II. LA PLAZA SAN MARTÍN

A fines de julio de 1987 me hallaba en el extremo norte del Perú, en una playa semidesierta donde, años atrás, un muchacho piurano y su mujer construyeron unos bungalows con la idea de atraer turistas. Solitario, rústico, encajonado entre desiertos, rocas y las espumosas olas del Pacífico, Punta Sal es uno de los sitios más bellos del Perú. Tiene un aire de lugar fuera del tiempo y de la historia con sus bandadas de alcatraces, pelícanos, gaviotas, cormoranes, patillos y los albatros allí llamados tijeretas, que desfilan en formaciones desde el luminoso amanecer hasta los crepúsculos sangrientos. Los pescadores de ese rincón del litoral usan todavía unas balsas de hechura prehispánica, simples y ligeras: dos o tres troncos atados y una pértiga que hace de remo y timón con la que el pescador va impulsando la embarcación con movimientos en redondo, como trazando círculos. Me impresionó ver esas balsas la primera vez que estuve en Punta Sal. Una embarcación idéntica a ésas fue, sin duda, aquella balsa tumbesina que, según las crónicas, cuatro siglos atrás y no lejos de aquí, encontraron Francisco Pizarro y sus compañeros como primera prueba de que los rumores sobre el imperio del oro, que los habían aventurado desde Panamá hasta estas costas, eran realidad.

Estaba en Punta Sal con Patricia y mis hijos, para pasar allí la semana de Fiestas Patrias, lejos del invierno de Lima. Habíamos regresado al Perú no hacía mucho, de Londres, adonde, desde hacía ya tiempo, íbamos todos los años por unos meses, y yo me había propuesto aprovechar la estadía en Punta Sal para, entre chapuzón y chapuzón, corregir las pruebas de mi última novela, El hablador, y practicar mañana y tarde el vicio solitario: leer, leer. En marzo había cumplido cincuenta y un años. Todo parecía indicar que mi vida, agitada desde que nací, transcurriría en adelante más bien tranquila: entre Lima y Londres, dedicada a escribir y con alguna que otra incursión universitaria por Estados Unidos. De vez en cuando garabateo en mis libretas unos planes de trabajo, que nunca realizo del todo. Al cumplir los cincuenta, me había fijado este plan quinquenal:

1) una obra de teatro sobre un quijotesco viejecito que, en la Lima de los años cincuenta, emprende una cruzada para salvar los balcones coloniales amenazados de demolición;

2) una novela policial y fantástica sobre cataclismos, sacrificios humanos y crímenes políticos en una aldea de los Andes;

3) un ensayo sobre la gestación de Los miserables, de Víctor Hugo;

4) una comedia sobre un empresario que, en una suite del Savoy, de Londres, encuentra a su mejor amigo del colegio, a quien creía muerto, convertido en una señora, y

5) una novela inspirada en Flora Tristán, la revolucionaria, ideóloga y feminista franco-peruana, del primer tercio del siglo XIX.

En la misma libreta había borroneado, como propósitos menos urgentes, aprender el endiablado alemán, vivir un tiempo en Berlín, intentar un vez más la lectura de libros que siempre me derrotaron, como el Finnegans Wake y La muerte de Virgilio, recorrer el Amazonas desde Pucallpa hasta Belem do Pará y hacer una edición corregida de mis novelas. Figuraban, también, empeños menos publicables. Lo que no aparecía ni por asomo era la actividad que, por capricho de la rueda de la fortuna, monopolizaría mi vida los próximos tres años: la política.

Yo ni lo sospechaba, ese 28 de julio, al mediodía, cuando en la pequeña radio portátil de mi amigo Freddy Cooper, nos dispusimos a oír el discurso que el presidente de la República pronuncia ante el Congreso el día de la fiesta nacional. Alan García llevaba dos años en el poder y su popularidad aún era grande. A mí, su política me parecía una bomba de tiempo. El populismo había fracasado en el Chile de Allende y la Bolivia de Siles Suazo. ¿Por qué iba a tener éxito en el Perú? Subsidiar el consumo trae una bonanza mentirosa, sólo mientras se dispone de divisas para mantener el flujo de importaciones, en un país que importa buena parte de sus alimentos y de sus insumos industriales. Eso había estado ocurriendo, gracias al dispendio de unas reservas aumentadas por la decisión del gobierno de pagar sólo el diez por ciento de las exportaciones como servicio de la deuda. Pero esa política daba señales de agotamiento. Las reservas descendían; debido a su enfrentamiento con el Fondo Monetario y el Banco Mundial, bestias negras del presidente Alan García, el Perú había visto cerrársele las puerta del sistema financiero internacional; las emisiones inorgánicas para cubrir el déficit fiscal iban acelerando la inflación; el dólar mantenido a un precio bajo desalentaba las exportaciones y atizaba la especulación. El mejor negocio de un empresario era conseguir una licencia para importar con dólares baratos (había múltiples tipos de cambio para el dólar, según la «necesidad social» del producto). El contrabando se encargaba de que los productos así importados -el azúcar, el arroz, las medicinas- pasaran por el Perú como sobre ascuas y salieran hacia Colombia, Chile o Ecuador, donde sus precios no estaban controlados. El sistema enriquecía a un puñado pero empobrecía cada día más al país.

