Sobre las colinas que se alzaban al oeste de Edo, un tapiz de nubes doradas se tejía de lado a lado en un cielo en llamas y atrapaba en sus redes el radiante orbe carmesí del sol poniente. Las distantes montañas eran imprecisos picos de color lavanda. En la llanura de abajo, las luces de la ciudad titilaban tras un velo de humo. La gran curva del río centelleaba como cobre fundido. El eco de las campanas de los templos resonaba por todo el paisaje. En el este, se alzaba la luna llena, inmensa y luminosa; un espejo con la imagen de la diosa lunar bosquejada en sombra sobre su cara.
La casa de verano de los Miyagi ocupaba una abrupta ladera apartada de la vía principal. Un estrecho camino de polvo atravesaba el bosque hasta la villa, dos pisos de madera y yeso cubiertos de enredaderas. Una espesa arboleda casi ocultaba el tejado. Había faroles encendidos en los establos y en las dependencias del servicio, pero el resto de las ventanas mostraba sus postigos lisos y ciegos al crepúsculo. A excepción de las canciones nocturnas de los pájaros y el viento que mecía las hojas secas, la villa estaba sumergida en el silencio. Por detrás, el terreno ascendía entre más bosques hasta un promontorio pelado. En la cima se alzaba un pequeño pabellón. En él estaban el caballero Miyagi, su esposa y Reiko, con una vista perfecta de la luna.
La celosía del fondo y los laterales del pabellón los escudaban del viento; los braseros de carbón bajo el suelo de tatami los calentaban. Una linterna iluminaba las mesitas individuales equipadas con recado de escribir. Había viandas en una mesa. Sobre un pedestal de teca estaban las tradicionales ofrendas a la luna: bolas de arroz, soja, caquis, incensarios humeantes y un jarrón de hierbas otoñales.
El caballero Miyagi cogió un pincel y se lo ofreció a Reiko con gesto provocador.
– ¿Compondréis vos el primer poema en honor de la luna, querida?
– Gracias, pero aún no estoy lista para escribir. -Con una sonrisa nerviosa, Reiko quería apartarse del caballero Miyagi, pero tenía a su mujer pegada al otro lado-. Necesito más tiempo para pensar.
La verdad era que estaba demasiado asustada para centrar su mente en la poesía. Durante la travesía desde Edo, la presencia de los porteadores de su palanquín, los guardias y los dos detectives había mitigado el miedo que le inspiraba el caballero Miyagi. Pero no había previsto que el mirador estaría tan apartado de la villa, donde en aquel momento la esperaban sus escoltas. Había tenido que dejarlos atrás porque ordenarles que montaran guardia para protegerla habría despertado las sospechas del daimio. Atrapada entre el asesino y su esposa, Reiko se tragó su creciente pánico. Sólo pensar en la daga oculta bajo su manga le daba algo de tranquilidad.
La dama Miyagi se rió, un bronco graznido teñido de emoción.
– No atosigues a nuestra invitada, primo. La luna ni siquiera ha empezado a acercarse a su plena belleza. -Parecía haber sufrido una extraña alteración desde esa mañana. Sus mejillas planas estaban coloradas y la remilgada línea de su boca temblaba. Sus ojos reflejaban imágenes en miniatura de la lámpara, y su infatigable energía llenaba el pabellón. Jugueteando con un pincel, le dijo a Reiko-: Tomaos todo el tiempo que necesitéis.
¡Qué loca patética, obtener placeres indirectos fomentando el interés de su marido en otra mujer! Reiko ocultó su asco y dio las gracias a su anfitriona con educación.
– Tal vez os apetezca un pequeño refrigerio para fortificar vuestro talento creativo -sugirió el caballero Miyagi.
– Sí, por favor. -Reiko tragó saliva con fuerza.
La idea de comer en presencia de los Miyagi le provocó otro acceso de náusea. Aceptó a regañadientes el té y una tarta dulce y redonda, con una yema de huevo horneada dentro para simbolizar la luna. Una sensación de encarcelamiento vino a agravar su incomodidad. Sentía que la noche se cerraba y borraba el sendero que por la pendiente boscosa llevaba de vuelta hasta sus protectores. Desde el pabellón arrancaba un angosto camino de grava. Más allá, el terreno caía abruptamente hasta la ribera pedregosa de un arroyo. A Reiko le llegaba el sonido de una corriente de agua. No parecía haber escapatoria si no era precipicio abajo.
