III. LIMA LA HORRIBLE

Por la avenida Salaverry, frente a la casita de Magdalena, donde llegamos a vivir en esos días finales de 1946 o primeros de 1947, pasaba el tranvía Lima-San Miguel. La casa existe, descolorida y destartalada, y aún ahora, cuando paso por allí, siento ramalazos de angustia. El año y pico que viví en ella fue el más amargo de mi vida. Era una casa de dos pisos. En la planta baja había una salita, un comedor, una cocina y un pequeño patio con el cuarto de la sirvienta. Y, en los altos, el baño y los dormitorios de mis padres y mío, separados por un breve rellano.

Desde que llegamos, me sentí excluido de la relación entre mi mamá y mi papá, un señor del que, a medida que pasaban los días, me parecía distanciarme. Me exasperaba que se encerraran en su dormitorio durante el día, y con cualquier pretexto les tocaba la puerta, hasta que mi padre me reconvino, advirtiéndome que no lo hiciera más. Su manera fría de hablar y sus ojos de luz cortante es lo que más recuerdo de esos primeros días en Lima, ciudad a la que detesté desde el primer momento. Me sentía solo, extrañaba a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho, a mis amigos de Piura. Y me aburría, encerrado, sin saber qué hacer. A poco de llegar, mis padres me matricularon en el colegio de La Salle, en el sexto de primaria, pero las clases sólo comenzarían en abril y estábamos en enero. ¿Me iba a pasar todo el verano enclaustrado, viendo, de tanto en tanto, el traqueteante tranvía a San Miguel?

A la vuelta, en una casita idéntica a la nuestra, vivían el tío César con la tía Orieli y sus hijos Eduardo, Pepe y Jorge. Los dos primeros eran algo mayores que yo y Jorge de mi edad. Fueron cariñosos conmigo y se esforzaron por hacerme sentir de la familia, llevándome una noche a un chifa de la calle Capón -la primera vez que probé la comida chino-peruana- y, mis primos, al fútbol. Recuerdo mucho la visita al viejo estadio de la calle José Díaz, a las graderías de popular, a ver el clásico Alianza Lima-Universitario de Deportes. Eduardo y Jorge eran hinchas del Alianza y Pepe de la U y yo me hice también, como éste, fanático del equipo crema, y pronto tuve, en mi dormitorio, fotografías de sus cracks: el espectacular arquero Garagate, el defensor y capitán Da Silva, la saeta rubia, Toto Terry, y, sobre todo, el famosísimo Lolo Fernández, gran centro delantero, caballero de la cancha y goleador. Mis primos tenían un barrio, amigos con quienes se reunían frente a su casa a conversar y a patear pelota y hacer tiros al arco, y me llamaban a jugar con ellos. Pero nunca llegué a integrarme a su barrio, en parte porque, a diferencia de mis primos, que podían salir a la calle en cualquier momento y recibir amigos en su casa, a mí eso me estaba prohibido. Y, en parte porque, aunque el tío César y la tía Orieli, así como Eduardo, Pepe y Jorge siempre hicieron gestos para que me acercara, yo me mantuve distante. Porque ellos eran la familia de ese señor, no mi familia.

Al poco tiempo de estar en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a llorar. Cuando mi padre preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y que quería regresar a Piura. Ésa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero alzando la voz de una manera que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde esa noche aprendí a asociar con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos, porque me había robado a mi mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me mandó a la cama y poco después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme educado como un niñito caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa.

Desde entonces, cada vez que estábamos solos, empecé a atormentar a mi madre por haberme traído a vivir con él, exigiéndole que nos escapáramos a Piura. Ella trataba de calmarme, que tuviera paciencia, que hiciera esfuerzos para ganarme el cariño de mi papá, pues él me notaba hostil y eso lo resentía. Yo le contestaba a gritos que a mí ese señor no me importaba, que no lo quería ni lo querría nunca, pues a quien quería era a mis tíos y a mis abuelos. Esas escenas la amargaban y la hacían llorar.

Frente a nuestra casa, en la avenida Salaverry, había una librería en un garaje. Vendía revistas y libros para niños y las propinas me las gastaba, todas, comprando Penecas y Billikens, una revista argentina de deportes, con lindas ilustraciones de colores, El Gráfico, y los libros que podía, de Salgari, Karl May y Julio Verne, sobre todo, de quien El correo del zar y La vuelta al mundo en ochenta días, me habían hecho soñar con países exóticos y destinos fuera de lo común. Nunca me alcanzaban las propinas para comprar todo lo que quería y el librero, un hombrecito corvo y barbudo, me prestaba a veces una revista o un libro de aventuras, con la condición de que se los devolviera a las veinticuatro horas e intactos. En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto, después de haber vivido rodeado de parientes y amigos, acostumbrado a que me dieran gusto en todo y me celebraran como gracias las malacrianzas. En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar.

Peor que no salir nunca y pasarme las horas en mi cuarto, era una sensación nueva, una experiencia que en esos meses se apoderó de mí y fue desde entonces compañera: el miedo. Miedo de que ese señor viniera de la oficina con la palidez, las ojeras y la venita abultada de la frente que presagiaban tormenta, y comenzara a insultar a mi mamá, tomándole cuentas por lo que había hecho estos diez años, preguntándole qué puterías había cometido mientras estuvo separada de él, y maldiciendo a todos los Llosa, uno por uno, abuelos, tíos y tías, en los que él se cagaba -sí, se cagaba-, aunque fueran parientes de ese pobre calzonazos que era el presidente de la República, en el que, por supuesto, también se cagaba. Yo sentía pánico. Me temblaban las piernas. Quería volverme chiquito, desaparecer. Y, cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía.

A mí me pegaba también, de vez en cuando. La primera vez fue un domingo, a la salida de misa, en la parroquia de Magdalena. Por alguna razón yo estaba castigado y no debía apartarme de casa, pero supuse que el castigo no incluía faltar a la misa, y, con el consentimiento de mi mamá, me fui a la iglesia. Al salir, en medio de la gente, vi el Ford azul, al pie de las gradas. Y a él, plantado en la calle, esperándome. Viéndole la cara, supe lo que iba a pasar. O, quizá, no, pues era muy al comienzo y aún no lo conocía. Imaginé que, como habían hecho alguna vez mis tíos, cuando ya no soportaban mis travesuras, me daría un coscorrón o un jalón de orejas y cinco minutos después todo habría pasado. Sin decir palabra, me pegó una cachetada que me derribó al suelo, me volvió a pegar y luego me metió al auto a empellones, donde empezó a decir esas terribles palabrotas que me hacían sufrir tanto como sus golpes. Y, en la casa, mientras me hacía pedirle perdón, me siguió pegando, a la vez que me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa.

Entonces, junto con el terror, me inspiró odio. La palabra es dura y así me lo parecía también, entonces, y de pronto, en las noches, cuando, encogido en mi cama, oyéndolo gritar e insultar a mi madre, deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo -que, por ejemplo, un día, el tío Juan, el tío Lucho, el tío Pedro y el tío Jorge lo emboscaran y le dieran una paliza-, me llenaba de espanto, porque odiar a su propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría. En La Salle había confesiones todas las semanas y yo me confesaba con frecuencia; siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes. Me acercaba al confesonario con la cara ardiéndome de la vergüenza por repetir cada vez el mismo pecado.

