16

La última tarea del día que Sano debía desempeñar era atender los informes presentados por su cuerpo de detectives. En su despacho, los hombres relataban los progresos en su caza del traficante de venenos y la inspección del Interior Grande. Habían sondeado a doctores y farmacéuticos, sin resultado hasta el momento; las preguntas a las residentes de las dependencias de mujeres y los registros de las habitaciones se habían mostrado infructuosos a la hora de revelar datos o pruebas de utilidad. Sano dio órdenes de que se reanudara el trabajo al día siguiente y asignó un equipo para seguir la pista del frasco de tinta y la carta desde la mansión Miyagi hasta la dama Harume. Luego los detectives abandonaron la habitación y dejaron solos a Sano y a Hirata para que pusieran en común sus pesquisas.

– La jefatura de policía me ha dado una posible pista sobre el vendedor ambulante -dijo Hirata-, un viejo que vende afrodisíacos por toda la ciudad. Estoy usando a uno de mis confidentes, la Rata.

Sano asintió en señal de aprobación. Aquel vendedor de drogas podría haber suministrado la toxina para flechas que mató a Harume, y conocía sobradamente las habilidades de la Rata.

– ¿Y qué hay de la dama Ichiteru?

Hirata hurtó la mirada.

– He hablado con ella. Pero… todavía no tengo un informe definitivo.

Parecía distraído, y en sus ojos brillaba una intensidad peculiar. A Sano le preocupaban las evasivas de Hirata, así como su fracaso para obtener información de un sospechoso importante. Pese a todo, odiaba reprender a Hirata.

– Supongo que mañana será suficiente para acabar de interrogar a la dama Ichiteru -dijo.

Su voz debía de haber reflejado algo de duda, porque Hirata saltó a la defensiva.

– Ya sabéis que no siempre es posible obtener toda la información de alguien a la primera. -Se retorcía las manos-. ¿Preferiríais interrogar vos mismo a la dama Ichiteru? ¿No confiáis en mí? ¿Por lo de Nagasaki?

Sano recordó cómo su inclinación por afrontar todos los retos a solas en esa ciudad casi acaba con él, y que la capacidad y lealtad de Hirata le habían salvado la vida.

– Por supuesto que confío en ti -dijo Sano. Para cambiar de tema, le describió el reconocimiento del cadáver de la dama Harume y sus entrevistas con el teniente Kushida y los Miyagi-. Mantendremos en secreto el embarazo hasta que haya informado al sogún. Entre tanto, trata de descubrir con discreción quién sabía o suponía que Harume estaba preñada.

– ¿Creéis que ella lo sabía? -preguntó Hirata.

Sano meditó.

– Parece que al menos lo sospechaba. Mi teoría es que no notificó su embarazo porque no estaba segura de quién era el padre, o de si el sogún reconocería al niño como suyo. -Sano notó que Hirata tenía la vista perdida en vez de escucharle-. ¿Hirata?

Hirata se sobresaltó y se ruborizó.

– ¡Sí, sosakan-sama! ¿Hay algo más?

Si el comportamiento de Hirata no volvía pronto a la normalidad, pensó Sano, iban a tener que hablar en serio. Pero, en ese momento, lo único que Sano deseaba era ver a Reiko.

– No, nada más. Te veré mañana.


– ¿Cómo, que no está en casa? -preguntó Sano al criado que lo recibió en los aposentos privados de la mansión con la noticia de que Reiko había salido por la mañana y todavía no había vuelto-. ¿Adónde ha ido?

– No lo quiso decir, amo. Sus escoltas enviaron recado de que la habían llevado a varios puntos de Nihonbashi y Ginza. Pero no sabemos qué hacía.

Una sospecha desagradable tomó forma en la cabeza de Sano.

– ¿Cuándo volverá?

– Nadie lo sabe. Lo siento, amo.

Irritado por el aplazamiento de su velada romántica, Sano se dio cuenta de que estaba hambriento: no había comido desde el mediodía, un cuenco de fideos en casa de su madre después de la entrevista con el teniente Kushida. Además, necesitaba limpiar de su mente el recuerdo de la disección.

– Que me preparen el baño y me traigan la cena -ordenó al sirviente.

Ya bañado, vestido con ropa limpia y cómodamente instalado en el salón cálido e iluminado por las lámparas, Sano trató de comer su cena a base de arroz, pescado al vapor, verduras y té. Pero su enfado con Reiko pronto se convirtió en preocupación. ¿Le habría pasado algo malo?

