Si de los cincuenta y cinco que he vivido, me permitieran revivir un año, escogería el que pasé en Piura, en casa del tío Lucho y la tía Olga, estudiando el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel y trabajando en La Industria. Todas las cosas que me pasaron allí, entre abril y diciembre de 1952, me tuvieron en un estado de entusiasmo intelectual y vital que siempre he recordado con nostalgia. De todas esas cosas, la principal fue el tío Lucho.
Era el mayor de los tíos, el que, después del abuelo Pedro, había sido jefe de la tribu de los Llosa, a quien todos acudían y al que yo había secretamente preferido, desde que tuve uso de razón, allá, en Cochabamba, cuando me hacía el ser más feliz del mundo llevándome a las piscinas en las que aprendí a nadar.
La familia estaba orgullosa del tío Lucho. Los abuelos y la Mamaé contaban cómo, en Arequipa, había sacado el premio de excelencia, todos los años, en los jesuitas, y la abuelita desenterraba sus libretas de notas para mostrarnos los calificativos sobresalientes con los que se graduó. Pero el tío Lucho no había podido seguir la carrera en la que, con su talento, nadie dudaba que habría alcanzado toda clase de triunfos, porque el ser tan buen mozo y tener tanto éxito con las mujeres lo arruinó. Todavía muy jovencito, cuando se disponía a entrar a la universidad, embarazó a una prima, y el escándalo, en la pacata y severísima Arequipa, lo obligó a partir a Lima, hasta que la familia se aplacara. Nada más regresar protagonizó otro escándalo, casándose, apenas salido de la adolescencia, con Mary, una arequipeña veinte años mayor que él. La pareja tuvo que marcharse de la espantada ciudad, a Chile, donde el tío Lucho abrió una librería y prosiguió sus aventuras galantes, las que terminaron por desbaratar su precoz matrimonio.
Ya separado, viajó a Cochabamba, donde los abuelos. Entre mis primeros recuerdos está su apuesta figura de actor de cine y las bromas y anécdotas que en la gran mesa familiar de los domingos se contaban sobre las conquistas y galanterías del tío Lucho, quien, desde esa época, me ayudaba a hacer las tareas y me daba clases extras de matemáticas. Luego partió a trabajar a Santa Cruz, primero con el abuelo, en la hacienda de Saipina, y después por su cuenta, como representante de distintas firmas y productos, entre ellos el champagne francés Pomery. Santa Cruz tiene fama de ser tierra de las mujeres más lindas de Bolivia y el tío Lucho decía siempre que todo lo bien que le fue allá en los negocios se lo gastó en el champagne Pomery que se vendía a sí mismo para atender a las bellísimas cruceñas. Venía con frecuencia a Cochabamba y sus llegadas eran un gran flujo de energía en la casa de Ladislao Cabrera. Yo las celebraba más que nadie, porque aunque quería mucho a todos los tíos, él sí que me parecía mi verdadero papá.
Por fin, sentó cabeza y se casó con la tía Olga. Se fueron a Santa Cruz, donde, según la leyenda, una de las despechadas novias cruceñas del tío Lucho -una hermosa mujer llamada también Olga- fue, una tarde, a caballo, a disparar cinco tiros a las ventanas de la tía Olga por haber monopolizado -al menos en teoría- tamaña presa. Mi predilección por el tío Lucho no sólo se debía a lo cariñoso que era conmigo; también, a la aureola aventurera, de vida en perpetua renovación, que lo rodeaba. Porque desde entonces me sentía fascinado por las personas que parecían salidas de las novelas, aquellas que habían hecho realidad el verso de Chocano: «Quiero vivir torrente…»
El tío Lucho se pasó la vida cambiando de trabajos, intentando todos los negocios, siempre insatisfecho con lo que hacía, y aunque la mayor parte de las veces le fue mal en lo que intentó, lo cierto es que nunca se aburrió. El último año que estuvimos en Bolivia, hacía contrabando de caucho hacia Argentina. Era un negocio que el gobierno boliviano, de boca para afuera, perseguía, pero alentaba por lo bajo, pues era una buena fuente de divisas para el país. Argentina, víctima de un embargo internacional por su posición favorable al Eje durante la guerra, pagaba a precio de oro esa goma -jebe o caucho- de las selvas amazónicas. Recuerdo haber acompañado al tío Lucho a unos depósitos de Cochabamba donde la goma, antes de ser disimulada en los camiones que la llevarían a la frontera, debía ser espolvoreada con talco para quitarle el olor, y haber sentido una excitación pecaminosa cuando se me permitió también echar unos puñados al material prohibido. Poco antes del fin de la guerra, una de las caravanas del tío Lucho fue decomisada en la frontera, y él y sus socios perdieron hasta la camisa. Justo a tiempo para que él y la tía Olga -y sus hijas pequeñitas, Wanda y Patricia- vinieran a establecerse a Piura, con los abuelos.
Allí, el tío Lucho había trabajado unos años en la casa Romero, en una distribuidora de automóviles, pero en 1952, cuando fui a vivir con él, era agricultor. Tenía alquilado el fundo San José, a orillas del Chira, en el que sembraba algodón. El fundo estaba entre Paita y Sullana, a unas dos horas de Piura, y muchas veces lo acompañé allá, en esos dos o tres viajes semanales que hacía, en una negra camioneta bamboleante, para vigilar los riegos, la fumigación o el desmonte. Mientras él hablaba con los peones, yo montaba a caballo, me bañaba en la acequia y me inventaba cuentos de estruendosas pasiones entre jóvenes hacendados y rústicas apañadoras. (Recuerdo haber escrito un largo relato de esta índole al que le puse un título cultísimo: «La zagala».)
El tío Lucho era aficionado a la lectura y de joven había escrito versos. (Más tarde, en la universidad, me enteré por profesores que habían sido sus amigos de juventud, en Arequipa, como Augusto Tamayo Vargas, Emilio Champion o Miguel Ángel Ugarte Chamorro, que en esa época todos sus compañeros estaban convencidos de que la suya era una vocación de intelectual.) Todavía recordaba algunos, sobre todo un soneto, en el que comparaba las bellas prendas de una dama a las cuentas de un collar, y en nuestras conversaciones de ese año piurano, cuando yo le hablaba de mi vocación, y le decía que quería ser un escritor aunque me muriera de hambre, porque la literatura era lo mejor del mundo, él solía recitármelo, a la vez que me animaba a seguir mis inclinaciones literarias sin pensar en las consecuencias, porque -es una lección que aprendí y que he tratado de transmitir a mis hijos- la peor desgracia para un hombre es pasarse la vida haciendo cosas que no le gustan en vez de las que hubiera querido hacer.