No había sido, ni en Bolivia ni en Piura, muy piadoso, uno de esos beatitos que abundaban entre mis compañeros de La Salle y del Salesiano, pero en esta primera época en Lima estuve cerca de serlo, aunque por malas razones, pues ésa era una manera discreta de resistir a mi papá. El se burlaba de lo beatos que eran los Llosa, y de esa mariconería que me habían inculcado de persignarme al pasar delante de una iglesia y de esas costumbres de los católicos de arrodillarse ante esos hombres con polleras que eran los curas. Decía que para entenderse con Dios él no necesitaba intermediarios, y menos a unos ociosos y parásitos con faldas de mujeres. Pero, aunque se burlaba mucho de lo beatos que éramos mi mamá y yo, no nos prohibía ir a misa, acaso porque sospechaba que, aunque ella obedecía todas sus órdenes y prohibiciones, ésta no la hubiera respetado: su fe en Dios y en la Iglesia Católica era más fuerte que la pasión que sentía por él. Aunque, quién sabe: el amor de mi madre por mi padre, masoquista y torturado como siempre me pareció, tenía ese carácter excesivo y transgresor de los grandes amores-pasión que no vacilan en pagar el precio del infierno para prevalecer. En todo caso, nos permitía ir a misa y a veces -yo suponía que por sus celos desmesurados- nos acompañaba él mismo. Permanecía de pie durante todo el oficio, sin santiguarse ni arrodillarse durante la consagración. Yo, en cambio, lo hacía, y rezaba con fervor, juntando las manos y entrecerrando los ojos. Y comulgaba todas las veces que podía. Esas demostraciones eran un modo de oponerme a su autoridad y, acaso, de irritarlo.

Pero se trataba de algo muy indirecto y poco consciente, porque el miedo que le tenía era demasiado grande para arriesgarme deliberadamente a provocar esos colerones que se convirtieron en la pesadilla de mi infancia. Mis manifestaciones de rebeldía, si se pueden llamar así, eran remotas y cobardes, se fraguaban en mi imaginación, a salvo de sus miradas, cuando, en mi cama, a oscuras, inventaba para él maldades, o con actitudes y gestos imperceptibles para nadie que no fuera yo mismo. Por ejemplo, no volverlo a besar, después de la tarde en que lo conocí, en el hotel de Turistas de Piura. En la casita de Magdalena, besaba a mi mamá y a él le decía «buenas noches» y me iba corriendo a la cama, al principio asustado de mi audacia, temiendo que me llamara, me clavara su mirada inmóvil y con su voz de cuchillo me preguntara por qué no lo había besado también a él. Pero no lo hizo, sin duda porque el palo era tan orgulloso como la astilla.

Vivíamos en tensión. Yo tenía el pálpito de que en cualquier momento iba a ocurrir algo tremendo, una gran desgracia, que en una de sus rabias él iba a matar a mi mamá o a mí o a los dos juntos. Era la casa más anormal del mundo. Nunca se recibía una visita, nunca salíamos a visitar a nadie. Ni siquiera íbamos donde los tíos César y Orieli, porque mi padre detestaba la vida social. Cuando estábamos a solas y yo comenzaba a sacarle en cara el que se hubiera amistado con él para esto, para vivir muertos de miedo, mi mamá trataba de convencerme de que mi papá no era tan malo. Tenía sus virtudes. No bebía una copa de alcohol, no fumaba, jamás echaba una cana al aire, era tan formal y tan trabajador. ¿No eran éstos, acaso, grandes méritos? Yo le decía que hubiera sido preferible que se emborrachara, que fuera un jaranista, porque así sería un hombre más normal, y ella y yo podríamos salir y yo tener amigos e invitarlos e ir a jugar a sus casas.

A los pocos meses de estar en Magdalena, la relación con mis primos Eduardo, Pepe y Jorge se cortó, luego de un pleito familiar que distanciaría a mi papá de su hermano César por muchos años. No recuerdo los detalles pero sí que el tío César vino a la casa con sus tres hijos y me invitó a ir al fútbol. Mi papá no estaba y yo, que había aprendido a ser prudente, le dije que no me atrevía sin haberle pedido permiso. Pero el tío César dijo que él se lo explicaría luego del partido. Al volver, ya de noche, mi padre nos esperaba en la calle, a la puerta de la casa del tío César. Y en la ventana estaba la tía Orieli, con una expresión alarmada, como advirtiéndonos algo. Todavía recuerdo el gran escándalo, los gritos al pobre tío César, que retrocedía, confuso, dándole explicaciones, y mi propio espanto, mientras mi padre me regresaba a la casa dándome de puntapiés.

Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero ni eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso apenas tuviera la edad reglamentaria, para que me pusieran en vereda. Cuando aquello terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes, sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberle tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio.

Desde aquel día quedé prohibido de volver a casa de los tíos César y Orieli y de juntarme con mis primos. Mi soledad fue total, hasta terminar el verano de 1947 y cumplir los once años. Con las clases en La Salle, mejoraron las cosas. Estaba varias horas del día fuera de la casa. El ómnibus azul del colegio me recogía en la esquina, a las siete y media, me traía a las doce, me volvía a llevar a la una y media y me regresaba a Magdalena a las cinco. El viaje por la larga avenida Brasil hacia Breña, recogiendo y dejando muchachos, era una liberación del encierro y me encantaba. El hermano Leoncio, nuestro profesor en el sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias, de alborotados cabellos blancos, con un enorme rulo que estaba todo el tiempo cayéndosele sobre la frente y que él se echaba atrás con equinos movimientos de cabeza, nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León («Y dejas, pastor santo…»). Pronto vencí el embarazo inevitable de ser un advenedizo en una clase de muchachos que llevaban ya varios años juntos, e hice buenos amigos en La Salle. Algunos duraron más que los tres años que estudié allí, como José Miguel Oviedo, compañero de carpeta, que sería, luego, el primer crítico literario que escribió un libro sobre mí.

Pero pese a esos amigos, y también a algunos buenos profesores, mi memoria de los años lasallinos está empañada por la presencia de mi padre, cuya sombra aplastante se alargaba, seguía mis pasos y parecía interferir en todas mis actividades y estropearlas. La verdadera vida escolar es la de los juegos y los ritos, no se hace en las clases sino antes y después de ellas, en las esquinas donde los amigos se reúnen, en las casas particulares donde se buscan y se encuentran para planear las matinées o los partidos o las mataperradas que, paralelamente a las clases, constituyen la formación profunda de un muchacho, la hermosa aventura de la infancia. Yo había tenido eso en Bolivia y en Piura y ahora que no lo tenía vivía con la nostalgia de aquella época, lleno de envidia hacia esos compañeros de La Salle, como el Perro Martínez, o Perales, o la Vieja Zanelli, o el Flaco Ramos, que podían quedarse a jugar fútbol en la cancha del colegio después de las clases, visitarse e ir a las seriales de los cines de barrio aunque no fuera domingo. Yo debía regresar a la casa apenas terminaban las clases y encerrarme en mi cuarto a hacer tareas. Y cuando a alguno del colegio se le ocurría invitarme a tomar té o a que fuera a su casa el domingo después de la misa, para almorzar e ir a la matinée, tenía que inventar toda clase de excusas, porque ¿cómo iba a atreverme a pedir permiso a mi padre para semejantes cosas?

Regresaba a Magdalena y le rogaba a mi mamá que me diera temprano la comida para meterme a la cama antes de que él llegara y así no verlo hasta el día siguiente. Muchas veces, cuando aún estaba acabando de comer, sentía el Ford azul frenando ante la puerta, y subía a trancos la escalera, y me zambullía en la cama vestido, tapándome con la sábana hasta la cabeza. Esperaba que ellos estuvieran comiendo u oyendo en Radio Central el programa de Teresita Arce, La Chola Purificación Chanca, que a él lo hacía reír a carcajadas, para levantarme de puntillas y ponerme el piyama.

