urgiendo a votar por Fujimori y anuncios de que millares de humildes mujeres de los clubes de madres, «pertenecientes a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana» habían enviado al Papa ¡120 páginas de firmas! manifestando su protesta contra las autoridades de la Iglesia que inducían a los fieles a votar contra Fujimori, «el candidato del pueblo» (1 de junio de 1990).

El presidente Alan García anunció que asistiría a la procesión de desagravio a la Virgen María, porque era miembro, desde hacía diez años, «de la Novena Cuadrilla de la Hermandad del Cristo Morado», pero que no tenían derecho a asistir «quienes creen que es una huachafería y se proclaman agnósticos». Comparable a estas declaraciones en el involuntario humor, fue una propuesta, formulada muy en serio, que recibí en una reunión del comando de campaña del Frente, para autorizar un milagro en el curso de aquella procesión. Se trataba, mediante destrezas electrónicas, de abrir la boca del Señor de los Milagros en un momento culminante del recorrido y hacerlo pronunciar mi nombre. «Si el Cristo morado habla, ganamos», chisporroteaba Pipo Thorndike.

Como es natural, ni yo ni Patricia ni Álvaro habíamos pensado asistir a la procesión (aunque concurrió mi madre, sinceramente alarmada de que los demonios evangélicos fueran a adueñarse del Perú), pero tampoco asistieron los católicos más militantes entre los dirigentes del Movimiento Libertad, acatando el llamado que hizo monseñor Vargas Alzamora a los líderes políticos de que se abstuvieran de desnaturalizar el acto. Una inmensa muchedumbre cubrió la plaza de Armas aquel día; también había sido masiva la concurrencia que escoltó a la Virgen de Chapi, en Arequipa.

Fujimori, desde el principio de esta campaña, actuó con habilidad, agradeciendo al arzobispo y a los obispos todas sus intervenciones, proclamándose católico convicto y confeso -sus hijos estudiaban con los padres agustinos-, prometiendo que en su gobierno no se modificarían un ápice las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado y felicitándose de que saliera a las calles, fuera de temporada -pues su procesión es en octubre-, «nuestro venerado Señor de los Milagros», algo que «no podría decir un agnóstico». [62] Desde entonces no perdió oportunidad para fotografiarse y ser filmado en las iglesias o mostrando, orgulloso, la foto de su hijo Kenji haciendo la primera comunión. No parecía acordarse para nada de sus esforzados aliados, los evangélicos, de los que, por lo demás, apenas subió al poder, se sacudió a toda prisa. [63]

En medio de este maremagno religioso, en el que yo me sentía extraviado, sin saber cómo actuar para no meter demasiado la pata, no parecer un oportunista y un cínico, y no desdecirme de lo que había dicho que creía y no creía, recibí una discreta solicitud del Nuncio Apostólico para que conversáramos. Nos reunimos en el departamento de Alfredo Barnechea y allí, el purpurado -como hubiera dicho mi antiguo redactor Demetrio Túpac Yupanqui-, fino diplomático italiano, me hizo saber, sin decírmelo con todas sus letras, de la preocupación de la Iglesia por una asunción al poder político de las sectas evangélicas en un país tradicionalmente católico, como el Perú. ¿No se podía hacer algo? Le bromeé que yo estaba haciendo todo lo posible para impedirlo, pero que ganar la segunda vuelta no dependía sólo de mí. Pocos días después, Freddy Cooper se presentó a mi casa a anunciarme que el papa Juan Pablo II me recibiría, en Roma, en audiencia especial, dentro de tres días. Podía ir, asistir a la cita y volver en poco más de cuarenta y ocho horas, de modo que el cronograma de la campaña no se vería afectado. Aquella entrevista desvanecería los últimos remilgos que podían alentar, pese a lo que ocurría, algunos católicos peruanos de viejo cuño, a votar por un agnóstico. Ésta fue también la opinión de varios miembros del comando de campaña y del kitchen cabinet. Pero, aunque en un momento estuve tentado -más por curiosidad hacia la figura del Papa que porque confiara en los beneficios electorales de la reunión-, decidí no hacerlo. Hubiera sido una operación tan obviamente oportunista que nos hubiera llenado a todos de vergüenza.

Y junto con la religión, irrumpía en la campaña otro tema igualmente inesperado, y más siniestro: el racismo, los prejuicios étnicos, los resentimientos sociales. Todo ello existe en el Perú desde antes de la llegada de los europeos, cuando los civilizados quechuas serranos tenían el más profundo desprecio por las pequeñas y primitivas culturas de los yungas costeños, y ha sido un factor de violencia y un obstáculo importante para la integración de la sociedad peruana a lo largo de toda la República. Pero en ninguna campaña electoral anterior apareció de manera tan desembozada como en la segunda vuelta, exhibiendo a la luz pública una de las peores lacras nacionales.

Cuando se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo de que expresiones como «indio», «cholo», «negro», «zambo», «chino» tienen en su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud discriminatoria hacia los otros peruanos, que, a veces, generaba pasajeros escándalos, como, por ejemplo, uno célebre, en los años cincuenta, cuando el Club Nacional baloteó, impidiéndole el ingreso a la institución a un destacado agricultor y empresario iqueño, Pedro Guimoyi, por su origen asiático, o cuando, en el Congreso fantoche de la dictadura de Odría, un parlamentario de apellido Faura intentó hacer aprobar una ley a fin de que los serranos (en verdad, los indios) tuvieran que pedir un salvoconducto para venir a Lima. (En mi propia familia, cuando yo era niño, la tía Eliana fue discretamente segregada por casarse con un oriental.)

Ahora bien, paralelos y recíprocos a estos sentimientos y complejos, existen los prejuicios y rencores de las otras etnias o grupos sociales hacia el blanco y entre sí, superponiéndose y cruzándose con ellos las actitudes despectivas inspiradas en lealtades geográficas y locales. (Como, después de la Conquista, el eje de la vida política y económica peruana se desplazó de la sierra a la costa, desde entonces el costeño pasó a despreciar al serrano y a mirarlo como a un inferior.) No es exagerado decir que, si se radiografía de manera profunda a la sociedad peruana, apartando aquellas formas que los encubren, y que son tan arraigadas en casi todos los habitantes de ese «país antiguo» que somos -la antigüedad es siempre forma y ritual, es decir disimulo y ficción-, lo que aparece es una verdadera caldera de odios, resentimientos y prejuicios, en que el blanco desprecia al indio y al negro, el indio al negro y al blanco y el negro al blanco y al indio y donde cada peruano, desde su pequeño segmento social, étnico, racial y económico, se afirma a sí mismo despreciando al que cree debajo y volcando su rencor envidioso hacia el que siente arriba de él. Esto, que ocurre más o menos en todos los países de América Latina de distintas razas y culturas, está agravado en el Perú porque, a diferencia de México o de Paraguay, por ejemplo, el mestizaje entre nosotros ha sido lento, y las diferencias sociales y económicas se han mantenido por encima del promedio continental. La gran niveladora social, la clase media, que hasta mediados de los cincuenta había venido creciendo, pasó luego a estancarse en los sesenta y desde entonces había venido adelgazándose. En 1990 era muy pequeña, e incapaz de amortiguar la tremenda tirantez entre la cúspide económica -conformada en su inmensa mayoría por blancos- y los millones de peruanos oscuros, pobres, pobrísimos y miserables.