El presidente no se inquietaba. Así me lo pareció, al menos, días atrás, en la única entrevista que tuve con él mientras estuvo en el poder. Al llegar yo de Londres a Lima, a fines de junio, Alan García me envió a saludar con uno de sus edecanes y, conforme al protocolo, fui a Palacio, el 8 de julio, a agradecerle el gesto. Me hizo pasar y conversamos cerca de hora y media. Ante una pizarra me explicó sus metas para el año en curso y me mostró una bazuca artesanal de Sendero Luminoso, con la que los terroristas habían lanzado desde el Rímac un explosivo contra Palacio. Era joven, desenvuelto y simpático. Yo lo había visto una vez, antes, durante su campaña electoral de 1985, en casa de un amigo común, el martillero y coleccionista de arte Manuel Checa Solari, quien se empeñó en hacernos comer juntos. La impresión que me hizo fue la de un hombre inteligente, pero de una ambición sin frenos y capaz de cualquier cosa con tal de llegar al poder. Por eso, días después, en dos entrevistas por televisión que me hicieron los periodistas Jaime Bayly y César Hildebrandt, dije que no votaría por Alan García sino por el candidato del Partido Popular Cristiano, Luis Bedoya Reyes. Pero, a pesar de ello, y de una carta pública que le escribí al año de estar en el poder, censurándolo por la matanza de los amotinados en los penales de Lima en junio de 1986, [1] aquella mañana en Palacio no parecía guardarme rencor, pues se mostraba muy amable. A los comienzos de su gobierno me había mandado preguntar si aceptaría ser embajador en España y ahora, aunque él sabía lo crítico que era yo de su política, la conversación no podía ser más cordial. Recuerdo haberle dicho: «Es una lástima que habiendo podido ser el Felipe González del Perú te empeñes en ser nuestro Salvador Allende, o, peor aún, nuestro Fidel Castro. ¿No va el mundo por otros rumbos?»

Naturalmente, entre las cosas que le escuché en aquella conversación sobre sus planes para 1987, no apareció la más importante, una medida para entonces ya elaborada por él con un grupo íntimo, de la que los peruanos se enterarían por ese discurso del 28 de julio que Freddy y yo oíamos, entre ronquidos y tartamudeos del viejo aparato, bajo el sol candente de Punta Sal: su decisión de «nacionalizar y estatizar» todos los bancos, las compañías de seguro y las financieras del Perú.

«Hace dieciocho años me enteré por los periódicos que Velasco me había quitado mi hacienda», exclamó, a mi lado, un hombre ya mayor, en ropa de baño, con una mano artificial disimulada bajo un guante de cuero. «Y, ahora, por esta radiecita me entero que Alan García acaba de quitarme la compañía de seguros. Qué cosas, ¿no, mi amigo?»

Se puso de pie y fue a zambullirse en el mar. Pero, no todos los veraneantes de Punta Sal tomaron la noticia con el mismo espíritu que don Santiago Gerbolini. Eran profesionales, ejecutivos y alguno que otro hombre de negocios vinculado a las empresas amenazadas y sabían que, a unos más, a otros menos, la medida los iba a perjudicar. Todos recordaban los años de la dictadura militar (1968-1980) y las masivas nacionalizaciones -al comenzar el régimen del general Velasco había siete empresas públicas y al terminar cerca de doscientas- que convirtieron al pobre país que era entonces el Perú en el pobrísimo de ahora. En la cena de aquella noche, en Punta Sal, en la mesa contigua a la nuestra, una señora se condolía de su suerte: su marido, uno de tantos peruanos emigrados, acababa de dejar una buena situación en Venezuela para regresar a Lima ¡a hacerse cargo de la gerencia de un banco!

No era difícil imaginar lo que se venía. Los dueños serían pagados en bonos inservibles, como los expropiados en tiempos del régimen militar. Pero esos propietarios sufrirían menos que el resto de los peruanos. Eran gente acomodada y, desde los despojos del general Velasco, muchos habían tomado precauciones sacando su dinero al extranjero. Para los que no había protección era para los empleados y trabajadores de los bancos, aseguradoras y financieras que pasarían al sector público. Esas miles de familias no tenían cuentas en el exterior ni cómo atajar a las gentes del partido de gobierno que entrarían a tomar posesión de las presas codiciadas. Ellas ocuparían en adelante los puestos claves, la influencia política determinaría los ascensos y nombramientos y muy pronto en esas empresas campearía la misma corrupción que en el resto del sector público.

