Desde el mitin de la plaza San Martín, mi vida dejó de ser privada. Nunca más, hasta que salí del Perú luego de la segunda vuelta, en junio de 1990, volví a disfrutar de aquella privacidad de la que había sido siempre tan celoso (al extremo de decir que lo que me atraía de Inglaterra era que allí, como nadie se mete con nadie, se afantasman las personas). Desde entonces, a cualquier hora del día y de la noche hubo gente en mi casa de Barranco, celebrando reuniones, entrevistas, programando algo, o haciendo cola para conversar conmigo, con Patricia o con Álvaro. Salas, pasillos, escaleras, estaban siempre ocupados por hombres y mujeres que muchas veces yo no conocía ni sabía qué hacían allí, lo que me recordaba un verso de Carlos Germán Belli: «Ésta no es su casa, usted es un salvaje.»
Como María del Carmen, mi secretaria, se vio pronto desbordada, vinieron a reforzarla Silvana, luego Lucía y Rosi, y después dos voluntarias, Anita y Helena, y hubo que construir un cuarto adyacente a mi escritorio para albergar a ese ejército con faldas y hacer sitio a una parafernalia que yo, que siempre he escrito a mano, vi, como en sueños, entrar, instalarse y empezar a funcionar a mi alrededor: ordenadores, faxes, fotocopiadoras, intercomunicadores, máquinas de escribir, nuevas líneas de teléfono, archivadores. Aquella oficina, contigua a la biblioteca y a pocos pasos del dormitorio, operaba desde temprano hasta tarde en la noche y en las semanas que precedieron a las elecciones hasta la madrugada, de manera que llegué a sentir que todo en mi vida, incluido dormir y aun cosas más íntimas, se había vuelto público.
Los días de la lucha contra la estatización tuvimos dos guardaespaldas en casa. Hasta que, hartos de toparnos adiestra y siniestra con gente armada cuyas pistolas aterrorizaban a mi madre y a la tía Olga, Patricia decidió que el servicio de seguridad permaneciera en el exterior.
La historia de los guardaespaldas tuvo un capítulo cómico la noche de la plaza San Martín. Con el incremento del terrorismo y la delincuencia -los secuestros se habían vuelto una industria floreciente- las empresas privadas de vigilancia y protección comenzaron a multiplicarse en el Perú. Una de ellas, llamada de «los israelíes», porque los dueños o quienes la dirigían venían de Israel, daba protección a Hernando de Soto. Y él gestionó, con Miguel Cruchaga, que «los israelíes» se ocuparan de mi seguridad en esos días. Vinieron a mi casa Manuel y Alberto, dos ex infantes de Marina. Me acompañaron a la plaza San Martín el 21 de agosto y estuvieron al pie de la tribuna. Al terminar, invité a los manifestantes a acompañarme hasta el Palacio de Justicia para entregar allí a los parlamentarios de ap y ppc las firmas contra la estatización. Durante la marcha, Manuel desapareció, engullido por la multitud. Alberto siguió pegado a mí en medio del desorden. Una camioneta de «los israelíes» debía recogerme en las graderías del edificio blanco y neoclásico del paseo de la República. Con Alberto siempre allí, como mi sombra, y semitriturados por los manifestantes, bajamos las escalinatas. De pronto, surgió un automóvil negro con las puertas abiertas. Me alzaron en vilo, me metieron en él, me vi entre desconocidos con armas. Di por hecho que eran «los israelíes». Pero en eso escuché a Alberto que gritaba, «No son éstos, no son éstos», y lo vi forcejeando. Consiguió zambullirse en el auto que arrancaba y aterrizó como un fardo sobre mí y los demás ocupantes. «¿Es esto un secuestro?», pregunté, medio en broma, medio en serio. «Estamos encargados de cuidarte», me respondió el fortachón que conducía. Y acto seguido, en la radio que llevaba en la mano, pronunció una frase de película: «El Jaguar está a salvo y vamos a la luna. Over.»
Era Óscar Balbi, jefe de Prosegur, empresa competidora de «los israelíes». Mis amigos Pipo Thorndike y Roberto Dañino habían gestionado por su parte, olvidando prevenirme, que Prosegur se ocupara de mi seguridad aquella noche. Hablaron con Jorge Vega, presidente del directorio de Prosegur, y el empresario Luis Woolcot costeó los gastos (esto lo supe dos años después).
Algún tiempo más tarde, y por gestiones de Juan Jochamowitz, Prosegur decidió responsabilizarse de la seguridad de mi casa y mi familia durante los tres años de la campaña, sin cobrar honorarios (por ello el gobierno le canceló los contratos que tenía con empresas del Estado). Óscar Balbi organizó la seguridad en todos mis recorridos y en los mítines del Frente Democrático y estuvo a mi lado en los aviones, helicópteros, camiones, camionetas, lanchas y caballos en los que en esos años di dos vueltas completas al Perú. Sólo lo vi flaquear en el atardecer del 21 de septiembre de 1988, en la comunidad campesina de Acchupata, de las sierras de Cumbe, en Cajamarca, donde los cuatro mil quinientos metros de altura lo derribaron del caballo y tuvimos que resucitarlo con oxígeno.
A él y a sus compañeros les estoy reconocido porque me prestaron un servicio impagable e imprescindible en un país donde la violencia política ha llegado a los extremos que en el Perú. Pero debo decir que vivir protegido es vivir encarcelado, una pesadilla para cualquiera que ama tanto sentirse libre como yo.