Aquellas tensiones y divisiones subterráneas se agravaron en el Perú desde la dictadura de Velasco, la que usó el prejuicio racial y el resentimiento étnico de manera bastante explícita en sus campañas propagandísticas, para fabricarse una cara popular: el régimen de los peruanos cholos e indios. No lo consiguió, pues no llegó nunca a tener mucho arraigo entre los sectores más desfavorecidos, ni siquiera en los momentos en que llevaba a cabo aquellas reformas populistas que despertaron expectativas en este sector

– las nacionalizaciones de haciendas y empresas y la estatización del petróleo-, pero algo de aquel contencioso, hasta entonces más o menos reprimido, salió a flote y comenzó a gravitar de manera más visible que antaño en la vida pública, y a crisparse y agravarse a medida que, en gran parte por aquellas equivocadas reformas, el Perú se empobrecía y atrasaba y aumentaban los desequilibrios económicos entre los peruanos. En abril y mayo de 1990, todo aquello irrumpió como un torrente de lodo en la contienda electoral.

Fueron algunos de mis partidarios, ya lo he dicho, los primeros en incurrir en abiertas actitudes racistas, lo que me obligó, la noche del 10 de abril, a recordar, que Fujimori era tan peruano como yo. Cuando éste, a la mañana siguiente, en su inesperada visita, me agradeció haberlo hecho, le dije que debíamos tratar de que el tema racial desapareciera de la campaña, pues era explosivo en un país con las violencias del Perú. Me aseguró que así lo creía también. Pero en las semanas siguientes recurriría a él, y con provecho.

Como, al reiniciar la campaña, todavía se señalaban incidentes en que asiáticos eran objeto de vejaciones o insultos, en la segunda mitad de abril, hice muchos gestos de acercamiento y solidaridad con la comunidad nisei. Me reuní con dirigentes de ella, en el Movimiento Libertad, el 20 y el 25 de abril, y convoqué a la prensa en ambas ocasiones para condenar toda discriminación en un país que tenía la suerte de ser una encrucijada de razas y culturas. El mismo 20 de abril hablé con todos los reporteros y corresponsales enviados de urgencia desde Tokio a cubrir esa segunda vuelta en la que, por primera vez en la historia, un nisei podía llegar a ser jefe de Estado de un país que no fuera Japón.

La colonia japonesa publicó un comunicado el 16 de mayo, protestando por los incidentes, y afirmando de manera enfática que no había tomado partido orgánicamente por ninguno de los dos candidatos, y el embajador del Japón, Masaki Seo -quien se había mostrado siempre extremadamente cordial conmigo y con el Frente- hizo también una declaración desmintiendo que su país hubiera hecho promesas a algún candidato. (Fujimori insinuaba que si era elegido lloverían sobre Perú dádivas y créditos del Japón.)

Creí que, de esta manera, el tema racial se iría diluyendo y que el debate electoral podría centrarse en los dos temas en los que yo tenía ventaja, el programa de gobierno y el pas.

Pero el tema racial sólo había sacado la cabeza. Pronto tendría el cuerpo entero en la palestra, metido a empellones y por la puerta grande, ahora por mi adversario. Desde su primera manifestación pública Fujimori empezó a repetir lo que sería el leitmotiv de su campaña a partir de entonces: el del «chinito y los cuatro cholitos». Eso es lo que pensaban los vargasllosistas que era su candidatura; pero ellos no se avergonzaban de ser lo mismo que millones y millones de peruanos: chinitos, cholitos, indiecitos, negritos. ¿Era justo que el Perú fuera sólo de los blanquitos? El Perú era de los chinitos como él y de los cholitos como su primer vicepresidente. Y entonces presentaba al simpático Máximo San Román, quien, con los brazos en alto, mostraba al público su recia cara de cholo cusqueño. Cuando me hicieron ver el vídeo de un mitin en Villa el Salvador del 9 de mayo, en el que Fujimori utilizaba de esta manera desembozada el tema racial -lo había hecho ya antes, en Tacna- definiendo la contienda electoral ante las empobrecidas masas indias y cholas de los pueblos jóvenes, como una confrontación entre los blancos y los oscuros, lo lamenté, porque azuzar de esa manera el prejuicio racial significaba jugar con fuego, pero pensé que le iba a dar buenos réditos electorales. Rencor, resentimiento, frustración de gentes secularmente explotadas y marginadas, que veían en el blanco al poderoso y al explotador, podían ser maravillosamente manipulados por un demagogo, si repetía algo que, por lo demás, tenía base: que los blanquitos del Perú parecían apoyar como un solo bloque mi candidatura.

De esta manera, el asunto racial ocupó un espacio central en la campaña. A mis propios partidarios, aquella operación racista llegaba a descolocarlos y a hacerlos vivir momentos muy incómodos. Recuerdo haber visto una entrevista por televisión a uno de los dirigentes de Acción Popular, que trabajaba en el comité del Plan de Gobierno y era ministro de Agricultura en el gabinete propuesto por Lucho Bustamante y Raúl Salazar, Jaime de Althaus, defendiéndose de las acusaciones de un periodista del Canal 5, de que mi candidatura fuera la de los blanquitos, y precisando que tales y tales dirigentes nuestros eran cholitos de orígenes muy humildes, y de piel tan oscura como la de cualquier fujimorista. Jaime parecía tratando de disculparse por tener los cabellos claros y los ojos azules.

Por este camino estábamos perdidos. Desde luego que, si se trataba de eso, hubiéramos podido mostrar que no sólo había blanquitos en el Frente sino cientos de miles de peruanos oscuros, de todas las variedades imaginables. Pero no se trataba de eso y para mí eran tan repugnantes los prejuicios contra un peruano japonés o indio como contra un peruano blanco, y así lo dije, cada vez que me vi obligado a tocar el tema. Él no se apartó ya de la campaña y un número indeterminado -pero pienso que alto- de votantes fue sensible a él, sintiendo que, al votar por un amarillo contra un blanco (es lo que parece que soy, en el mosaico de las razas peruanas) cumplía un acto de solidaridad y de desquite étnicos.

Si la guerra electoral había sido sucia en la primera vuelta, ahora fue inmunda. Gracias a informaciones espontáneas que nos llegaban de distintas fuentes, y a averiguaciones hechas por la propia gente del Frente Democrático o por los periodistas y medios que apoyaban mi candidatura, como los diarios Expreso, El Comercio, Ojo, el Canal 4, la revista Oiga y, sobre todo, el programa televisivo de César Hildebrandt, En persona, el misterio en torno al ingeniero Fujimori comenzaba a disiparse. Surgía una realidad bastante diferente de esa, mitológica, con que lo habían revestido los medios de comunicación controlados por el apra y la izquierda. Por lo pronto, el candidato de los pobres no era nada pobre y disfrutaba de un patrimonio considerablemente más sólido que el mío, a juzgar por las decenas de casas y edificios que poseía, había comprado, vendido y revendido, en los últimos años, en distintos barrios de Lima, subvaluando sus precios en el registro de la propiedad para reducir el pago de impuestos, como mostró el diputado independiente Fernando Olivera, quien había hecho de la lucha por la moralización el caballo de batalla de toda su gestión y quien con este motivo presentó una denuncia penal contra el candidato de Cambio 90 ante la 32.a Fiscalía por «delito de defraudación tributaria y contra la fe pública», que, naturalmente, no prosperó. [64]