¿Lo habría abandonado?

Perdido el apetito, Sano dio vueltas por la habitación. Se le ocurrió que así debía de ser el matrimonio para las mujeres: esperar en casa el regreso de su esposo, temerosas e inquietas. De repente entendió que Reiko se rebelase contra el modo de vida que le había caído en suerte. Pero el enfado lo privaba de comprensión. Aquello no le gustaba, ¿cómo se atrevía a tratarlo así? Durante la hora siguiente, su furia alternó con una creciente preocupación. Se imaginaba a Reiko atrapada en un edificio en llamas o asaltada por forajidos. Ensayó en su cabeza la reprimenda que iba a dirigirle cuando llegara a casa.

Entonces oyó ruido de cascos en la puerta. El corazón le dio un vuelco con alivio y furia simultáneos. ¡Por fin! Salió corriendo hacia la entrada. Allí llegaba Reiko, acompañada de su cortejo. El viento frío le había conferido una intensa chispa en los ojos y le había desprendido unos cuantos mechones del peinado. Estaba absolutamente encantadora, y satisfecha consigo misma.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Sano-. No tendrías que haber salido sin mi permiso, y sin dejar constancia de tu paradero. ¡Explica qué has estado haciendo hasta tan tarde!

Los criados, ante el panorama de una disputa conyugal, se esfumaron. Reiko se cuadró y adelantó su delicada mandíbula.

– He estado investigando el asesinato de la dama Harume.

– ¿Después de que te ordenase que no?

– ¡Sí!

A pesar de su enfado, Sano admiraba la entereza de Reiko. Una mujer más débil le habría mentido para evitar la reprimenda en vez de plantarle cara. Su atracción por ella cargó el aire del oscuro pasillo de chispas invisibles. Y notaba que ella también lo sentía. El recato rompió la mirada impasible de Reiko; se llevó la mano al pelo para arreglárselo; se tocó el diente mellado con la lengua. Sano se sintió excitado contra su voluntad. Se obligó a reír con sarcasmo.

– Investigando, ¿cómo? ¿Qué puedes hacer tú?

Con las manos entrelazadas y las mandíbulas firmes en un rígido autocontrol, Reiko dijo:

– No tengas tanta prisa por reírte de mí, honorable esposo -dijo con voz cargada de desdén-. He ido a Nihonbashi a ver a mi prima Eri. Es funcionaria de palacio en el Interior Grande. Me dijo que sorprendieron al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume dos días antes del asesinato. La dama Ichiteru amenazó con matar a Harume en una pelea que tuvieron en el templo de Kannei.

Se rió ante la cara de sorpresa de Sano.

– No lo sabías, ¿verdad? Sin mí nunca te habrías enterado, porque acallaron los dos incidentes. Y Eri cree que alguien le arrojó una daga a Harume y trató de envenenarla el verano pasado. -Reiko describió los sucesos, y añadió-: ¿Cuánto hubieses tardado tú en descubrirlo? Necesitas mi ayuda. ¡Admítelo!

Aquel hallazgo situaba al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume el día en que los Miyagi le enviaron el frasco de tinta. Kushida podría haber leído la carta y ver la oportunidad perfecta para administrar el veneno con el que ya tenía planeado asesinarla. Reiko también había confirmado el odio a Harume de la dama Ichiteru. Sano estaba impresionado por su habilidad, y furioso por su falta de remordimientos.

– Unos cuantos hechos sueltos no resuelven un caso -le espetó, aunque sabía que a veces sí-. ¿Y cómo puedo estar seguro de que tu prima es un testigo de fiar o de que sus teorías son correctas? Me has desafiado, y te has puesto en peligro por nada.

– ¿Peligro? -Reiko frunció el entrecejo, confusa-. ¿Qué podría pasarme sólo por hablar y escuchar?

Aún más airado por la actitud desafiante de su mujer, Sano perdió la clemencia por su sensibilidad femenina.

– Cuando era comandante de la policía tenía un secretario, un hombre aún más joven que tú. -La voz de Sano enronqueció al recordar la inocencia infantil de Tsunehiko-. Murió en una posada con la garganta rebanada, en un charco de sangre. No hizo nada para merecer la muerte. Su único error fue acompañarme en una investigación de asesinato.

