Trabajé con Raúl Porras Barrenechea desde febrero de 1954 hasta pocos días antes de viajar a Europa, en 1958. Las tres horas diarias que pasé allí, en esos cuatro años y medio, de lunes a viernes, entre dos y cinco de la tarde, me enseñaron sobre el Perú y contribuyeron a mi formación más que las clases de San Marcos.
Porras Barrenechea era un maestro a la antigua, que gustaba rodearse de discípulos a los que exigía absoluta fidelidad. Solterón, había vivido en esta vieja casa con su madre, hasta que ella murió, el año anterior, y ahora la compartía con una anciana sirvienta negra que había sido tal vez su ama. Ella lo tuteaba y reñía como a un niño, y preparaba las deliciosas tazas de chocolate con que el historiador agasajaba a las luminarias intelectuales de paso que hacían la peregrinación a la calle Colina. De esos personajes recuerdo, como los de conversación más amena, al español don Pedro Laín Entralgo, al venezolano Mariano Picón-Salas, historiador, ensayista y finísimo humorista, al mexicano Alfonso Junco, cuya timidez desaparecía cuando surgían en la conversación los dos temas que lo apasionaban: España y la fe, pues era un cruzado del hispanismo y el catolicismo, y a nuestros compatriotas el poeta José Gálvez, que hablaba un español castizo y tenía la manía genealógica, y Víctor Andrés Belaunde -en esa época embajador del Perú en la ONU, de paso por Lima- quien, aquella vez, habló toda la noche y no dejó colocar una sola frase ni a Porras ni a ninguno de los invitados al chocolate en su honor.
Víctor Andrés Belaunde (1883-1966), de una generación anterior a la de Porras, filósofo y ensayista católico, además de diplomático, tuvo una célebre polémica con José Carlos Mariátegui, cuyas tesis sobre la sociedad peruana refutó en La realidad nacional, [25] en nombre de un corporativismo cristiano tan artificioso e irreal como la esquemática -aunque muy novedosa para la época y de larga influencia- interpretación marxista de los Siete ensayos. Porras tenía aprecio por Belaunde, aunque no compartía su catolicismo ultramontano, como tampoco el de José de la Riva Agüero (1885-1944) ni los crepusculares entusiasmos de éste por el fascismo, aunque sí su visión erudita y totalizadora del pasado peruano, entendido como síntesis de lo indígena y lo español. Porras profesaba una admiración sin reservas por Riva Agüero, al que consideraba su maestro y con quien tenía en común la meticulosidad, para el dato y la cita, el amor a España y a la historia entendida a la romántica manera de Michelet, cierto irónico desplante por las nuevas corrientes intelectuales desdeñosas del individuo y la anécdota -como la antropología y la etno-historia-, pero de quien lo distanciaba un espíritu mucho más flexible en materia de religión y de política.
La diplomacia, a la que había dedicado parte de su vida, había distraído mucho a Porras Barrenechea, impidiéndole culminar lo que todos esperaban de él, aquella magna historia del descubrimiento y la conquista del Perú -o la biografía de Pizarro-, temas para los que venía preparándose desde joven y en los que había llegado a adquirir una información que semejaba la omnisciencia. Hasta entonces, la sabiduría de Porras se había plasmado en una serie de eruditas monografías sobre cronistas, viajeros o ideólogos y tribunos de la emancipación, así como en hermosas antologías sobre Lima y Cusco o en ensayos, que aparecerían en esos años, sobre Ricardo Palma, los Paisajes peruanos de Riva Agüero, o el manual de Fuentes históricas peruanas (Lima: Editorial Mejía Baca, 1956). Pero quienes lo admirábamos, y, él mismo, sabíamos que ésas eran migajas de la gran obra de conjunto sobre esa época fronteriza de la historia peruana, la de su articulación con Europa y el Occidente, que él conocía mejor que nadie. Un compañero suyo de generación, Jorge Basadre, había realizado una empresa equivalente en su monumental Historia de la República, que Porras tenía anotada de principio a fin y sobre la que había estampado un juicio, entre respetuoso y severo, con su letra microscópica, al final del último tomo. Otro compañero de generación, Luis Alberto Sánchez, exiliado en ese momento en Chile, había culminado también una voluminosa historia de la literatura peruana. Aunque con reservas y discrepancias, Porras tenía respeto intelectual por Basadre; por Sánchez, una burlona conmiseración.
A diferencia de Basadre o de Porras, ese tercer mosquetero de la célebre generación del diecinueve, Luis Alberto Sánchez (el cuarto, Jorge Guillermo Leguía, murió muy joven, dejando apenas el esbozo de una obra), que, como dirigente del apra, había vivido muchos años en el destierro, era el más internacional y el más fecundo del trío, pero también el más improvisado y criollo y el menos riguroso a la hora de publicar. Que escribiera libros de un tirón, confiando en la memoria (aun si se tenía la formidable memoria de Luis Alberto Sánchez), sin verificar los datos, citando libros que no había leído, equivocando fechas, títulos, nombres, como ocurría con frecuencia en sus torrentosas publicaciones, ponía a Porras fuera de sí. Las inexactitudes y ligerezas de Sánchez -más aún que las malevolencias y desquites contra adversarios políticos y enemigos personales que abundan en sus libros- exasperaban a Porras por una razón que, a la distancia, creo entender mejor, una razón más elevada de lo que, entonces, me parecía simple rivalidad generacional. Porque esas libertades que Sánchez se tomaba con su oficio presuponían el subdesarrollo de sus lectores, la incapacidad de su público para identificarlos y condenarlos. Y Porras -como Basadre y Jorge Guillermo Leguía, y, antes que ellos, Riva Agüero-, aunque escribió y publicó poco, lo hizo siempre como si el país al que pertenecía fuera el más culto e informado del mundo, exigiéndose un rigor y una perfección extremos, como correspondería al historiador cuyas investigaciones van a ser sometidas al examen de los eruditos más solventes.
Por aquellos años se produjo la polémica entre Luis Alberto Sánchez y el crítico chileno Ricardo A. Latcham, quien, reseñando el ensayo de aquél sobre la novela en América Latina -Proceso y contenido de la novela hispanoamericana- señaló algún error y omisiones del libro. Sánchez contestó con viveza y bromas. Latcham, entonces, abrumó a su adversario con una lista inagotable de inexactitudes -decenas de decenas de ellas- que yo recuerdo haber visto leer a Porras, en una revista chilena, murmurando: «Qué vergüenza, qué vergüenza.»
Como Sánchez sobrevivió a Leguía, Porras y Basadre por muchos años, su versión sobre la generación del diecinueve -la calidad intelectual de la cual no volvería a repetirse en el Perú- ha quedado entronizada de manera poco menos que canónica. Pero, en verdad, ella adolece de las mismas deficiencias que los numerosos libros de ese buen escritor subdesarrollado, para lectores subdesarrollados, que ha sido Sánchez. Pienso, sobre todo, en el prólogo que escribió al libro póstumo de Porras sobre Pizarro (Lima, 1978) publicado por un grupo de discípulos de éste, y armado a base de remiendos, sin dar las indicaciones debidas, amalgamando textos publicados e inéditos en un amasijo confuso y dispar. No sé quién cuidó, o descuidó más bien, esa fea edición -con avisos comerciales incorporados entre las páginas- que habría horrorizado al perfeccionista que fue el historiador, pero todavía comprendo menos que encargaran su prefacio a Luis Alberto Sánchez, quien, fiel a su genio y costumbres, hizo en aquel texto una sutil obra maestra de insidia, recordando, entre azucaradas manifestaciones de amistad a «Raúl», aquellos episodios que más incomodaban a Porras, como el haber apoyado al general Ureta y no a Bustamante y Rivero en las elecciones de 1945 y no haber renunciado a la embajada en España, a la que Bustamante lo había nombrado, cuando el golpe militar de Odría en 1948.