El tío Lucho me escuchó leerle La huida del inca, y muchos poemas y cuentos, haciéndome a veces algunas críticas -la exuberancia era mi defecto capital- pero con delicadeza para no herir mi susceptibilidad de novísimo escribidor.
La tía Olga me había preparado un cuarto, al fondo del pequeño patio de su casita, en la calle Tacna, casi en el encuentro de ésta con la avenida Sánchez Cerro, frente a la plaza Merino, donde se hallaba mi flamante colegio, el San Miguel. La casa ocupaba los bajos de una vieja construcción y constaba de salita, comedor, cocina y tres dormitorios, más los baños y cuartos del servicio. Mi llegada desbarató el orden de la familia -además de Wanda y Patricia, de nueve y siete años, había nacido Lucho, entonces de dos-, y los tres primos tuvieron que ser amontonados en un cuarto para que yo tuviera el mío, independiente. En él se hallaban, en un par de estantes, los libros del tío Lucho, viejos volúmenes de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo, y, sobre todo, la colección completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a fin, en ese año de voraces lecturas. Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. Su autor había sido un comunista alemán, en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina, de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos fue, para mí, un detonante, algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis, dedicaban su vida a luchar por el socialismo.
Como el colegio estaba a pocos metros de la casa -me bastaba cruzar la plaza Merino para llegar a él-, me levantaba lo más tarde posible, me vestía a la carrera y salía disparado cuando ya estaban tocando el silbato para clases. Pero la tía Olga no me perdonaba el desayuno y me mandaba a la muchacha al San Miguel con una taza de leche y un pan con mantequilla. No sé cuántas veces tuve que pasar por la vergüenza de, apenas comenzada la primera lección de la mañana, ver entrar en el aula al jefe de inspectores, El Diablo, a llamarme: «¡Vargas Llosa Mario! ¡A la puerta, a tomar su desayuno!» Después de mis tres meses de periodista noctámbulo y prostibulario en La Crónica, había retrocedido a hijo de familia.
No lo lamentaba. Me sentía feliz de que la tía Olga y el tío Lucho me engrieran, y de que, al mismo tiempo, me trataran como un hombre, dándome total libertad para salir, o quedarme leyendo hasta tardísimo, cosa que hacía con frecuencia. Por eso me costaba tanto levantarme para el colegio. La tía Olga me firmaba tarjetas en blanco, de modo que yo mismo inventara las excusas para mis tardanzas. Pero como éstas se repetían con exceso, mis primas quedaron encargadas de despertarme, cada mañana. Wandita lo hacía con delicadeza; la menor, Patricia, aprovechaba la ocasión para dar rienda suelta a sus malos instintos y no tenía empacho en echarme encima un vaso de agua. Era un pequeño demonio de siete años disimulado tras una carita de nariz respingada, ojos fulminantes y cabellos crespos. Esos vasos de agua fría que me lanzaba encima se volvieron una pesadilla y yo los esperaba, entre sueños, con estremecimientos anticipados. Atontado y asustado por el golpe de agua le lanzaba furioso la almohada, pero ella se había ya puesto a salvo, y, desde el patio, me respondía con una carcajada demasiado grande para su cuerpecito semiesquelético. Sus malacrianzas batieron todos los récords de la tradición familiar, incluso los míos. Cuando no le daban gusto en algo, la prima Patricia era capaz de llorar y zapatear horas de horas hasta sacar de sus casillas al tío Lucho, a quien yo vi, una vez, meterla vestida a la ducha, a ver si dejaba de chillar. A la prima Patricia, una temporada que durmió en mi cuarto, se me ocurrió hacerle un poema, y ella se lo aprendió de memoria y solía llenarme de bochorno recitándolo, delante de las amigas de la tía Olga, escurriéndolo y dándole unos acentos gelatinosos para que sonara todavía peor:
Duerme la niña
cerquita de mí
y su manecita
blanca y chiquitita
apoyada tiene
muy junto de sí…
A veces, le infligía un pellizco veloz o un tirón de orejas, y, entonces, ella estallaba en una alharaca con aullidos, como si la estuvieran despellejando, y para que el tío Lucho y la tía Olga no fueran a creérselo, yo tenía que aplacarla con ruegos o payasadas. Ella solía poner un precio a la transacción: «O me compras un chocolate o sigo.»
El colegio San Miguel de Piura estaba frente al Salesiano, y no tenía, como éste, un amplio y cómodo local; era una vieja casa de quincha y calamina, mal adaptada a sus necesidades, pero el San Miguel, debido a los esfuerzos del director -el doctor Marroquín, a quien di tantos dolores de cabeza-, era un magnífico colegio. En él convivían muchachos piuranos de familias humildes -de la Mangachería, de la Gallinacera y otros barrios periféricos- con chicos de clase media y hasta de familias encumbradas de Piura, que iban allí porque los padres del Salesiano ya no los aguantaban o atraídos por los buenos profesores. El doctor Marroquín había logrado que distinguidos profesionales de la ciudad fueran a dar clases -sobre todo a los alumnos de mi año, el último- y gracias a eso tuve la suerte, por ejemplo, de seguir un curso de economía política con el doctor Guillermo Gulman. Fue ese curso, creo, y también los consejos del tío Lucho, los que me animaron a seguir luego, en la universidad, las carreras de Letras y Derecho. Antes de ir a Piura estaba resuelto a hacer sólo Filosofía y Letras. Pero en esas clases del doctor Gulman, el Derecho parecía mucho más profundo e importante que lo meramente asociado a los litigios: una puerta abierta a la filosofía, a la economía, a todas las ciencias sociales.
Teníamos también un excelente profesor de Historia, Néstor Martos, que escribía a diario en El Tiempo una columna titulada «Voto en contra» sobre temas locales. El profesor Martos, de figura desbaratada, bohemio impenitente, que parecía llegar a clases, a veces, directamente de alguna cantinilla donde había pasado la noche entera tomando chicha, despeinado, barbicrecido, y con una bufanda cubriéndole media cara -¡una bufanda, en la tórrida Piura!-, en la clase se transformaba en un expositor apolíneo, un pintor de frescos de los períodos preincaico e incaico de la historia americana. Yo lo escuchaba embelesado y me sentí un pavo real una mañana, en aquella clase en la que, sin mencionarme, se dedicó a enumerar todos los argumentos por los que ningún peruano de casta podía ser un «hispanista» ni elogiar a España (que era lo que había hecho yo, ese día, en mi columna de La Industria, con motivo de la visita a Piura del embajador de ese país). Uno de sus argumentos era: ¿se dignó algún monarca, en los trescientos años de colonia, visitar las posesiones americanas del imperio español?