Reiko se armó de aplomo como pudo, despedazando la tarta lunar en su plato, y se dirigió a su anfitrión:
– Os ruego que escribáis vos el primer poema, mi señor, para que pueda seguir vuestro superior ejemplo.
El caballero Miyagi se regodeó en su elogio. Contempló el panorama, entintó el pincel y escribió. Lo leyó en voz alta:
Una vez la luna se alzó sobre el borde de la montaña,
arrojando su luz brillante en el paisaje.
Alcé la vista sobre el alféizar
y, con la mirada, acaricié a mi lado la hermosura.
Pero ahora la luna vieja ha menguado,
la belleza se ha vuelto ceniza;
estoy solo en la fría, fría noche,
deseoso de que vuelva el amor.
Dirigió una mirada sugerente a Reiko, que a duras penas logró ocultar su repugnancia. El daimio tergiversaba el ritual de la luna en beneficio propio, y la invitaba con descaro a que sustituyese a la amante que había matado.
– Un poema brillante -dijo la dama Miyagi, aunque su alabanza parecía forzada. En sus ojos brillaba un fulgor febril. Reiko hizo caso omiso de la insinuación del daimio y aprovechó la ligera oportunidad que le ofrecían sus versos.
– Hablando del frío, ayer fui al templo de Zojo y casi me congelo. ¿Vos salisteis, también?
– Nos pasamos el día entero a solas en casa, juntos -respondió la dama Miyagi.
A Reiko no la sorprendía que le proporcionase a su marido una coartada para el momento de la muerte de Choyei. Sin embargo, el caballero Miyagi dijo:
– Yo sí salí un momento. Cuando volví, no estabas. Me habías dejado solo -añadió con fastidio-. Tardaste un siglo en volver.
– Oh, te equivocas, primo -replicó la dama Miyagi con una nota de advertencia en la voz-. Estaba ocupada en las dependencias de los criados. Si hubieses buscado mejor, me habrías encontrado. Nunca salgo de casa.
Reiko escondió su alborozo. Si el daimio era lo bastante estúpido para contradecir su coartada, entonces resultaría fácil sonsacarle una confesión. Reiko escogió un rábano en vinagre de la mesa de las viandas y le dio un bocado. Su acidez le llenó la boca de saliva; se imaginó el veneno y estuvo a punto de vomitar al tragárselo.
– Es delicioso. ¡Y pensar en lo que ha tenido que viajar para llegar a esta mesa! De pequeña, mi niñera me llevaba a ver las gabarras de verduras al muelle de Daikon. Es un sitio muy interesante. ¿Habéis estado allí?
La dama Miyagi la atajó con brusquedad.
– Lamento decir que ninguno de los dos ha tenido jamás ese placer.
El daimio había abierto la boca para hablar, pero ella lo hizo callar con una mirada. Parecía confuso, pero luego se encogió de hombros. Era evidente que había estado en el muelle de Daikon. Segura de que él había apuñalado a Choyei, Reiko reprimió una sonrisa.
– ¿Por qué no intentáis escribir ahora un poema? -le invitó la dama Miyagi.
¡Qué lamentables ardides para evitar que su marido hiciese comentarios incriminatorios susceptibles de llegar a oídos del sosakan-sama del sogún! Reiko alteró un tema clásico en su propio beneficio. Escribió unos cuantos caracteres y leyó:
La luna que brilla sobre este pabellón,
luce también sobre el templo de Kannon en Asakusa.
Antes de que pudiera seguir interrogando al caballero Miyagi, el daimio, inspirado por sus versos, recitó:
En la noche, un gusano horada en secreto una manzana,
un pájaro enjaulado canta extasiado,
el celestial fluido lechoso de la luna
se escurre entre mis manos.
Pero en el cementerio, todo está quieto y sin vida.