De otro lado, se descubrió que Fujimori era propietario de un fundo agrícola de doce hectáreas -Pampa Bonita-, que le había cedido gratis el gobierno aprista, en unas tierras privilegiadas, las de Sayán, en las cercanías norteñas de Lima, esgrimiendo para justificar aquella cesión un dispositivo de la ley de reforma agraria sobre el reparto gratuito de tierras ¡a los campesinos pobres! No era éste su único vínculo con el gobierno aprista. Fujimori había tenido, durante un año, un programa semanal, en el canal del Estado, concedido por órdenes del presidente García; había presidido una comisión gubernamental sobre temas ecológicos; asesorando al candidato aprista en la campaña del 85 sobre el tema agrario, y el apra había utilizado a menudo sus servicios para distintas funciones. (Por ejemplo, el presidente García lo envió como delegado del gobierno a una convención regional en el departamento de San Martín.) Si no militante aprista, el ingeniero Fujimori había recibido encomiendas y privilegios del gobierno aprista sólo concebibles en alguien de confianza. Sus alegatos en contra de los partidos tradicionales y su empeño en presentarse como alguien impoluto en los trajines políticos era una pose electoral.

Todo esto salía en la prensa afín a nosotros, pero quien batió el récord de las revelaciones fue César Hildebrandt, en su programa En persona, de los domingos. Magnífico periodista, sabueso tenaz, investigador acucioso e incansable, bastante más culto que el promedio de sus colegas, y valiente hasta la temeridad, Hildebrandt es también un hombre de carácter dificilísimo, susceptible y atrabiliario, cuya independencia le ha granjeado múltiples enemistades, y toda clase de querellas con los dueños o directores de las revistas, periódicos y canales en los que le ha tocado trabajar, con todos los cuales rompió (aunque, a menudo, amistó luego para volver indefectiblemente a romper), cada vez que sentía su libertad recortada o en peligro. Esta manera de ser le ha ganado muchos enemigos, desde luego, y, al final de cuentas, hasta el tener que marcharse del Perú. Pero, también, un prestigio y una garantía de independencia y una solvencia moral para opinar y criticar que ningún programa televisivo tuvo antes (ni, me temo, volverá a tener por mucho tiempo) en el Perú. Aunque amigo y bastante próximo a algunos sectores de la izquierda, a los que siempre dio tribuna en sus programas, Hildebrandt mostró a lo largo de la campaña de la primera vuelta una clara simpatía por mi candidatura, sin que ello le impidiera, desde luego, criticarnos a mí y a mis colaboradores cuando lo creía necesario.

Pero, en la segunda vuelta, Hildebrandt asumió como un deber moral hacer cuanto estuviera a su alcance para impedir lo que él llamaba el salto en el vacío, pues le parecía que un triunfo de alguien que a la improvisación aliaba la picardía, y la falta de escrúpulos, podía ser como el puntillazo para un país al que la política de los últimos años había dejado en ruinas y más dividido y violento que nunca en su historia. En persona multiplicó cada domingo los testimonios y las denuncias más severas sobre los negocios personales -limpios o dudosos- de Fujimori, sus vínculos encubiertos con Alan García y el carácter autoritario y manipulador de que había dado muestras durante su gestión, en el rectorado de la Universidad Agraria (La Molina). Muchos colegas de Fujimori en este centro de estudios se movilizaron, también, temerosos de que fuera elegido. Dos delegaciones de profesores y empleados de la Universidad Agraria vinieron a verme (el 19 de mayo y el 4 de junio) en acto público de apoyo, encabezados por el nuevo rector, Alfonso Flores Mere (tuve entonces ocasión de volver a ver a un amigo de infancia, Baldomero Cáceres, profesor en ese centro de estudios, y ahora empeñoso defensor del cultivo de la hoja de coca por razones históricas y étnicas) y en esos encuentros, los profesores molineros abundaron en razones que algunos de ellos hicieron públicas en el programa de Hildebrandt sobre los riesgos en los que podía incurrir el país, llevando a la presidencia a alguien que, como rector de esa universidad, había mostrado un temperamento autoritario.

¿Se desencantarían de Fujimori con esta campaña de revelaciones esos peruanos humildes que, en la primera vuelta, habían votado por él identificándose con su imagen de persona independiente, pobre, pura y racialmente discriminada, David que se enfrentaba al Goliat de los millonarios y blancos prepotentes? Indicios de que no iba a ser así -y de que, por mucho que les pesara a Chirinos Soto o al presidente Belaunde, los peruanos humildes no tenían el menor reparo en sentirse más identificados con un compatriota de primera generación que con otro de siglos de raigambre en el país- los tuve hacia fines de mayo, un día que Mark Mallow Brown y Freddy Cooper me llevaron a una agencia de publicidad, a observar sin ser visto una de las periódicas exploraciones que hacían del humor del electorado de los sectores C y D. Faltaban dos o tres semanas para las elecciones y yo llevaba ya más de un mes recorriendo los pueblos jóvenes de la capital, inaugurando centenares de obras del Programa de Apoyo Social. A juzgar por lo que vi y oí en aquella sesión, el esfuerzo no había dado el menor fruto. Las personas convocadas, unas doce, eran mujeres y hombres escogidos entre los más pobres de las barriadas de Lima. Dirigía la sesión una señora, que, con una desenvoltura que revelaba larga práctica, hacía hablar como cotorras a los entrevistados. La identificación de éstos con Fujimori era total y, puedo usar la expresión, irracional. No daban importancia alguna a las denuncias sobre sus negocios inmobiliarios y su fundo y, más bien, las celebraban como algo en su activo: «Es un gran pendejo, pues», afirmó uno, abriendo los ojos llenos de admiración. Otro confesó que, si se demostraba que Fujimori era un instrumento de Alan García, se sentiría inquieto. Pero aclaró que aun así votaría por él. Cuando la maestra de ceremonias preguntó qué los impresionaba más en el programa de Fujimori, la única que atinó a dar una respuesta fue una señora embarazada. Los demás se miraban con sorpresa, como si les hablaran de algo incomprensible; aquélla mencionó que el chinito daría cinco mil dólares a todos los estudiantes que se graduaran para que pusieran un negocio propio. Cuando les preguntaron por qué no votarían por mí, se los notaba desconcertados de tener que dar una explicación sobre algo en lo que no habían pensado. Por fin, alguien mencionó los cargos más frecuentes que nos hacían: el shock y la educación de los pobres. Pero la respuesta que pareció resumir mejor el sentimiento de todos fue: «Con ése están los ricos, ¿no?»

