XI. CAMARADA ALBERTO

Pasé el verano de 1953 encerrado en el departamento de los abuelos, en la quinta blanca de la calle Porta, estudiando para el ingreso a San Marcos, escribiendo una obra de teatro (ocurría en una isla desierta, con tormentas), y haciéndole poemas a una vecinita, Madeleine, cuya mamá, una francesa, era propietaria de la quinta. Fue otro romance a medias, pero, éste, no por mi timidez sino por la severísima vigilancia que ejercía la madre sobre la blonda Madeleine. (Casi treinta años después, una noche, al entrar al teatro Marsano de Lima, donde se estrenaba una obra mía, me cerró el paso una guapa señora a quien no reconocí. Con una sonrisa indefinible me alcanzó uno de aquellos poemas de amor, cuyo primer verso, el único que osé leer, me encendió como una antorcha.)

Dimos el examen para el ingreso a Letras en una de las viejas casas que San Marcos tenía desperdigadas por el centro de Lima, en la calle de Padre Jerónimo, donde funcionaba un fantasmagórico Instituto de Geografía. Desde ese día hice amistad con Lea Barba y Rafael Merino, postulantes como yo y que tenían, también, pasión por la lectura. Rafo había estado en la Escuela de Policía, antes de decidirse por el Derecho. Lea era hija de uno de los dueños del Negro-Negro, descendientes de un líder anarcosindicalista de las célebres batallas obreras en los años veinte. Entre examen y examen, y en la espera de días y semanas para que nos llamaran al oral, con Rafo y con Lea hablábamos de literatura y de política, y yo me sentía recompensado por compartir con gente de mi edad esas inquietudes. Lea hablaba con tal entusiasmo de César Vallejo, de quien sabía poemas de memoria, que me puse a leerlo con detenimiento, haciendo lo posible porque me gustara al menos tanto como Neruda, a quien leía desde el colegio con asidua admiración.

Con Rafael Merino fuimos alguna vez a la playa, intercambiamos libros y yo le leí mis cuentos. Pero con Lea hablábamos sobre todo de política, de manera conspiratoria. Nos confesamos enemigos de la dictadura y simpatizantes de la revolución y del marxismo. Pero ¿quedarían comunistas en el Perú? ¿No los había matado, encarcelado o deportado a todos Esparza Zañartu? En ese entonces, Esparza Zañartu ocupaba el oscuro cargo de director de Gobierno, pero todo el país sabía que ese personaje sin historia y sin pasado político, al que el general Odría había sacado de su modesto comercio de vinos para llevárselo al gobierno, era el cerebro de esa seguridad a la que la dictadura debía su poderío, el hombre que estaba detrás de la censura en la prensa y las radios, de las detenciones y deportaciones, y el que montó la cadena de espías y delatores en sindicatos, universidades, oficinas públicas, medios de comunicación, que había impedido desarrollarse cualquier oposición efectiva contra el régimen.

Sin embargo, la Universidad de San Marcos, fiel a su tradición rebelde, el año anterior, 1952, había desafiado a Odría. Con el pretexto de una reivindicación estudiantil, los sanmarquinos habían pedido la renuncia del rector Pedro Dulanto, hecho una huelga y ocupado los claustros, de los que fue a sacarlos la policía. Casi todos los dirigentes de aquella huelga estaban en la cárcel o deportados. Lea sabía detalles de lo ocurrido, de los debates en la Federación de San Marcos y los centros federados, la guerra sorda entre apristas y comunistas (perseguidos ambos por el gobierno pero encarnizados enemigos entre sí) que yo le escuchaba boquiabierto.

Lea fue la primera chica que traté que no había sido educada, como mis amigas del barrio, en Miraflores, para casarse lo más pronto posible y ser una buena ama de casa. Tenía una formación intelectual y estaba decidida a recibirse, a ejercer su profesión, a valerse por sí misma. A la vez que inteligente y de carácter, era suave y podía ser dulce y emocionarse hasta las lágrimas con una anécdota. Creo que ella me habló por primera vez de José Carlos Mariátegui y de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Aun antes de empezar las clases, nos volvimos uña y carne. Íbamos a exposiciones, a librerías, y al cine, a ver películas francesas, por supuesto, en los dos nuevos cines del centro que las exhibían, Le París y Le Biarritz.

El día que me presenté en la calle Fano, a conocer los resultados del ingreso, apenas descubrieron mi nombre en las listas de aprobados, un grupo al acecho me cayó encima y me bautizó. El bautizo sanmarquino era benigno: a uno le tijereteaban los cabellos, para obligarlo a raparse. De Fano fui con mi cabeza trasquilada a comprarme una boina y a una peluquería de La Colmena a que me cortaran a coco.

Me había inscrito en la Alianza Francesa, para aprender francés. En mi clase éramos dos hombres, un negrito, estudiante de química, y yo. La veintena de muchachas -todas niñas bien de Miraflores y San Isidro- se divertían a costa nuestra, burlándose de nuestro acento y haciéndonos mataperradas. El negro, a las pocas semanas, se hartó de sus burlas y abandonó. Mi cabeza rapada de cachimbo fue, por supuesto, objeto de la irreverencia e hilaridad de esas temibles condiscípulas (había entre ellas una Miss Perú). Pero yo gozaba con las clases de la magnífica profesora, Madame del Solar, gracias a la cual, a los pocos meses pude empezar a leer en francés, ayudándome con diccionarios. Pasé muchas horas de felicidad en la pequeña biblioteca de la Alianza, en la avenida Wilson, husmeando las revistas y leyendo a aquellos autores de prosa diáfana, como Gide, Camus o Saint-Exupéry, que me daban la ilusión de dominar la lengua de Montaigne.

Para tener algo de dinero, hablé con el tío Jorge, el de mejor situación en la familia. Era gerente de una compañía constructora y me confiaba trabajos por horas -hacer depósitos en los bancos, redactar cartas y otros documentos y llevarlos a las oficinas públicas- que no interferían con mis clases. Así podía comprarme cigarrillos -fumaba como un murciélago, siempre tabaco negro, primero Incas y luego los ovalados Nacional Presidente- e ir al cine. Poco después conseguí otro trabajo, más intelectual: redactor de la revista Turismo. El dueño y director era Jorge Holguín de Lavalle (1894-1973), dibujante y caricaturista muy fino, que había sido célebre treinta años atrás, en las grandes revistas de los veinte, Variedades y Mundial. Aristócrata y pobrísimo, limeño hasta la médula, infatigable y ameno contador de tradiciones, mitos y chismografías de la ciudad, Holguín de Lavalle era un distraído y un soñador que sacaba la revista cuando se acordaba o, más bien, cuando reunía suficientes avisos para sufragar el número. La revista estaba diagramada por él mismo, y escrita de pies a cabeza por él y por el redactor de turno. Habían pasado por esa delgadísima redacción, antes que yo, intelectuales conocidos, entre ellos Sebastián Salazar Bondy, y el señor Holguín de Lavalle, el día que fui a hablar con él, me lo recordó, indicándome de este modo que, aunque el sueldo sería magro, me compensaría el suceder en el puesto a gente tan ilustre.

