XV. LA TÍA JULIA

A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de vacaciones en casa del tío Lucho, Julia, una hermana menor de la tía Olga. Se había divorciado no hacía mucho de su marido boliviano, con quien había vivido algunos años en una hacienda del altiplano, y, luego de su separación, en La Paz, con una amiga cruceña.

Yo había conocido a Julia, en mi infancia cochabambina. Era amiga de mi mamá y venía con frecuencia a la casa de Ladislao Cabrera; una vez, me había prestado una romántica novela en dos tomos -El árabe y El hijo del árabe, de F. M. Hull- que me encantó. Recordaba la figura alta y agraciada de esa amiga a la que mi madre y mis tíos llamaban «la rotita» (porque, aunque boliviana de residencia, había nacido en Chile como la tía Olga) bailando muy animada en la fiesta de matrimonio del tío Jorge y la tía Gaby, baile que yo y mis primas Nancy y Gladys espiamos desde una escalera hasta altas horas de la noche.

El tío Lucho y la tía Olga vivían en un departamento de la avenida Armendáriz, en Miraflores, ya muy cerca de la Quebrada, y desde las ventanas de la sala, en el segundo piso, se divisaba el seminario de los jesuitas. Iba yo allí a almorzar o a comer muy a menudo y recuerdo haber caído por su casa, un mediodía, a la salida de la universidad, cuando Julia acababa de llegar y estaba aún desempacando. Reconocí su voz ronca y su risa fuerte, su esbelta silueta de largas piernas. Hizo algunas bromas al saludarme -«¡Cómo! ¿Tú eres el hijito de Dorita, ese chiquito llorón de Cochabamba?»-, me preguntó qué hacía y se sorprendió cuando el tío Lucho le contó que además de estudiante de Letras y Derecho, escribía en los periódicos y hasta había ganado un premio literario. «¿Pero qué edad tienes ya?» «Diecinueve años.» Ella tenía treinta y dos pero no los aparentaba pues se la veía joven y guapa. Al despedirnos, me dijo que si mis «pololas» (enamoradas) me dejaban libre, la acompañara al cine alguna noche. Y que, por supuesto, ella pagaría las entradas.

La verdad es que no tenía enamorada desde hacía buen tiempo. Salvo el platónico enamoramiento con Lea, en los últimos años mi vida había estado consagrada a escribir, leer, estudiar y hacer política. Y mi relación con las mujeres había sido amistosa o militante, no sentimental. No había vuelto a pisar un burdel, desde Piura, ni tenido aventura alguna. Y no creo que esa austeridad me pesara demasiado.

Estoy segurísimo, eso sí, por un episodio posterior, de que en ese primer encuentro no me enamoré de Julia ni pensé mucho en ella luego de despedirnos, ni, probablemente, después de las dos o tres veces siguientes que la vi, siempre en casa de los tíos Lucho y Olga. Una noche, luego de varias horas de una de esas reuniones conspiratorias que teníamos con frecuencia en casa de Luis Jaime Cisneros, al regresar a la quinta de la calle Porta, me encontré una nota del abuelo sobre mi cama: «Dice tu tío Lucho que eres un salvaje, que quedaste en ir al cine con Julita y no apareciste.» En efecto, lo había olvidado por completo.

Corrí al día siguiente a una florería de la avenida Larco y le mandé a Julia un ramo de rosas rojas con una tarjeta que decía: «Rendidas excusas.» Cuando fui a disculparme esa tarde, luego del trabajo donde el doctor Porras, Julia no me guardaba rencor y me hizo muchas bromas por haberle mandado rosas rojas.

Ese mismo día, o muy pronto, empezamos a ir al cine juntos, a la función de noche. íbamos casi siempre a pie, a menudo al cine Barranco, cruzando la Quebrada de Armendáriz y el pequeño zoológico que existía entonces alrededor de la laguna. O al Leuro, de Benavides, y a veces hasta el Colina, lo que significaba una caminata de cerca de una hora. Todas las veces teníamos discusiones porque yo no la dejaba pagar las entradas. Veíamos melodramas mexicanos, comedias americanas, de vaqueros y de gánsters. Conversábamos de muchas cosas y yo comencé a contarle que quería ser escritor y que, apenas pudiera, me iría a vivir a París. Ella ya no me trataba como a un chiquitín pero no se le pasaba por la cabeza, sin duda, que pudiera llegar a ser alguna vez algo más que su acompañante al cine las noches que tenía libres.

Porque, a poco de llegar, alrededor de Julia comenzaron a zumbar los moscones. Entre ellos, el tío Jorge. Se había separado de la tía Gaby, quien se marchó a Bolivia con sus dos hijos. El divorcio, que a mí me apenó mucho, fue la culminación de un período de disipación y escándalos de faldas del menor de mis tíos. Había ido prosperando mucho desde que, al regresar al Perú, comenzó como modesto empleado de la casa Wiese. Cuando estaba de gerente de una compañía constructora, un día desapareció. Y a la mañana siguiente, en la página de sociales de El Comercio, salió su nombre entre los viajeros en primera clase del Reina del Mar que iban a Europa. Junto al suyo figuraba el nombre de una dama española con la que tenía amores públicos.

Fue un gran escándalo en la familia y motivo de llanto para la abuelita Carmen. La tía Gaby partió a Bolivia y el tío Jorge permaneció algunos meses en Europa, viviendo como un rey y gastándose lo que no tenía. Al final quedó varado, en Madrid, sin dinero para el retorno. El tío Lucho tuvo que hacer milagros para regresarlo al Perú. Volvió sin trabajo, sin dinero y sin familia, pero con unos ímpetus y una habilidad que, sumados a su simpatía, le permitieron levantarse otra vez. En ésas estaba cuando llegó Julia a Lima. Él era uno de los pretendientes que la invitaban a salir. Pero la tía Olga que, en cuestiones de moral y buenas costumbres, era inflexible, vetó al tío Jorge de entrada, por casquivano y jaranista, y sometió a su hermana a un régimen de vigilancia que a Julia la hacía reírse a carcajadas. «He vuelto a tener chaperona y a pedir permiso para salir», me decía. Y, también, que la tía Olga respiraba tranquila cuando, en vez de aceptar las invitaciones de los moscardones, se iba al cine con Marito.

Como yo estaba siempre cayendo por su casa, y el tío Lucho y la tía Olga salían con frecuencia, me llevaban con ellos y las circunstancias me convertían en la pareja de Julita. El tío Lucho era aficionado a las carreras de caballos y fuimos algunas veces al hipódromo y el cumpleaños de la tía Olga, el 16 de junio, lo celebramos los cuatro, en el Grill del Bolívar, donde se podía cenar y bailar. En una de esas piezas que bailábamos, yo besé a Julia en la mejilla, y cuando ella apartó la cara para mirarme, la volví a besar, esta vez en los labios. No me dijo nada pero puso una expresión de estupor, como si hubiera visto a un aparecido. Más tarde, volviendo a Miraflores en el auto del tío Lucho, le cogí la mano en la oscuridad y no me la apartó.

Fui a verla al día siguiente -habíamos quedado en ir al cine- y la casualidad hizo que no hubiera nadie más en casa. Me recibió entre risueña e intrigada, mirándome como si yo no fuera yo y no hubiera podido ocurrir que la besara. En la sala, me hizo una broma: «Ya no me atrevo a ofrecerte una Coca-Cola. ¿Quieres un whisky?»