Ya no pude hacer lo que siempre me había gustado, desde muchacho, en las tardes, al terminar de escribir: merodear por barrios diferentes, explorar las calles, meterme a las matinées de esos cinemas de vecindario que crujen de viejos y donde a uno lo levantan las pulgas, subirme a colectivos y autobuses, sin rumbo determinado, para ir conociendo las interioridades y gentes de ese laberinto, lleno de contrastes, que es Lima. En los últimos años me había hecho conocido -más por un programa de televisión que dirigí que por mis libros-, de modo que no me era ya tan fácil salir sin llamar la atención. Pero desde agosto de 1987 me fue imposible ir a cualquier parte sin ser rodeado por gente y aplaudido o abucheado. Y desplazarse por la vida, seguido por periodistas y en medio de un cerco de guardaespaldas -primero dos, después cuatro y los últimos meses una quincena-, era un espectáculo entre payaso y provocador que me arruinaba todo goce. Es verdad que los horarios homicidas no me dejaban tiempo para nada que no fuera político, pero aun así, en los escasos momentos libres era, por ejemplo, impensable meterme a una librería -donde estaba tan asediado que no podía hacer lo que uno hace en las librerías: olisquear los estantes, hojear los libros, revolverlo todo en espera del hallazgo- o a un cine, donde mi aparición daba lugar a demostraciones, como ocurrió en un recital de Alicia Maguiña, en el teatro Municipal, en el que el público, al verme entrar con Patricia, se dividió entre partidarios que aplaudían y adversarios que silbaban. Para poder ver una obra de teatro, Ay, Carmela, de José Sanchís Sinisterra, sin incidentes, los amigos del grupo Ensayo me instalaron, a mí solo, en la galería del Corral de Comedias. Cito estos espectáculos porque creo que fueron los únicos que vi en esos años. Y al cine, algo que me gusta tanto como los libros y el teatro, fui apenas dos o tres veces y siempre de manera delincuencial (entrando con la película empezada y saliendo antes del fin). La última vez -estaba en el San Antonio, de Miraflores- a media función vino a sacarme de mi butaca Óscar Balbi porque acababan de lanzar una bomba en un local del Movimiento Libertad y herido de bala a un vigilante. Fui al fútbol dos o tres veces y también a un partido de voleibol, así como a los toros, pero ésas fueron operaciones decididas por el comando de campaña del Frente Democrático, para los obligatorios baños de multitud.
Las diversiones, pues, que Patricia y yo podíamos permitirnos eran ir a cenar a casa de amigos y de vez en cuando a un restaurante, esto último a sabiendas de que nos sentiríamos espiados y protagonizando un espectáculo. Muchas veces pensé, con culebritas en la espalda: «He perdido mi libertad.» Si era presidente, sería así por cinco años más. Y recuerdo la extrañeza y la felicidad que me colmaron el 14 de junio de 1990, cuando, pasado todo aquello, desembarqué en París y salí, antes de deshacer maletas, a caminar por Saint-Germain, sintiendo que era otra vez un paseante anónimo, sin escoltas, sin policías, sin ser reconocido (o casi, pues de pronto, como autogenerado, compareció, cerrándome el paso, el ubicuo y omnisciente Juan Cruz, de El País, al que me fue imposible negarle una entrevista).
Desde que comenzó mi vida política tomé una decisión: «No voy a dejar de leer ni de escribir siquiera un par de horas al día. Aun si soy presidente.» Fue una decisión sólo en parte egoísta. También, dictada por el convencimiento de que lo que quería hacer, lo haría mejor si conservaba un espacio personal, amurallado contra la política, hecho de ideas, reflexiones, sueños y trabajo intelectual.
Cumplí lo concerniente a la lectura, aunque no siempre el mínimo de dos horas diarias. En cuanto a escribir, me fue imposible. Quiero decir, escribir ficciones. No era sólo la falta de tiempo. Me era imposible concentrarme, abandonarme a la fantasía, alcanzar ese estado de ruptura con lo circundante que es lo formidable de escribir novelas o teatro. Interferían preocupaciones impuras, inmediatas, y no había manera de escapar a la agobiante actualidad. Además, no conseguía hacerme a la idea de que estaba solo, aunque fuera muy de mañana y no hubieran llegado las secretarias. Era como si los entrañables demonios se ahuyentaran resentidos por la falta de soledad. Resultaba angustioso y desistí. De modo que en esos tres años sólo escribí un divertimento erótico
– Elogio de la madrastra-, unos prólogos para una colección de novelas modernas del Círculo de Lectores, discursos, artículos y pequeños ensayos políticos.
Tener un horario tan avaro para la lectura me volvió muy estricto; no podía darme el lujo de leer con la anarquía con que lo he hecho siempre: sólo libros que sabía me iban a hipnotizar. Así, releí algunas novelas queridísimas, como La condición humana, de Malraux, Moby Dick, de Melville, Luz de agosto, de Faulkner y los cuentos de Borges. Un poco asustado al descubrir lo poco de intelectual -de inteligente- del quehacer político cotidiano, me impuse lecturas difíciles, que me obligaran a leer rumiando y tomando apuntes. Desde que en 1980 cayó en mis manos La sociedad abierta y sus enemigos, me había prometido estudiar a Popper. Lo hice en esos tres años, cada día, temprano en la mañana, antes de salir a correr, cuando empezaba a clarear y la quietud de la casa me recordaba la era prepolítica de mi vida.
Y en las noches, antes de dormir, leía poesía, siempre a los clásicos del Siglo de Oro, y la mayor parte de las veces a Góngora. Era un baño lustral, cada vez, aunque fuera sólo por media hora, salir de las discusiones, las conspiraciones, las intrigas y las invectivas y ser huésped de un mundo perfecto, desasido de toda actualidad, resplandeciente de armonía, habitado por ninfas y villanos literarios a más no poder y por monstruos mitológicos, que se movían en paisajes quintaesenciados, entre referencias a las tabulaciones griegas y romanas, música sutil y arquitecturas depuradas. Había leído a Góngora, desde mis años universitarios, con admiración algo distante; su perfección me parecía algo inhumana y su mundo demasiado cerebral y quimérico. Pero entre 1987 y 1990 cuánto le agradecí haber erigido ese enclave desactualizado y barroco, suspendido en las alturas más egregias del intelecto y la sensibilidad, emancipado de lo feo, de lo mezquino, de lo mediocre, de ese tramado sórdido en que se dibuja la vida cotidiana para la mayoría de los mortales.
Entre la primera y la segunda vuelta -entre el 8 de abril y el 10 de junio de 1990- ya no pude hacer la lectura estudiosa de hora u hora y media en las mañanas, aun cuando me sentara en el escritorio con el ejemplar de Conjeturas y refutaciones o de Objective knowledge en las manos. Tenía la cabeza demasiado sumida en los problemas, en la tremenda tensión de cada día, con las noticias de atentados y muertes, pues más de un centenar de personas vinculadas al Frente Democrático, dirigentes distritales, candidatos a diputaciones nacionales o regionales, o simpatizantes, fueron asesinadas en esos dos meses, gentes humildes, esos seres del montón que en todas partes son las víctimas privilegiadas del terrorismo político (y del contraterrorismo) y tuve que abandonar. Pero ni siquiera el día de la elección dejé de leer un soneto de Góngora, o una estrofa del Polifemo o Las soledades o alguno de sus romances o letrillas y de sentir con esos versos que, por unos minutos, mi vida se limpiaba. Quede aquí constancia de mi gratitud al gran cordobés.