Acepté y desde entonces, por dos años, escribí la mitad o acaso tres cuartas partes de la revista con diferentes seudónimos (entre ellos, el afrancesado Vincent Naxé, con el que firmaba las críticas de teatro). De todo ese material recuerdo un texto, «En torno a una escultura», escrito en protesta por un acto de barbarie cometido por el ministro de Educación de la dictadura -el general Zenón Noriega-, que ordenó retirar del grupo escultórico del monumento a Bolognesi (hecho por el español Agustín Querol) la bella estatua del héroe, pues su postura no le pareció heroica. Y en vez de la imagen del Bolognesi original -esculpido en el momento de caer acribillado- hizo poner el grotesco monigote blandiendo una bandera que ahora afea el que era uno de los bonitos monumentos de Lima. Holguín de Lavalle estaba indignado con la mutilación pero temía que mi artículo irritara al gobierno y le clausuraran la revista. Al final, lo publicó y no pasó nada. Con mi sueldo en Turismo, de cuatrocientos soles por número -que no salía cada mes sino cada dos y hasta tres- yo podía -qué tiempos y qué solidez la del sol peruano- pagar las suscripciones a dos revistas francesas -Les Temps Modernes, de Sartre y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau-, que iba a recoger, cada mes, a una oficinita del centro. Con esos ingresos podía vivir -donde los abuelos no pagaba casa ni comida- y sobre todo tenía tiempo libre para leer, para San Marcos y, muy pronto, para la revolución.

Las clases comenzaron tarde y fueron, con una sola excepción, decepcionantes. San Marcos no había caído aún en la decadencia que, en los sesenta y setenta, la iría convirtiendo en una caricatura de universidad, más tarde en ciudadela del maoísmo y hasta del terrorismo, pero ya no era ni sombra de lo que había sido en los años veinte, cuando la famosa generación del Conversatorio del año 1919, su momento más alto en lo que concierne a las humanidades.

De esa famosa generación había todavía, allí, dos historiadores -Jorge Basadre y Raúl Porras Barrenechea- y algunas figuras ilustres de una generación anterior, como Mariano Ibérico en filosofía, o Luis Valcárcel en etnología. Y la Facultad de Medicina, en la que enseñaba Honorio Delgado, tenía a los mejores médicos de Lima. Pero la atmósfera y el funcionamiento de la universidad no eran creativos ni exigentes. Había un desmoronamiento anímico e intelectual, todavía discreto, aunque generalizado; los profesores faltaban una clase sí y otra no, y junto a algunos competentes, otros eran de una mediocridad anestésica. Antes de entrar a la Facultad de Derecho y a la doctoral de Literatura, había que hacer dos años de estudios generales, en los que uno seleccionaba varios cursos electivos. Todos los que yo escogí fueron de literatura.

La mayoría de aquellos cursos eran explicados con desgano, por profesores que no sabían gran cosa o que habían perdido el interés en enseñar. Pero entre ellos recuerdo uno que fue la mejor experiencia intelectual de mi adolescencia: el de Fuentes Históricas Peruanas, de Raúl Porras Barrenechea.

Ese curso, y lo que de él se derivó, justifica para mí los años que pasé en San Marcos. Su tema no podía ser más restrictivo y erudito, pues no era la historia peruana, sino dónde estudiarla. Pero gracias a la sabiduría y elocuencia de quien lo dictaba, cada conferencia era un formidable despliegue de conocimientos sobre el pasado del Perú y las versiones y lecturas contradictorias que de él habían hecho los cronistas, los viajeros, los exploradores, los literatos, las correspondencias y documentos más diversos. Pequeñito, barrigón, vestido de luto -por la muerte, ese año, de su madre-, con una frente muy ancha, unos ojos azules bullentes de ironía y unas solapas tapizadas de caspa, Porras Barrenechea se agigantaba en el pequeño estrado de la clase y cada una de sus palabras era seguida por nosotros con unción religiosa. Exponía con una elegancia consumada, en un español sabroso y muy castizo -había comenzado su carrera universitaria enseñando a los clásicos del Siglo de Oro, a los que había leído a fondo, y de ello quedaban huellas en su prosa y en la precisión y riqueza con que se expresaba-, pero no era él, ni remotamente, el profesor lenguaraz, de palabrería sin consistencia, que se escucha hablar. Porras tenía el fanatismo de la exactitud y era incapaz de afirmar algo que no hubiera verificado. Sus espléndidas exposiciones estaban siempre acotadas con la lectura de unas fichas, escritas en letra diminuta, que se llevaba muy cerca de los ojos para deletrear. En cada una de sus clases teníamos la sensación de estar oyendo algo inédito, el resultado de una investigación personal. Al año siguiente, cuando empecé a trabajar con él, comprobé que, en efecto, Porras Barrenechea preparaba ese curso que dictaba ya tantos años, con el rigor de quien va a enfrentarse a un auditorio por primera vez.

En mis dos primeros años en San Marcos fui algo que no había sido en el colegio: un estudiante muy aplicado. Estudié a fondo todos los cursos, incluso los que no me gustaban, entregando todos los trabajos que nos pedían, y, en algunos casos, solicitándole al profesor bibliografía suplementaria, para ir a leerla en la biblioteca de San Marcos o en la Nacional de la avenida Abancay, en las que pasé muchas horas de esos dos primeros años. Aunque ambas bibliotecas estaban lejos de ser ejemplares -en la Nacional uno tenía que compartir la sala de lectura con escolares de pocos años que iban a hacer sus tareas y convertían el recinto en un loquerío-, allí contraje la costumbre de leer en bibliotecas y desde entonces las he frecuentado, en todas las ciudades donde he vivido y en alguna de ellas -el amado Reading Room del Museo Británico- he escrito, incluso, buena parte de mis libros.

Pero en ninguno de los cursos leí y trabajé tanto como en el de Fuentes Históricas Peruanas, deslumhrado por la brillantez de Porras Barrenechea. Recuerdo, después de una clase magistral sobre los mitos prehispánicos, haber corrido a la biblioteca en busca de dos libros que había citado y aunque uno de ellos, de Ernst Cassirer, me derrotó casi al instante, el otro fue una de mis grandes lecturas de 1953: La rama dorada, de Frazer. La influencia que el curso de Porras tuvo sobre mí fue tan grande que durante esos primeros meses en la universidad llegué muchas veces a preguntarme si debía seguir Historia en vez de Literatura, pues aquélla, encarnada en Porras Barrenechea, tenía el color, la fuerza dramática y la creatividad de ésta y parecía más arraigada en la vida.

Hice buenos amigos en la clase y animé a un grupo de ellos a que montáramos una obra de teatro. Elegimos una comedia de costumbres, de Pardo y Aliaga, e incluso sacamos copias y distribuimos roles, pero, al final, el proyecto se frustró y creo que por mi culpa, pues ya había empezado a hacer política, la que comenzó a absorberme más y más horas.