Pensar que en Lima vivían el tío Juan, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys, y los tíos Jorge y Gaby, y el tío Pedro, y que nosotros no pudiéramos verlos, por la antipatía de él a la familia Llosa, me amargaba tanto como estar sometido a su autoridad. Mi mamá quería hacérmelo entender, con razones que yo no escuchaba: «Tiene su carácter, hay que darle gusto para llevar la fiesta en paz.» ¿Por qué nos prohibía que viéramos a mis tíos, a mis primas? Cuando no estaba él, solo frente a mi madre, yo recobraba la seguridad y las insolencias que antes me consentían los abuelos y la Mamaé. Mis escenas exigiéndole que nos escapáramos donde él nunca pudiera encontrarnos, debían hacer mucho más difícil su vida. Algún día de desesperación llegué a amenazarla con que, si no nos íbamos, le acusaría a mi papá que en Piura había ido a visitarla a la prefectura ese español que se llamaba Azcárate, ese que trataba de comprarme llevándome al campeonato de box. Ella se ponía a llorar y yo me sentía un miserable.

Hasta que un día nos escapamos. No recuerdo cuál de las peleas -aunque llamar peleas a esas escenas en las que él gritaba, insultaba y golpeaba, y mi madre lloraba o lo escuchaba, muda, es una exageración- la decidió a dar el gran paso. Tal vez aquella que mi memoria conserva como una de las más tremebundas. Era de noche y veníamos de alguna parte, en el Ford azul. Mi mamá contaba algo y de pronto mencionó a una señora de Arequipa llamada Elsa. «¿Elsa?», preguntó él. «¿Elsa tal cual?» Yo me eché a temblar. «Sí, ella», balbuceó mi madre y trató de hablar de otra cosa. «La grandísima puta en persona», silabeó él. Estuvo callado un buen rato y de repente sentí dar a mi madre un alarido. La había pellizcado en la pierna con tal furia que se le formó luego un gran hematoma morado. Me lo mostró después, diciendo que no podía más. «Vámonos, mamá, vámonos de una vez, escapémonos.»

Esperamos que hubiera partido a la oficina y, en un taxi, llevando apenas unas cuantas cosas de mano, nos fuimos a Miraflores, a la avenida 28 de Julio, donde vivían el tío Jorge y la tía Gaby, y también el tío Pedro, aún soltero, que ese año terminaba su carrera de médico. Fue emocionante ver de nuevo a los tíos y estar en ese barrio tan bonito, de calles con árboles y casitas que tenían jardines bien cuidados. Sobre todo, era maravilloso sentir que estaba otra vez con mi familia, lejos de ese señor, y saber que nunca volvería a oírlo ni verlo ni a sentir miedo. La casa del tío Jorge y la tía Gaby, que tenían dos hijos de pocos años, Silvia y Jorgito, era muy pequeña, pero nos acomodaron de algún modo -yo dormía en un sillón- y mi felicidad fue ilimitada. ¿Qué ocurriría ahora con nosotros? Mi mamá y mis tíos celebraban largas conversaciones de las que me mantenían apartado. Fuera lo que fuera, yo no tenía palabras suficientes para agradecer a Dios, a la Virgen y a ese Señor de Limpias del que la abuelita Carmen era tan devota, por habernos librado de él.

Unos días después, al salir de clases, cuando estaba por subir al ómnibus de La Salle que llevaba a los alumnos a San Isidro y Miraflores, el alma se me vino a los pies: ahí estaba él. «No te asustes», me dijo. «No te voy a hacer nada. Ven conmigo.» Lo vi muy pálido y con grandes ojeras, como si no hubiera dormido muchos días. En el auto, hablando con amabilidad, me explicó que iríamos a recoger mi ropa y la de mi mamá y que me llevaría después a Miraflores. Yo estaba seguro de que esa manera afable escondía una trampa y que apenas llegáramos a la casa de la avenida Salaverry me pegaría. Pero no lo hizo. Había metido ya parte de nuestras ropas en maletas y tuve que ayudarlo a poner lo demás en unas bolsas y, cuando éstas se acabaron, en una frazada azul, que amarramos de las puntas. Mientras hacíamos eso, yo, con el alma en un hilo, siempre temiendo que en cualquier instante se arrepintiera de dejarme partir, advertí, sorprendido, que había recortado muchas de las fotos que mi mamá tenía en el velador, eliminándonos a ella y a mí, y que a otras les había clavado alfileres. Cuando, por fin, terminamos de hacer los paquetes, bajamos todo al Ford azul y partimos. No podía creer que resultara tan fácil, que él actuara de manera tan comprensiva. En Miraflores, frente a la casa del tío Jorge y la tía Gaby, no me dejó llamar a la empleada para descargar las cosas. Las sacó y las dejó tiradas en la calle, sobre la pequeña alameda, y la frazada se desató y ropas y objetos se esparcieron por el pasto. Mis tíos comentaron después que con semejante espectáculo todo el vecindario se habría enterado de los trapitos sucios de la familia.

Pocos días después, al llegar a almorzar, noté en las caras de mis tíos algo raro. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba mi mamá? Me dieron la noticia con delicadeza, como hacían ellos las cosas, conscientes de que sería para mí una tremenda decepción. Se habían amistado, mi mamá había vuelto con él. Y esa tarde, a la salida del colegio, en vez de venir a Miraflores, debería ir yo también a la avenida Salaverry. Se me vino el mundo abajo. ¿Cómo podía hacer eso? ¿También me traicionaba mi mamá?

Entonces no podía entenderlo, sólo padecerlo, y de esas fugas nuestras y posteriores reconciliaciones de mis padres yo salía cada vez más amargado, sintiendo que la vida estaba llena de sobresaltos, sin ninguna compensación. ¿Por qué se amistaba mi madre cada vez con él sabiendo muy bien que, después de unos días o semanas de estar calmado, volvería, con el menor pretexto, a sus golpes e insultos? Lo hacía porque, a pesar de todo, lo quería con esa terquedad obstinada que era un rasgo de su carácter (que yo le heredaría) y porque era el marido que le había dado Dios -y una mujer como ella sólo tenía un marido hasta la consumación de los siglos, aunque la maltratara y aunque hubiera una sentencia de divorcio de por medio- y, también, porque, pese a haber trabajado en la casa Grace en Cochabamba y en Piura, mi madre había sido educada para tener un marido, para ser una ama de casa, y porque no se sentía capaz de ganarse la vida para ella y para su hijo con un trabajo independiente. Lo hacía porque le daba vergüenza que yo y ella siguiéramos mantenidos por los abuelos, que no tenían una buena situación -el abuelito jamás había podido ahorrar con esa familia tribal que vivía a sus costillas-, o pasáramos a serlo por mis tíos, que estaban tratando de hacerse una situación en Lima. Eso lo sé ahora, pero a los once o doce años de edad no lo sabía, e incluso si lo hubiera sabido tampoco lo hubiera entendido. Lo único que sabía y entendía era que, cada vez que se amistaban, yo tenía que volver al encierro, a la soledad y al miedo, y eso me fue llenando el corazón de rencor también hacia mi madre, con la que, desde entonces, no volví a estar tan unido como antes de conocer a mi padre.

Entre 1947 y 1949 nos escapamos varias veces, lo menos media docena, siempre a casa de los tíos Jorge y Gaby o Juan y Laura, que vivían también en Miraflores, y todas las veces, a los pocos días, se produjo la temida reconciliación. A la distancia qué cómicas parecen esas fugas, escondidas, recibimientos con llantos, esas camas precarias que nos armaban en las salas o en los comedores de mis tíos. Siempre había ese acarreo de maletas y bolsas, las idas y venidas, esas explicaciones incomodísimas en La Salle, a los Hermanos y a mis compañeros, de por qué súbitamente tomaba el ómnibus a Miraflores en vez del de Magdalena y luego otra vez el de Magdalena. Me había cambiado de casa ¿sí o no? Porque nadie andaba, como nosotros, mudándose y desmudándose cada cierto tiempo.