Yo creía conocer el Perú, porque desde niño había hecho muchos viajes por el interior, pero los incesantes recorridos de esos tres años me revelaron una cara profunda del país, o, más bien, las muchas caras de que consta, su abanico geográfico, social y étnico, la complejidad de sus problemas, sus tremendos contrastes, y los niveles estremecedores de pobreza y desamparo de la mayoría de los peruanos.
El Perú no es un país, sino varios, conviviendo en la desconfianza y la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias. De violencias en plural: la del terror político y la del narcotráfico; la de la delincuencia común, que, con el empobrecimiento y el desplome de la (limitada) legalidad estaba barbarizando cada vez más la vida diaria, y, desde luego, la llamada violencia estructural: la discriminación, la falta de oportunidades, el desempleo y los salarios de hambre de vastos sectores de la población.
Todo eso lo sabía, lo había oído y leído y lo había visto de lejos y de prisa, como ven al resto de sus compatriotas los peruanos que tenemos la fortuna de pertenecer al pequeño segmento privilegiado que las encuestas denominan sector A. Pero entre 1987 y 1990 todo eso lo conocí de cerca, lo palpé mañana y tarde y en cierto modo lo viví. El Perú de mi infancia era un país pobre y atrasado; en las últimas décadas, principalmente desde la dictadura de Velasco y sobre todo con Alan García, se había ido volviendo pobrísimo y, en muchas regiones, miserable, un país que retrocedía a formas inhumanas de existencia. La famosa «década perdida» para América Latina -por las políticas populistas del desarrollo hacia adentro, el intervencionismo estatal y el nacionalismo económico que recomendaba la cepal, imbuida de la filosofía económica de su presidente, Raúl Prebisch- resultó particularmente trágica para el Perú, pues nuestros gobiernos fueron más lejos que otros en «defenderse» contra las inversiones extranjeras y en sacrificar la creación a la redistribución de la riqueza. [16]
Un departamento que conocía bien, antes, era el de Piura. Ahora, no podía creer lo que veía. Esos pueblos de la provincia de Sullana -San Jacinto, Marcavelica, Salitral-, o de Paita -Amotape, Arenal y Tamarindo-, para no hablar de los de las serranías de Huancabamba y Ayabaca, o los del desierto -Catacaos, La Unión, La Arena, Sechura- parecían haber muerto en vida, languidecer en un marasmo sin esperanza. Es verdad, en mi memoria también las viviendas eran rústicas, de barro y caña brava, y las gentes andaban descalzas y quejosas por la falta de caminos, de postas médicas, de escuelas, de agua, de electricidad. Pero en esos pueblos pobres de mi infancia piurana había una vitalidad pujante, una alegría a flor de piel y una esperanza ahora extinguidas. Habían crecido mucho -se habían triplicado, a veces-, estaban atestados de niños y de desocupados y un aire de ruina y de vejez parecía consumirlos. En las reuniones con los vecinos, oía repetirse el estribillo: «Nos morimos de hambre. No hay trabajo.»
El caso de Piura es una buena ilustración de aquella frase del naturalista Antonio Raimondi, quien, en el siglo XIX, definió al Perú como «un mendigo sentado sobre un banco de oro». Y también un buen ejemplo de cómo un país elige el subdesarrollo. El mar de Piura tiene una riqueza ictiológica que bastaría para dar trabajo a todos los piuranos. En el litoral de la región hay petróleo, y, en el desierto, las inmensas minas de fosfato de Bayóvar aún sin explotar. Y la tierra piurana es muy fértil para la agricultura, como lo mostraron antaño sus haciendas algodoneras, arroceras y fruteras, entre las mejor trabajadas del Perú. ¿Por qué un departamento con recursos semejantes se moría de hambre y desocupación?
El general Velasco confiscó en 1969 esas haciendas en las que, en efecto, los trabajadores recibían un porcentaje muy pequeño del beneficio, y las convirtió en cooperativas y empresas de «propiedad social», en las que, en teoría, los campesinos reemplazaron a los antiguos dueños. En la práctica, los nuevos propietarios fueron las directivas de las empresas socializadas, que se dedicaron a explotar a los campesinos tanto o más que los antiguos patrones. Con un agravante. Estos últimos sabían trabajar sus tierras, renovaban la maquinaria, reinvertían. Los dirigentes de las cooperativas y empresas de propiedad social se dedicaron a administrarlas políticamente y en muchos casos sólo a saquearlas. El resultado fue que pronto ya no hubo beneficio que repartir. [17]
Cuando yo inicié la campaña todas las cooperativas agrarias de Piura, salvo una, estaban técnicamente quebradas. Pero una empresa de propiedad social nunca quiebra. El Estado le condona anualmente las deudas que tiene contraídas con el Banco Agrario (es decir, transfiere las pérdidas a los contribuyentes) y el presidente Alan García solía hacer estas condonaciones en actos públicos, con inflamada retórica revolucionaria. Ésta era la explicación de que el campo piurano se hubiera empobrecido desde aquella reforma agraria hecha para que, según el lema velasquista, «el patrón ya no comiera más de la pobreza campesina». Los patrones habían desaparecido pero los campesinos comían menos que antes. Los únicos beneficiarios habían sido las pequeñas burocracias catapultadas a esas empresas por el poder político y contra las cuales, en nuestras reuniones, los cooperativistas repetían siempre las mismas acusaciones.
En cuanto a la pesca, lo sucedido era aún más autodestructivo. En los años cincuenta, gracias a la visión de un puñado de empresarios -de un tacneño, sobre todo, Luis Banchero Rossi-, surgió en la costa peruana una industria pionera: la de harina de pescado. En pocos años el Perú se convirtió en el primer productor mundial. Esto creó miles de puestos de trabajo, decenas de fábricas, convirtió el pequeño puerto de Chimbote en un gran centro comercial e industrial, y desarrolló la pesquería hasta volver al Perú, en los años sesenta, un país pesquero más importante que el Japón.