Los discípulos y amigos de Porras Barrenechea, de distintas generaciones y oficios -había los historiadores y profesores y había los diplomáticos- pasaban todos por la calle Colina, a visitarlo, a los chocolates del anochecer, a traerle chismes de la universidad, de la política o del ministerio de Relaciones Exteriores, que a él le encantaban, o a pedirle consejos y recomendaciones. El más frecuente de todos era un compañero de generación, también diplomático, historiador regional (de Piura) y periodista, Ricardo Vegas García. Miope, atildado y cascarrabias, don Ricardo tenía unas furias solitarias de las que Porras contaba anécdotas divertidísimas, como que él lo había visto -mejor dicho, oído- pulverizar un excusado cuya cadena le costaba jalar y terminar a puñetazos con una mesa en cuyo tablero había comenzado dando impacientes palmaditas. Don Ricardo Vegas García entraba como una tromba a la casa de la calle Colina e invitaba a todo el mundo a tomar té a la Tiendecita Blanca, donde pedía siempre biscotelas. ¡Y ay del que se resistiera a sus invitaciones! Bajo sus desplantes y exabruptos, don Ricardo era un hombre generoso y simpático, cuya amistad y lealtad apreciaba enormemente Porras y a quien luego echaría mucho de menos.
Los profesores más constantes eran Jorge Puccinelli y Luis Jaime Cisneros, y aparecía también la viuda de César Vallejo, la temible Georgette, a quien Porras protegía desde la muerte de aquél en París, y muchos poetas, escritores o periodistas de empaque cultural, cuya presencia daba a la casa de la calle Colina una atmósfera cálida y estimulante, en la que las discusiones y diálogos intelectuales se mechaban de chismografías y malevolencias -el gran deporte peruano del raje- de las que Porras, limeño viejo y de pura cepa (aunque nacido en Pisco) era eximio cultor. Las tertulias solían prolongarse hasta tarde en la noche y rematar en algún café de Miraflores -El Violín Gitano o La Pizzería de la Diagonal- o en El Triunfo, de Surquillo, un barcito mal afamado al que Porras había rebautizado Montmartre.
Mi primera tarea, en casa del historiador, consistió en leer las Crónicas de la Conquista, haciendo fichas sobre los mitos y leyendas del Perú. Guardo un recuerdo apasionante de esas lecturas en pos de datos sobre las siete ciudades de Cíbola, el reino del Gran Paititi, las magnificencias de El Dorado, el país de las Amazonas, el de la Fuente de Juvencia y todas las antiquísimas fantasías de reinos utópicos, ciudades encantadas, continentes desaparecidos que el encuentro con América resucitó y actualizó en esos europeos trashumantes que se aventuraban, deslumbrados por lo que veían, en las tierras del Tiahuantinsuyo y apelaban, para entenderlas, a las mitologías clásicas y al arsenal legendario de la Edad Media. Aunque muy distintas en su factura y ambición, escritas algunas de ellas por hombres elementales, sin cultura ni roce intelectual, a los que inducía a dejar testimonio de lo que hacían, veían y escuchaban un certero instinto de estar viviendo algo trascendental, esas crónicas son la aparición de una literatura escrita en Hispanoamérica, y fijan ya, con su muy particular mezcla de fantasía y realismo, de desalada imaginación y truculencia verista, así como por su abundancia, pintoresquismo, aliento épico, prurito descriptivo, ciertas características de la futura literatura de América Latina. Algunas crónicas, sobre todo las de los cronistas conventuales, como el padre Calancha, podían ser prolijas y aburridas, pero otras, como las del Inca Garcilaso o Cieza de León, las leí con verdadero placer, como monumentos de un género nuevo, que combinaba lo mejor de la literatura y la historia, pues tenía, como ésta, los pies hundidos en la experiencia vivida y la cabeza en la ficción.
No sólo era entretenido pasarse esas tres horas consultando las crónicas; además, con motivo de una averiguación cualquiera, había la posibilidad de escuchar una disquisición de Porras sobre personajes y episodios de la Conquista. Recuerdo, una tarde, con motivo de no sé qué pregunta que le hicimos Araníbar o yo, una clase magistral que nos regaló sobre «la herejía del sol», una desviación o heterodoxia de la religión oficial del Incario, que él había reconstruido a través de testimonios de las Crónicas, sobre la que pensaba escribir un artículo (proyecto que, como tantos, no llegó a cumplir). Porras había conocido a los grandes de la literatura peruana, y a muchos de la literatura latinoamericana y española, y yo lo escuchaba, absorto, hablar de César Vallejo, a quien frecuentó en París poco antes de morir y de quien publicó póstumamente Los poemas humanos, o de José María Eguren, de cuya fragilidad e inocencia infantiles se burlaba con la mayor irreverencia, o del final apocalíptico de Oquendo de Amat, poeta destrozado por la tuberculosis y la rabia, en un sanatorio español adonde él y la marquesa de la Conquista -descendiente de Pizarro- lo habían trasladado en vísperas de la guerra civil.
Aunque sólo Carlos Araníbar y yo trabajábamos en la casa de la calle Colina con un horario y con un sueldo (que el librero-editor Mejía Baca nos pagaba cada fin de mes), todos los antiguos y nuevos discípulos de Porras -Félix Álvarez Brun, Raúl Rivera Serna, Pablo Macera y, más tarde, Hugo Neyra y Waldemar Espinoza Soriano- la visitaban con frecuencia. De todos ellos, en quien Porras tenía puestas las mayores esperanzas, pero también el que llegaba a exasperarlo y ponerlo fuera de sí, por su manera de ser, era Pablo Macera. Unos cinco o seis años mayor que yo, ya había terminado la Facultad pero nunca presentaba su tesis, pese a las exhortaciones y admoniciones de Porras, quien no veía la hora de que Macera pusiera un poco de disciplina en su vida y volcara su talento en trabajos de aliento. Talento, Pablo lo tenía en abundancia y se divertía luciéndolo y, sobre todo, desperdiciándolo, en un exhibicionismo oral que era, con frecuencia, deslumbrante. Caía de pronto en la biblioteca de Porras y, sin darnos tiempo a Araníbar y a mí de saludarlo, nos proponía fundar el Herrén Club del Perú, inspirado en las doctrinas geopolíticas de Karl Haushofer, para, coaligados con un grupo de industriales, apoderarnos en cinco años del país y convertirlo en una dictadura aristocrática e ilustrada cuya primera medida sería restablecer la Inquisición y volver a quemar herejes en la plaza de Armas. A la mañana siguiente, olvidado de su delirio despótico, peroraba sobre la necesidad de legitimar y promover la bigamia, o de resucitar los sacrificios humanos, o de convocar un plebiscito nacional para determinar democráticamente si la Tierra era cuadrada o redonda. Los peores desatinos, las más grotescas paradojas se convertían en boca de Macera en sugestivas realidades, pues tenía, como nadie, esa perversa facultad del intelectual de la que habla Arthur Koestler de poder demostrar todo aquello en lo que creía y de creer en todo lo que podía demostrar. Pablo no creía en nada, pero podía demostrar cualquier cosa, con elocuencia y brillantez, y gozaba comprobando la sorpresa que sus delirantes teorías, sus paradojas y retruécanos, sus sofismas y ucases provocaban en nosotros. Su esnobismo intelectual se matizaba con chispazos de humor. Encendía cigarrillo tras cigarrillo -Lucky Strike-, que arrojaba luego de dar una sola pitada, para provocar un comentario del desconcertado espectador que le permitía responder, regodeándose voluptuosamente en cada sílaba: «Fumo nerviosamente.» Ese adverbio, que le costaba carísimo, le producía estremecimientos de placer.
Porras sucumbía también por momentos al hechizo intelectual de Macera, y lo escuchaba, divirtiéndose con sus juegos de artificio verbales, pero muy pronto reaccionaba y se enfurecía con su anarquía, su esnobismo y la complacencia de que hacía gala para con sus propias neurosis, que Pablo cultivaba como otros crían gatos o riegan su jardín. En esos años, Porras convenció a Macera de que se presentara a un concurso que la International Petroleum había convocado sobre un ensayo histórico, y lo mantuvo secuestrado en su biblioteca varias semanas hasta que terminó el trabajo. Este libro, que obtuvo el premio -Tres etapas en el desarrollo de la conciencia nacional-, sería luego desautorizado por el propio Macera, quien lo ha eliminado de su bibliografía y sólo lo menciona para despotricar sobre él.