El profesor de literatura resultó algo desangelado -teníamos que memorizar los adjetivos con que calificaba a los clásicos: San Juan de la Cruz, «hondo y esencial»; Góngora, «barroco y clasicista»; Quevedo, «alambicado, festivo e imperecedero»; Garcilaso, «italianizante, malogrado precozmente y amigo de Juan Boscán»-, pero una buenísima persona: José Robles Rázuri. El Ciego Robles, cuando descubrió mi vocación, me tomó mucho aprecio y solía prestarme libros -los tenía todos forrados con un papel color rosa y un sellito con su nombre-, entre los que recuerdo los dos primeros que leí de Azorín: Al margen de los clásicos y La ruta de Don Quijote.
A la segunda o tercera semana de clases, en un gesto audaz, le confié al profesor Robles mi obrita de teatro. La leyó y me propuso algo que me causó palpitaciones. El colegio ofrecía uno de los actos con que se celebraba la semana de Piura, en julio. ¿Por qué no sugeríamos al director que el San Miguel presentara este año La huida del inca? El doctor Marroquín aprobó el proyecto y, sin más, quedé encargado de dirigir el montaje, para estrenar la obra el 17 de julio, en el teatro Variedades. Vaya exultación con la que corrí a la casa a contárselo al tío Lucho:¡íbamos a montar La huida del inca!. ¡Y en el teatro Variedades, nada menos!
Aunque sólo fuera por haberme permitido ver, en un escenario, viviendo con la ficticia vida del teatro, algo inventado por mí, mi deuda con Piura sería impagable. Pero le debo otras cosas. Los buenos amigos, algunos de los cuales me duran hasta ahora. Varios de mis viejos condiscípulos del Salesiano se habían pasado al San Miguel, como Javier Silva y Manolo y Richard Artadi, y entre los nuevos compañeros había otros, los mellizos Temple, los primos León, los hermanos Raygada, con los que nos hicimos compañeros del alma. El quinto de secundaria resultó ser un año pionero, pues por primera vez se ensayaba en un colegio nacional el régimen mixto. En nuestra clase había cinco mujeres; se sentaban en una fila aparte y nuestras relaciones eran formales y distantes. Una de ellas, Yolanda Vilela, fue una de las tres «vestales» de La huida del inca, según el descolorido programa del espectáculo que llevo en la cartera, como amuleto, desde entonces.
De todo ese grupo de amigos, el más íntimo fue Javier Silva. Era ya, entonces, a sus dieciséis años, lo que sería más tarde multiplicado: gordo, goloso, inteligente, incansable, inescrupuloso, simpático, leal, siempre dispuesto a embarcarse en todas las aventuras, y generoso como nadie. Él dice que ya aquel año yo lo convencí de que la vida lejos de París era imposible, que teníamos que irnos allá cuanto antes y que lo arrastré a abrir una cuenta de ahorros conjunta, a fin de asegurar el pasaje. (Mi memoria me dice que eso fue ya en Lima, de universitarios.) Su apetito era descomunal y los días de propina
– vivía a la vuelta de mi casa, en la calle Arequipa- venía a invitarme a El Reina, un restaurante de la avenida Sánchez Cerro, en el que pedía un piqueo y una cerveza para compartir, íbamos al cine -al Municipal, al Variedades o a ese cine de Castilla, al aire libre, con un solo proyector, de modo que a cada fin de rollo se interrumpía la película, y al que había que llevarse el asiento-; a bañarnos en la piscina del club Grau, a la «casa verde», en el camino a Catacaos, adonde yo lo arrastré la primera vez después de quitarle el miedo pánico que su padre, un médico muy querido en Piura, le había inculcado, asegurándole que si iba allí le contagiarían una sífilis.
La «casa verde» era una cabaña grande, algo más rústica que una casa, un lugar mucho más alegre y sociable que los prostíbulos limeños, generalmente sórdidos y a menudo pendencieros. El burdel de Piura conservaba la función tradicional de lugar de encuentro y de tertulia, al mismo tiempo que de casa de citas. Allí iban los piuranos de todas las clases sociales -recuerdo haberme llevado la sorpresa, una noche, de encontrarme al prefecto, don Jorge Checa, conmovido con los tonderos y las cumananas de un trío mangache- a oír música, a comer platos regionales -secos de chabelo y de cabrito, cebiches, chifles, natillas, claritos y chicha espesa-, o a bailar, conversar y también a hacer el amor. El ambiente era campechano, informal, risueño, y rara vez lo afeaban las broncas. Mucho más tarde, cuando descubrí a Maupassant, no podía dejar de asociar esa «casa verde» a su hermosísima Maison Tellier, así como la Mangachería, barrio alegre, violento y marginal de las afueras piuranas se identificaba siempre en mi memoria con la Corte de los Milagros de las novelas de Alejandro Dumas. Desde chico, las cosas y los seres de la realidad que me han conmovido más han sido los que más se acercaban a la literatura.
Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró a esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad y los muchachos comenzaban a hacer el amor con sus enamoradas. La banalización del sexo que eso trajo consigo es, según psicólogos y sexólogos, muy saludable para la sociedad, la que, de este modo, se desahoga de abundantes represiones neuróticas. Pero ha significado, también, la trivialización del acto sexual y la extinción de una fuente privilegiada de placer para el ser humano contemporáneo. Despojado de misterio y de los tabúes religiosos y morales seculares, así como de los elaborados ritos que rodeaban su práctica, el amor físico ha pasado a ser para las nuevas generaciones lo más natural del mundo, una gimnasia, un pasajero entretenimiento, algo muy distinto de ese misterio central de la vida, de ese acercarse a través de él a las puertas del cielo y del infierno que fue todavía para mi generación. El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte. Una vida erigida sobre terribles injusticias sociales, sin duda -a partir del año siguiente, yo sería consciente de ello y me avergonzaría mucho de haber ido a burdeles y haber frecuentado a putas como un despreciable burgués-, pero lo cierto es que ello nos dio, a muchos, una relación muy intensa, respetuosa y casi mística con el mundo y las prácticas del sexo, algo inseparable de la adivinación de lo sagrado y de la ceremonia, del despliegue activo de la fantasía, del misterio y la vergüenza, de todo eso que Bataille llama la transgresión. Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa, si el sexo no hubiera estado, en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera habido entonces tantos escollos que salvar.
