El 26 de octubre de 1989, El Diario, portavoz de Sendero Luminoso, publicó un comunicado en nombre de un organismo de fachada, el Movimiento Revolucionario en Defensa del Pueblo (mrdp), convocando a un «paro armado clasista y combativo» para el 3 de noviembre, en «apoyo a la guerra popular».
A la mañana siguiente el candidato de Izquierda Unida a la alcaldía de Lima y a la presidencia, Henry Pease García, anunció que el día escogido por el senderismo para el paro armado él saldría a las calles con sus partidarios a fin de mostrar «que la democracia era más firme que la subversión». Yo estaba con Álvaro, en mi escritorio -todas las mañanas, temprano, antes de la reunión del kitchen cabinet, pasábamos revista al programa del día-, cuando escuché en la radio la noticia. Al instante me vino la idea de solidarizarme con la marcha y salir también con mis partidarios a manifestar el 3 de noviembre en respuesta al desafío de Sendero Luminoso. A Álvaro le gustó la idea, y, para evitar que se embrollara en consultas con los aliados, la hice pública sin pérdida de tiempo, en una entrevista telefónica con Radioprogramas. En ella, felicité a Henry Pease y le propuse que desfiláramos juntos.
Provocó sensación que se solidarizara con una iniciativa de la izquierda marxista alguien que, desde hacía años, era blanco de los intelectuales progresistas nativos, de los que Pease formaba parte, y a algunos de mis amigos les pareció un error político. Temían que mi gesto diera a la candidatura de Pease una suerte de espaldarazo (las encuestas lo situaban por debajo del diez por ciento de las intenciones de voto). Pero éste era un típico caso en el que las consideraciones éticas debían prevalecer sobre las políticas. Sendero Luminoso venía actuando cada día con más audacia y extendiendo su radio de acción; sus atentados eran diarios, así como sus asesinatos. En Lima, su presencia se había multiplicado en fábricas, colegios y pueblos jóvenes donde sus centros de adoctrinamiento funcionaban a la vista de todo el mundo. ¿No era bueno que la sociedad civil saliera a manifestarse en favor de la paz el mismo día que el terrorismo amenazaba con un paro armado? La Marcha por la Paz recibió una ola de adhesiones de partidos políticos, sindicatos, instituciones culturales y sociales, y figuras conocidas. Y atrajo una enorme concurrencia, deseosa de mostrar su repudio al horror en que venía hundiéndose el Perú por el fanatismo mesiánico de una minoría.
Presionados por el ambiente, los candidatos del apra (Alva Castro) y de Acuerdo Socialista (Barrantes Lingán) se adhirieron también, aunque su falta de entusiasmo fue notoria. Ambos hicieron acto de presencia en el monumento a Miguel Grau, en el paseo de la República, y se retiraron con sus pequeñas delegaciones antes de que confluyéramos en el lugar la columna de Izquierda Unida y la del Frente Democrático, que habían salido, la primera, de la plaza Dos de Mayo, y, la nuestra, del monumento a Jorge Chávez, en la avenida 28 de Julio.
Luego de una lenta, entusiasta y disciplinada marcha, convergimos frente al monumento a Grau y allí Henry Pease y yo nos dimos un abrazo. Depositamos flores en el lugar y se cantó el Himno Nacional. No sólo militantes políticos conformaban la gigantesca muchedumbre; también, gentes sin partido y sin interés por la política, que sintieron la necesidad de expresar su condena por los asesinatos, los secuestros, las bombas, las desapariciones y demás violencias que en los últimos años habían ido devaluando tanto la vida en el Perú. Había muchos religiosos en las vecindades del monumento a Grau -obispos, sacerdotes, monjas, cristianos laicos- que, entre las barras y maquinitas de los partidos, hacían oír la suya: «Se siente, se siente, Cristo está presente.»
No me hubiera plegado a la Marcha por la Paz si la iniciativa no hubiera venido de Henry Pease, un adversario que, como intelectual y como político, me parecía respetable. Hay muchas maneras de definir lo respetable. En lo que a mí se refiere, me merece respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo.
