Tres días después de la muerte del caballero y la dama Miyagi, un capitán de la guardia escoltó al chambelán Yanagisawa a la cámara de audiencias privadas del sogún. Una bandera con los caracteres de confidencialidad impresos decoraba la entrada e indicaba que se estaba celebrando una reunión de naturaleza extremadamente secreta. En las puertas estaban apostados varios guardias, dispuestos a repeler a cualquier intruso.
– Os ruego que entréis, honorable chambelán -dijo su escolta-. Su excelencia os espera.
En algún lugar de la ciudad, por debajo del castillo de Edo, retumbaba un tambor funerario. Cuando los guardias abrieron la puerta, Yanagisawa tragó el sabor metálico del miedo. Su destino iba a decidirse allí y en ese momento.
En el interior de la cámara, Tokugawa Tsunayoshi estaba de rodillas sobre la tarima. En el suelo, a su izquierda, estaban la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko, codo con codo. La madre del sogún le lanzó una mirada furibunda y después volvió la cabeza con un bufido. Ryuko le dedicó una expresión de petulancia triunfal antes de bajar respetuosamente los ojos. Frente a ellos, en el lugar de honor, a la derecha del sogún, estaba el sosakan Sano, con expresión cuidadosamente neutra.
En Yanagisawa estalló un volcán de odio y celos. Ver al enemigo en su lugar habitual parecía la realización de su peor pesadilla: que Sano lo había sustituido como favorito de su señor. Yanagisawa quería clamar contra el ultraje, pero una descarnada manifestación de genio resultaría perjudicial para sus intereses. Su futuro dependía de su destreza para manejar la situación. Necesitaba permanecer absolutamente tranquilo. Se arrodilló frente a la tarima y le hizo una reverencia al sogún.
– Buenos días, Yanagisawa-san -dijo Tokugawa Tsunayoshi. Su voz no delataba la afectación habitual, y no sonrió-. Es una desgracia que esta reunión deba interferir en tus, ah, labores administrativas.
– Al contrario; es un honor ser convocado a vuestra presencia en cualquier momento. -Aunque la gélida bienvenida lo llenaba de pavor, Yanagisawa hablaba como si no tuviera idea de que aquella reunión se celebraba porque su plan contra Sano había salido mal y ahora se exponía a que lo acusaran de traición-. Mis servicios están a vuestras órdenes.
– Te he convocado aquí para resolver ciertas, ah, graves cuestiones planteadas por el sosakan Sano y mi honorable madre -dijo el sogún, jugueteando nervioso con su abanico.
El corazón del chambelán Yanagisawa dio un vuelco, como una bestia salvaje que tratara de escapar de la jaula de su cuerpo. Aunque había imaginado aquella escena un sinnúmero de veces desde que Ryuko acudiera a su despacho, la realidad seguía siendo terrorífica. Tenía que sobreponerse a su miedo y concentrarse en reparar los daños que él mismo había ocasionado.
– Desde luego, cooperaré en todo lo que esté en mi mano, excelencia. -Yanagisawa hizo que su expresión reflejara asombro y una lúgubre ansiedad por complacer, e insertó la nota justa de inocencia en su voz-. ¿Cuál es el problema?
– Al parecer has tratado de, ah, implicar a mi amada madre en el asesinato de la dama Harume y arruinar a mi querido y leal sosakan obligándolo a acusarla. Esto no es sólo una traición de la, ah, más elevada magnitud, sino también una afrenta personal. -La voz de Tokugawa Tsunayoshi era tensa y aguda; en sus ojos brillaban las lágrimas. La dama Keisho-in murmuraba furiosa mientras le daba a su hijo palmaditas en la mano. Ryuko miraba a Yanagisawa con la mínima expresión de una sonrisa, y Sano los observaba a todos con mucha atención-. Durante quince años te he dado todo lo que deseabas: tierras, dinero, poder. Y recompensas mi, ah, generosidad atacando a mi familia y a mi amigo. ¡Es un ultraje!
– Lo sería si fuera cierto -replicó el chambelán Yanagisawa-, pero puedo aseguraros que no lo es en absoluto. -Tenía las axilas empapadas en sudor y las manos convertidas en hielo, pero sabía con exactitud lo que tenía que hacer. Dejó que a su cara asomaran el asombro y el dolor, pero con cuidado de no resultar histriónico-. Excelencia, ¿qué puede haberos conducido a creer que cometí tan abyectos actos?
– Ah… -El sogún tragó saliva y parpadeó. Superado por la emoción, hizo un débil gesto hacia Sano.