«Una vez más el Perú acaba de dar otro paso hacia la barbarización», recuerdo haberle dicho a Patricia, a la mañana siguiente, mientras corríamos por la playa, hacia el pueblecito de Punta Sal, escoltados por una bandada de alcatraces. Las nacionalizaciones anunciadas traerían más pobreza, desánimo, parasitismo y cohecho a la vida peruana. Y, a la corta o a la larga, lesionarían el sistema democrático que el Perú había recuperado en 1980, después de doce años de dictadura militar.

¿Por qué, me han dicho muchas veces, tantos aspavientos por unas cuantas nacionalizaciones? Francois Mitterrand nacionalizó los bancos y aunque la medida fue un fracaso y los socialistas debieron dar marcha atrás, ¿acaso puso en peligro la democracia francesa? Quienes razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran éste como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes. [2] Los peruanos habían visto repetirse este proceso, desde las épocas de la «revolución socialista, libertaria y participatoria» del general Velasco, en todas las empresas nacionalizadas -el petróleo, la electricidad, las minas, los ingenios azucareros, etcétera- y ahora, pesadilla recurrente, se iba a repetir la historia con los bancos, los seguros y las financieras que el socialismo democrático de Alan García se disponía a engullir.

Además, la estatización del sistema financiero tenía un agravante político. Iba a poner en manos de un gobernante capaz de mentir sin escrúpulos -apenas un año antes, el 2 de diciembre de 1989, había asegurado, en el cade, [3] que nunca nacionalizaría los bancos- el control absoluto de los créditos. Con lo cual todas las empresas del país, empezando por las estaciones de radio, los canales de televisión y los periódicos, estarían a merced del gobierno. En el futuro los créditos a los medios de comunicación tendrían un precio: la docilidad. El general Velasco había estatizado los diarios y los canales de televisión para arrebatárselos «a la oligarquía» y ponerlos en manos «del pueblo organizado». De este modo, durante la dictadura, los medios de comunicación cayeron en el Perú a unos niveles de servilismo indescriptibles. Más hábil, Alan García iba a conseguir el control total de la información a través de los créditos y la publicidad, manteniendo, a la mexicana, la apariencia de una prensa independiente.

La mención de México no es gratuita. El sistema del pri (Partido Revolucionario Institucional), una dictadura de partido que guarda las apariencias democráticas con elecciones, prensa «crítica» y gobierno civil, ha sido una antigua tentación para los dictadores latinoamericanos. Pero ninguno ha podido repetir el modelo, genuina creación de la cultura y la historia de México, porque uno de los requisitos de su éxito es algo a lo que ninguno de sus émulos se resigna: el sacrificio ritual del presidente, cada cierto número de años, para que el partido siga en el poder. El general Velasco soñaba con un régimen a la mexicana para él solo. Y era vox populi que el presidente García tenía sueños continuistas. Algún tiempo atrás de ese 28 de julio de 1987, uno de sus fieles, el diputado Héctor Marisca, que posaba de independiente, había presentado en el Congreso un proyecto de reforma constitucional, a fin de que el presidente pudiera ser reelegido. El control de los créditos por parte del Ejecutivo era un paso decisivo para la perpetuación en el gobierno de ese partido aprista al que el ministro de Energía y Minas de Alan García, el ingeniero Wilfredo Huayta, había prometido «cincuenta años en el poder».

«Y, lo peor», le decía yo a Patricia, jadeando, a punto ya de completar los cuatro kilómetros de carrera, «es que la medida va a ser apoyada por el noventa y nueve por ciento de los peruanos».

¿Alguien quiere en el mundo a los banqueros? ¿No son el símbolo de la opulencia, del capitalismo egoísta, del imperialismo, de todo aquello a lo que la ideología tercermundista atribuye el atraso de nuestros países? Alan García había encontrado el chivo expiatorio ideal para explicarle al pueblo peruano por qué su programa no daba frutos: por culpa de las oligarquías financieras que utilizaban los bancos para sacar fuera del Perú sus dólares y se servían del dinero de los ahorristas para hacer préstamos indebidos a sus propias empresas. Con el sistema financiero en manos del pueblo, eso iba a cambiar.

Apenas regresé a Lima, un par de días después, escribí un artículo, «Hacia el Perú totalitario», [4] que apareció en El Comercio el 2 de agosto, dando las razones de mi oposición a la medida y exhortando a los peruanos a oponerse a ella por todos los medios legales si querían que el sistema democrático sobreviviera. Lo hice para que quedara constancia de mi rechazo, pero convencido de que no serviría de nada y de que, con excepción de algunas protestas, la medida sería aprobada por el Congreso con el beneplácito de la mayoría de mis compatriotas.