Su crudo simbolismo sexual y su obsesión morbosa con la muerte horrorizaban a Reiko. Alejándose en su fuero interno del caballero Miyagi, le dijo:
– Asakusa es uno de mis lugares favoritos, sobre todo en el Día Cuarenta y Seis Mil. ¿Fuisteis allí este año?
– Hay demasiada aglomeración para nosotros -respondió la dama Miyagi. Aunque sus constantes intromisiones molestaban a Reiko, daba gracias por la compañía de la dama, ya que a buen seguro el daimio no se atrevería a hacerle daño delante de su esposa-. Nunca vamos a Asakusa en las fiestas importantes.
– Pero este año hicimos una excepción, ¿no te acuerdas? -dijo el caballero Miyagi-. A mí me dolían los huesos, y tú pensaste que el humo curativo de la cuba de incienso de delante del templo de Kannon me ayudaría. -Soltó una risilla-. De verdad que estás perdiendo la memoria, prima.
Exultante de que él mismo se hubiera ubicado en Asakusa el día del atentado a la dama Harume, Reiko se dispuso a establecer su presencia en las inmediaciones de la concubina.
– Los alquequenjes del mercado eran espléndidos. ¿Los visteis?
– Por desgracia, mi mala salud no me permitió ese placer -dijo el daimio-. Descansé en el templo del jardín y dejé que mi mujer disfrutara a solas de las vistas.
La irritación de la dama Miyagi era evidente.
– Nos estamos alejando del propósito de este viaje. -Dio vueltas y más vueltas a su pincel entre las manos; su olor almizcleño creció en intensidad, como si lo avivara el calor de su cuerpo-. Compongamos otro poema. Esta vez empezaré yo.
¡Dejaré que el brillo de la luna llena
limpie mi espíritu del mal!
El cielo se había oscurecido, sumergiendo la ciudad en la noche; las estrellas brillaban como gemas que flotaran en el resplandor difuso de la luna. Inspirada por el mito de dos constelaciones que se cruzaban una vez al año en otoño, Reiko garabateó un verso:
Tras el velo de la luna,
en el río del cielo,
el pastor y la costurera se encuentran.
El caballero Miyagi dijo:
Cuando los amantes se abrazan,
deliro a la vista de su éxtasis prohibido.
Después se separan, y él sigue su viaje,
y la deja solapara encarar mi censura.
La mano fría del miedo se cerró sobre el corazón de Reiko al sopesar el significado de sus palabras. Estaba segura de sentarse al lado de un asesino que representaba las perversas fantasías implícitas.
– El amor prohibido es muy romántico -dijo ella-. Vuestro poema me recuerda un rumor que oí sobre la dama Harume.
– El castillo de Edo está lleno de rumores -dijo acerbamente la dama Miyagi-, y muy pocos son ciertos.
El caballero Miyagi no le prestó atención.
– ¿Qué oísteis?
– Harume se veía con un hombre en una posada de Asakusa. -Al ver un destello de preocupación en sus ojos húmedos, Reiko mantuvo su expresión de inocencia-. Qué osada fue al hacer una cosa así.
– Sí… -murmuró el daimio, como si hablara para sus adentros-. Los amantes en tales situaciones se exponen a consecuencias funestas. Qué suerte ha tenido él de que el peligro haya pasado.
Reiko apenas podía contener su emoción.
– ¿Creéis que el amante de Harume la mató para mantener en secreto su relación? También he oído que ella vivía otro romance -improvisó, preguntándose si Sano habría localizado al amante misterioso y deseando que pudiera ver lo bien que le iba su interrogatorio-. Se la estaba jugando de verdad, ¿no os parece?
«¿Los espiasteis, caballero Miyagi? -Reiko deseaba preguntar sin ambages-. ¿Estabais celoso? ¿Por eso la matasteis?»
– ¿Qué importancia tiene lo que hiciera Harume, ahora que está muerta? De verdad, este tema me parece repugnante -espetó la dama Miyagi.
– Es natural interesarse por los conocidos de uno -dijo el caballero con suavidad.
– No sabía que conocierais a Harume -mintió Reiko-. Decidme, ¿qué pensabais de ella?