De todo ese grupo de amigas y amigos, un caso especial era Nelly Alba. Estudiaba piano, desde niña, en el Conservatorio, y su vocación era la música, pero había entrado a San Marcos para adquirir una cultura general. Desde nuestras primeras conversaciones bajo las palmeras del patio de Letras, mi incultura musical la espantó, y se impuso la tarea de educarme, llevándome a los conciertos del Teatro Municipal, a la primera fila de la cazuela y dándome una información, aunque fuera somera, sobre intérpretes y compositores. Yo le daba consejos literarios y recuerdo lo mucho que a los dos nos gustaron los tomos del Juan Cristóbal, de Romain Rolland, que fuimos comprando de a pocos en la librería de Juan Mejía Baca, en la calle Azángaro. El efusivo don Juan nos daba los libros a crédito y podíamos pagarle en cuotas mensuales. Pasar por esa librería una o dos veces por semana, a revisar las novedades, era una obligación. Y los días de suerte, Mejía Baca nos invitaba, en la bodega de al lado, un café y una empanadita caliente.

Pero a quien veía yo con más frecuencia, en verdad a diario, dentro y fuera de las clases, era a Lea. A poco de comenzar el curso se había unido a nosotros un muchacho, Félix Arias Schreiber, con el que constituiríamos pronto un triunvirato. Félix había entrado a San Marcos el año anterior, pero interrumpió los estudios por enfermedad, y por eso estaba con nosotros en primero. Pertenecía a una familia encumbrada -el apellido se asociaba a banqueros y diplomáticos-, pero a una rama pobre y acaso pobrísima. No sé si su madre era viuda o separada, pero Félix vivía solo con ella, en una pequeña quinta en la avenida Arequipa, y aunque había estudiado en el colegio de los niños ricos de Lima -el Santa María-, no tenía jamás un centavo y era obvio, por la manera como actuaba y se vestía, que pasaba estrecheces. La vocación política era en Félix mucho más fuerte -en su caso, excluyente- que en Lea o en mí. Él sabía ya algo de marxismo, tenía algunos libros y folletos, que nos prestó, y que yo leí encandilado por el carácter prohibido de esos frutos, que había que llevar forrados para que no los detectaran los soplones que Esparza Zañartu tenía infiltrados en San Marcos a la caza de lo que La Prensa -todos los diarios de la época apoyaban a la dictadura y, claro está, eran anticomunistas, pero el de Pedro Beltrán lo era más que todos los otros juntos- llamaba «elementos subversivos» y «agitadores». Desde que Félix se unió a nosotros los demás temas quedaron relegados a un lugar secundario y la política -o, más bien, el socialismo y la revolución- fue el centro de nuestras conversaciones. Charlábamos en los patios de San Marcos -instalada todavía en la vieja casona del Parque Universitario, en pleno centro de Lima- o en cafecitos de La Colmena o Azángaro, y Lea nos llevaba a veces a tomar un café o una Coca-Cola en el sótano del Negro-Negro, en los portales de la plaza San Martín. A diferencia de lo que habían sido mis visitas a ese local, durante mi bohemia de La Crónica, ahora no bebía una gota de alcohol y hablábamos de cosas muy serias: los atropellos de la dictadura, los grandes cambios éticos, políticos, económicos, científicos, culturales que estaban forjándose allá en la URSS («en ese país / donde no existen / las putas, los ladrones ni los curas», decía el poema de Paul Éluard), o en esa China de Mao Ze Dong que había visitado y sobre la que había escrito tantas maravillas ese escritor francés -Claude Roy-, en Claves para China, libro que nos creíamos al pie de la letra.

Nuestras conversaciones duraban hasta tarde. Muchas veces nos veníamos caminando desde el centro hasta casa de Lea, en Petit Thouars, y luego Félix y yo seguíamos hasta la casa de él, en Arequipa, ya cerca de Angamos, y yo continuaba luego, solo, hasta Porta. El trayecto de la plaza San Martín a mi casa duraba hora y media. La abuelita me dejaba la comida en la mesa y a mí no me importaba que estuviera fría (era siempre la misma, el único plato que entonces podía terminar: arroz con apañado y papas fritas). Y si la comida no me importaba mucho («para el poeta la comida es prosa», me bromeaba el abuelo) tampoco me hacía falta mucho sueño, pues aunque me acostara muy tarde, leía horas antes de dormir. Con mi apasionamiento y exclusivismo de siempre, Félix y Lea se convirtieron en una ocupación a tiempo completo; cuando no estaba con ellos, estaba pensando en lo bueno que era tener amigos así con los que nos entendíamos tan bien y con los que planeábamos un futuro compartido. Pensaba, también, muy en secreto, que no debía enamorarme de Lea, porque sería fatal para el trío. Además, eso de enamorarse, ¿no era una típica debilidad burguesa, inconcebible en un revolucionario?

Para entonces, habíamos hecho el ansiado contacto. En los patios de San Marcos, alguien se nos había acercado, averiguado y, como quien no quiere la cosa, preguntado qué pensábamos de los estudiantes que estaban presos, o de temas de cultura que, por desgracia, no se enseñaban en la universidad -el materialismo dialéctico, el materialismo histórico y el socialismo científico, por ejemplo-, asuntos que todo hombre preparado debía saber, por información general. Y la segunda o tercera vez, volviendo sobre lo mismo, nos había deslizado si no nos interesaría formar un grupo de estudios, para investigar aquellos problemas que la censura, el miedo a la dictadura o su naturaleza de universidad burguesa, impedían que llegaran a San Marcos. Lea, Félix y yo dijimos que encantados. No había pasado un mes desde que entramos a la universidad y ya estábamos en un círculo de estudios, la primera etapa que debían seguir los militantes de Cahuide, nombre con el que trataba de reconstruirse en la clandestinidad el Partido Comunista, al que la represión y las deserciones y divisiones internas habían casi desaparecido en los años anteriores.

Nuestro primer instructor en aquel círculo fue Héctor Béjar, quien sería en los años sesenta jefe de la guerrilla del eln (Ejército de Liberación Nacional) y pasaría por ello varios años en la cárcel. Era un muchacho alto y simpático, de cara redonda como un queso, con una voz muy bien timbrada, lo que le permitía ganarse la vida como locutor en Radio Central. Era algo mayor que nosotros -estaba ya en Derecho- y estudiar con él marxismo resultó agradable, pues era inteligente y sabía armar las discusiones del círculo. El primer libro que estudiamos fueron las Lecciones elementales de filosofía, de Georges Politzer, y, después, el Manifiesto comunista y La lucha de clases en Francia, de Marx, y luego el Anti-Dühring, de Engels y el Qué hacer, de Lenin. Comprábamos los libros

– y recibíamos por ello, a veces, de yapa, un número atrasado de Cultura Soviética, en cuyas carátulas había siempre unas campesinitas risueñas, de robustas mejillas, con fondo de trigales y tractores- en una pequeña librería de la calle Pando, cuyo dueño, un chileno bigotudo siempre envuelto en una chalina, tenía disimulada en un baúl de su trastienda gran cantidad de literatura subversiva. Más tarde, cuando leí las novelas de Conrad, llenas de conspiradores sombríos, la cara cenicienta y misteriosa de aquel librero proveedor de libros clandestinos, se me venía siempre a la memoria.