La dictadura militar nacionalizó en 1972 todas las empresas pesqueras y formó con ellas un gigantesco conglomerado -Pesca Perú- que puso en manos de una burocracia. El resultado: la ruina de la industria. Cuando yo comencé mis recorridos políticos, en 1987, la situación de ese mamut -Pesca Perú- era crítica. Muchas fábricas de harina de pescado habían sido cerradas, en La Libertad, en Piura, en Chimbote, en Lima, en Ica, en Arequipa, e innumerables embarcaciones de la empresa se pudrían en los puertos, sin repuestos ni equipos para salir a pescar. Éste era uno de los sectores públicos que más subsidios drenaba del Estado y, por lo tanto, una de las causas mayores del empobrecimiento nacional. (Un episodio emocionante de mi campaña fue, en octubre de 1988, la sorpresiva decisión de los habitantes de un pueblecito de la costa arequipeña, Ático, con su alcalde al frente, de movilizarse para pedir la privatización de la fábrica de harina de pescado que, antes, era la principal fuente de empleo del lugar. Ahora, había sido cerrada. Apenas supe la noticia, volé allí en una pequeña avioneta que aterrizó dando brincos en la playa de Ático, para solidarizarme con los lugareños y explicarles por qué proponíamos privatizar no sólo «su» fábrica sino todas las empresas públicas.)
El desastre pesquero y harinero había golpeado mucho a Piura. Mi asombro al ver la costa de Sechura sumida en la inercia fue grande. Yo la recordaba hirviendo de bolicheras y pequeñas embarcaciones y acosada por los «camareros» -camiones con cámaras frigoríficas- que habían atravesado el desierto para ir a comprar la anchoveta y demás pescados que hacían funcionar las fábricas de Chimbote y otros puertos del Perú.
Y en cuanto al petróleo del zócalo marino piurano y a los fosfatos de Sechura, allí estaban, esperando que alguna vez vinieran al Perú los capitales para explotarlos. El primer año de su gobierno, Alan García había nacionalizado la compañía petrolera norteamericana Belco, que operaba en el litoral norteño. El país estaba desde entonces enfrascado en un litigio jurídico internacional con la empresa afectada. Esto, sumado a la declaratoria de guerra del gobierno al Fondo Monetario y a todo el sistema financiero mundial, a su política hostil a las inversiones extranjeras y a la inseguridad creciente en el país, habían convertido al Perú en una nación apestada: nadie le concedía créditos, nadie invertía en ella. De exportar petróleo, el Perú pasó a importarlo. Por eso presentaba la tierra piurana esa apariencia que sobrecogía el ánimo. Ella era un símbolo de lo que había estado ocurriendo los últimos treinta años en todo el país.
Pero, comparada con otras regiones, la empobrecida Piura era envidiable, casi próspera. En los Andes centrales, en Ayacucho, Huancavelica, Junín, Cerro de Pasco, Apurímac, así como en el altiplano colindante con Bolivia -el departamento de Puno-, zona llamada de pobreza crítica, que era, también, la más ensangrentada por el terrorismo y el contraterrorismo, la situación era aún peor. Los escasos caminos habían ido desapareciendo por falta de mantenimiento y en muchos lugares Sendero Luminoso había dinamitado los puentes y obstruido las trochas con pedrones. También había destruido plantas experimentales de agricultura y ganadería, destrozado las instalaciones y exterminado a centenares de vicuñas de la reserva de Pampa Galeras, entrado a saco en las cooperativas agrícolas -del valle del Mantaro, principalmente, las más dinámicas de toda la sierra-, asesinado a promotores agrarios del ministerio de Agricultura y a técnicos extranjeros venidos al Perú en programas de cooperación, hecho huir o asesinado a pequeños agricultores y pequeños mineros, volado tractores, plantas eléctricas e hidroeléctricas, y liquidado en muchos lugares al ganado y a los cooperativistas y comuneros que pretendían oponerse a su política de tierra arrasada, con la que quería asfixiar a las ciudades, sobre todo a Lima, dejándolas sin alimentos.
Las palabras no dan cuenta precisa de lo que expresiones como economía de subsistencia, pobreza crítica, quieren decir en sufrimiento humano, en animalización de la vida por falta de trabajo y perspectivas y por el empobrecimiento del entorno. Ésa era la condición de la sierra central. Allí la vida siempre había sido pobre, pero ahora, con el cierre de tantas minas, el abandono de las tierras, el aislamiento, la falta de inversiones, la casi desaparición del intercambio y el sabotaje de los servicios y los centros de producción, se había reducido a niveles de horror.
Viendo esas aldeas andinas, pintarrajeadas con la hoz y el martillo y las consignas de Sendero Luminoso, de las que las familias huían, abandonándolo todo, para ir a engrosar los ejércitos de desocupados de las ciudades, aldeas en las que quienes se quedaban parecían los sobrevivientes de una catástrofe bíblica, muchas veces pensé: «Un país siempre puede estar peor. Para el subdesarrollo no hay fondo.» En los últimos treinta años el Perú había estado haciendo todo lo necesario para que hubiera cada vez más pobres y para que sus pobres se empobrecieran más. ¿No era evidente, ante esos peruanos que se morían de hambre, en esa cordillera con el potencial minero más rico del continente, de la que salieron el oro y la plata gracias a los cuales el nombre del Perú fue sinónimo de munificencia, que la política debía orientarse a atraer inversiones, abrir industrias, activar el comercio, revalorizar las tierras, desarrollar la minería, la agricultura, la ganadería?
El principio de la redistribución de la riqueza tiene una fuerza moral indiscutible, pero impide ver a sus propugnadores que ella no favorece la justicia si las políticas que inspira paralizan la producción, desalientan la iniciativa y ahuyentan las inversiones. Es decir, si se traducen en un aumento de la pobreza. Y redistribuir la pobreza, o, en el caso de los Andes, la miseria, como hacía Alan García, no alimenta a quienes enfrentan el problema en términos de vida o de muerte.