No abundan en mi país los intelectuales respetables en este sentido. Lo digo con tristeza pero sabiendo lo que quiero decir. El tema me desveló, hace años, hasta que un día creí entender por qué los índices de deshonestidad moral parecían, entre las gentes de mi oficio, más elevados que entre los peruanos de otras vocaciones. Y por qué habían contribuido tantos de ellos y de manera tan efectiva a la decadencia cultural y política del Perú. Antes, me devanaba los sesos tratando de adivinar por qué entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas -la inmensa mayoría-, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez, vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y actuaciones públicas.
Matasietes antiimperialistas en sus manifiestos, artículos, ensayos, clases, conferencias, leyéndolos cualquiera hubiera creído que habían hecho del odio a Estados Unidos un apostolado. Pero casi todos ellos habían solicitado, recibido y muchos literalmente vivido de becas, ayudas, bolsas de viaje, comisiones y encargos especiales de fundaciones estadounidenses, y pasado semestres y años académicos en las «entrañas del monstruo» (según la expresión de José Martí) alimentados por la Guggenheim Foundation, la Tinker Foundation, la Mellon Foundation, la Rockefeller Foundation, etcétera, etcétera. Y todos gestionaban frenéticamente y muchos conseguían, por cierto, ir a injertarse como profesores a esas universidades del país al que habían enseñado a sus alumnos, discípulos y lectores a execrar como responsable de todas las calamidades peruanas. ¿Cómo explicar ese masoquismo de la especie intelectual? ¿Por qué esa desalada carrera de tantos hacia el país cuyas vesanias vivían denunciando, denuncias gracias a las cuales habían construido, en buena parte, sus carreras académicas y su pequeño prestigio de sociólogos, críticos literarios, politólogos, etnólogos, antropólogos, economistas, arqueólogos o poetas, periodistas y novelistas?
Algunos florones de la corona, tomados al azar. Julio Ortega comenzó su carrera de «intelectual» trabajando con un puesto rentado para el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Lima, en los años sesenta, justamente en la época en que se reveló que esta institución recibía fondos de la cía, lo que llevó a muchos escritores que se hallaban allí de buena fe a apartarse del Congreso (pero no a él). Era, entonces, un apestado para los progresistas. Con la dictadura militar revolucionaria y socialista del general Juan Velasco Alvarado, se volvió revolucionario y socialista, también rentado. En el suplemento cultural de uno de los diarios confiscados por la dictadura -Correo-, que se le encargó dirigir, se dedicó durante varios años, en una jerga estructuralista que combinaba la tiniebla intelectual con la vileza política en proporciones simétricas, a despotricar contra quienes no comulgaban con las deportaciones, encarcelamientos, expropiaciones, censuras y pillerías del socialismo velasquista y a proponer, por ejemplo, que se abofeteara a los diplomáticos que hablaban mal de la revolución. Cuando el dictador al que servía cayó, por una conspiración interna de los propios secuaces, muchos de sus intelectuales fueron licenciados. ¿A dónde huyó a ganarse la vida este escriba? ¿A la Cuba de sus amores ideológicos? ¿A Corea del Norte? ¿A Moscú? No. A Texas. A la Universidad de Austin, por lo pronto, y cuando debió apartarse de ésta, a la más tolerante de Brown, donde, hasta ahora, supongo, prosigue su batalla en favor de la revolución antiimperialista hecha al compás de los tanques y sables militares. Desde allí enviaba artículos durante la campaña electoral a un periódico peruano que le venía como un guante -La República-, aconsejando a sus remotos compatriotas no perder esta oportunidad de votar por la «opción socialista».
Otro caso, del mismo barroquismo moral. El doctor Antonio Cornejo Polar, crítico literario y «católico socialista», como gustaba definirse -una manera de ganar el cielo sin privarse de ciertas ventajas del infierno-, había hecho una carrera universitaria en la ciudadela del radicalismo y del senderismo, San Marcos, a cuya rectoría llegó por los únicos méritos que, en su época y, por desgracia todavía, permiten ascender allí: los políticos. Su «correcta» línea progresista le ganó los votos necesarios, incluidos los de los recalcitrantes maoístas.