Nos reuníamos en locales itinerantes. En un cuartito miserable, al fondo de un viejo edificio de la avenida Abancay, donde vivía uno de nuestros camaradas, o en una casita de Bajo el Puente, hogar de una muchacha muy pálida a la que bautizamos el Ave y en la que un día nos llevamos un susto pues, de pronto, en plena discusión, se apareció un militar. Era hermano del Ave y no se sorprendió al vernos; pero no volvimos allí. O en una pensión de los Barrios Altos, cuya dueña, discreta simpatizante, nos prestaba un cuarto lleno de telarañas, al fondo de un jardín. Estuve por lo menos en cuatro círculos y, al año siguiente, llegué a ser instructor y organizador de uno de ellos, y se me han olvidado las caras y nombres de los camaradas que en ellos me instruyeron, de los que fueron instruidos conmigo y a los que yo instruí. Pero recuerdo muy bien a los del primer círculo, con la mayoría de los cuales constituimos una célula, cuando empezamos a militar en Cahuide. Además de Félix y Lea, había allí un muchacho delgadito y con una voz de hilo, en el que todo era de formato menor: el nudo de su corbata, la suavidad de sus maneras, los pasitos con que se desplazaba por el mundo. Se llamaba Podestá y fue nuestro primer responsable de célula. Martínez, en cambio, estudiante de Antropología, rebosaba exuberancia y salud: era un indio fuerte y cálido, trabajador empeñoso cuyos informes en el círculo resultaban siempre interminables. Su cara cobriza y pétrea no se inmutaba nunca, ni los debates más virulentos conseguían alterarlo. Antonio Muñoz, serrano de Junín, en cambio, tenía sentido del humor y se permitía romper la seriedad funeral de nuestras reuniones haciendo a veces bromas (a él me lo encontraría, durante la campaña electoral de 1989 y 1990, organizando comités del Movimiento Libertad por las provincias de Junín). Y había, también, el Ave, misteriosa muchacha que a Félix, a Lea y a mí nos hacía a veces preguntarnos si sabía qué era el círculo, si se daba cuenta que podía ir presa, que era ya una militante subversiva. Con su palidez resplandeciente y sus delicadas maneras, el Ave cumplía con todas las lecturas y los informes, pero no parecía asimilar mucho, pues un día se despidió bruscamente del círculo alegando que llegaría tarde a la misa…

A las pocas semanas de estar en el círculo, Béjar juzgó que Lea, Félix y yo estábamos maduros para un compromiso mayor. ¿Aceptaríamos una entrevista con un responsable del partido? Nos citaron al anochecer, en la avenida Pardo de Miraflores, y allí apareció Washington Duran Abarca -entonces sólo conocí su seudónimo-, que nos sorprendió diciendo que lo más adecuado para burlar a los soplones era reunirse en barrios burgueses y al aire libre. Sentados en un banco, bajo los ficus de la misma alameda donde yo había enamorado sin éxito a la bella Flora Flores y a alguna otra hija de la burguesía, Washington nos trazó un cuadro sinóptico de la historia del Partido Comunista, desde su fundación por José Carlos Mariátegui, en 1928, hasta esos días, en que, con el nombre de Cahuide, renacía de sus ruinas. Luego de ese inicio histórico, bajo la inspiración del Amauta -cuyos Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana estudiamos también en el círculo-, el partido había caído en manos de Eudocio Ravines, quien, después de ser su secretario general y actuar como enviado de la Comintern en Chile, Argentina y España (durante la guerra civil), había traicionado, convirtiéndose en el gran anticomunista del Perú y aliado de La Prensa y de Pedro Beltrán. Y, después, las dictaduras y la dura represión habían tenido al partido a salto de mata, en una clandestinidad cada vez más difícil, con la breve excepción de los tres años de gobierno de Bustamante y Rivero, en que pudo actuar a plena luz. Pero, luego, corrientes «liquidadoras y antiobreras» habían socavado la organización, apartándola de las masas y llevándola a transacciones con la burguesía: por ejemplo, el ex dirigente Juan P. Luna, se había vendido a Odría y era ahora uno de los senadores del Congreso fraudulento del régimen militar. Los dirigentes auténticos como Jorge del Prado estaban en el exilio o en la cárcel (era el caso de Raúl Acosta, el último secretario general).

Pese a ello el partido siguió actuando desde la sombra y el año anterior había tenido una actuación decisiva en la huelga de San Marcos. Muchos camaradas que participaron en ella estaban en el exilio o en la Penitenciaría. Cahuide se había formado reuniendo a las células sobrevivientes, hasta que se pudiera convocar un congreso. Constaba de una fracción estudiantil y de una fracción obrera y, por razones de seguridad, cada célula sólo conocía a un responsable de la instancia inmediatamente superior. En ningún documento o diálogo se debían usar los nombres propios, sólo seudónimos. Se podía entrar a Cahuide como simpatizante o como militante.

Félix y yo dijimos que queríamos ser simpatizantes pero Lea pidió su afiliación inmediata. El juramento que le tomó Washington Duran en una media voz de monaguillo era solemne -«¿Juráis luchar por la clase obrera, por el partido…?»- y nos dejó impresionados. Luego tuvimos que elegir nuestros seudónimos. El mío fue camarada Alberto.

Aunque el círculo de estudios continuó -cambiando cada cierto tiempo de miembros y de instructor-, los tres empezamos a trabajar simultáneamente en una célula de la fracción estudiantil, a la que se incorporaron también Podestá, Martínez y Muñoz. Las circunstancias limitaban nuestra militancia a repartir volantes o vender, a escondidas, un periodiquito clandestino llamado Cahuide, en el que me tocó escribir algunas veces dando el punto de vista «proletario» y «dialéctico» sobre asuntos internacionales. Costaba cincuenta centavos y en él se atacaba casi tanto como a la dictadura de Odría a las dos bestias negras del partido: el apra y los trotskistas.

Lo primero, se entiende. En 1953, y pese a estar en la clandestinidad, el apra tenía todavía el control de la mayoría de los sindicatos y era el primer -el único, en verdad- partido político peruano al que convenía el nombre de popular. Había sido precisamente el arraigo del apra en los sectores populares lo que había obstaculizado el desarrollo del Partido Comunista, hasta entonces una reducida organización de intelectuales, estudiantes y pequeños grupos obreros. En San Marcos, en ese tiempo (y acaso en todos los tiempos), la gran mayoría de estudiantes eran apolíticos, con una vaga preferencia por la izquierda, pero sin afiliación partidaria. Dentro del sector politizado, la mayoría era aprista. Y los comunistas, una minoría reducida y concentrada, sobre todo, en Letras, Economía y Derecho.