Los ojos del daimio se enturbiaron al hacer memoria.
– Ella…
– Primo -dijo entre dientes la dama Miyagi, con una mirada fulminante.
El daimio pareció caer en la cuenta de la locura que era hablar de su amada asesinada.
– Todo forma parte del pasado. Harume está muerta. -Recorrió a Reiko con su mirada aceitosa-. Mientras que vos y yo estamos vivos.
– Esta mañana habéis dicho que Harume flirteaba con el peligro e invitaba al asesinato -insistió Reiko, decidida a concluir su causa contra el caballero Miyagi. Tenía la declaración que lo situaba en la escena del crimen; necesitaba la confesión-. ¿Fuisteis vos quien le dio lo que se merecía?
En el mismo momento en que lo decía, supo que había ido excesivamente lejos. Al ver la expresión anonadada del caballero Miyagi, esperó que fuera demasiado lento para darse cuenta de que prácticamente lo había acusado de asesinato. Entonces la dama Miyagi la agarró por la muñeca. Con una exclamación de sorpresa, Reiko se volvió hacia su anfitriona.
– En realidad no habéis venido aquí a ver la luna, ¿verdad? -dijo la dama Miyagi-. Trabasteis amistad con nosotros para poder espiarnos por orden del sosakan-sama. ¡Estáis tratando de cargarle el asesinato de Harume a mi marido! ¡Queréis destruirnos!
Su rostro había experimentado una asombrosa transformación. Sobre sus ojos llameantes, las arrugas trazaban muescas profundas en su ceño. Bufaba y mostraba los dientes negros en un gruñido. Reiko la miró atónita. Era como el punto álgido de un drama no cuando el actor que interpreta a una mujer amable y corriente revela su auténtica naturaleza al cambiarse de máscara y convertirse en un feroz dragón.
– No, no es verdad. -Reiko trató de zafarse de ella, pero las uñas de la dama Miyagi se le hundían en la carne-. ¡Soltadme!
– Prima, ¿de qué hablas? -lloriqueó el caballero Miyagi-. ¿Por qué tratas de este modo a nuestra invitada?
– ¿No ves que intenta demostrar que tú envenenaste a Harume y apuñalaste al vendedor de drogas del muelle de Daikon? Y contigo no hay manera de protegerse. ¡Has caído en la trampa!
El daimio sacudió la cabeza, aturdido.
– ¿Qué vendedor? ¿Cómo puedes atribuirle tan maliciosas intenciones a esta dulce y joven dama? Suéltala de inmediato. -Se inclinó hacia ellas y tiró de los dedos de su esposa-. ¿Por qué íbamos a necesitar protección? Yo no cometí todos esos horrores. Nunca he matado a nadie.
– No -dijo la dama Miyagi con voz llena de queda amenaza-. Tú, no.
De repente la verdad golpeó a Reiko como un puñetazo en el estómago. Las coartadas desbaratadas no incriminaban tan sólo al caballero Miyagi. La intención de su mujer había sido protegerse también ella.
– Vos sois la asesina -exclamó Reiko.
La dama Miyagi rió con sorna, un grave gruñido en las profundidades de su garganta.
– Si os ha hecho falta tanto tiempo para imaginároslo, es que no sois tan lista como os creéis.
– ¡Prima! -Cuando el caballero Miyagi cobró conciencia de la situación, cayó de rodillas. Su cara pareció desmoronarse: la carne blanda se hundía en torno a los agujeros de su boca abierta y a sus horrorizados ojos-. ¿Tú mataste a Harume? Pero ¿por qué?
– No importa -dijo con aspereza la dama Miyagi-. Harume ya no tiene importancia. Ahora el problema es ésta. Sabe demasiado. -Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa dedicada a Reiko-. ¿Sabéis?, en realidad estoy bastante contenta de que seáis una espía. Ahora siento que lo que he planeado todo este tiempo está todavía más justificado.
– ¿Qué… qué es? -Todavía aturdida por su descubrimiento, Reiko se encogió ante la hostilidad que goteaba de la voz de la dama Miyagi.
