XIX. EL VIAJE A PARÍS

Algún día de septiembre u octubre de 1957, Luis Loayza me trajo la increíble nueva: un concurso de cuentos, organizado por una revista francesa, cuyo premio era un viaje de quince días a París.

La Revue Frangaise, publicación de mucho lujo, dedicada al arte y dirigida por Monsieur Prouverelle, consagraba números monográficos a ciertos países del mundo. El certamen de cuentos, con ese codiciado premio, formaba parte de aquellas monografías. Semejante oportunidad me catapultó a mi máquina de escribir, como a toda la literatura peruana viviente, y así nació «El desafío», relato sobre un viejo que ve morir a su hijo en un duelo a cuchillo, en el cauce seco del río Piura, que figura en mi primer libro Los jefes (1958). Envié el cuento al concurso, que debía fallar un jurado presidido por Jorge Basadre y en el que había críticos y escritores -Sebastián Salazar Bondy, Luis Jaime Cisneros, André Coyné y el propio director de La Revue Frangaise, entre ellos- y procuré pensar en otra cosa, para que la decepción no fuera tan grande si otro resultaba ganador. Algunas semanas después, una tarde en la que empezaba a preparar el boletín de las seis, Luis Loayza se apareció en la puerta de mi altillo de Radio Panamericana, eufórico: «¡Te vas a Francia!» Estaba tan contento como si él hubiera ganado el premio.

Dudo que, antes o después, me haya exaltado tanto alguna noticia como aquélla. Iba a poner los pies en la ciudad soñada, en el país mítico donde habían nacido los escritores que más admiraba. «Voy a conocer a Sartre, voy a darle la mano a Sartre», le repetía esa noche a Julia y a los tíos Lucho y Olga, con quienes fuimos a celebrar el acontecimiento. Debo haber pasado la noche en vela, sobreexcitado, brincando en la cama de felicidad.

El fallo oficial del premio se dio en la Alianza Francesa y allí estuvo también mi querida maestra de francés, Madame del Solar, muy satisfecha de que su ex alumno hubiera ganado el concurso de La Revue Frangaise. Conocí a Monsieur Prouverelle, con quien acordamos que viajaría luego de los exámenes de la universidad y de las fiestas del fin de año. Esos últimos de 1957, fueron unos días agitados, en que me hacían reportajes en los periódicos y me buscaban los amigos para felicitarme. El doctor Porras organizó un chocolate para festejar el premio.

Fui a agradecer uno por uno a los jurados, y así conocí a Jorge Basadre, la última gran figura intelectual no provinciana que haya producido el Perú. Nunca había hablado con él antes. Era menos anecdótico y chispeante que Porras Barrenechea, pero mucho más interesado por las ideas, las doctrinas y la filosofía que éste, con unas visiones de conjunto sobre los problemas históricos y una vasta cultura literaria. El orden y la discreta elegancia de su casa parecían reflejar la organizada inteligencia del historiador, su claridad mental. Carecía de vanidad y no hacía el menor esfuerzo por deslumbrar; era parco y cortés, pero muy sólido. Pasé dos horas con él, escuchándolo hablar de las grandes novelas que lo habían conmovido, y la manera en que se refirió a La montaña mágica, de Thomas Mann, fue tal, que saliendo de su casa de San Isidro corrí a una librería a comprarla. Sebastián Salazar Bondy, que había estado unos meses en Francia hacía poco, me decía, envidioso: «Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!» Me preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital de Francia.

André Coyné tradujo «El desafío» al francés, pero fue Georgette Vallejo la que revisó y pulió la traducción, trabajando conmigo. Yo conocía a la viuda de César Vallejo porque iba con frecuencia a visitar a Porras, pero sólo en esos días, ayudándola en la traducción, en su departamento de la calle Dos de Mayo, nos hicimos amigos. Podía ser una persona fascinante, cuando contaba anécdotas de escritores famosos que había conocido, aunque ellas estaban siempre lastradas de una pasión recóndita. Todos los estudiosos vallejianos solían convertirse en sus enemigos mortales. Los detestaba, como si por acercarse a Vallejo le quitaran algo. Era menuda y filiforme como un faquir y de carácter temible. En una célebre conferencia en San Marcos, en la que el delicado poeta Gerardo Diego contó bromeando que Vallejo se había muerto debiéndole unas pesetas, la sombra de la ilustre viuda se irguió en el auditorio y volaron monedas sobre el público, en dirección al conferencista, a la vez que atronaba el aire la exclamación: «¡Vallejo siempre pagaba sus deudas, miserable!» Neruda, que la detestaba como ella a él, juraba que Vallejo tenía tanto miedo a Georgette que se escapaba por los techos o las ventanas de su departamento de París para estar a solas con sus amigos. Georgette vivía entonces muy pobremente, dando clases privadas de francés, y cultivaba sus neurosis sin el menor embarazo. Ponía cucharaditas de azúcar a las hormigas de su casa, no se quitaba jamás el turbante negro con que siempre la vi, se compadecía con acentos dramáticos de los patos que decapitaban en un restaurante chino vecino a su edificio y se peleaba a muerte -con durísimas cartas públicas- con todos los editores que habían publicado o pretendían publicar la poesía de Vallejo. Vivía con una frugalidad extrema y recuerdo que, una vez, a Julia y a mí, que la invitamos a almorzar a La Pizzería de la Diagonal, nos riñó, con lágrimas en los ojos, por haber dejado comida en el plato habiendo tantos hambrientos en el mundo. Al mismo tiempo que intemperante, era generosa: se desvivía por ayudar a los poetas comunistas con problemas económicos o políticos a los que, a veces, en tiempos de persecución, ocultaba en su casa. La amistad con ella era dificilísima, como atravesar un campo de brasas ardientes, pues la cosa más nimia e inesperada podía ofenderla y desencadenar sus iras. Pese a ello, se hizo muy amiga nuestra y solíamos buscarla, llevarla a la casa y sacarla algunos sábados. Luego, cuando me fui a vivir a Europa, me hacía encargos -que le cobrara algunos derechos, que le enviara algunas medicinas homeopáticas de una farmacia del Carrefour de l'Odéon, de la que era cliente desde joven- hasta que, por uno de estos mandados, tuvimos también un pleito epistolar. Y, aunque nos reconciliamos después, ya no volvimos a vernos mucho. La última vez que hablé con ella, en la librería Mejía Baca, poco antes de que se iniciara esa terrible etapa final de su vida, que la tendría años hecha un vegetal en una clínica, le pregunté cómo le iba: «¿Cómo le puede ir a una en este país donde la gente es cada día más mala, más fea y más bruta?», me contestó, refregando las erres con delectación.