Ir a esa casa pintarrajeada de verde, en las afueras de Castilla, camino a Catacaos, me costaba mi magro sueldo de La Industria, de manera que fui apenas unas cuantas veces a lo largo del año. Pero cada vez salí de allí con la cabeza llena de imágenes ardientes, y estoy seguro de haber vagamente soñado desde entonces con inventar alguna vez una historia que tuviera como escenario esa «casa verde». Es posible que la memoria y la nostalgia embellezcan algo que era pobre y sórdido -¿qué podía esperarse de un pequeño prostíbulo de una pequeñísima ciudad como Piura?-, pero, en mi recuerdo, la atmósfera del lugar era alegre y poética, y quienes estaban allí se divertían de veras, no sólo los clientes, sino, también, los maricas que hacían de camareros y guardianes, las putas, los músicos que tocaban valses, tonderos, mambos o huarachas, y la cocinera que preparaba las viandas a la vista de todos, haciendo pasos de baile junto al fogón. Había muy pocos cuartitos con barbacoas para las parejas, de modo que a menudo era preciso salir a hacer el amor en los arenales del contorno, al aire libre, entre los algarrobos y las cabras. La incomodidad estaba compensada por la tibia atmósfera azulina de las noches piuranas, de tiernas lunas llenas, y sensuales curvas de médanos entre los que se divisaban titilando, al otro lado del río, las luces de la ciudad.
A los pocos días de llegar a Piura, me presenté con mis cartas de recomendación de Alfonso Delboy y de Gastón Aguirre Morales, en casa del dueño de La Industria, don Miguel Cerro Cebrián. Era un viejecito menudo, un pedacito de hombre con la cara requemada por la intemperie, cubierta de mil arrugas, en la que unos ojos vivos e inquietos traslucían su indomable energía. Tenía tres diarios de provincias -La Industria de Piura, de Chiclayo y de Trujillo-, que dirigía desde su casita piurana, con mano enérgica, y un fundo algodonero, en el rumbo de Catacaos, que iba a vigilar personalmente en una mula remolona y tan antigua como él. Avanzaba en ella con toda prosa por el centro de la calle, camino al Puente Viejo, desinteresado de automóviles y peatones. Hacía una escala en el local de La Industria, en la calle Lima, en cuyo patio con rejas irrumpía la mula, sin aviso, martirizando las baldosas con sus cascos, para que don Miguel echara una ojeada a los materiales de la redacción. Era un hombre que no se cansaba nunca, que trabajaba hasta durmiendo, al que nadie le metía el dedo a la boca, severo y hasta duro pero de una rectitud que, a quienes trabajábamos a sus órdenes, nos daba seguridad. La leyenda decía que una noche alguien le había preguntado, en una comida bien regada del Centro Piurano, si todavía era capaz de hacer el amor. Y que don Miguel había invitado a los comensales a la «casa verde», donde había absuelto prácticamente aquella duda.
Leyó con mucho cuidado las cartas, me preguntó mi edad, especuló sobre cómo podría yo congeniar el trabajo periodístico con las clases del colegio, y finalmente tomó su resolución y me contrató. Me fijó un sueldo mensual de trescientos soles y mi trabajo quedó esbozado en aquella conversación. Iría al diario apenas terminaran las clases de la mañana, para revisar los periódicos de Lima y extractar y dar la vuelta a las noticias que podían interesar a los piuranos, y volvería en las noches, por otras dos o tres horas, a escribir artículos, hacer reportajes y estar allí para las emergencias.
La Industria era una reliquia histórica. Sus cuatro pliegos los armaba a mano
– creo que nunca llegó al linotipo- un cajista: el señor Nieves. Verlo trabajar, en el oscuro cuartito del fondo, en esos «talleres» que representaba él solo, era un espectáculo. Flaquito, con unos anteojos de gruesas lunas para sus ojos miopes, siempre con una camiseta de mangas cortas y un delantal que alguna vez había sido blanco, el señor Nieves colocaba los originales en un atril, a su izquierda. Y con su mano derecha, moviéndola a una velocidad extraordinaria, iba sacando las letras de un montón de cajitas dispuestas a su alrededor y armando el texto en el molde que él mismo imprimiría, luego, en una prensa prehistórica cuyas vibraciones estremecían las paredes y el techo del local. El señor Nieves me parecía escapado de las novelas decimonónicas, sobre todo las de Dickens, y su oficio, en el que era tan diestro, una supervivencia excéntrica, algo ya extinguido en el resto del mundo y que se extinguiría con él en el Perú.
Un nuevo director de La Industria llegó a Piura casi conmigo. Don Miguel Cerro trajo de Lima a Pedro del Pino Fajardo, un periodista fogueado, para que levantara el diario, en la dura competencia que tenía con El Tiempo, el otro periódico local (había un tercero, Ecos y Noticias, que salía tarde, mal y nunca, en un papel de colorines, y era casi ilegible porque las letras del periódico se quedaban en las manos del lector). Los redactores éramos un aforador del río Piura, encargado de las noticias deportivas, llamado Owen Castillo -que haría después, en Lima, en tiempos de la dictadura militar, una destacada carrera en el periodismo de cloaca- y yo, que me ocupaba de locales e internacionales. Había, además, colaboradores externos, como el médico Luis Ginocchio Feijóo, a quien el periodismo llegó a apasionar tanto como su profesión.
Hicimos buenas migas con Pedro del Pino Fajardo, quien, al comienzo, trató de dar un sesgo un tanto llamativo a La Industria, lo que chocó a algunas señoras piuranas, que hasta mandaron una carta de protesta por el tono escandaloso de una crónica del director. Don Miguel Cerro exigió a Del Pino Fajardo que devolviera al diario su seriedad tradicional.
Yo trabajaba allí divirtiéndome mucho, escribiendo de todo y sobre todo, y dándome el lujo, a veces, gracias a la benevolencia con que Pedro del Pino tomaba mis entusiasmos literarios, de publicar poemas que ocupaban toda una plana de las cuatro que tenía el diario. Una de esas veces, en que un poema mío, tenebrosamente titulado «La noche de los desesperados» llenaba la página, don Miguel, recién bajado de su mula y quitándose el gran sombrero de fina paja cataquense, pronunció esta frase que me llegó al alma: «La edición de hoy peca de exuberancia.»
Aparte de las infinitas noticias que redacté o entrevistas que hice, escribía dos columnas -«Buenos Días» y «Campanario»-, una con mi nombre y otra con un seudónimo, en las que hacía comentarios de actualidad y hablaba a menudo (la ignorancia es atrevida) de política y literatura. Recuerdo un par de largos artículos sobre la revolución de 1952 del mnr (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en Bolivia, que llevó a la presidencia a Víctor Paz Estenssoro, y cuyas reformas -nacionalización de las empresas mineras, reforma agraria- yo fui celebrando hasta que don Miguel Cerro me recordó que vivíamos bajo el gobierno militar del general Odría, de modo que moderara mis entusiasmos revolucionarios, pues no quería que le cerraran La Industria.