Un día -era verano, por lo que debió ser poco después de nuestra venida a Lima-, mi papá me llevó a mí solo en el auto y recogimos a dos muchachos de una esquina. Me los presentó: «Son tus hermanos.» El mayor, un año menor que yo, se llamaba Enrique, y el segundo, dos años menor, Ernesto. Este último tenía el pelo rubio y unos ojos tan claros que cualquiera lo hubiera tomado por un gringuito. Los tres estábamos confusos y no sabíamos qué hacer. Mi papá nos llevó a la playa de Agua Dulce, tomó una carpa, se sentó a la sombra, y nos envió a jugar a la arena y a bañarnos. Poco a poco fuimos entrando en confianza. Estaban en el colegio San Andrés y hablaban inglés. ¿El San Andrés no era un colegio de protestantes? No me atreví a preguntárselo. Después, a solas, mi mamá me contó que, luego de separarse de ella, mi papá se había casado con una señora alemana y que Enrique y Ernesto eran los hijos de ese matrimonio. Pero que se había separado de su esposa gringa hacía ya años, porque ella también tenía su carácter y no le aguantaba el mal humor.

No volví a ver a mis hermanos un buen tiempo. Hasta que en una de esas escapadas periódicas -esta vez estábamos refugiados donde la tía Lala y el tío Juan-, mi papá se presentó a buscarme a la salida de La Salle. Como la vez anterior, me hizo subir al Ford azul. Estaba muy serio y yo tenía mucho miedo. «Los Llosa están tramando sacarte al extranjero», me dijo. «Aprovechándose de su parentesco con el presidente. Pero se van a encontrar conmigo y veremos quién gana.» En vez de Magdalena, fuimos a Jesús María, donde frenó ante una quinta de casitas de ladrillos rojos. Me hizo bajar, tocó y entramos. Ahí estaban mis hermanos. Y su mamá, una señora rubia, que me ofreció una taza de té. «Tú te quedas aquí hasta que yo arregle las cosas», dijo mi papá. Y se fue.

Estuve allí dos días, sin ir al colegio, convencido de que nunca más vería a mi mamá. Él me había raptado y ésta sería mi casa para siempre. Me habían dado una de las camas de mis hermanos y ellos compartían la otra. En la noche me sintieron llorar y se levantaron, prendieron la luz e intentaron consolarme. Pero yo seguía llorando, hasta que la señora de la casa se apareció también, y trató de calmarme. Dos días después mi papá vino a recogerme. Se habían reconciliado y mi mamá estaba esperándome en la casita de Magdalena. Luego ella me contó que, en efecto, había pensado pedirle al presidente un puesto en algún consulado peruano en el extranjero, y que mi papá se enteró. Que me hubiera raptado, ¿no era una prueba de que me quería? Cuando mi mamá trataba de convencerme de que él me quería o de que yo debía quererlo a él pues, a pesar de todo, era mi papá, yo le guardaba aún más rencor que por las amistadas.

Creo que no volví a ver a mis hermanos sino un par de veces más en ese año, y siempre por pocas horas. El año siguiente, ellos partieron con su madre a Los Ángeles, donde ella y Ernesto -Ernie ahora, pues es ciudadano norteamericano y próspero abogado- viven todavía. Enrique contrajo una leucemia cuando estaba en el colegio y tuvo una dolorosa agonía. Volvió por unos días a Lima, poco antes de morir. Fui a verlo y apenas pude reconocer, en esa figurita frágil, devastada por la enfermedad, al muchacho apuesto y deportivo de las fotografías que enviaba a Lima y que nos enseñaba a veces mi papá.

Mientras me tuvo secuestrado donde la gringa (como la llamábamos yo y mi mamá), mi papá se había presentado de manera intempestiva en casa del tío Juan. No entró. Dijo a la empleada que quería hablar con aquél y que lo esperaría en el auto. Mi padre no había vuelto a alternar con nadie de la familia desde aquel lejano día en que abandonó a mi madre en el aeropuerto de Arequipa, a fines de 1935. El tío Juan me contó tiempo después la cinematográfica entrevista. Mi padre lo esperaba sentado al volante del Ford azul y cuando el tío Juan entró, lo previno: «Estoy armado y dispuesto a todo.» Para que no cupiera duda, le mostró el revólver que llevaba en el bolsillo. Dijo que si los Llosa, aprovechando su relación con el presidente, trataban de sacarme al extranjero, tomaría represalias contra la familia. Luego, despotricó contra la educación que me habían dado, engriéndome e inculcándome que lo odiara y fomentándome mariconerías como decir que de grande sería torero y poeta. Pero su nombre estaba en juego y él no tendría un hijo maricón. Luego de esa perorata semihistérica, en la que el tío Juan no pudo colocar una frase, advirtió que mientras no se le dieran garantías de que mi madre no viajaría al extranjero conmigo, los Llosa no volverían a verme la cara. Y se marchó.

Ese revólver que le mostró al tío Juan fue un objeto emblemático de mi infancia y juventud, el símbolo de la relación que tuve con mi padre mientras viví con él. Lo oí disparar, una noche, en la casita de La Perla, pero no sé si alguna vez llegué a ver el revólver con mis propios ojos. Eso sí, lo veía sin tregua, en mis pesadillas y en mis miedos, y cada vez que oía a mi padre gritar y amenazar a mi mamá, me parecía que, en efecto, lo que decía, lo iba a hacer: sacar ese revólver y dispararle cinco tiros y matarla y matarme después a mí.

De esas fugas frustradas resultó sin embargo un contrapeso a lo que fue mi vida en la avenida Salaverry, y, luego, en La Perla: poder pasar los fines de semana en Miraflores, con mis tíos. Ocurrió luego de alguna de nuestras escapadas; en la reconciliación, mi madre consiguió que mi papá me permitiera, al terminar las clases del sábado, ir directamente de La Salle a donde la tía Lala y el tío Juan. Regresaba a la casa el lunes, luego de las clases de la mañana. Ese día y medio semanal, en Miraflores, lejos de su vigilancia, haciendo la vida normal de otros chiquillos de mi edad, se convirtió en lo más importante de la vida, el objetivo acariciado con la imaginación durante toda la semana, y ese sábado y domingo en Miraflores, una experiencia que me llenaba de ánimo y de imágenes hermosas para resistir los horrendos cinco días restantes.

No todos los fines de semana podía ir a Miraflores: sólo cuando obtenía en la libreta de notas, que recibíamos cada sábado, los calificativos de E (excelencia) o de O (óptimo). Si mis notas eran D (deficiente) o M (malo), debía regresar a pasar el fin de semana encerrado. Y había, además, los castigos que recibía por alguna otra razón y que, desde que mi padre descubrió que lo que más ilusión me hacía en el mundo era estar lejos de él, consistieron en: «Esta semana no vas a Miraflores.» Los años de 1948, 1949 y el verano de 1950 se dividieron así: de lunes a viernes en Magdalena o en La Perla y sábado y domingo, en el barrio miraflorino de Diego Ferré.

