XVIII. LA GUERRA SUCIA

El 8 de enero de 1990 se cerró la inscripción de aspirantes al Parlamento Nacional. Y al día siguiente comenzó una publicidad televisiva de nuestros candidatos al Senado y a Diputados que tuvo un efecto demoledor sobre todo lo que yo venía diciendo desde agosto de 1987.

En el Perú existe el voto preferencial. Además de elegir determinada lista para el Senado y para Diputados, el votante puede marcar su preferencia por dos candidatos en cada una de esas listas. Ingresan a la Cámara respectiva un número de senadores y diputados proporcional al porcentaje de la votación obtenida por la lista. El orden en el que ingresan lo determina el voto preferencial.

La razón de este sistema fue permitir a los electores rectificar la decisión de los partidos en el orden de preferencias en las listas. De este modo, se pensaba, se contrarrestarían las imposiciones de las cúpulas, dando al elector la posibilidad de purificar los procesos partidarios de selección de candidatos. En la práctica, sin embargo, el voto preferencial resultó un sistema perverso que traslada la contienda electoral al interior de las listas parlamentarias, pues cada candidato trata de ganar para sí la preferencia sobre sus compañeros.

Para amortiguar los malos efectos de esta práctica, elaboramos una cartilla con recomendaciones, detallando los temas neurálgicos del programa, que se repartió a nuestros candidatos, en el Movimiento Libertad. Allí, Lucho Bustamante, Jorge Salmón, Freddy Cooper y yo les pedimos que no prometieran nada que yo no prometía ni incurrieran en mentiras y contradicciones. Desde el cade, toda la campaña electoral era un cargamontón de apristas y socialistas contra nuestro programa y no debían dar ocasión a los adversarios de demoler lo que habíamos construido. Era importante, también, evitar el derroche. Jorge Salmón les dio una clase sobre los riesgos de una saturación de las pantallas con spots publicitarios.

Fue como si hubieran oído llover. Apenas un puñado -menos de diez, en todo caso- se dieron el trabajo de organizar su campaña ajustando lo que decían en su propaganda con nuestro programa de gobierno. No excluyo de ello a los candidatos del Movimiento Libertad, varios de los cuales compartieron la responsabilidad de los excesos.

Desde el 9 de enero, en que los diarios de Lima aparecieron a página entera con la cara de Alberto Borea Odría, candidato pepecista a una senaduría, hasta fines de marzo

– es decir hasta pocos días antes de la elección-, la campaña de nuestros candidatos por el voto preferencial fue creciendo de manera avasalladora y anárquica, hasta alcanzar unos extremos que causaban risa y repugnancia. «Si lo que hacen me asquea a mí de ese modo», le dije muchas veces a Patricia, «¿cuál puede ser la reacción del hombre común frente a semejante espectáculo?».

Todos lo canales de televisión privados vomitaban desde la mañana hasta la noche las caras de nuestros candidatos, en avisos donde el derroche se conjugaba a menudo con el mal gusto, y en los que muchos ofrecían todo lo imaginable y concebible, sin importarles que ello estuviera en flagrante contradicción con los principios más elementales de aquella filosofía liberal que, decía yo, era la nuestra. Unos prometían obras públicas y otros controlar los precios y crear nuevos servicios, pero la mayoría no hacía referencia a idea alguna y se limitaba a promocionar su cara y su número, de manera chillona y machacante. A un aspirante a senador lo ensalzaba un aria de zarzuela cantada por un barítono y un candidato a diputado, para mostrar su amor al pueblo, aparecía entre grandes traseros de mulatas que bailaban ritmos afros; otro, lloraba rodeado de ancianitos cuya suerte compadecía con voz trémula.

La propaganda de los candidatos del Frente fue copando los medios audiovisuales hasta dar, en febrero y comienzos de marzo, la impresión de que sólo ellos existían. Los de las otras listas habían desaparecido, o hacían tan esporádicas apariciones que parecían pigmeos compitiendo con gigantes, o, más precisamente, muertos de hambre enfrentados a millonarios.

Alan García salió a la televisión a explicar que había hecho un cálculo, según el cual varios candidatos a senadores o a diputados del Frente Democrático llevaban gastado ya en spots televisivos más dinero del que ganarían a lo largo de los cinco años de gestión, caso de ser elegidos. Estaban, pues, subsidiados por grupos oligárquicos, cuyos intereses irían a defender al Congreso Nacional en contra de los del pueblo peruano. ¿Cómo iban a retribuir esos parlamentarios a sus generosos mecenas?

Aunque el presidente García no parecía la persona más indicada para vocear semejantes escrúpulos, a mucha gente debió quedarle en la cabeza que aquel exceso de publicidad escondía algo turbio. Y a otros votantes, los del montón, los que no hacen análisis, los que siguen impulsos, simplemente debió desagradarles esa arrogante demostración de poder económico y apagarles el entusiasmo que habían sentido, en un principio, por lo que parecía una propuesta nueva y limpia. Muchos de aquellos candidatos no eran nuevos; más bien la crema y nata de la politiquería criolla, y de alguno, incluso, no se podía decir que era limpio, pues su paso por el gobierno anterior había dejado una estela reprobable.

Desde las primeras encuestas que hizo Sawyer amp; Miller resultó evidente el impacto negativo de esa desaforada publicidad en los electores de menores ingresos, aquellos a los que la propaganda oficial martillaba la consigna de que yo era el candidato de los ricos. ¿Qué mejor exhibición de riqueza que lo que ocurría en los televisores? Lo que pudo haberse ganado en el año y medio anterior con mi prédica a favor de una reforma liberal, se perdió en días y semanas ante aquel asalto de tandas, avisos, carteles, que monopolizaban pantallas, radios, paredes, periódicos y revistas. En medio de ese maremagno en el que se esgrimía el emblema del Frente Democrático -una escalera de perfil prehispánico-, para promover las tesis y fórmulas más contradictorias, mi mensaje perdió su semblante reformista. Y mi persona quedó confundida con la de los políticos profesionales y la de quienes actuaban como si lo fueran.

En febrero las encuestas registraron un descenso de las intenciones de voto a mi favor. De pocos puntos, pero que me alejaban del 50 por ciento necesario para ganar en primera vuelta. Freddy Cooper citó a los candidatos parlamentarios del Frente Democrático. Les explicó lo que ocurría y les propuso poner topes a los spots. Sólo un puñado asistió a la reunión. Y Freddy debió enfrentarse a una suerte de motín; candidatos del Partido Popular Cristiano y de Acción Popular le dijeron, sin eufemismos, que no aceptaban su pedido, pues favorecería a los candidatos del Movimiento Libertad, quienes habían iniciado sus campañas antes que los aliados.

Mientras esto ocurría yo estaba recorriendo el departamento de Lambayeque, en el Norte, de modo que sólo a mi vuelta a Lima fui informado del asunto. Me reuní con Belaunde y con Bedoya, a quienes aseguré que si no poníamos fin al derroche publicitario perderíamos las elecciones. Ambos me pidieron que el asunto se discutiera en el Consejo Ejecutivo del Frente, lo que significó una pérdida de varios días.

En la reunión del Consejo quedó patente la endeblez interna de la alianza. Las explicaciones del jefe de campaña, con encuestas a la mano, sobre el desastroso efecto de la publicidad por el voto preferencial, no conmovieron a los miembros, la casi totalidad de los cuales eran candidatos al Senado o a Diputados. En nombre del Partido Popular Cristiano, el senador Felipe Osterling explicó que muchos de los candidatos de su partido habían esperado hasta las últimas semanas para lanzar su propaganda y que ponerles ahora cortapisas sería injusto y discriminatorio y que, por lo demás, corríamos el riesgo de ser desobedecidos. Y, por Acción Popular, el senador Gastón Acurio esgrimió parecidas razones y esta otra, con la que coincidieron muchos de los presentes: reducir nuestra publicidad era dejar el campo libre a la lista de independientes encabezada por el banquero Francisco Pardo Mesones, la que, en efecto, hacía también mucha propaganda. La lista de Pardo Mesones se presentaba con la etiqueta de «Somos libres» y Acurio hizo reír al Consejo Ejecutivo refiriéndose a ella como «Somos ricos». ¿Íbamos a silenciar a nuestros candidatos y tenderles la cama parlamentaria a los banqueros de «Somos ricos»? Total, se adoptó un lírico acuerdo exhortando a los candidatos a moderar su propaganda.

Ese mismo domingo, en una entrevista en televisión con César Hildebrandt, dije que los excesos de nuestros candidatos daban una impresión de derroche ofensiva para los peruanos, además de promover la confusión respecto al programa, y los exhorté a enmendarlos. En tres ocasiones más volví a hacerlo, pero ni siquiera los candidatos del Movimiento Libertad me hicieron caso. Una de las excepciones fue, por cierto, Miguel Cruchaga, quien el mismo día de mi declaración cortó su publicidad. Y algunas semanas más tarde, en conferencia de prensa, Alberto Borea anunció que, acatando mis exhortaciones, ponía fin a su campaña. Pero faltaban ya muy pocos días para las elecciones y el daño era irreparable.

No todos nuestros candidatos se excedieron ni tenían los medios de hacerlo. Fueron algunos, pero éstos lo hicieron de modo tan desmedido que la mala impresión perjudicó a todo el Frente, y, en especial, a mí. Éste fue un factor de debilitamiento del apoyo de ese 20 por ciento de votantes que, en las últimas semanas de la campaña, según las encuestas, cambió sus intenciones de voto hacia el ingeniero Alberto Fujimori, quien, en enero y febrero, y aún en la primera quincena de marzo, seguía estancado en el 1 por ciento.

En medio de la tumultuosa agenda que trataba de cumplir cada día, lo ocurrido me hizo reflexionar, muchas veces, sobre lo que esto dejaba entrever para el futuro, ganadas las elecciones. Nuestra alianza estaba prendida con alfileres y la adhesión de nuestros dirigentes a las ideas, a la moral y a las propuestas que yo hacía, subordinada a meros intereses políticos. Nada me garantizaba el apoyo de la mayoría parlamentaria -si la alcanzábamos- a las reformas liberales. Eso sólo se lograría mediante una enorme presión de opinión pública. Por eso, todo mi esfuerzo se concentró, a partir de enero, en ganar a aquellos sectores de las provincias y regiones del interior donde aún no había estado o estuve muy de prisa.

En el recorrido por el departamento de Lambayeque entré por primera vez a las cooperativas agrícolas de Cayaltí y Pomalca, consideradas plazas fuertes del aprismo. Sin embargo, en ambas pude hablar sin problemas, explicando en qué consistiría la privatización de las tierras y la conversión en empresas privadas de los complejos agrarios volviendo accionistas a los cooperativistas. No sé si me hacía entender, pero tanto en Cayaltí como en Pomalca hubo cálidas sonrisas entre los campesinos y obreros que me escuchaban, cuando les dije que ellos tenían la fortuna de trabajar en unas tierras pródigas y que, sin control de precios, sin monopolios estatales, serían el sector social que primero recibiría los beneficios de la liberalización. Y, más aún que en los ingenios azucareros, en Ferreñafe, en Lambayeque, en Saña, en el gran mitin de Chiclayo, o en los pequeños pueblos ardientes del departamento, la campaña adoptó esos días un aire de fiesta bulliciosa, con las inevitables danzas y canciones norteñas que abrían y cerraban los mítines. La alegría y el entusiasmo de la gente eran el mejor antídoto contra la fatiga. Y, también, algo que nos hacía olvidar por momentos la cara siniestra de la campaña: la violencia.

El 9 de enero, el ex ministro de Defensa, general de Ejército Enrique López Albújar, fue asesinado en las calles de Lima por un comando terrorista; nunca se aclaró por qué el general no llevaba escolta la mañana del atentado. Como las hermanas del general López Albújar eran militantes del Movimiento Libertad en Tacna, interrumpí mi gira por el Norte para volver a Lima y asistir a las exequias. Aquel asesinato fue el punto de partida de una escalada de los crímenes políticos, con los que Sendero Luminoso y el mrta trataron de frustrar el proceso electoral. Entre enero y febrero, más de seiscientas personas murieron por la violencia política y se registraron unos trescientos atentados.