Sin embargo, no ocurrió así. Al mismo tiempo que salía mi artículo, los empleados de los bancos y demás empresas amenazadas se lanzaron a las calles, en Lima, en Arequipa, en Piura y otros lugares, en marchas y pequeños mítines que sorprendieron a todo el mundo, empezando por mí. A fin de apoyarlos, con cuatro amigos íntimos, con los que salíamos a comer y a charlar una vez por semana desde hacía años -tres arquitectos: Luis Miró Quesada, Frederick Cooper y Miguel Cruchaga, y el pintor Fernando de Szyszlo-, decidimos redactar a toda prisa un manifiesto para el que recogimos un centenar de firmas. El texto, afirmando que «la concentración del poder político y económico en el partido gobernante podría significar el fin de la libertad de expresión y, en última instancia, de la democracia», fue leído por mí en la televisión y, encabezado con mi nombre, apareció en los diarios el 3 de agosto con el título de «Frente a la amenaza totalitaria».

Lo que ocurrió en los días siguientes dio un extraordinario vuelco a mi vida. Mi casa se vio sumergida por cartas, llamadas y visitas de personas que se solidarizaban con el manifiesto y me traían altos de firmas recogidas espontáneamente. Listas con centenares de nuevos adherentes aparecían a diario en la prensa no gubernamental. Vinieron a buscarme gentes de provincias, preguntando cómo podían ayudar. Yo estaba pasmado. El general Velasco había nacionalizado decenas de empresas sin que nadie moviera un dedo y, más bien, con el apoyo de buena parte de la opinión pública, que vio en esas medidas un acto de justicia social y la esperanza de un cambio. El estatismo, pilar de la ideología tercermundista, había impregnado en el Perú no sólo a la izquierda, también a vastos sectores del centro y la derecha, tanto, que el presidente Belaunde Terry, elegido al término de la dictadura militar (1980-1985), no se había atrevido a privatizar una sola de las empresas estatizadas (salvo los medios de comunicación, que devolvió a sus dueños apenas asumió el poder). Pero, en esos días febriles de agosto de 1987, era como si en sectores significativos de la sociedad peruana hubiera un profundo desencanto con la receta estatista.

Alan García, nervioso con los conatos de protesta, decidió «sacar a las masas a las calles». Inició un recorrido por el norte del país, ciudadela del apra, pronunciando denuestos contra el imperialismo y los banqueros y amenazas contra quienes protestábamos. Su partido, revolucionario medio siglo atrás, se había ido convirtiendo en un partido burocrático y acomodaticio, y lo seguía con desgano. Había llegado al poder por primera vez en 1985, después de sesenta años de existencia, con una astuta campaña electoral, presentando una imagen moderada, social demócrata, y la mayoría de sus dirigentes parecían ahora muy satisfechos disfrutando del poder. Eso de venir a hacer una revolución les sentaba a muchos de ellos como una patada en el estómago. Pero el apra, que tiene de socialista el estatismo, tiene del fascismo la estructura vertical -su fundador, Haya de la Torre, llamado el Jefe Máximo, había imitado la organización, la escenografía y los métodos expeditivos del fascio italiano- y, disciplinadamente, aunque sin mucho entusiasmo, seguía a Alan García en las movilizaciones. Quienes apoyaban a éste con fervor eran los socialistas y comunistas de la coalición de Izquierda Unida. Moderados o radicales, no daban crédito a lo que ocurría. El apra, su viejo enemigo, se ponía de pronto a aplicar su programa. ¿Resucitaban los buenos tiempos del general Velasco en que habían llegado casi a copar el poder? Socialistas y comunistas hicieron suya la lucha por la estatización. Su líder de entonces, Alfonso Barrantes, fue a la televisión a leer un discurso en apoyo de la ley estatizadora, y los senadores y diputados de Izquierda Unida -el senador Enrique Bernales, sobre todo- se volvieron sus más tenaces defensores en el Congreso.

Conspiratorios y excitados, Felipe Thorndike y Freddy Cooper se presentaron en mi casa, una noche, al comenzar la segunda semana de agosto. Habían tenido reuniones con grupos de independientes y venían a proponerme que convocáramos una manifestación, en la que yo sería el orador de fondo. La idea era mostrar que no sólo apristas y comunistas podían salir a las calles a defender el estatismo sino también nosotros, a impugnarlo en nombre de la libertad. Acepté. Esa noche tuve con Patricia la primera de una serie de discusiones que durarían un año.

– Si subes a ese estrado terminarás haciendo política y la literatura se irá al diablo. Y la familia se irá al diablo también. ¿Acaso no sabes lo que es hacer política en este país?

– Yo he encabezado la protesta contra la estatización. No puedo echarme atrás ahora. Se trata de una sola manifestación, de un solo discurso. ¡Eso no es dedicarse a la política!

– Luego habrá otro y otro y terminarás de candidato. ¿Vas a dejar tus libros, la vida cómoda que ahora tienes, para hacer política en el Perú? ¿No sabes cómo te lo van a pagar? ¿Te has olvidado de Uchuraccay?