En medio de la guerra sucia, hubo también episodios de comicidad patafísica. Se llevó la palma una información aparecida el 30 de mayo en el diario aprista Hoy. Aseguraba transcribir textualmente un informe secreto de la cía sobre la campaña electoral, en el que se me atacaba con argumentos que se parecían mucho a los de la izquierda aborigen. Por mi simpatía hacia Estados Unidos y mis críticas a Cuba y a los regímenes comunistas yo, de llegar al poder, podía crear una peligrosa polarización en el país y azuzar los sentimientos antinorteamericanos. Estados Unidos no debía apoyar mi candidatura, pues era inconveniente para los intereses de Washington en la región. Apenas eché un vistazo al artículo, presentado con un titular escandaloso («Soberbia y obstinación de mvll teme Estados Unidos»), dando por supuesto que era uno de los embustes que fraguaba la prensa gobiernista. Cuál no sería mi sorpresa cuando, el 4 de junio, el embajador de Estados Unidos vino a darme incómodas explicaciones sobre aquel texto. ¿Entonces, no era fraguado? El embajador Anthony Quainton me confesó que era auténtico. Se trataba de la opinión de la cía, no de la embajada ni la del Departamento de Estado y venía a decírmelo. Le comenté que lo bueno de esto era que los comunistas ya no podrían acusarme de ser un agente de la celebérrima organización.

No tuve muchos contactos con la administración de Estados Unidos durante la campaña. La información en ese país sobre lo que yo proponía era abundante y daba por hecho que, tanto en el Departamento de Estado como en la Casa Blanca y en los organismos políticos y económicos relacionados con América Latina, habría simpatía hacia quien defendía un modelo de sociedad democrática liberal y una estrecha solidaridad con los países occidentales. Los contactos con los organismos financieros y económicos de Washington -el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, en los que el gobierno norteamericano tenía influencia decisiva- los llevaban Raúl Salazar y Lucho Bustamante y sus colaboradores y ellos me tenían al tanto de lo que parecía un buen entendimiento. Antes de la campaña, a raíz de un artículo que escribí sobre Nicaragua para The New York Times, el secretario de Estado Schultz me había invitado a almorzar a Washington, en su oficina, reunión en la que hablamos sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, además de los problemas específicos del Perú, y con motivo de aquel viaje, gracias a la directora de protocolo de la Casa Blanca, la embajadora Selwa Roosevelt, una antigua amiga, había recibido una invitación a la Casa Blanca, a una cena y baile, en la que aquélla me presentó, brevísimamente, al presidente Reagan. (Mi conversación con éste no versó sobre política, sino sobre el escritor Louis l'Amour, admirado por él.) En otra ocasión, fui invitado al Departamento de Estado, por Elliot Abrams, subsecretario de Estado para América Latina, para cambiar ideas, con él y otros funcionarios encargados de la subregión, sobre problemas latinoamericanos. Durante la campaña misma, fui en tres ocasiones a Estados Unidos, en brevísimas visitas, para hablar ante las comunidades peruanas de Miami, Los Ángeles y Washington, pero sólo en la última visité a los líderes del Congreso de ambos partidos, para explicarles lo que estaba intentando hacer en el Perú y lo que esperábamos de Estados Unidos en caso de ganar. El senador Edward Kennedy, quien no estaba en ese momento en la capital, me llamó por teléfono para hacerme saber que seguía de cerca mi campaña y que me deseaba éxito. Ésa fue toda mi relación con Estados Unidos en esos tres años. El Frente no recibió un centavo de ayuda económica de instancia alguna norteamericana, donde, como revela aquel documento de la cía, había incluso agencias que, por defender de manera demasiado explícita la democracia liberal, pensaban que yo era un peligro para los intereses de Estados Unidos en el hemisferio.

No todos los otros episodios de la guerra sucia fueron tan divertidos como éste. Aparte de las noticias diarias de asesinatos de activistas del Frente en distintos lugares del país, que rodeaban la segunda vuelta de sobresalto, el gobierno, a fin de contrarrestar las denuncias sobre las propiedades y los negocios de Fujimori, había reflotado su propia campaña por supuestas evasiones mías de impuestos, a través del director de la oficina de contribuciones del momento, el diligente general de división Jorge Torres Aciego (al que Fujimori premiaría más tarde por sus servicios nombrándolo ministro de Defensa y embajador en Israel), quien seguía enviando a sus funcionarios con diarias y fantásticas acotaciones a mis declaraciones juradas de los años anteriores, en medio de una espectacular publicidad. La proliferación de volantes por las calles de Lima y provincias con las más esperpénticas denuncias era inconmensurable, y a Álvaro le resultaba imposible darse tiempo para desmentir todos los infundios, e incluso, para leer aquellas decenas o centenas de hojas y panfletos lanzados en la campaña de intoxicación de la opinión pública por Hugo Otero, Guillermo Thorndike y demás amanuenses publicitarios de Alan García, que, en esas últimas semanas, batieron todas las marcas en la fabricación de mierda impresa. Álvaro seleccionaba algunas perlas de aquel proliferante muladar, que, en nuestras reuniones mañaneras, comentábamos, ironizando a veces sobre mi angelical pretensión de hacer una campaña de ideas. Una versaba sobre mi drogadicción; otra me mostraba rodeado de mujeres desnudas, en un arreglo de una entrevista que me habían hecho en Playboy y se preguntaba: «¿Será por esto que es ateo?»; otra inventaba una declaración de un Comité Nacional de Damas Católicas exhortando a los creyentes a cerrar filas contra el ateo y otra reproducía una información de La República, fechada en La Paz, Bolivia, en la que «la tía Julia», mi primera mujer, exhortaba a los peruanos a no votar por mí sino por Fujimori, algo que ella también prometía hacer (Lucho Llosa la llamó a preguntarle si era cierta aquella declaración y ella envió una carta, indignada por la calumnia.) Otro de los volantes era una supuesta carta mía a los militantes del Movimiento Libertad, en la que, haciendo alarde de aquella franqueza de que me vanagloriaba, les decía que sí, que tendríamos que despedir a un millón de empleados para que el shock (el ajuste económico) fuera un éxito, y que sin duda muchos miles de peruanos morirían de hambre en los primeros meses de las reformas, pero que luego vendrían tiempos de bonanza, y que si con la reforma de la educación cientos de miles de pobres se quedaban sin aprender a leer y escribir, para los hijos o nietos de éstos las cosas mejorarían, y que también era cierto que me había casado con una tía y luego con una prima hermana y me casaría luego tal vez con una sobrina, y que no me avergonzaba de ello porque para esto servía la libertad. Aquella campaña culminó con un remate maestro, dos días antes de las elecciones, fecha en que, según la ley, ya no se podía hacer ninguna propaganda electoral, con una invención del canal del Estado, anunciando que habían comenzado a morir niños en Huancayo «infectados con los alimentos del Programa de Apoyo Social que dirige la señora Patricia».

Naturalmente, también había buen número de volantes que atacaban a mi adversario y algunos de manera tan baja que yo me preguntaba si eran nuestros o concebidos por el apra para justificar con esas falsificaciones las acusaciones de racistas que nos hacían. Se referían casi siempre a su origen japonés, a supuestos burdeles con los que habría hecho fortuna su suegro, lo acusaban de violador de menores y otras barbaridades. Álvaro y Freddy Cooper me aseguraban que esos volantes no salían de nuestra oficina de prensa ni del comando de campaña, pero estoy seguro de que, buen número de ellos, tenían su origen en alguna de las muchas -y a estas alturas también frenéticas- instancias u oficinas del Frente.