También entre quienes actuaban en la legalidad la cercanía de las elecciones fue crispando las conductas. El apra, retornando a los métodos que hizo famosos en la historia peruana -la piedra, la pistola y el garrote-, empezó a atacar nuestros mítines, con grupos de búfalos que pretendían desbandarnos. A menudo, se producían refriegas que terminaban con heridos en el hospital. Nunca impidieron nuestras manifestaciones, pero en el curso de una gira por el interior del departamento de La Libertad hubo incidentes que estuvieron a punto de terminar en tragedia.

En ese departamento norteño, cuna y baluarte aprista, están las cooperativas más importantes de la costa, como Casagrande y Cartavio, que yo me empeñé en visitar. En Casagrande, aunque la contramanifestación de búfalos hacía un ruido infernal -estaban apostados en los techos y bocacalles de la plaza- el senador ex aprista Torres Vallejo y yo pudimos hablar desde la plataforma de una camioneta, e, incluso, hacer un recorrido a pie por el lugar, antes de retirarnos. Pero en Cartavio nos tenían preparada una emboscada. El mitin transcurrió sin incidentes. Apenas concluido, cuando la caravana se aprestaba a partir, fuimos atacados por una horda armada de piedras, armas blancas y algunos con pistolas que nos lanzó hasta llantas encendidas. Yo ya estaba en la camioneta supuestamente blindada, uno de cuyos cristales se desintegró con las pedradas, y, pese a los momentos de caos, atiné a coger la mano a uno de mis guardaespaldas cuando advertí que, asustado o encolerizado, se disponía a disparar a quemarropa contra los atacantes, a quienes encabezaban los dirigentes apristas de la zona Benito Dioces Briceño y Silverio Silva. Cuatro automóviles de nuestra caravana quedaron destrozados y quemados y uno de los heridos fue el periodista inglés Kevin Rafferty, que me seguía por tierras norteñas, y quien, me contaron, guardó la más imperturbable serenidad mientras la cara se le llenaba de sangre. Presencia de ánimo parecida tuvieron mi cuñado, Luis Llosa, que se quedaba siempre al final para verificar que los equipos de televisión y de sonido estuvieran guardados, y Manolo Moreyra, el líder del sode, quien, en una de sus habituales distracciones, se quedó inspeccionando el lugar cuando la manifestación ya se había dispersado. El ataque no les dio tiempo a alcanzar los coches. Entonces, se mezclaron con los atacantes, los que por fortuna no los reconocieron, librándose así ambos de una buena paliza. El episodio provocó muchas protestas y el presidente García empeoró las cosas diciendo por televisión que no había que hacer tanto alboroto «por unas piedrecitas que le cayeron a Vargas Llosa».

En realidad, las piedras eran un aspecto secundario de la guerra sucia preparada por García y sus secuaces contra mí, para esta última etapa. Lo sustancial serían las operaciones de descrédito, a las que, a partir de enero, pareció dedicarse el gobierno entero, bajo la batuta del ministro de Economía. Ellas irían proliferando en número e intensidad hasta las elecciones. Sería infinito enumerarlas todas, pero vale la pena dar cuenta de las más llamativas, pues muestran los abismos de basura y, a veces, de involuntario humor, a los que sus patrocinadores redujeron el proceso electoral.

El 28 de enero de 1991 el ministro de Economía, César Vásquez Bazán -el más incompetente de las nulidades que Alan García puso en esa cartera durante su gobierno- salió a la televisión, en el programa Panorama del Canal 5, a desafiarme a que mostrara mis declaraciones juradas desde 1984 para demostrar que había pagado los impuestos. Y, al día siguiente, un senador de Izquierda Unida, Javier Díez Canseco, mostró en la televisión aquellas declaraciones, asegurando que los datos que allí figuraban eran dudosos, «salvo sus ingresos por derechos de autor». Afirmó que yo había subvalorado mi casa de Barranco para eludir el pago de impuestos.

Comenzó así una campaña que se iría amplificando día por día y en la que colaboraban los supuestos adversarios -el gobierno aprista y la extrema izquierda representada por el pum (Partido Unificado Mariateguista) para mostrar al país que yo había evadido durante los últimos cinco años mis obligaciones con el fisco. Recuerdo la invencible sensación de asco que me embargó las pocas veces que alcancé a ver a Vásquez Bazán (hoy día prófugo de la justicia peruana), en las pantallas de la televisión, formulando la patraña. Aunque lo era de pies a cabeza, la masiva y sincronizada propaganda que la acompañó a lo largo de varios meses, y la utilización de los organismos estatales para adulterar la verdad fueron tales que llegaron a darle a la mentira una suerte de protagonismo en el tramo final de las elecciones.

Es muy difícil, para no decir imposible, que un escritor evada el pago de impuestos por los derechos que recibe. Éstos se le descuentan, en el país donde sus libros se publican, por el propio editor. Vivir de sus derechos de autor para un peruano es infrecuente y por eso mi caso yo lo había consultado, desde muchos años antes de la campaña electoral, con uno de los abogados tributaristas más destacados del país, un íntimo amigo: Roberto Dañino. Él -o, mejor dicho, su estudio- se ocupaba desde hacía tiempo de mis declaraciones juradas. Y, sabiendo muy bien que, al entrar en política, todo en mi vida sería espulgado en busca de puntos vulnerables, había sido particularmente escrupuloso en la declaración de mis ingresos ante las autoridades fiscales.

Mis libros no se publicaban en el Perú y mis impuestos se pagaban, por tanto, en los países donde aquéllos se editaban y traducían. Las leyes peruanas admiten que se deduzcan de los impuestos pagaderos en el Perú por el contribuyente, las sumas pagadas por éste al fisco por sus ingresos en el extranjero. Pero, en vez de hacer este trámite, yo me acogía en el Perú -donde no tenía ingresos- a una ley de exoneración de las obras consideradas de valor artístico presentada al Congreso por el apra, en 1965, [50] y aprobada por un Parlamento cuya mayoría era la alianza apro-odriísta. (Recordaré, entre paréntesis, que mi programa de gobierno contemplaba la eliminación de todas las exoneraciones tributarias, empezando por ésta.) Para que mis libros fueran incluidos dentro de aquella categoría había que seguir, con cada uno de ellos, un trámite ante el Instituto Nacional de Cultura y el ministerio de Educación, el que, finalmente, dictaba la resolución respectiva. El gobierno de Alan García lo había hecho con mis tres últimas obras. ¿Dónde estaba, pues, la evasión tributaria?

Rodeado de periodistas y camarógrafos, un abogado aprista, Luis Alberto Salgado, acudió a la Superintendencia Nacional de Contribuciones a pedir que se me abriera un proceso de fiscalización para determinar el monto de mis embaucos al Estado peruano. Obedientes, las autoridades fiscales no me abrieron uno, sino varias decenas. Así mantenían agitado el cotarro. Cada una de las acotaciones de la Superintendencia, que se suponen reservadas, llegaban a la prensa aprista e izquierdista antes que a mí y se publicitaban de manera escandalosa, para dar la impresión de que ya había sido encontrado culpable y que mi casa de Barranco sería muy pronto embargada.

Cada acotación -repito que fueron varias decenas- exigía un trabajo inmenso de las secretarias, para encontrar la justificación documentada y el precio de los pasajes de aquel viaje que hice a aquella universidad, a dar aquella conferencia, y cartas y télex a dichas universidades para que confirmaran que habían sido pagados los mil o mil quinientos dólares consignados en mi declaración de aquel año. El estudio de abogados al que pertenece Roberto Dañino no acababa de completar el expediente que satisfacía una acotación cuando recibía otra, o varias a la vez, con las exigencias y averiguaciones más extravagantes sobre mis viajes, conferencias, artículos de los últimos cinco años, para verificar que no había ocultado un solo ingreso. Todas fueron respondidas y absueltas, sin que pudiera probarse una sola irregularidad de mi parte.

¿Cuánto trabajo significó para Roberto Dañino y los colegas de su estudio hacer frente a esa inundación de investigaciones fiscales ordenadas por el presidente García como parte de la guerra sucia electoral? Si me hubieran cobrado honorarios, probablemente no hubiera podido pagárselos, pues otra de las consecuencias de esos tres años de inmersión en la política activa, fue que mis ingresos casi se extinguieron y tuve que vivir de los ahorros. Pero Bobby y sus colegas no aceptaron ser retribuidos por el esfuerzo que debieron hacer para mostrar que yo no había vulnerado esa legalidad que el gobierno aprista utilizaba con semejante desvergüenza.

Un día, Óscar Balbi me trajo la grabación de una conversación telefónica entre el director de Página Libre, Guillermo Thorndike y el director de Contribuciones, en que ambos discutían los pasos siguientes a darse en la campaña sobre mis declaraciones de impuestos. Porque cada iniciativa de aquella repartición estaba planificada de acuerdo a una estrategia publicitaria de la prensa amarilla. Con enormes titulares se anunciaba la partida a Europa de investigadores fiscales, pues las autoridades habían sido informadas de que yo era el principal accionista de la Editorial Seix Barral, el dueño de la Agencia Literaria Carmen Balcells, y de propiedades inmuebles en la ciudad de Barcelona y en la Costa Azul. Y una mañana, en que pasaba de una a otra reunión, en diferentes cuartos de la casa, vi a mi madre y a mi suegra, inclinadas sobre la radio, escuchando a un locutor de Radio Nacional anunciando que los emisarios del Poder Judicial ya avanzaban hacia Barranco a ejecutar el embargo de mi casa y de todo lo que había en ella, en cautela de los intereses nacionales defraudados.

Diligentes colaboradores del gobierno en esta campaña eran los líderes de la extrema izquierda, sobre todo el senador Díez Canseco, quien esgrimía en la pequeña pantalla mis declaraciones juradas, que le daba el apra, como pruebas acusatorias. Y un día oí, en una radio, a Ricardo Letts, también del pum, llamarme «pillo». Letts, a quien conozco hace muchos años, y con quien mantuve una buena amistad en todo ese tiempo a pesar de las desavenencias ideológicas, no me había parecido hasta entonces capaz de calumniar a un amigo creyendo sacar con ello beneficios políticos. Pero a estas alturas de la campaña ya sabía yo que, en el Perú, son pocos los políticos a los que la política, esa Circe, no vuelve cerdos.

Lo de los impuestos era una entre varias operaciones de descrédito con las que el gobierno trataba de impedir lo que todavía a estas alturas parecía un triunfo arrollador del Frente Democrático. [51] Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leída entera, a razón de un capítulo diario, en Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: «Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente.»

Otro caballo de batalla del apra era mi «ateísmo». «¡Peruano!: ¿Quieres un ateo en la presidencia del Perú?», se preguntaba un spot televisivo en el que aparecía una cara semimonstruosa -la mía-, que parecía encarnación y preludio de todas las iniquidades. Los investigadores de la oficina del odio encontraron, en un artículo mío sobre la huachafería -forma del mal gusto que es una propensión nacional-, titulado «¿Un champancito, hermanito?», una frase burlona sobre la procesión del Señor de los Milagros. Alan García, que para mostrar al pueblo peruano lo devoto que era, se vestía de morado en octubre y cargaba el anda con expresión de pecador contrito, se apresuró a declarar a la prensa que yo había ofendido gravemente a la Iglesia y a la más cara devoción del pueblo peruano. Los validos hicieron coro y durante varios días se vio, en diarios, radios y canales, a ministros y parlamentarios del gobierno convertidos en cruzados de la fe, desagraviando al Señor de los Milagros. Recuerdo a la fogosa ministra Mercedes Cabanillas, la cara trémula de indignación, hablando como una Juana de Arco dispuesta a ir a la pira en defensa de su religión. (No dejaba de tener gracia que hiciera esto el partido fundado por Haya de la Torre, quien había comenzado su carrera política, en mayo de 1923, oponiéndose a la entronización de Lima al Sagrado Corazón de Jesús y que había sido acusado, buena parte de su vida, de enemigo de la Iglesia, ateo y masón.)

Me embargaba una curiosa sensación frente a estas piruetas de la guerra sucia. No sé si era la fatiga por el inmenso esfuerzo físico y mental que significaba cumplir cada día con las reuniones, viajes, mítines, entrevistas y discusiones, o si había desarrollado un mecanismo psicológico defensivo, pero observaba todo ese circo como si fuera otra persona aquella con la que se encarnizaba la campaña negativa que iba desplazando cada vez más todo debate racional. Pero, ante los extremos de sainete y las violencias múltiples del proceso, empezó a asaltarme la idea de haberme equivocado, cifrando mi estrategia en decir la verdad y en un programa de reformas. Porque las ideas, la inteligencia, la coherencia y, sobre todo, la decencia, parecían tener cada vez menos sitio en la campaña.