El 18 de marzo de 1987, en una charla en Estados Unidos, yo hablé de la crisis de las universidades nacionales en América Latina y de cómo la politización y el extremismo habían desplomado sus niveles académicos y en algunos casos -como el de mi alma mater- los habían convertido en algo que difícilmente merecía ya el nombre de universidad. Dentro del previsible fuego graneado de protestas que aquello provocó en el Perú, una de las más inflamadas fue la del «católico socialista», quien, para entonces, se había apartado del rectorado alegando que los problemas del claustro lo habían puesto en la originalísima condición de un «preinfarto». Indignado, mi crítico se preguntaba cómo se podía atacar a la universidad popular y revolucionaria peruana desde el Metropolitan Club de Nueva York. [29] Hasta allí todo parecía coherente. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muy poco después, me pedían del consejo académico de una universidad del monstruo imperialista un informe sobre la competencia intelectual del personaje, candidato a ocupar un cargo lectivo en su departamento de Español (que, por supuesto, obtuvo). Por allí anda hasta ahora, supongo, ejemplo viviente de cómo se progresa en la vida académica manteniendo las correctas opciones políticas en los momentos correctos.
Podría citar cien casos más, variantes todos de esta práctica: fingir una persona pública, unas convicciones, ideas y valores por conveniencia profesional y, al mismo tiempo, desmentirlas alegremente con la conducta doméstica. El resultado de semejante inautenticidad es, en la vida intelectual, la devaluación del discurso, el triunfo del estereotipo y de la vacua retórica, de la palabra muerta del eslogan y el lugar común sobre las ideas y la creatividad. Por eso, no es accidental que, en los últimos treinta o cuarenta años, el Perú no haya producido en el dominio del pensamiento casi nada digno de memoria, y, sí, en cambio, un gigantesco basural de palabrería populista, socialista y marxista sin contacto con la realidad de los problemas peruanos.
En el dominio político, las consecuencias han sido peores. Porque quienes habían hecho de la duplicidad y el embauque ideológico un modus vivendi tenían el control casi absoluto de la vida cultural del Perú. Y producían casi todo lo que los peruanos estudiaban o leían y el alimento ideológico del país en el que podían aplacar su curiosidad o su inquietud las jóvenes generaciones. Todo estaba en sus manos. Las universidades y los colegios nacionales y muchos privados; los institutos y centros de investigación; las revistas, los suplementos y publicaciones culturales, y, por supuesto, los textos escolares. Con su incultura y desprecio hacia toda actividad intelectual, los sectores conservadores, que hasta los años cuarenta o cincuenta tenían todavía la hegemonía cultural del país -con esa brillante generación de historiadores, como Raúl Porras Barrenechea y Jorge Basadre, o filósofos como Mariano Ibérico y Honorio Delgado-, habían perdido la batalla hacía tiempo y no habían producido ni talentos individuales ni una acción de conjunto capaz de enfrentar el avance de los intelectuales de izquierda, quienes, a partir de la dictadura del general Velasco, monopolizaron la vida cultural.
Y, sin embargo, el pensamiento de izquierda tenía un ilustre precursor en el Perú: José Carlos Mariátegui (1894-1930). En su corta vida, produjo un impresionante número de ensayos y artículos de divulgación del marxismo, de análisis de la realidad peruana, y trabajos de crítica literaria o comentarios políticos de actualidad notables por su agudeza intelectual, a menudo por su originalidad y en los que se advierte una frescura conceptual y una voz propia, que nunca más reapareció en sus proclamados seguidores. Aunque todos se llamen «mariateguistas», desde los más moderados hasta los más extremos (el propio Abimael Guzmán, fundador y líder de Sendero Luminoso, dice ser discípulo de Mariátegui), pasando por el pum (Partido Unificado Mariateguista), lo cierto es que, a partir del corto apogeo que él significó para el pensamiento socialista, éste entró en el Perú en una declinación que llegó a tocar fondo en los años de la dictadura militar (1968-1980), en los que el debate intelectual pareció confinarse entre estas dos opciones: el oportunismo de izquierda o el terrorismo.