Desde mi desencanto con el marxismo y el socialismo -el teórico también, pero sobre todo el real, que había conocido en Cuba, en la Unión Soviética y en las llamadas democracias populares- sospeché que la fascinación de los intelectuales con el estatismo derivaba tanto de su vocación rentista -alimentada por la institución del mecenazgo que los hizo vivir a la sombra de la Iglesia y de los príncipes, y continuada por los regímenes totalitarios del siglo XX en los que el intelectual, a condición de ser dócil, formaba parte automáticamente de la élite- como de su incultura económica. Desde entonces traté, aunque de manera indisciplinada, de corregir mi ignorancia en ese dominio. En 1980, a raíz de un fellowship de un año en The Wilson Center, en Washington, lo hice con más orden y con interés creciente, al descubrir que, contra las apariencias, la economía estaba lejos de ser una ciencia exacta y era tan abierta a la fantasía y la creatividad como las artes. Al comenzar la acción política, en 1987, dos economistas, Felipe Ortiz de Zevallos y Raúl Salazar, comenzaron a darme lecciones semanales sobre economía peruana. Nos reuníamos en un cuartito del jardín de Freddy Cooper, en las noches, por un par de horas, y allí aprendí muchas cosas. También, a respetar el talento y la decencia de Raúl Salazar, pieza clave en la elaboración del programa del Frente y quien, de ganar, hubiera sido nuestro ministro de Economía. Una vez pedí a Raúl y a Felipe que me calcularan cuánto tocaría a cada peruano en caso de que un gobierno igualitarista redistribuyera la riqueza existente en el país. No más de cincuenta dólares por habitante. En otras palabras, el Perú seguiría siendo el país pobre y de pobres que era, con el agravante de que, luego de semejante medida, ya nunca dejaría de serlo.
Para salir de la pobreza las políticas redistributivas no sirven. Sirven aquellas que, como implican una inevitable desigualdad entre quienes producen más o menos, carecen del encanto intelectual y ético que ha rodeado siempre al socialismo y han sido condenadas por alentar el espíritu de lucro. Pero las economías igualitaristas basadas en la solidaridad nunca han sacado a un país de la pobreza; siempre lo han empobrecido más. Y, a menudo, han recortado o hecho desaparecer las libertades, ya que el igualitarismo exige una planificación rígida, que comienza siendo económica y se va extendiendo al resto de la vida. De allí resultan una ineficiencia, una corrupción y unos privilegios para quien gobierna que contradicen la noción misma de igualdad. Los contados casos de despegue económico en el Tercer Mundo han seguido, todos, la receta del mercado.
En cada viaje a la sierra central, entre 1987 y 1990, sentí una inmensa desolación al ver en lo que estaba convertida allí la vida para un tercio de los peruanos cuando menos. Y de cada uno de esos viajes volví más convencido de lo que era preciso hacer. Reabrir las minas cerradas por falta de incentivos para la exportación, ya que el valor artificialmente bajo del dólar hacía que la pequeña y mediana minería hubieran casi desaparecido y que sólo sobreviviera la gran minería, en condiciones precarias. Atraer capitales y tecnología para abrir nuevas empresas. Poner fin al control de precios a los productos agrarios con que se condenaba a los campesinos a subsidiar a las ciudades bajo pretexto de abaratar la alimentación popular. Dar títulos de propiedad a los cientos de miles de campesinos que habían parcelado las cooperativas y derogar las disposiciones que prohibían a las sociedades anónimas invertir.
Pero para ello había que poner fin al terror que campeaba en los Andes a sus anchas.
Viajar por la sierra era difícil. Para evitar las emboscadas, tenía que hacerlo de improviso, con poca gente, enviando con sólo uno o dos días de avance a los activistas de Movilización a prevenir a la gente más segura. A muchas provincias de la sierra central
– después de Ayacucho, Junín se había convertido en el departamento con más atentados- era difícil ir por tierra. Había que hacerlo en pequeños aviones que aterrizaban en lugares inverosímiles -cementerios, canchas de fútbol, cauces de río- o en ligeros helicópteros que, si nos sorprendía una tormenta, debían posarse donde fuera -a veces en la punta de un cerro- hasta que escampara. Estas acrobacias rompían los nervios de algunos amigos del Movimiento Libertad. Beatriz Merino sacaba cruces, rosarios y detentes e invocaba protección a los santos, sin el menor pudor. Pedro Cateriano conminaba a los pilotos a darle explicaciones tranquilizadoras sobre los instrumentos de vuelo y les iba señalando los cúmulos amenazantes, los súbitos picachos o las viborillas de los rayos que zigzagueaban alrededor. Ambos temían más a los vuelos que a los terroristas, pero nunca dejaron de acompañarme cuando se lo pedí.
Recuerdo al soldadito casi niño que me trajeron al abandonado aeropuerto de Jauja, el 8 de setiembre de 1989, para que lo lleváramos a Lima. Había sobrevivido ese mediodía a un atentado en el que habían muerto dos de sus compañeros -yo oí las bombas y los tiros desde el estrado de la plaza de Armas de Huancayo, donde se celebraba nuestro mitin- y estaba desangrándose. Le hicimos un sitio en el pequeño aparato, desembarcando a un guardaespaldas. No debía tener aún los dieciocho años reglamentarios. Llevaba en alto la bolsa del suero, pero la mano se le vencía. Nos turnábamos para sostenerla. No se quejó en todo el vuelo. Miraba el vacío, con una desesperación atónita, como tratando de comprender lo que le había ocurrido.
Recuerdo, el 14 de febrero de 1990, al salir de la mina Milpo, en Cerro de Pasco, cómo el triple cristal de la ventanilla de nuestra camioneta se trizó a la altura de mi sien, convirtiéndose en una telaraña, cuando cruzábamos a un grupo hostil. «Se suponía que esta camioneta era blindada», comenté. «Lo es contra balas», me aseguró Óscar Balbi, «pero ésta era una piedra». Tampoco estaba blindada contra garrotes. Porque en un ingenio azucarero del Norte, unas semanas antes, un puñado de apristas había pulverizado sus vidrios a palazos. El teórico blindaje, por lo demás, convertía al vehículo en un horno (el aire acondicionado no funcionó jamás), de modo que, por lo general, viajábamos por las carreteras con una puerta que el profesor Oshiro mantenía abierta con su pie.