Le dije que estaba enamorado de ella y que le permitía todo, salvo que me tratara una sola vez más como a un niñito. Ella me dijo que había hecho muchas locuras en la vida, pero que ésta no la iba a hacer. ¡Y nada menos que con el sobrino de Lucho, con el hijo de Dorita! No era una corruptora de menores, pues. Entonces, nos besamos y fuimos a la función de noche del cine Barranco, a la última fila de la platea, donde seguimos besándonos de principio a fin de la película.

Comenzó un emocionante período de citas clandestinas, a distintas horas del día, en cafecitos del centro o en cines de barrio, donde hablábamos en susurros o permanecíamos largo rato en silencio, con las manos enlazadas y la permanente ansiedad de que apareciera de pronto alguien de la familia. La clandestinidad y el tener que fingir delante del tío Lucho y la tía Olga o los demás parientes daban a nuestro amor un condimento de riesgo y de aventura que a un incorregible sentimental como a mí se lo hacía más intenso.

A la primera persona que confié lo que ocurría fue al inseparable Javier. Había sido siempre mi confidente en asuntos amorosos y yo el suyo. Vivía permanentemente enamorado de mi prima Nancy, a la que abrumaba con invitaciones y regalos, y ella, tan bella como coqueta, jugaba con él como el gato con el ratón. Amigo hasta la muerte, Javier se ingenió para facilitar mis amores con Julia, organizando salidas al cine y al teatro, en las que, además, nos acompañaba siempre Nancy. Una de esas noches fuimos al Segura, a ver El avaro de Moliere, puesto por Lucho Córdoba, y Javier, que no podía con su genio rumboso, tomó un palco, de modo que nadie que estuviera en el teatro pudo dejar de vernos.

¿Sospechaba algo la familia? Todavía no. Las sospechas surgieron en un paseo de fin de semana, a fines de junio, a la hacienda de Paramonga, a visitar al tío Pedro. Había allí una fiesta, por alguna razón, y fuimos en caravana, los tíos Lucho y Olga, el tío Jorge, no estoy muy seguro si también los tíos Juan y Laura, y Julia y yo. El tío Pedro y la tía Rosi nos acomodaron como pudieron, en su casa y en la casa de huéspedes de la hacienda y pasamos unos días muy bonitos, con paseos por los cañaverales, conociendo los trapiches e instalaciones, y, la noche del sábado, en la fiesta, que se prolongó hasta el desayuno. Allí, Julia y yo debimos descuidar la prudencia y cambiar miradas, cuchicheos o bailar de una manera que despertó recelos. El tío Jorge irrumpió de pronto en una pequeña sala donde Julia y yo nos habíamos sentado a conversar y al vernos allí levantó su copa y exclamó: «¡Vivan los novios!» Los tres nos reímos pero una corriente eléctrica atravesó el lugar, yo me sentí incómodo y me pareció que el tío Jorge se había puesto también incomodísimo. Desde entonces tuve la certeza de que algo iba a pasar.

En Lima, seguimos viéndonos a escondidas durante el día, en nerviosos cafecitos del centro, y yendo al cine por las noches. Pero Julia sospechaba que su hermana y su cuñado algo se olían, por la manera como la miraban, sobre todo cuando yo iba a buscarla para el cine. ¿O era todo eso paranoia nuestra, producto de la mala conciencia?

No, no lo era. Lo descubrí de manera casual, una noche en que se me ocurrió, de pronto, pasar por casa de los tíos Juan y Lala, en Diego Ferré. Desde la calle, vi la sala iluminada y, por los visillos, a la familia entera reunida. Todos los tíos y tías, menos mi mamá. Inmediatamente supuse que Julia y yo éramos la razón del conciliábulo. Entré en la casa y, al presentarme en la sala, cambiaron apresuradamente de conversación. Más tarde, la prima Nancy, muy asustada, me confirmó que sus papas se la habían comido a preguntas para que les dijera si «Marito y Julita se estaban enamorando». Los espantaba que «el flaco» pudiera tener amores con una mujer divorciada y doce años mayor, y habían reunido a la tribu a ver qué hacían.

Anticipé en el acto lo que ocurriría. La tía Olga despacharía a su hermana a Bolivia e informarían a mis padres, para que me recordaran que era aún menor de edad. (La mayoría se alcanzaba entonces a los veintiún años.) Esa misma noche fui a buscar a Julia, con el pretexto del cine, y le pedí que se casara conmigo.

Nos habíamos quedado paseando por los malecones de Miraflores, entre la Quebrada de Armendáriz y el Parque Salazar, a esa hora siempre desiertos. Al fondo del acantilado roncaba el mar y nosotros caminábamos muy despacio, en la noche húmeda, tomados de la mano, deteniéndonos a cada paso para besarnos. Julia me dijo primero todo lo esperable: que era una locura, que yo era un mocoso y ella una mujer hecha y derecha, que yo no había terminado la universidad ni empezado a vivir, que no tenía siquiera un trabajo serio ni donde caerme muerto y que, en esas circunstancias, casarse conmigo era un disparate que ninguna mujer que tuviera un dedo de frente cometería. Pero que me quería y que si yo era tan loco, ella lo era también. Y que nos casáramos al tiro para que no nos separaran.

Quedamos en vernos lo menos posible, mientras yo preparaba la fuga. Me puse manos a la obra desde la mañana siguiente, sin dudar un instante de aquello que iba a hacer, y sin ponerme tampoco a reflexionar en lo que haríamos una vez que tuviéramos el certificado de matrimonio en la mano. Fui a despertar a Javier, que vivía ahora a pocas cuadras de mi casa, en una pensión en la esquina de Porta y 28 de Julio. Le comuniqué las nuevas y él, luego de la pregunta de rigor -¿no era eso un disparate monumental?-, me preguntó en qué podía ayudarme. Había que conseguir un alcalde, en un pueblo no muy alejado de Lima, que aceptara casarnos pese a no tener yo la mayoría de edad. ¿Dónde? ¿Quién? Me acordé entonces de mi compañero de universidad y de militancia democristiana, Guillermo Carrillo Marchand. Era de Chincha y pasaba todos los fines de semana allá, con su familia. Fui a hablar con él y me aseguró que no habría problemas, pues el alcalde chinchano era su amigo; pero prefería hacer la averiguación antes, para ir sobre seguro. A los pocos días viajó a Chincha y volvió muy optimista. Nos casaría el propio alcalde, a quien la idea de esa fuga le encantaba. Guillermo me trajo la lista de papeles que se requerían: certificados, fotos, solicitudes en papel sellado. Como la partida de nacimiento me la guardaba mi mamá y era imprudente pedírsela, recurrí a mi amiga Rosita Corpancho, de San Marcos, quien me permitió sacar la partida de mi expediente universitario para fotocopiarla y legalizarla. Julia andaba con sus documentos en la cartera.

Fueron unos días febriles, de trajines interminables y charlas excitantes, con Javier, con Guillermo y con mi prima Nancy, a quien convertí también en cómplice, para que me ayudara a encontrar un cuartito amueblado, o una pensión. Cuando le di la noticia, la prima Nancy abrió los ojos como platos y comenzó a balbucear algo pero yo le tapé la boca y le dije que había que ponerse a trabajar de inmediato para que el plan no fallara, y ella, que me quería mucho, se lanzó a buscarnos un lugar donde vivir. A los dos o tres días me anunció que una señora piurana, compañera suya en un programa de asistencia social, tenía una quinta de departamentos pequeñitos, cerca de la Diagonal, y que se le desocuparía uno a fin de mes. Costaba seiscientos soles, un poquitín más de mi sueldo donde Porras Barrenechea. Ya sólo tenía que preocuparme de que tuviéramos con qué comer.