Lo que era prácticamente inexistente era el trotskismo y decía mucho de la irrealidad ideológica en la que funcionaba Cahuide que dedicáramos tanto tiempo a denunciar en nuestros volantes o en nuestro periódico a un fantasma. Los trotskistas de San Marcos no eran en ese momento más de media docena, congregados en torno a quien creíamos su ideólogo: Aníbal Quijano. El futuro sociólogo peroraba cada mañana en el patio de Letras, con palabra fluida y datos abrumadores, sobre los avances de los partidarios de León Davídovich en la propia Unión Soviética. «Tenemos veintidós mil camaradas trotskistas dentro de las fuerzas armadas soviéticas», le oí anunciar, con sonrisa triunfante, en una de esas peroratas. Y otra mañana, uno de los supuestos seguidores de Quijano, quien sería después diputado de Acción Popular -Raúl Peña Cabrera-, me dejó de una pieza: «Sé que están estudiando marxismo. Muy bien hecho. Pero deben hacerlo con amplitud, sin sectarismo.» Y me regaló un ejemplar de La revolución y el arte, de Trotski, que leí a escondidas, con un morboso sentimiento de transgresión. Sólo dos o tres años después caería por allí, para sustituir a Peña y a Quijano como el ideólogo trotskista del Perú, envuelto en un extravagante -y totalmente incompatible con el clima de Lima- abrigo gris, y con aires de señora gorda, el pintoresco Ismael Frías, quien por esos días vivía en México, en la casa de Trotski, en Coyoacán, donde oficiaba de secretario de la ilustre viuda, Natalia Sedova.

Pero, así como era muy difícil, para no decir imposible, saber quién era trotskista, también lo era identificar a los apristas y a nuestros camaradas. Fuera de la gente de nuestra célula, y ocasionales responsables de instancias superiores que venían a darnos charlas o consignas -como el animoso Isaac Ahúmala, que en sus discursos hablaba infaliblemente de los ilotas de Grecia y de la rebelión de Espartaco-, sólo por adivinación o simpatía mágica se llegaba a identificar a los militantes de los partidos que el gobierno militar había puesto fuera de la ley. Los soplones de Esparza Zañartu y la feroz hostilidad entre apristas y comunistas, y entre comunistas y trotskistas, todos los cuales recelaban a los otros de ser delatores, hacían que la atmósfera política de la universidad fuera casi irrespirable.

Hasta que, por fin, pudieron convocarse elecciones para los centros federados y la Federación Universitaria de San Marcos (desmantelados luego de la huelga de 1952). Félix y yo salimos elegidos, entre los candidatos que presentó Cahuide en Letras, y entre los cinco delegados para la Federación. No sé cómo conseguimos esto último, pues tanto en el Centro Federado como en la Federación, la mayoría era aprista. Y poco tiempo después ocurrió un episodio, que, en lo que a mí concierne, tendría consecuencias novelescas.

Ya dije que había buen número de estudiantes presos. La Ley de Seguridad Interior permitía al gobierno enviar a la cárcel a cualquier «subversivo» y tenerlo allí por tiempo indefinido, sin pasarlo a la justicia. Las condiciones en que se encontraban los presos en la Penitenciaría -rojo edificio construido en el centro de Lima, donde se halla ahora el hotel Sheraton, y que sólo años más tarde descubriría yo, era uno de lo raros panópticos que se habían edificado según las instrucciones de Jeremy Bentham, el filósofo británico que los inventó- eran penosas: debían dormir en el suelo, sin frazadas ni colchones. Hicimos una colecta para comprarles mantas, pero cuando se las llevamos a la cárcel, el administrador nos indicó que esos presos estaban incomunicados, pues eran políticos -palabra infamante durante la dictadura- y que sólo con autorización del director de Gobierno se las podía entregar.

¿Debíamos, por razones humanitarias, pedir una audiencia al cerebro de la represión odriísta? El tema provocó una de esas asfixiantes discusiones, en la célula primero, y luego en la Federación. Todas las cuestiones las discutíamos antes en Cahuide, diseñábamos una estrategia y la poníamos en práctica en los organismos estudiantiles, donde actuábamos con una disciplina y coordinación que muchas veces nos permitía conseguir acuerdos, pese a estar en minoría frente a los apristas. Ya no sé qué defendimos sobre el pedido de audiencia a Esparza Zañartu, pero las discusiones fueron virulentas. Al final, se aprobó pedir la entrevista. La Federación nombró una comisión, en la que estuvimos Martínez y yo.

El director de Gobierno nos citó a media mañana, en su despacho de la plaza Italia. Nos atacó el nerviosismo, la excitación, mientras esperábamos, entre paredes grasientas, policías de uniforme y de civil y oficinistas apretujados en cuartitos claustrofóbicos. Por fin, nos hicieron pasar a su despacho. Ahí estaba Esparza Zañartu. No se levantó a saludarnos, no nos hizo sentar. Desde su escritorio nos observó con toda calma. Esa cara apergaminada y aburrida nunca se me olvidó. Era un hombrecillo adefesiero, cuarentón o cincuentón, o, más bien, intemporal, vestido con modestia, de cuerpo estrecho y hundido, la encarnación de lo anodino, del hombre sin cualidades (al menos físicas). Hizo una venia casi imperceptible para que dijéramos qué queríamos, y, sin despegar los labios, escuchó a quienes nos tocó hablar -balbucear- explicarle lo de los colchones y frazadas. No movía un músculo y parecía estar con la mente en otra parte, pero nos escrutaba como a insectos. Por fin, con la misma expresión de indiferencia, abrió un cajón, levantó un alto de papeles y los agitó en nuestras caras murmurando: «¿Y esto?» En su mano bailoteaban varios números del clandestino Cahuide.

Dijo que sabía todo lo que pasaba en San Marcos, incluso quién había escrito esos artículos. Agradecía que nos ocupáramos de él en cada número. Pero que nos cuidáramos, porque a la universidad se iba a estudiar y no a preparar la revolución comunista. Hablaba con una vocecita sin aristas ni matices, con la pobreza y las faltas de lenguaje de quien nunca ha leído un libro desde que pasó por el colegio.

No recuerdo qué sucedió con los colchones, pero sí mi impresión al descubrir lo desproporcionada que era la idea que se hacía el Perú del tenebroso responsable de tantos exilios, crímenes, censuras, delaciones, encarcelamientos y la mediocridad que teníamos delante. Al salir de aquella entrevista supe que tarde o temprano iba a escribir lo que acabaría siendo mi novela Conversación en La Catedral. (Cuando el libro salió, en 1969, y los periodistas fueron a preguntarle a Esparza Zañartu, que vivía en Chosica, dedicado a la filantropía y la horticultura, qué pensaba de esa novela, cuyo protagonista, Cayo Mierda, se le parecía tanto, repuso [imagino su gesto aburrido]: «Pssst… si Vargas Llosa me hubiera consultado, le habría contado tantas cosas…»)

En el año y pico que milité en Cahuide nuestras proezas revolucionarias fueron escasas: un frustrado intento de tachar a un profesor, un periodiquito del Centro Federado que apenas sobrevivió dos o tres números y una huelga sanmarquina de solidaridad con los obreros tranviarios. Además, una academia gratuita para los postulantes a San Marcos, que nos permitía reclutar adeptos, en la que di el curso de Literatura. El derecho de tachar a los malos profesores (que se convertiría en el de tachar a los reaccionarios) era una de las reivindicaciones de la reforma universitaria de los años veinte y estaba abolido desde el golpe militar de 1948. Tratamos de resucitarlo contra nuestro profesor de Lógica, el doctor Saberbein, no sé por qué, pues había peores que él en la facultad, pero fracasamos, pues, en dos asambleas tumultuosas, sus defensores resultaron más numerosos que los impugnadores.