En Radio Panamericana me dieron un mes de vacaciones y el tío Lucho me consiguió un préstamo de mil dólares de su banco, para quedarme en París por mi cuenta dos semanas más. El tío Jorge desenterró un viejo abrigo gris que conservaba desde joven y al que las polillas de Lima no habían estropeado demasiado, y una mañana de enero de 1958 emprendí la gran aventura. Además de Julia, fueron a despedirme al aeropuerto el tío Lucho, Abelardo y Pupi y Luis Loayza. Con muchas ínfulas, llevaba en mi maleta varias copias del flamante primer número de Literatura para dar a conocer nuestra revista a los escritores franceses.

He hecho muchos viajes en la vida y casi todos los he olvidado, pero recuerdo aquel vuelo de Avianca de dos días, con lujo de detalles, así como el pensamiento mágico que no se apartaba de mí: «Voy a conocer París.» Había en el avión un estudiante peruano de medicina, que regresaba a Madrid, y dos chicas colombianas, que subieron en la escala de Barranquilla, con las que ambos nos tomamos fotos en las Azores. (Un año después, el peruano Lucho Garrido Lecca, en una tasca de Madrid, le mostraría aquella foto a Julia, provocando una monumental escena de celos.) El avión se iba quedando horas en cada escala -Bogotá, Barranquilla, las Azores, Lisboa- y, por fin, llegó a Orly, entonces un aeropuerto más pequeño y modesto que el de Lima, al amanecer de un lluvioso día de invierno. Ahí estaba Monsieur Prouverelle, bostezando.

Cuando su Dauphine enfiló por los Champs Élysées, rumbo al Arco de Triunfo, aquello me pareció un milagro. Despuntaba un alba fría y no había vehículos ni peatones en la gran avenida, pero qué imponente parecía todo, qué armoniosas las fachadas, las vitrinas, qué majestuoso y magnífico el Arco. Monsieur Prouverelle dio una vuelta a la Étoile para que yo pudiera disfrutar de la perspectiva, antes de llevarme al hotel Napoleón, en la avenue de Friedland, donde pasaría los quince días de mi premio.

Era un hotel de lujo y Lucho Loayza diría después que yo describía mi ingreso al Napoleón como los «salvajes» que llevó Colón a España, su ingreso en la corte de Castilla y Aragón.

Ese mes en París hice una vida que no tendría nada que ver con la que llevaría los casi siete años que pasé luego en Francia, en los que estuve casi siempre confinado en el mundo de la rive gauche. En estas cuatro semanas de principio de 1958, en cambio, fui un ciudadano del seizième, y, por las apariencias, cualquiera me hubiera tomado por un petimetre sudamericano venido a París a echar una cana al aire. En el hotel Napoleón me dieron un cuarto con balconcito a la calle desde el que divisaba el Arco de Triunfo. Frente a mi cuarto se alojaba alguien que también había ganado un premio, parte del cual consistía en esa estancia napoleónica: Miss France 1958. Se llamaba Annie Simplon y era una muchacha de cabellos dorados y cintura de avispa, a la que el gerente del hotel, Monsieur Makovsky, me presentó y con la que me invitó a cenar y a bailar una noche en una boîte de moda, L'Éléphant Blanc. La gentil Annie Simplon me hizo dar una vuelta por París en el Dauphine que había ganado con su reinado y aún me martirizan los oídos las carcajadas que le provocaba, la tarde del paseo, el francés que yo creía haber aprendido no sólo a leer, también a hablar.

El hotel Napoleón tenía un restaurante, Chez Pescadou, cuya elegancia me intimidaba de tal modo que lo atravesaba en puntas de pie. Mi francés no me permitía descifrar todas las exquisitas denominaciones de los platos, y, turbado por la presencia de ese maître que parecía un chambelán real en traje de ceremonia, de pie allí a mi lado, yo escogía el menú al azar, señalando con el dedo. Así me di un día, en el almuerzo, con la sorpresa de que me traían una red. Había pedido una trucha y tenía que ir a sacarla yo mismo, de una poza, en una esquina del restaurante. «Éste es el mundo de Proust», pensaba, alelado, aunque no había leído aún ni una línea de À la recherche du temps perdu.