Un barrio era una familia paralela, un grupo de muchachos de la misma edad, con quienes se hablaba de deportes o se jugaba al fútbol (o a su versión en formato menor: el fulbito), se iba a nadar a la piscina y a correr olas a las playas de Miraflores, del Regatas o de La Herradura, a dar vueltas por el parque después de misa de once, a la matinée de los cines Leuro o Ricardo Palma y, finalmente, a pasear por el parque Salazar. Y con quienes, a medida que uno iba creciendo, se aprendía a fumar, a bailar y a enamorar a las chicas, las que, poco a poco, iban consiguiendo permiso de las familias para salir a las puertas de las casas a conversar con los muchachos y organizar, los sábados en la noche, fiestas en las que, bailando un bolero -de preferencia Me gustas de Leo Marini- los chicos les caían (se les declaraban) a las chicas de las que estaban templados (enamorados). Ellas decían «voy a pensarlo», o «sí» o «no quiero tener enamorado todavía porque mi mamá no me lo permite». Si la respuesta era «sí», uno ya tenía enamorada. En las fiestas se podía bailar con ella cheek to cheek, ir juntos a la matinée del domingo y, en la oscuridad, besarse. También, caminar tomados de la mano, después del helado en el Cream Rica de la avenida Larco, e ir a pedir un deseo viendo morir la tarde en el horizonte marino desde el parque Salazar. La tía Lala y el tío Juan vivían en una casita blanca de dos pisos, en el corazón de uno de los barrios más famosos de Miraflores, y Nancy y Gladys pertenecían a la promoción novísima del barrio, que tenía también sus viejos de quince, dieciocho o veinte años y gracias a mis primas me incorporé a él. Todos mis buenos recuerdos entre mis once y mis catorce años se los debo a mi barrio. Se había denominado antes «barrio alegre», pero cambió de nombre cuando los periódicos empezaron a llamar así al jirón Huatica de La Victoria (la calle de las prostitutas) y se transformó en el «barrio de Diego Ferré» o «de Colón», porque era en la intersección de ambas calles donde teníamos nuestro cuartel general.

Gladys y yo cumplíamos años el mismo día, y la tía Lala y el tío Juan hicieron una fiesta con chicos y chicas del barrio ese 28 de marzo de 1948. Recuerdo mi sorpresa al entrar y ver que había parejas bailando y que mis dos primas también sabían bailar. Y que el cumpleaños se celebraba no para jugar sino para poner discos, oír música y estar mezclados los chicos con las chicas. Estaban allí todos mis tíos y mis tías y me presentaron a algunos de los que serían después grandes amigos -Tico, Coco, Luchín, Mario, Luquen, Víctor, Emilio, el Chino- y hasta me obligaron a sacar a bailar a Teresita. Yo me moría de vergüenza y me sentía un robot, sin saber qué hacer con las manos y los pies. Pero después bailé con mis primas y otras chicas y a partir de ese día empecé a soñar románticos sueños de amor con Teresita. Fue mi primera enamorada. Inge la segunda y, la tercera, Helena. A las tres me les declaré muy formalmente. Ensayábamos la declaración antes, entre los amigos, y cada quien sugería palabras o gestos para que no hubiera pierde a la hora que uno le caía a una muchacha. Algunos preferían declararse en la matinée, aprovechando la oscuridad y haciendo coincidir la declaración con algún momento romántico de la película, al que suponían un efecto contagioso. Yo intenté este método, una vez, con Maritza, una chica muy bonita, de cabellos muy negros y piel muy pálida, y el resultado fue farsesco. Porque cuando, después de dudarlo mucho, me atreví a murmurarle al oído las palabras consabidas -«Me gustas mucho, estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?»-, ella se volvió a mirarme llorando como una Magdalena. Totalmente absorbida por la pantalla, apenas me había escuchado y preguntaba: «¿Qué, qué cosa?» Incapaz de retomar el hilo, sólo atiné a balbucear que qué triste era la película, ¿no?

Pero a Tere, Inge y Helena me les declaré de manera ortodoxa, bailando un bolero en una fiesta de los sábados, y a las tres les escribí poemas de amor que nunca les mostré. Pero soñaba con ellas toda la semana, contando los días que faltaban para ir a verlas y rogando que hubiera alguna fiesta ese sábado para bailar con mi enamorada cheek to cheek. En la matinée del domingo les cogía la mano en la oscuridad, pero no me atrevía a besarlas. Sólo las besaba jugando a la berlina, o a las prendas, cuando los amigos del barrio, que sabían que éramos enamorados, nos mandaban como castigo, si perdíamos en el juego, que nos diéramos tres, cuatro y hasta diez besos. Pero eran besos en la mejilla y eso, decía Luchín, el agrandado, no vale, porque un beso en la mejilla no era un chupete. Los chupetes se daban en la boca. Pero en ese tiempo las parejas miraflorinas de doce o trece años eran bastante arcangélicas y no muchas se atrevían a darse chupetes. Yo, desde luego, no me atrevía. Me enamoraba como los becerros de la luna -linda y misteriosa expresión que solíamos usar para definir a los muchachos templados-, pero era de una timidez enfermiza con las chicas miraflorinas.

Pasar el fin de semana en Miraflores era una aventura libérrima, la posibilidad de mil cosas entretenidas y excitantes. Ir al club Terrazas a jugar fulbito o a bañarme en la piscina, de la que habían salido grandes nadadores. Llegué a dominar bastante bien el estilo libre y una de mis frustraciones fue no haber podido entrenarme en la academia que tenía Walter Ledgard, el Brujo, como hicieron algunos muchachos miraflorinos de mi edad que resultaron luego -como Ismael Merino o el Conejo Villarán- campeones internacionales. Nunca fui muy buen futbolista, pero mi entusiasmo compensaba mi falta de destreza y uno de los días más felices de mi vida fue aquel domingo en que Toto Terry, de los grandes de nuestro barrio, me llevó al Estadio Nacional y me hizo jugar con los calichines del Universitario de Deportes contra los del Deportivo Municipal. Salir a esa enorme cancha, vistiendo el uniforme de los cremas, ¿no era lo mejor que podía pasarle a alguien en el mundo? Y que Toto Terry, la saeta rubia de la U, fuera del barrio, ¿no demostraba que el nuestro era el mejor de Miraflores? Así quedó certificado, en unas olimpiadas que organizamos varios fines de semana consecutivos, y en las que competimos con el barrio de la calle San Martín en pruebas de ciclismo, atletismo, fulbito y natación.

Los carnavales eran el mejor momento del año. Salíamos durante el día a jugar con agua, y, en las tardes, disfrazados de piratas, a los bailes de disfraces. Había tres bailes infantiles a los que no se podía faltar: el del parque de Barranco, el del Terrazas y el del Lawn Tennis. Llevábamos serpentina y chisguetes de éter y la comparsa del barrio era alegre y numerosa. Para uno de esos carnavales llegó Dámaso Pérez Prado con su orquesta. El mambo, recientísima invención caribeña, hacía furor también en Lima y hasta se había convocado un campeonato nacional de mambo en la plaza de Acho, que el arzobispo, monseñor Guevara, prohibió con amenaza de excomunión a los participantes. La llegada de Pérez Prado repletó el aeropuerto, y ahí estuve yo también con mis amigos, corriendo detrás del auto descubierto, que llevaba al hotel Bolívar, saludando a diestra y siniestra, al compositor de El ruletero y del Mambo número cinco. La tía Lala y el tío Juan se reían viéndome, apenas llegaba a la casa de Diego Ferré, los sábados a mediodía, hacer las figuras de los mambos, solo, por las escaleras y los cuartos, en preparación para la fiesta de la noche.