¿Cuál era la actitud de la Iglesia, en vísperas de la primera vuelta? De extremada prudencia. Hasta el 8 de abril, se abstuvo de intervenir en el debate, sin dejarse arrastrar por la campaña sobre mi «ateísmo» y mis vejámenes al Cristo morado, pero sin mostrar tampoco la menor simpatía por mi candidatura. A comienzos de 1990 el cardenal Juan Landázuri Ricketts, arzobispo y primado de la Iglesia en el Perú, se había retirado por límite de edad -tenía 76 años- y lo había reemplazado uno diez años más joven, el jesuita Augusto Vargas Alzamora. A ambos les hice unas visitas protocolarias, sin sospechar el papel importantísimo que jugaría la Iglesia en la segunda vuelta electoral. Al cardenal Landázuri, arequipeño, emparentado con mi familia materna, lo había visto algunas veces en reuniones de parientes. Él había dado la dispensa para que pudiera casarme con mi prima Patricia en 1965 (pues el tío Lucho y la tía Olga exigieron un matrimonio por la Iglesia), pero no fui yo, sino mi madre y mi tía Laura, quienes fueron a pedírsela. Al cardenal Landázuri le había tocado liderar la Iglesia peruana desde mayo de 1955, acaso el período más difícil de toda su historia, con la división que trajo la teología de la liberación y la militancia comunista y revolucionaria de un número considerable de monjas y sacerdotes y el proceso de secularización de la sociedad, que avanzó en esas décadas más que en todos los siglos anteriores. Hombre muy prudente, no de grandes iniciativas ni audacias intelectuales, pero minucioso componedor y diplomático habilísimo, el cardenal Landázuri se las había arreglado para mantener la unidad de una institución socavada por tremendas disensiones. Fui a verlo a su casa de La Victoria el 18 de enero, con Miguel Cruchaga, y conversamos un buen rato, sobre Arequipa, mi familia -él recordaba haber sido compañero de colegio del tío Lucho y me contó anécdotas de mi madre, niña-, pero evitando el tema político y, por supuesto, sin mencionar para nada la campaña sobre mi ateísmo, en su apogeo. Sólo al despedirme, con un guiño, me susurró, señalando al sacerdote que lo acompañaba: «Este padre es un hincha del Fredemo.»

A monseñor Vargas Alzamora no lo conocía. Fui a felicitarlo por su nombramiento, acompañado de Álvaro y Lucho Bustamante, quien, ya lo he dicho, es una suerte de jesuita ad honorem. Nos recibió en un pequeño despacho del Colegio de la Inmaculada y, desde el primer momento del diálogo, me impresionó la viveza de su inteligencia y la lucidez con que juzgaba la problemática peruana. Aunque sin mencionar la campaña electoral, hablamos mucho del atraso, la miseria, la violencia, la anarquía y los desequilibrios y desigualdades del Perú, y su información sobre todo ello era tan sólida como bueno su juicio. Menudo y delicado, de hablar muy cuidadoso, monseñor Vargas Alzamora, sin embargo, delataba un carácter muy firme. Me pareció un hombre moderno, seguro de su misión y de gran fortaleza bajo sus modales corteses, seguramente el mejor timonel para la Iglesia peruana en los tiempos que corrían. Al despedirme, se lo dije a Lucho Bustamante. No imaginaba que la próxima vez vería al nuevo arzobispo de Lima en condiciones espectaculares.

Entretanto, mis recorridos por el Perú se sucedían de manera incesante, a un ritmo de cuatro, seis y a veces más localidades por día, tratando de cubrir una última vez los veinticuatro departamentos, y, en cada uno de ellos, el mayor número de provincias y distritos. El calendario trazado por Freddy Cooper y su equipo se cumplió a la perfección y debo decir que la logística de los mítines, desplazamientos, conexiones, alojamientos, alimentación, rara vez falló, lo que, teniendo en cuenta el estado del país y la idiosincrasia nacional, fue una proeza. Los aviones, helicópteros, lanchas, camionetas o caballos estaban allí, y en todas las aldeas o poblados había siempre un pequeño estrado y dos o tres muchachas y muchachos de Movilización que habían llegado antes para asegurar que los micrófonos y parlantes funcionaran, así como un dispositivo mínimo de seguridad. Freddy tenía varios ayudantes dedicados exclusivamente a secundarlo en esta tarea, y uno de ellos, Carlos Lozada, a quien llamábamos Woody Allen, porque se parecía a éste, y también a Groucho Marx, a mí me intrigaba por su don de ubicuidad. Parecía disfrazado de algo, no se sabía de qué, con un extraño gorro-casco dotado de orejeras que me recordaba el de Charles Bovary, y un sacón con una mochila adosada de la que él sacaba sandwiches cuando era preciso comer, radios portátiles para llamar, bebidas para la sed, revólveres para los guardaespaldas, baterías para las camionetas, y hasta los periódicos del día para no perder contacto con la actualidad. Siempre estaba corriendo, y hablando a un pequeño micrófono que llevaba colgado del pescuezo, con el que se comunicaba perpetuamente con alguna misteriosa central a la que rendía cuentas o de la que recibía instrucciones. Yo tenía la sensación de que ese monólogo eterno de Woody Allen organizaba mi destino, que él determinaba dónde hablaría, dormiría, viajaría y a quiénes vería o dejaría de ver en el curso de las giras. Pero nunca llegué a cruzar una palabra con él. Después supe que era un publicista que, habiendo comenzado a trabajar para la campaña de manera profesional, descubrió su verdadera vocación y secreta genialidad: la de organizador político. Es verdad, lo hacía magníficamente, resolvía todos los problemas y no creaba ninguno. Divisar, allí donde yo llegaba, entre la maleza de la selva, en medio de los riscos andinos, o en los pueblecitos del arenal costeño, su extravagante apariencia -de gruesos anteojos de miope, camisas coloradas y esa especie de mueble con fundas que llevaba encima, la caja de Pandora de la que salían cosas inimaginables-, me daba una sensación de alivio, el presentimiento tranquilizador de que, en ese lugar, todo transcurriría como planeado. Una mañana, en Ilo, nada más llegar, y antes de ir a la manifestación que me esperaba en la plaza, decidí pasar por el puerto, donde descargaban un barco. Me acerqué a hablar con los estibadores, que, apoyados en la pasarela de la nave, vigilaban la carga y descarga de los «puntos» (trabajadores a los que alquilaban su trabajo), y, de pronto, como uno más de ellos, entreverado en el grupo, arrebosado en su casqueta y sacón mobiliario, hablando en su micrófono, allá arriba, descubrí a Woody Allen.

En medio de ese remolino de viajes por todo el Perú, todavía me las arreglé para ir, por un día, a Brasil, atendiendo a una invitación del presidente recién electo, Fernando Collor de Mello. El triunfo de éste parecía el de un programa liberal radical, semejante al mío, contra las ideas mercantilistas, estatizantes e intervencionistas de Lula da Silva y por esto, así como por la importancia de Brasil para el Perú -su vecino con más de tres mil kilómetros de frontera común-, se decidió, en la dirección del Frente Democrático, que hiciera el viaje. Llevé conmigo a Lucho Bustamante, para que tomara contacto con la ya nombrada ministra de Economía de Collor -la luego famosa Zelia Cardoso- y a Miguel Vega Alvear, cuyo Instituto Pro-Desarrollo había elaborado una serie de proyectos de cooperación económica con Brasil. Uno de estos proyectos me había entusiasmado mucho, cuando me lo describieron, y desde entonces había ido alentando su preparación. Se trataba de unir las cuencas del Pacífico y del Atlántico, a través de una articulación de los sistemas carreteros de ambos países, siguiendo el eje Río Branco-Asís-Ipanaro-Ilo-Matarani, que, a la vez que satisfaría una antigua vocación brasileña -la salida comercial al Pacífico y a sus emergentes economías asiáticas-, daría un formidable impulso económico al desarrollo de toda la región sureña del Perú, en especial Moquegua, Puno y Arequipa.

El simpático Collor -quién hubiera imaginado en esos días que sería destituido acusado de ladrón- me recibió, en Brasilia, en una casa llena de jardines hollywoodenses -garzas y cisnes se paseaban a nuestro alrededor mientras almorzábamos- con una frase alentadora -«Eu estou torciendo por vocé, Mario» («Estoy haciendo barra por usted»)- y con la sorpresa de un viejo amigo, a quien no esperaba ver allí: José Guillermo Merquior, entonces embajador de Brasil ante la Unesco. Merquior, ensayista y filósofo liberal, discípulo de Raymond Aron y de Isaiah Berlín, con quienes había estudiado en la Sorbona y en Oxford, era uno de los pensadores que con mayor rigor y consistencia había defendido las tesis del mercado y de la soberanía individual en América Latina, cuando la marea colectivista y estatista parecía monopolizar la cultura del continente. Su presencia, junto a Collor, me pareció una magnífica señal de lo que podía ser el gobierno de éste (presunción que, por desgracia, no confirmó la realidad). Merquior estaba ya grave, con la enfermedad que acabaría con su vida algún tiempo después, pero no me lo dijo y, más bien, lo noté optimista, bromeando conmigo sobre cómo habían cambiado los tiempos desde que, diez años atrás, en Londres, nuestros países nos parecían irremisiblemente inmunizados contra la cultura de la libertad.

La reunión con Collor de Mello fue cordialísima pero no muy fecunda, porque gran parte de la conversación durante el almuerzo la acaparó Pedro Pablo Kuczynski, uno de mis asesores económicos, con bromas y consejos que a veces parecían órdenes, al flamante presidente brasileño sobre lo que debía y no debía hacer. Pedro Pablo, ex ministro de Energía y Minas en el segundo gobierno de Belaunde -el mejor de los ministros que tuvo éste-, había sido perseguido por la dictadura militar de Velasco, para su buena suerte. Pues vivir en el exilio le permitió pasar de modesto funcionario del Banco Central de Reserva del Perú a ejecutivo del First Boston, de Nueva York, en el que, luego de su gestión con Belaunde, llegó a ocupar la presidencia. En los últimos años viajaba por el mundo entero -él siempre precisaba que en aviones privados, y, si no había más remedio, en el Concorde- privatizando empresas y asesorando a gobiernos de todas las ideologías y geografías que querían saber qué era una economía de mercado y qué pasos dar para llegar a ella. El talento de Pedro Pablo en materias económicas es muy grande (también haciendo jogging y tocando piano, flauta y laúd y contando chistes); pero su vanidad lo es aún más y en aquel almuerzo desplegó sobre todo esta última, hablando hasta por los codos, dictando cátedra y ofreciendo sus servicios para caso de necesidad. A los postres, Collor de Mello me cogió del brazo y me llevó a un cuarto vecino donde pudimos hablar a solas un momento. Ante mi sorpresa, me dijo que el proyecto de integración de las cuencas del Atlántico y del Pacífico tendría que enfrentar la resistencia y acaso oposición abierta de Estados Unidos, pues este país temía que, de concretarse aquel proyecto, sus intercambios comerciales con los países asiáticos de la cuenca del Pacífico se vieran lesionados.

Con el tiempo, recordaría mucho algo que me dijo Collor durante el almuerzo, en un respiro que le dio Kuczynski: «Ojalá gane en primera vuelta y no tenga que pasar por lo que yo.» Y explicó que la segunda vuelta electoral en el Brasil había sido de una tensión insoportable, al extremo de que por primera vez en su vida había sentido vacilar su vocación política.

Le quedé muy agradecido a Collor de Mello -como al presidente uruguayo Sanguinetti- por invitarme en plena campaña electoral, a sabiendas de que ello disgustaría mucho al presidente Alan García, y que podía disgustar al futuro mandatario peruano, si yo no era el vencedor. Y lamenté que este presidente joven y enérgico, que parecía tan bien preparado para llevar a cabo la revolución liberal en su país, no la hiciera, sino de manera muy fragmentaria y contradictoria, y, lo peor de todo, amparando la corrupción, con el consiguiente resultado calamitoso.