A la mañana siguiente de llegar, apenas desperté, a eso del mediodía, salí a recorrer los Champs Élysées. Ahora sí estaba lleno de gente y de vehículos y, detrás de las mamparas de vidrio, las terrazas de los bistrots se veían repletas de hombres y mujeres, fumando y conversando. Todo me pareció bello, incomparable, deslumbrante. Era un métèque desvergonzado. Sentía que ésta era mi ciudad: aquí viviría, aquí escribiría, aquí echaría raíces y me quedaría para siempre. Merodeaban en ese tiempo, en las calles del centro, unos sirio-libaneses que compraban y vendían dólares -inevitable consecuencia del control de cambios- y yo no entendía lo que venían a ofrecerme esos personajes que de tanto en tanto se me acercaban, con gesto cómplice. Hasta que uno de ellos, que chapurreaba una especie de portuñol, me explicó lo que quería. Me cambió algunos dólares, a mejor precio que en el banco, y cometí el error de revelarle mi hotel. Me llamó luego por teléfono, varias veces, proponiéndome diversiones de todo color, con «mushashas muito bonitas».

Monsieur Prouverelle me había preparado un programa, que incluyó una visita a la alcaldía de París, donde me dieron un diploma, y a la que nos acompañó el agregado cultural del Perú. Este viejo señor, que alcanzaría tiempo después un instante de celebridad en una conferencia general de la Unesco en la que pronunció un discurso contra Picasso -precisando que sus críticas eran «de pintor a pintor», pues producía paisajes en sus ocios diplomáticos-, se había vuelto tan refinado (o era tan distraído) que besaba las manos a todas las porteras de la Mairie, ante la sorpresa de Monsieur Prouverelle, quien me preguntó si era ésa una costumbre peruana. Nuestro agregado cultural vivía en Europa hacía una eternidad y el Perú de sus recuerdos ya estaba extinto, o, tal vez, no existió nunca. Recuerdo la sorpresa que me causó, la tarde que lo conocí -habíamos ido a tomar un café, luego de la visita a la alcaldía, a un bistrot del Châtelet-, cuando le oí decir: «Los limeños, tan frívolos, dando vueltas y vueltas cada domingo en el paseo Colón.» ¿Cuándo iban a dar vueltas dominicales los limeños a ese destartalado paseo del centro? Treinta o cuarenta años atrás, sin duda. Pero, es verdad, aquel caballero podía tener mil años.

Monsieur Prouverelle consiguió que me hicieran una entrevista en Le Figaro y dio un cóctel en mi honor en el hotel Napoleón, en el que presentó el número de La Revue Française en el que aparecía mi cuento. Era, como él decía, «un chauvin raisonné» y le divertía y halagaba mi frenético entusiasmo con todo lo que yo veía a mi alrededor y mi embeleso con los libros y autores franceses. Se quedaba sorprendido de que yo anduviera todo el tiempo asociando los monumentos, calles y lugares de París con novelas y poemas que conocía de memoria.

Hizo denodados esfuerzos para conseguirme una cita con Sartre, pero no lo consiguió. Llegamos hasta quien era entonces su secretario, Jean Cau, quien, haciendo bien su trabajo, nos fue dando largas hasta que nos cansamos de insistir. Pero a Albert Camus llegué a verlo, darle la mano y cambiar unas palabras con él. Monsieur Prouverelle averiguó que dirigía la reposición de una de sus obras, en un teatro de los grandes boulevares, y allí me fui a apostar, una mañana, con la impertinencia de mis veintiún años. Al poco rato de estar esperando, Camus apareció, junto con la actriz María Casares. (La reconocí en el acto, por una película que yo había visto dos veces y que me gustó tanto como disgustó a Lucho Loayza: Les enfants du Paradis, de Marcel Carné.) Me acerqué, balbuceando, en mi mal francés, que lo admiraba mucho y que quería entregarle una revista y, ante mi desconcierto, me respondió unas frases amables en buen español (su madre era una española de Oran). Estaba con el impermeable de las fotos y el cigarrillo de costumbre entre los dedos. Algo dijeron él y ella, en el instante ese, sobre «le Pérou», palabra que entonces se asociaba todavía en Francia con ideas de prosperidad («Ce n'est pas le Pérou!»).

Al día siguiente de mi llegada, Monsieur Prouverelle me invitó a tomar un aperitivo a la Rhumerie Martiniquaise, de Saint-Germain, y a cenar a Le Fiacre, advirtiéndome que me llevaba allí porque era un excelente restaurante, pero que el bar del primer piso me podía chocar. Yo me creía liberado de todo prejuicio, pero lo cierto es que, al atravesar aquel bar, donde lujuriosos caballeros de avanzada edad se lucían muy orondos con adolescentes efebos a los que besuqueaban y toqueteaban alegremente, a la vista de todos, me quedé perplejo: una cosa era leer que aquellas cosas existían y otra verlas.

El restaurante de Le Fiacre, en cambio, era formalísimo, y allí me enteré que Monsieur Prouverelle, antes de ser editor de La Revue Française, había sido militar. Colgó el uniforme por una gran decepción, no sé si política o personal, pero me habló de ello en un tono que me impresionó, pues parecía un drama que había revolucionado su existencia. Pasmado, le oí hablar bien del gobierno de Salazar, que, según él, había puesto fin a la anarquía que había antes en Portugal, tesis que me apresuré a refutarle, escandalizado de que alguien pudiera creer que dictadores como Salazar o Franco habían hecho algo bueno por sus países. Él no insistió y, más bien, me dijo que al día siguiente me presentaría a una muchacha, hija de unos amigos, que podía acompañarme a conocer museos y hacer recorridos por París.