Reiko abrió los ojos, estupefacta.

– Pero… tú todavía estás bien. -Su tono atrevido se había convertido en un murmullo dubitativo.

– Sólo por gracia de los dioses -replicó Sano-. Me han atacado con estocadas, disparos, emboscadas y palizas más veces de las que puedo recordar. Así que créeme cuando te digo que el trabajo de detective es peligroso. ¡Podrías acabar muerta!

Reiko lo miró fijamente.

– ¿Todo eso te pasó mientras investigabas crímenes y atrapabas asesinos? -dijo con voz lenta y despojada de desdén-. ¿Te jugaste la vida para hacer lo correcto, aun a sabiendas de que había quien te mataría para impedirlo?

La novedosa admiración de su mirada atribuló más a Sano que su anterior rebeldía. Sin habla, asintió.

– No lo sabía. -Reiko dio un paso titubeante hacia él-. Lo siento.

Sano estaba paralizado, incapaz incluso de respirar. Percibía en aquella joven mujer una devoción por la verdad y la justicia a la altura de la suya, una voluntad de sacrificarse por principios abstractos, por el honor. Aquella afinidad de espíritu era una base irrefutable para el amor. Saberlo lo emocionaba y lo llenaba de terror.

Pero la cara de Reiko brillaba con el jubiloso reconocimiento del mismo hecho. Tendió una esbelta mano hacia él.

– Entiendes cómo me siento -dijo en respuesta a su intercambio silencioso. La pasión exaltaba su belleza-. Trabajemos y sirvamos juntos al honor. ¿Juntos podemos resolver el misterio del asesinato de la dama Harume!

¿Cómo sería, se preguntaba Sano, toda aquella pasión dirigida a él en el dormitorio? La idea lo mareaba. La perspectiva de tener una compañera que compartiera su misión era casi irresistible. Anhelaba tomar la mano que le ofrecía.

Pero no podía conducir a su esposa a la peligrosa telaraña de su profesión. Y conocía sus propios defectos, que no quería fomentar en ella. ¿Cómo iba a vivir con alguien tan cabezota, temerario y decidido como él? Todavía acariciaba el sueño de una esposa sumisa y un hogar pacífico.

– Ya has oído mis motivos para querer que te mantengas apartada de asuntos que no son de tu incumbencia. He tomado una decisión, y es definitiva.

Reiko dejó caer la mano. El dolor extinguió su resplandor como un velo arrojado sobre una lámpara, pero su determinación no flaqueó.

– ¿Por qué no puedo disponer de mi vida para arriesgarla si eso es lo que quiero, y por qué mi honor ha de significar menos que el tuyo por ser una mujer? -exigió-. También yo llevo sangre samurái en las venas. En siglos pasados habría cabalgado a tu lado en la batalla. ¿Por qué ahora no?

– Porque así son las cosas. Tu deber es para conmigo, y espero que lo cumplas aquí, en casa. -Sano era consciente de sonar pomposo, pero hablaba con total sinceridad-. Que hicieras otra cosa no sería más que un desprecio egoísta y deliberado a tus responsabilidades familiares.

Reparó en lo irónico de la situación. ¡Que él, que tantas veces había puesto en peligro sus deberes familiares por causas personales, criticase a Reiko por hacer lo mismo! Vaciló y retomó como pudo el hilo de la discusión.

– Ahora dime para qué has ido a Ginza. ¿Más cotilleos de mujeres?

– Si vas a despreciar mi trabajo, no mereces saberlo. -La voz melódica de Reiko revestía un núcleo de acero; su expresión era no menos fría y dura-. Y si no quieres mi ayuda en la investigación, entonces no tiene importancia. Ahora te ruego que me disculpes.

Cuando pasó por su lado, Sano experimentó una inmediata sensación de pérdida. Y no podía dejar que ella dijera la última palabra.

– Reiko. Espera.

La agarró del brazo. Ella lo fulminó con la mirada y dio un tirón. La manga se soltó con un sonoro desgarrón. Después se fue y dejó a Sano con un largo retazo de seda en la mano.

Sano la miró durante un momento. Después arrojó el trozo de manga al suelo. Su matrimonio iba de mal en peor. Se fue indignado a su habitación. Se vistió para salir a la calle, puso las espadas al cinto y llamó a un criado.

– Que ensillen mi caballo.