Partimos a Chincha en un auto colectivo, un sábado por la mañana, Julia, Javier y yo. Guillermo nos esperaba allí desde la víspera. Había sacado todos mis ahorros del banco y Javier me había prestado los suyos, con lo que debía alcanzarme para las veinticuatro horas que, calculábamos, duraría la aventura. Deberíamos haber llegado directamente a la alcaldía, pasar la noche en Chincha, en el hotel Sudamericano, vecino a la plaza, y regresar a Lima al día siguiente. Un amigo sanmarquino, llamado Carcelén, había quedado encargado de llamar ese sábado por la tarde al tío Lucho, con el escueto mensaje: «Mario y Julia se han casado.»

En Chincha, Guillermo nos dijo que el asunto se había atrasado, por un imprevisto: el alcalde tenía un almuerzo, y como se había empeñado en casarnos él mismo, era preciso esperar unas cuantas horas. Pero que fuéramos al almuerzo, aquél nos invitaba. Fuimos. La fondita miraba alas altas palmeras de la soleada plaza de Chincha. Había unas diez o doce personas, todos hombres, y ya llevaban un buen rato bebiendo cervezas, pues andaban achipados y algunos borrachos, incluido el joven y simpático alcalde, que empezó brindando por los novios y al poco rato pasó a piropear a Julia. Yo estaba furioso y dispuesto a darle un cabezazo, pero me contenían razones prácticas.

Cuando el maldito almuerzo terminó, y pudimos, con Javier y Guillermo, llevar al alcalde, totalmente ebrio, a la alcaldía, surgió una nueva complicación. El jefe del registro o teniente alcalde, que había estado preparando el matrimonio, dijo que si yo no presentaba un permiso notarial de mis padres autorizando la boda, no podía casarme, pues era menor de edad. Le rogamos y lo amenazamos, pero él no daba su brazo a torcer, mientras el alcalde, en estado semicomatoso, seguía nuestras discusiones con unos ojos vidriosos, desinteresado y eructando. Por fin, el hombre del registro nos aconsejó que fuéramos a Tambo de Mora. Allí no habría problema. Esas cosas se podían hacer en un pueblecito, pero no en Chincha, la capital de la provincia.

Comenzó entonces un peregrinaje por los pueblos chínchanos, en busca de un alcalde comprensivo, que duró toda esa tarde, el anochecer y casi todo el día siguiente. Lo recuerdo como algo fantasmagórico y angustioso: el viejísimo taxi que nos conducía por caminos polvorientos, llenos de huecos y de piedras, entre algodonales y viñedos y criaderos de animales, las apariciones súbitas del mar y la sucesión de alcaldías miserables donde siempre nos daban con la puerta en las narices cuando descubrían mi edad. De todos los alcaldes o teniente alcaldes de esas aldeas, recuerdo al de Tambo de Mora. Un gran negro descalzo y barrigón que se echó a reír a carcajadas y exclamó: «¡O sea que se está usted robando a la muchacha!» Pero cuando leyó mi partida de nacimiento se rascó la cabeza: «Ni de a vainas.»

Regresamos a Chincha al oscurecer, desalentados y exhaustos, decididos a continuar la búsqueda a la mañana siguiente. Esa noche Julia y yo hicimos el amor por primera vez. El cuartito era estrecho, con una ventana teatina que recogía la luz desde el tejado y unas paredes rosadas en las que había pegoteadas imágenes pornográficas y religiosas. Toda la noche nos llegaron gritos y cantos de borrachos, desde el bar del hotel o alguna cantina de la vecindad. Pero no les dimos importancia, felices como estábamos, amándonos y jurándonos que aunque todos los alcaldes del mundo se negaran a casarnos, nada podría ya separarnos. Cuando nos dormimos, entraba luz alta en el cuarto y se oían los ruidos de la mañana.

Javier vino a despertarnos cerca del mediodía. Desde muy temprano, él y Guillermo habían continuado en el traqueteante taxi la exploración de los contornos, sin mucho éxito. Pero, finalmente, Javier encontró la solución conversando con el alcalde de Grocio Prado, quien le dijo que no tenía inconveniente en casarnos si, en mi partida de nacimiento, alterábamos la fecha del año en que nací, retrocediendo 1936 a 1934. Esos dos años me harían mayor de edad. Examinamos la partida y era fácil: allí mismo le añadimos al seis la colita que lo convirtió en cuatro. Fuimos en el acto a Grocio Prado, por una trocha llena de polvo. La alcaldía estaba cerrada y hubo que esperar un rato.

Para hacer tiempo, visitamos la casa del personaje que había hecho famoso al pueblo y lo había convertido en centro de peregrinación: la Beata Melchorita. Había muerto hacía pocos años, en la misma choza de caña brava y barro, pintada de blanco, en que siempre había vivido, cuidando a los pobres, mortificándose y orando. Se le atribuían curaciones milagrosas, profecías y, en sus éxtasis, haberse comunicado en lenguas extrañas con los muertos. Alrededor de una foto, en que se veía su rostro mestizo enmarcado por un rústico hábito talar, había decenas de velitas encendidas y mujeres rezando. El pueblo era minúsculo, arenoso, con un gran descampado que hacía a la vez de plaza y de cancha de fútbol, rodeado de chacras y sembríos.

Por fin llegó el alcalde, a media tarde. Los trámites eran lentísimos, desesperantes. Cuando parecía todo a punto, el alcalde dijo que faltaba un testigo, pues Javier, menor de edad, no podía serlo. Salimos a la calle a convencer al primer transeúnte. Un chacarero de los contornos aceptó, pero, luego de reflexionar, dijo que él no podía ser testigo de un matrimonio en el que no había un miserable trago con que brindar por la felicidad de los novios. Así que salió y después de unos minutos eternos volvió con su regalo de bodas: un par de botellas de vino chinchano. Con él brindamos, luego de que el alcalde nos recordó nuestros derechos y deberes como cónyuges.

Regresamos a Chincha cuando ya oscurecía y Javier partió a Lima de inmediato, con la misión de buscar al tío Lucho, para tranquilizarlo. Julia y yo pasamos la noche en el hotel Sudamericano. Antes de acostarnos, comimos algo en el barcito del hotel y nos sobrevino un ataque de risa al descubrir que estábamos hablando en voz muy baja, como conspiradores.

A la mañana siguiente, me despertó el empleado para anunciarme una llamada de Lima. Era Javier, muy alarmado. En el viaje de regreso, su colectivo se había salido de la pista para evitar un choque. Su conversación con el tío Lucho había sido buena, «dentro de lo que cabía». Pero se había llevado el susto de su vida poco después, cuando súbitamente se presentó mi padre en su pensión y le puso un revólver en el pecho, exigiéndole que delatara mi paradero. «Anda hecho un loco», me dijo.

Nos levantamos y fuimos a la plaza de Chincha, a tomar el colectivo a Lima. Pasamos las dos horas de viaje, de la mano, mirándonos a los ojos, asustados y felices. Fuimos directamente a casa del tío Lucho, en Armendáriz. Él nos recibió en lo alto de la escalera. Besó a Julia y le dijo, señalando el dormitorio: «Anda a enfrentarte con tu hermana.» Estaba apenado, pero no me riñó ni me dijo que había hecho una locura. Me hizo prometerle que no dejaría la universidad, que terminaría la carrera. Le juré que así lo haría y, también, que el matrimonio con Julia no me impediría llegar a ser un escritor.

Mientras hablábamos, yo oía, a lo lejos, a Julia y a la tía Olga, encerradas en el dormitorio, y me parecía que ésta alzaba la voz y que lloraba.