– No voy a hacer política ni a dejar la literatura ni a ser candidato. Voy a hablar en esta única manifestación para que quede sentado que no todos los peruanos nos dejamos engañar por el señor Alan García.

– ¿No sabes con quién te metes? Cómo se nota que tú no contestas el teléfono.

Porque, desde que salió nuestro manifiesto, habían comenzado las llamadas anónimas, de día y de noche. Para dormir en paz, debimos desconectar el teléfono. Las voces parecían siempre distintas de manera que llegué a pensar que el entretenimiento de cada aprista, apenas se tomaba una copa, era llamar a mi casa para amenazarnos. Duraron los tres años de esta historia y terminaron por convertirse en parte de la rutina familiar. Cuando cesaron, quedó en la casa un vacío y hasta una nostalgia.

La manifestación, a la que llamamos Encuentro por la Libertad, fue convocada para el 21 de agosto en el escenario clásico de los mítines limeños: la plaza San Martín. La organización corrió por entero a cargo de independientes que no habían militado antes en política, como el profesor universitario Luis Bustamante Belaunde o el empresario Miguel Vega Alvear, con quienes, desde esos días, nos haríamos también muy amigos. Entre los novatos políticos que éramos, la excepción resultaba, tal vez, Miguel Cruchaga, sobrino de Belaunde Terry y que había sido, de joven, dirigente de Acción Popular. Pero estaba apartado de la militancia. Mi amistad con el alto, caballeroso y solemne Miguel era antigua, pero se había hecho muy estrecha desde mi regreso al Perú, luego de casi dieciséis años en Europa, en 1974, en vísperas de la captura de los medios de comunicación por la dictadura. Hablábamos de política siempre que estábamos juntos y, cada vez, con melancolía algo enfermiza, nos preguntábamos por qué en el Perú todo iba siempre para peor, por qué desperdiciábamos las oportunidades y éramos tan tenaces en trabajar por nuestra ruina y destrucción. Y, cada vez, también, de una manera muy vaga, perfilábamos proyectos para hacer algo, alguna vez. Ese juego intelectual tomó, de pronto, en la fiebre y ebullición de aquellos días de agosto, una desconcertante realidad. Por esos antecedentes y por su entusiasmo, Miguel asumió la coordinación de todos los preparativos del mitin. Fueron unos días intensos y agotadores que, a la distancia, me parecen los más puros y exaltantes de esos años. Yo pedí a los accionistas de las empresas amenazadas y a los partidos de oposición -Acción Popular y el Popular Cristiano- que se tuvieran al margen, para dar al acto un carácter principista, de peruanos que salíamos a la calle a defender, no intereses personales ni partidistas, sino ideas y valores que nos parecían amenazados con la estatización.

Tanta gente se movilizó para ayudarnos -recolectando dinero, imprimiendo volantes y carteles, preparando banderolas, prestando sus casas para reuniones, ofreciendo vehículos para transportar a los manifestantes y saliendo a hacer pintas y a perifonear- que desde el principio tuve la premonición del éxito. Como mi casa era un loquerío, la víspera del 21 de agosto fui a esconderme por unas horas a casa de mis amigos Carlos y Maggie Ferreyros, a preparar el primer discurso político de mi vida. (Carlos fue raptado poco después, por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y mantenido seis meses en cautiverio, en un pequeño sótano sin ventilación.)

Pero, pese a los signos favorables, ni el más optimista de nosotros pudo prever la extraordinaria asistencia que colmó aquella noche, de bote en bote, la plaza San Martín y se desbordó por los contornos. Cuando subí al estrado sentí exultación y terror: decenas de miles de personas -ciento treinta mil, según la revista - [5] agitaban banderas y a voz en cuello coreaban el Himno a la Libertad que había compuesto para el acto Augusto Polo Campos, un compositor muy popular. Algo debía haber cambiado en el Perú cuando una muchedumbre así me escuchaba decir, aplaudiendo, que la libertad económica era inseparable de la libertad política, que la propiedad privada y la economía de mercado eran la única garantía del desarrollo y que los peruanos no admitiríamos que nuestro sistema democrático «se mexicanizara» ni que el apra se convirtiera en el caballo de Troya del comunismo en el Perú.

Cuentan los chismes que aquella noche, al ver en la pequeña pantalla la magnitud del Encuentro por la Libertad, Alan García hizo trizas el televisor. Lo cierto es que aquella manifestación tuvo tremendas consecuencias. Fue factor decisivo para que la ley de estatización, aunque aprobada en el Congreso, nunca pudiera ser aplicada y más tarde se derogara. Dio un golpe de muerte a las ambiciones continuistas de Alan García. Abrió las puertas de la vida política peruana a un pensamiento liberal que hasta entonces carecía de presencia pública, pues nuestra historia había sido un monopolio del populismo ideológico de conservadores y socialistas de distintas variantes. Devolvió la iniciativa a los partidos de oposición, Acción Popular (ap) y Popular Cristiano (ppc), los que después de su derrota en 1985 parecían invisibles. Echó las bases de lo que sería el Frente Democrático y, como temía Patricia, de mi candidatura presidencial.