No podía resolver solo sus problemas. Por tanto, tendría que consultar a la única persona capaz de ayudarlo con Reiko, y que también podía disponer de información vital relativa a la investigación del asesinato.


– Buenas noches, Sano-san. Entrad, os lo ruego.

El magistrado Ueda, sentado en su despacho, no parecía sorprendido por la llegada intempestiva de Sano. Sobre su escritorio las lámparas iluminaban recado de escribir, documentos oficiales y papeles sueltos: era evidente que estaba adelantando trabajo. Le indicó a Sano que se arrodillase frente a él y se dirigió al criado que lo había hecho pasar a la mansión:

– Preparad té para mi honorable yerno.

El nerviosismo y la vergüenza atenazaban el estómago de Sano. No estaba acostumbrado a pedir ayuda sobre problemas personales. Sus apuros con Reiko ponían de manifiesto una incompetencia de lo más embarazosa; un samurái de alto rango debería ser capaz de tener a raya a una simple mujer. La petición de consejo reflejaba una debilidad que no quería revelar a su suegro, al que respetaba pero apenas conocía. Sano buscaba las palabras para obtener ayuda sin perder el tipo.

El magistrado Ueda le ahorró el esfuerzo.

– Es por mi hija, ¿no? -Ante el gesto de asentimiento de Sano, sus rasgos adoptaron una expresión de inexorable simpatía-. Me lo imaginaba. ¿Qué ha hecho esta vez?

Animado por la franqueza del magistrado, Sano se desahogó y le contó toda la historia.

– Conocéis a Reiko. Os ruego que me digáis lo que tengo que hacer.

El criado les llevó el té. El magistrado Ueda frunció el entrecejo y adoptó el tono autoritario que empleaba en el Tribunal de Justicia.

– Mi hija es tan inteligente y tenaz que debéis controlarla con mano firme y mostrarle quién manda, ¿eh?

Después suspiró y retomó su voz habitual.

– ¿Quién soy yo para hablar? Yo, que siempre me he plegado a los deseos de Reiko. Sano-san, me temo que habéis acudido para que os dé consejo a la persona equivocada.

Se miraron a la cara con atribulada comprensión: magistrado de Edo y muy honorable investigador, desconcertados por la mujer que los unía. De repente eran amigos.

– Entre los dos tendríamos que ser capaces de encontrar una respuesta al problema -dijo el magistrado Ueda, entre sorbo y sorbo de té-. Siempre he cedido con Reiko porque no quería quebrantar su espíritu, el cual admiro a mi pesar. -Un centelleo jocoso iluminó su mirada al ver la sonrisa sardónica de Sano-. Ah, veo que no soy el único. Tal vez ahora os corresponda renunciar a vos. ¿Por qué no asignarle una parte fácil y segura de vuestro trabajo, como llevar la documentación?

– No se conformará con eso -dijo Sano con convicción-. Quiere ser detective. Y no se le da mal -admitió a regañadientes.

Cuando le refirió los hallazgos de Reiko, al magistrado se le iluminó el rostro de orgullo paterno.

– Entonces debe de haber otra cosa que pueda hacer. Unas indagaciones más encubiertas, como las que ha realizado hoy, pueden resultar muy útiles, ¿eh?

Todos los instintos de Sano se sublevaban ante aquella alternativa.

– ¿Qué pasa si el asesino la considera una amenaza y la ataca cuando no esté yo cerca para protegerla?

A pesar de su enfado con su mujer, la idea de perder a Reiko lo llenaba de horror. Se estaba enamorando de ella, descubrió con tristeza, y no albergaba muchas esperanzas de ser correspondido, pero se negaba a renunciar al control sobre su casa.

– Vuestra naturaleza obstinada es un obstáculo en el camino hacia un matrimonio feliz -dijo el magistrado Ueda-. Reiko tendrá que someterse si la forzáis a obedecer, pero jamás os amará ni os respetará. Por tanto, me temo que es necesario un compromiso de vuestra parte.

Sano suspiró.

– De acuerdo. Intentaré pensar en algo que Reiko pueda hacer.

Entonces se acordó del otro motivo por el que había ido a ver a su suegro.

– Tenía la esperanza de que pudierais proporcionarme algunos antecedentes de los sospechosos del asesinato. -Cualquier delito o denuncia contra ellos en el pasado estaría registrado en los documentos oficiales del tribunal. A pesar de todos los problemas matrimoniales de Sano, su boda le había aportado un indiscutible beneficio: el contacto con el magistrado Ueda-. ¿Han tenido problemas con anterioridad el teniente Kushida, la dama Ichiteru o el caballero y la dama Miyagi?