Fui de allí al departamento de la calle Porta. Los abuelitos y la Mamaé fueron un modelo de discreción. Pero el encuentro con mi madre, que estaba allí, resultó dramático, con llantos y gritos de su parte. Decía que había arruinado mi vida y no me creía cuando yo le juraba que sería abogado y hasta diplomático (su gran ambición). Por fin, calmándose algo, me dijo que mi padre estaba fuera de sí y que lo evitara, pues era capaz de matarme. Andaba con el famoso revólver en el bolsillo.

Me bañé y me vestí a toda prisa para ir a ver a Javier y cuando estaba saliendo me llegó una convocatoria de la policía. Mi padre me había hecho citar a la comisaría de Miraflores para que declarara allí si era cierto que me había casado, y dónde y con quién. El policía de civil que me interrogó me hacía deletrearle las respuestas mientras escribía en un ruidoso armatoste, con dos dedos. Le dije que, en efecto, me había casado con doña Julia Urquidi Illanes, pero que no iba a declarar en qué alcaldía pues temía que mi padre intentara anular el matrimonio y no quería facilitarle la tarea. «Lo que va a hacer es denunciarla como corruptora de menores», me advirtió el policía, amablemente. «Me lo ha dicho, al presentar esta denuncia.»

Salí de la comisaría en busca de Javier y fuimos a consultar a un abogado piurano, amigo suyo. Fue muy servicial, pues ni siquiera me cobró la consulta. Nos dijo que la alteración de la partida no anulaba el matrimonio, pero que podía ser motivo de anulación, si había un proceso judicial. Si no, a los dos años, el matrimonio quedaba perfeccionado. Pero que mi padre podía presentar una denuncia contra Julia como corruptora de menores, aunque, dada mi edad, diecinueve años, probablemente ningún juez la tomaría en serio.

Ésos fueron unos días anhelantes y algo absurdos. Yo seguía durmiendo donde los abuelos y Julia donde la tía Olga, y veía a mi flamante mujer sólo por horas, cuando iba a visitarla, como antes del matrimonio. La tía Olga me trataba con el cariño de siempre, pero tenía la cara hecha una noche. Con mi madre, mi padre me mandaba mensajes conminatorios: Julia debía salir del país o atenerse a las consecuencias.

Al segundo o tercer día, recibí una carta suya. Era feroz y delirante. Me daba un plazo de pocos días para que Julia partiera por propia iniciativa. Había hablado con uno de los ministros de Odría, que era su amigo, y éste le había asegurado que, de no salir ella motu proprio, la haría expulsar como indeseable. A medida que avanzaba, la carta se iba exasperando. Terminaba diciéndome, entre palabrotas, que si no le obedecía, me mataría como a un perro rabioso. Luego de su firma, a manera de posdata, añadía que podía ir a la policía a pedir socorro, pero que eso no le impediría pegarme cinco tiros. Y volvía a firmar en prueba de su determinación.

Discutimos con Julia qué hacer. Yo tenía proyectos irrealizables, como marcharnos del país (¿con qué pasaporte?, ¿con qué dinero?) o a alguna provincia donde la larga mano de mi padre no llegara (¿para vivir de qué?, ¿con qué trabajo?). Al final, ella propuso la solución más práctica. Partiría donde su abuelita y unos tíos maternos, a Chile. Apenas mi padre se apaciguara, volvería. Mientras, yo podría conseguir otros ingresos y encontrar una pensión o departamento. El tío Lucho argumentó en favor de esta estrategia. Era la única sensata, dadas las circunstancias. Lleno de rabia, de pena, de impotencia, luego de un ataque de llanto, tuve que resignarme a que Julia partiera.

Para pagar su pasaje a Valparaíso vendí casi toda mi ropa y empeñé, en la casa de Pignoración que estaba a la espalda de la Municipalidad de Lima, mi máquina de escribir, mi reloj y todo lo empeñable que tenía. La víspera de su partida, compadecidos, la tía Olga y el tío Lucho se retiraron después de la cena, discretamente, y yo pude quedarme con mi mujer. Hicimos el amor y lloramos juntos y nos prometimos escribirnos a diario. No pegamos los ojos en toda la noche. Al amanecer, con la tía Olga y el tío Lucho fuimos a despedirla al aeropuerto de Limatambo. Era una de esas típicas mañanas del invierno limeño, con la garúa invisible humedeciendo todas las cosas y esa neblina, que impresionó tanto a Melville, que afantasma las fachadas de las casas, los árboles y el perfil de la gente. Mi corazón bramaba de furia y apenas podía reprimir las lágrimas mientras, desde la terraza, veía a Julia alejarse hacia la pasarela del avión que la llevaba a Chile. ¿Cuándo la volvería a ver?

Desde ese mismo día, entré en un período de actividad frenética para conseguir trabajos que me permitieran ser independiente. Tenía lo de Porras Barrenechea y los cachuelos de Turismo. Gracias a Lucho Loayza -quien, al conocer la historia de mi rocambolesco matrimonio, hizo un displicente comentario sobre cuan superiores eran esos matrimonios ingleses mudos e irreales a los latinos tan desordenados y terrestres- conseguí una columna semanal, en el Suplemento Dominical de El Comercio, cuya sección literaria dirigía Abelardo Oquendo. íntimo de Loayza, Abelardo lo sería también mío desde aquella ocasión. Abelardo me encargó unas entrevistas semanales a escritores peruanos que ilustraba Alejandro Romualdo con unos magníficos apuntes, por los que me pagaban unos mil soles al mes. Y Luis Jaime Cisneros me consiguió de inmediato otra tarea: escribir el volumen de Educación Cívica, de unos manuales que la Universidad Católica preparaba para sus postulantes. A pesar de no ser yo de la Católica, Luis Jaime se las arregló para convencer al rector de esa universidad que me confiaran ese libro (el primero que publiqué, aunque nunca haya aparecido en mi bibliografía).

Por su parte, Porras Barrenechea me consiguió de inmediato un par de trabajos cómodos y decorosamente pagados. Mi entrevista con él fue bastante sorprendente. Yo comenzaba a darle explicaciones por los dos o tres días que había faltado, cuando él me interrumpió: «Lo sé todo. Su padre vino a verme.» Hizo una pausa y, con elegancia, salvó el escollo: «Estaba muy nervioso. ¿Un hombre de carácter, no?» Traté de imaginar lo que había podido ser esa entrevista. «Lo tranquilicé con un argumento que a él podía hacerle efecto», añadió Porras, con esa chispa de malicia que le brotaba en los ojos cuando decía maldades: «Después de todo, casarse es un acto de hombría, señor Vargas. Una afirmación de la virilidad. No es tan terrible, pues. Hubiera sido mucho peor que el muchacho le saliera un homosexual o un drogadicto, ¿no es cierto?» Me aseguró que, al partir de la calle Colina, mi padre parecía más calmado.

«Usted hizo bien en no venir a contarme lo que planeaba», me dijo Porras. «Porque hubiera tratado de sacarle ese disparate de la cabeza. Pero ya que está hecho, habrá que conseguirle algunos ingresos más decentes.»