Aunque luego se disciplinó y trabajó con cierto orden, en San Marcos, donde, creo, sigue enseñando, y publicó muchos trabajos sobre viajeros, historiografía e historia económica, tampoco Macera ha escrito hasta hoy esa gran obra de conjunto que su maestro Porras esperaba de él, y para la que esa inteligencia de que estaba dotado en cierta forma lo predestinó. Lo que él dijo -en el prólogo de sus Conversaciones con Jorge Basadre- sobre Valcárcel, Porras y Jorge Guillermo Leguía le calza ahora como anillo al dedo: «No han completado su obra y han hecho menos de lo que su grandeza podía dar.» [26] Como el propio Porras, su vida intelectual parece haberse dispersado en esfuerzos fragmentarios. De otro lado, aunque hace muchos años que no lo veo ni he vuelto a hablar con él, a juzgar por esas entrevistas con que se deja explotar por cierta prensa, y que llegan a veces a mis manos, la vieja costumbre del ucase y las inconveniencias tremebundas, no ha desaparecido del todo con el paso de los años, aunque, ahora, qué apolillada y herrumbrosa suena, con todo lo que ha pasado en el mundo, y sobre todo en el Perú.
En esos años, en que fuimos bastante amigos, a mí me encantaba provocarlo y discutir con él. No para ganarle la discusión -empresa difícil- sino para gozar de su método dialéctico, sus fintas y sus trampas, y la alegre ligereza con que podía cambiar de opinión y refutarse a sí mismo con argumentos tan contundentes como los que acababa de emplear defendiendo la tesis contraria.
Mi trabajo en casa de Porras, y lo que allí iba conociendo, resultaron un gran aliciente. En esos años de 1954 y 1955 me lancé a escribir y a leer, mañana y tarde, convencido como nunca de que mi verdadera vocación era la literatura. Estaba decidido: me dedicaría a escribir y a enseñar. Mi carrera universitaria era el complemento ideal para mi vocación, pues las clases dejaban mucho tiempo libre, en un régimen como el de San Marcos.
Había dejado de escribir poemas y teatro, porque ahora me sentía más ilusionado con la narrativa. No me atrevía a intentar una novela, pero me entrenaba escribiendo cuentos, de todos los tamaños y sobre todos los temas, que casi siempre terminaba rompiendo.
Carlos Araníbar, a quien conté que escribía cuentos, me propuso un día que leyera uno de ellos en una peña cuyo animador era Jorge Puccinelli, profesor de Literatura y editor de una revista que, aunque salía tarde, mal y nunca, era de buena calidad y una de las tribunas con que contaban los jóvenes escritores: Letras Peruanas. Ilusionado con la perspectiva de pasar esa prueba, rebusqué entre mis papeles, elegí el cuento que me pareció mejor -se llamaba «La Parda» y versaba sobre una borrosa mujer que recorría los cafés contando historias sobre su vida-, lo corregí y la noche elegida me presenté donde se reunía aquella vez la tertulia: El Patio, café de taurófilos, artistas y bohemios en la plazuela del Teatro Segura. La experiencia de esa primera lectura en público de un texto mío fue desastrosa. Había allí, en esa larga mesa del segundo piso de El Patio, por lo menos una docena de personas, entre las que recuerdo, además de Puccinelli y Araníbar, a Julio Macera, hermano de Pablo, Carlos Zavaleta, el poeta y crítico Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, y, tal vez, Abelardo Oquendo, quien sería, un par de años después, íntimo amigo. Algo acobardado, leí mi cuento. Un silencio ominoso siguió a la lectura. Ningún comentario, ningún signo de aprobación o de censura: sólo un deprimente mutismo. Luego de la pausa interminable, las conversaciones renacieron, sobre otros temas, como si nada hubiera pasado. Mucho después, hablando de otra cosa, para subrayar un argumento a favor de una narrativa realista y nacional, Alberto Escobar se refirió desdeñosamente a lo que llamó «literatura abstracta» y señaló mi cuento, que había quedado allí, en medio de la mesa. Al terminar la tertulia y despedirnos, ya en la calle, Araníbar me desagravió con algunos comentarios sobre mi maltratado relato. Pero yo, llegando a casa, lo hice trizas y me juré no volver a pasar por experiencia semejante.
El mundo literario limeño de esos días era bastante pobre, pero yo lo observaba con codicia y procuraba colarme en él. Había dos dramaturgos, Juan Ríos y Salazar Bondy. El primero vivía recluido en su casa de Miraflores, pero al segundo se lo veía con frecuencia, merodeando por los patios de San Marcos, tras una guapa compañera mía, Rosita Zevallos, a la que esperaba a veces a la salida de clases con una romántica rosa roja en la mano. Ese patio de Letras de San Marcos era el cuartel general de los poetas y narradores potenciales y virtuales del país. La mayoría había publicado apenas uno o dos delgados cuadernillos de poemas y por eso, Alejandro Romualdo, que volvió en esos días al Perú luego de larga estancia en Europa, se burlaba de ellos y decía: «¿Poetas? ¡No! ¡Plaquetas!» El más misterioso era Washington Delgado, cuyo silencio pertinaz interpretaban algunos como signo de soterrada genialidad. «Cuando esa boca se abra», decían, «la poesía peruana se llenará de arpegios y de trinos memorables». (En verdad, cuando se abrió, años más tarde, la poesía peruana se llenó de imitaciones de Bertolt Brecht.) Acababa de aparecer Pablo Guevara, poeta intuitivo con Retorno de la Creatura, cuya exuberante poesía no parecía tener nada que ver con él, ni él con los libros -de los que, algún tiempo después, se apartaría para dedicarse al cine- y comenzaban a regresar al Perú los poetas exiliados, varios de los cuales -Manuel Scorza, Gustavo Valcárcel, Juan Gonzalo Rose- habían renunciado al apra y se habían vuelto militantes comunistas (como Valcárcel), o compañeros de viaje. La renuncia al apra más sonada fue la de Scorza, quien desde México dirigió una carta pública al líder del partido aprista, acusándolo de haberse vendido al imperialismo -«Good bye, Mr. Haya»- que circuló profusamente por San Marcos.
Entre los narradores, el más respetado, aunque aún sin libro, Julio Ramón Ribeyro, vivía en Europa, pero el Suplemento Dominical de El Comercio y otras revistas publicaban a veces sus relatos (como «Los gallinazos sin plumas», de esa época), que todos comentábamos con respeto. De los presentes, el más activo era Carlos Zavaleta, quien, además de publicar en esos años sus primeros cuentos, había traducido Chamber Music, de Joyce, y era un gran promotor de las novelas de Faulkner. A él debo, sin duda, haber descubierto por esa época al autor de la saga de Yoknapatawpha County, el que, desde la primera novela que leí de él -Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges-, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias. Aunque en esos años leí mucho a los novelistas norteamericanos -Erskine Caldwell, Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Waldo Frank-, fue leyendo Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Intruso en el polvo, Estos 13, Gambito de caballo, etcétera, que descubrí lo dúctil de la forma narrativa y las maravillas que podía conseguir en una ficción cuando se la usaba con la destreza del novelista norteamericano. Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original. Otro narrador un tanto huidizo que hacía apariciones de fuego fatuo por San Marcos era Vargas Vicuña, cuya delicada colección de relatos, Nahuín, publicada en esos días, hacía esperar de él una obra que, por desgracia, nunca surgió.
Pero de todos esos poetas y narradores que encontraba a diario en el patio de Letras de San Marcos, la figura más llamativa era Alejandro Romualdo. Pequeñito, de andares tarzanescos, con unas patillas de bailarín de flamenco, había sido, antes de viajar a Europa con una beca de Cultura Hispánica -puente hacia el mundo exterior para los insolventes escritores peruanos-, un poeta lujoso y musical, lo que se llamaba un formalista (por oposición a los poetas sociales), con un bello libro, La torre de los alucinados, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Al mismo tiempo, se había hecho famoso por sus caricaturas políticas -sobre todo unos híbridos de distintos personajes- en el diario La Prensa, de Pedro Beltrán. Romualdo -Xano para sus amigos- volvió de Europa convertido al realismo, al compromiso político, al marxismo y a la revolución. Pero no había perdido el sentido del humor ni el ingenio y la chispa que derramaba en juegos de palabras y burlas por los patios de San Marcos. «A ese pintor abstracto no lo he oído bien», decía, y también, sacando pecho: «Yo creo en el materialismo dialéctico y mi mujer me apoya.» Traía los originales de lo que sería un magnífico libro -Poesía concreta-, unos poemas comprometidos, de aliento justiciero, hechos con artesanía y buen oído, juegos de palabras, encabalgamientos desconcertantes y desplantes morales y políticos, un poco en la dirección en que había orientado su poesía, en España, Blas de Otero, de quien Romualdo se había hecho buen amigo. Y en un recital que hubo en San Marcos, en el que participaron varios poetas, Romualdo fue la estrella, arrancando -sobre todo con su efectista Canto coral a Túpac Amaru, que es libertad- ovaciones que convirtieron al salón de San Marcos poco menos que en un mitin político.