La revolución boliviana del mnr me excitó mucho. Conocí detalles de ella de fuente muy directa, porque la familia de mi tía Olga, sobre todo su hermana menor, Julia, que vivía en La Paz, le escribió cartas con muchas anécdotas y precisiones sobre los sucesos y los líderes del alzamiento -como el que sería el vicepresidente de Paz, Siles Suazo, y el líder minero Juan Lechín-, que yo aprovechaba para mis artículos de La Industria. Y esa revolución de corte izquierdista y socializante, tan atacada en el Perú por los diarios -sobre todo por La Prensa, de Pedro Beltrán- contribuyó, tanto como la lectura de aquel libro de Jan Valtin, a llenarme la cabeza y el corazón de ideas -tal vez sería mejor decir imágenes y emociones- socialistas y revolucionarias.
Pedro del Pino Fajardo había estado enfermo del pulmón y había pasado una temporada en el célebre hospital para tuberculosos de Jauja (con el que a mí me asustaban de chico, en casa de los abuelos, para obligarme a comer), sobre el que escribió una novela, entre festiva y macabra, que me regaló a poco de conocernos. Y me mostró también alguna obra de teatro. Veía con benevolencia mi vocación y la alentaba, pero la verdadera ayuda que me prestó fue de índole negativa, haciéndome presentir desde entonces el peligro mortal que para la literatura representa la bohemia. Porque en su caso, la vocación literaria, como en el de tantos escritores vivos y muertos de mi país, había naufragado en el desorden, la indisciplina y, sobre todo, el alcohol, antes de nacer de verdad. Pedro era un bohemio incorregible, podía pasarse el día entero -noches enteras- en un bar, contando anécdotas divertidísimas, y absorbiendo inconmensurables cantidades de cerveza, de pisco o de cualquier bebida alcohólica. Alcanzaba muy pronto un estado chispeante y excitado, y en él permanecía, horas y horas, días y días, quemando en soliloquios brillantísimos y efímeros lo que debían ser ya, para entonces, los últimos vestigios de un talento que nunca llegó a concretarse, por culpa de la vida disoluta. Estaba casado con una nieta de Ricardo Palma, una heroica muchacha rubia, que, con una criatura de pocos años a cuestas, venía a rescatarlo de los barcitos.
Yo nunca había sabido beber; en mi corta bohemia, en el verano limeño de La Crónica, más por monería que por afición, había tomado muchas cervezas -jamás pude seguir a mis colegas en las mulitas de pisco, por ejemplo-, pero las resistía mal, pues pronto comenzaba sentir dolor de cabeza y náuseas. Y, ya en Piura, tenía tantas cosas que hacer, con las clases, el trabajo en el periódico, los libros y las cosas que quería escribir, que eso de pasarse las horas en un café o un bar, hablando y hablando, mientras a mi alrededor la gente empezaba a emborracharse, me aburría y exasperaba. Procuraba escapar con cualquier pretexto. Esta alergia nació allí en Piura, creo, y tenía que ver con una incapacidad física para el alcohol que heredé sin duda de mi padre -quien nunca pudo beber- y con el disgusto que me producía el espectáculo de la delicuescencia de mi amigo Pedro del Pino Fajardo, un disgusto que fue creciendo hasta convertirse en fobia. Ni en mis años universitarios ni después he practicado la bohemia, ni siquiera en sus formas más edulcoradas y benignas, las de la tertulia o la peña, de las que siempre he huido como gato del agua.
Pedro del Pino estuvo apenas año y medio o dos años en Piura. Regresó a Lima y allí pasó a dirigir un periódico al servicio de la dictadura de Odría, La Nación, en el que, sin autorización mía, reprodujo algunas de mis columnas de La Industria. Le envié una furibunda carta de protesta, que él no publicó, y no volví a verlo más. Al fin de la dictadura, en 1956, emigró a Venezuela, y murió poco después.
Comenzamos a ensayar La huida del inca a fines de abril o comienzos de mayo, en las tardes, tres o cuatro veces por semana, a la salida de las clases, en la biblioteca del colegio, un amplio salón de la planta alta, que nos facilitó la amable bibliotecaria del San Miguel, Carmela Garcés. En el reparto, cuya selección tomó unos días, figuraban alumnos del colegio, como los hermanos Raygada, Juan León y Yolanda Vilela, de mi clase, y Walter Palacios, quien sería después un actor profesional, además de dirigente revolucionario. Pero las estrellas eran las hermanas Rojas, dos muchachas de fuera del colegio, muy conocidas en Piura, una de ellas por su magnífica voz, Lira, y la otra, Ruth, por su talento dramático (había trabajado ya en varias obras teatrales). La linda voz de Lira Rojas hizo que, algún tiempo después, el general Odría, que la oyó cantar en una visita oficial a Piura, la becara y enviara a Lima, a la Escuela Nacional de Música.
No quiero recordar la obra (una truculencia con incas, como he dicho), pero sí, con emoción, lo que fue irla haciendo nacer, a lo largo de dos meses y medio, con la colaboración entusiasta de los ocho actores y las personas que nos ayudaron en los decorados y la iluminación. Nunca había dirigido ni visto dirigir a nadie y pasé noches enteras, desvelado, tomando apuntes sobre el montaje. Los ensayos, el ambiente que se creó, la camaradería, y la ilusión al ver, por fin, que la obrita tomaba cuerpo, me convencieron ese año de que no sería poeta sino dramaturgo: el drama era el príncipe de los géneros y yo inundaría el mundo de obras teatrales como las de Lorca o Lenormand (no volví a leer ni tampoco he visto sobre un escenario el teatro de este último, pero dos obras suyas, que figuraban en la Biblioteca Contemporánea y que leí ese año, me hicieron fuerte impresión).
Desde el primer ensayo me enamoré de mi primera actriz, la esbelta Ruth Rojas. Tenía unos cabellos ondulados que le besaban los hombros, un alto cuello de flor, unas piernas muy bonitas y caminaba como una reina. Oírla hablar era un placer de los dioses, porque lo hacía añadiendo a la cadencia cálida, demorada y musical del habla piurana, un dejo propio de coquetería y burla, que a mí me llegaba al corazón. Pero la timidez que me invadía siempre con las mujeres de las que me enamoraba, me impidió decirle nunca un piropo o algo que la hiciera sospechar lo que sentía por ella. Además, Ruth tenía enamorado, un muchacho que trabajaba en un banco, y que solía ir a buscarla a la salida del San Miguel.