Lo hizo en el acto, con la misma generosidad con que volcaba sobre sus alumnos su sabiduría. El primer trabajo fue asistente de bibliotecario del Club Nacional, la institución símbolo de la aristocracia y la oligarquía peruana. El presidente del club, cazador de fieras y coleccionista de oro, Miguel Mujica Gallo, había puesto a Porras en su directiva, de bibliotecario, y mi trabajo consistía en pasar un par de horas, cada mañana, en los bellos salones de muebles ingleses y artesonados de caoba de la biblioteca, fichando las nuevas adquisiciones. Pero como las compras de libros eran escasas, podía dedicar ese par de horas a leer, estudiar o trabajar en mis artículos. Lo cierto es que entre 1955 y 1958 leí mucho, en ese par de horitas mañaneras, en la soledad elegante del Club Nacional. La biblioteca del club era bastante buena -lo había sido, más bien, pues en un momento su presupuesto se secó- y tenía una espléndida colección de libros y revistas eróticos, buena parte de la cual leí o, por lo menos, hojeé. Recuerdo sobre todo los tomos de la serie Les maîtres de l'amour, dirigida por Apollinaire, y a menudo prologados por él, gracias a los cuales conocí a Sade, al Aretino, a Andrea de Nerciat, a John Cleland, y, entre muchos otros, al pintoresco y monotemático Restif de la Bretonne, fantasista que laboriosamente reconstruyó el mundo de su tiempo, en sus novelas y autobiografía, a partir de su obsesión fetichista con el pie femenino. Esas lecturas fueron muy importantes y, durante un buen tiempo, creí que el erotismo era sinónimo de rebelión y de libertad en lo social y en lo artístico y una fuente maravillosa de creatividad. Así parecía haberlo sido, por lo menos, en el siglo XVIII, en las obras y actitudes de los libertins (palabra que, como le gustaba recordar a Roger Vailland, no quiere decir «voluptuoso» sino «hombre que desafía a Dios»).

Pero no tardé mucho -es decir, algunos años- en comprender que, con la permisividad moderna, en la sociedad abierta e industrial de nuestros días, el erotismo cambiaba de signo y contenido, y pasaba a ser un producto manufacturado y comercial, conformista, convencional a más no poder, y, casi siempre, de una atroz indigencia artística. Pero el descubrimiento de la literatura erótica de calidad, que hice en los inesperados anaqueles del Club Nacional, ha tenido una influencia en mi obra y dejado un sedimento en lo que he escrito. De otro lado, el prolijo y abundante Restif de la Bretonne me ayudó a entender una característica esencial de la ficción: que ella sirve al novelista para recrear el mundo a su imagen y semejanza, a recomponerlo sutilmente de acuerdo a sus secretos apetitos.

El otro trabajo que me consiguió Porras Barrenechea era algo tétrico: fichar las tumbas de los cuarteles más antiguos del cementerio colonial de Lima, el Presbítero Maestro, cuyos registros se habían extraviado. (La administración del cementerio correspondía a la Beneficencia Pública de Lima, entonces una institución privada, de cuya directiva Porras formaba parte.) La ventaja de este empleo era que podía hacerlo muy temprano en la mañana o tarde en la tarde, los días laborables o los feriados, y por las horas o minutos que quisiera. El director del cementerio me pagaba por el número de muertos fichados. Llegué a sacar por este cachuelo unos quinientos soles al mes. Javier me acompañaba a veces a hacer mis recorridos por el cementerio, con mi cuaderno, mis lápices, mi escalera, mi espátula (para quitar la costra de tierra que cubría algunas lápidas) y mi linterna, por si se nos hacía de noche. El director, un gordo simpático y conversador, mientras contaba a mis muertos y calculaba mi jornada, me refería anécdotas de las inauguraciones de cada período presidencial en el Congreso, a las que no había fallado nunca, desde niño.

Antes de un par de meses acumulé seis trabajos (serían siete un año después, con mi entrada a Radio Panamericana) multiplicando mi sueldo por cinco. Con los tres mil o tres mil quinientos soles al mes ya era posible que Julia y yo sobreviviéramos, si conseguíamos algún lugar barato donde cobijarnos. Felizmente, el departamentito que le habían prometido a Nancy se desocupó. Fui a verlo, me encantó, lo tomé, y la piurana Esperanza La Rosa me lo guardó una semana hasta que, con los nuevos trabajos, pude pagarle el depósito y el primer mes de alquiler. Estaba en una quinta color ocre, de casitas tan pequeñas que parecían de juguete, al final de la calle Porta, donde ésta se angostaba y moría en un muro que la separaba entonces de la Diagonal. Constaba de dos cuartos y una cocinita y un baño tan diminutos que sólo cabía en ellos una persona a la vez y frunciendo la barriga. Pero en su brevedad y espartano mobiliario, tenía algo muy simpático, con sus alegres cortinas y el patiecillo de cascajo y matas de geranios al que miraban las casitas. Nancy me ayudó a limpiarlo y decorarlo para recibir a la novia.

Desde su partida, nos escribíamos con Julia todos los días, y yo veo todavía a la abuelita Carmen, entregándome las cartas con una sonrisa maliciosa y alguna broma: «¿De quién será esta carlita, de quién será?» «¿Quién le escribirá tantas cartas a mi nietecito?» A las cuatro o cinco semanas de su partida a Chile, cuando ya había conseguido todos aquellos trabajos, llamé por teléfono a mi padre y le pedí una cita. No lo había visto desde antes del matrimonio, ni le había contestado su carta homicida.

Me puse muy nervioso, aquella mañana, mientras iba a su oficina. Estaba resuelto, por primera vez en mi vida, a decirle que disparara de una vez su maldito revólver, pero ahora que podía mantenerla, no iba a seguir viviendo separado de mi mujer. Sin embargo, en lo más hondo, temía que, llegado el momento, perdiera una vez más el coraje y volviera a sentirme paralizado ante su rabia.

Pero lo encontré extrañamente ecuánime y racional, mientras hablábamos. Y por algunas cosas que dijo, y otras que dejó de decir, siempre he sospechado que aquella conversación con el doctor Porras -a la que ni él ni yo hicimos la menor alusión- hizo su efecto y ayudó a que terminara resignándose a un matrimonio fraguado sin su consentimiento. Muy pálido, me escuchó sin decir palabra mientras yo le explicaba los trabajos que había conseguido, lo que iba a ganar con todos ellos y le aseguraba que me sería suficiente para mantenerme. Y cómo, además, pese a esos empleos varios, algunos de los cuales podía hacer en casa por las noches, podría asistir a algunas clases y dar los exámenes de la universidad. Finalmente, tragando saliva, le dije que Julia estaba casada conmigo y que no podíamos seguir viviendo, ella sola, allá, en Chile, y yo aquí, en Lima.

No me hizo el menor reproche. Más bien me habló como un abogado, utilizando unos tecnicismos legales sobre los que se había informado con detalle. Tenía una copia de mi declaración a la policía, que me enseñó, marcada con lápiz rojo. Yo me delaté al reconocer que me había casado teniendo sólo diecinueve años. Eso bastaba para iniciar un proceso de anulación del matrimonio. Pero no iba a intentarlo. Porque, aunque yo había cometido una estupidez, casarse, después de todo, era cosa de hombres, un acto viril.

Luego, haciendo un esfuerzo visible para emplear un tono conciliatorio que yo no recordaba hubiera usado antes conmigo, comenzó de pronto a aconsejarme que no fuera a dejar los estudios, a arruinar mi carrera, mi futuro, por este matrimonio. Él estaba seguro de que yo podía llegar lejos, a condición de no hacer más locuras. Si se mostró siempre severo conmigo, había sido por mi bien, para enderezar lo que, por un cariño mal entendido, habían torcido los Llosa. Pero, en contra de lo que yo había creído, él me quería, pues yo era su hijo ¿y cómo un padre no iba a querer a su hijo?