Teresita e Inge fueron unas enamoradas transeúntes, de pocas semanas, algo a medio camino entre el juego infantil y el enamoramiento adolescente, eso que Gide llama los escarceos anodinos del amor. Pero Helena fue una enamorada formal y estable, de largo tiempo, expresión que quería decir algunos meses o acaso un año. Era íntima amiga de Nancy y su compañera de clase en el colegio de La Reparación. Vivía en una quinta de casitas color ocre, en Grimaldo del Solar, sitio algo apartado de Diego Ferré, en el que había también un barrio. Que un forastero viniera a enamorar a las chicas del propio lugar no era bien visto, constituía una violación del espacio territorial. Pero yo estaba muy enamorado de Helena y, apenas llegado a Miraflores, corría a la quinta de Grimaldo del Solar para verla aunque fuera de lejos, en la ventana de su casa. Iba con Luchín y mi tocayo Mario, que enamoraban a Use y a Lucy, vecinas de Helena. Con suerte, podíamos conversar con ellas un momento, en la puerta de sus casas. Pero los chicos de ese barrio se acercaban a insultarnos o tirarnos piedrecitas, y una de esas tardes tuvimos que trompearnos, porque pretendieron expulsarnos del lugar. Helena era rubia, de ojos claros, con unos dientes muy bonitos y risa muy alegre. Yo la echaba mucho de menos en las soledades de La Perla, en esa casita aislada en medio de un vasto descampado a la que nos mudamos, en 1948. Mi padre, además de la International News Service, donde trabajaba, compraba terrenos, construía y vendía luego las casas, y ésa fue para él, durante varios años, creo, una importante fuente de ingresos. Lo digo de manera dubitativa porque su situación económica, como buena parte de su vida, era para mí un misterio. ¿Ganaba bien? ¿Ahorraba mucho? La sobriedad de su existencia era extrema. Jamás salía a un restaurante ni mucho menos, por supuesto, a esas boîtes -La Cabaña, el Embassy o el Grill del Bolívar- a las que iban a bailar a veces mis tíos los sábados en la noche. Sin duda irían él y mi mamá al cine alguna vez, pero yo no recuerdo tampoco que lo hicieran, o tal vez lo hacían los fines de semana que yo pasaba en Miraflores. De lunes a viernes él volvía de la oficina entre las siete y las ocho, y después de la comida se ponía a oír la radio, por una o dos horas, antes de acostarse. Creo que los programas cómicos de Teresita Arce, La Chola Purificación Chanca, en Radio Central, eran la única diversión de la casa, unos programas en los que él siempre se reía. Y mi mamá y yo nos reíamos también, al unísono con nuestro amo y señor. La casita de La Perla la había construido él mismo, con un maestro de obras. A fines de los cuarenta, La Perla era un gigantesco descampado. Sólo en la avenida de Las Palmeras y en la avenida Progreso había construcciones. El resto del sector, comprendido entre esa escuadra de calles y la Costanera, eran manzanas y manzanas trazadas a cordel, con alumbrado y veredas, pero vacías de casas. La nuestra fue una de las primeras de la zona y el año y medio o dos que estuvimos allí, vivimos en un páramo. Hacia Bellavista, a unas cuadras, había una ranchería con una de esas bodegas que en el Perú llaman aún los «chinos», y en el otro extremo, ya cerca del mar, la comisaría. Mi mamá tenía miedo de estar sola allá todo el día, por el aislamiento del lugar. Y, una noche, en efecto, se oyeron pasos en el techo y mi padre salió al encuentro del ladrón. Desperté oyéndolo gritar y fue entonces cuando oí los dos tiros al aire del mítico revólver, que disparó para ahuyentar al intruso. Para entonces ya vivía con nosotros la Mamaé, pues recuerdo la cara asustada de la viejecita, en camisón, en el frío pasillo de baldosas negras y blancas que separaba nuestros cuartos.

Si en la casita de la avenida Salaverry carecía de amigos, en La Perla mi vida fue la de un hongo. Iba y venía de La Salle en el urbanito Lima-Callao, que tomaba en la avenida Progreso, y me bajaba en la avenida Venezuela, de donde tenía varias cuadras de caminata hasta el colegio. Me pusieron medio interno, de manera que almorzaba en La Salle. Al volver a La Perla, a eso de las cinco, y como aún faltaba mucho para el regreso de mi padre, salía a los descampados y me iba pateando una pelota hasta la comisaría o el acantilado y volvía, y ésa era mi diaria diversión. Miento: la importante era pensar en Helena y escribirle cartas y poemas de amor. Escribir esos poemas era otra de esas maneras secretas de resistir a mi padre, pues sabía cuánto le irritaba que yo escribiera versos, algo que él asociaba con la excentricidad, la bohemia y lo que más podía horrorizarlo: la mariconería. Supongo que, para él, si tenían que escribirse versos, algo que no estaba demostrado en absoluto -en la casa no había un solo libro, ni de versos ni de prosa, fuera de los míos, y a él nunca lo vi leer otra cosa que el periódico-, debían escribirlos las mujeres. Que los hombres hicieran eso lo desconcertaba, le parecía una manera extravagante de perder el tiempo, un quehacer incompatible con los pantalones y los huevos.

Pues yo leía muchos versos y me los aprendía de memoria -Bécquer, Chocano, Amado Nervo, Juan de Dios Peza, Zorrilla- y los escribía, antes y después de las tareas, y algunas veces me atrevía a leérselos, los fines de semana, a la tía Lala, al tío Juan o al tío Jorge. Pero nunca a Helena, inspiradora e ideal destinataria de esas efusiones retóricas. Que mi papá pudiera reñirme si me descubría haciendo poemas, rodeaba el escribir poesía de un aura peligrosa, y eso, por supuesto, me enardecía mucho. Mis tíos estaban encantados de que yo estuviera con Helenita, y el día que mi mamá la conoció, en casa de la tía Lala, quedó también prendada: qué chiquilla tan linda y tan simpática. Muchas veces la oiría lamentarse, años después, de que habiendo podido casarse con alguien como Helenita, hubiera hecho su hijo las locuras que hizo.

Helena fue mi enamorada hasta que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, en el tercero de media, días después de cumplir los catorce años. Y fue también la última enamorada -con lo formal, serio y puramente sentimental que eso significaba- que tuve. (Lo que vino después, en el dominio amoroso, fue más complicado y menos presentable.) Y por lo enamorado que estaba de Helena me atreví un día a falsificar la libreta de notas. Mi profesor en el segundo año de secundaria, en La Salle, era un laico, Cañón Paredes, con quien siempre me llevé mal. Y uno de esos fines de semana me entregó la libreta de notas con la ignominiosa D de deficiente. Debía, pues, regresar a La Perla. Pero la idea de no ir al barrio, de no ver a Helena una semana más era intolerable y partí a Miraflores. Allí cambié la D por una O de óptimo, creyendo que el fraude pasaría inadvertido. Cañón Paredes lo descubrió, días después, y sin decirme nada hizo que el director convocara a mi padre al colegio.

Lo que sucedió entonces todavía me llena de vergüenza cuando, de pronto, el inconsciente me resucita esas imágenes. Luego de uno de los recreos, en la formación para volver a las aulas, vi aparecer, a lo lejos, acompañado del Hermano Agustín, el director, a mi papá. Se acercaba a la fila y yo comprendí que sabía todo y que las iba a pagar. Me lanzó un bofetón que electrizó a las decenas de muchachos. Luego, cogiéndome de una oreja, me arrastró hasta la dirección, donde volvió a pegarme, ante el Hermano Agustín, quien trataba de apaciguarlo. Imagino que gracias a esa paliza el director se compadeció y no me expulsó del colegio, como la falta merecía. El castigo fue varias semanas sin ir a Miraflores.

En octubre de 1948, el golpe militar del general Odría derrocó al gobierno democrático y el tío José Luis partió al exilio. Mi padre celebró el golpe como una victoria personal: los Llosa ya no podrían jactarse de tener un pariente en la presidencia. Desde que nos vinimos a Lima, no recuerdo haber oído hablar de política, ni en casa de mis padres, ni en las de mis tíos, salvo alguna frase suelta y al paso contra los apristas, a los que todos los que me rodeaban parecían considerar unos facinerosos (en esto mi progenitor coincidía con los Llosa). Pero la caída de Bustamante y la subida del general Odría sí fue objeto de exultantes monólogos de mi padre celebrando el acontecimiento, ante la cara tristona de mi madre, a quien le oí, en esos días, preguntarse dónde se podría enviarles una cartita «a los pobres José Luis y María Jesús (a los que los militares habían despachado a la Argentina) sin que se entere tu papá».