En cuanto al periódico, mi memoria conserva sobre todo las agobiantes discusiones en Cahuide por una cuestión banal: si los artículos irían firmados o anónimos. Como todo lo que hacíamos, eso también fue objeto de análisis ideológicos, en los que las tesis de cada cual se desmenuzaban con argumentos clasistas y dialécticos. La acusación más grave era: subjetivismo burgués, idealismo, falta de conciencia clasista. Mis lecturas de Sartre y de Les Temps Modernes me ayudaron a ser menos dogmático que otros camaradas, y a veces me atrevía a esgrimir algunas críticas sartreanas al marxismo, despertando las iras de Félix, quien, con la militancia, había ido volviéndose cada vez más inflexible y ortodoxo. Duró varios días el debate sobre las firmas, y en uno de esos intercambios Félix me lanzó una acusación devastadora: «Eres un subhombre.»

Pero, pese a discrepar en los debates internos de Cahuide (jamás en público), yo seguía queriéndolos a él y a Lea a sabiendas de que eso de querer a los amigos era burgués. Y me había dolido mucho que nos separaran, primero del círculo, y luego de la célula, quedándose Lea y Félix juntos. En las dos ocasiones me había parecido que Félix, de manera imperceptible para quien no tuviera las antenas muy alertas, había manipulado esa separación a la vez que, en apariencia, parecía resignarse a ella. Como soy de naturaleza desconfiada y susceptible, me dije que estaba fabricando conspiraciones por la envidia que me daba el que ellos siguieran juntos. Pero no podía dejar de pensar que, con esa inflexibilidad última, Félix había tal vez tramado aquella separación para foguearme, curándome del sentimentalismo, una de mis más perseverantes taras de clase…

Pese a ello seguíamos viéndonos mucho. Yo los buscaba todas las veces que podía. Una tarde -habrían pasado seis u ocho meses desde que nos conocimos- Lea me dijo que quería hablarme. Fui a su casa, en Petit Thouars, y estaba sola. Salimos a caminar por el centro de la avenida Arequipa, bajo los altos árboles, entre la doble hilera de automóviles que subían al centro o bajaban hacia el mar. Lea estaba nerviosa. La sentía temblar en su ligero vestido y, aunque en la penumbra apenas podía ver sus ojos -era el comienzo del anochecer-, yo sabía que debía tenerlos brillantes y algo húmedos, como siempre que algo la atormentaba. Yo estaba muy nervioso también, esperando oírle decir lo que iba a decirme. Por fin, después de un largo silencio, con una voz muy delgadita, pero sin buscar las palabras, porque sabía escogerlas siempre bien, para conversar o discutir, me contó que Félix se le había declarado la noche anterior. Que estaba enamorado de ella hacía tiempo, que ella era más importante para él que todo, incluso el partido… Se me retorcía el estómago y me maldecía por haber sido tan cobarde y no haberme atrevido a hacer, antes, lo que ahora había hecho Félix. Pero cuando Lea terminó de hablar y me confesó que, por lo unidos que éramos, había sentido la obligación de contarme lo ocurrido, pues no sabía qué hacer, yo, con el masoquismo que suele apoderarse de mí en ciertas ocasiones, me apresuré a animarla: debía aceptarlo, qué duda iba a caber de que Félix la quería. Ésa resultó la noche más desvelada de mis años sanmarquinos.

Seguimos viéndonos con Félix y con Lea, pero nuestra relación se fue enfriando. Con el pudor que en estos asuntos personales observaban los revolucionarios, que ambos fueran ahora enamorados o novios o pareja (no sé qué, en verdad), era invisible a simple vista, pues, salvo ir juntos, jamás se los veía de la mano, ni tener el uno hacia el otro algún gesto que delatara entre ellos una relación sentimental. Pero yo sabía que existía y aunque lo disimulaban muy bien cada vez que estaba con ellos, sentía en el estómago ese vacío con cosquillas de los burgueses despechados.

Algún tiempo después -quizás uno o dos años después- escuché sobre ellos una historia contada por alguien que no podía sospechar lo enamorado que yo había estado de Lea. Ocurrió en la célula a la que ellos pertenecían. Habían tenido alguna disputa personal, algo más grave que una simple pelea. En la reunión de la célula, súbitamente, Lea acusó a Félix de actuar con ella como un burgués y pidió que su conducta se analizara políticamente. El asunto tomó por sorpresa a los demás y la sesión terminó en un psicodrama, con Félix haciendo su autocrítica. Por una razón que no puedo explicar, ese episodio, del que tuve noticias tardías y acaso deformadas, me ha acompañado a lo largo de los años y muchas veces he tratado de recomponerlo, y adivinar su contexto y reverberaciones.

Cuando me aparté de Cahuide, a mediados del año siguiente, 1954, ya casi no veía a Lea y a Félix, y desde entonces prácticamente no los vi más. No volvimos a conversar ni a buscarnos los años siguientes en San Marcos, cambiando, a lo más, un saludo cuando nos cruzábamos a la entrada o salida de clases. Mientras viví en Europa, apenas supe de ellos. Que se habían casado y tenido hijos, que ambos, o por lo menos Félix, había seguido la fracturada trayectoria de tantos militantes de su generación, yéndose y regresando al partido, liderando o sufriendo las divisiones, fraccionamientos, reconciliaciones y nuevas divisiones de los comunistas peruanos en las décadas de los cincuenta y los sesenta.

En 1972, con motivo de la visita del presidente Salvador Allende a Lima, me los encontré a ambos, en la embajada de Chile, en una recepción. Entre el gentío, apenas pudimos cambiar unas palabras. Pero tengo presente la broma de Lea, refiriéndose a Conversación en La Catedral -«Esos demonios tuyos…»-, novela en la que, transfigurados, aparecen algunos episodios de nuestros años sanmarquinos.

Luego, transcurrieron dieciocho o veinte años sin saber más de ellos. Y un buen día, en el curso de la campaña electoral, en vísperas del lanzamiento de mi candidatura en Arequipa, en mayo de 1989, las secretarias me alcanzaron, en la lista de periodistas que me pedían entrevistas, el nombre de Félix. Se la concedí de inmediato, preguntándome si sería él. Era él. Con casi cuatro décadas más encima, pero todavía idéntico al Félix de mi memoria: suave y conspiratorio, con la misma modestia y abandono en el atuendo y la misma acuciosidad a la hora de preguntar, la siempre excluyente perspectiva política a flor de labios y escribiendo para un periodiquito tan marginal y precario como aquel que sacamos juntos en San Marcos. Me emocionó verlo y me imagino que él también se emocionó. Pero ninguno dejó que el otro notara esos rescoldos de sensiblería.