Así conocí a Geneviève, a quien, a partir de entonces, vi a diario, muchas horas al día, hasta la víspera de mi retorno a Lima. Y gracias a ella supe que todavía podía pasarme algo mejor de lo mucho bueno que ya me pasaba: tener veintiún años y conocer a una francesita simpática y bonita con quien descubrir las maravillas de París.

Geneviève lucía una melena corta color castaño, unos ojos azules avispados y una tez pálida que, cuando se sonrosaba porque se reía o se avergonzaba, encendía su persona de gracia y animación. Debía de tener unos dieciocho años y era una perfecta demoiselle del seizième, una niña comme il faut, por lo arregladita que siempre iba, lo educado de sus maneras y lo bien que se portaba. Pero era también inteligente, divertida, de una coquetería elegante y sabia, y, viéndola y oyéndola y sintiendo su grácil silueta a mi costado me corrían culebritas por la espalda. Estudiaba en una escuela de arte, y conocía el Louvre, Versailles, L'Orangerie, el Jeu de Paume, como la palma de sus manos, de modo que visitar con ella los museos duplicaba el placer.

Nos veíamos desde muy temprano y comenzábamos el recorrido de iglesias, galerías y librerías de acuerdo a un minucioso plan. En las tardes íbamos al teatro o al cine, y, algunas noches, después de la cena, a alguna cave de la rive gauche a oír música y a bailar. Vivía en una transversal de la avenida Victor Hugo, en un departamento, con sus padres y una hermana mayor, y me llevó varias veces a su casa, a almorzar o a comer, algo que no me volvería a ocurrir, en los muchos años que viví en Francia, ni con mis mejores amigos franceses.

Al regresar a París, a instalarme, un par de años después, sobre todo al principio, en que pasé grandes pellejerías económicas, siempre recordaría como algo fabuloso ese mes en que, junto a la linda Geneviève, iba a espectáculos y a restaurantes todas las noches, y mi ocupación de cada día era recorrer galerías, rincones de París y comprar libros. Monsieur Prouverelle nos consiguió invitaciones para la Comédie Française y para el tnp, que dirigía Jean Vilar, en cuyo escenario vi a Gérard Philippe, en el Príncipe de Homburg, de Kleist. Otra memorable función de teatro fue una pieza de Shakespeare, en la que actuaba Pierre Brasseur, cuyas películas yo andaba siempre persiguiendo. Vimos también, por cierto, La cantatrice chauve y La leçon, de Ionesco, en el pequeño teatro de La Huchette (donde el espectáculo sigue aún, a punto de cumplir cuarenta años) y esa noche, luego del teatro, dimos una larguísima caminata por los muelles, a orillas del Sena, en la que yo ensayé algunos piropos de imperfecta sintaxis, que Geneviève me corregía. Conocí también la Cinémathèque de la rue d'Ulm, donde nos encerramos un día entero, viendo cuatro películas de Max Ophuls, entre ellas Madame D, con la bellísima Danielle Darrieux.

Como mi premio sólo me daba quince días de alojamiento en el Napoleón, había reservado para las últimas dos semanas un cuarto en un hotelito del Barrio Latino, recomendado por Salazar Bondy. Pero cuando fui a despedirme del gerente del hotel Napoleón, el señor Makovsky me dijo que me quedara allí pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine. De modo que seguí disfrutando del Arco de Triunfo hasta el final de mi estancia.

Otra de las maravillas parisinas fueron para mí los bouquinistes del Sena y las pequeñas librerías de lance del Barrio Latino, donde hice una buena provisión de libros que luego no sabía cómo meter en la maleta. Conseguí, así, completar la colección de Les Temps Modernes, desde el primer número, con ese manifiesto inicial de Sartre a favor del compromiso, que conocía casi de memoria.

Años después, ya viviendo en Francia, tuve una noche una larga conversación sobre París con Julio Cortázar, que amaba también esta ciudad y que declaró alguna vez que la había elegido «porque no ser nadie en una ciudad que lo era todo era mil veces preferible a lo contrario». Le conté esa pasión precoz en mi vida por una ciudad mítica, que sólo conocía por fabulaciones literarias o chismografías, y cómo, al cotejarla con la versión real, en ese mes milyunanochesco, en vez de tener una decepción aquel hechizo había incluso crecido. (Duró hasta 1966.)

Él también sentía que París había dado a su vida algo profundo e impagable, una percepción de lo mejor de la experiencia humana, cierto sentido tangible de la belleza. Una misteriosa asociación de la historia, la invención literaria, la destreza técnica, el conocimiento científico, la sabiduría arquitectónica y plástica, y, también, en muchas dosis, el azar, había creado esa ciudad donde salir a caminar por los puentes y muelles del Sena, u observar a ciertas horas las volutas de las gárgolas de Notre Dame o aventurarse en ciertas placitas o el dédalo de callejuelas lóbregas del Marais, era una emocionante aventura espiritual y estética, como sepultarse en un gran libro. «Así como uno elige a una mujer y es elegido o no por ella, pasa con las ciudades», decía Cortázar. «Nosotros elegimos París y París nos eligió.»