En realidad, ese recital lo fue. Debió ocurrir a fines de 1954 o comienzos de 1955 y en él todos los poetas leyeron o dijeron algo que podía interpretarse como un ataque a la dictadura. Fue una de las primeras manifestaciones de una progresiva movilización del país contra ese régimen que, desde octubre de 1948, gobernaba en la arbitrariedad, aplastando todo intento de crítica.
San Marcos era el foco y amplificador de las protestas. Éstas adoptaban a menudo la forma de manifestaciones-relámpago. Grupos no muy numerosos -cien, doscientas personas- nos dábamos cita en algún lugar muy concurrido, el jirón de la Unión, la plaza San Martín, La Colmena o el Parque Universitario, y, a la hora de máxima afluencia, a una voz de orden, nos agrupábamos en el centro de la calle y comenzábamos a corear: «Libertad, libertad.» A veces desfilábamos una o dos cuadras, invitando a unirse a los transeúntes, y nos disolvíamos apenas aparecían los guardias civiles a caballo o los coches rompe-manifestaciones de mangueras de agua pestilente que Esparza Zañartu tenía desplegados por el centro.
Con Javier Silva íbamos a todas las manifestaciones-relámpago, en las que él, con su gordura, tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no quedarse rezagado cuando huíamos de la policía. Su vocación política se fue haciendo más notoria en esos días, así como su personalidad desmesurada, que quería abarcarlo todo y estar en todas partes protagonizando todas las conspiraciones. Una tarde lo acompañé a visitar, en su oficinita del jirón Lampa, a Luciano Castillo, el presidente del minúsculo Partido Socialista, piurano, como él. A los pocos minutos Javier salió de su oficina, radiante. Me mostró un carné: además de inscribirlo en el partido, Luciano Castillo lo había promovido a secretario general de la Juventud Socialista. En calidad de tal, algún tiempo después, leyó una noche, en el escenario del Teatro Segura, un violento discurso revolucionario contra el régimen odriísta (que yo le escribí).
Pero, al mismo tiempo, conspiraba con los renacientes apristas y con los nuevos grupos de oposición que se organizaban en Lima y Arequipa. De estos grupos, cuatro se irían delineando en los meses siguientes, uno de ellos de existencia efímera -la Coalición Nacional, teledirigida por el diario La Prensa y don Pedro Beltrán, quien había pasado a la oposición a Odría, y cuyo líder, Pedro Roselló, era el organizador de una, también efímera, Asociación de Propietarios- y otros tres que resultarían organizaciones políticas de más largo porvenir: la Democracia Cristiana, el Movimiento Social Progresista y el Frente Nacional de Juventudes (uno de cuyos organizadores era Eduardo Orrego, entonces estudiante de Arquitectura), germen de Acción Popular.
Por esos años, 1954 y 1955, la dictadura de Odría había pasado a ser una dictadura blanda. Las leyes represivas seguían intactas -sobre todo, la Ley de Seguridad Interior, aberración jurídica a cuyo amparo cientos de apristas, comunistas y demócratas fueron a la cárcel o al exilio desde 1948-, pero el régimen había perdido su base de sustentación en amplios sectores de la burguesía y la derecha tradicional que (por su anti-aprismo, principalmente) lo habían apoyado desde que derrocó a Bustamante y Rivero. Entre estos sectores, el principal y que desde su ruptura con Odría se convertiría en el opositor más aguerrido del régimen, sería La Prensa. Su dueño y director, Pedro Beltrán Espantoso (1897-1979), ya lo he dicho, era la bestia negra de la izquierda en el Perú. El suyo era un caso parecido al de José de la Riva Agüero. Como éste, pertenecía a una familia tradicional, muy próspera, y había recibido una educación esmerada, en la London School of Economics. Allí bebió los principios del liberalismo económico clásico, del que fue abanderado en el Perú desde sus años mozos. Y como Riva Agüero, Beltrán trató de organizar y liderar un movimiento político -conservador aquél, liberal éste-, ante la indiferencia, para no decir el desdén, de su propia clase social, los llamados sectores dirigentes, demasiado egoístas e ignorantes para ver más allá de sus muy menudos intereses. Los intentos de ambos, en sus años jóvenes, de organizar partidos políticos para actuar en la vida pública, terminaron en estrepitosos fracasos. Y el terrible furor de Riva Agüero en sus años maduros -que documentan sus Opúsculos por la verdad, la tradición y la Patria-, que envenenó su trabajo intelectual, lo empujó a defender el fascismo y a recluirse en un ridículo orgullo de casta, tuvo mucho que ver sin duda con lo decepcionado que se sintió por su impotencia para movilizar a esa élite nacional que de tal, no tenía, por cierto, nada, salvo un dinero casi siempre heredado o mal habido.
A diferencia de Riva Agüero, Pedro Beltrán siguió actuando en política, pero de manera más bien indirecta, a través de La Prensa, que, en los años cincuenta, se convirtió, gracias a él, en un periódico moderno, y en cuya página editorial escribía un grupo muy cohesionado y brillante de periodistas, acaso el mejor que haya tenido una publicación peruana moderna (cito a los mejores: Juan Zegarra Russo, Enrique Chirinos Soto, Luis Rey de Castro, Arturo Salazar Larraín, Patricio Ricketts, José María de Romana, Sebastián Salazar Bondy y Mario Miglio). Con este equipo y, quizá, gracias a él, don Pedro Beltrán descubrió en esos años las virtudes de la democracia política, de la que no era antes un convencido. Por el contrario, La Prensa -como el decano del periodismo peruano El Comercio- había atacado con gran dureza al gobierno de Bustamante y Rivero, conspirado contra él y apoyado el cuartelazo del general Odría, del 48, y la farsa electoral de 1950 en que éste se proclamó presidente.
Pero desde mediados de los años cincuenta, Pedro Beltrán no sólo defendía el mercado y la empresa privada, sino también la libertad política y la democratización del Perú. [27] Y atacaba la censura, a la que habían perdido el respeto, permitiéndose críticas cada vez más duras a personas y medidas del régimen.
Esparza Zañartu, ni corto ni perezoso, clausuró el diario, al que mandó asaltar con sus soplones y policías, y Pedro Beltrán y sus principales colaboradores fueron a parar al Frontón, la isla-presidio de las afueras del Callao. De allí salió, tres semanas más tarde -hubo una fuerte presión internacional para que fuese liberado-, convertido en héroe de la libertad de prensa (así lo proclamó la sip, Sociedad Interamericana de Prensa) y con flamantes credenciales de demócrata, a las que sería fiel hasta el final de sus días.
El clima cambiaba a toda prisa y los peruanos podían hacer política otra vez. Volvían los exiliados de Chile, Argentina, México, aparecían semanarios o quincenarios de pocas páginas, semiclandestinos, de todos los pelajes ideológicos, muchos de los cuales desaparecían luego de unos cuantos números. Uno de los más pintorescos era el vocero del Partido Obrero Revolucionario (t) (de trotskista), cuyo líder y, tal vez, único afiliado, Ismael Frías, recién vuelto del exilio, paseaba su sinuosa humanidad todos los mediodías por San Marcos pronosticando la inminente constitución de soviets de obreros y soldados a lo largo y ancho del Perú. Otro, más serio, cuyo título cambiaba con los años -1956, 1957, 1958-, de Genaro Carnero Checa, quien, aunque expulsado del Partido Comunista por haber apoyado el golpe de Odría, antes de ser exiliado por éste, se mantuvo siempre vinculado a la urss y a los países socialistas. En el Congreso existente -nacido de las fraudulentas elecciones del 50-, varios de los hasta entonces disciplinados diputados y senadores, sintiendo que el barco hacía agua, mudaban su viejo servilismo en independencia, e, incluso, algunos de ellos, en abierta hostilidad al amo. Y por calles y plazas se barajaban nombres y posibilidades para las elecciones presidenciales de 1956.