Los intelectuales tuvieron tanta responsabilidad como los militares en lo ocurrido en el Perú en aquellos años, sobre todo en los primeros siete -1968 a 1975, los del general Velasco-, en los que se adoptaron todas las soluciones equivocadas para los grandes problemas nacionales, agravándolos y precipitando al Perú en una ruina a la que Alan García daría la última vuelta de tuerca. Aplaudieron la destrucción por la fuerza del sistema democrático, que, por defectuoso e ineficiente que fuera, permitía el pluralismo político, la crítica, la vida sindical y el ejercicio de la libertad. Y, con el argumento de que las libertades «formales» eran la máscara de la explotación, justificaron que se prohibieran los partidos políticos, que no hubiera elecciones, que se confiscaran las tierras y se las colectivizara, que se nacionalizaran y estatizaran centenares de empresas, que se suprimiera la libertad de prensa y el derecho de crítica, que se institucionalizara la censura, que se expropiaran todos los canales de televisión, los diarios y gran número de estaciones de radio, que se diera una ley para avasallar al Poder Judicial y ponerlo al servicio del Ejecutivo, que se encarcelara y deportara a cientos de peruanos y se asesinara a unos cuantos. En esos años, apoderados de todos los medios de comunicación importantes que había en el país, se dedicaron a machacar aquellas consignas contra los valores democráticos y la democracia liberal, y a defender en nombre del socialismo y la revolución los abusos e iniquidades de la dictadura. Y, por supuesto, a abrumar de insultos a quienes no compartíamos su entusiasmo por lo que los sicofantes de Velasco llamaban «la revolución socialista, participacionista y libertaria» y carecíamos de tribuna para responderles.
Algunos, los menos, actuaron de esta manera por ingenuidad, creyendo de veras que las ansiadas reformas para acabar con la pobreza, la injusticia y el atraso podían venir a través de una dictadura militar que, a diferencia de las de antaño, no hablaba de «civilización cristiana y occidental» sino de «socialismo y revolución». [30] Estos ingenuos, como Alfredo Barnechea o César Hildebrandt, se desengañaron rápidamente y pasaron pronto al bando de los réprobos del poder. Pero la mayoría de ellos no estaban con la dictadura por ingenuidad ni por convicción, sino, como su conducta posterior demostró, por oportunismo. Habían sido llamados. Era la primera vez que un gobierno del Perú llamaba a los intelectuales y les ofrecía unas migajas de poder. Entonces, sin vacilar, se echaron en brazos de la dictadura, con un celo y una diligencia que a menudo iban más allá de lo que se les pedía. De ahí, sin duda, que el propio general Velasco, hombre sin sutilezas, hablara de los intelectuales del régimen como de los mastines que tenía para asustar a los burgueses.
Y, en efecto, ése fue el rol a que el régimen los redujo: ladrar y morder desde los periódicos, radios, canales de televisión, ministerios y dependencias oficiales a quienes nos oponíamos a los desmanes. Lo sucedido con tantos intelectuales peruanos en esos años, a mí me produjo un verdadero trauma. Desde mi ruptura con Cuba, a fines de los sesenta, había pasado a ser objeto de los ataques de muchos de ellos, pero, aun así, tenía la sensación de que actuaban como lo hacían -defendiendo lo que defendían- guiados por una fe y unas ideas. Después de haber visto esa suerte de abdicación moral generacional de los intelectuales peruanos, en los años de la dictadura velasquista, descubrí lo que aún hoy creo: que aquellas convicciones no son para la gran mayoría sino una estrategia que les permite sobrevivir, hacer carrera, progresar. (En los días de la estatización de la banca, la prensa aprista difundió, con mucho bombo, unas declaraciones furibundas de Julio Ramón Ribeyro, desde París, acusándome de identificarme «objetivamente con los sectores conservadores del Perú» y oponerme «a la irrupción irresistible de las clases populares». Ribeyro, escritor muy decoroso, hasta entonces amigo mío, había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción. Poco después, José Rosas-Ribeyro, un ultraizquierdista peruano de Francia, lo describía, en un artículo de Cambio, [31] trotando por París con otros funcionarios del gobierno aprista en busca de firmas para un manifiesto en favor de Alan García y de la estatización de la banca que firmaron un grupo de «intelectuales peruanos» establecidos allí. ¿Qué había tornado al apolítico y escéptico Ribeyro en un intempestivo militante socialista? ¿Una conversión ideológica? El instinto de supervivencia diplomática. Así me lo hizo saber él mismo, en un mensaje que me envió en esos mismos días [y que a mí me hizo peor efecto que sus declaraciones], con su editora y amiga mía Patricia Pinilla: «Dile a Mario que no haga caso a las cosas que declaro contra él, pues sólo son coyunturales.»)
Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo. Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas -sus escritos y su actuación cívica-, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la marginación y frustración profesional. Ésa era la explicación. De ahí la inautenticidad, esa -según fórmula de Jean-Francois Revel- «hemiplejía moral» en que vivían, repitiendo por un lado, en público, toda una logomaquia defensiva -especie de contraseña para asegurar su puesto dentro del establishment-, que no respondía a ninguna convicción íntima, mera táctica de lo que el anglicismo llama «posicionamiento». Pero cuando se vive de este modo, la perversión del pensamiento y el lenguaje resulta inevitable. Por eso, un libro como el de Hernando de Soto y su equipo del Instituto Libertad y Democracia -El otro sendero-, a mí me había entusiasmado tanto: ¡por fin aparecía en el Perú algo que revelaba un esfuerzo para pensar con independencia y originalidad sobre la problemática peruana, rompiendo los tabúes y los esquemas ideológicos congelados! Pero, una vez más en el país de las promesas incumplidas, también en este caso la esperanza, apenas nacida, se frustró.
Cuando creí encontrar la explicación de lo que Sartre llamaría la situación del escritor en el Perú en tiempos de la dictadura, escribí en la revista Caretas unos artículos bajo el título común de «El intelectual barato», [32] que -esta vez, con razón- aumentaron la vieja fobia contra mí de quienes se reconocían intelectuales baratos. Alan García, con su intuición infalible para este género de operaciones, reclutó a varios de ellos para que fueran sus mastines, y me los lanzó armados con las armas que manejan tan bien. Ellos tuvieron un importante papel durante la campaña y no ahorraron esfuerzos para que ésta descendiera a la mugre.
El primer contratado fue -gran paradoja- un periodista mercenario que había servido fielmente a Velasco desde la dirección de La Crónica, un personaje del que se puede decir, sin temor a equivocarse, que es el más exquisito producto que el periodismo de estercolero haya forjado en el Perú: Guillermo Thorndike. Desde aquel diario, con una pequeña banda de colaboradores reclutados en las sentinas literarias locales (la excepción era Abelardo Oquendo, uno de mis mejores amigos de juventud, de quien nunca pude entender qué hacía allí, rodeado de escribidores resentidos e intrigantes como Mirko Lauer, Raúl Vargas, Tomás Escajadillo y aún cosas peores), alternó la adulación al dictador y la cerrada defensa de sus acciones con campañas de infamia en contra de esos opositores a quienes la censura sobre los medios de comunicación nos impedía responder. Una de las peores víctimas de estas diatribas fue el partido aprista, a quien, al mismo tiempo que le hurtaba buena parte del programa de gobierno, la dictadura velasquista pretendía, a través del Sinamos, robarle las masas. Cuando los sucesos del 5 de febrero de 1975, en que una huelga de policías degeneró en motines populares contra el régimen y en el incendio del Círculo Militar y el diario Correo, [33] el diario dirigido por Thorndike responsabilizó al partido aprista de los desmanes e intoxicó a la opinión pública con una campaña antiaprista frente a la cual eran un juego de niños las cacerías de brujas contra el partido de Haya de la Torre de la prensa civilista en los años treinta.