Cortázar ya vivía en ese tiempo en Francia pero en ese mes de enero del 58 no lo conocí, ni creo haber conocido a alguno de los muchos pintores o escritores latinoamericanos de allá («Pobre gente de París», los llamaría en un libro de cuentos inspirado en ellos, Sebastián Salazar Bondy), salvo al poeta peruano Leopoldo Chariarse, de quien había oído contar a Abelardo Oquendo muy divertidas anécdotas (como haber declarado, en público, que su vocación de poeta nació «el día que, de niño, me violó una negra»). Chariarse, que sería luego tocador de laúd, orientalista, gurú y padre espiritual de una secta y director de un ashram, en Alemania, era entonces surrealista, y tenía un gran prestigio dentro de la pequeña secta a que había quedado reducido el movimiento de Breton. Los surrealistas franceses lo suponían un revolucionario perseguido por la dictadura del Perú (donde gobernaba entonces el muy pacífico Manuel Prado), y no sospechaban que era el único poeta en la historia del Perú becado a Europa por una ley del Congreso.

Supe todo eso por el poeta Benjamin Péret, a quien fui a visitar en el muy modesto departamento donde vivía, con la esperanza de que me diera algunos datos sobre César Moro, pues uno de mis proyectos de entonces era escribir un ensayo sobre él. Por varios años, en Francia, Moro estuvo en el grupo surrealista -colaboró en Le surréalisme au service de la Révolution y en el Hommage à Violette Nozière- y organizó luego, con Péret y Breton, una Exposición Internacional del Surrealismo en México. Sin embargo, en la historia oficial del grupo, rara vez se lo aludía. Péret se mostró muy evasivo, porque no recordaba casi a Moro o por alguna otra razón, y apenas si me habló del surrealista más auténtico nacido en el Perú y, acaso, América Latina. Quien me dio una pista de las razones de este ostracismo a que había sido condenado Moro por Breton y sus amigos, fue Maurice Nadeau, a quien fui a ver, por encargo de Georgette Vallejo, para cobrarle unos poemas de Vallejo aparecidos en Les Lettres Nouvelles. Nadeau, cuya Historia del surrealismo yo conocía, me presentó a un joven novelista francés, que estaba con él -Michel Butor- y cuando le pregunté las razones por que los surrealistas parecían haber purgado a Moro, me dijo que probablemente se debía a su homosexualismo. Breton toleraba y alentaba todos los «vicios», salvo éste, desde que, en los años veinte, los surrealistas habían sido acusados de maricas. Ésta era la increíble razón por la que Moro había pasado también a ser un exiliado interior dentro de un movimiento cuya moral y filosofía llegó a encarnar con una integridad y un talento ciertamente más genuinos que buena parte de los sacramentados por Breton.

En ese mes, en París, por primera vez comencé, muy en secreto, a preguntarme si no había sido una precipitación el haberme casado. No porque nos lleváramos mal con Julia, pues no teníamos más disputas que cualquier matrimonio del común, y lo cierto es que Julia me ayudaba en mi trabajo y, en vez de obstruirla, alentaba mi vocación literaria. Sino porque aquella pasión del principio se había apagado y la había reemplazado una rutina doméstica y una obligación que, a ratos, yo empezaba a sentir como esclavitud. ¿Podía durar ese matrimonio? El tiempo, en vez de acortar la diferencia de edad, la iría dramatizando hasta convertir nuestra relación en algo artificial. Las predicciones de la familia se cumplirían, tarde o temprano, y aquel romántico enlace terminaría tal vez por irse a pique.

Esos lúgubres pensamientos nacieron de rebote, aquellos días, al compás de los paseos parisinos y el flirt con Geneviève. Ella me comía a preguntas sobre Julia -su curiosidad femenina era más fuerte que su respingada educación- y quería que le mostrara su fotografía. Con esa muchacha jovencita yo me sentía joven, también, y de alguna manera reviví, en esas semanas, mi infancia miraflorina y las escaramuzas amorosas de Diego Ferré. Porque desde mis trece o catorce años no había vuelto a tener enamorada ni a perder tan maravillosamente el tiempo, dedicado a pasear y a divertirme, como en esas cuatro semanas de París. Los últimos días, cuando el retorno era inminente, me invadía una tremenda angustia y la tentación de quedarme en Francia, de romper con el Perú, con mi familia e iniciar de inmediato una nueva vida, en esa ciudad, en ese país, donde ser escritor parecía posible, donde todo me daba la impresión de estar conjurado para propiciarlo.

La noche de la despedida con Geneviève fue muy tierna. Era muy tarde y lloviznaba y no terminábamos nunca de decirnos adiós en la puerta de su casa. Yo le besaba las manos y había un brillo de lágrimas en sus lindos ojos. A la mañana siguiente, cuando ya salía al aeropuerto, todavía hablamos por teléfono. Luego, nos escribiríamos algunas veces, pero nunca más la vi. (Treinta años más tarde, en lo más crudo de la campaña electoral, súbitamente, alguien que nunca identifiqué, deslizó una carta de ella bajo la puerta de mi casa.)

El viaje a Lima, que debía demorar un par de días, duró toda la semana. Hicimos el primer tramo, de París a Lisboa, sin problemas, y despegamos de allí con puntualidad. Pero a poco de estar volando sobre el Atlántico, el piloto del Super Constellation de Avianca nos comunicó que se había estropeado un motor. Regresamos. Permanecimos dos días en aquella ciudad, por cuenta de la compañía, esperando el avión que venía a rescatarnos, lo que me permitió echar una ojeada a esa bonita y triste capital. Se me había acabado el dinero y dependía de los cupos que nos daba Avianca para los almuerzos y las comidas, pero un compañero de viaje colombiano me invitó uno de esos días a un pintoresco restaurante lisboeta a probar el bacalao «a la Gomes de Sá». Era un muchacho que pertenecía al Partido Conservador. Yo lo miraba como a un bicho raro -andaba siempre con un gran sombrero alón y pronunciaba las palabras con la perfección viciosa de los bogotanos- y lo fastidiaba repitiéndole: «¿Cómo se puede ser joven y conservador?»