De los nuevos grupos políticos que salían de las catacumbas, el más interesante era el que, luego, constituyó la Democracia Cristiana. Muchos de sus líderes, arequipeños como Mario Polar, Héctor Cornejo Chávez, Jaime Rey de Castro y Roberto Ramírez del Villar -o sus amigos limeños, Luis Bedoya Reyes, Ismael Bielich y Ernesto Alayza Grundy-, habían trabajado con el gobierno de Bustamante y Rivero, por lo que algunos habían sufrido persecución y destierro. Eran profesionales todavía jóvenes, sin vínculos con los grandes intereses económicos, de típica clase media, no contaminados por la suciedad política presente o pasada, que parecían traer a la política peruana una convicción democrática y una inequívoca decencia, aquello que había encarnado de manera tan prístina Bustamante y Rivero durante sus tres años de gobierno. Como muchos, desde que aquel movimiento apareció, yo creí que se organizaba para que Bustamante y Rivero fuera su líder e inspirador, y, acaso, su candidato en las elecciones próximas. Esto lo hacía para mí aún más atractivo, pues mi admiración por Bustamante -por su honradez y ese culto religioso a la ley, que el aprismo ridiculizó tanto apodándolo el «cojurídico»- se había mantenido intacta aun durante mi militancia en Cahuide. Esa admiración, lo veo ahora más claro, tenía que ver precisamente con aquello que el común de los peruanos se había acostumbrado a decir compasivamente de su fracaso: «Era un presidente para Suiza, no para el Perú.» En efecto, durante esos «tres años de lucha por la democracia en el Perú» -como se titula el libro-testimonio que escribió en el exilio-, Bustamante y Rivero gobernó como si el país que lo había elegido no fuera bárbaro y violento, sino una nación civilizada, de ciudadanos responsables y respetuosos de las instituciones y las normas que hacen posible la coexistencia social. Hasta el hecho de que se hubiera tomado él mismo el trabajo de escribir sus discursos, en una clara y elegante prosa de sesgo finisecular, dirigiéndose siempre a sus compatriotas sin permitirse la menor demagogia o chabacanería, como partiendo del supuesto que todos ellos formaban un auditorio intelectualmente exigente, yo veía en Bustamante y Rivero a un hombre ejemplar, un gobernante que si llegaba alguna vez el Perú a ser ese país para el que él gobernó -una genuina democracia de personas libres y cultas-, los peruanos recordarían con gratitud.
Con Javier Silva estuvimos en el Teatro Segura en todos los actos políticos de oposición a Odría que la dictablanda ahora permitía. El de la Coalición Nacional, de Pedro Roselló, el del Partido Socialista, de Luciano Castillo, y el de los demócrata-cristianos, que fue, de lejos, el mejor de todos, por la calidad de las personas y de los oradores. Entusiasmados, Javier y yo firmamos el manifiesto inicial del grupo, que publicó La Prensa.
Y ambos estuvimos, por supuesto, en la Córpac, para recibir a Bustamante y Rivero, cuando pudo volver al Perú, luego de siete años de exilio. Luis Loayza cuenta una anécdota de esa llegada, que yo no sé si es cierta, pero hubiera podido serlo. Se había organizado un grupo de jóvenes para proteger a Bustamante a la bajada del avión y escoltarlo hasta el hotel Bolívar, en previsión de que sufriera algún ataque por parte de matones del gobierno o de búfalos apristas (que, con la apertura, habían reaparecido, atacando los mítines comunistas). Nos habían dado instrucciones para que permaneciéramos con los brazos entrelazados, formando una argolla irrompible. Pero, según Loayza, quien, por lo visto formaba también parte de esa sui generis falange de guardaespaldas constituida por dos aspirantes a literatos y un puñado de buenos muchachos de Acción Católica, apenas apareció Bustamante y Rivero en la escalinata del avión con su infaltable sombrero ribeteado -que se quitó, ceremonioso, para saludar a quienes lo habían ido a recibir- yo rompí el círculo de hierro, y fui a su encuentro en estado febril, rugiendo: «Presidente, presidente.» Total, el círculo se deshizo, fuimos desbordados y Bustamante resultó manoseado, empujado y tironeado por todo el mundo -entre ellos por el tío Lucho, entusiasta bustamantista a quien en los forcejeos de ese mitin desgarraron el saco y la camisa- antes de llegar al automóvil que lo condujo al hotel Bolívar. Desde uno de los balcones del hotel habló, brevemente, para agradecer el recibimiento, sin dejar entrever la menor intención de volver a actuar en política. Y, en efecto, en los meses sucesivos, Bustamante rehusaría inscribirse en el Partido Demócrata Cristiano y desempeñar papel alguno en la política activa. Desde entonces, asumió el rol que mantuvo hasta su muerte: hombre patricio y sabio, por encima de las contiendas partidarias, cuya competencia en cuestiones jurídicas internacionales sería solicitada a menudo en el país y en el extranjero (llegaría a ser presidente del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya), y que, en momentos de crisis, lanzaba un mensaje al país exhortando a la serenidad.
Aunque el clima de 1954 y 1955 fue bastante mejor que la atmósfera espesa y opresiva de los años anteriores, y las primeras manifestaciones políticas toleradas y las nuevas publicaciones crearon en el país un ambiente de libertad que estimulaba la acción política, yo dedicaba, sin embargo, al trabajo intelectual bastante más tiempo que a ésta. Asistiendo a las clases de San Marcos, en la mañana casi todas, a la Alianza Francesa, y leyendo y escribiendo, a partir de entonces exclusivamente cuentos.
Creo que el mal rato con «La Parda» en la peña de Jorge Puccinnelli tuvo el efecto de irme alejando insensiblemente de los temas intemporales y cosmopolitas, que fueron los de la mayoría de relatos que escribí en esos años, hacia otros, más realistas, en los que de manera deliberada aprovechaba mis recuerdos. Hubo por entonces un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos, al que presenté dos relatos, ambientados ambos en Piura e inspirados, uno de ellos, «Los jefes», en el intento frustrado de huelga en el colegio San Miguel, y el otro, «La casa verde», en el burdel de las afueras, luciérnaga de mi niñez. Mis cuentos no sacaron ni mención, y, al rescatar el manuscrito, «La casa verde» me pareció muy malo y lo rompí (retomaría el tema años más tarde, en una novela), pero el de «Los jefes», con su aire un tanto épico, en el que se traslucían las lecturas de Malraux y Hemingway, me pareció rescatable, y en los meses siguientes lo rehíce, hasta que me pareció digno de ser publicado.
Era muy largo para el Suplemento Dominical de El Comercio, cuya primera página traía siempre un relato con una ilustración a color, de modo que se lo propuse al historiador César Pacheco Vélez, que dirigía Mercurio Peruano. Lo aceptó, lo publicó (en febrero de 1957) y me hizo cincuenta separatas que distribuí entre los amigos. Fue mi primer relato publicado y el que daría título a mi primer libro. Ese cuento prefigura mucho de lo que hice después como novelista: usar una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; emplear una forma que finge el realismo mediante precisiones geográficas y urbanas; una objetividad lograda a través de diálogos y descripciones hechas desde un punto de vista impersonal, borrando las huellas de autor y, por último, una actitud crítica de cierta problemática que es el contexto u horizonte de la anécdota.
En esos años se convocó a elecciones para el rectorado de San Marcos. No recuerdo quién lanzó la candidatura de Porras Barrenechea; éste la aceptó con mucha ilusión, quizá por algo de coquetería -en aquella época ser rector de San Marcos significaba algo-, pero, sobre todo, por cariño a su alma mater, a la que había entregado tantos años y tanta pasión. Esa candidatura resultaría fatal para él y para la historia del Perú. Las circunstancias la convirtieron, desde el principio, en una candidatura anti-gobierno. Su rival, Aurelio Miró Quesada, uno de los dueños de El Comercio, considerado uno de los símbolos de la aristocracia, la oligarquía y el antiaprismo (la familia Miró Quesada nunca había perdonado al apra el asesinato del anterior director de El Comercio, don Antonio Miró Quesada y de su esposa), adoptó el carácter de candidatura oficial. Los organismos estudiantiles, controlados por el apra y la izquierda, apoyaron a Porras, así como los profesores apristas (muchos de los cuales, como Sánchez, seguían en el exilio). Porras y Aurelio Miró Quesada, que habían tenido cordiales relaciones hasta entonces, se distanciaron, en una ácida polémica de cartas y editoriales y El Comercio (que fue apedreado por manifestantes sanmarquinos que salían a recorrer las calles del centro coreando los eslóganes «Libertad» y «Porras rector») desterró el nombre de Porras Barrenechea de sus páginas durante algún tiempo (la famosa «muerte civil» a la que El Comercio condenaba a sus adversarios era más temida, se decía, que las persecuciones políticas por quienes pertenecían a la sociedad limeña).