– Esta mañana, cuando me he enterado de que Kushida e Ichiteru eran sospechosos, he comprobado si tenían antecedentes -replicó el magistrado Ueda-. No hay nada sobre ellos. Sin embargo, el caso de los Miyagi es distinto. Recuerdo un incidente sucedido hace cuatro años. La hija de un guardia desapareció de la mansión vecina a la de los Miyagi. Los padres de la chica afirmaban que el caballero Miyagi era el responsable. La había atraído hasta su casa y había intentado seducirla, decían, para después matarla cuando se resistió.

Sano sintió un cosquilleo de emoción en el pecho. Quizá el daimio seguía las costumbres de sus crueles ancestros. Quizá había envenenado a la chica, y después a Harume, por negarse a realizar los actos que les pedía.

– ¿Qué sucedió?

– Unos días después recuperaron el cuerpo de la chica de un canal. La policía fue incapaz de dictaminar cómo había muerto. No se presentaron cargos contra el caballero Miyagi. El caso sigue sin resolver. -El encogimiento de hombros del magistrado Ueda manifestaba un arraigado cinismo-. Así funciona la ley.

– Sí -dijo Sano-. La palabra de un simple soldado no tendría ninguna posibilidad contra la influencia del daimio.

– La influencia es una amenaza formidable, Sano-san. -El magistrado le dirigió una mirada penetrante-. Poco después de la muerte de su hija, los servidores del caballero Miyagi expulsaron al guardia de la ciudad. No pudo conseguir otro puesto. Él y su mujer murieron en la miseria. El bakufu ni los protegió, ni castigó a Miyagi.

Sano tomó una decisión.

– Hay algo que quiero contaros acerca del asesinato, algo muy delicado. ¿Me prometéis mantenerlo en el más estricto secreto?

Ante el asentimiento del magistrado Ueda, Sano le habló del embarazo de Harume. Con el entrecejo fruncido, el magistrado caviló, vaciló y dijo:

– Dado el embarazo de la dama Harume, ahora el caso de asesinato está potencialmente relacionado con la sucesión del poder. Vuestra investigación podría implicar a ciudadanos poderosos que desean debilitar el dominio de los Tokugawa quebrantando la línea de sucesión. Los señores externos, por ejemplo. O el responsable de muchos de vuestros problemas pasados.

«El chambelán Yanagisawa.» Al recordar su extraño comportamiento del último encuentro, Sano se preguntó con desasosiego si sería una señal de la implicación del chambelán en el asesinato. Al principio aquel caso había parecido sencillo. Ahora lo amilanaba la perspectiva de desvelar una conspiración de gran alcance.

– Respeto vuestra habilidad y vuestros principios -dijo el magistrado Ueda-. Pero guardaos de hacer acusaciones graves contra sospechosos influyentes. Si soliviantáis a las personas equivocadas, tal vez ni vuestro rango os proteja. -Otra pausa enfática-. Me preocupa mi hija tanto como vos. Prometedme que no la pondréis en peligro de modo temerario.

En la guerra y en la política, a menudo los enemigos atacaban a los parientes.

– Lo prometo -dijo Sano, sintiendo las tensiones opuestas del honor y la integridad profesional, la prudencia y las consideraciones familiares. Hizo una reverencia-. Gracias por vuestro consejo, honorable suegro. Mis disculpas por molestaros a tan avanzada hora. Será mejor que vuelva a casa y os permita retomar vuestro trabajo.

– Buenas noches, Sano-san. -El magistrado Ueda hizo una reverencia-. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros a resolver el asesinato con el mínimo perjuicio para nuestras familias. -Después sonrió con sorna-. Y buena suerte con Reiko. Si conseguís domarla, sois más hombre que yo.

Faltaban dos horas escasas para la medianoche cuando Sano regresó al castillo de Edo. Por entre las colinas soplaba un viento otoñal ribeteado de escarcha. Una acre humareda de carbón brotaba de millares de braseros. La negra bóveda estrellada del cielo trazaba un arco sobre la ciudad dormida. Sano, arropado en su gruesa capa mientras avanzaba a caballo por el laberinto de pasajes amurallados del castillo, se sentía también más que dispuesto para el sueño. Había sido una jornada larga y agotadora, con la promesa de otra igual al día siguiente. Ansioso por una cama caliente, Sano entró en su calle de las dependencias funcionariales del castillo.