Entusiasmados con el éxito de la plaza San Martín, mis amigos y yo convocamos otros dos mítines, en Arequipa, el 26 de agosto, y en Piura, el 2 de setiembre. Ambos resultaron también multitudinarios. En Arequipa fuimos atacados por contramanifestantes apristas -los famosos búfalos o matones del partido- y por una facción maoísta de Izquierda Unida, Patria Roja. Reventaron petardos y armados de garrotes, piedras y bombas pestilentes arremetieron cuando yo empezaba a hablar, para provocar una estampida. Los jóvenes encargados de mantener el orden en la periferia de la plaza, organizados por Fernando Chaves Belaunde, resistieron el ataque pero varios de ellos resultaron heridos. «¿Ves, ves?», se quejaba Patricia, que aquella noche, con María Amelia, la mujer de Freddy, debió zambullirse bajo el escudo de un policía para esquivar una lluvia de botellas. «Comenzó a pasar lo que te decía.» Pero, pese a su oposición de principio, ella también trabajó en los mítines y estuvo en la primera fila de los tres.

Fueron las clases medias las que llenaron esas plazas. No los ricos, pues, en ese país misérrimo en que los malos gobiernos han vuelto al Perú, ellos no alcanzarían a llenar un teatro y acaso ni un salón. Y tampoco los pobres, campesinos o habitantes de los llamados pueblos jóvenes, que escuchaban el debate entre estatismo y economía de mercado, entre colectivismo y libre empresa, como si no les concerniera. Esas clases medias -empleados, profesionales, técnicos, comerciantes, funcionarios, amas de casa, estudiantes- se encogían cada día más. Habían visto declinar su nivel de vida desde hacía tres décadas y frustrarse sus esperanzas con todos los gobiernos. Con el primero de Belaunde Terry (1963-1968), cuyo reformismo había despertado en ellas grandes expectativas. Con la dictadura militar (1968-1980) y su política socialista y represiva que empobreció, violentó y corrompió a la sociedad peruana como ningún otro gobierno antes. Con el segundo gobierno de Belaunde Terry (1980-1985), por quien habían votado masivamente, que no corrigió los desastres del régimen anterior y dejó un proceso inflacionario abierto. Y con Alan García, quien iba a batir todas las marcas de ineficiencia gubernamental de la historia del Perú, legando a su sucesor, en 1990, un país en ruinas, en el que la producción había caído a niveles de treinta años atrás. Aturdidas, dando bandazos a diestra y siniestra, ganadas por el miedo y a veces la desesperación, esas clases medias rara vez se habían movilizado en el Perú fuera de las épocas electorales. Pero lo hicieron esta vez, con un instinto certero de que si prosperaba la estatización, el Perú se alejaría aún más de ese país decente y seguro, con trabajo y oportunidades, que, como todas las clases medias del mundo, anhelaban.

El tema recurrente de mis tres discursos fue: no se sale de la pobreza redistribuyendo lo poco que existe sino creando más riqueza. Para ello hay que abrir mercados, estimular la competencia y la iniciativa individual, no combatir la propiedad privada sino extenderla al mayor número, desestatizar nuestra economía y nuestra psicología, reemplazando la mentalidad rentista, que lo espera todo del Estado, por una moderna que confíe a la sociedad civil y al mercado la responsabilidad de la vida económica.

– Lo veo y no lo creo -me decía Pipo Thorndike-. Hablas de propiedad privada y capitalismo popular y en vez de lincharte te aplauden. ¿Qué está ocurriendo en el Perú?

Así comenzó esta historia. Desde entonces, cada vez que me han preguntado por qué estuve dispuesto a dejar mi vocación de escritor por la política, he respondido: «Por una razón moral. Porque las circunstancias me pusieron en una situación de liderazgo en un momento crítico de la vida de mi país. Porque me pareció que se presentaba la oportunidad de hacer, con el apoyo de una mayoría, las reformas liberales que, desde comienzos de los años setenta, yo defendía en artículos y polémicas como necesarias para salvar al Perú.»

Pero alguien que me conoce tanto como yo, o acaso mejor, Patricia, no lo cree así. «La obligación moral no fue lo decisivo -dice ella-. Fue la aventura, la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela.»