El abuelito Pedro renunció a la prefectura de Piura el mismo día del golpe militar, empaquetó a su tribu -la abuela Carmen, la Mamaé, Joaquín y Orlando- y se la trajo a Lima. Los tíos Lucho y Olga se quedaron en Piura. Aquella prefectura fue el último trabajo estable del abuelo. Comenzaría entonces, para él, que era todavía fuerte y lúcido a sus sesenta y cinco años, un largo vía crucis, la lenta inmersión en la mediocridad de la rutina y la pobreza, que él nunca se cansó de combatir, buscando trabajo a diestra y siniestra, consiguiendo a veces, por una temporada, una auditoría o una liquidación que le encomendaba un banco, o pequeñas gestiones ante entidades administrativas, que lo llenaban de ilusión, lo arrancaban de la cama desde el amanecer a alistarse muy de prisa y a esperar impaciente la hora de partir a «su trabajo» (aunque éste consistiera sólo en hacer cola en un ministerio para conseguir el sello de un burócrata). Miserables y mecánicos, esos trabajitos lo hacían sentirse vivo, y le aliviaban la tortura que era para él vivir de las mensualidades que le pasaban sus hijos. Más tarde, cuando -yo sé que como una protesta de su cuerpo contra esa tremenda injusticia de no conseguir un empleo siendo todavía capaz, de sentirse condenado a una vida inútil y parasitaria- tuvo su primer derrame cerebral y ya no volvió a conseguir ni siquiera esos pasajeros encargos, la inactividad lo enloquecía. Se lanzaba a las calles, a caminar de un lado a otro, muy de prisa, inventándose quehaceres. Y mis tíos procuraban confiarle algo, cualquier trámite, para que no se sintiera un viejo inservible.

El abuelo Pedro no andaba tomando en brazos a sus nietos y comiéndoselos a besos. Los niños lo aturdían y, a veces, en Bolivia, en Piura y luego en las casitas de Lima donde vivió, cuando sus nietos y bisnietos hacían mucha bulla, los mandaba callar. Pero fue el hombre más bueno y generoso que he conocido y a su recuerdo suelo recurrir cuando me siento muy desesperado de la especie y proclive a creer que la humanidad es, a fin de cuentas, una buena basura. Ni siquiera en la última etapa, esa vejez pobrísima, perdió la compostura moral que siempre tuvo, y que, a lo largo de su prolongada existencia, lo hizo respetar siempre ciertos valores y reglas de conducta, que tenían que ver con una religión y unos principios que en su caso no fueron nunca frívolos o mecánicos. Ellos decidieron todos los actos importantes de su vida. Si no hubiera ido cargando por el mundo todos esos seres desamparados que mi abuelita Carmen recogía, y adoptándolos -adoptándonos, ya que él fue mi verdadero padre los primeros diez años de mi vida, quien me crió y alimentó-, acaso no hubiera llegado a la vejez pobre de solemnidad. Pero tampoco si hubiera robado, o calculado su vida con frialdad, si hubiera sido menos decente en todo lo que hizo. Creo que su gran preocupación en la vida fue obrar de tal manera que la abuelita Carmen no se enterara de que lo malo y lo sucio forman parte también de la existencia. Lo consiguió sólo a medias, claro está, aunque en esto lo ayudaron sus hijos, pero logró evitarle muchos sufrimientos y aliviarle considerablemente los que no pudo impedir. A esta meta dedicó su vida y la abuelita Carmen lo supo, y por eso, en su relación matrimonial, fueron lo más felices que puede ser una pareja en esta vida donde, tan a menudo, la palabra felicidad parece obscena.

A mi abuelo le decían gringo, de joven, porque al parecer tenía los cabellos rubios. Yo, desde mis primeros recuerdos, lo veo con los ralos cabellos blancos, la cara colorada y esa gran nariz que es atributo de los Llosa, como caminar con las puntas de los pies muy separadas. Sabía muchos poemas de memoria, ajenos y algunos suyos, que me enseñó a memorizar. Que yo escribiera versos de chico lo divertía, y que después aparecieran escritos míos en los periódicos lo entusiasmaba, y que yo llegara a publicar libros lo llenó de satisfacción. Aunque estoy seguro de que, a él, como a mi abuelita Carmen, quien me lo dijo, también debió espantarlo que esa primera novela mía, La ciudad y los perros, que les mandé desde España apenas salió, estuviera llena de palabrotas. Porque él fue siempre un caballero y los caballeros no dicen nunca -y menos escriben- palabrotas.

En 1956, al ganar Manuel Prado las elecciones y asumir el poder, el flamante ministro de gobierno, Jorge Fernández Stoll, citó al abuelo a su despacho y le preguntó si aceptaría ser prefecto de Arequipa. Nunca vi al abuelo tan feliz. Iba a trabajar, a dejar de depender de sus hijos. Volvería a Arequipa, su tierra querida. Redactó un discurso de toma de posesión del cargo con mucho cuidado y nos lo leyó, en el comedorcito de la calle Porta. Lo aplaudimos. Él sonreía. Pero el ministro no volvió a llamarlo ni a devolver sus llamadas y sólo mucho después le hizo saber que el apra, aliada de Prado, lo había vetado por su parentesco con Bustamante y Rivero. Fue un golpe durísimo, pero nunca le oí reprochárselo a nadie.

Cuando renunció a la prefectura de Piura, los abuelos vinieron a vivir a un departamento de la avenida Dos de Mayo, en Miraflores. Era un lugar pequeño y estuvieron allí bastante incómodos. Poco después la Mamaé se mudó con nosotros, a La Perla. No sé cómo consintió mi padre que alguien tan visceralmente representativo de la familia que detestaba se incorporase a su hogar. Tal vez lo decidió el saber que de este modo mi madre tendría compañía las largas horas que él pasaba en la oficina. La Mamaé permaneció con nosotros mientras vivimos en La Perla.

Se llamaba, en verdad, Elvira, y era prima de la abuelita Carmen. Había quedado huérfana de niña y, en la Tacna de fines del siglo XIX, la habían adoptado mis bisabuelos, quienes la educaron como una hermana de su hija Carmen. De adolescente estuvo de novia con un oficial chileno. Cuando ya se iba a casar -la leyenda familiar decía que con el vestido de novia hecho y los partes del matrimonio repartidos-, algo ocurrió, de algo se enteró, y rompió el noviazgo. Desde entonces siguió siendo señorita y sin compromiso, hasta los ciento cuatro años de edad en que murió. Nunca se separó de mi abuelita, a la que siguió a Arequipa cuando ésta se casó, y luego a Bolivia, a Piura y a Lima. Ella crió a mi madre y a todos los tíos, quienes la bautizaron Mamaé. Y también me crió a mí y a mis primas, y hasta llegó a tener en brazos a mis hijos y a los de ellas. El secreto de por qué rompió con su novio -qué dramático episodio la hizo elegir la soltería para siempre jamás- se lo llevaron a la tumba ella y la abuela, las únicas que sabían los pormenores. La Mamaé fue siempre una sombra tutelar en la familia, la mamá segunda de todos, la que pasaba las noches en vela junto a los enfermos y hacía de niñera y chaperona, la que cuidaba la casa cuando todos salían y la que nunca protestaba ni se quejaba y a todos quería y engreía. Sus diversiones eran oír la radio cuando los otros la oían, releer los libros de su juventud mientras le dieron los ojos, y, por supuesto, rezar e ir a la misa dominical con puntualidad.

Fue para mi madre una gran compañía, allí en La Perla, una gran alegría para mí tenerla en casa, y también alguien cuya presencia moderaba en algo las furias de mi padre. Alguna vez, en esos ataques con insultos y golpes, la Mamaé salía, menudita, arrastrando sus pies, con las manos juntas, a implorarle -«Ernesto, por piedad», «Ernesto, por lo que más quiera»-, y él solía hacer un esfuerzo y aquietarse delante de ella.