Intuyó el peligro momentos antes de que su vista captase la causa. La zona estaba completamente a oscuras, aunque tendrían que haberse visto luces en las puertas de cada mansión. El barrio parecía anormalmente tranquilo y desierto. ¿Dónde estaban los centinelas y las patrullas de guardia?

Con la mano en la empuñadura de su espada, Sano avanzó poco a poco hacia su casa, pegado a las hileras de barracones que rodeaban las mansiones de sus vecinos. A la luz de la luna vio dos faroles colgados de la techumbre de una puerta; sus llamas estaban apagadas. Y debajo, un fardo oscuro tirado en la calle. Desmontó, atravesado por una sensación de peligro como una corriente maligna de viento. Se acuclilló y examinó el fardo. El corazón le dio un vuelco cuando discernió los cuerpos inmóviles de dos centinelas con armadura, vivos pero inconscientes. Dejó atrás su caballo y corrió hasta la puerta siguiente, donde halló más guardias sin sentido. Sus cabezas presentaban heridas ensangrentadas causadas por algún arma contundente.

Le asaltó la alarma al recordar pasados atentados contra su vida. ¿Se trataba de una emboscada tendida por Yanagisawa, que ya había tratado de asesinarlo en muchas ocasiones, o por alguien que sabía que aquella noche iba a salir del barrio solo? La imponente fortaleza del castillo de Edo no era, como sabía por experiencia, refugio seguro para un hombre con enemigos poderosos. ¿Era un asesino el que había inutilizado a todo aquel que pudiera interferir en su ataque? Los guardias, que no esperaban una invasión en tiempos de paz, habían sido presas fáciles. ¿Le acechaba alguien en las sombras?

¿También en su propia casa, allí donde Reiko, Hirata, el cuerpo de detectives y los criados dormían ajenos al peligro? Ahogado de ansiedad, Sano corrió hasta ella. Los centinelas heridos yacían inconscientes en el portal.

– ¡Tokubei! ¡Goro! -Sano se arrodilló y los sacudió-. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado?

Los hombres recobraron la conciencia entre gemidos.

– … nos pasó por encima -masculló Goro-. Lo siento…

Se puso en pie como pudo y se tambaleó mareado, sujetándose la cabeza.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Sano.

– No lo he visto. Demasiado rápido.

El portón reforzado estaba abierto. Con la espada desenvainada, Sano se asomó al patio. No se distinguía ningún movimiento en la oscuridad. Indicó a Goro que lo siguiera, entró con cautela… y tropezó con los cuerpos inertes de sus guardias de patrulla. La puerta del recinto vallado interior estaba entornada.

– Ve a los barracones y despierta a los detectives -ordenó a Goro-. Diles que hay un intruso en la casa.

El guardia se apresuró a obedecer, y Sano se acercó al recinto. Aun consciente de que era posible que se dirigiera hacia una trampa, tenía que proteger a los suyos. No podía esperar a que llegara la ayuda. Ante él se cernía la mansión a oscuras. Subió sigiloso los escalones de madera. Hizo una pausa para escuchar a la sombra de los largos aleros de encima de la galería. En algún lugar de la colina relinchó un caballo, pero del interior de la casa no le llegó ningún sonido. Entró de puntillas por la puerta y cruzó el porche de entrada. Arma en ristre, avanzó sigilosamente por el pasillo. Al llegar a su despacho se detuvo. Todo su cuerpo se quedó inmóvil y en tensión.

La tenue luz de una lámpara extendía un resplandor amarillo por los paneles de papel de la pared. La puerta estaba cerrada. En aquel instante oyó un ruido de pasos en el interior, un cajón que se abría, el crujido del papel. Al parecer el intruso estaba registrando sus pertenencias. Sano puso dos dedos en el pestillo y empujó. El panel de madera se deslizó en silencio sobre su marco engrasado. En el hueco que albergaba el escritorio de Sano se erguía una figura ataviada con una capa negra de ceñida capucha. Estaba rebuscando en un armario, de espaldas a la puerta.

Sano irrumpió en la habitación y gritó:

– ¡Alto! ¡Date la vuelta!

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