Tal vez tiene razón. Es verdad que si la presidencia del Perú no hubiera sido, como le dije bromeando a un periodista, el oficio más peligroso del mundo, jamás hubiera sido candidato. Si la decadencia, el empobrecimiento, el terrorismo y las múltiples crisis no hubieran vuelto un desafío casi imposible gobernar un país así, no se me hubiera pasado por la cabeza semejante empresa. Siempre he creído que escribir novelas ha sido, en mi caso, una manera de vivir las muchas vidas -las muchas aventuras- que hubiera querido tener, y no descarto que, en ese fondo oscuro donde se traman nuestros actos, fuera la tentación de la aventura, antes que ningún altruismo, lo que me empujara a la política profesional.

Pero si el acicate de la acción jugó un papel, también jugó alguno lo que, a riesgo de ser grandilocuente, llamaré compromiso moral. No es fácil explicarlo, sin caer en el lugar común o la estupidez sensiblera. Aunque nací en el Perú («por un accidente de la geografía», como dijo el jefe del Ejército peruano, general Nicolás de Barí Hermoza, creyendo que me insultaba) [6] mi vocación es de un cosmopolita y un apátrida, que siempre detestó el nacionalismo y que, desde joven, creyó que, si no había manera de disolver las fronteras y sacudirse la etiqueta de una nacionalidad, ésta debería ser elegida, no impuesta. Detesto el nacionalismo, que me parece una de las aberraciones humanas que más sangre ha hecho correr y también sé que el patriotismo, como escribió el doctor Johnson, puede ser «el último refugio del canalla». He vivido mucho en el extranjero y nunca me he sentido un forastero total en ninguna parte. Pese a ello, las relaciones que tengo con el país donde nací son más entrañables que con los otros, incluso aquellos en los que he llegado a sentirme en mi casa, como España, Francia o Inglaterra. No sé por qué es así, y en todo caso no es por una cuestión de principio. Pero lo que ocurre en el Perú me afecta más, me irrita más, que lo que sucede en otras partes, y, de una manera que no podría justificar, siento que hay entre mí y los peruanos algo que, para bien y para mal -sobre todo para mal-, parece atarme a ellos de modo irrompible. No sé si esto se relaciona con el pasado tormentoso que es nuestra herencia, con el presente violento y miserable del país y su incierto futuro, con experiencias centrales de mi adolescencia en Piura y en Lima, o, simplemente, con mi infancia, allá en Bolivia, donde, como ocurre con los expatriados, en casa de mis abuelos y mi madre se vivía el Perú, el ser peruanos, como el más preciado don caído sobre nuestra familia.

Quizá decir que quiero a mi país no sea exacto. Abomino de él con frecuencia y, cientos de veces, desde joven, me he hecho la promesa de vivir para siempre lejos del Perú y no escribir más sobre él y olvidarme de sus extravíos. Pero la verdad es que lo he tenido siempre presente y que ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él: cuando no me exaspera, me entristece, y, a menudo, ambas cosas a la vez. Sobre todo desde que compruebo que ya sólo interesa al resto del mundo por los cataclismos, sus récords de inflación, las actividades de los narcos, los abusos a los derechos humanos, las matanzas terroristas o las fechorías de sus gobernantes. Y que se habla de él como de un país de horror y de caricatura, que se muere a poquitos, por la ineptitud de los peruanos para gobernarnos con un mínimo de sentido común. Recuerdo haber pensado, cuando leí el ensayo de George Orwell, The Lion and the Unicorn, donde dice que Inglaterra es un país de buenas gentes con the wrong people in control, lo bien que esa definición se aplicaba al Perú. Porque hay, entre nosotros, gentes capaces de hacer, por ejemplo, lo que han hecho los españoles con España en los últimos diez años; pero ellas rara vez han hecho política, la que ha estado casi siempre en el Perú en manos mediocres y a menudo deshonestas.

En junio de 1912, el historiador José de la Riva Agüero hizo un viaje a lomo de mula, de Cusco a Lima, siguiendo uno de los caminos del Incario, y dejó de ello un hermoso libro, Paisajes peruanos, en el que evoca, con prosa escultórica, la geografía de los Andes y las gestas históricas de que esas bravas comarcas, Cusco, Apurímac, Ayacucho y Junín, fueron testigos. Al llegar a la pampa de la Quinua, en las afueras de Ayacucho, escenario de la batalla que selló la emancipación del Perú, una sombría reflexión lo detiene. Extraña batalla libertadora aquélla, en la que el bando realista del virrey La Serna se componía exclusivamente de soldados peruanos y el ejército emancipador de dos tercios de colombianos y argentinos. Esa paradoja lo dispara a una ácida consideración sobre el fracaso republicano de su país, que, noventa años después de la batalla que lo hizo soberano, es una sombra irrisoria de lo que fue en su etapa prehispánica y, en los tres siglos coloniales, del virreynato más próspero de todas las posesiones españolas. ¿Quién es responsable? ¿La «pobre aristocracia colonial», la «pobre boba nobleza limeña, incapaz de toda idea y de todo esfuerzo»? ¿O «los caudillos militares» de «vulgares apetitos», «avidez de oro y de mando», cuyas «ofuscadas inteligencias» y «estragados corazones» fueron incapaces de servir a su país y cuando alguno acertó a hacerlo «todos los émulos se conjuraron para derribarlo»? ¿O, acaso, esos «burgueses criollos» de «sórdido y fenicio egoísmo» que «se avergonzaban luego en Europa, con el más vil rastacuerismo, de su condición de peruanos, a la que debieron cuanto eran y tenían»?