Pocos años después, sin embargo, desde la dirección del diario La República -otra manifestación eximia de la cloaca hecha prensa- el personaje pasaría a servir al apra y a Alan García con el mismo entusiasmo e idénticas malas artes que a Velasco. En premio, luego de la victoria electoral de Alan García, fue enviado a Washington, a costa de los contribuyentes peruanos (su simpática mujer, de quien nunca nadie supo jamás que tuviera una relación siquiera casual con la cultura, fue nombrada agregada cultural del Perú ante la oea). De allí trajo rápidamente el presidente Alan García a Guillermo Thorndike, en los días de la estatización de la banca, para que pusiera en acción sus técnicas de intoxicación de la opinión pública y las campañas de guerra sucia contra los que nos oponíamos a ella. Una «oficina del odio» fue instalada en una suite del hotel Crillón. Desde allí, bajo la dirección de Thorndike, y preparados por él, salían hacia los diarios, radios y canales gobiernistas las acusaciones, insinuaciones y los ataques más abyectos contra mi persona y mi familia (entre los infundios estaba -según la vieja treta de robar y salir corriendo al grito de «¡Al ladrón!»- el de haber sido yo ¡velasquista!). Gracias a inesperados aliados que, desde las filas del propio gobierno aprista, nos delataron el funcionamiento de la oficina del odio, el diario Expreso reveló su existencia y fotografió a Thorndike saliendo del Crillón, con lo que sus operaciones quedaron algo mermadas. Más tarde, siempre diligente en el servicio al amo de turno, el personaje publicaría una biografía hagiográfica de Alan García y, en la campaña electoral, éste volvería a traerlo al Perú a dirigir una hoja, Página Libre, que en los meses finales antes de las elecciones desempeñó el papel que cabe imaginar. (Pocos días antes de la primera vuelta electoral, una señora llamó a mi casa, muchas veces, insistiendo en hablar conmigo o con Patricia, explicando que sólo a nosotros revelaría su identidad. Patricia se acercó a hablar con ella, al fin. La señora, argentina de nacimiento pero peruana por matrimonio, era la madre de Guillermo Thorndike. No la conocíamos. Llamaba para decir que, avergonzada con lo que hacía su hijo en las páginas del periódico que dirigía, había decidido votar en estas elecciones: que lo haría por mí, en señal de desagravio, y que lo podíamos hacer público. No lo hicimos entonces, pero lo hago ahora, con mi agradecimiento por una iniciativa que, por cierto, no dejó de sorprenderme.) [34]
Éstas no son meras anécdotas. Son muestras de un fenómeno generalizado, de un estado de cosas que afecta toda la vida cultural del Perú y que tiene consecuencias en su vida política. Uno de los mitos contemporáneos sobre el Tercer Mundo es que, en esos países a menudo sojuzgados por dictaduras despóticas y corrompidas, los intelectuales representan una reserva moral, que, aunque impotente frente a la fuerza bruta dominante, constituye una esperanza, una fuente de la que, cuando empiecen a cambiar las cosas, el país podrá extraer las ideas, los valores y las personas que permitan hacer avanzar la libertad y la justicia. En verdad, no es así. El Perú es una prueba, más bien, de lo frágil que es la clase intelectual y la facilidad con que, la falta de oportunidades, inseguridad, escasez de medios de trabajo, ausencia de un status social y también la impotencia para ejercer una efectiva influencia, la vuelven vulnerable a la corrupción, al cinismo y al arribismo.
Cuando entré a hacer política activa en el Perú estaba preparado para enfrentarme a mis colegas, cuyas técnicas conocía desde la época en que, a fines de los sesenta, entré en conflicto con ellos, al empezar a criticar a la revolución cubana. Desde entonces, había sido blanco de sus iras, en apariencia por razones de orden ideológico, aunque en verdad, muchas veces, por motivos de emulación y envidia, lo que es también inevitable cuando alguien tiene, o es percibido como si lo tuviera, reconocimiento, eso que se llama el éxito, por quienes enfrentan toda clase de dificultades para el ejercicio de su vocación. Estaba, pues, preparado para lidiar, también, con esos intelectuales peruanos a quienes hacía ya tiempo me había prometido sólo leer, jamás volver a frecuentar.