A fines de 1948, cuando habíamos dado ya los exámenes finales del primero de media -hacia principios o mediados de diciembre-, algo me ocurrió en La Salle que tuvo un demorado pero decisivo efecto en mis relaciones con Dios. Éstas habían sido las de un niño que creía y practicaba todo lo que le habían enseñado en materia de religión, y para quien la existencia de Dios y la naturaleza verdadera del catolicismo era tan evidente que ni siquiera se le pasaba por la cabeza la sombra de una duda al respecto. Que mi padre se burlara de lo beatos que éramos yo y mi mamá sólo sirvió para confirmar esa certidumbre. ¿No era normal que alguien que a mí me parecía la encarnación de la crueldad, el mal hecho hombre, fuera incrédulo y apóstata?

No recuerdo que los Hermanos de La Salle nos abrumaran con clases de catecismo y prácticas piadosas. Teníamos un curso de religión -el que nos dio el Hermano Agustín, en segundo de media, era tan entretenido como sus lecciones de historia universal y a mí me incitó a comprarme una Biblia-, la misa de los domingos y alguno que otro retiro en el año, pero nada que se pareciera a esos colegios célebres por el rigor de su instrucción religiosa como La Inmaculada o La Recoleta. Alguna vez los Hermanos nos hacían llenar cuestionarios para averiguar si habíamos sentido el llamado de Dios, y yo respondía siempre que no, que mi vocación era ser marino. Y, en verdad, nunca experimenté, como alguno de mis compañeros, crisis y sobresaltos religiosos. Recuerdo la sorpresa que fue, en mi barrio, ver una noche que uno de mis amigos se echaba de pronto a llorar a sollozos, y cuando Luchín y yo, que lo calmábamos, le preguntamos qué le ocurría, oírle balbucear que lloraba por lo mucho que los hombres ofendían a Dios.

No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar «¡Suélteme, suélteme!» con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como «pero, por qué te asustas». Salí corriendo hasta la calle.

¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría él también, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.

A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios. Seguía yendo a misa, confesándome y comulgando, e incluso rezando en las noches, pero de una manera cada vez más mecánica, sin participar en lo que hacía, y, en la misa obligatoria del colegio, pensando en otra cosa, hasta que un día me di cuenta de que ya no creía. Me había vuelto un descreído. No me atrevía a decírselo a nadie, pero, a solas, me lo decía, sin vergüenza y sin temor. Sólo en 1950, al entrar al Colegio Militar Leoncio Prado, me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: «Yo no creo, soy un ateo.»

El episodio aquel con el Hermano Leoncio, además de irme desinteresando de la religión, aumentó el asco que sentía por el sexo desde aquella tarde en el río Piura en que mis amigos piuranos me revelaron cómo se fabricaban a los bebes y cómo venían éstos al mundo. Era un asco que ocultaba muy bien, pues tanto en La Salle como en mi barrio hablar de cachar era un signo de virilidad, una manera de dejar de ser niño y pasar a hombre, algo que yo deseaba tanto como mis compañeros y acaso más que ellos. Pero aunque hablara también de cachar y me jactara, por ejemplo, de haber espiado a una muchacha mientas se desvestía y habérmela corrido, esas cosas me repugnaban. Y cuando, alguna vez, para no quedar mal lo hacía -como una tarde, en que bajamos por el acantilado con media docena de chicos del barrio a celebrar un concurso de pajas ante el mar de Miraflores, que ganó el astronáutico Luquen- me quedaba después un disgusto de días.

Enamorarse no tenía que ver para mí, entonces, absolutamente nada con el sexo: era ese sentimiento diáfano, desencarnado, intenso y puro que sentía por Helena. Consistía en soñar mucho con ella y fantasear que nos habíamos casado y viajábamos por sitios bellísimos, en escribirle versos e imaginar apasionadas situaciones heroicas, en las que yo la salvaba de peligros, la rescataba de enemigos, la vengaba de ofensores. Ella me premiaba con un beso. Un beso «sin lengua»: habíamos tenido una discusión al respecto con los chicos del barrio y yo defendí la tesis de que a la enamorada no se podía besarla «con lengua»; eso sólo a los plancitos, a las huachafitas, a las de medio pelo. Besar «con lengua» era como manosear, y ¿quién que no fuera el peor de los degenerados iba a manosear a una chica decente?

Pero si el sexo me asqueaba, participaba en cambio de la pasión de los amigos del barrio por andar bien vestido, calzado y, si hubiera sido posible, con esos anteojos Ray Ban que volvían a los muchachos irresistibles para las chicas. Mi papá no me compraba jamás ropa, pero mis tíos me regalaban los ternos que les quedaban chicos o pasaban de moda, y un sastre de la calle Manco Cápac les daba la vuelta y me los arreglaba, de modo que yo andaba siempre bien vestido. El problema era que, al dar el sastre la vuelta a los ternos, quedaba una costura visible en el lado derecho del saco, donde había estado el bolsillo para el pañuelo, y yo insistía cada vez, con el maestro, para que hiciera un zurcido invisible y desapareciera el rastro de ese bolsillo que podía hacer maliciar a la gente que mi terno era heredado y volteado.

En cuanto a las propinas, el tío Jorge y el tío Juan, y a veces el tío Pedro -que luego de recibirse había partido a trabajar en el Norte, como médico de la hacienda San Jacinto- me regalaban cinco, y luego diez soles cada domingo, y con eso tenía de sobra para la matinée, los cigarrillos Viceroy que comprábamos sueltos, o para tomarnos una copita de «capitán» -mezcla de vermouth y pisco- con los chicos del barrio antes de las fiestas de los sábados, en las que sólo servían refrescos. Al principio, mi papá también me daba una propina, pero desde que empecé a ir a Miraflores y a recibir dinero de mis tíos, discretamente fui renunciando a la propina paterna, despidiéndome muy rápido, antes de que me la diera: otra de las formas alambicadas de oponerme a él inventadas por mi cobardía. Debió de entenderlo porque hacia esa época, principios de 1948, no volvió a regalarme jamás un centavo.

Pero, pese a esas demostraciones de arrogancia económica, en 1949 me atreví

– fue la única vez que hice algo parecido- a pedirle que me hiciera arreglar los dientes. Por tenerlos salidos me habían molestado mucho en el colegio, llamándome Conejo y burlándose de mí. No creo que me importara tanto antes, pero desde que empecé a ir a fiestas, a juntarme con chicas y a tener enamorada, que me pusieran fierros que me emparejaran los dientes, como habían hecho con algunos amigos, se convirtió en una ambición intensamente acariciada. Y, de pronto, la posibilidad se puso a mi alcance. Uno de mis amigos del barrio, Coco, era hijo de un técnico dental, cuya especialidad eran precisamente esos fierros para emparejar las dentaduras. Hablé con Coco, él con su papá, y el amable doctor Lañas me citó en su consultorio del jirón de la Unión, en el centro de Lima, y me examinó. Me pondría los fierros sin cobrar por su trabajo; debía pagarle sólo el material. Batallé entre mi soberbia y mi coquetería muchos días, antes de dar ese gran paso, al que, en el fondo, tenía por una abyecta abdicación. Pero la coquetería fue más fuerte -debió de temblarme la voz- y se lo pedí.

Dijo que bueno, que hablaría con el doctor Lañas, y tal vez llegó a hacerlo. Pero algo ocurrió antes de que empezara el tratamiento, alguna de esas tormentas domésticas o alguna escapada a casa de los tíos, y, una vez amainada la crisis y restablecida la unidad familiar, no volvió a hablarme del asunto ni yo a recordárselo. Me quedé con mis dientes de conejo y al año siguiente, en que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, ya no me importó ser un dientón.

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