Recuerdo a los miembros del comité de Libertad de Cerro de Pasco, que se presentaron a una reunión regional, magullados unos y otros heridos, pues esa mañana un comando terrorista había atacado su local. Y a los del comité de Ayacucho, la capital de la rebelión senderista, donde la vida humana valía menos que en cualquier otro lugar del Perú. Cada vez que fui a Ayacucho en esos tres años a reunirme con nuestro comité, tuve la sensación de estar con hombres y mujeres que en cualquier momento podían ser asesinados y me asaltaban sentimientos de culpa. Cuando se conformaron las listas de candidatos a diputados nacionales y regionales sabíamos que el riesgo para los ayacuchanos que figuraran en ellas aumentaría y, al igual que otras organizaciones políticas, propusimos a los candidatos sacarlos de Ayacucho hasta después de la elección. No aceptaron. Me pidieron, más bien, gestionar ante el jefe político-militar de la zona que les permitiera ir armados. Pero el general de brigada Howard Rodríguez Málaga me negó el permiso.
Poco antes de aquella reunión, Julián Huamaní Yauli, candidato del Movimiento Libertad a una diputación regional, había sentido a la medianoche que escalaban los techos de su casa y corrió a la calle a ponerse a salvo. La segunda vez, el 4 de marzo de 1990, no tuvo tiempo de huir. Lo sorprendieron en la puerta de su hogar, a plena luz del día y, luego de abalearlo, los asesinos se alejaron tranquilamente en medio de una muchedumbre a la que diez años de terror habían enseñado en casos así a no ver, no oír y no mover un dedo. Recuerdo el cadáver destrozado de Julián Huamaní Yauli en su cajón, aquella soleada mañana ayacuchana, y los llantos de su mujer y de su madre, una campesina que, abrazada a mí, sollozaba en quechua palabras que yo no podía entender.
La posibilidad de un atentado contra mí o la familia fue algo que Patricia, yo y mis hijos consideramos desde un principio. Acordamos no cometer imprudencias, pero no dejar que ello nos recortara la libertad. Gonzalo y Morgana estudiaban en Londres, de modo que el riesgo para ellos se reducía a los meses de vacaciones. Pero Álvaro estaba en el Perú, era periodista, vocero de prensa del Frente, joven y apasionado, y no medía sus palabras al atacar día y noche al extremismo y al gobierno; además, continuamente se escapaba del servicio de seguridad, para estar a solas con su novia. De manera que Patricia y yo vivimos con el permanente temor de que fuera raptado o asesinado.
Era obvio que, mientras no se pusiera fin a la inseguridad en el país, las posibilidades de una recuperación económica eran nulas, aun si se frenaba la inflación. ¿Quién iba a venir a abrir minas, pozos petroleros o fábricas si corría el riesgo de ser secuestrado, asesinado, obligado a pagar cupos revolucionarios y de que le dinamitaran sus empresas? (Una semana después de haber visitado yo, en Huacho, en marzo de 1990, la fábrica de conservas para la exportación Industrias Alimentarias, S. A., cuyo dueño, Julio Fabre Carranza, nos contó cómo había escapado ya a un atentado, Sendero Luminoso la redujo a escombros, dejando sin trabajo a mil obreras.)
Pacificar el país era una prioridad, junto con la lucha contra la inflación. No podía ser sólo tarea de policías y militares, sino de la sociedad civil en su conjunto, pues toda ella iba a pagar las consecuencias si Sendero Luminoso convertía al Perú en la Camboya de los jemeres rojos o el mrta en una segunda Cuba. Dejar la lucha contra el terror en manos de policías y militares no había dado fruto. Más bien, había tenido consecuencias negativas. Las desapariciones, las ejecuciones extrajudiciales habían resentido a las poblaciones campesinas, que no colaboraban con las fuerzas del orden. Y sin ayuda civil un régimen democrático no derrota a un movimiento subversivo. El gobierno aprista había agravado la situación, con los grupos contraterroristas, como el llamado Comando Rodrigo Franco. Estos grupos, que, era vox populi, estaban dirigidos desde el ministerio del Interior, habían asesinado abogados y dirigentes sindicales próximos a Sendero Luminoso, puesto bombas en locales de imprentas e instituciones sospechosas de complicidad con el terrorismo y acosaban también a los adversarios más pugnaces del presidente, como el diputado Fernando Olivera, quien, desde que se empeñó en denunciar en el Congreso la adquisición ilícita de propiedades por Alan García, había sido víctima de amagos terroristas.
Mi tesis era que al terror no había que combatirlo con el terror solapado, sino a cara descubierta, movilizando a campesinos, obreros y estudiantes y poniendo a las autoridades civiles al frente. Anuncié que, si era elegido, asumiría personalmente la dirección de la lucha contra el terrorismo, reemplazaría a los jefes político-militares de la zona de emergencia por autoridades civiles, y que armaría a las rondas formadas por campesinos para enfrentarse a los senderistas.
Las rondas campesinas habían mostrado su eficacia en Cajamarca, limpiando el campo de abigeos, trabajando en armonía con las autoridades, y constituido un freno eficaz al terrorismo, que no había podido implantarse en el campo cajamarquino. En todas las comunidades, cooperativas y aldeas de los Andes que visité, advertí una indignada frustración en los campesinos por no poder defenderse de los terroristas, a los que tenían que alimentar, vestir, prestar ayuda logística, y obedecer en sus delirantes consignas, como producir sólo para autoabastecerse y no comerciar ni concurrir a las ferias. La ayuda a la subversión, además, exponía a esas poblaciones a represalias implacables por parte de las fuerzas del orden. Muchas comunidades habían formado rondas que se enfrentaban con palos, cuchillos y escopetas de caza a las metralletas y fusiles de Sendero Luminoso y del mrta.
Por eso pedí a los peruanos un mandato para dotar a los ronderos de armas que les permitieran defenderse de manera efectiva contra quienes los venían literalmente diezmando. [18] Mi tesis fue muy criticada. Se dijo que armando a los campesinos yo abriría las puertas a la guerra civil (como si ella no existiera) y que, en una democracia, son las instituciones policiales y militares las encargadas de restablecer el orden público. Esta crítica no tiene en cuenta la realidad del subdesarrollo. En una democracia que está dando sus primeros pasos, que haya elecciones libres, partidos políticos y libertad de prensa, no significa que todas las instituciones sean democráticas. La democratización del conjunto de la sociedad es mucho más lenta y hasta que sindicatos, partidos políticos, la administración, las empresas, comiencen a actuar como se espera de ellas en un Estado de Derecho, pasa mucho tiempo. Las instituciones que más demoran en aprender a obrar dentro de la ley, respetuosas de la autoridad civil, son aquellas a las que los sistemas dictatoriales, semidictatoriales y, a veces, los democráticos, han acostumbrado a la arbitrariedad: las fuerzas policiales y militares.