El punto culminante de la segunda vuelta debía ser mi debate con Fujimori. Era algo que habíamos venido preparando con metódica anticipación. Yo anuncié desde el principio de la campaña que no debatiría en la primera vuelta -desgaste inútil para quien iba punteando todas las encuestas- pero que, en caso de una segunda, lo haría. Desde que retomé la campaña, a mediados de abril, fuimos dosificando la expectativa sobre aquel debate en el que yo esperaba demostrar de manera concluyente la superioridad de la propuesta del Frente, con su Plan de Gobierno, su modelo de desarrollo y sus equipos de técnicos, sobre la de Fujimori. Éste, consciente de la debilidad de su posición en un debate público en el que le sería imposible no hablar de planes concretos, intentó diluir aquel riesgo, desafiándome no a uno, sino a varios debates – primero a cuatro, luego a seis-, sobre distintos temas, y en distintos lugares del país, al mismo tiempo que urdía toda clase de subterfugios para evitarlo. Pero, en esto, nos ayudó la comidilla periodística y la impaciencia de la opinión pública, que exigía aquel espectáculo en las pantallas de televisión. Dije que aceptaría sólo un debate, completo e integral, sobre todos los temas del programa, y nombré una comisión para negociar los detalles compuesta por Álvaro, Luis Bustamante y Alberto Borea, el pugnaz líder del ppc. Los pormenores de la negociación, en la que los delegados de Fujimori hicieron lo imposible para obstaculizar el debate, los ha contado, risueñamente, Álvaro, [65] y, como fueron publicitados día a día por los medios de comunicación, contribuyeron a crear lo que buscábamos: una formidable audiencia. El ambiente preparatorio fue tal que casi todos los canales de televisión y las estaciones de radio del país transmitieron el debate en cadena.

Se llevó a cabo bajo el patrocinio de la Universidad del Pacífico y el jesuita Juan Julio Wicht hizo verdaderas proezas para que todo funcionara de manera impecable. Tuvo lugar en la noche del 3 de junio, en el Centro Cívico de Lima, cuyo local quedó colmado con trescientos periodistas que debieron acreditarse de antemano y veinte invitados por cada candidato. Lo dirigió el periodista Guido Lombardi, quien no tuvo mucho trabajo, pues, prácticamente, no llegó a entablarse siquiera la polémica. El ingeniero Fujimori se llevó escritas sus intervenciones (de seis minutos cada una) sobre todos los temas acordados -Pacificación Nacional, Programa Económico, Desarrollo Agrario, Educación, Trabajo e Informalidad y Rol del Estado- y, aunque parezca mentira, también escritas las réplicas de tres minutos y las duplicas de un minuto a que teníamos derecho. De modo que, durante el llamado debate, me sentí como, me imagino, aquellos ajedrecistas que juegan partidas contra robots o computadoras. Yo hablaba y él sacaba sus fichas y leía, sin dejar, ni siquiera así, de maltratar de cuando en cuando el género y el número de algunas frases. Quienes le habían escrito aquellas fichas trataron de suplir la vacuidad de la propuesta de Cambio 90 con la repetición ad nauseam de todos los latiguillos de la guerra sucia: el terrible shock, el millón de peruanos que perderían su empleo (pues el medio millón de la primera vuelta se duplicó en la segunda), la desaparición de la educación para los pobres y los ataques habituales (pornógrafo, drogadicto, Uchuraccay). El espectáculo de aquel hombrecito tenso y fruncido, que leía con voz monocorde, sin osar apartarse del libreto que llevaba en unas cartulinas blancas, de gruesos caracteres, pese a mis esfuerzos para que respondiera a preguntas concretas o cargos específicos relacionados con su propuesta de gobierno, tenía algo entre cómico y patético y, por momentos, me hacía sentir avergonzado, por él y también por mí. (Los cinco minutos que tuvimos cada uno para decir unas palabras finales al pueblo peruano, los empleó en denunciar, mostrando un ejemplar, que el diario Ojo había impreso ya una edición diciendo que yo había ganado la discusión.)

No era, ciertamente, esta caricatura de debate lo que merecía un pueblo que se aprestaba a ejercitar el más importante derecho en una democracia: elegir a sus gobernantes. ¿O, tal vez, sí? ¿Acaso ello era inevitable en un país con las características del Perú? Sin embargo, no en todos los países pobres, con grandes desigualdades económicas y culturales, el ejercicio de la democracia desciende a esos extremos, en el que todo esfuerzo para elevar la campaña a un cierto nivel de decoro intelectual es barrido por una incontenible ola de demagogia, incultura, chabacanería y vileza. Muchas cosas aprendí en el proceso electoral y la peor fue descubrir que la crisis peruana no sólo debía medirse en empobrecimiento, caída de niveles de vida, agravación de los contrastes, desplome de las instituciones, aumento acelerado de la violencia, sino que todo ello, sumado, había creado unas condiciones en las que el funcionamiento de la democracia resultaba una suerte de parodia, en la que los más cínicos y pillos llevaban siempre las de ganar.

Dicho esto, si tengo que elegir un episodio de los tres años de campaña del que me siento satisfecho, es mi desempeño en aquel debate. Porque, aun cuando fui a él sin hacerme ilusiones sobre el resultado de la elección, pude entonces, pese, o más bien, gracias a mi adversario, mostrar al pueblo peruano en aquellas dos horas y media, la seriedad de nuestro programa de reformas y el rol preponderante que en él tenía la lucha contra la pobreza, el esfuerzo que habíamos hecho para remover los privilegios que el Perú había visto irse acumulando para que sólo prosperara una cúpula y para que la mayoría se hundiera cada día más en el atraso.

Los preparativos fueron minuciosos y divertidos. En un retiro de un par de días, en Chosica, tuve varias sesiones de entrenamiento, con periodistas amigos, como Alfonso Baella, Fernando Viaña y César Hildebrandt, quienes (sobre todo este último) resultaron más sólidos e incisivos que el combatiente al que me preparaba a enfrentar. Además, robándole tiempo al tiempo, había preparado unas síntesis, lo más didácticas posibles, de lo que queríamos hacer en la agricultura, en la educación, en la economía, en el empleo, en la pacificación, y me atuve a estos temas, pese a que, de tanto en tanto, debí distraerme algunos instantes en responder a los ataques personales, como cuando le pregunté, a quien se preciaba de su superioridad de tecnócrata, qué les había hecho a las vacas de la Universidad Agraria para que, durante su rectorado, misteriosamente bajaran su rendimiento de 2.400 litros de leche al día a sólo 400, o cuando, ante su preocupación porque yo hubiera tenido una experiencia con drogas a los catorce años, le aconsejé que se inquietara por alguien más contemporáneo y cercano a él, como Madame Carmelí, astróloga y candidata a una diputación por Cambio 90, condenada a diez años de cárcel por narcotraficante.

Aquella noche una gran cantidad de gente del Frente se reunió en mi casa -había pepecistas, populistas y sodistas alternando con los libertarios en un ambiente que hubiera parecido imposible unas semanas atrás- para ver conmigo el resultado de las encuestas sobre el debate. Como todas me dieron por ganador, y algunas por quince o veinte puntos de ventaja, muchos pensaron que gracias al debate habíamos asegurado la victoria el 10 de junio.