Al regresar a Lima me encontré con una invitación de la cgtp (Central General de Trabajadores del Perú), la central sindical comunista, para exponer mi Plan de Gobierno ante la IV Conferencia Nacional de Trabajadores, que se celebraba en el Centro Cívico de Lima. El certamen había sido organizado para sacramentar la candidatura de Henry Pease García, de Izquierda Unida, como la candidatura obrera y como un contrapeso a la reunión del cade. Como a éste, sólo los cuatro candidatos que parecían tener alguna posibilidad habíamos sido invitados, pero Alfonso Barrantes inventó un pretexto para no ir, temeroso de ser humillado por quienes lo consideraban un aburguesado y revisionista. El candidato del apra, Alva Castro, en cambio, se presentó y resistió las pifias. Me pareció que yo también debía ir, precisamente porque los dirigentes de la central comunista estaban seguros de que no tendría el valor de meterme a la boca del lobo. Además, sentía curiosidad por conocer la reacción de esos delegados sindicales impregnados de marxismo-leninismo ante mis propuestas.

Convoqué de prisa a los dirigentes de las comisiones de Trabajo y de Privatización -los temas obligados, allí, eran la reforma laboral y el capitalismo popular- y, acompañado también de Álvaro, nos presentamos en el Centro Cívico, en la tarde del 22 de febrero. El local estaba atestado, con cientos de delegados, y un grupo de extremistas de Sendero Luminoso, parapetado en un rincón, me recibió con gritos de «¡Uchuraccay! ¡Uchuraccay!». Pero el propio servicio de orden de la cgtp los calló y pude hacer mi exposición, de más de una hora, sin interrupciones y escuchado con la atención que un auditorio de seminaristas prestaría al diablo. Espero que algunos de ellos descubrieran que Satanás no era tan feo como lo pintaban.

Les dije que los sindicatos eran indispensables en una democracia, y que sólo en ella funcionaban como auténticos defensores de los obreros, pues en los países totalitarios no eran más que burocracias políticas y correas de transmisión de las consignas del poder. Y que, por eso, en Polonia, un sindicato obrero, Solidaridad, en defensa del cual yo había convocado una marcha callejera en Lima, en 1981, encabezaba las luchas por la democratización del país.

Respecto al Perú, les aseguré que, aunque ello fuera en contra de sus más firmes creencias, nuestro país estaba mucho más cerca de su ideal estatista y colectivista, con su enjambre de empresas públicas e intervencionismo generalizado, que del sistema capitalista, del que sólo conocía la versión más innoble: el mercantilismo. La reforma que yo proponía tenía como objeto remover todos los instrumentos de la discriminación y de la explotación de los pobres por un puñado de privilegiados, con lo cual la justicia vendría acompañada de la prosperidad. Ésta no nacía con la redistribución de la riqueza existente -eso significaba la diseminación de la pobreza- sino con un sistema en el que todos pudieran acceder al mercado, a la empresa y a la propiedad privada.

Con la ayuda de Javier Silva Ruete, que me acompañaba, explicamos que la privatización de las empresas públicas se haría de modo que obreros y empleados pudieran convertirse en accionistas -dando ejemplos concretos en casos de entidades como PetroPerú, los grandes Bancos o Minero Perú- y que defender, en nombre de la justicia social, empresas como SiderPerú, cuya vida artificial costaba ingentes recursos al país, era un paralogismo, pues esos recursos desperdiciados, de los que se beneficiaban un puñado de burócratas y de políticos, podían servir para construir las escuelas y los hospitales que tanta falta hacían a los pobres.

La primera obligación de un gobierno en el Perú era acabar con la pobreza de millones de peruanos, y para ello había que atraer la inversión y estimular la creación de empresas nuevas y el crecimiento de las existentes, removiendo los obstáculos que lo impedían. La estabilidad laboral era uno de ellos. Los trabajadores que se beneficiaban de ésta eran una ínfima minoría, en tanto que los que necesitaban trabajar eran la mayoría del país. No era una casualidad que los países con más alta oferta de empleo en el mundo, como Suiza o Hong Kong o Taiwan, tuvieran las leyes laborales más flexibles. Y Víctor Ferro, de la comisión de trabajo, explicó por qué la desaparición de la estabilidad laboral no podría servir de coartada para el atropello.

No sé si convencimos a alguien pero, para mí, fue una satisfacción hablar de estos temas ante semejante auditorio. Había pocas posibilidades de ganarlos para nuestra causa, desde luego, pero confío en que algunos comprendieran por lo menos que nuestro programa de gobierno proponía una reforma sin precedentes de la sociedad peruana y que la condición de los obreros, de los informales, de los marginados y, en general, de las capas de menos ingresos, estaba en el centro de mi esfuerzo. Al terminar la reunión hubo aplausos de cortesía, y un intercambio con el secretario general de la cgtp y miembro del Comité Central del Partido Comunista, Valentín Pacho, que Álvaro ha recogido en El diablo en campaña: «Ya ve, doctor Vargas Llosa, no había que temerles a los trabajadores.» «Ya ve, señor Pacho, los trabajadores no tienen nada que temer de la libertad.» En los medios de comunicación mi presencia en la Conferencia de la cgtp fue silenciada por los órganos del gobierno, pero los medios amigos le sacaron buen partido y hasta Caretas y reconocieron que había sido audaz.

Al día siguiente, Álvaro, muy excitado, interrumpió una reunión en mi casa con Mark Mallow Brown para darme los resultados de las elecciones en Nicaragua: contra todos los pronósticos, Violeta Chamorro derrotaba a Daniel Ortega y ponía punto final a diez años de sandinismo. Luego de lo ocurrido en Brasil, la victoria de Violeta confirmaba el cambio de vientos ideológicos en el continente. La llamé para felicitarla -la conocía desde 1982, en que la había visto enfrentándose a lo que parecía indetenible, en su casa de Managua pintarrajeada con insultos de las «turbas»- y en el comando de campaña hubo quienes pensaron que debía hacer un viaje relámpago a Nicaragua, para fotografiarme con ella, como lo había hecho con Collor de Mello. Miguel Vega Alvear encontró incluso la manera de realizar toda la operación en veinticuatro horas. Pero yo me negué, porque el 26 de febrero tenía una cita con los militares peruanos, en el caem (Centro de Altos Estudios Militares).

Arma importante de la guerra sucia era mi «antimilitarismo» y «antinacionalismo». El apra, sobre todo, pero también parte de la izquierda -que desde los tiempos de la dictadura de Velasco se había vuelto militarista- recordaban que el Ejército había quemado en un acto público, en 1963, mi novela La ciudad y los perros por considerarla ofensiva para las Fuerzas Armadas. La oficina del odio encontró, escarbando en mi bibliografía, muchas declaraciones y citas mías en artículos y entrevistas atacando el nacionalismo como una de las «aberraciones humanas que más sangre ha hecho correr en la historia» -frase que, en efecto, suscribo- y las difundía masivamente, en volantes anónimos, pero impresos en la Editora Nacional. En uno de ellos, se advertía a los electores que el Ejército no permitiría que «su enemigo» tomara el poder y que si yo ganaba las elecciones habría un cuartelazo.

Esto era, también, algo temido por dirigentes del Frente Democrático, que me aconsejaban gestos públicos y reuniones privadas con jefes militares para tranquilizarlos respecto al «antimilitarismo» de mis libros y algunas tomas de posición de veinte o treinta años atrás (por ejemplo, a favor de la revolución cubana y del intento guerrillero del mir, de Luis de la Puente y Guillermo Lobatón, en 1965).

Las Fuerzas Armadas iban a tener un rol decisivo en las elecciones, pues, encargadas de garantizar el proceso electoral, de ellas dependería que Alan García se saliera con la suya si intentaba distorsionar el resultado. Asegurar su imparcialidad era imprescindible, así como tener un diálogo abierto con las instituciones militares con las que gobernaríamos el día de mañana. Pero entrevistarse con los altos mandos no era fácil; temían las represalias del presidente si éste percibía en ellos simpatía hacia el candidato del Frente Democrático. Y, con razón, pues Alan García había provocado convulsiones internas en las instituciones militares, mutando, pasando a retiro y promoviendo oficiales para asegurarse de que adictos suyos estuvieran en los puestos claves. La Marina había resistido a estos embates, manteniendo una cierta línea institucional en las promociones y rotación de cargos, pero la Aviación y, sobre todo, el Ejército, habían sido traumatizados con los nombramientos hechos desde Palacio de Gobierno.

En el Frente teníamos una comisión de Defensa, presidida por Johnny Johamovitch, integrada por una media docena de generales y almirantes, que funcionaba de manera más bien secreta para proteger la vida de sus integrantes de las acciones terroristas y de las represalias de Palacio. Cada vez que yo me reunía con ellos tenía la sensación de haber pasado a la clandestinidad por las precauciones que había que tomar -cambios de coches, de choferes, de casas-, pero lo cierto es que en cada exposición que me hacían -generalmente por boca del general Sinesio Jarama, experto en guerra revolucionaria- yo advertía que trabajaban mucho. Desde la primera reunión les dije que el objetivo de nuestra política de Defensa debía ser la despolitización de las Fuerzas Armadas, su reconversión para la defensa de la sociedad civil y de la democracia, y su modernización. La reforma debía garantizar que no hubiera más intromisiones políticas en la institucionalidad militar ni intromisiones militares en la vida política del país. Esta comisión y la de Derechos Humanos, dirigida por Amalia Ortiz de Zevallos, con la que colaboraban también algunos militares, tuvieron roces al principio pero al fin pudieron coordinar el trabajo, sobre todo en el tema de la subversión.

A través de los miembros de estas comisiones, o de amigos, y a veces a pedido de ellos mismos, tuve varias entrevistas con jefes militares sobre las actividades de Sendero Luminoso y del mrta. La más oficial de todas fue el 18 de septiembre de 1989, en Pro-Desarrollo, con el ministro del Interior y hombre para todo servicio de Alan García, Agustín Mantilla, quien, acompañado de un puñado de generales y coroneles de la Policía, nos hizo a mí y a un pequeño grupo del Movimiento Libertad una exposición muy franca sobre Sendero Luminoso, su implantación en el campo y en las ciudades y las dificultades que entrañaba infiltrar espías y obtener información en una organización tan hermética y piramidal y tan implacable en sus métodos. El ministro Mantilla, quien, diré de paso, me pareció más inteligente y articulado de lo que se podía esperar de un hombre que se ha pasado la vida dirigiendo matones y pistoleros, nos detalló una operación recientísima, en una aldea de la sierra de Lima, donde Sendero, según su sistema habitual, había ejecutado a todas las autoridades y tomado el control del lugar, a través de comisarios políticos, convirtiéndolo en una base de apoyo para la guerrilla. Un comando antisubversivo había llegado hasta allí, luego de una marcha nocturna por los riscos andinos, y capturado y ejecutado a su vez a los comisarios. Pero el destacamento militar senderista logró escapar. El ministro Mantilla no se iba por las ramas y con frialdad nos dijo que ésta era la única manera posible de actuar en la guerra a muerte que Sendero había desatado y en la que, reconoció, la subversión ganaba terreno. Al terminar, me llamó aparte, para decirme que el presidente me enviaba sus saludos. (Le pedí que se los retornara.)

Algún tiempo antes, el 7 de junio de 1989, el Servicio de Inteligencia de la Marina, que, se supone, es el mejor organizado -pues las rivalidades institucionales habían impedido que hubiera un servicio de inteligencia integrado-, nos había hecho a Belaunde, a Bedoya, a mí y a un pequeño grupo del Frente Democrático, una exposición de varias horas sobre el mismo asunto, en uno de los locales de la Naval. Los oficiales que presentaron los informes eran desenvueltos y la información que manejaban abundante y, en apariencia, bien fundada. Tenían fotos tomadas en París de los visitantes del centro de operaciones instalado allí por Sendero Luminoso para sus campañas de propaganda y recolección de fondos en toda Europa. ¿Por qué, entonces, la lucha antisubversiva era tan ineficaz? Según ellos, por la falta de entrenamiento y de equipos para este género de guerra de unas Fuerzas Armadas que seguían preparándose y equipándose para la guerra convencional, y por el escaso apoyo de la población civil que actuaba como si ésta fuera una lucha entre terroristas y militares y no le concerniera.