El Perú había seguido arruinándose y era ahora más atrasado y acaso con peores iniquidades sociales que cuando inspiró a Riva Agüero esta lúgubre meditación. Desde que la leí, en 1955, con motivo de una edición que hizo de ella mi maestro, Raúl Porras Barrenechea, el pesimismo que la impregna era el mismo que me embargaba con frecuencia, respecto al Perú. Y hasta aquellos días de agosto de 1987 ese fracaso histórico me parecía una suerte de sino de un país que, en algún momento de su trayectoria, «se jodió» (éste había sido el obsesionante latiguillo de mi novela Conversación en La Catedral, en la que quise representar la frustración peruana) y no había sabido nunca más recuperarse, sino seguirse hundiendo en el error.

Varias veces en mi vida, antes de los sucesos de agosto de 1987, llegué a perder totalmente la esperanza en el Perú. ¿Esperanza de qué? Cuando era más joven, de que, quemando etapas, se volviera un país próspero, moderno, culto, y yo alcanzara a verlo. Luego, de que, al menos, antes de morirme, el Perú hubiera empezado a dejar de ser pobre, bárbaro y violento. Hay muchas cosas malas en nuestra época, sin duda, pero hay una buena, sin precedentes en la historia. Hoy los países pueden elegir ser prósperos. Uno de los mitos más dañinos de nuestro tiempo es el que los países pobres lo son por una conspiración de los países ricos, que se las arreglan para mantenerlos en el subdesarrollo a fin de explotarlos. No hay mejor filosofía para eternizarse en el atraso. Porque aquella teoría es, ahora, falsa. En el pasado, cierto, la prosperidad dependía casi exclusivamente de la geografía y de la fuerza. Pero la internacionalización de la vida moderna -de los mercados, de las técnicas, de los capitales- permite a cualquier país, aun al más pequeño y menos dotado de recursos, si se abre al mundo y organiza su economía en función de la competencia, un crecimiento rápido. En las últimas dos décadas, practicando, a través de sus dictaduras o gobiernos civiles, el populismo, el desarrollo hacia adentro, el intervencionismo económico, América Latina eligió ir para atrás. Y con la dictadura militar y con Alan García, el Perú fue más lejos que otros países en las políticas que conducen al desastre. Hasta aquellos días de la campaña contra la estatización, creí que, aunque divididos por muchas cosas, había entre los peruanos una suerte de consenso en favor del populismo. Las fuerzas políticas discrepaban sobre el grado de intervención deseable, pero todas parecían aceptar, como un axioma, que sin ella nunca había progreso ni justicia. Por eso, la modernización del Perú me parecía postergada a las calendas griegas.

En el debate público que tuve con mi adversario, el 3 de junio de 1990, el ingeniero Alberto Fujimori ironizó: «Parece que usted quisiera hacer del Perú una Suiza, doctor Vargas.» Aspirar a que el Perú sea «una Suiza» ha pasado a ser, para una considerable porción de mis compatriotas, una pretensión grotesca, en tanto que para otros, los que preferirían convertirlo en una Cuba o en una Corea del Norte, en algo intolerable, además de imposible.

Uno de los mejores ensayos del historiador Jorge Basadre se titula La promesa de la vida peruana (1945). Su idea central es patética y espléndida: hay una promesa incumplida a lo largo de toda la historia republicana del Perú, una ambición, ideal, vaga necesidad que nunca llegó a plasmarse, pero que desde la emancipación estuvo siempre allí, soterrada y viva, entre los tumultos de las guerras civiles, los estragos del caudillismo militar y las discusiones de los tribunos. Una esperanza siempre renaciente y siempre frustrada de salvarnos, alguna vez, de la barbarie a la que nos ha acercado nuestra incapacidad perseverante para hacer lo debido.

Pero la noche del 21 de agosto de 1987, ante esa multitud que deliraba de entusiasmo en la plaza San Martín, y, luego, en la plaza de Armas de Arequipa, y en la avenida Grau de la Piura de mi infancia, tuve la sensación -la certeza- de que cientos de miles, millones acaso, de peruanos se habían decidido de pronto a hacer lo necesario para que nuestro país fuera algún día «una Suiza»: un país sin pobres ni analfabetos, de gentes cultas, prósperas y libres, y a conseguir que la promesa fuera por fin historia, gracias a una reforma liberal de nuestra incipiente democracia.

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