Aunque, como ya indiqué, casi todo mi esfuerzo de la segunda vuelta se concentró en recorrer la periferia de Lima -los pueblos jóvenes y barrios marginales que habían avanzado por los desiertos y los cerros hasta convertirse en un gigantesco cinturón de pobreza y miseria que apretaba cada vez más a la vieja Lima-, hice también dos viajes al interior, a los dos departamentos a los que más visité en aquellos tres años y a los que me sentía más ligado: Arequipa y Piura. Los resultados de la primera vuelta, en ambos, me habían apenado, pues, por el cariño que sentí siempre por ambos y por la dedicación que les presté en la campaña, daba por hecho que habría una suerte de reciprocidad y que el voto de piuranos y arequipeños me favorecería. Pero en Arequipa sólo ganamos con 32,53 por ciento contra un altísimo 31,68 por ciento de Cambio 90, y en Piura el apra se llevó la primera vuelta con 26,09 por ciento frente a un 25,91 por ciento nuestro. Teniendo en cuenta la alta condensación demográfica de ambas regiones, el Frente decidió que las recorriera una vez más, sobre todo para explicar a los piuranos y arequipeños los alcances del pas (Programa de Apoyo Social). Éste había comenzado a operar en ambos lugares y durante mi viaje a Arequipa estuve presente en un acuerdo que se firmó entre la municipalidad de Cayma y el pas arequipeño para la instalación de botiquines médicos y centros asistenciales, gracias a la financiación y apoyo profesional de aquel programa. (En abril y mayo cerca de quinientos botiquines populares fueron instalados por el pas en sectores marginales de Lima y el interior.)

Ambos fueron viajes muy diferentes a los de la primera vuelta; en lugar de los mítines multicolores en las plazas y cenas y recepciones nocturnas, sólo hubo recorridos por mercados, cooperativas, asociaciones de informales, vendedores ambulantes, diálogos y encuentros con sindicatos, comuneros, dirigentes barriales y comunales y asociaciones de toda índole, que comenzaban al alba y terminaban con las estrellas en el cielo, por lo general a la intemperie, a la luz de candelas, y en los que decenas de veces, cientos de veces, hasta perder la voz y aun la facultad de discernir, trataba de desmentir los embustes sobre el shock, la educación y el millón de desempleados. Mi fatiga era tan grande que, para preservar las escasas energías sobrantes, permanecía mudo en los desplazamientos entre lugar y lugar, en los que, aun cuando fueran de pocos minutos, solía quedarme dormido. Y, aun así, no pude evitar, en medio de un interminable intercambio de preguntas y respuestas, en el mercado central de Arequipa, perder el sentido por unos minutos. Lo divertido es que cuando recobré la conciencia, aturdido, la misma dirigente seguía perorando, ignorante de lo que me había ocurrido.

La crispación a que había llegado el enfrentamiento electoral la advertí en el interior de Piura, sobre todo -una tierra considerada más bien pacífica-, donde el recorrido por los pueblos y aldeas que separan Sullana de la colonización San Lorenzo debí hacerlo en medio de una gran violencia y donde mis intervenciones tenían a menudo el fondo sonoro de la grita de contramanifestantes o de los insultos y golpes que cambiaban a mi alrededor partidarios y adversarios. Mi más ominoso recuerdo de esos días es mi llegada, una mañana candente, a una pequeña localidad entre Ignacio Escudero y Cruceta, en el valle del Chira. Armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, las caras descompuestas por el odio, que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían, pues para ambos la vida era una ciega lucha por sobrevivir. Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos, por los que no había pasado jamás una tijera, rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos, se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿Qué atacaban? ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes? En la miserable aldea no había agua, ni luz, ni trabajo, ni una posta médica y la escuelita no funcionaba hacía años por falta de maestro. ¿Qué daño podía haberles hecho a ellos, que ya no tenían qué perder, aun si hubiera sido tan apocalíptico como la propaganda lo pintaba, el famoso shock? ¿De qué educación gratuita podían ser privados, ellos, a los que la miseria nacional ya les había cerrado su única escuela? Con su tremenda indefensión, ellos eran la mejor prueba de que el Perú no podía seguir viviendo por más tiempo en el desvarío populista, en la mentira de la redistribución de una riqueza cada día más escasa, y, más bien, una evidencia de la necesidad de cambiar de rumbo, de crear trabajo y riqueza a marchas forzadas, de rectificar unas políticas que estaban empujando cada día más a nuevas masas de peruanos a un estado de primitivismo que (con la excepción de Haití) ya no tenía equivalente en América Latina. No hubo manera ni siquiera de intentar explicárselo. Pese a la lluvia de piedras, que el profesor Oshiro y sus colegas trataban de contener con sus casacas desplegadas a manera de toldo sobre mi cabeza, hice varios intentos de hablarles con un parlante, desde la plataforma de un camión, pero el griterío y la pelotera eran tales, que debí renunciar. Esa noche, en el hotel de Turistas de Piura, aquellas caras y puños de piuranos exacerbados, que hubieran dado cualquier cosa por lincharme, me hicieron recapacitar un buen rato, antes de caer en el sueño sobresaltado habitual, sobre la incongruencia de mi aventura política, y desear con más impaciencia que otros días la llegada del 10 de junio, día liberador.

El 29 de mayo de 1990, poco después de las nueve de la noche, un terremoto sacudió la región noreste del país, causando estragos en los departamentos amazónicos de San Martín y de Amazonas. Un centenar y medio de personas perecieron y por lo menos un millar quedaron heridas en las localidades sanmartinenses de Moyobamba, Rioja, Soritor y Nueva Cajamarca, así como en Rodríguez de Mendoza (Amazonas), donde más de la mitad de las viviendas se derrumbaron o quedaron dañadas. Esta tragedia me permitió comprobar el buen trabajo que habían hecho Ramón Barúa y Jaime Crosby con el pas, al que, apenas llegó la noticia del seísmo, pusimos en acción para que movilizara toda la ayuda posible. A la mañana siguiente de la catástrofe, Patricia y el ex presidente Fernando Belaunde partían a los lugares afectados llevando un avión con quince toneladas de medicinas, ropas y víveres. Fue la primera ayuda en llegar allí y creo que la única, pues, una semana después, el 6 de junio, cuando yo recorrí la región, llevando un nuevo avión cargado de tiendas de campaña, cajas con suero y botiquines con medicinas, los pocos médicos, enfermeras y asistentes que hacían esfuerzos para prestar auxilio a heridos y sobrevivientes, sólo contaban con los recursos del pas. Este programa, montado con los limitados medios de una fuerza de oposición, a la que el gobierno hostilizaba, fue capaz en esas circunstancias de lograr por sí solo algo que no pudo hacer el Estado peruano. Las imágenes en Soritor, Rioja y Rodríguez de Mendoza eran tétricas: centenares de familias dormían a la intemperie, bajo los árboles, después de perderlo todo y hombres y mujeres escarbaban aún los escombros, en busca de los desaparecidos. En Soritor prácticamente no quedaba una sola casa habitable, pues las que no se habían desplomado habían perdido techos y paredes y podían derrumbarse en cualquier momento. Como si el terrorismo y los desvaríos políticos no fueran suficientes, la naturaleza también se encarnizaba con el pueblo peruano. Una nota risueña y simpática de la segunda vuelta -destellos de sol en medio de un cielo de nubes sombrías o agitado por rayos y truenos- la dieron una serie de figuras populares de la radio, la televisión y el deporte, que, en las últimas semanas, tomaron partido por mi candidatura, y me acompañaron en mis visitas a los pueblos jóvenes y a barrios populares, donde su presencia daba lugar a emotivas escenas. Las célebres voleybolistas de la selección nacional que llegó a subcampeona del mundo

– Cecilia Taít, Lucha Fuentes e Irma Cordero sobre todo- no tenían más remedio, en cada lugar, que hacer unas demostraciones con la pelota y a Gisella Valcárcel sus admiradores la asediaban de tal modo que a menudo los guardaespaldas tenían que volar a su socorro. A partir del 10 de mayo, en que vino a Barranco a brindarme su adhesión pública el futbolista Teófilo Cubillas, hasta la víspera de la elección, ésta fue rutina de las mañanas. Recibir a delegaciones de cantantes, compositores, deportistas, actores, cómicos, locutores, folkloristas, bailarines, a quienes, luego de una breve charla, yo acompañaba a la puerta de calle, donde, ante la prensa, exhortaban a sus colegas a votar por mí. Lucho Llosa tuvo la idea de estas adhesiones públicas y fue él quien orquestó las primeras; otras surgieron luego de manera espontánea y fueron tan numerosas que me vi obligado, por la falta de tiempo, a recibir sólo a aquellas que podían tener un efecto contagioso en el electorado.