Sólo pudimos hacer un par de ensayos en el teatro, a mediados de julio, en vísperas del estreno, cuando parecía imposible que el maestro Aldana Ruiz terminara de pintar los decorados a tiempo: los terminó el mismo 17 de julio, en la mañana. La propaganda para la obra fue enorme, en La Industria y en El Tiempo, en las radios, y, por último, perifoneando por las calles -recuerdo haber visto pasar, por la puerta del diario, a Javier Silva, rugiendo en una bocina, desde lo alto de un camión: «No se pierdan el acontecimiento del siglo, en vermouth y noche, en el teatro Variedades…»-, a consecuencia de lo cual se agotaron las localidades. La noche del estreno, mucha gente que se quedó sin entradas forzó las barreras e irrumpió en la sala, copando los pasillos y el hueco de la orquesta. Con el desbarajuste, el propio prefecto, don Jorge Checa, perdió su asiento y tuvo que presenciar el espectáculo de pie.
La obra transcurrió sin percances -o casi- y hubo muchos aplausos cuando salí al escenario a agradecer, junto con los actores. El único semipercance fue que en el momento romántico de la obra, cuando el inca -Ricardo Raygada- daba un beso a la heroína, que se suponía muy enamorada de él, Ruth puso cara de asco y comenzó a hacer pucheros. Después nos explicó que sus ascos no eran al inca, sino a una cucaracha viva que se le había prendido a éste en la mascaipacha o borla imperial. El éxito de La huida del inca hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de las cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando, pues la censura había calificado la obra de «mayores de quince años».
Además de La huida del inca, la función comprendía algunos números de canto, de Lira Rojas, y una presentación de Joaquín Ramos Ríos, uno de los personajes más originales de Piura. Era exponente eximio del ahora ya extinto o, en todo caso, considerado obsoleto y ridículo, pero entonces muy prestigioso, arte de la declamación. Joaquín había vivido de joven en Alemania e importado de allí el idioma alemán, un monóculo, una capa, unas extravagantes maneras aristocráticas y una desenfrenada afición por la cerveza. Recitaba maravillosamente a Lorca, a Darío, a Chocano, y al vate piurano Héctor Manrique (cuyo soneto Querellas del jardín, que comenzaba «Era la agonía de una tarde rubia…», el tío Lucho y yo decíamos a gritos, mientras cruzábamos el desierto rumbo a su chacra), y era la estrella de todas las veladas literario-musicales de Piura. Aparte de recitar no hacía sino vagabundear por las calles de la ciudad, con su monóculo y su capa, y arrastrando una cabrita a la que presentaba como su gacela. Andaba siempre medio bebido, mimando, en las tiznadas covachas de las chicherías, de los bares y de los puestos de licores del mercado, las extravagancias finiseculares de Oscar Wilde o de sus imitadores limeños, el poeta y cuentista Abraham Valdelomar y los «colónidas» del novecientos, ante los cholos piuranos que no le hacían el menor caso y lo trataban con la despectiva benevolencia con que se trata a los idiotas. Pero Joaquín no lo era, porque, en medio de las brumas alcohólicas en las que vivía, hablaba de pronto de poesía y de los poetas de una manera muy intensa, que revelaba un profundo comercio con ellos. Además de respeto, Joaquín Ramos me inspiraba ternura y me apenó mucho, años más tarde, encontrarlo en el centro de Lima, hecho una ruina, y en tal estado de ebriedad que no me pudo reconocer.
Para las vacaciones de Fiestas Patrias, los de la promoción quisimos organizar un viaje al Cusco, pero el dinero que reunimos -con las funciones de La huida del inca, tómbolas, rifas y kermeses- no nos alcanzó y llegamos sólo hasta Lima, por una semana. Aunque me quedé durmiendo con mis compañeros en una escuela normal de la avenida Brasil, pasé todos los días con los abuelitos y los tíos, en Miraflores. Mis padres estaban en Estados Unidos. Era ya el tercer viaje que hacía mi papá, pero el primero de mi madre. Habían ido a Los Ángeles y éste sería un nuevo intento de mi padre de montar allí un negocio o encontrar un trabajo que le permitiera marcharse del Perú. Aunque jamás me habló de su situación económica, tengo la impresión de que ésta había comenzado a deteriorarse, por el dinero que perdió en su experimento comercial neoyorquino, y porque sus ingresos habían mermado. Esta vez permanecieron en Estados Unidos varios meses y al retornar, en vez de alquilar una casa en Miraflores, tomaron un pequeño departamento, de apenas un dormitorio, en un barrio pobretón, el Rímac, signo inequívoco de estrechez económica. Y por ello, cuando, al final de ese año, volví a Lima, para entrar a la universidad, no fui a vivir con él, sino donde los abuelos, en la calle Porta. Ya nunca más viviría con mi padre.
A poco de regresar a Piura, me llegó una noticia inesperada (todo me salía bien en ese año piurano): La huida del inca había ganado el segundo puesto en el concurso de teatro. La noticia, publicada en los diarios de Lima, la reprodujo La Industria en primera página. El premio consistía en una pequeña cantidad y debieron pasar todavía muchos meses hasta que el abuelito Pedro -quien se daba el trabajo de ir todas las semanas al ministerio de Educación a reclamarlo- pudiera cobrar el dinero y girármelo a Piura. Me lo gasté en libros, sin duda, y, tal vez, en visitas a la «casa verde».
El tío Lucho me animaba a que fuera un escritor. No era tan ingenuo de aconsejarme que fuera sólo un escritor, porque ¿de qué hubiera vivido? Él pensaba que la abogacía podía permitirme conciliar la vocación literaria y un trabajo alimenticio y me urgía a que juntara desde ahora para llegar un día a París. Desde entonces, la idea de viajar a Europa -a Francia- se volvió un norte. Y, hasta que lo conseguí, seis años más tarde, viví con ese desasosiego y el convencimiento de que si me quedaba en el Perú, me frustraría.
No conocía escritores peruanos, sino muertos o de nombre. Uno de estos últimos, que había publicado poemas y escrito obras de teatro, pasó por Piura en esos días: Sebastián Salazar Bondy. Era asesor literario de la compañía argentina de Pedro López Lagar, que hizo una breve temporada en el teatro Variedades (dio una obra de Unamuno y otra de Jacinto Grau, si mal no recuerdo). En las dos funciones estuve luchando contra mi timidez para acercarme a la alta y afilada silueta de Sebastián, que se paseaba por los pasillos del teatro. Quería hablarle de mi vocación, pedirle consejo o, simplemente, verificar de manera tangible que un peruano podía llegar a ser escritor. Pero no me atreví, y, años después, cuando éramos ya amigos y le conté aquella indecisión, Sebastián no podía creerlo.