La inoperancia demostrada por las fuerzas del orden en la lucha contra el terror en el Perú se debía a varios factores. Uno de ellos, su incapacidad para ganarse a la población civil y obtener de ella un apoyo activo, indispensable para combatir a un enemigo que no da la cara, confundido con la sociedad civil, de la que emerge para golpear y a la que regresa a ocultarse. Ello resultaba de los métodos empleados en la lucha antisubversiva por unas instituciones a las que no se había preparado para este género de guerra, tan distinta de la convencional y que se ceñían muchas veces a la estrategia de mostrar a la población que podían ser tan crueles como los terroristas. El resultado era que, en muchos sitios, las fuerzas del orden inspiraban a los campesinos tanto temor como las bandas de Sendero Luminoso o del mrta.
Recuerdo una conversación con un obispo, en una ciudad de la zona de emergencia. Era un hombre joven, de aspecto deportivo, muy inteligente. Pertenecía al medio conservador de la Iglesia, adversario de la teología de la liberación e insospechable de prestarse, como algunos religiosos de esta tendencia, a la propaganda extremista. Le pedí que me dijera, él que recorría esa tierra martirizada y hablaba con tanta gente, cuánto había de verdad en los abusos que se reprochaba a las fuerzas del orden. Su testimonio fue abrumador, sobre todo respecto al comportamiento de los pips (policías de civil): violaciones, robos, asesinatos, atropellos horrendos contra los campesinos y todo ello en la más absoluta impunidad. Recuerdo sus palabras: «Me siento más seguro viajando solo por Ayacucho que protegido por ellos.» Una democracia incipiente no puede progresar si confía a quienes actúan con este salvajismo la defensa de la ley.
Pero también en esto hay que evitar las simplificaciones. Los derechos humanos son una de las armas que más eficazmente utiliza el extremismo para paralizar a los gobiernos que quiere derrocar, manipulando a personas e instituciones bien intencionadas pero ingenuas. En el curso de la campaña tuve reuniones con oficiales de la Marina y del Ejército, que me informaron con detalle de la situación de la guerra revolucionaria en el Perú. Y de ese modo supe las condiciones dificilísimas en que soldados y marinos estaban obligados a enfrentar esta guerra, por la falta de adiestramiento, de equipos, y por la desmoralización que la crisis económica causaba en sus filas. Recuerdo una conversación, en Andahuaylas, con un joven teniente del Ejército, que regresaba de una expedición de rastrillaje por la zona de Cangallo y Vilcashuamán. Sus hombres, me explicó, tenían munición «para un solo choque». En caso de un segundo encuentro con los insurrectos, no hubieran podido responder al fuego. En cuanto a víveres, no llevaron ninguno. Debieron arreglárselas como pudieron para comer. «Usted pensará que esos víveres teníamos que pagárselos a los campesinos, ¿no, doctor? ¿Con qué? No recibo mi sueldo hace dos meses. Y lo que gano (menos de cien dólares al mes) no me alcanza, siquiera para mantener a mi madre, allá en Jaén. Las propinas de los soldados son para fumar. Dígame qué debemos hacer, pues, para pagar lo que comemos cuando salimos de patrulla.»
La inflación de los últimos años redujo los salarios reales de los militares, al igual que los del resto de servidores del Estado, en 1989, al tercio de lo que eran en 1985. Las partidas para la lucha contra la subversión sufrieron una merma parecida. El abatimiento y frustración de oficiales y soldados vinculados a la contrainsurgencia eran enormes. En los cuarteles, en las bases, la falta de repuestos arrumó camiones, helicópteros, jeeps y toda clase de armamentos. Había una sorda rivalidad entre la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Aquélla se consideraba discriminada y militares y marinos acusaban a la Guardia Civil de vender sus armas a los narcotraficantes y a los terroristas, aliados en la región del Huallaga. Y unos y otros reconocían que la falta de recursos había incrementado de manera dramática la corrupción en las instituciones militares, ni más ni menos que en la administración pública.
Sólo una participación resuelta de la sociedad civil podía revertir esa tendencia en la que, desde que estalló en 1979, la subversión ganaba puntos y el régimen democrático los perdía. Mi idea era que, como en Israel, los peruanos se organizaran para proteger los centros de trabajo, las cooperativas y comunidades, los servicios y vías de comunicación y que todo esto se hiciera colaborando con las Fuerzas Armadas pero bajo la dirección de la autoridad civil. Esta colaboración serviría -como en Israel, precisamente, donde hay muchas cosas que criticar pero otras que imitar y entre ellas la relación entre sus Fuerzas Armadas y la sociedad civil- no para militarizar a la sociedad sino para civilizar a policías y militares, cerrando de este modo la brecha causada por el mutuo desconocimiento, cuando no antagonismo, que caracteriza en el Perú, como en otros países latinoamericanos, la relación entre el estamento militar y el civil. En nuestro programa de pacificación, preparado por una comisión que dirigía una abogada -Amalia Ortiz de Zevallos-, e integrada por psicólogos, sociólogos, antropólogos, asistentes sociales, juristas y oficiales, se contemplaba la actuación de las rondas como parte de un proceso de recuperación por la sociedad civil de la zona de emergencia bajo control militar. Al mismo tiempo que se levantarían las leyes de excepción y comenzaban a actuar las rondas, irían allí brigadas volantes de jueces, médicos, asistentes sociales, promotores agrarios y maestros, a fin de que el campesino tuviera más razones para combatir al terrorismo que la mera supervivencia. Yo había decidido, si era elegido, irme a vivir a la zona de emergencia de manera más o menos permanente para dirigir desde allí la movilización contra el terror.