Quienes trabajábamos con él y todos sus discípulos desplegamos denodados esfuerzos para que Porras Barrenechea fuera elegido. Nos distribuíamos los catedráticos con derecho a voto y los miembros del Consejo Universitario, y a mí y a Pablo Macera nos tocó visitar en sus casas a los de Ciencias, Medicina y Veterinaria. Con la excepción de uno solo, todos nos prometieron el voto. Cuando, la víspera de la elección, en el comedor de la calle Colina, hicimos el balance, Porras tenía dos tercios de los votantes. Pero en el Consejo Universitario, a la hora de la votación secreta, Aurelio Miró Quesada ganó sin dificultad.
En el discurso en el patio de Derecho, luego de la elección, ante una masa de estudiantes que lo desagraviaban con vítores y aplausos, Porras cometió la ligereza de decir que, aunque había perdido, le alegraba saber que habían votado por él algunos de los profesores más eminentes de San Marcos y nombró a algunos de los que nos habían asegurado su voto. Varios de ellos mandaron luego cartas a El Comercio desmintiendo haber votado por él.
La victoria no deparó a Aurelio Miró Quesada satisfacción alguna. La feroz -y muy injusta- hostilidad política de los estudiantes contra él luego de su elección, que lo convirtieron poco menos que en el símbolo del régimen dictatorial, algo que nunca fue, hizo que no pudiera casi poner los pies en los locales principales de San Marcos y tuviera que atender los asuntos rectorales desde una oficina excéntrica, bajo un permanente acoso y enemistad de unos claustros donde, gracias al debilitamiento de la represión, las fuerzas hasta entonces clandestinas del apra y la izquierda recobraban la iniciativa y pasarían pronto a controlar la universidad. Algún tiempo después, este clima llevaría al fino y elegante ensayista que es Aurelio Miró Quesada a renunciar al rectorado y a apartarse de San Marcos.
A Porras, la derrota lo afectó hondamente. Tengo la impresión de que era el cargo que más ambicionaba -más que cualquier distinción política-, por su vieja y entrañable relación con la universidad, y que no haberlo alcanzado dejó en él una frustración y una amargura que lo indujeron, en las elecciones de 1956, a aceptar ser candidato a una senaduría en una lista del Frente Democrático (hechura del partido aprista) y durante el gobierno de Prado, a aceptar el ministerio de Relaciones Exteriores, que ocuparía hasta pocos días antes de su muerte, en 1960. Es verdad que fue un senador y un ministro de lujo, pero esa inmersión en la absorbente política cortó en seco su trabajo intelectual y le impidió escribir esa historia de la Conquista que, cuando yo comencé a trabajar con él, parecía decidido a terminar de una vez. Estaba en ello cuando la campaña del rectorado. Recuerdo que, después de tenerme varios meses fichando los mitos y leyendas, Porras me hizo pasar a máquina en un solo manuscrito todas sus monografías y artículos editados y también los capítulos inéditos sobre Pizarro, a los que iba agregando notas, corrigiendo y añadiendo páginas.
Que su candidatura al rectorado de San Marcos hubiera sido apoyada por el apra y la izquierda -curiosa paradoja pues Porras nunca fue aprista ni socialista, sino más bien un liberal tirando a conservador [28]- le ganó la vindicta del régimen, en cuyas publicaciones comenzó a ser atacado, a veces con soecidad. Un semanario odriísta, Clarín, sacó varios artículos contra él, llenos de abominaciones. Se me ocurrió redactar un manifiesto de solidaridad a su persona y recoger firmas entre intelectuales, profesores y estudiantes. Conseguimos varios cientos de firmas pero no hubo donde publicarlo, de modo que nos contentamos con entregárselo a Porras.
Gracias a este manifiesto conocí a quien sería uno de mis mejores amigos de esos años y me ayudaría mucho en mis primeros pasos como escritor. Habíamos entregado hojas con el manifiesto a distintas personas para que lo hicieran correr, y me advirtieron que un alumno de la Universidad Católica quería echar una mano. Se llamaba Luis Loayza. Le di una de las hojas y unos días después nos reunimos en el Cream Rica de la avenida Larco para que me entregara las firmas. Había conseguido sólo una: la suya. Era alto, de aire ido y desganado, dos o tres años mayor que yo, y aunque estudiaba Derecho sólo le importaba la literatura. Había leído todos los libros y hablaba de autores que yo no sabía que existían -como Borges, al que citaba con frecuencia, o los mexicanos Rulfo y Arreola- y cuando yo saqué a relucir mi entusiasmo por Sartre y la literatura comprometida su reacción fue un bostezo de cocodrilo.
Nos vimos poco después, en su casa de la avenida Petit Thouars, donde me leyó unas prosas que publicaría, algún tiempo más tarde, en una edición no venal -El avaro (Lima, 1955)- y donde conversamos largo y tendido en su atestada biblioteca. Loayza, con Abelardo Oquendo, a quien sólo trataría después, serían mis mejores compañeros de aquellos años, los más afines en el campo intelectual. Intercambiábamos y discutíamos libros, proyectos literarios y llegamos a constituir una cálida cofradía. Aparte de nuestra pasión por la literatura, con Lucho nuestras diferencias eran grandes en muchas cosas, y eso hacía que no nos aburriéramos, pues siempre teníamos algo sobre que polemizar. A diferencia de mí, siempre interesado por la política y capaz de apasionarme por cualquier cosa y entregarme a ella sin pensarlo dos veces, a Loayza la política lo aburría sobremanera y, en general, ése y todos los otros entusiasmos -salvo el de un buen libro- le merecían un sutil y burlón escepticismo. Estaba contra la dictadura, por supuesto, pero más por razones estéticas que políticas. Alguna vez lo arrastré a las manifestaciones-relámpago y en una de ellas, en el Parque Universitario, perdió un zapato: lo recuerdo corriendo a mi lado, sin perder la compostura, ante una carga a caballo de la Guardia Civil y preguntándome a media voz si hacer estas cosas era absolutamente indispensable. Mi admiración por Sartre y su tesis sobre el compromiso social lo aburrían a ratos y a ratos lo irritaban -él prefería, por supuesto, a Camus, porque era más artista y tenía mejor prosa que Sartre- y las despachaba con una ironía sibilina que me hacía aullar de indignación. Yo me vengaba atacando a su reverenciado Borges, llamándolo formalista, artepurista y hasta chien de garde de la burguesía. Las discusiones sartre-borgianas duraban horas y alguna vez hicieron que dejáramos de vernos y hablarnos varios días. Fue seguramente Loayza -o tal vez Abelardo, nunca lo supe- quien me puso el apodo con el que me tomaban el pelo: el sartrecillo valiente.
Fue por Loayza que leí a Borges, al principio con cierta reticencia -lo pura o excesivamente intelectual, lo que parece disociado de una muy directa experiencia vital me provoca un rechazo de entrada- pero con una sorpresa y curiosidad que me hacían siempre volver a él. Hasta que, poco a poco, a lo largo de meses y años, esa distancia se iría trocando en admiración. Y, además de Borges, a muchos autores latinoamericanos que, antes de mi amistad con Loayza, desconocía o, por pura ignorancia, desdeñaba. La lista sería muy larga, pero entre ellos figuran Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Juan José Arreóla, Juan Rulfo y Octavio Paz, de quien Loayza descubrió un día un delgado cuadernillo que leímos en voz alta -Piedra de Sol-, y que nos llevó a buscar afanosamente libros suyos.
Mi desinterés por la literatura de América Latina -con la sola excepción de Neruda, al que leí siempre con devoción- antes de conocer a Lucho Loayza había sido total. Quizás en vez de desinterés debería decir hostilidad. Ello se debía a que la única literatura latinoamericana moderna que se estudiaba en la universidad y de la que se hablaba algo en las revistas y suplementos literarios era la indigenista o costumbrista, la de autores de novelas como Raza de bronce (Alcides Arguedas), Huasipungo (Jorge Icaza), La vorágine (Eustasio Rivera), Doña Bárbara (Rómulo Gallegos) o Don Segundo Sombra (Ricardo Güiraldes), o, incluso, la de Miguel Ángel Asturias.