Acompañé muchas veces al tío Lucho en viajes por el interior del departamento y, una vez, a Tumbes, donde exploraba un negocio de pesca. Fuimos a Sullana, a Paita, a Talara, a Sechura, y también a las provincias serranas de Piura, como Ayabaca y Huancabamba, pero el paisaje que se me quedó en la memoria y condicionó mi relación con la naturaleza, es ese desierto piurano que no tiene nada de monótono, que cambia con el sol y con el viento, y en el que, por el vasto horizonte y la limpidez de su cielo azulino uno tiene siempre la sensación de que, a la vuelta de cualquier médano, aparecerán los destellos de plata y las olas espumosas del mar.
Cada vez que salíamos, en la crujiente camioneta negra, y se desplegaba ante nosotros esa larga extensión blanca o gris, ondulante y ardiente, alborotada de cuando en cuando por manchas de algarrobos, pequeñas rancherías de caña y barro, recorrida por misteriosos rebaños de cabras que parecían sin rumbo en la inmensidad que las rodeaba y en la que zigzagueaban de pronto las lagartijas o se tostaban al sol, inmóviles e inquietantes, las iguanas, yo sentía gran excitación, un hirviente impulso. Esa amplitud de espacio, ese horizonte ilimitado -de cuando en cuando aparecían, como sombras de gigantes, los contrafuertes de los Andes- me llenaba la cabeza de ideas aventureras, de épicas anécdotas, y eran incontables las historias y los poemas que planeaba escribir usando ese escenario, poblándolo. Cuando en 1958 partí a Europa, donde permanecería muchos años, ese paisaje fue una de las más pertinaces imágenes que guardé del Perú y, también, la que solía procurarme más nostalgia.
Ya avanzado el semestre, un buen día el doctor Marroquín nos comunicó a los de quinto año que, esta vez, los exámenes finales no se tomarían de acuerdo a un horario preestablecido, sino de improviso. La razón de esta medida experimental era poder evaluar con mayor exactitud los conocimientos del alumno. Esos exámenes anunciados, para los que los estudiantes se preparaban memorizando la noche anterior el curso en cuestión, daban una idea inexacta de lo que habían asimilado.
Cundió el pánico en la clase. Eso de que uno se preparara en química y fuera al colegio y le tomaran geometría o lógica, nos puso los pelos de punta. Empezamos a imaginar una catarata de cursos aplazados. ¡Y en el último año de colegio!
Con Javier Silva alborotamos a los compañeros para rebelarnos contra el experimento (mucho después supe que aquel proyecto había sido la tesis de grado del doctor Marroquín). Celebramos reuniones y una asamblea en la que se nombró una comisión, presidida por mí, para hablar con el director. Nos recibió en su despacho y me escuchó educadamente pedirle que pusiera horarios. Pero nos dijo que la decisión era irrevocable.
Entonces, planeamos una huelga. No iríamos a clases, hasta que se levantara la medida. Hubo noches sobreexcitadas discutiendo con Javier y otros compañeros los detalles de la operación. La mañana acordada, a la hora de clases, nos replegamos al malecón Eguiguren. Pero allí, algunos muchachos, asustados -en esa época, una huelga escolar era insólita-, comenzaron a murmurar que podrían expulsarnos. La discusión se envenenó y un grupo, por fin, rompió la huelga. Desmoralizados con la deserción, los demás acordamos regresar para las clases de la tarde. Al entrar al colegio, el jefe de inspectores me llevó a la oficina del director. Al doctor Marroquín le temblaba la voz mientras me decía que, como responsable de lo ocurrido, yo merecía que me expulsaran ipso facto del San Miguel. Pero que, para no estropearme el futuro, sólo me suspendería siete días. Y que dijera al «ingeniero Llosa» -llamaba ingeniero al tío Lucho porque lo veía a menudo con las botas de montar con las que iba a su fundo- que fuera a hablar con él. El tío Lucho tuvo que escuchar las quejas del doctor Marroquín.
Mi expulsión temporal provocó un pequeño revuelo y hasta el prefecto cayó por la casa a ofrecerse como intermediario para que el director levantara la medida. No recuerdo si la acortó o me pasé la semana expulsado, pero, cumplido el castigo, me sentí el protagonista de La noche quedó atrás luego de sobrevivir a las cárceles nazis.
Cito el episodio de la frustrada huelga porque sería tema del primer cuento mío publicado («Los jefes»), y porque en él se vislumbran los primeros brotes de una inquietud. No creo haber pensado mucho en política antes de ese año piurano. Recuerdo que me indignó, cuando trabajaba como mensajero en la International News Service, un aviso para los redactores, indicándoles que toda información relativa al Perú tenía que ser consultada a la Dirección de Gobierno antes de ser enviada a La Crónica. Pero, incluso cuando trabajaba en el diario, como redactor, no pensaba en que vivíamos en una dictadura militar, que había prohibido los partidos políticos y desterrado a muchos apristas, así como al ex presidente Bustamante y Rivero y a varios de sus colaboradores.
En ese año piurano la política entró en mi vida al galope y con el idealismo y la confusión con que suele irrumpir en un joven. Como lo que leía, en el desorden más total, me dejaba con más preguntas que respuestas, acosaba al tío Lucho, y él me explicaba qué era el socialismo, el comunismo, el aprismo, el urrismo, el fascismo, y escuchaba con paciencia mis declaraciones revolucionarias. ¿En qué consistían? En la toma de conciencia de que el Perú era un país de feroces contrastes, de millones de gentes pobres y de apenas un puñado de peruanos que vivían de manera confortable y decente, y de que los pobres
– indios, cholos y negros- eran, además de explotados, despreciados por los ricos, gran parte de los cuales eran «blancos». Y en un sentimiento muy vivo de que aquella injusticia debía cambiar y que ese cambio pasaba por eso que se llamaba la izquierda, el socialismo, la revolución. Desde esos últimos meses en Piura comencé a pensar, en secreto, que en la universidad procuraría ponerme en contacto con los revolucionarios y ser uno de ellos. Y decidí también presentarme a la Universidad de San Marcos y no a la Católica, universidad de niñitos bien, de blanquitos y de reaccionarios. Yo iría a la nacional, la de los cholos, ateos y comunistas. El tío Lucho escribió a un pariente y amigo de infancia, profesor de literatura en San Marcos -Augusto Tamayo Vargas- hablándole de mis proyectos. Y Augusto me puso unas líneas alentadoras diciéndome que en San Marcos encontraría un terreno fértil para mis inquietudes.