Al atardecer del 19 de enero de 1989 un vecino del barrio Los Jazmines, contiguo al aeropuerto de Pucallpa, vio a dos desconocidos salir de unos matorrales y correr, cargando algo, hacia la pista de aterrizaje, en el lugar donde los aviones se detienen y giran para dirigirse al estacionamiento. Acababa de aterrizar uno de los dos vuelos de itinerario procedentes de Lima. Los desconocidos, advirtiendo que el recién llegado era AeroPerú, regresaron al matorral. El vecino corrió a alertar a la gente de esa barriada, que había formado una ronda. Un grupo de ronderos armados de palos y machetes fue a averiguar qué hacían los desconocidos junto a la pista. Los rodearon, interrogaron y cuando pretendieron llevárselos a la comisaría, aquéllos sacaron revólveres y les dispararon a quemarropa. A Sergio Pasavi le perforaron seis veces el intestino; a José Vásquez Dávila le destrozaron el fémur, al peluquero Humberto Jacobo le fracturaron una clavícula y a Víctor Ravello Cruz lo hirieron en la región lumbar. En el desorden, los desconocidos huyeron. Pero dejaron en el lugar una bomba de dos kilos, de las llamadas «queso ruso», que contenía dinamita, aluminio, clavos, perdigones, trozos de metal y una mecha corta. Iban a arrojarla al avión de Faucett, que sale de Lima al mismo tiempo que el de AeroPerú, pero que ese día se atrasó dos horas. En ese avión venía yo, para instalar el comité de Libertad de Pucallpa, recorrer la zona del Ucayali y presidir un acto político en el teatro Rex.
Los ronderos llevaron a sus heridos al hospital regional y denunciaron el hecho al subjefe de policía, un mayor de la Guardia Civil (el jefe había partido a Lima), al que entregaron la bomba. Apenas supe el episodio, corrí al hospital a visitar a los heridos. ¡Horrible espectáculo! Enfermos amontonados unos sobre otros, compartiendo las camas, en habitaciones consteladas de moscas, y enfermeras y médicos haciendo milagros para atender, operar, curar, sin medicinas, sin equipos, sin las más elementales condiciones higiénicas. Luego de hacer gestiones para que los dos ronderos más graves fueran trasladados a Lima por Acción Solidaria, me dirigí a la policía. Uno de los atacantes, Hidalgo Soria, de diecisiete años, había sido capturado y, según el confuso oficial de la Guardia Civil que me atendió, había confesado ser del mrta y reconocido que el objetivo de la bomba era mi avión. Pero como tantos otros, el sospechoso nunca llegó a los tribunales. Las autoridades de Pucallpa, cada vez que la prensa trató de averiguar qué había sido de él, respondieron con evasivas y un día hicieron saber que el juez lo había puesto en libertad por ser menor de edad.
Para las Navidades de 1989, Acción Solidaria organizó en el estadio de Alianza Lima, el 23 de diciembre, un espectáculo con artistas de cine, radio y televisión, al que asistieron treinta y cinco mil personas. A poco de iniciarse el espectáculo, me avisaron por radio que habían encontrado una bomba en mi casa y que el servicio de desactivación de explosivos de la Guardia Civil había obligado a mi madre, a mis suegros, a las secretarias y empleados a marcharse. La coincidencia de esta bomba con el acto del estadio nos pareció sospechosa, destinada sin duda a empañar el acto, sacándonos de allí, de modo que con Patricia y mis hijos nos quedamos en la tribuna hasta que la fiesta navideña terminó. [19] La sospecha de que no era un verdadero atentado sino una operación psicológica la confirmé esa noche, al regresar a Barranco, cuando los desactivadores de explosivos de la Guardia Civil me aseguraron que la bomba -descubierta por el guardián de una escuela de turismo contigua a mi casa- no estaba rellena de dinamita sino de arena.
El domingo 26 de noviembre de 1989, un oficial de la Marina, vestido de civil, entró a mi casa con grandes precauciones. La cita había sido concertada por Jorge Salmón, de viva voz, pues mis teléfonos estaban intervenidos. El marino llegó en un automóvil con los vidrios polarizados, directamente al garaje. Venía a decirme que el Servicio de Inteligencia Naval, al que pertenecía, tenía conocimiento de una reunión secreta celebrada en el museo de la Nación, del presidente Alan García, su ministro del Interior, Agustín Mantilla, a quien se señalaba como el organizador de las bandas contraterroristas, el diputado Carlos Roca, el jefe de los cuerpos de seguridad del apra, Alberto Kitazono, y un alto dirigente del mrta. Y que en esa reunión se había decidido mi eliminación física, junto con la de un grupo en el que figuraban mi hijo Álvaro, Enrique Ghersi y Francisco Belaunde Terry. Los asesinatos se llevarían a cabo de modo que parecieran obra de Sendero Luminoso.
El oficial me hizo leer el informe que el Servicio de Inteligencia había elevado al comandante general de la Marina. Le pregunté qué grado de seriedad prestaba su institución a este informe. Se encogió de hombros y dijo que, si el río sonaba, piedras traía. La noticia de la rocambolesca conspiración llegó poco después, por intermedio de Álvaro, a un joven periodista de la televisión, Jaime Bayly, quien se atrevió a hacerla pública, causando gran alboroto. La Marina desmintió la existencia del informe.
Ésta fue una de las muchas denuncias sobre atentados contra mí que recibí. Algunas eran tan disparatadas que daban risa. Otras eran obvias fabulaciones de los informantes que se valían de estos pretextos para llegar hasta mí. Otras parecían, como las llamadas anónimas, operaciones psicológicas destinadas a restarnos bríos. Y había las denuncias solidarias, de buenas gentes, que no sabían nada concreto pero sospechaban que podían matarme, y como no querían que ocurriera, venían a hablarme de vagas emboscadas y misteriosos atentados, porque ésa era su manera de urgirme a que me cuidara. En la última etapa esto alcanzó tales proporciones que fue preciso cortarlo de raíz y pedí a Patricia y Lucía, que preparaban mi agenda, que no dieran más citas a quienes las solicitaran para «un asunto grave y secreto concerniente a la seguridad del doctor».
Me han preguntado si tuve miedo durante la campaña. Aprensión, muchas veces, pero más a los proyectiles contundentes, los que se ven venir, que a las balas o a las bombas. Como aquella tensa noche del 13 de marzo de 1990, en Casma, cuando, al subir a la tribuna, un grupo de contramanifestantes nos bombardeó desde las sombras con piedras y con huevos, uno de los cuales le reventó a Patricia en la frente. O aquella mañana de mayo de 1990, en el barrio limeño de Tacora, en que la buena cabeza (en los dos sentidos de la palabra) de mi amigo Enrique Ghersi detuvo la pedrada que me iba dirigida (a mí sólo me bañaron en pintura roja maloliente). Pero el terrorismo no me quitó el sueño en esos tres años ni me impidió hacer y decir lo que quería.