La gran mayoría de estas adhesiones fueron desinteresadas, pues ocurrieron cuando, a diferencia de lo que pasaba en la primera vuelta, yo no iba a la cabeza de las encuestas y la lógica indicaba que perdería la segunda. Quienes decidieron dar aquel paso lo hicieron a sabiendas de que se arriesgaban a represalias en sus puestos de trabajo y en su futuro profesional, pues en el Perú quienes suben al poder suelen ser rencorosos y para tomar sus venganzas cuentan con la larguísima mano de ese Estado -inepto para socorrer a las víctimas de un terremoto pero capaz de enriquecer a los amigos y empobrecer a los adversarios- que, con razón, Octavio Paz ha llamado el ogro filantrópico.

Pero no todas aquellas adhesiones tuvieron el limpio carácter de las de una Cecilia Taít o Gisella Valcárcel. Algunas pretendieron negociarla y me temo que, en algún caso, corrió dinero de por medio, pese a haber pedido yo a quienes tenían la responsabilidad económica de la campaña, que no lo dieran para esto.

Uno de los más populares animadores de la televisión, Augusto Ferrando, me invitó públicamente, en una de las ediciones de Trampolín a la fama, a que lleváramos un donativo de alimentos a los presos de la cárcel de Lurigancho, que le habían escrito protestando por las condiciones inhumanas del penal. Acepté, y el pas preparó un camión de víveres que llevamos a Lurigancho, el 29 de mayo, a comienzos de la tarde. Yo tenía un sombrío recuerdo de una visita a esa cárcel que había hecho algunos años antes, [66] pero ahora las cosas parecían haber empeorado, pues en esa cárcel construida para mil quinientos reclusos había ahora cerca de seis mil y, entre ellos, un buen número de acusados de terrorismo. La visita fue accidentada, pues, ni más ni menos que la sociedad exterior, la cárcel estaba dividida en fujimoristas y vargasllosistas, que, durante la hora que Ferrando y yo estuvimos allí, mientras se descargaban los víveres, se insultaban y trataban de acallarse gritando a voz en cuello barras y eslóganes. Las autoridades del penal habían dejado acercarse al patio adonde entramos a los partidarios del Frente, en tanto que nuestros adversarios permanecían en los techos y muros de los pabellones, agitando banderolas y carteles con insultos. Mientras yo hablaba, ayudado por un parlante, veía a los guardias republicanos, con los fusiles preparados, apuntando a los fujimoristas de los techos, por si salía de allí algún disparo o una piedra. Ferrando, que había llevado puesto un reloj viejo para que se lo birlaran, se sintió frustrado de que ninguno de los vargasllosistas con los que nos mezclamos, lo hiciera, y terminó regalándoselo al último preso que lo abrazó.

Augusto Ferrando vino a visitarme, una noche, poco después de aquella visita, para decirme que estaba dispuesto, en su programa con millones de televidentes en los pueblos jóvenes, a anunciar que abandonaría la televisión y el Perú si yo no ganaba la elección. Estaba seguro de que con esta amenaza, innumerables peruanos humildes, para quienes Trampolín a la fama era maná del cielo todos los sábados, me darían la victoria. Se lo agradecí muchísimo, desde luego, pero permanecí mudo cuando, de manera muy vaga, me dio a entender que haciendo una cosa así se vería en una situación muy vulnerable en el futuro. Cuando Augusto partió, pedí encarecidamente a Pipo Thorndike que por ninguna razón fuera a llegar a acuerdo alguno con el famoso animador que implicara alguna retribución económica. Y espero que me hiciera caso. El hecho es que, el sábado siguiente o subsiguiente, Ferrando anunció, en efecto, que clausuraría su programa y se iría del Perú si yo perdía la elección. (Luego del diez de junio, cumplió su palabra y se trasladó a Miami. Pero, reclamado por su público, volvió y reabrió Trampolín a la fama, de lo cual me alegré: no me hubiera gustado ser causante de la desaparición de programa tan popular.)

Las adhesiones públicas que más me impresionaron fueron las de dos personas desconocidas del gran público, que habían sufrido, ambas, una tragedia personal y que, al solidarizarse conmigo, pusieron en peligro su tranquilidad y sus vidas: Cecilia Martínez de Franco, viuda del mártir aprista Rodrigo Franco, y Alicia de Sedaño, viuda de Jorge Sedaño, uno de los periodistas asesinados en Uchuraccay.

Cuando las secretarias me anunciaron que la viuda de Rodrigo Franco había pedido una cita para ofrecerme su adhesión, me quedé asombrado. Su marido, joven dirigente aprista, muy próximo a Alan García, había ocupado cargos de mucha importancia dentro del gobierno y, cuando fue asesinado por un comando terrorista, el 29 de agosto de 1987, era presidente de la Empresa Nacional de Comercialización de Insumos, uno de los grandes entes estatales. Su asesinato provocó conmoción en el país, por la crueldad con que se llevó a cabo -su mujer y un hijo pequeño estuvieron a punto de perecer en la feroz balacera contra su casita de Ñaña- y por las cualidades personales de la víctima, quien, pese a ser un político de partido, era unánimemente respetado. Yo no lo conocí pero sabía de él por un dirigente de Libertad, Rafael Rey, amigo y compañero suyo en el Opus Dei. Como si su trágica muerte no hubiera sido suficiente, a Rodrigo Franco, después de muerto, le sobrevino la ignominia de que su nombre fuera adoptado por una fuerza paramilitar del gobierno aprista, que cometió numerosos asesinatos y atentados contra personas y locales de extrema izquierda, reivindicándolos en nombre del «Comando Rodrigo Franco».

El 5 de junio en la mañana vino a verme Cecilia Martínez de Franco, a quien tampoco había conocido antes, y me bastó sólo verla para advertir las tremendas presiones que había debido vencer para dar ese paso. Su propia familia había tratado de disuadirla. Pero ella, haciendo esfuerzos para vencer la emoción, me dijo que creía su deber hacer esa declaración pública, pues estaba segura de que, en las actuales circunstancias, es lo que habría hecho su marido. Me pidió llamar a la prensa. A la masa de reporteros y camarógrafos que colmó la sala, les repitió, con gran presencia de ánimo, aquella adhesión, lo que, previsiblemente, le ganó amenazas de muerte, calumnias en las hojas gobiernistas y hasta insultos personales del presidente García, quien la llamó traficante de cadáveres. Pese a todo ello, dos días después, en un programa de César Hildebrandt, con una dignidad que, por unos momentos, pareció de pronto ennoblecer la lastimosa mojiganga que se había vuelto la campaña, ella volvió a explicar su gesto y a pedir al pueblo peruano que votara por mí.