Esa narrativa y la peruana de ese género yo la había leído por obligación, en las clases de San Marcos, y la detestaba, pues me parecía una caricatura provinciana y demagógica de lo que debía ser una buena novela. Porque en esos libros el paisaje tenía más importancia que las personas de carne y hueso (en dos de ellos, Don Segundo Sombra y La vorágine, la naturaleza terminaba tragándose a los héroes) y porque sus autores parecían desconocer las más elementales técnicas de cómo armar una historia, empezando por la coherencia del punto de vista: en ellas el narrador estaba siempre entrometiéndose y opinando aun cuando se lo supusiera invisible, y, además, esos estilos tan recargados y librescos -sobre todo en los diálogos- irrealizaban de tal modo unas historias que se suponía ocurrían entre gente ruda y primitiva que jamás llegaba a brotar en ellos la ilusión. Toda la llamada literatura indigenista era una sucesión de tópicos naturalistas y de una indigencia artística tan grande que uno tenía la impresión de que para los autores escribir buenas novelas consistía en buscar un «buen» tema -hechos insólitos y terribles- y escribir con palabrejas sacadas de los diccionarios, lo más alejadas del habla común.
Lucho Loayza me hizo descubrir otra literatura latinoamericana, más urbana y cosmopolita, y también más elegante, que había surgido principalmente en México y en Argentina. Y, entonces, como él lo hacía, comencé a leer cada mes la revista Sur, de Victoria Ocampo, ventana abierta al mundo de la cultura, cuya llegada a Lima parecía sacudir la pobrecita ciudad con una gran cascada de ideas, debates, poemas, cuentos, ensayos, procedentes de todas las lenguas y culturas, y ponernos, a quienes la devorábamos, en el centro de la actualidad cultural del planeta. Lo que hizo Victoria Ocanipo con la revista Sur -y con ella, claro está, quienes colaboraron en esa aventura editorial, empezando por José Bianco- es algo que nunca podremos alabar bastante los hispanoamericanos de por lo menos tres generaciones. (Así se lo dije a Victoria Ocampo cuando la conocí, en 1966, en un congreso del pen Club en Nueva York. Siempre recuerdo la alegría que me produjo, muchos años después de los que evoco, ver un texto mío publicado en esa revista que nos hacía vivir cada mes la ilusión de estar intelectualmente a la vanguardia de la época.) En uno de esos números actuales o pasados de Sur que Loayza coleccionaba, leí la famosa polémica entre Sartre y Camus con motivo de la existencia de los campos de concentración de la Unión Soviética.
La amistad con Lucho, que se volvió pronto intimidad, no tenía que ver sólo con los libros y la vocación compartida. También con su amistad generosa y lo agradable que era pasar el rato con él oyéndolo hablar de jazz, que le encantaba, o de películas -nunca nos gustaban las mismas-, o rivalizar con él en el gran deporte nacional del raje, u observarlo componer sus prosas de lánguido y refinado esteta, au-dessus de la mêlée, con que le gustaba a veces entretener a sus amigos. En una época contrajo una divertida -pero incomodísima- somatización ética y estética: todo lo que le parecía feo o le merecía desprecio le provocaba náuseas. Era un verdadero riesgo ir con él a una exposición, una conferencia, un recital, un cine, o, simplemente, pararse en media calle a conversar con alguien, pues si la persona o función no calificaban, ahí mismo le venían las arcadas.
Lucho había conocido a aquellos autores latinoamericanos gracias a un profesor de la Católica, llegado no hacía mucho de Argentina: Luis Jaime Cisneros. Me enseñó un curso de literatura española, en San Marcos, pero sólo me hice amigo de él más tarde, gracias a Loayza y Oquendo. También Luis Jaime Cisneros tenía pasión por la enseñanza, y la ejercía más allá de las aulas, en un rincón de su biblioteca -en una quinta miraflorina, transversal de la avenida Pardo-, donde reunía a alumnos aficionados a la filología (su especialidad) y a la literatura, a los que prestaba libros (anotándolos, con fecha y título, en un enorme cuaderno de contabilidad). Luis Jaime era flaco, fino, cortés, pero lucía un airecillo pedante y perdonavidas para con sus colegas, lo que le ganó punzantes enemistades universitarias. Yo mismo tenía una imagen equivocada de él hasta que comencé a visitarlo y formar parte del pequeño círculo sobre el que Luis Jaime volcaba su cultura y su amistad.
Luis Jaime había firmado el primer manifiesto de los demócrata-cristianos, y éstos, que daban los primeros pasos para constituir un partido, le habían pedido que dirigiera el periódico de la agrupación. Me preguntó si me gustaría echarle una mano y le dije que encantado. Así nació Democracia, un semanario, en teoría, pero que se publicaba sólo cuando conseguíamos dinero para el número, a veces cada quincena y a veces cada mes. Para el número inicial escribí un largo artículo sobre Bustamante y Rivero y el golpe que lo derrocó. Armábamos el periódico en la biblioteca de Luis Jaime, y lo imprimíamos en imprentas distintas cada vez, pues todas temían que Esparza Zañartu -a quien Odría había promovido al cargo de ministro de Gobierno, en un error político providencial para el restablecimiento de la democracia en el Perú- tomara represalias contra ellos. Como Luis Jaime, para no comprometer su trabajo en la universidad, no quiso figurar como director, yo ofrecí poner mi nombre, y así apareció Democracia. En la primera página había un artículo, creo que sin firma, de Luis Bedoya Reyes, criticando al pradismo, que se reorganizaba para lanzar de nuevo la candidatura a la presidencia del ex mandatario Manuel Prado.
Apenas salió Democracia fui citado por mi padre a su oficina. Lo encontré lívido, blandiendo el periódico en el que yo aparecía como director. ¿Había olvidado que La Crónica pertenecía a la familia Prado? ¿Que La Crónica tenía la exclusiva de la International News Service? ¿Que él era director de la ins? ¿Quería yo que La Crónica le cancelara el contrato y él se quedara sin trabajo? Me ordenó desaparecer mi nombre del periódico. De modo que a partir del segundo o tercer número, me sucedió como presunto director -el verdadero era Luis Jaime- mi amigo y compañero de San Marcos, Guillermo Carrillo Marchand. Y como, luego de unos números, éste también tuvo problemas para figurar, Democracia se publicó luego con un director ficticio, cuyo nombre expropiamos de un cuento de Borges.
Los demócrata-cristianos jugaron un papel de primer plano en la caída de Esparza Zañartu, lo que precipitó la muerte del ochenio. Si él hubiera seguido a cargo de la seguridad de la dictadura, ésta se hubiera alargado tal vez más allá de las elecciones del 56, fraguándolas, como había hecho en 1950, en favor del propio Odría o de algún testaferro (había varios haciendo cola para desempeñar ese papel). Pero la caída del hombre fuerte del régimen debilitó a éste y lo sumió en un desbarajuste que la oposición aprovechó para ganar la calle.
Esparza Zañartu había ocupado a lo largo de la dictadura un puesto sin relieve -director de Gobierno-, que le permitía permanecer en la sombra, pues, aunque él tomaba todas las decisiones respecto a la seguridad, éstas eran asumidas públicamente por el ministro de Gobierno. La probable razón que llevó a Odría a poner a Esparza Zañartu en el ministerio fue que nadie quería ocupar ya este cargo de fantoches. Dice la leyenda que cuando el general Odría lo llamó para confiarle la cartera, Esparza le repuso que aceptaba, por lealtad, pero que esta medida equivalía a un suicidio para el régimen. Así fue. Apenas Esparza Zañartu se convirtió en blanco visible, todas las armas de la oposición apuntaron contra él. El golpe de gracia fue un mitin de la Coalición Nacional, de Pedro Roselló, en Arequipa, que Esparza quiso frustrar enviando como contramanifestantes a matones contratados y policías de civil. Éstos fueron desbaratados por los arequipeños y la policía reprimió a los opositores, disparando, con un alto saldo de víctimas. Parecía repetirse el drama de 1950, durante las fraudulentas elecciones, en las que, ante un intento de rebelión callejera del pueblo arequipeño, Odría había llevado a cabo una matanza. Pero esta vez el régimen no se atrevió a sacar los tanques y soldados a la calle para que disparasen contra la multitud, como se dice que Esparza Zañartu quiso hacer. Arequipa declaró una huelga general que fue seguida por toda la ciudad. Al mismo tiempo, de acuerdo a la vieja costumbre que le había ganado el nombre de ciudad-caudillo (pues en ella nacieron la mayoría de las rebeliones y revoluciones republicanas), los arequipeños desempedraron las calles y armaron barricadas, donde miles de miles de hombres y mujeres de todos los sectores sociales esperaron vigilantes la respuesta del régimen a su pliego de reclamos: la renuncia de Esparza Zañartu, la abolición de la Ley de Seguridad Interior y la convocatoria a elecciones libres. Luego de tres días de tremenda tensión, el régimen sacrificó a Esparza Zañartu, quien, luego de renunciar, partió rápidamente al extranjero. Y aunque la dictadura nombró un gabinete militar, para todo el mundo, empezando por el propio Odría, fue evidente que los arequipeños -la tierra de Bustamante y Rivero- le habían asestado un golpe mortal.