Llegué a los exámenes de fin de año con cierta zozobra, por aquella huelga, pensando que tal vez el colegio tomaría represalias. Pero aprobé todos los exámenes. Las dos últimas semanas fueron frenéticas. Pasábamos las noches en vela, revisando los apuntes y notas del año, con Javier Silva, los Artadi, los mellizos Temple, y, a menudo, con tanta irresponsabilidad como ignorancia, tomábamos anfetaminas para mantenernos despiertos. Se vendían en la farmacia sin necesidad de receta médica y nadie, a mi alrededor, tenía conciencia de que se trataba de una droga. La artificial lucidez y excitación nerviosa a mí me tenían al día siguiente, en un estado de debilidad y depresión.
Luego del último examen, tuve un encuentro literario que, sospecho, ha sido de prolongado efecto. Volví a casa a eso del mediodía, contento por haber dejado atrás el colegio, el cuerpo agotado por las malas noches, decidido a dormir muchas horas. Y, ya en la cama, cogí uno de los libros del tío Lucho, cuyo título no decía gran cosa: Los hermanos Karamazov. Lo leí de corrido, en estado hipnótico, levantándome de la cama, como un zombie, sin saber dónde estaba ni quién era, sólo cuando la tía Olga venía enérgicamente a recordarme que tenía que almorzar, cenar y desayunar. Entre la magia de Dostoievski y la fuerza convulsiva de su historia, con sus alucinantes personajes, y los nervios sobreexcitados por los desvelos y las anfetaminas de las dos semanas de exámenes, aquella lectura ininterrumpida de cerca de veinticuatro horas fue un verdadero viaje, en el sentido que cobraría esta benigna palabra en los años sesenta, con la cultura de la droga y la revolución hippy. He releído después Los hermanos Karamazov, apreciándola mejor en sus infinitas complejidades, pero sin vivirla tan intensamente como aquel día y aquella noche de diciembre, en que coroné con este formidable fin de fiesta novelesco mi vida de colegial.
Todavía me quedé en Piura unas semanas, luego de los exámenes. El tío Jorge debía venir en su auto hasta la hacienda San Jacinto, cerca de Chimbote, donde estaba de médico el tío Pedro, y el tío Lucho quedó en ir a darles el encuentro hasta allá, de modo que los hermanos se verían, y de paso yo regresaría a Lima en el auto de los tíos. Para ganar tiempo con la preparación del ingreso a San Marcos, el abuelito me había enviado a Piura los «cuestionarios desarrollados» del examen, y dediqué las mañanas, antes de ir a La Industria, a estudiarlos.
Me ilusionaba la perspectiva de entrar a la universidad y comenzar una vida de adulto, pero me apenaba separarme de Piura y del tío Lucho. El apoyo que me dio ese año, en esa etapa fronteriza entre la niñez y la juventud, es una de las mejores cosas que me han pasado. Si la expresión tiene sentido, en ese año fui feliz, algo que no había sido en Lima en ninguno de los años anteriores, aunque hubiera habido en ellos momentos magníficos. Allí, entre abril y diciembre de 1952, con el tío Lucho y la tía Olga, tuve tranquilidad, un vivir sin el miedo crónico, sin disimular lo que pensaba, quería y soñaba, y esto me sirvió para organizar mi vida de manera que congeniaran mis aptitudes e ineptitudes con mi vocación. Desde Piura, todo el año siguiente, el tío Lucho seguiría ayudándome con sus consejos y su aliento, en largas respuestas a las cartas que yo le escribía.
Tal vez por esa razón, pero no sólo por ésa, Piura llegó a significar tanto para mí. Sumando las dos veces que allí viví, no hacen dos años, y, sin embargo, ese lugar está más presente en lo que llevo escrito que cualquier otro del mundo. Esas novelas, cuentos y una obra de teatro de ambiente piurano no agotan aquellas imágenes de gentes y paisajes de esa tierra, que todavía me rondan pugnando por mudarse en ficciones. Que en Piura tuviera la alegría que fue ver una obra escrita por mí sobre las tablas de un teatro y que allí hiciera tan buenos amigos, no explica todo, porque los sentimientos no los explica nunca la razón, y el vínculo que uno establece con una ciudad es de la misma índole que el que lo ata de pronto a una mujer, una verdadera pasión, de raíces profundas y misteriosas. El hecho es que, aunque desde aquellos días finales de 1952, nunca volví a vivir en Piura
– hice esporádicas visitas-, de alguna manera seguí siempre en ella, llevándomela conmigo por el mundo, oyendo a los piuranos hablar de esa manera tan cantarina y fatigada -con sus «guas», sus «churres» y sus superlativos de superlativos, «lindisisísima», «carisisísima», «borrachisísimo»-, contemplando sus lánguidos desiertos y sintiendo a veces en la piel la abrasadora lengua de su sol.
Cuando la batalla contra la estatización de la banca, en 1987, hicimos en Piura uno de los tres mítines de protesta, y Piura fue la primera ciudad a la que acudí a hacer campaña, luego del lanzamiento de mi candidatura en Arequipa, el 4 de junio de 1989. Piura fue el departamento del que más provincias y distritos recorrí y al que más veces volví durante la campaña. Estoy seguro de que en ello intervino mi subconsciente predilección por lo piurano y los piuranos. Y, sin duda, por esto mismo sentiría esa decepción, en junio de 1990, al descubrir que los electores piuranos no correspondían a mis sentimientos, pues votaron masivamente por mi opositor en la elección final del 10 de junio, [15] a pesar de que aquél apenas había hecho una furtiva visita a la ciudad en el curso de su campaña.
El viaje al encuentro del tío Jorge se fue postergando varias veces, hasta que por fin partimos, a finales de diciembre, de madrugada. Tuvimos un viaje accidentado, con cambio de llanta en la carretera y problemas con el motor de la camioneta, que calentaba demasiado. El encuentro con los tíos que venían de Lima tuvo lugar en Chimbote, todavía un tranquilo pueblo de pescadores, con el hotel de Turistas muy bien tenido a orillas de una playa de aguas limpias. Celebramos una cena familiar -estaban la mujer del tío Jorge, la tía Gaby y el tío Pedro- y al día siguiente, en la mañana temprano, me despedí del tío Lucho, que se regresaba a Piura. Al abrazarlo, me eché a llorar.