La adhesión de Alicia de Sedaño ocurrió el 8 de junio, dos días antes del acto electoral, sin anuncio previo. Su intempestiva llegada a mi casa, con dos de sus hijos, tomó por sorpresa a los periodistas y a mí mismo, pues, desde la tragedia aquella de enero de 1982, en que su marido, el fotógrafo de La República, Jorge Sedaño, fue asesinado con otros siete colegas por una turba de comuneros iquichanos, en las alturas de Huanta, en el lugar denominado Uchuraccay, ella había sido utilizada con frecuencia, como todas las viudas o padres de las víctimas, por la prensa de izquierda para atacarme, acusándome de haber falseado los hechos deliberadamente, en el informe de la comisión investigadora de que formé parte, para exonerar a las Fuerzas Armadas de su responsabilidad en el crimen. Los indescriptibles niveles de impostura y suciedad que alcanzó aquella larga campaña, en los escritos de Mirko Lauer, Guillermo Thorndike y otros profesionales de la basura intelectual, habían convencido a Patricia de lo inútil que era, en un país como el nuestro, el compromiso político y por ello había tratado de disuadirme de subir a aquel estrado la noche del 21 de agosto de 1987 en la plaza San Martín. Las «viudas de los mártires de Uchuraccay» habían firmado cartas públicas contra mí, aparecido siempre uniformadas de negro en todas las manifestaciones de Izquierda Unida, explotadas sin misericordia por la prensa comunista y, en la segunda vuelta, instrumentalizadas en favor de la campaña de Fujimori, quien las sentó en primera fila en el Centro Cívico, la noche de nuestro debate.

¿Qué había decidido a la viuda de Sedaño a dar semejante vuelco y a adherirse a mi candidatura? El sentirse, de pronto, asqueada por la utilización que hacían de ella los verdaderos traficantes de cadáveres. Así me lo dijo, delante de Patricia y de sus hijos, llorando, la voz trémula de indignación. Había rebasado el vaso lo ocurrido la noche del debate, en el Centro Cívico, en que, además de exigirles asistencia, las habían obligado a ella y a otras viudas y parientes de los ocho periodistas, a vestirse de negro para que su aparición fuera más vistosa ante la prensa. Le agradecí su gesto y aproveché para hacerle saber que, si había llegado a la situación en que me hallaba, luchando por una presidencia que nunca ambicioné antes, había sido, en buena medida, por la tremenda experiencia que significó en mi vida aquella tragedia de la que fue víctima Jorge Sedaño (uno de los dos periodistas que conocía personalmente entre los que mataron en Uchuraccay). Investigándola, para que se supiera la verdad, en medio de tanta fabulación y mentira que rodeaba a lo ocurrido en aquellas serranías de Ayacucho, había podido ver de cerca -oír y tocar, literalmente- la profundidad de la violencia y la injusticia en el Perú, el salvajismo en que transcurría la vida para tantos peruanos, y eso me había convencido de la necesidad de hacer algo concreto y urgente para que nuestro país cambiara por fin de rumbo.

Pasé en mi casa la víspera de la elección, preparando maletas, pues teníamos pasajes reservados para viajar a Francia el día miércoles. Le había prometido a Bernard Pivot asistir esa semana a su programa Apostrophes -el penúltimo de una serie de quince años- y estaba resuelto a cumplir con aquel compromiso en caso de victoria o de derrota electoral. Tenía la seguridad sobre todo de esto último y de que, por lo mismo, este viaje sería de larga duración, de modo que pasé algunas horas seleccionando los papeles y fichas que necesitaba para trabajar en el futuro, lejos del Perú. Me sentía muy agotado pero, también, contento de que aquello llegara a su término. Freddy, Mark Mallow Brown y Álvaro me trajeron aquella tarde las últimas encuestas, de varias agencias, y todas coincidían en que Fujimori y yo íbamos tan parejos que cualquiera de los dos podía ganar. Esa noche fuimos a cenar a un restaurante de Miraflores con Patricia, Lucho y Roxana y Álvaro y su novia, y la gente que ocupaba las otras mesas mantuvo una discreción inusitada a lo largo de toda la noche, sin incurrir en las demostraciones habituales. Era como si ellos también hubieran sido ganados por la fatiga y estuvieran ansiosos de que acabara la larguísima campaña.

En la mañana del 10 volví a votar con mi familia, temprano, en Barranco, y luego recibí a una misión de observadores extranjeros venida a presenciar el acto electoral. A diferencia de la primera vuelta, habíamos decidido que, esta vez, en lugar de reunirme con la prensa en un hotel, iría, luego de conocerse la votación, al Movimiento Libertad. Poco antes del mediodía comenzaron a llegar, a una computadora instalada en mi escritorio, los resultados electorales en los países europeos y asiáticos. En todos había ganado yo -incluso en Japón-, con la sola excepción de Francia, donde Fujimori obtuvo una ligera ventaja. Estaba viendo en la televisión, en mi cuarto, uno de los últimos partidos del campeonato mundial de fútbol, cuando a eso de la una llegaron Mark y Freddy con las primeras proyecciones. Las encuestas se habían vuelto a equivocar, pues Fujimori me sacaba una ventaja de diez puntos, en todo el país, con excepción de Loreto. Esta diferencia se había ampliado cuando se dieron los primeros resultados en la televisión, a las tres de la tarde, y días después el cómputo del Jurado Nacional de Elecciones, la fijaría en veintitrés puntos (57 por ciento contra 34 por ciento).

A las cinco de la tarde fui al Movimiento Libertad, a cuyas puertas se había concentrado una gran masa de entristecidos partidarios, ante quienes reconocí la derrota, felicité al ganador y agradecí a los activistas. Había gente que lloraba a lágrima viva y, mientras nos estrechábamos la mano o nos abrazábamos, algunas amigas y amigos de Libertad hacían esfuerzos sobrehumanos para contener las lágrimas. Cuando abracé a Miguel Cruchaga, vi que estaba tan conmovido que apenas podía hablar. De allí fui al hotel Crillón, acompañado por Álvaro, a saludar a mi adversario. Me sorprendió lo reducida que era la manifestación de sus partidarios, una rala masa de gentes más bien apáticas, que sólo se animaron al reconocerme y gritar, algunos de ellos: «¡Fuera, gringo!» Deseé suerte a Fujimori y volví a mi casa, donde, por muchas horas, hubo un desfile de amigos y dirigentes de todas las fuerzas políticas del Frente. En la calle, una manifestación de gente joven permaneció hasta la medianoche coreando estribillos. Retornaron a la tarde siguiente y a la subsiguiente y siguieron allí hasta avanzada la noche, incluso cuando ya habíamos apagado las luces de la casa.

Pero sólo un grupito de amigos del Movimiento Libertad y de Acción Solidaria se averiguaron la hora de nuestra partida y aparecieron al pie del avión en que Patricia y yo nos embarcamos a Europa, la mañana del 13 de junio de 1990. Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados sólo de cielo azul, pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central.

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