Por eso, fue una sorpresa encontrar entre mis colegas algunos escritores, profesores, periodistas o artistas, que, sabiendo que se exponían a la satanización en el medio en que trabajaban, hicieron causa común con el Movimiento Libertad y me ayudaron a lo largo de toda la campaña. No me refiero a amigos como Luis Miró Quesada Garland o Fernando de Szyszlo, con quienes habíamos dado juntos batallas políticas desde mucho tiempo atrás, sino a personas como el antropólogo Juan Ossio, el historiador y editor José Bonilla, los ensayistas Carlos Zuzunaga y Jorge Guillermo Llosa, el novelista Carlos Thorne y un buen número de otros que, como ellos, trabajaron empeñosamente por una victoria del Frente y a las varias decenas de profesores universitarios que integraron nuestras comisiones de Plan de Gobierno. O a quienes, sin estar inscritos en Libertad, me prestaron un apoyo invalorable con sus escritos y sus pronunciamientos, como los periodistas Luis Rey de Castro, Francisco Igartúa, César Hildebrandt, Mario Miglio, Jaime Bayly, Patricio Ricketts y Manuel d'Ornellas, [35] o el actor y director teatral Ricardo Blume, quien con valentía y generosidad se jugó entero, cada vez que hizo falta, en defensa de lo que ambos creíamos. O a intelectuales como Fernando Rospigliosi y Luis Pasara y jóvenes escritores como Alfredo Pita, Alonso Cueto y Guillermo Niño de Guzmán, quienes, desde posiciones independientes y a veces hostiles a la mía, tuvieron, en el fragor de la guerra electoral, gestos de nobleza hacia mi persona o hacia lo que yo hacía.
Pero también entre los adversarios hubo algunos intelectuales cuya conducta me llamó la atención, porque, por las razones que ya he dicho, no me esperaba de ellos la corrección con la que actuaron, aun en los momentos más caldeados del debate político. Ése fue el caso de Henry Pease García. Profesor universitario, sociólogo, director por un tiempo de un conocido instituto de investigación social, desco -financiado por la social democracia alemana-, Henry Pease fue teniente alcalde, con Alfonso Barrantes, en la alcaldía de Lima, y estrecho colaborador de éste, antes de la ruptura que los enfrentó a ambos como líderes de las dos facciones de izquierda en la lid presidencial. La actuación de Pease, que encabezaba el sector más radical, y, en el que, precisamente, abundaban los intelectuales baratos, fue ejemplar. Se esforzó por hacer una campaña de ideas, promoviendo su programa, sin recurrir jamás al ataque personal o a la maniobra de mala ley, y actuó en todo momento con una coherencia y sobriedad que contrastaba con la de algunos de sus seguidores. En su vida personal, por lo demás, siempre me había parecido igualmente consecuente con lo que escribía y defendía como hombre público. Ésta fue una razón decisiva para acompañarlo en la Marcha por la Paz.
Luego de ella, toda la atención pública y mi propia actividad se concentraron en la campaña municipal. En el fin de semana que siguió a la Marcha por la Paz -4 y 5 de noviembre- recorrimos con Juan Incháustegui y Lourdes Flores los pueblos jóvenes de Canto Chico, María Auxiliadora, San Hilarión, Huáscar, así como muchos otros en Chosica y Chaclacayo. Y la semana siguiente viajé por distintos departamentos del interior -Arequipa, Moquegua, Tacna y Piura-, participando en decenas de mítines, caravanas, entrevistas, caminatas, en favor de los candidatos del Frente Democrático. En esos últimos días de la campaña municipal, las tensiones internas entre las fuerzas de la alianza parecieron evaporarse y conseguimos dar una imagen de entendimiento y unión, que preludiaba un buen resultado para nuestra primera prueba de fuego electoral, el 12 de noviembre.