Pese a la discreción que nos recomendaron, aquel encuentro trascendió y tuvo consecuencias, pues el presidente García pidió sanciones para los responsables. Desde entonces, las entrevistas con oficiales en activo las hice solo, luego de cinematográficos recorridos en que me cambiaban varias veces de casa y de automóvil, como si las personas con quienes iba a conversar fueran delincuentes con las cabezas a precio y no respetabilísimos jerarcas de las Fuerzas Armadas. Lo más absurdo era que, en casi todos los casos, esas reuniones eran inútiles, pues no se hablaba en ellas de nada trascendente, salvo de chismes políticos o de inciertas maniobras que el gobierno podría estar maquinando para impedirme ganar las elecciones. Creo que, en muchos casos, las aparatosas reuniones fueron organizadas por militares curiosos de verme la cara.

Las impresiones que saqué de aquellos encuentros fueron decepcionantes. Por culpa de la crisis económica y la decadencia nacional, las carreras militares habían dejado de atraer a jóvenes de talento y bajado sus niveles a extremos peligrosos. Algunos de los oficiales con los que conversé eran de una soberbia incultura y me miraban como a un bicho raro cuando les explicaba lo que, a mi parecer, debía ser la función del Ejército en una sociedad moderna y democrática. Algunos eran simpáticos y campechanos, como aquel coronel de artillería que me preguntó a bocajarro, apenas nos presentaron; «¿Cómo eres tú para el trago?» Le dije que malísimo. «Entonces, te has jodido», me aseguró. Según él, Alan García había conquistado la simpatía y el respeto de sus colegas ganándoles las «carreras de obstáculos» que organizaba en Palacio de Gobierno con los altos mandos, después del desfile militar de Fiestas Patrias. ¿Qué era la carrera de obstáculos? En una gran mesa se alineaban filas de vasos y copas alternados de cerveza, whisky, pisco, vino, champagne y todas las bebidas imaginables. El presidente designaba a los contendores e intervenía él mismo en la competencia. Ganaba el que salvaba más obstáculos sin rodar por el suelo como un odre. Le aseguré al coronel que, como bebo poco y tengo alergia a los borrachos, la celebración de Fiestas Patrias en Palacio sería conmigo más sobria.

De todas esas reuniones la que me dejó un mejor recuerdo fue la conversación con el general Jaime Salinas Sedó, jefe entonces de la Segunda Región -la División de Tanques-de la que han salido casi siempre los golpes militares. Con él allí la democracia parecía asegurada. Culto, bien hablado, de maneras elegantes, parecía muy preocupado por la tradicional incomunicación entre la sociedad civil y la esfera militar en el Perú, lo que, decía, era un riesgo continuo para la legalidad. Me habló de la necesidad de tecnificar y modernizar a las Fuerzas Armadas, de erradicar de ellas la política y de sancionar con severidad los casos de corrupción, frecuentes en los últimos años, para que las instituciones militares tuvieran en el país el prestigio que tenían en Francia o Gran Bretaña. [52] Tanto él, como el almirante Panizo, entonces presidente del Comando Conjunto, con quien tuve también un par de reuniones privadas, me aseguraron de manera enfática que las Fuerzas Armadas no permitirían el fraude electoral.

El discurso ante el caem es uno de los tres que escribí y publiqué durante la campaña. [53] Me pareció importante hablar en profundidad ante la flor y nata de los institutos militares, de temas centrales para la reforma liberal del Perú en los que las Fuerzas Armadas estaban involucradas.

A diferencia de lo que ocurre en las democracias modernas, en el Perú no ha habido nunca una solidaridad recóndita entre las Fuerzas Armadas y la sociedad civil, por culpa de los golpes militares y por la incomunicación casi total entre los estamentos militar y civil. Para lograrla, era preciso el apoliticismo y el profesionalismo, la total independencia e imparcialidad de las Fuerzas Armadas ante las divisiones y querellas políticas. Y que los militares fueran conscientes de que, en la situación económica del Perú, los gastos de armamentos serían nulos en el futuro inmediato, salvo en dotar a las Fuerzas Armadas de equipos adecuados para la lucha contra el terrorismo. Esta lucha sólo sería ganada si civiles y militares combatían hombro con hombro contra quienes habían causado ya destrozos por valor de diez mil millones de dólares. Como presidente, asumiría la dirección de esa lucha, a la que serían llamados a integrarse los campesinos y trabajadores, en rondas armadas y asesoradas por los propios militares. Y no toleraría abusos a los Derechos Humanos, incompatibles con un Estado de Derecho y contraproducentes si se quería ganar el apoyo de la población.

Es un error confundir el nacionalismo con el patriotismo. Éste es un legítimo sentimiento de amor por el suelo donde uno nació; aquél, una doctrina decimonónica, restrictiva y anticuada, que en América Latina había enfrentado a nuestros países en guerras fratricidas y arruinado nuestras economías. Siguiendo el ejemplo de Europa, había que acabar con aquella tradición nacionalista y trabajar por la integración con los vecinos, la disolución de las fronteras y el desarme continental. Mi gobierno se esforzaría, desde el primer día, en remover todas las barreras económicas y políticas que impedían una estrecha colaboración y amistad con los países latinoamericanos, principalmente nuestros vecinos. Mi discurso terminaba con una anécdota, de cuando yo enseñaba en el King's College, de la Universidad de Londres. Allí descubrí un día que dos de mis más aplicados alumnos eran dos jóvenes oficiales del Ejército británico, a quienes éste había becado para hacer una maestría en estudios latinoamericanos: «Por ellos supe que entrar a Sandhurst o a la Escuela Naval o al Ejército del Aire en Gran Bretaña era un privilegio reservado a los jóvenes más capaces y esforzados -ni más ni menos que entrar a las universidades más ilustres-, y que la preparación que allí recibían no sólo los educaba para los fragores de la guerra (aunque también para ellos, claro está), sino para la paz: es decir, para servir a su país eficientemente como científicos, como investigadores, como técnicos, como humanistas.» Hacia esta meta tendería la reorganización de las Fuerzas Armadas en el Perú.

Dos o tres días después de la reunión del caem, Sawyer amp; Miller tuvo los resultados de una nueva encuesta nacional, la más importante hecha hasta entonces por el número de personas y lugares incluidos en la muestra. Yo tenía la primera mayoría, con un 41 o 42 por ciento de las intenciones de voto. Alva Castro había conseguido remontar hasta un 20 por ciento, en tanto que Barrantes seguía estancado en el 15 por ciento y Henry Pease en el 8 por ciento. Los resultados no me parecieron tan malos, pues esperaba un desplome por culpa de la propaganda por el voto preferencial. Pero no acepté la propuesta de Mark Mallow Brown de cancelar las giras por el interior y concentrarme en una campaña a través de los medios y en recorridos por los barrios marginales de Lima. En la capital eran conocidos mi persona y mi programa, en tanto que en muchos lugares del interior aún no.

Esa misma semana, cuando, en las pequeñas pausas que tenía en los aviones o camionetas entre mítines, garabateaba el discurso que pronunciaría en un encuentro con intelectuales liberales de diversos países que el Movimiento Libertad había organizado entre el 7 y el 9 de marzo, me llegó la noticia del asesinato de nuestro dirigente ayacuchano Julián Huamaní Yauli. Viajé de inmediato para asistir a su entierro y llegué cuando velaban sus restos, en una pequeña capilla ardiente levantada en el segundo piso de una antigua y oscura vivienda, el Colegio de Contadores. Fue una sensación extraña la de estar allí, contemplando la cabeza destrozada por los balazos senderistas de ese humilde ayacuchano, que, en cada uno de mis viajes a su tierra, me había acompañado en los recorridos, ceremonioso y discreto, como suelen serlo sus paisanos. Su asesinato era un buen ejemplo de la irracionalidad y crueldad estúpida de la estrategia terrorista, que no quería castigar en ese modestísimo y hasta entonces apolítico Julián Huamaní, violencia, explotación o abuso alguno, sino, simplemente, asustar con el crimen a quienes creían que las elecciones podían cambiar las cosas en el Perú. Era el primer dirigente del Movimiento Libertad que caía. ¿Cuántos otros lo seguirían? Me lo preguntaba mientras llevábamos sus restos a la iglesia, por las calles de Ayacucho, sintiendo por primera vez ese sentimiento de culpa que, sobre todo durante la segunda vuelta, me embargaría cada vez que me anunciaban que las vidas de militantes o candidatos nuestros habían sido segadas por los terroristas.

Muy poco después del asesinato de Julián Huamaní Yauli, el 23 de marzo, otro candidato del Frente a una diputación, el populista José Gálvez Fernández, fue asesinado al salir del colegio que dirigía, en Comas, uno de los distritos populares de Lima. Sencillo y simpático, era uno de los dirigentes locales de Acción Popular que había trabajado más por la buena colaboración entre las fuerzas del Frente. Cuando fui, aquella noche, al local de Acción Popular, donde lo velaban, encontré a Belaunde y a Violeta muy afectados por el asesinato de su correligionario.

Pero entre sangrientos sucesos como éstos, hubo también, en los últimos días de la campaña, un contraste estimulante: el certamen «La revolución de la libertad». Desde muchos meses atrás habíamos planeado reunir en Lima a intelectuales de distintos países, cuyas ideas hubieran contribuido a los extraordinarios cambios políticos y culturales en el mundo, para mostrar que lo que queríamos hacer en el Perú era parte de un proceso de revalorización de la democracia, al que se sumaban cada vez más pueblos en el mundo. Y para que nuestros compatriotas supieran que el pensamiento más moderno era liberal.

El encuentro duró tres días, en El Pueblo, en las afueras de Lima, donde tuvieron lugar las conferencias, mesas redondas, debates, y, en las noches, serenatas y fiestas a las que la presencia masiva de jóvenes del Movimiento, dio mucho color. Teníamos la ilusión de que Lech Walesa asistiera. A Miguel Vega, que fue a verlo a Gdansk, el líder de Solidaridad le prometió que haría lo posible, pero a última hora los problemas internos de su país lo retuvieron, y nos envió un mensaje, con dos dirigentes del sindicato polaco, Stefan Jurczak y Jacek Chwedoruk, cuya presencia, en el estrado, la noche que lo leyeron, provocó una explosión de entusiasmo. (Recuerdo a Álvaro, más exaltado que de costumbre, coreando el nombre de Walesa a todo pulmón, con las manos en alto.)

Los encuentros culturales suelen ser aburridos, pero éste no lo fue, en todo caso para mí, y tampoco, creo, para los jóvenes que trajimos de todo el país a fin de que oyeran hablar de la ofensiva liberal que recorría el mundo. Muchos escuchaban por primera vez las cosas que allí se dijeron. Tal vez por la total inmersión en el lenguaje estereotipado de la lucha electorera, aquellos tres días me pareció degustar un exquisito fruto prohibido oyendo palabras sin trastienda política inmediata ni servidumbre a la actualidad, empleadas de modo personal, para explicar los grandes cambios en marcha o los que podían sobrevenir en los países que se reformaran a sí mismos jugando a fondo la libertad política y la económica -fue el tema de Javier Tusell-, o, simplemente, describiendo en abstracto, como lo hizo Israel Kirzner, la naturaleza del mercado. Recuerdo las espléndidas exposiciones de Jean-Francois Revel y de sir Alan Walters, como los momentos más altos del encuentro, y la explicación que hizo José Pinera de las reformas económicas que trajeron a Chile desarrollo y democratización. Fue muy estimulante, sobre todo, gracias a las intervenciones del colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, los mexicanos Enrique Krauze y Gabriel Zaid, el guatemalteco Armando de la Torre y otros comprobar que en todo el continente había intelectuales afines a nuestras ideas, que veían nuestra campaña con la esperanza de que, si se lograba en el Perú, la revolución liberal contagiara a sus países.

Entre los asistentes figuraban dos luchadores cubanos de primera línea: Carlos Franqui y Carlos Alberto Montaner. Ambos llevaban muchos años, desde que sintieron que la revolución por la que lucharon había sido traicionada, combatiendo contra la dictadura castrista en nombre de inequívocas convicciones democráticas. Me pareció que, al cerrar el encuentro, debía hacer pública mi solidaridad con su causa, decir que la libertad de Cuba era también bandera nuestra, y que, si ganábamos, los cubanos libres tendrían en el Perú a un aliado en su lucha contra uno de los últimos vestigios del totalitarismo en el mundo. Así lo hice, antes de leer mi discurso, [54] provocando las previsibles iras del dictador cubano quien, dos o tres días después, respondió desde La Habana con sus vituperios habituales.