Ante mi sorpresa, abrió los brazos, para que lo abrazara. Así lo hice, sin besarlo, desconcertado por el desenlace de la entrevista, y agradeciéndole sus palabras de la manera que pudiera parecerle lo menos hipócrita posible.

(Esa entrevista, de fines de julio o comienzos de agosto de 1955, marcó mi definitiva emancipación de mi padre. Aunque su sombra me acompañará sin duda hasta la tumba, y aunque hasta ahora, a veces, de pronto, el recuerdo de alguna escena, de alguna imagen, de los años que estuve bajo su autoridad me causan un súbito vacío en el estómago, desde entonces no volvimos a tener una pelea. No directamente, al menos. En realidad, nos vimos poco. Y, tanto en los años que continuamos él y yo en el Perú -hasta 1958, en que partí a Europa y él con mi madre a Los Ángeles-, como en las ocasiones en que coincidíamos en Lima, o cuando yo iba a visitarlos a Estados Unidos, muchas veces hizo él gestos y dijo cosas y tomó iniciativas encaminadas a acortar la distancia y borrar los malos recuerdos, para que tuviéramos esa relación próxima y cariñosa que nunca tuvimos. Pero yo, hijo suyo al fin y al cabo, nunca supe corresponderle y, aunque procuré siempre mostrarme educado con él, jamás le demostré más cariño del que le tenía [es decir, ninguno]. El terrible rencor, el odio ígneo de mi niñez hacia él, fueron desapareciendo, a lo largo de esos años, sobre todo a medida que fui descubriendo sus durísimos primeros tiempos en Estados Unidos, donde él y mi mamá trabajarían como obreros -mi madre, por trece años, como tejedora en una manufactura de telas, y él en una fábrica de zapatos- y luego como porteros y guardianes de una sinagoga de Los Ángeles. Por cierto, ni en los peores períodos de esa difícil adaptación a su nueva patria, el orgullo permitió a mi padre pedirme ayuda -ni autorizar a mi madre a que ella lo hiciera, salvo para los pasajes de avión al Perú, donde pasaban vacaciones- y creo que sólo en el período final de su vida aceptó ser ayudado por mi hermano Ernesto, quien le facilitó un departamento donde vivir, en Pasadena.

Cuando nos veíamos -cada dos, a veces tres años, siempre por muy pocos días-, nuestra relación era civil pero helada. Para él siempre fue algo incomprensible que yo llegara a hacerme conocido gracias a mis libros, que se diera a veces con mi retrato y mi nombre en Time o en Los Ángeles Times; lo halagaba, sin duda, pero también lo desconcertaba y confundía, y por eso nunca hablamos de mis novelas, hasta nuestra ultima disputa, la que nos incomunicó del todo hasta su muerte, en enero de 1979.

Fue una disputa que tuvimos sin vernos y sin cambiar palabra, a miles de kilómetros, con motivo de La tía Julia y el escribidor, novela en la que hay episodios autobiográficos en los que aparece el padre del narrador actuando de manera parecida a como él lo hizo, cuando me casé con Julia. Bastante tiempo después de aparecido el libro, recibí de pronto una curiosa carta suya -yo estaba viviendo en Cambridge, Inglaterra-, en la que me agradecía por reconocer en esa novela que él había sido severo conmigo pero que en el fondo lo había hecho por mi bien «pues siempre me había querido». No le contesté la carta. Algún tiempo más tarde, en una de las llamadas que yo hacía a Los Ángeles a mi madre, ella me sorprendió diciéndome que mi padre quería hablarme sobre La tía Julia y el escribidor. Previendo algún ucase, me despedí de ella antes de que él se acercara al aparato. Días después recibí otra carta suya, ésta violenta, acusándome de resentido y de calumniarlo en un libro, sin darle ocasión de defenderse, reprochándome no ser un creyente y profetizándome un castigo divino. Me advertía que esta carta la haría circular entre mis conocidos. Y, en efecto, en los meses y años siguientes, supe que había enviado decenas y acaso centenares de copias de ella a parientes, amigos y conocidos míos en el Perú.

No lo volví a ver. En enero de 1979 vino con mi madre, de Los Ángeles, a pasar unas semanas de verano en Lima. Una tarde, mi prima Giannina -hija del tío Pedro- me llamó para anunciarme que mi padre, que estaba almorzando en su casa, había perdido el conocimiento. Llamamos una ambulancia y lo llevamos a la Clínica Americana, donde llegó sin vida. En el velatorio, aquella noche, sólo estuvieron allí, para despedirlo, en la cámara mortuoria, los tíos y tías sobrevivientes y muchos sobrinos y sobrinas de esa familia Llosa, a la que tanto había detestado y con la que, en los años finales, había llegado a hacer las paces, pues la visitaba y aceptaba sus invitaciones en los cortos viajes que hacía de cuando en cuando al Perú.)

Salí de la oficina de mi padre en un estado de gran exaltación a enviarle un telegrama a Julia diciéndole que su exilio había terminado y que muy pronto le enviaría el pasaje. Luego, corrí donde el tío Lucho y la tía Olga a darles la buena nueva. Aunque ahora andaba muy ocupado, con todos los trabajos que me había echado encima, cada vez que tenía un hueco libre corría a la casa de la avenida Armendáriz, a almorzar o a comer, porque con ellos podía hablar de mi mujer desterrada, el único tema que me interesaba. La tía Olga había terminado también por hacerse a la idea de que el matrimonio de su hermana era irreversible, y se alegró de que mi padre hubiera consentido el regreso de Julia.

De inmediato comencé a idear fórmulas para comprarle el pasaje de avión. Estaba viendo cómo sacarlo a plazos, o conseguir un préstamo del banco, cuando me llegó un telegrama de Julia anunciándome su llegada para el día siguiente. Se me había adelantado, vendiendo las joyas que tenía.

Fuimos a recibirla al aeropuerto con el tío Lucho y la tía Olga y al verla aparecer, entre los pasajeros del avión de Santiago, la tía Olga hizo un comentario que a mí me encantó, pues indicaba una normalización de la situación familiar: «Mira qué guapa se ha puesto tu mujer para el reencuentro.»

Fue un día muy feliz ése, por cierto, para Julia y para mí. El departamentito de la quinta de Porta estaba lo mejor arreglado que cabía y con unas flores fragantes de bienvenida a la novia. Yo había llevado allí todos mis libros y mi ropa, desde la víspera, ilusionado, además, con la perspectiva de empezar a vivir por fin una vida independiente, en una casa propia (es un decir).

Me había propuesto terminar la universidad, las dos Facultades que seguía, y no sólo porque se lo había prometido a la familia. También, porque estaba seguro de que sólo esos títulos me permitirían luego la comodidad mínima para dedicarme a escribir, y porque pensaba que sin ellos nunca llegaría a Europa, a Francia, algo que seguía siendo designio central en mi vida. Estaba más decidido que nunca a tratar de ser un escritor y tenía la convicción de que jamás llegaría a serlo si no me marchaba del Perú, si no vivía en París. Hablé de esto mil veces con Julia y ella, que era animosa y novelera, me llevaba la cuerda: sí, sí, que terminara los estudios y pidiera la beca que daban el Banco Popular y San Marcos para hacer estudios de postgrado en España. Luego nos iríamos a París, donde escribiría todas las novelas que tenía en la cabeza. Ella me ayudaría.

Me ayudó mucho, desde el primer día. Sin su ayuda, no hubiera podido cumplir con mis siete trabajos, darme tiempo para asistir a alguna clase en San Marcos, hacer los ensayos que encargaban los profesores, y, como si todo esto fuera poco, escribir bastantes cuentos.