– No os he dejado venir para que pudierais robarme el afecto de mi marido. No, os he traído aquí porque vi la ocasión perfecta para que salgáis de nuestra vida para siempre. Igual que hice con sus dos concubinas.
El caballero Miyagi se quedó boquiabierto.
– ¿Copo de nieve? ¿Gorrión? ¿Qué les has hecho?
– Están muertas. -La dama Miyagi asintió con petulante satisfacción-. Las até y las degollé.
A Reiko la asaltó el horror como un torrente enfermizo. Al ver la furia maníaca en los ojos de su anfitriona, lamentó haber derrochado su miedo en la persona equivocada. El daimio era inocente e inofensivo. El peligro real residía en la mujer a la que Reiko había descartado como mera sombra insignificante. Ahora anhelaba empuñar el cuchillo que llevaba atado a su brazo izquierdo, pero la dama Miyagi mantenía inmovilizada su mano derecha. No podía llegar al arma escondida.
– Pero ¿por qué, prima, por qué? -dijo el caballero Miyagi. Blanco de asombro, contemplaba a su esposa-. ¿Cómo pudiste matar a mis chicas? Nunca hicieron nada para ofenderte. No será… ¿No será que estás celosa? -Su voz se alzó con la incredulidad-. No eran más que diversiones inofensivas, como el resto de mis mujeres.
– A mí no me engañaron -espetó la dama Miyagi-. Podrían haberte apartado de mí y echarlo todo a perder. Pero me he librado de ellas. Y ahora voy a asegurarme de que ésta tampoco se interponga entre nosotros.
La urgencia de su demente resolución debía de haberse acumulado con rapidez en el interior de la dama Miyagi desde la muerte de Harume, conduciéndola a matar una y otra vez. El súbito pánico dotó de fuerza al cuerpo de Reiko. ¡Esa mujer pretendía asesinarla también a ella! Se liberó de sus garras, se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia la entrada del pabellón. Pero la dama Miyagi la cogió del extremo de su faja y la volteó con un tirón. Agarró a Reiko por el tobillo. Esta perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la mesa. La comida y la vajilla salieron disparadas. Mientras el golpe le inundaba la espalda de dolor, la dama Miyagi se le puso encima de un salto.
– Copo de Nieve, Gorrión -gemía el daimio, acurrucado en un rincón-. No, no… Prima, has perdido la cabeza. Detente, por favor. ¡Detente!
Reiko trató de quitarse de encima a la esposa del daimio, pero tenía los brazos atrapados en los voluminosos pliegues de su quimono y las piernas inmovilizadas entre las de ella. No llegaba a la daga. Se agitó con impotencia mientras su adversaria intentaba cerrar las manos alrededor de su garganta. Estrelló con fuerza su frente contra la cara de la dama Miyagi y sintió el choque violento del hueso contra el hueso. Por un instante, lo vio todo negro. La dama Miyagi aulló y se retiró. Reiko se enderezó, pero la esposa del daimio se recuperó antes de que pudiera aferrar el cuchillo. Chorreando sangre por la boca, con los incisivos rotos a la altura de las encías, arremetió contra Reiko con ojos enloquecidos. Se estrellaron juntas contra la celosía y la redujeron a astillas. Una ráfaga de aire frío entró en el pabellón.
– Prima, detente -imploró el caballero Miyagi.
Con gran desilusión, Reiko se dio cuenta de que ella, que creía en el poder de las mujeres, había infravalorado a la esposa del daimio. El ansia de la dama Miyagi por proteger a su marido era equivalente a la determinación de Reiko de compartir el trabajo de su esposo. Sano la había considerado una mera esclava de su marido y no una auténtica sospechosa; como una boba insensata, Reiko había seguido su ejemplo. Había subestimado a la dama Miyagi por vieja y débil, incapaz de violencia o asesinato. En ese momento, Reiko deploraba su estupidez. Había atribuido correctamente la culpa de los asesinatos a la casa de los Miyagi, pero había fallado al identificar al responsable real. Había tomado la manía homicida de la dama Miyagi por excitación sexual, pasando por alto las pruebas aportadas por su comportamiento. Incluso el poema, una confesión escalofriante y oblicua, se le había escapado. Las costumbres sociales la habían cegado tanto como a Sano.