Octavio Paz, quien no pudo venir, envió un vídeo, con un mensaje grabado, explicando por qué ahora apoyaba esa candidatura de la que dos años atrás había tratado de disuadirme en Londres, y Miguel Vega Alvear se vio en apuros para conseguir los aparatos de televisión suficientes a fin de que todos los asistentes escucharan el mensaje. Pero lo logró y de este modo Octavio Paz estuvo aquellos días con su imagen y voz entre nosotros. Su aliento era para mí muy oportuno, pues la verdad es que de tanto en tanto me martillaban en el oído las razones que me había dado, dos años atrás, en una conversación en su hotel londinense de Sloane Street, mientras tomábamos el ortodoxo té con scones, para que no entrase en la política activa: incompatibilidad con el trabajo intelectual, pérdida de la independencia, manipulaciones de los políticos profesionales y, a la larga, frustración y el sentimiento de años de vida malgastados. En su mensaje, Octavio, con esa sutileza para desplegar un razonamiento que es, junto a la elegancia de su prosa, su mejor atributo intelectual, se desdecía de aquellas razones y les anteponía otras, más actuales, justificando mi empeño y vinculándolo a la gran movilización liberal y democrática en el Este europeo. En ese momento, fue tonificante para mí escuchar, en boca de alguien a quien yo admiraba desde joven, las razones que me daba hacía tiempo a mí mismo. No mucho después, sin embargo, tendría ocasión de comprobar cuan acertada había sido su primera reacción y cómo la realidad peruana se apresuraba a contradecir esta segunda.

Pero, todavía más que por razones intelectuales, esos tres días del certamen fueron una verdadera vacación, pues pude alternar con amigos a los que no veía hacía tiempo y conocer a personas estupendas que vinieron al encuentro trayendo ideas y testimonios refrescantes para ese país de cultura embotellada y marginal en que la pobreza y la violencia habían convertido al Perú. Salvo la fuerte seguridad de que estuvo rodeado el local, los participantes extranjeros no tuvieron indicios de la violencia en que se vivía en el país y pudieron, incluso, divertirse con un espectáculo de música y bailes peruanos, al que dos espontáneos, Ana y Pedro Schwartz, añadieron unas sevillanas. (Lo consigno para la historia, pues vez que lo he contado, nadie me ha creído que el destacado economista español fuera capaz de tal proeza.)

Estos tres días de relativo descanso me dieron, además, energías para el último mes, que fue de vértigo. Reanudé la campaña el domingo 11 de marzo, con mítines en Huaral, Huacho, Barranca, Huarmey y Casma, y desde entonces, hasta la manifestación del cierre de campaña, el 5 de abril, en Arequipa, recorrí una media docena de ciudades y pueblos cada día, hablando, presidiendo caravanas y dando conferencias de prensa en todas ellas y volando casi todas las noches a Lima para reunirme con el comando del Frente, el equipo de Plan de Gobierno, el pequeño grupo de asesores del kitchen cabinet, y al que asistía también Patricia, coordinadora de mi agenda.

Como las manifestaciones eran casi siempre multitudinarias y, en las últimas semanas, las rivalidades internas parecían haberse esfumado y el Frente daba una imagen de cohesión y solidez, la victoria me parecía segura. Las encuestas lo decían así, aunque todas descartaban ya el triunfo en primera vuelta. Habría un desempate y yo prefería competir en la segunda vuelta con el candidato aprista, pues imaginaba que el antiaprismo de algunas fuerzas de la izquierda me permitiría captar votos de ese lado. Pero, en mi fuero interno, no perdía las esperanzas de que, en el último momento, el pueblo peruano accediera a darme desde el mismo 8 de abril el mandato que le pedía.

El 28 de marzo, día de mi cumpleaños, el recibimiento en Iquitos fue apoteósico. Desde el aeropuerto hasta la ciudad una enorme masa me escoltó, y yo y Patricia, que me acompañaba en la camioneta descubierta, veíamos, impresionados, que de todas las casas salían nuevos grupos de entusiastas a añadirse a la densa caravana que no cesó un momento de corear los lemas del Frente y cantar y bailar con una alegría y un fervor indescriptibles (todo en la Amazonía se convierte en fiesta). En la tribuna me esperaba una tarta gigantesca, con cincuenta y cuatro velitas, y aunque hubo apagones y los micrófonos funcionaron mal, la magnitud del mitin fue tal que Patricia y yo quedamos galvanizados.

Allí dormí esa noche, las tres o cuatro horas que se habían vuelto mi ración de sueño, y a la mañana siguiente, muy temprano, volé al Cusco, donde, empezando por Sicuani, Urcos, Urubamba y Calca, emprendí una gira que debía culminar, dos días después, a las cinco de la tarde, en la plaza de Armas de la antigua capital del imperio de los incas. Por razones históricas y también políticas, Cusco, tradicional ciudadela de izquierda, tiene un valor simbólico en el Perú. Y su plaza de Armas, donde las piedras de los antiguos palacios incaicos sirven de base a los templos y viviendas coloniales, es una de las más bellas e imponentes que conozco. También una de las más grandes. El comité cusqueño del Movimiento Libertad me había prometido que, aquella tarde, estaría llena de bote en bote, y que ni apristas ni comunistas conseguirían estropear el mitin. (Habían intentado agredirnos en todos mis recorridos anteriores por el departamento.)

Me preparaba para salir a aquel mitin cuando me llamó Álvaro, desde Lima. Lo noté muy agitado. Estaba en la oficina del comando de campaña, con Mark Mallow Brown, Jorge Salmón, Luis Llosa, Pablo Bustamante y los analistas de las encuestas. Acababan de recibir la última y se habían llevado una mayúscula sorpresa: en los barrios marginales y pueblos jóvenes de Lima -el 60 por ciento de la capital- el candidato Alberto Fujimori había despegado en los últimos días de manera vertiginosa, desplazando en las intenciones de voto al apra y a la izquierda, y las indicaciones eran que su popularidad crecía «como la espuma, minuto a minuto». Según los analistas, se trataba de un fenómeno circunscrito a los barrios más pobres de Lima y a los sectores C y D; en los demás, y en el resto del Perú, se mantenía la correlación de fuerzas. Mark consideraba el peligro muy serio y me aconsejaba suspender la gira, incluido el mitin del Cusco, y regresar a Lima en el acto, para, desde hoy y hasta las elecciones, concentrar todos los esfuerzos en los distritos y barrios periféricos de la capital a fin de atajar aquel fenómeno.

Le contesté a Álvaro que estaban locos si creían que iba a dejar plantados a los cusqueños y que volvería a Lima al día siguiente, después de los mítines de Quillabamba y Puerto Maldonado. Partí hacia la plaza de Armas del Cusco y, allí, el espectáculo me hizo olvidar todas las aprensiones del comando de campaña. Era el atardecer y un sol ardiente encendía las faldas de la cordillera y la cuesta de Carmenca. Los tejados de San Blas y las piedras prehispánicas de iglesias y conventos echaban llamas. En el purísimo azul añil del cielo no había nubes y destellaban ya algunas estrellas. La apretada muchedumbre que cubría la enorme plaza parecía a punto de estallar de entusiasmo y en el aire transparente de la sierra las caras curtidas de los hombres y los vivos colores de las polleras femeninas y los carteles y banderas que agitaba ese bosque de manos eran muy nítidos y parecían al alcance de cualquiera que, desde el estrado levantado en el atrio de la catedral, hubiera estirado el brazo para tocarlos. Nunca me sentí tan emocionado en toda la campaña como aquella tarde cusqueña, en esa antigua y hermosa plaza donde el desdichado país en que nací vivió sus más altos momentos de gloria y donde, alguna vez, fue civilizado y próspero. Así se lo dije, con la garganta cerrada, al arquitecto Gustavo Manrique Villalobos del comité de Libertad, cuando, con los ojos húmedos, me susurró, señalándome la impresionante concurrencia: «Promesa cumplida, Mario.»

En la noche, a la hora de la cena, en el hotel de Turistas, pregunté quién era y de dónde venía este Alberto Fujimori que sólo a diez días de las elecciones parecía comenzar a existir como candidato. Hasta entonces no creo haber pensado una sola vez en él, ni haber oído a nadie mencionarlo en los análisis sobre el proceso electoral que hacíamos en el Frente y en el Movimiento Libertad. Había visto alguna vez, al paso, los ralos carteles del fantasmal organismo que inscribió su candidatura, cuyo nombre, Cambio 90, parasitaba un lema nuestro -El gran cambio en libertad- y fotos pintorescas del personaje cuya estrategia de campaña consistía en pasearse en un tractor, a veces con un chullo indígena sobre su cara oriental, repitiendo un eslogan -Honradez, Tecnología y Trabajo- que contenía toda su propuesta de gobierno. Pero ni siquiera como excentricidad folklórica este ingeniero de cincuenta y dos años, hijo de japoneses, de apellido duplicado -Fujimori Fujimori- se llevaba el cetro entre los diez candidatos a la presidencia registrados por el Jurado Nacional de Elecciones, pues en este dominio lo derrotaba el señor Ataucusi Gamonal o profeta Ezequiel.

El profeta Ezequiel era el fundador de una nueva religión, los Israelitas del Nuevo Pacto de la Iglesia Universal, surgida en las alturas de los Andes, y con cierta implantación en comunidades campesinas y barrios marginales de las ciudades. Hombre humilde, nacido en el pueblecito de La Unión (Arequipa), educado por una secta evangélica de la sierra central, se había apartado de aquélla luego de tener una revelación en Tarma y fundado la suya propia. A sus fíeles se los reconocía porque andaban, las mujeres, embutidas en unas túnicas severas y con un pañuelo en la cabeza y, los hombres, con las uñas y los cabellos larguísimos, pues uno de los preceptos de su credo era no interferir en el desenvolvimiento del orden natural. Vivían en comunidades, trabajando la tierra y compartiéndolo todo, y habían tenido enfrentamientos con Sendero Luminoso. Al principio de la campaña, Juan Ossio, que estudiaba como antropólogo a los israelitas y tenía buena relación con ellos, me había invitado a almorzar a su casa con el profeta Ezequiel y con el jefe de sus apóstoles, el hermano Jeremías Ortiz Arcos, pues pensaba que el apoyo de la secta podía ganarnos votos campesinos. Guardo un divertido recuerdo de ese almuerzo, en el que todo el diálogo conmigo lo sostuvo el hermano Jeremías, un cholo fuerte y astuto, de enmarañadas crenchas recogidas en trenzas y de estudiadas poses, mientras el profeta permanecía mudo y sumido en una suerte de arrobo místico. Sólo a los postres, después de haber comido como un Heliogábalo, volvió a este mundo. Me buscó los ojos y cogiéndome el brazo con sus garras negras, pronunció esta frase definitiva: «Yo lo pondré en el trono, doctor.» Alentados por lo que interpretamos como una promesa de ayuda electoral, Juan Ossio y Freddy Cooper fueron a almorzar con el profeta Ezequiel y sus apóstoles a una carpa israelita, de una barriada de Lima, y Freddy recordaba aquel ágape como una de las pruebas menos digestas de su efímera carrera política. Inútil, por lo demás, pues al poco tiempo el profeta Ezequiel decidió ponerse en el trono él mismo, lanzando su candidatura. Aunque en las encuestas jamás había llegado ni siquiera al 1 por ciento, a veces los analistas del Frente especulaban sobre la posibilidad de un descarte del voto campesino hacia el profeta, que desestabilizara el panorama político. Pero ninguno intuyó que la sorpresa vendría del ingeniero Fujimori.

Al regresar a Lima, en la tarde del 30 de marzo, me encontré con una noticia curiosa. Nuestro equipo de seguridad había detectado una orden dada la víspera por el presidente Alan García a todas las Corporaciones Regionales de Desarrollo de que, a partir de este momento, reorientasen su apoyo logístico -transportes, comunicaciones y publicidad- de la candidatura aprista de Alva Castro a la de Cambio 90. Al mismo tiempo, desde ese día todos los medios de comunicación dependientes del gobierno y afines a García -sobre todo el Canal 5, Radioprogramas, La República, Página Libre y La Crónica- comenzaron a levantar de manera sistemática una candidatura que hasta entonces apenas mencionaban. El único que no pareció sorprendido con las novedades fue Fernando Belaunde, con quien me reuní la misma noche de mi regreso a Lima. «La candidatura de Fujimori es una típica maniobra aprista para quitarnos votos», me aseguró el ex presidente. «Lo hicieron conmigo, en 1963, inventándose la candidatura del ingeniero Mario Sámame Boggio, que decía las mismas cosas que yo, era profesor de la misma universidad que yo, y que, al final, sacó menos votos incluso que las firmas con que se inscribió en el registro electoral.» ¿Era el candidato del chullo y el tractor un epifenómeno de Alan García? En todo caso, Mark Mallow Brown estaba inquieto. Las encuestas flash -hacíamos una diaria, en Lima- confirmaban que en los pueblos jóvenes el «chinito» crecía a un ritmo veloz.