En Cahuide el único episodio que me dio la sensación de estar trabajando por la revolución fue la huelga de San Marcos en solidaridad con los tranviarios. El sindicato estaba controlado por militantes nuestros. La fracción estudiantil se volcó entera a conseguir que la Federación de San Marcos se adhiriera a la huelga, y lo logramos. Fueron unos días exaltantes porque, por primera vez, los miembros de mi célula teníamos ocasión de trabajar fuera de San Marcos ¡y con obreros! Asistíamos a las sesiones del sindicato y sacábamos con ellos, en una pequeña imprenta de La Victoria, un boletín diario que repartíamos en los paraderos donde se amontonaba la gente que se había quedado sin transporte. Y en esos días, también, tuve ocasión de descubrir, en las reuniones del comité de huelga, a algunos miembros de Cahuide que no conocía.

¿Cuántos éramos? Nunca lo supe, pero sospecho que apenas unas pocas decenas. Como no supe tampoco, nunca, quién era nuestro secretario general ni quiénes conformaban el comité central. La dura represión de esos años -sólo a partir de 1955 se relajaría el sistema de seguridad, luego de la caída de Esparza Zañartu- exigía el secreto en el que actuábamos. Pero él tenía también que ver con la naturaleza del partido, su predisposición conspiratoria, esa vocación clandestina que nunca le había permitido -pese a que hablábamos tanto de ello- ser un partido de masas.

Fue esto, en parte, lo que me hartó de Cahuide. Cuando dejé de asistir a mi célula, hacia junio o julio de 1954, hacía tiempo que me sentía aburrido por la inanidad de lo que hacíamos. Y no creía ya una palabra de nuestros análisis clasistas y nuestras interpretaciones materialistas que, aunque no se lo dijera de manera tajante a mis camaradas, me parecían pueriles, un catecismo de estereotipos y abstracciones, de fórmulas -«oportunismo pequeño burgués», «revisionismo», «interés de clase», «lucha de clases»- que se usaban como comodines, para explicar y defender las cosas más contradictorias. Y, sobre todo, porque había en mi manera de ser -en mi individualismo, en mi creciente vocación por escribir y en mi naturaleza díscola- una incapacidad visceral para ser ese militante revolucionario paciente, incansable, dócil, esclavo de la organización, que acepta y practica el centralismo democrático -una vez tomada una decisión todos los militantes la hacen suya y la aplican con fanática disciplina- contra el que, aunque aceptara de boca para afuera que era el precio de la eficacia, todo mi ser se rebelaba.

Y también jugaron un papel en mi apartamiento de Cahuide las discrepancias ideológicas, que me venían, sobre todo, de Sartre y de Les Temps Modernes, de los que era lector devoto. Pero creo que esto fue algo secundario. Pues, con todo lo que pude leer en los círculos de estudios, lo que llegué a saber entonces de marxismo fue fragmentario y superficial. Sólo en los años sesenta, en Europa, haría un esfuerzo serio para leer a Marx, Lenin, Mao y a marxistas heterodoxos como Lukács, Gramsci y Goldmann o el superortodoxo Althusser, animado por el entusiasmo que despertó en mí la revolución cubana, la que, a partir de 1960, resucitó ese interés por el marxismo-leninismo que, desde que me aparté de Cahuide, creía cancelado.

Aunque San Marcos, Cahuide, Lea y Félix habían sido, todo ese tiempo, mi ocupación absorbente, seguía viendo a los tíos y tías -hacía en sus casas almuerzos o cenas rotativas a lo largo de la semana- y escribiéndole al tío Lucho, a quien daba cuenta pormenorizada de todo lo que hacía o soñaba con hacer y de quien recibía siempre cartas llenas de alicientes. Veía también, mucho, a amigos piuranos que habían venido a Lima a seguir carreras universitarias, sobre todo a Javier Silva. Varios de ellos vivían con Javier en una pensión de la calle Schell, en Miraflores, a la que llamaban «La muerte lenta», por lo mal que les daban de comer. Javier había decidido estudiar arquitectura y andaba disfrazado de arquitecto, con una barbita de intelectual y unas camisas negras cerradas hasta el cuello, tipo Saint-Germain-des-Près. Yo lo había convencido ya de que teníamos que irnos a París, y hasta lo animé a escribir un cuento, que le publiqué en Turismo. Su desconcertante texto comenzaba así: «Mis pasos ganaban superficie…» Pero al año siguiente, de manera brusca, decidió ser economista, y entró a San Marcos, de modo que, a partir de 1954, fuimos también compañeros de universidad.

Gracias a Javier, que se había incorporado a él, volví a retomar contacto con mi barrio de Diego Ferré. Lo hacía un poco a escondidas, porque esos chicos y chicas eran unos burgueses y yo había dejado de serlo. ¿Qué hubieran dicho Lea, Félix o los camaradas de Cahuide si me veían, en la esquina de la calle Colón, hablando de esas «hembritas bestiales» que se acababan de mudar a la calle Ocharán o preparando la fiesta-sorpresa del sábado? ¿Y qué hubieran dicho las chicas y los chicos del barrio, de Cahuide, una organización que, además de ser comunista, tenía indios, cholos y negros como los que servían en sus casas? Eran dos mundos, separados por un abismo. Cuando pasaba yo de uno a otro sentía que cambiaba de país. A quienes vi menos en todo ese tiempo fue a mis padres. Habían pasado varios meses en Estados Unidos y luego, a poco de regresar, mi papá se volvió a ir. Eran nuevos intentos para encontrar algún trabajo o montar algún negocio que le permitiera la mudanza definitiva. Mi madre se quedó en casa de los abuelos, donde apenas cabíamos. La ausencia de mi padre la angustiaba y yo sospechaba que temía que, en un arrebato, se desapareciera, como la primera vez. Pero volvió, cuando estaba por concluir el año 1953, y un día me citó en su oficina.

Fui, muy aprensivo, porque de sus citas yo no esperaba nunca nada bueno. Me dijo que el empleo en Turismo no era serio, apenas un cachuelo, y que debía trabajar en algo que me permitiera ir haciendo una carrera a la vez que estudiaba, como tantos muchachos en Estados Unidos. Ya había hablado con un amigo suyo, del Banco Popular, y me esperaba allí un trabajo, desde el primero de enero.

De manera que estrené 1954 de empleado bancario, en la sucursal de La Victoria del Banco Popular. El primer día el administrador me preguntó si tenía experiencia. Le dije que ninguna. Silbó, intrigado. «¿O sea que entraste por vara?» Así era. «Te fregaste -me anunció-. Porque lo que yo necesito es un recibidor. A ver cómo te bates.» Fue una experiencia difícil que se prolongaba fuera de las ocho horas que pasaba en la oficina, de lunes a viernes, y se me reproducía en pesadillas. Tenía que recibir dinero de la gente para sus libretas de ahorros o sus cuentas corrientes. Un gran número de clientes eran las putas del jirón Huatica, que estaba allí, a la vuelta de la sucursal, y que se impacientaban porque yo me demoraba en contar y dar recibo. Los billetes se me caían o se me enredaban en los dedos, y a veces, hecho un mar de confusión, fingía haber sacado la cuenta y les daba el recibo sin verificar cuánto me habían entregado. Muchas tardes, el balance no cuadraba y tenía que recontar el dinero en un estado de verdadera zozobra. Un día me faltaron cien soles, de modo que, con la cara por el suelo, fui donde el administrador y le dije que cubriera el hueco de mi sueldo. Pero él, con una simple ojeada en el balance, encontró el error y se rió de mi impericia. Era un hombre joven y amable, empeñado en que los compañeros me nombraran delegado a la federación bancaria, ya que era universitario. Pero me negué a ser delegado sindical, y no informé de ello a Cahuide, pues me habrían pedido que aceptara. Si asumía esa responsabilidad tendría que quedarme de empleado bancario y se me hacía cuesta arriba. Detestaba el trabajo, la rutina de los horarios y esperaba el sábado como en el internado leonciopradino.