Por fin, a los dos días embarcamos en el avión de repuesto. Llegamos hasta las Azores, pero allí el mal tiempo le impidió posarse. Nos desviamos hacia una isla cuyo nombre he olvidado, donde, en el espantoso aterrizaje, el piloto se las arregló para estropear una rueda del avión y hacernos pasar momentos de pánico. Cuando llegué a Bogotá, mi vuelo a Lima había partido hacía tres días, y la damnificada Avianca tuvo que hospedarme y alimentarme en Bogotá un par de días más. Apenas me instalaron en el hotel Tequendama salí a caminar por una de las Carreras del centro. Estaba echando una ojeada a las vitrinas de una librería cuando vi que venía a mi encuentro gente corriendo, en medio de una pelotera. Antes de que entendiera qué pasaba, oí tiros y vi policías y soldados que repartían palos a diestra y siniestra, de modo que eché también a correr, sin saber adonde ni por qué, y pensando qué ciudad era ésta donde no había acabado de desembarcar y ya querían matarme.

Llegué a Lima, por fin, lleno de ímpetu, decidido a terminar cuanto antes mi tesis y a hacer milagros para obtener la beca Javier Prado. A Julia, a Lucho y Abelardo, a mis tíos, les contaba mi viaje a París con un entusiasmo desatado y mi memoria revivía con delectación todo lo que allá había hecho y visto. Pero no tenía mucho tiempo para la nostalgia. Porque, en efecto, me puse a trabajar en la tesis sobre los cuentos de Rubén Darío, en todos los momentos libres, en la biblioteca del Club Nacional, entre los boletines de Panamericana, y, en las noches, en mi casa, hasta quedarme a veces dormido sobre la máquina de escribir.

Un percance vino a interrumpir ese ritmo de trabajo. Una mañana empezó a dolerme la ingle, lo que creí era la ingle y resultó siendo el apéndice. Fui a hacerme ver por un médico de San Marcos. Me recetó algunas medicinas que no me hicieron el menor efecto, y, poco después, Genaro Delgado Parker, que me veía cojeando, me metió en su auto y me llevó a la Clínica Internacional, con la que Panamericana tenía algún arreglo. Tuvieron que operarme de urgencia, pues el apéndice estaba ya muy inflamado. Según Lucho Loayza, al despertar de la anestesia, yo decía palabrotas, mi madre, escandalizada, me tapaba la boca y Julia protestaba: «Lo estás ahogando, Dorita.» Aunque la radio me pagó la mitad de la operación, lo que me tocó cubrir y la devolución de los mil dólares al banco me despresupuestó. Tuve que compensar aquellos desembolsos con una descarga extra de artículos, en el Suplemento de El Comercio, haciendo reseñas de libros, y en la revista Cultura Peruana, cuyo amable director, José Flórez Aráoz, me dejaba tener dos columnas a la vez y publicar notas o artículos sin firma.

Terminé la tesis antes de medio año, a la que puse un título que parecía serio -«Bases para una interpretación de Rubén Darío»- y empecé a atosigar a mis catedráticos informantes -Augusto Tamayo Vargas y Jorge Puccinelli- para que redactaran cuanto antes sus informes de modo que pudiera celebrarse el grado. Una mañana de junio o julio de 1958 fui convocado por el historiador Luis E. Valcárcel, a la sazón decano de la Facultad de Letras, para el acto. Toda mi familia concurrió y las observaciones y preguntas de los catedráticos que conformaban el jurado, en el salón de grados de la universidad, fueron benévolas. La tesis fue aprobada cum laude y con sugerencia de que se publicara en la revista de la Facultad. Pero yo fui retrasando la publicación, con la idea de perfeccionar ese ensayo, cosa que nunca hice. Escrito a salto de mata, en los resquicios de una vida absorbida por las ocupaciones alimenticias, no valía nada y el buen calificativo se explica más por la buena voluntad de los jurados y los niveles académicos decrecientes de San Marcos, que por sus méritos. Pero a mí ese trabajo me permitió leer mucho a un poeta de una fabulosa riqueza verbal, a cuya inspiración y destreza debe la lengua castellana una de las revoluciones seminales de su historia. Porque con Rubén Darío -punto de partida de todas las futuras vanguardias- la poesía en España y América Latina empezó a ser moderna.

En mi solicitud a la beca Javier Prado, para hacer un doctorado en la Complutense de Madrid, presenté el proyecto de continuar aquel estudio en España, aprovechando el Archivo de Rubén Darío que un profesor de la Universidad de Madrid, Antonio Oliver Belmas, había descubierto recientemente, algo que, si las circunstancias lo hubieran permitido, me hubiera encantado hacer. Pero hubo obstáculos insuperables para consultar aquel archivo y con la tesis sanmarquina se interrumpió mi empeño crítico sobre Darío. Pero no mi devoción de lector suyo, pues, desde entonces, a veces luego de largos paréntesis, lo releo y revivo siempre la impresión de maravilla que me dio su poesía la primera vez. (A diferencia de lo que me ocurre con la novela, género en el que tengo una invencible debilidad por el llamado realismo, en poesía siempre he preferido la lujosa irrealidad, sobre todo si la acompaña una chispa de cursilería y buena música.)