En esa gesta arequipeña, que, en Lima, los sanmarquinos apoyamos con manifestaciones-relámpago en las que Javier Silva y yo estuvimos siempre en primera fila, el liderazgo lo habían tenido Mario Polar, Roberto Ramírez del Villar, Héctor Cornejo Chávez, Jaime Rey de Castro y los otros arequipeños de la naciente Democracia Cristiana. Eran abogados prestigiosos, amigos y hasta parientes de la familia Llosa, y uno de ellos, Mario Polar, había sido pretendiente, o, como decía mi abuelita Carmen, «aficionado» de mi madre, a quien le había escrito de joven unos apasionados poemas que ella guardaba a escondidas de mi padre, hombre de celos retrospectivos.
Todas esas razones acabaron de entusiasmarme cuando la Democracia Cristiana se constituyó como partido y me inscribí en él. Fui catapultado de inmediato, no sé cómo ni por quién, al Comité Departamental de Lima, donde estaban también Luis Jaime Cisneros, Guillermo Carrillo Marchand, y algunos respetables catedráticos, como el jurista Ismael Bielich y el psiquiatra Honorio Delgado. El nuevo partido declaraba en sus estatutos que no era confesional, de manera que no era preciso ser creyente para militar en él, pero la verdad es que ese local del partido -una vieja casa de paredes de quincha, con balcones- en la avenida Guzmán Blanco, muy cerca de la plaza Bolognesi, parecía una iglesia, o cuando menos una sacristía, pues estaban allí todos los beatos conocidos de Lima, desde don Ernesto Alayza Grundy hasta los dirigentes de la Acción Católica y la uneac (Unión Nacional de Estudiantes Católicos) y todos los jóvenes parecían ser alumnos de la Universidad Católica. Me pregunto si en esa época había en la Democracia Cristiana algún otro sanmarquino fuera de mí y de Guillermo Carrillo (Javier Silva se inscribiría algún tiempo después).
¿Qué demonios hacía yo ahí, entre esa gente respetabilísima a más no poder, pero a años luz del sartreano comecuras, izquierdoso no curado del todo de las nociones de marxismo del círculo, que me seguía sintiendo? No sabría explicarlo. Mi entusiasmo político era bastante mayor que mi coherencia ideológica. Pero recuerdo haber vivido con un cierto malestar cada vez que tenía que explicar intelectualmente mi militancia en la Democracia Cristiana. Y las cosas empeoraron cuando, gracias a Antonino Espinoza, pude leer algún material sobre la doctrina social de la Iglesia y la famosa encíclica de León XIII, Rerum Novarum, que los democristianos citaban siempre como prueba de su compromiso con la justicia social y su voluntad de reforma económica en favor de los pobres. La famosa encíclica a mí se me caía de las manos mientras la leía por su retórica paternalista y sus sentimientos gaseosos y sus vagas críticas a los excesos del capital. Recuerdo haber comentado el asunto con Luis Loayza -quien, creo, también había firmado algún texto democristiano o se había inscrito en el partido-, y haberle dicho lo incómodo que me sentía después de leer esa célebre encíclica que me parecía tremendamente conservadora. Él había intentado leerla, también, y a las pocas páginas le sobrevinieron las arcadas.
Sin embargo no me aparté de la Democracia Cristiana (renunciaría a ella años después, desde Europa, por su tibieza en defender a la revolución cubana, cuando ésta se convirtió para mí en apasionada causa) porque su lucha en contra de la dictadura y a favor de la democratización del país era impecable y porque seguía creyendo que Bustamante y Rivero acabaría siendo líder del partido y acaso su candidato presidencial. Pero, sobre todo, porque, yo, con otros jóvenes más bien radicales, descubrimos dentro de los líderes del Partido Demócrata Cristiano, a un abogado arequipeño, que, aunque tan beato como los otros, nos pareció desde un principio un hombre de ideas más avanzadas y progresistas que sus colegas, alguien empeñado no sólo en moralizar y democratizar la política peruana, sino en llevar a cabo una profunda reforma para poner fin a las iniquidades de que eran víctimas los pobres: Héctor Cornejo Chávez.
Que hable así de él, ahora, con lo que fue después su repugnante actuación como asesor de la dictadura militar de Velasco, autor de la monstruosa ley de confiscación de todos los medios de comunicación y primer director de El Comercio estatizado, hará sonreír a muchos. Pero lo cierto es que, a mediados de los cincuenta, cuando se vino a Lima desde su Arequipa natal, ese joven abogado parecía un dechado de pureza política, un hombre animado por un ardiente celo democrático y una indignación a flor de piel contra toda forma de injusticia. Había sido secretario de Bustamante y Rivero y yo quería ver en él a una versión rejuvenecida y radicalizada del ex presidente, con su misma limpieza moral y su compromiso inquebrantable con el sistema democrático y la ley.
El doctor Cornejo Chávez hablaba de reforma agraria, de reforma de la empresa con participación de los obreros en los beneficios y en la administración, y condenaba a la oligarquía, a los dueños de la tierra, a las cuarenta familias, con retórica jacobina. No era simpático, es verdad, sino más bien un hombre avinagrado y distante, con ese hablar ceremonioso y algo engolado muy frecuente en los arequipeños (sobre todo los que han pasado por el foro), pero lo modesto y casi frugal de su vida nos hacían pensar a muchos que, con él a la cabeza, la Democracia Cristiana podría llevar a cabo la transformación del Perú.
Las cosas ocurrieron de manera muy distinta. Cornejo Chávez llegó a ser el líder del partido -no lo era en 1955 o 1956, cuando yo militaba en él-, y fue dos veces su candidato a la presidencia, en las elecciones de 1962 y 1963, en las que obtuvo una votación insignificante. Su autoritarismo y personalismo fueron creando poco a poco en su propio partido tensiones y luchas faccionales que culminarían, en 1965, con la ruptura de la Democracia Cristiana: una mayoría de dirigentes y militantes se saldrían con Luis Bedoya Reyes a la cabeza para formar el Partido Popular Cristiano, en tanto que el partido de Cornejo Chávez, reducido a su mínima expresión, sobreviviría de mala manera hasta el golpe militar del general Velasco en 1968. Allí, vio llegada su hora. Lo que no pudo conseguir a través del voto, el doctor Cornejo Chávez lo obtuvo a través de la dictadura; llegar al poder en el que los militares le confiaron trabajos tan poco democráticos como el amordazamiento de los medios de comunicación y del Poder Judicial (pues también él sería responsable de la creación del Consejo Nacional de Justicia; institución con la que la dictadura puso a los jueces a su servicio).
A la caída de Velasco -cuando éste fue reemplazado, luego de un golpe palaciego por el general Morales Bermúdez, en 1975-, Cornejo Chávez se retiró de la política, en la que, por cierto, sólo han quedado de él los malos recuerdos.
El inexistente Partido Demócrata Cristiano -un puñadito de arribistas- figuró, no obstante, en la vida política del Perú, aliado a Alan García, quien, para mantener la ficción de una apertura, siempre tuvo un democristiano en su gobierno. Luego de Alan García la Democracia Cristiana se extinguió o, mejor dicho, la directiva que usurpaba su nombre pasó a invernar en espera de que las circunstancias pudieran permitirle recobrar algunas migajas de poder convertido en parásito de otro gobernante de turno.
Pero estamos en 1955 y todavía aquello está lejos. Pasado ese verano, cuando comenzaba yo las clases en el tercer año de universidad y discutía de literatura con Luis Loayza, militaba en la Democracia Cristiana, escribía cuentos y fichaba libros de historia en casa de Porras Barrenechea, llegó a Lima alguien que significaría otro remezón de mi existencia: la «tía» Julia.