Sin embargo, las elecciones municipales no trajeron la aplastante victoria para nosotros que anunciaban las encuestas. El Frente ganó más de la mitad de los distritos del país, pero esta mayoría quedó empañada por las derrotas sufridas en ciudades claves, como Arequipa, donde Luis Cáceres Velázquez, del Frenatraca (Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos) fue reelegido; Cusco, donde el ex alcalde izquierdista, Daniel Estrada, obtuvo una amplia victoria; Tacna, donde Tito Chocano, ex miembro del Partido Popular Cristiano, tuvo la primera votación y, sobre todo, Lima, donde Ricardo Belmont logró más del cuarenta y cinco por ciento, contra el veintisiete por ciento de Incháustegui. [36]
Apenas conocidos los resultados, en la noche misma de la votación, fuimos con Incháustegui al hotel Riviera, en la avenida Wilson, convertido en cuartel general del movimiento obras, a felicitar a Belmont, y yo posé ante la batería de fotógrafos y camarógrafos que colmaba el local, en medio de Belmont y de Incháustegui, alzando los brazos de ambos para sugerir subliminalmente que, de alguna manera, la victoria de ese «independiente» era también la mía y de que la derrota de Incháustegui no me perjudicaba. Álvaro hizo lo que pudo para que esa imagen se difundiera en la prensa y la televisión.
En mis declaraciones, hice lo imposible para destacar la «arrolladora victoria» del Frente Democrático, que había ganado treinta alcaldías distritales de la gran Lima (contra siete de Izquierda Unida, dos de listas independientes, una del Acuerdo Socialista y ninguna del apra).
Pero, en privado, los resultados de la elección municipal nos dejaron muy inquietos: había un desapego, que lindaba con el disgusto, de grandes sectores populares hacia las fuerzas políticas establecidas, fueran de izquierda o de derecha, y una proclividad a depositar su confianza y esperanzas en quien representara algo distinto al establishment. No de otra manera se explicaba la formidable votación de Belmont, alguien cuyo mérito principal -excluida su popularidad como animador de radio y televisión- parecía, únicamente, el no ser político, el venir de afuera de la política. Más grave aún, la última encuesta indicaba que, aunque las intenciones de voto nacionales seguían favoreciéndome con cerca del cuarenta y cinco por ciento, había una tendencia, en los sectores más desfavorecidos, a verme cada vez más como integrando la desprestigiada clase política.
Yo era consciente de la necesidad de hacer algo para corregir esa imagen. Pero pensaba siempre que la mejor manera sería presentándole al pueblo peruano mi programa de gobierno. Este programa demostraría que mi candidatura era una ruptura radical con las políticas tradicionales. Estaba casi terminado y teníamos una ocasión muy próxima para darlo a conocer: la reunión del cade (Conferencia Anual de Ejecutivos).
Adelantándome algo, quiero hacer notar que la victoria de Ricardo Belmont a la alcaldía de Lima refuta a quienes, luego del 10 de junio, interpretaron mi derrota en términos exclusivamente raciales. Si fuera verdad, como se ha dicho por múltiples comentaristas -incluido Mark Malloch Brown-, [37] que fue el odio al «blanquito» y una suerte de solidaridad racial lo que llevó a grandes sectores populares a votar por el «chinito», pues percibían -tal como el ingeniero Fujimori se empeñó en insinuarlo en su campaña, durante la segunda vuelta- que el «amarillo» estaba más cerca del indio, del cholo y del negro que del «blanco» (asociado tradicionalmente al privilegiado y explotador), cómo explicar la contundente victoria de ese «gringo» de cabellos pelirrojos y ojos glaucos, el Colorao Belmont, por quien, además, como él mismo predijo, votaron masivamente los sectores C y D, donde se encuentran la inmensa mayoría de los cholos, indios y negros de Lima.
No niego que el factor racial -los oscuros resentimientos y complejos profundos asociados a este tema existen en el Perú, desde luego, y de él son víctimas y responsables todos los grupos étnicos del mosaico nacional- interviniera en la campaña. Efectivamente ocurrió, pese a mis esfuerzos para evitarlo o, cuando ya estuvo allí, desterrarlo. Pero no fue el color de la piel -mío o de Fujimori- el factor decisivo en la elección, sino una suma de razones dentro de las cuales el prejuicio racial era sólo un componente.