Loayza se graduó poco antes o poco después que yo, decidido también a partir a Europa. Esperábamos ambos, para concretar los planes de viaje, el fallo del jurado de la beca Javier Prado. La mañana del día anunciado entré en San Marcos lleno de pavor. Pero Rosita Corpancho, que gozaba dando buenas noticias, apenas me vio aparecer se levantó de su escritorio: «¡Te la dieron!» Salí tropezándome a contarle a Julia que nos íbamos a Madrid. Mi felicidad, mientras recorría La Colmena hacia la plaza San Martín, a tomar el colectivo a Miraflores, era tan grande que me daban ganas de lanzar el alarido de Tarzán.

Comenzamos de inmediato los preparativos de viaje. Vendimos los muebles que teníamos, para llevarnos algo de dinero, y guardamos en cajas y cajones todos mis libros, echándoles bolitas de naftalina y deshaciendo en ellos paquetes de tabaco negro, pues nos habían asegurado que era un buen remedio contra las polillas. No lo fue. En 1974, cuando regresé a vivir al Perú, luego de dieciséis años -en los que sólo volví por cortas temporadas, con una excepción, en 1972, de seis meses- y reabrí esas cajas y cajones que hasta entonces habían permanecido en casa de mis abuelos y de mis tíos, varios de ellos ofrecían un espectáculo pavoroso: una verde capa de moho cubría los libros, a través de la cual se divisaban, como en una coladera, los agujeritos por donde las polillas habían entrado a hacer estragos. Muchas de esas cajas eran ya sólo polvo, mistura y alimañas y debieron ir a la basura. Menos del tercio de mi biblioteca sobrevivió a la inclemencia iletrada de Lima.

Al mismo tiempo, seguía con todos mis trabajos y preparábamos con Lucho y Abelardo el segundo número de Literatura, en el que apareció un artículo mío sobre César Moro, y en el que rendimos un pequeño homenaje a los cubanos del 26 de julio, que, con un romántico guerrillero a la cabeza -eso nos parecía Fidel Castro-, combatían contra la tiranía de Batista. Había algunos cubanos exiliados en Lima y uno de ellos, activo en la resistencia, trabajaba en Radio Panamericana. Él me tenía informado sobre los barbudos con los que, ni que decir, yo me identificaba sentimentalmente. Pero en ese último año en Lima, salvo esa adhesión emocional a la resistencia a Batista, no tuve la menor actividad política y estuve apartado de la Democracia Cristiana, en la cual, sin embargo, seguí inscrito por unos meses más, hasta que, luego del triunfo de Fidel y el tibio apoyo que los democristianos peruanos le prestaron, renuncié formalmente al partido, desde Europa.

Toda mi energía y mi tiempo, en esos últimos meses en Lima, se fueron en trabajar para reunir algún dinero y en preparar mi viaje. Aunque éste, en teoría, debía durar un año -el tiempo de la beca- yo estaba decidido a que fuera para siempre. Después de España, vería la manera de pasar a Francia y allí me quedaría. En París me haría escritor y si volvía al Perú, sería de visita, pues en Lima nunca pasaría de ese protoescritor que había llegado a ser. Lo habíamos hablado muy en serio con Julia y ella estaba de acuerdo en el desarraigo. También a ella le hacía ilusión nuestra aventura europea y tenía una confianza absoluta en que yo llegaría a ser un novelista y me prometía ayudarme a conseguirlo haciendo los sacrificios que hiciera falta. Cuando la oía hablarme así, me asaltaban ácidos remordimientos por haberme dejado ganar, en París, por aquellos malos pensamientos. (Nunca he sido bueno en el deporte común de meter cuernos, que he visto practicar a mi alrededor, a la mayor parte de mis amigos, con desenvoltura y naturalidad; yo me enamoraba y mis infidelidades me acarreaban, siempre, traumas éticos y sentimentales.)

A la única persona que confié mi intención de no volver más al Perú fue al tío Lucho, quien, como siempre, me animó a hacer lo que creyera mejor para mi vocación. Para los demás, éste era un viaje de postgrado, y en San Marcos, Augusto Tamayo Vargas consiguió que me dieran licencia, lo que me aseguraba unas clases en la Facultad de Letras a mi vuelta. Porras Barrenechea me ayudó a conseguir dos pasajes gratis en el avión correo brasileño, de Lima a Río de Janeiro (demoraba tres días en llegar, pues hacía escalas nocturnas en Santa Cruz y en Campo Grande) de modo que Julia y yo sólo tuvimos que pagar nuestros pasajes, en tercera de barco, de Río a Barcelona. Lucho Loayza viajaría por su cuenta a Brasil y de allí continuaríamos juntos. La pena era que Abelardo no fuera de la partida, pero él nos aseguró a Lucho y a mí que gestionaría aquella beca para Italia. Nos daría pues la sorpresa, dentro de unos meses, apareciéndose en Europa.

Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano, de origen español, Juan Comas, y con este motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus de aguarunas y huambisas, por las que aquél se interesaba. Acepté y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantáleón y las visitadoras y El hablador.