Cuando, ahora, trato de reconstruir mis horarios de esos tres años -1955 a

1958-, me quedo atónito: ¿cómo pude hacer tantas cosas, y, encima, leer muchos libros, y cultivar la amistad de algunos magníficos amigos como Lucho y Abelardo, y también ir al cine algunas veces y comer y dormir? En el papel, no caben en las horas del día. Pero a mí me cupieron y, a pesar del tremendo trajín y las estrecheces económicas, fueron unos años emocionantes, de ilusiones que se renovaban y enriquecían, y en los que, por cierto, no me arrepentí de mi precipitado matrimonio.

Creo que Julia tampoco. Nos queríamos, gozábamos el uno con el otro, y aunque teníamos las inevitables peleas que conlleva la vida doméstica, en esos tres años en Lima, antes del viaje a Europa, nuestra relación fue fértil y recíprocamente estimulante. Una fuente de disputas eran mis celos retrospectivos, el absurdo, angustioso furor que sentí, al descubrir que Julia había tenido una vida sentimental, y, sobre todo, que, luego de su divorcio, y hasta la víspera de su venida a Lima, había vivido un apasionado romance con un cantante argentino, que llegó a La Paz e hizo estragos entre las paceñas. Por una razón misteriosa -ahora el asunto me hace reír, pero entonces me hizo sufrir mucho y por ello hice sufrir también a Julia- esos amores de mi mujer con el cantante argentino, que ella ingenuamente me comentó a poco de casarnos, me desvelaban y me hacían sentir que, aunque pasados, eran una amenaza, un peligro para nuestro matrimonio, pues me robaban una parte de la vida de Julia, la que estaría siempre fuera de mi alcance y que por ello nunca podríamos ser totalmente felices. Yo le exigía que me contara con lujo de detalles esa aventura y teníamos por eso, a veces, violentas disputas, que solían concluir en tiernas reconciliaciones.

Pero, además, nos divertíamos. Cuando uno casi nunca tiene tiempo, ni dinero, para las diversiones, éstas, por escasas y modestas que sean, adquieren una maravillosa consistencia, producen un placer que desconocen quienes pueden disfrutarlas a capricho. Recuerdo la excitación infantil que nos producía, algunos fines de mes, ir a almorzar a un restaurante alemán de la calle La Esperanza, el Gambrinus, donde preparaban un suculento Wienerschnitzel, para el que nos preparábamos, regocijados, con días de anticipación. O, algunas noches, ir a comer una pizza con una jarrita de vino, a La Pizzería que acababa de abrir en la Diagonal una pareja de suizos, y que, del modesto garaje donde comenzó, se convertiría con los años en uno de los más conocidos restaurantes de Miraflores.

Adonde íbamos por lo menos una vez por semana era al cine. A los dos nos encantaba. A diferencia de lo que me ocurre con los libros, que cuando son malos además de aburrirme me irritan, pues me hacen sentir que pierdo el tiempo, las malas películas las soporto muy bien y, mientras no sean pretenciosas, me divierten. Así que íbamos a ver lo que fuera, sobre todo, los gemebundos melodramas mexicanos con María Félix, Arturo de Córdoba, Agustín Lara, Emilio Tuero, Mirta Aguirre, etcétera, por los que Julia y yo teníamos una retorcida predilección.

Julia era una excelente mecanógrafa, de modo que yo le entregaba la lista de muertos del Presbítero Maestro garabateados en mis cuadernos y ella los volvía fichas relucientes. Me pasaba también los reportajes y artículos para El Comercio, Turismo y la revista Cultura Peruana, en la que comencé a escribir, al poco tiempo, una columna mensual dedicada a los pensadores políticos peruanos más importantes de los siglos XIX y XX, con el título de «Hombres, libros e ideas». Preparar esa columna, a lo largo de dos años y pico, fue muy entretenido, pues, gracias a la biblioteca de Porras Barrenechea y la del Club Nacional, pude leerlos a casi todos, de Sánchez Cardón y Vigil hasta José Carlos Mariátegui y Riva Agüero, pasando por González Prada, cuyas virulentas diatribas anárquicas contra instituciones y líderes políticos de todo pelaje, en una exquisita prosa de brillos parnasianos, me hizo, por cierto, una estupenda impresión.

Las entrevistas semanales que Abelardo me encargó para el Suplemento Dominical de El Comercio fueron muy instructivas sobre la situación de la literatura peruana, aunque, a menudo, decepcionantes. El primer entrevistado fue José María Arguedas. Todavía no había publicado Los ríos profundos, pero ya había en torno al autor de Yawar Fiesta y Diamantes y pedernales (editado no hacía mucho por Mejía Baca) un cierto culto, como un narrador de fino lirismo e íntimo conocedor del mundo indio. Me sorprendió lo tímido y modesto que era, lo mucho que desconocía de la literatura moderna, y sus temores y vacilaciones. Me hizo mostrarle la entrevista una vez redactada, en la que corrigió varias cosas, y luego envió una carta a Abelardo, pidiendo que no se publicara, pues no quería hacer sufrir a nadie con ella (por alusiones al hermanastro que lo había atormentado en su infancia). La carta llegó cuando la entrevista estaba impresa. Arguedas no se molestó por ello y me envió luego una notita cariñosa, agradeciéndome lo bien que hablaba de su persona y de su obra.

Creo haber entrevistado, para esa columna, a todos los peruanos vivos que habían publicado alguna vez una novela en el Perú. Desde el anciano Enrique López Albújar, reliquia viviente, que, en su casita de San Miguel, confundía nombres, fechas y títulos y llamaba «muchachos» a quienes ya tenían setenta años, hasta el novísimo Eleodoro Vargas Vicuña, quien solía interrumpir las conferencias dando un grito que era su divisa («¡Viva la vida, carajo!») y que, después de las bellas prosas de Nahutn, misteriosamente se desvaneció, por lo menos del mundo de la literatura. Pasando, por cierto, por el simpático piurano Francisco Vegas Seminario, o Arturo Hernández, el autor de Sangama, y decenas de polígrafos y polígrafas, autores de novelas criollistas, indigenistas, cholistas, costumbristas, negristas, que siempre se me caían de las manos y parecían viejísimas (no antiguas, sino viejísimas) por la manera como estaban escritas y, sobre todo, construidas.

En esa época, por mi deslumbramiento con la obra de Faulkner, yo vivía fascinado por la técnica de la novela, y todas las que caían a mis manos, las leía con un ojo clínico, observando cómo funcionaba el punto de vista, la organización del tiempo, si era coherente la función del narrador o si las incoherencias y torpezas técnicas -la adjetivación, por ejemplo- destruían (impedían) la verosimilitud. A todos los novelistas y cuentistas que entrevisté los interrogaba sobre la forma narrativa, sobre sus preocupaciones técnicas, y siempre me desmoralizaban sus respuestas, desdeñosas de esos «formalismos». Algunos añadían «formalismos extranjerizantes, europeístas» y otros llegaban al chantaje «telúrico»: «Para mí, lo importante no es la forma, sino la vida misma», «Yo nutro mi literatura de las esencias peruanas».