¿Quién era? ¿De dónde salía? Había sido profesor de matemáticas y rector de la Universidad Agraria, y, como tal, presidió en una época el conup (Consejo Nacional de la Universidad Peruana). Pero su candidatura no podía ser más endeble. Ni siquiera había conseguido llenar los cupos de senadores y diputados en su lista. Entre sus candidatos había muchos pastores de iglesias evangélicas y eran todos, sin excepción, desconocidos. Después descubrimos que había incluido entre ellos a su propio jardinero y a una adivinadora y quiromántica, embarrada en un proceso de drogas, Madame Carmelí. Pero la mejor prueba de la poca seriedad de la candidatura era que el propio Fujimori figuraba, también, como candidato a una senaduría. La Constitución peruana permite esta duplicación, de lo cual se aprovechan muchos aspirantes parlamentarios que, para conseguir mayor publicidad, se inscriben a la vez como candidatos a la presidencia. Nadie con posibilidades reales de ser presidente postula al mismo tiempo a senador, pues ambos cargos son incompatibles, según la Constitución.

Aunque no anulé todo el resto de las giras programadas para los últimos días

– Huancayo, Jauja, Trujillo, Huaraz, Chimbote, Cajamarca, Tumbes, Piura y Callao-, hice, casi todas las mañanas, antes de partir a provincias, recorridos por los pueblos jóvenes de Lima donde Fujimori parecía más asentado, y una serie de spots televisivos, conversando con gentes de los sectores C y D, que me interrogaban sobre los puntos de mi programa más atacados. Con el flamante apoyo de los aviones y camionetas del gobierno, Fujimori comenzó una serie de recorridos por provincias y las informaciones mostraban, en todos sus mítines, una gran asistencia de peruanos humildes a los que el «chinito» del poncho, el chullo y el tractor que atacaba en sus discursos a todos los políticos parecía, de la noche a la mañana, haber hechizado.

El viernes 30 de marzo, el nuevo alcalde de Lima, Ricardo Belmont, endosó mi candidatura. Lo hizo desde mi casa de Barranco, luego de una conversación que fue para mí muy instructiva. El despegue de Fujimori lo había puesto muy inquieto, porque aquél no sólo repetía todo lo que Belmont había dicho en su campaña municipal -«no soy un político», «todos los políticos han fracasado», «ha llegado la hora de los independientes»-, sino que los comités de su propia organización, obras, en los barrios marginales de Lima, habían comenzado a ser fagocitados por Cambio 90. Sus locales cambiaban de banderas y los carteles con su cara eran reemplazados por otros, con la del «chinito». Para Belmont no había la menor duda: Fujimori era una creación del apra. Y me contó que el ex alcalde aprista de Lima, Jorge del Castillo, había tratado de que incluyese a Fujimori en su lista de regidores, algo que él no hizo por ser aquél un ilustre desconocido. Seis meses atrás, el postulante presidencial de Cambio 90 sólo aspiraba a ser concejal de un municipio.

Como se lo había dicho a Álvaro, con quien celebró varias reuniones previas a este encuentro conmigo y de quien se hizo amigo, Ricardo Belmont me aseguró en aquella entrevista: «Voy a parar a Fujimori.» Y en esos últimos ocho días de campaña hizo cuanto estuvo a su alcance para apuntalar mi candidatura, en conferencia de prensa, en un programa de televisión que ideó con ese objeto y subiendo al estrado a darme su apoyo en el mitin del 4 de abril, en el paseo de la República, con el que cerramos la campaña en Lima. Nada de eso sirvió para contener lo que los periodistas bautizarían luego como el tsunami, pero a mí me dejó una imagen simpática de Belmont, a quien, previsiblemente, el futuro gobierno peruano le hizo pagar caro ese despliegue, asfixiando a la alcaldía de Lima con la falta de recursos y condenándolo a una gestión poco menos que nula. [55]

El día 3 de abril hubo dos buenas ocurrencias. La guapa Gisella Valcárcel, que, de artista de variedades había pasado a dirigir uno de los más populares programas de la televisión, luego de entrevistar a Fujimori y delante de él, anunció a su teleaudiencia que votaría por mí. Fue un gesto valeroso, porque el Canal 5 ya había tratado de impedir antes que Gisella participara en el festival que Acción Solidaria organizó para la Navidad. Sin embargo, ella fue el estadio y animó la fiesta -sacándome incluso a bailar un huayno- y ahora, en vísperas del acto electoral, hizo público su endose, tratando de arrastrar a su público a apoyarme. La llamé para agradecérselo, y hacer votos para que esto no le acarreara represalias, cosa que, felizmente, no ocurrió.

La segunda buena nueva fueron los resultados de la última encuesta nacional que Mark y sus analistas Paul, Ed y Bill, me trajeron a la casa en la tarde de ese miércoles: me mantenía en un promedio de un 40 por ciento de las intenciones de voto y la arremetida de Fujimori, que abarcaba no sólo Lima, también el resto del Perú -con la sola excepción de la Amazonía-, le quitaba votos sobre todo al apra y a la Izquierda Unida, las que pasaban al tercero y cuarto lugar, respectivamente, en casi todos los departamentos. El avance de Fujimori en los barrios marginales de la capital parecía contenido; y en distritos como San Juan de Lurigancho y Comas yo había recuperado algunos puntos.

Centenares de periodistas de todo el mundo estaban en Lima para la elección del domingo 8 y el comando de campaña temía que la capacidad para mil quinientas personas del salón de actos del Sheraton fuera insuficiente. Mi casa de Barranco estaba cercada por fotógrafos y camarógrafos día y noche y la seguridad se veía en aprietos para contener a los que querían escalar los muros o saltar al jardín. Para tener privacidad teníamos que cerrar persianas y bajar cortinas y hacer que los visitantes entraran en auto al garaje si no querían ser acosados por las hordas periodísticas. La ley electoral no permite publicar encuestas los quince días anteriores a las elecciones, pero en el extranjero los diarios ya habían dado noticias de la sorprendente aparición en el último minuto de las elecciones peruanas de un dark horse de origen nipón.

Yo no me sentía alarmado, como lo había estado los días de la proliferación publicitaria de nuestros candidatos parlamentarios -la que, en estas dos últimas semanas, se redujo a dimensiones menos estrepitosas-, aunque no podía dejar de pensar que entre ella y el fenómeno Fujimori había una relación de vasos comunicantes. Ese espectáculo de inmodestia económica había caído al pelo a alguien que se presentaba ante los peruanos pobres como otro pobre, asqueado de una clase política que nunca había resuelto los problemas del país. Sin embargo, pensaba que el voto por Fujimori -el voto de castigo a nosotros- no podría llegar a más de un 10 por ciento del electorado, el sector más desinformado e inculto. ¿Quiénes sino podían votar por un desconocido, sin programa, sin equipo de gobierno, sin la menor credencial política, que casi no había hecho campaña fuera de Lima, improvisado de la noche a la mañana como candidato? Dijeran lo que dijeran las encuestas, no se me pasaba por la cabeza que una candidatura tan huérfana de ideas y personas pudiera pesar frente al monumental esfuerzo desarrollado por nosotros a lo largo de casi tres años de trabajo. Y, en secreto, sin decírselo ni siquiera a Patricia, todavía albergaba la esperanza de que los peruanos me dieran ese domingo el mandato para el «gran cambio en libertad».

Semejante ilusión se alimentaba, en buena medida, de una lectura equivocada de los últimos mítines, que fueron todos, empezando por el de la plaza de Armas del Cusco, formidables. Lo fue también el del 5 de abril, en el paseo de la República, en Lima, en el que hablé de mí y de mi familia de manera confesional, explicando, contra la propaganda que me presentaba como un privilegiado, que yo debía todo lo que era y tenía a mi trabajo, y el de Arequipa, el último, el día 6, en el que prometí a mis coterráneos que sería «un presidente rebelde y turbulento», como lo había sido mi tierra natal en la historia del Perú. Esos actos tan bien organizados, esas plazas y avenidas que bullían de gente sobreexcitada y enronquecida de corear nuestros lemas -tantas muchachas y muchachos, sobre todo- daban la idea de una movilización arrolladora, de un país encandilado con el Frente. Antes del mitin final, con Patricia y mis tres hijos recorrimos las calles de la ciudad en coche descubierto en una caravana de varias horas a la que de cada rincón arequipeño se sumaba más y más gente, con ramos de flores o papel picado, en una atmósfera de verdadero delirio. Durante uno de esos recorridos en Arequipa, me ocurrió una de las más bonitas anécdotas de esos años. Una señora joven se acercó a la camioneta, me alcanzó un niño de pocos meses para que lo besara, y me gritó: «¡Si ganas, tendré otro hijo, Mario!»

Pero cualquiera que se hubiera sentado a hacer sumas y restas, con la cabeza fría, y observado con atención el tipo de gente que acudía a esas marchas y mítines hubiera desconfiado: quienes estaban allí representaban casi exclusivamente al tercio de los peruanos de mayores ingresos. Aunque una minoría, se bastaban para colmar las plazas de las ciudades peruanas, sobre todo ahora que, como pocas veces en nuestra historia, esas clases medias y altas se habían afiliado en bloque a un proyecto político. Pero los otros dos tercios, los peruanos más empobrecidos y frustrados por la decadencia nacional de las últimas décadas, a parte de los cuales, en algún momento, al comienzo de la campaña, mis propuestas llegaron a interesar, se habían luego distanciado de ellas, por miedo, confusión, disgusto con lo que apareció de pronto como el viejo Perú elitista y arrogante de los blancos y los ricos -algo que nuestra publicidad contribuyó a crear tanto como la campaña de los adversarios- y cuando yo presidía aquellos apoteósicos mítines que me daban la impresión de preservar la mayoría casi absoluta que me atribuían las encuestas, ya habían empezado a decidir la elección de manera distinta.

Algunos amigos habían llegado al Perú del extranjero, como Carmen Balcells, mi agente literaria de Barcelona y cómplice de muchas peripecias, mi editor inglés, Robert McCrum y el escritor y periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, a quienes pude ver la víspera del día de elecciones, en medio de la asfixiante serie de entrevistas con corresponsales extranjeros que figuraba en mi agenda. Una sorpresa fue que aparecieran también por allí mi editor finlandés, Erkki Reenpa y Sulamita, su mujer, cuyas níveas caras escandinavas habían surgido de pronto como por arte de magia en medio de la muchedumbre, en el mitin de Piura, sin que yo pudiera acabar de entender cómo era posible que esos dos amigos de Helsinki se aparecieran en ese confín remoto del Perú. Después supe que me habían seguido, en esa última semana, por distintas ciudades, haciendo prodigios para, alquilando autos y tomando aviones, estar presentes en todos mis últimos mítines. Y esa noche, en mi casa, me encontré con un telegrama que me había enviado desde Ginebra mi íntimo amigo de juventud, Luis Loayza, a quien no veía hacía muchos años y que me emocionó: «Un abrazo, sartrecillo valiente.»

El domingo 8, con Patricia, Álvaro y Gonzalo, fuimos a votar temprano al colegio Mercedes Indacochea, de Barranco, y Morgana nos acompañó, muerta de envidia porque sus hermanos ya podían votar. Luego, antes de partir al hotel Sheraton, averigüé cómo estaban funcionando en todo el país esas decenas de miles de personeros, en las mesas electorales, que el equipo dirigido por Miguel y Cecilia Cruchaga preparaba para este día desde hacía meses. Todo estaba en orden; el transporte había funcionado y nuestros personeros se hallaban en sus puestos desde el amanecer.

Habíamos reservado varios pisos del Sheraton para el día de las elecciones. En el primero estaban las oficinas de prensa del Frente, con Álvaro y su equipo, y en el segundo se habían instalado los faxes, teléfonos y escritorios para los corresponsales y la sala donde yo hablaría luego de conocer los resultados. En el piso 18 había una oficina de cómputo, en la que Mark Mallow Brown y su gente recibían proyecciones de voto, informes de nuestros personeros y resultados de las encuestas hechas a las salidas de los centros de votación que llegaban a las computadoras que Miguel Cruchaga tenía instaladas, en semisecreto, en San Antonio. Me entregarían una primera proyección a eso del mediodía.