Nunca en mi vida, y vaya que me he movido por el mundo, he hecho un viaje más fértil, que me suscitara luego tantos recuerdos e imágenes estimulantes para fantasear historias. Treinta y cuatro años después todavía me vienen de tanto en tanto a la memoria algunas anécdotas y momentos de aquella expedición por territorios entonces casi vírgenes y por remotas aldeas, donde la existencia era muy diferente de las otras regiones del Perú que yo conocía, o, como en los pequeños asentamientos de huambisas, shapras y aguarunas donde llegamos, la prehistoria estaba aún viva, se reducían cabezas y se practicaba el animismo. Pero, precisamente, por lo importante que resultó siendo para mi trabajo de escritor, y por el mucho partido que le he sacado, me siento más inseguro al referir aquella experiencia que cualquier otra, pues en ninguna se me ha entreverado tanto la fantasía, que todo lo desarregla. Por lo demás he escrito y hablado tanto sobre aquel primer viaje que hice a la selva, que, estoy seguro, si alguien se tomara el trabajo de cotejar todos esos testimonios y entrevistas, advertiría los sutiles y sin duda también abruptos cambios que el inconsciente y la fantasía fueron incorporando al recuerdo de aquella expedición. [57]

De lo que estoy seguro es de esto: descubrir la potencia del paisaje todavía sin domesticar de la Amazonía, y el mundo aventurero, primitivo, feroz y de una libertad desconocida en el Perú urbano, me dejó maravillado. También, me ilustró de manera inolvidable sobre los extremos de salvajismo e impunidad total a que podía llegar la injusticia para ciertos peruanos. Pero, al mismo tiempo, desplegó ante mis ojos un mundo en el que, como en las grandes novelas, la vida podía ser una aventura sin fronteras, donde las audacias más inconcebibles tenían cabida, donde vivir significaba casi siempre riesgo, cambio permanente. Todo ello en el marco de unos bosques, ríos y unas lagunas que parecían los del paraíso terrenal. Ello volvería una y mil veces a mi cabeza en los años siguientes y sería una inagotable fuente de inspiración para escribir.

Estuvimos primero en Yarinacocha, cerca de Pucallpa, donde se hallaba la base del Instituto Lingüístico de Verano y conocimos allí a su fundador, el doctor Townsend, quien lo había creado con un propósito tanto científico como religioso: que sus lingüistas -que eran, al mismo tiempo, misioneros protestantes- aprendieran las lenguas y dialectos primitivos para traducir a ellos la Biblia. Luego partimos hacia las tribus del Alto Marañón y estuvimos en Urakusa, Chicais, Santa María de Nieva, y muchas aldeas y poblados donde dormíamos en hamacas o barbacoas y a los que, a veces, para llegar, luego de dejar el hidroavión, teníamos que desplazarnos en frágiles canoas de balseros indígenas. En una de ellas, la del cacique shapra Tariri, éste nos explicó la técnica de reducir cabezas, que su pueblo aún practicaba; tenían allí a un prisionero, de una tribu vecina con la que estaban en guerra; el hombre se paseaba en libertad entre sus captores, pero a su perro lo mantenían entre rejas. En Urakusa conocí al cacique Jum, recientemente torturado por unos soldados y patronos de Santa María de Nieva, a los que también conocimos, y a quien intentaría resucitar en La casa verde. En todos los sitios donde llegábamos me enteraba de cosas inverosímiles o conocía a personas fuera de lo común, de tal manera que aquella región quedó en mi memoria como un inagotable arsenal de materiales literarios.

Además de Juan Comas, viajaban con nosotros en el pequeño hidroavión el antropólogo José Matos Mar, de quien desde entonces me hice amigo, el director de Cultura Peruana, José Flórez Aráoz, y Efraín Morote Best, antropólogo y folklorista ayacuchano, a quien teníamos que levantar en peso para que el hidroavión pudiera despegar. Morote Best había sido visitador de escuelas bilingües y recorrido las tribus, en condiciones heroicas, bombardeando Lima con denuncias de los atropellos e iniquidades que sufrían los indígenas. Éstos lo recibían en las aldeas con mucho afecto y le daban sus quejas y le contaban sus problemas. La idea que me hice de él fue la de un hombre puro y generoso, profundamente identificado con las víctimas de ese país de víctimas que es el Perú. Nunca imaginé que el suave y tímido doctor Morote Best llegaría, con los años, ganado por el maoísmo, durante su rectorado en la Universidad de Ayacucho, a abrir las puertas de ésta al maoísmo fundamentalista de Sendero Luminoso -a cuyo mentor, Abimael Guzmán, llevó allí como profesor- y a ser considerado algo así como el padre espiritual del movimiento extremista más sanguinario de la historia del Perú.

Cuando regresé a Lima ya no me quedó tiempo siquiera de escribir la crónica que le había prometido a Flórez Aráoz sobre el viaje (se la mandé desde Río de Janeiro, ya camino a Europa). Los últimos días en el Perú me los pasé despidiéndome de amigos y parientes y haciendo una selección de los papeles y libretas que llevaría conmigo. Me apené mucho aquella madrugada en que me despedí de los abuelos y de la Mamaé, pues no sabía si volvería a ver a los tres viejecitos. El tío Lucho y la tía Olga llegaron al aeropuerto de Córpac a despedirnos cuando Julia y yo ya estábamos en el interior del avión militar brasileño, que, en vez de asientos, tenía banquetas de paracaidistas. Los divisamos desde la ventanilla y les hicimos adiós, a sabiendas de que no podían vernos. A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un escritor.

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