Y entonces, al segundo mes, de manera inesperada, se presentó la ocasión de escapar de los balances. Fui a San Marcos a recoger mis notas y la secretaria de la Facultad, Rosita Corpancho, me dijo que el doctor Porras Barrenechea, en cuyo curso yo había sacado una nota sobresaliente, quería verme. Lo llamé, intrigado -jamás había hablado a solas con él-, y me pidió que pasara por su casa, en la calle Colina, en Miraflores.

Fui, lleno de curiosidad, encantado de poder entrar a ese recinto de cuya biblioteca y colección de Quijotes se hablaba en San Marcos como de algo mítico. Me condujo a la salita donde solía trabajar y allí, rodeado de una muchedumbre de libros de todos los tamaños y de estantes donde se sucedían las estatuillas y los cuadros de don Quijote y Sancho Panza, me felicitó por el examen, por el trabajo que le había presentado -en el que había visto, con aprobación, que yo señalaba un error histórico del arqueólogo Tschudi- y me propuso trabajar con él. Juan Mejía Baca había encargado una colección de historia del Perú a los principales historiadores peruanos. Porras tendría a su cargo los volúmenes de Conquista y Emancipación. El librero-editor le pagaría dos asistentes para la bibliografía y documentación. Uno ya trabajaba con él: Carlos Araníbar, de la doctoral de Historia en San Marcos. ¿Quería ser yo el otro? Mi sueldo serían quinientos soles al mes y trabajaría en su casa, de dos a cinco de la tarde, de lunes a viernes.

Salí de allí en un indescriptible estado de euforia, a redactar mi renuncia al Banco Popular, que entregué a la mañana siguiente al administrador, sin ocultarle la felicidad que sentía. Él no podía comprenderlo. ¿Me daba cuenta que dejaba un puesto seguro, por algo efímero? Mis compañeros de la sucursal me dieron una despedida, en un chifa de La Victoria, en la que me hicieron muchas bromas sobre mis clientas del jirón Huatica que no me iban a extrañar.

Di la noticia a mi padre lleno de aprensión. Pese a que andaba camino de los dieciocho años, el temor ante él reaparecía en esas ocasiones -una sensación paralizante que empequeñecía y anulaba ante mí mismo mis propios argumentos, aun en asuntos en los que estaba seguro de tener razón-, así como el malestar cuando él estaba cerca, incluso en las más anodinas situaciones.

Me escuchó, empalideciendo ligeramente y escrutándome con esa mirada fría que nunca he visto en nadie más, y apenas terminé me exigió que le probara que iba a ganar quinientos soles. Tuve que volver donde el doctor Porras en busca de una constancia. Me la dio, algo extrañado, y mi padre se limitó a despotricar un rato, diciéndome que no había dejado el banco porque la otra ocupación iba a ser más interesante, sino por mi falta de ambición.

Y, al mismo tiempo que conseguí el trabajo con Porras Barrenechea, otra cosa excelente me pasó: el tío Lucho se vino a Lima. No por las buenas razones. Una brusca crecida del río Chira, por lluvias diluviales en las sierras de Piura, hizo que las aguas rompieran las defensas de la chacra de San José y destruyeran todos los algodonales, en un año en que las rozas aparecían muy cargadas y se esperaba una cosecha excepcional. La inversión y esfuerzos de muchos años quedaron pulverizados en minutos. El tío Lucho devolvió el fundo, vendió sus muebles, subió a su camioneta a la tía Olga y a los primos Wanda, Patricia y Lucho, y se dispuso a dar la pelea una vez más, ahora en Lima.

Su presencia iba a ser algo formidable, pensaba yo. La verdad, hacía falta. La familia había empezado a dar tumbos. El abuelito había quedado con la salud resentida y con problemas de memoria. El caso más alarmante era el del tío Juan. Desde que llegó de Bolivia había conseguido una buena situación, en una compañía industrial, pues era competente, y, además, un hombre casero, entregado a su mujer y a sus hijos. Siempre había sido aficionado a beber más de la cuenta, pero esto parecía algo que podía controlar a voluntad, unas licencias de fines de semana, en fiestas y reuniones familiares. Sin embargo, desde la muerte de su madre, año y medio atrás, esto había tomado proporciones. La mamá del tío Juan vino de Arequipa a vivir con él cuando se supo que tenía cáncer. Tocaba el piano maravillosamente y cuando yo iba a la casa de mis primas Nancy y Gladys, le pedía siempre a la señora Laura que tocara el vals Melgar, de Luis Duncker Lavalle, Blanca ciudad, y otras composiciones que nos recordaban a Arequipa. Era una mujer muy piadosa, que supo morir con compostura. Su muerte derrumbó al tío Juan. Permaneció encerrado en la sala de su casa, sin abrir, bebiendo, hasta perder el sentido. Desde entonces, solía beber así, horas de horas, días de días, hasta que a la persona bondadosa y bonachona que era sobrio, la reemplazaba un ser violento, que sembraba el miedo y la destrucción a su alrededor. Yo sufrí tanto como la tía Lala y mis primos con su decadencia, esas crisis en las que fue destruyendo sus muebles, entrando y saliendo de sanatorios -curas que intentaba una y otra vez y que eran siempre inútiles- y llenando de amargura y estrecheces a una familia a la que, sin embargo, adoraba.

El tío Pedro se había casado con una muchacha muy bonita, hija del administrador de la hacienda San Jacinto, y luego de haber pasado un año en Estados Unidos, ahora él y la tía Rosi vivían en la hacienda Paramonga, cuyo hospital dirigía. Esa familia iba muy bien. Pero el tío Jorge y la tía Gaby andaban como perro y gato, y su matrimonio parecía zozobrar. El tío Jorge había ido alcanzando cada vez mejores puestos. Con la prosperidad había contraído un apetito insaciable de diversión y de mujeres, y sus disipaciones eran fuente de continuos pleitos conyugales.

Los problemas familiares me afectaban mucho. Los vivía como si cada uno de esos dramas en los diferentes hogares de los Llosa me concernieran de la manera más íntima. Y con una bella dosis de ingenuidad creía que con la venida del tío Lucho todo se iba a arreglar, que gracias al gran desfacedor de entuertos la familia volvería a ser esa serena tribu indestructible, sentada alrededor de la larga mesa de Cochabamba, para el alborotado almuerzo de los domingos.

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