El piso 19 se reservó para mi familia y amigos íntimos, y el servicio de seguridad tenía órdenes de no dejar entrar a nadie más. Me encerré en una suite a eso de las once de la mañana, solo. Estuve viendo en la televisión cómo iban votando los líderes de los distintos partidos políticos, o figuras célebres del deporte y la canción, y de pronto me angustió la idea de que durante cinco años más probablemente no volvería a leer ni escribir nada literario. Entonces me senté y en una libretita que llevo siempre en el bolsillo escribí este risueño poema al que, desde que leí un libro de Alfonso Reyes sobre Grecia, en instantes de asueto, le daba vueltas:

Alcides

Pienso en el poderoso Alcides,

llamado también Hércules.

Era muy fuerte. Aún en la cuna

aplastó a dos serpientes, una

por una. Y, adolescente,

mató a un león, gallardamente.

Cubierto con su piel, peregrino

audaz, fue por el mundo. Lo imagino

musculoso y bruñido, dando caza.

al león de Nemea. Y, en la plaza

calcinada de Lidia, sirviendo

como esclavo y entreteniendo

a la reina Onfale. Vestido

de mujer, el venido

de Grecia hilaba y tejía

y, en su gentil disfraz, divertía

a la corte.

Allí lo dejo

al invicto joven trejo:

en el ridículo sumido

y, paf, lo olvido.

A eso de la una subieron a verme Mark, Lucho y Álvaro con la primera proyección: yo raspaba el 40 por ciento y Fujimori el 25 por ciento. El dark horse confirmaba su notable implantación en todo el país. Mark me explicó que la tendencia era a que yo siguiera creciendo, pero, viendo su cara, supe que me mentía. Si estas cifras se confirmaban, el electorado no me había dado el mandato y habría una mayoría parlamentaria hostil a nuestro programa.

Bajé a conversar con mi madre y mis tíos, tías, primas y amigos, y comí con ellos unos sandwiches, sin contarles lo que sabía. Hasta el tío Lucho, pese a su hemiplejia y parálisis, estaba allí, sonriendo detrás de su inmovilidad y silencio, acompañándome en el gran día. Volví a la suite del piso 19, donde a las dos y media de la tarde me alcanzaron una segunda y más completa proyección nacional. De inmediato, advertí la catástrofe: había perdido tres puntos -estaba en 36 por ciento-, Fujimori mantenía su 25 por ciento, el apra bordeaba el 20 por ciento y las dos izquierdas, juntas, el 10 por ciento. No se necesitaban dotes de adivino para leer el porvenir: habría una segunda vuelta en la que apristas, socialistas y comunistas volcarían en bloque sus votos a favor de Fujimori, dándole una victoria cómoda.

Álvaro se quedó conmigo, a solas, un momento. Estaba muy pálido, con esas ojeras azules que, cuando era niñito, presagiaban sus pataletas. De mis tres hijos, es el que más se parece a mí, en su apasionamiento y en sus entusiasmos, en su entrega desmedida, sin reservas y sin cálculos, a sus amores y a sus odios. Tenía veinticuatro años y esta campaña había sido una experiencia extraordinaria en su vida. No fue idea mía sino de Freddy Cooper la de hacerlo nuestro vocero de prensa, ya que era periodista, ya que vivía tan obsesionado con el Perú, ya que estaba tan cerca de mí y tan identificado con las ideas liberales. Había costado trabajo que aceptara. A Freddy y a mí nos dijo que no, pero, al final, Patricia, que es todavía más empecinada que él, lo convenció, por lo cual habíamos sido acusados de nepotismo y bautizados por la prensa aprista como «La familia real». Había desempeñado muy bien su trabajo, peleándose con mucha gente, claro está, por no hacer la menor concesión ni acceder a nada de lo que pudiéramos arrepentimos después, tal como yo se lo había pedido. En todo este tiempo había aprendido mucho más que en sus tres años en la London School of Economics, sobre su país, sobre la gente y sobre la política, pasión que contrajo en su adolescencia y que desde entonces lo absorbía, así como en su niñez lo había absorbido la religión. (Conservo aún la sorprendente carta que me mandó, desde el internado, a sus trece años, comunicándome su decisión de dejar el catolicismo para confirmarse por la Church of England.) «Todo se fue a la mierda», decía, lívido. «Ya no habrá reforma liberal. El Perú no cambiará y seguirá como siempre. Lo peor que te podría pasar ahora es ganar.» Pero yo sabía que este riesgo estaba descartado.

Le pedí que localizara a nuestro personero ante el Jurado Nacional de Elecciones, y cuando Enrique Elías Laroza vino al piso 19, le pregunté si era legalmente posible que uno de los dos candidatos finalistas renunciara a la segunda vuelta, cediendo al otro la presidencia de una vez. De manera enfática me aseguró que sí. [56] Y todavía me animó: «Claro, ofrécele a Fujimori uno o dos ministerios y que renuncie a la segunda vuelta.» Pero lo que yo estaba ya pensando ofrecerle a mi rival era algo más apetitoso que unas carteras ministeriales: la banda presidencial. A cambio de algunos puntos claves de nuestro programa económico y de unos equipos capaces de llevarlo a la práctica. Mi temor, desde ese instante, fue que, a través de interpósita persona, Alan García y el apra siguieran gobernando el Perú y el desastre de los últimos cinco años continuara, hasta la delicuescencia de la sociedad peruana.

Desde esa segunda proyección nunca tuve la menor duda sobre el desenlace ni me hice la menor ilusión sobre mis posibilidades de triunfo en una segunda vuelta. En los meses y años anteriores había podido palpar físicamente el odio que llegaron a tenerme los apristas y los comunistas, a quienes mi irrupción en la vida política peruana, defendiendo tesis liberales, llenando plazas, movilizando a unas clases medias a las que antes tenían intimidadas o confundidas, impidiendo la nacionalización del sistema financiero, y reivindicando cosas que ellos habían convertido en tabúes -la democracia «formal», la propiedad y la empresa privada, el capitalismo, el mercado-, les desbarató lo que creían un seguro monopolio del poder político y del futuro peruano. La sensación, alimentada por las encuestas a lo largo de casi tres años, de que no había manera legal de atajar a ese intruso resucitador de la «derecha» que llegaría al poder en olor de multitudes, había envenenado aún más su animadversión y, exasperada ésta por las intrigas que orquestaba desde Palacio Alan García, había aumentado su encono contra mí de una manera demencial. La aparición de Fujimori, en el último minuto, era un regalo de los dioses para el apra y la izquierda y era obvio que ambos se entregarían en cuerpo y alma a trabajar por su victoria, sin ponerse a pensar un minuto en lo riesgoso que era llevar al poder a alguien tan mal equipado para ejercerlo. El sentido común, la razón, son flores exóticas en la vida política peruana y estoy seguro de que, aun si hubieran sabido que, veinte meses después de votar por él, Fujimori iba a acabar con la democracia, cerrar el Congreso, convertirse en dictador y empezar a reprimir a apristas e izquierdistas, éstos hubieran votado igual por él con tal de cerrarle el paso a quien llamaban el enemigo número uno.

Toda esta reflexión la hice luego de hablar con Elías Laroza y antes de que, al cerrarse la votación y empezar la televisión a dar las primeras proyecciones del resultado, supiera que éste era todavía peor de lo insinuado: entre 28 y 29 por ciento para mí y Fujimori apenas a cinco puntos, con 24 por ciento. El apra y las izquierdas rebasaban, juntas, el tercio de los votos.

Tracé mentalmente lo que debía hacer. Negociar cuanto antes con Fujimori, cediéndole desde ahora la presidencia a cambio de que consintiera a la reforma económica: poner fin a la inflación, bajar los aranceles, abrir la economía a la competencia, renegociar con el Fondo Monetario y el Banco Mundial la reinserción del Perú en el sistema financiero y, tal vez, la privatización de algunas empresas públicas. Nosotros teníamos los técnicos y cuadros que a él le faltaban. Mi argumento principal sería: «Más de la mitad de los peruanos han votado por un cambio. Es evidente que no hay una mayoría a favor del cambio radical que yo propongo; el resultado indica que la mayoría se inclina por cambios moderados, graduales, por ese consenso que yo dije siempre que significaba parálisis e inconsecuencia con los principios. Es clarísimo que yo no soy la persona indicada para llevar a cabo esta política. Pero sería una burla a la decisión de la mayoría que Cambio 90 sirviera para que el apra continuara gobernando el Perú, cuando es evidente, también, que sólo un 19 por ciento de peruanos quiere el continuismo.»

A las seis y media de la tarde bajé al segundo piso a hablar a la prensa. La atmósfera en el hotel era fúnebre. Por pasillos, escaleras, ascensores, sólo vi caras largas, ojos llorosos, expresiones de indecible sorpresa y algunas, también, de furia. La sala estaba atiborrada de periodistas, cámaras y reflectores, y de gente del Frente Democrático que, desde su desconsuelo, sacaron fuerzas para vitorearme. Cuando pude hablar, agradecí a los electores mi «triunfo» y felicité a Fujimori por su alta votación. Dije que el resultado era una clarísima decisión de la mayoría de los peruanos a favor de un cambio, y que, por lo mismo, debía ser posible ahorrarle al país los riesgos y tensiones de una segunda vuelta y negociar una fórmula de la que surgiera de una vez un gobierno que se pusiera a trabajar.

En eso, Miguel Vega me interrumpió para decirme al oído que Fujimori se había presentado en el hotel. ¿Podía entrar? Le dije que sí y allí apareció, en el estrado, junto a mí. Era más pequeñito de lo que parecía en las fotos y totalmente japonés, incluso en cierta defectuosa manera de pronunciar el castellano. Después supe que, al aparecer en la puerta del Sheraton, un grupo de partidarios del Frente había tratado de agredirlo, pero que otro grupo los contuvo y ayudó a sus guardaespaldas a protegerlo y conducirlo hasta la sala de la prensa. Nos abrazamos para los fotógrafos y le dije que teníamos que hablar, mañana mismo.

El piso 19 se había llenado de amigos y partidarios, que, apenas supieron los resultados, corrieron al hotel y desbordaron la barrera de seguridad. El cuarto parecía un velatorio y a ratos un loquerío. Las caras reflejaban sorpresa, desconcierto y gran amargura por los imprevistos resultados. Por radio y televisión habían comenzado a lanzar rumores de que yo iba a renunciar, y los líderes del apra y de la izquierda comenzaban a insinuar que en esta segunda vuelta apoyarían a la «candidatura popular» del ingeniero Fujimori. Los dueños de El Comercio, Alejandro y Aurelio Miró Quesada, los primeros en llegar, me insistieron mucho en que por ningún motivo renunciase a la segunda vuelta pues tenía aún muchas posibilidades. Poco después aparecieron Belaunde Terry y Violeta, y Lucho y Laura Bedoya y dirigentes del Frente. Hasta cerca de las diez de la noche permanecí allí, diciendo y oyendo las cosas convencionales con las que yo y mis amigos, parientes y partidarios, tratábamos de disimular la decepción que sentíamos.

Al salir del Sheraton, Patricia me insistió mucho para que bajara del auto y dirigiera unas palabras a unos centenares de jóvenes del Movimiento Libertad, que, desde el atardecer, estaban allí, coreando estribillos y cantando. Reconocí a Johnny Palacios y al entusiasta Felipe Leño, secretario general de la Juventud, que había estado en todos los estrados del Perú, a mi lado, animando con su voz de trueno las manifestaciones. Tenía los ojos húmedos pero se empeñaba en sonreír. Y al llegar a la casa, pese a ser cerca de la medianoche, me encontré también con una nube de muchachas y muchachos a los que tuve que decirles que les agradecía su adhesión.

Cuando, por fin, quedamos solos con Patricia, era el amanecer. Todavía, antes de echarme a dormir, redacté un borrador de la carta explicando a los peruanos por qué renunciaría a disputar la segunda vuelta y exhortando a los votantes del Frente a apoyar a Fujimori en su gestión presidencial. Esperaba mostrársela a mi adversario al día siguiente como señuelo que lo animara a aceptar un acuerdo que permitiera salvar algunos puntos de ese programa para cambiar al Perú en libertad.

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