Desde esa época odio la palabra «telúrica», blandida por muchos escritores y críticos de la época como máxima virtud literaria y obligación de todo escritor peruano. Ser telúrico quería decir escribir una literatura con raíces en las entrañas de la tierra, en el paisaje natural y costumbrista y preferentemente andino, y denunciar el gamonalismo y feudalismo de la sierra, la selva o la costa, con truculentas anécdotas de «mistis» (blancos) que estupraban campesinas, autoridades borrachas que robaban y curas fanáticos y corrompidos que predicaban la resignación a los indios. Quienes escribían y promovían esta literatura «telúrica» no se daban cuenta de que ella, en contra de sus intenciones, era lo más conformista y convencional del mundo, la repetición de una serie de tópicos, hecha de manera mecánica, en la que un lenguaje folklórico, relamido y caricatural, y la dejadez con que estaban construidas las historias, desnaturalizaba totalmente el testimonio histórico-crítico con que pretendían justificarse. Ilegibles como textos literarios, eran también unos falaces documentos sociales, en verdad una adulteración pintoresca, banal y complaciente de una compleja realidad.

La palabra «telúrica» llegó a ser para mí el emblema del provincialismo y el subdesarrollo en el campo de la literatura, esa versión primaria y superficial de la vocación de escritor de aquel ingenuo que cree que se pueden escribir buenas novelas inventando buenos «temas» y no ha aprendido aún que una novela lograda es una esforzada operación intelectual, el trabajo de un lenguaje y la invención de un orden narrativo, de una organización del tiempo, de unos movimientos, de una información y unos silencios de los que depende enteramente que una ficción sea cierta o falsa, conmovedora o ridícula, seria o estúpida. Yo no sabía si llegaría a ser un día un escritor, pero sí supe desde esos años que nunca sería un escritor telúrico.

Desde luego, no todos los escritores peruanos que entrevisté tenían ese desprecio folklórico por la forma ni escudaban su pereza detrás de un adjetivo. Una de las excepciones era Sebastián Salazar Bondy. No había escrito novelas, pero sí cuentos

– además de ensayos, teatro y poesía- y por eso entró dentro de la serie. Ésa fue la primera vez que conversé largo con él. Fui a buscarlo a su oficinita del diario La Prensa, y bajamos a tomarnos un café, en el Cream Rica del jirón de la Unión. Era flaco, alto y afilado como un cuchillo, enormemente simpático e inteligente, y él sí que estaba al tanto de la literatura moderna, sobre la que hablaba con una desenvoltura y una agudeza que me llenaron de respeto. Como todo joven aspirante a escritor, yo practicaba el parricidio, y Salazar Bondy, por lo activo y múltiple que era -él parecía representar a ratos toda la vida cultural del Perú-, resultaba el «padre» al que mi generación tenía que sepultar a fin de cobrar una personalidad propia, y estaba muy de moda atacarlo. Yo lo había hecho, también, criticando con severidad, en Turismo, su obra de teatro No hay isla feliz, que no me gustó. Aunque sólo mucho después llegaríamos a hacernos íntimos amigos, recuerdo siempre esa entrevista, por la buena impresión que me causó. Hablar con él era un saludable contraste con otros entrevistados: él era una prueba viviente de que un escritor peruano no tenía que ser «telúrico», que se podía tener los pies bien metidos en la vida peruana y la inteligencia abierta a toda la buena literatura del mundo.

Pero, de todos mis entrevistados, el más pintoresco y original fue, de lejos, Enrique Congrains Martín, quien estaba en ese momento en la cresta de la popularidad. Era un muchacho unos años mayor que yo, rubio y deportivo, pero serísimo y creo que hasta impermeable al humor. Tenía una mirada fija un poco inquietante y todo él transpiraba energía y acción. Había llegado a la literatura por razones puramente prácticas, aunque parezca mentira. Era vendedor de distintos productos desde muy joven, y se decía que, también, inventor de un sapolio para lavar ollas y que uno de los fantásticos proyectos que concibió había sido organizar un sindicato de cocineras de Lima, para exigir a través de esta entidad (que él manipularía) a todas las amas de casa de la capital que sólo fregaran sus trastos domésticos con el jabón de su invención. Todo el mundo concibe empresas delirantes; Enrique Congrains Martín tenía la facultad -en el Perú, inusitada- de llevar siempre a la práctica las locuras que se proponía. De vendedor de jabones pasó a serlo de libros, y, así, decidió un día escribir y editar él mismo los libros que vendía, convencido de que nadie resistiría este argumento: «Cómpreme este libro, del que soy autor. Pase un rato divertido y ayude a la literatura peruana.»

Así escribió los cuentos de Lima, hora cero, Kikuyo, y, por último, la novela No una, sino muchas muertes, con la que puso fin a su carrera de escritor. Editaba y vendía sus libros de oficina en oficina, de domicilio en domicilio. Y nadie podía decirle que no, porque a quien le decía que no tenía dinero, le replicaba que podía pagarle en cuotas semanales de pocos centavos. Cuando lo entrevisté, Enrique tenía deslumbrados a todos los intelectuales peruanos que no concebían que se pudiera ser, a la vez, todas esas cosas que era él.

Y eso que apenas estaba comenzando. Tan rápido como llegó a la literatura se fue de ella, y pasó a ser diseñador y vendedor de extraños muebles de tres patas, cultivador y vendedor de árboles enanos japoneses, y por fin trotskista clandestino y conspirador, por lo que lo metieron a la cárcel. Salió y tuvo mellizos. Un día desapareció y no supe de él por mucho tiempo. Años más tarde descubrí que vivía en Venezuela, donde era el próspero propietario de una Escuela de Lectura Veloz, que ponía en práctica un método inventado, claro está, por él mismo.

Al par de meses de su regreso de Chile, Julia quedó encinta. La noticia me produjo un indecible espanto, pues estaba convencido entonces (¿también en esto se traslucía la influencia de Sartre?) de que mi vocación podía congeniar con un matrimonio, pero que irremediablemente se iría a pique si había de por medio hijos a quienes alimentar, vestir y educar. ¡Adiós sueños de irse a Francia! ¡Adiós proyectos de escribir larguísimas novelas! ¿Cómo dedicarse a una actividad no alimenticia con la seriedad que hace falta y trabajar en cosas rentables para mantener a una familia? Pero la ilusión de Julia era tan grande que debí disimular mi angustia, e incluso, simular, por la perspectiva de ser papá, un entusiasmo que no sentía.

Julia no había tenido hijos en su matrimonio anterior y los médicos le habían dicho que no podía tenerlos, lo que era una gran frustración en su vida. Este embarazo fue una sorpresa que la llenó de felicidad. La doctora alemana que la veía le señaló un régimen estrictísimo para los primeros meses del embarazo, en los que no debía casi moverse. Así lo hizo, con mucha disciplina, pero, luego de varios amagos, perdió al bebe. Era muy a los comienzos y se recuperó pronto de la decepción.

Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque. Pequeño y movedizo, me recibía dando saltos y solía echarse en mis rodillas mientras yo leía. Pero lo sobrecogían rabias intempestivas y se lanzaba a veces contra una de nuestras vecinas de la quinta de Porta, la poetisa y escritora María Teresa Liona, que vivía sola, y cuyas pantorrillas, no sé por qué, atraían y enfurecían a Batuque. Ella lo tomaba con elegancia pero nosotros pasábamos muchas vergüenzas.

Un día, al mediodía, al regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos que de sus brazos. Salí volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército. Pude llegar a tiempo y rescatar al pobre Batuque, que, apenas lo sacaron de la jaula y lo cargué, me llenó de pis y caca y se quedó temblando en mis brazos. El espectáculo de la perrera me dejó tan espantado como a él: dos zambos, empleados del lugar, mataban a palazos, ahí mismo, a vista de los perros enjaulados, a los animales que no habían sido reclamados por sus dueños luego de unos días. Medio descompuesto con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas.

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