– ¡Socorro! -gritó Reiko. En ese momento, recibiría de buen grado la protección de un hombre-. ¡Detective Fujisawa, detective Ota, socorro!
La dama Miyagi rió entre jadeos mientras arañaba y daba patadas y puñetazos. Le tiró a Reiko del pelo, y agujas y peinetas saltaron por los aires.
– Gritad todo lo que queráis. No vendrán.
Sujetó la barbilla de Reiko con una mano y la hizo retroceder a la fuerza. Reiko pugnó por liberarse, pero la dama Miyagi poseía la fuerza sobrenatural de la locura. La mantuvo pegada al suelo con las rodillas. Se sacó una daga de debajo de la ropa y acercó el filo a la cara de Reiko, tocándole los labios.
Reiko se puso rígida de inmediato y dejó de forcejear. Fascinada por la hoja de acero afilado, era incapaz de respirar. Se imaginó a las dos concubinas, sacrificadas como animales, y sintió que su espíritu entero retrocedía del filo capaz de derramar su sangre. El único momento en que había afrontado un peligro semejante fue durante la remota batalla a espada en Nihonbashi. En aquel momento se había sentido invencible: era tan joven, tan insensata. La asaltó la terrible conciencia de su propia mortalidad. Anhelando la presencia de Sano, lamentó con amargura el error de estar a solas con una asesina. Pero Sano estaba lejos, en Edo; el arrepentimiento no iba a salvarla.
Se obligó a mirar más allá de la daga de la dama Miyagi, que estaba de rodillas sobre ella, con la cara tan cerca de la suya que Reiko distinguía los bordes mellados de sus dientes rotos y las venas rojas que inyectaban en sangre sus ojos cargados de odio.
– Por favor, no me hagáis daño. -A pesar de sus esfuerzos por sonar valiente, la voz de Reiko brotó en un susurro lloroso-. No le diré a nadie lo que hicisteis, lo prometo.
El caballero Miyagi lloraba.
– ¿Ves?, quiere cooperar. Suéltala. Podemos irnos todos a casa y olvidarnos de lo sucedido.
– No creas sus mentiras, queridísimo primo. -La ternura suavizó por un momento la voz de la dama Miyagi al dirigirse a su marido-. Confía en mí, que yo me encargo de todo, como siempre.
Indinó el cuchillo hacia abajo, hasta tenerlo sobre la garganta de Reiko.
– Por favor, suéltala. Tengo miedo -gimió el daimio. O bien su fascinación por la muerte había sido una pose, o no había presenciado nunca el espectáculo de la violencia real-. No quiero problemas.
– Le he dicho a mi marido adónde iba -dijo Reiko, desesperada por echar mano de su arma inaccesible-. Tal vez os libréis de haber matado a Harume y a Choyei, pero conmigo no os resultará tan fácil.
La dama Miyagi soltó una carcajada.
– Ah, pero si no pienso mataros, dama Sano. -Se apartó a un lado de Reiko sin retirar el cuchillo-. Vos lo haréis por mí.
Se enrolló un grueso mechón del pelo de Reiko en la mano libre y se puso en pie. Reiko sintió el tirón hacia arriba y gritó por el dolor que se extendía por todo su cuero cabelludo. Se puso de pie, tambaleándose. La dama Miyagi la tenía bien sujeta; el cuchillo le raspaba la garganta.
– Estabais tan fascinada por la luna -dijo la esposa del daimio-, que decidisteis dar un paseo por el precipicio. Jadeando, obligó a Reiko a avanzar por encima de la comida y los poemas, por delante del encogido caballero Miyagi-. Tropezasteis y caísteis a vuestra muerte.
– ¡No! -Un nuevo horror debilitó a Reiko-. Mi marido nunca se lo creerá.
– Oh, sí que se lo creerá. -La voz de la dama Miyagi reflejaba una implacable determinación. Empujó a Reiko por los escalones del pabellón y salieron a la inmensa noche batida por el viento-. Es una tragedia, pero estas cosas pasan. ¡Moveos!