– Ordenasteis a Shichisaburo que colocase una carta escrita por la dama Keisho-in entre las posesiones de Harume para que yo la encontrara -dijo Sano.
El tono cauteloso del sosakan-sama evidenciaba su certeza de que la batalla todavía no había terminado, a pesar de la sonrisa satisfecha de Keisho-in y la velada petulancia de Ryuko. Mientras Sano explicaba cómo se había descubierto el ardid, Yanagisawa sacudía la cabeza con apabullamiento, y después dejó que una ira fingida le endureciera las facciones.
– Shichisaburo actuó sin que yo se lo ordenara o lo supiera -dijo.
– ¡Increíble! -exclamó la dama Keisho-in.
Ryuko entrecerró los ojos. Sano frunció el entrecejo.
– ¿En serio? -El sogún alzó la voz con esperanza-. ¿Quieres decir que todo es culpa del chico, y que tú no tuviste nada que ver con el, ah, complot contra mi madre y el sosakan-sama?
El chambelán Yanagisawa sentía que el peso de la victoria oscilaba en su dirección. Tokugawa Tsunayoshi aún sentía afecto por él, y tenía tantos deseos de reconciliación como de justicia.
– Eso es exactamente lo que quiero decir.
El sogún sonrió aliviado.
– Parece que te he juzgado mal, Yanagisawa-san. Mil disculpas.
Así entraban en acción los dos propósitos del plan de Yanagisawa. Shichisaburo cargaría con las culpas del complot frustrado, y el curso natural de los acontecimientos pondría fin a su relación. Ya no iba a despertar más ansias peligrosas en Yanagisawa, ni a socavar su entendimiento y su fuerza. Hizo una reverencia, con la que aceptaba humildemente las disculpas del sogún, y se preparó para el siguiente asalto.
Tal y como había esperado, Sano dijo:
– Sugiero que se permita a Shichisaburo que cuente su versión de la historia.
– Ah, muy bien -dijo el sogún con indulgencia.
Al momento, Shichisaburo estaba de rodillas frente al estrado al lado de Yanagisawa. Su cara era la viva imagen de la consternación. Dirigió la vista al chambelán en busca de ánimos, pero éste se negó a mirar a su amante a los ojos. No veía el momento de verse libre de tan despreciable criatura.
– Shichisaburo, quiero que nos digas la verdad -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Robaste, por iniciativa propia, sin, ah, instrucciones de nadie más, una carta escrita por mi madre para esconderla en la habitación de la dama Harume?
Por supuesto que el chico desembucharía la historia entera, el chambelán Yanagisawa lo sabía. Pero era la palabra de un modesto actor contra la suya, y le resultaría fácil hacer que Shichisaburo pasara por mentiroso.
– Sí, excelencia, lo hice -respondió el joven actor. Yanagisawa lo miró, boquiabierto. La dama Keisho-in y Ryuko murmuraron excitados; el sogún asintió.
– Excelencia -dijo Sano-, creo que la presente compañía está intimidando a Shichisaburo. Nos resultará más fácil obtener la verdad si hablamos con él a solas vos y yo.
– ¡No! -El grito de Shichisaburo resonó por la sala. Después bajó la voz-. Estoy bien. Y estoy… estoy diciendo la verdad.
La confusión había dejado sin habla al chambelán Yanagisawa. ¿Estaba loco el actor, o es que simplemente era estúpido?
– ¿Te das cuenta de que estás admitiendo que, ah, trataste de incriminar a mi madre en un asesinato? -le preguntó el sogún a Shichisaburo-. ¿Entiendes que eso es traición?
Presa de visibles temblores, el chico susurró:
– Sí, excelencia. Soy un traidor.
Tokugawa Tsunayoshi suspiró.
– Entonces debo condenarte a muerte.
Cuando los guardias encadenaron de pies y manos a Shichisaburo para llevarlo ante el verdugo, Tokugawa Tsunayoshi apartó la vista de tan desagradable espectáculo. La dama Keisho-in rompió a llorar. Con una mirada fulminante a Yanagisawa, Ryuko la consolaba. La cara de Sano reflejaba desánimo y resignación. El chambelán Yanagisawa esperaba que el actor implorase por su vida, que incriminase a su señor en un intento de salvarse, que protestara por su traición. Pero Shichisaburo aceptaba pasivamente su suerte. Cuando los soldados se lo llevaban hacia la puerta, se volvió hacia Yanagisawa.
– Haría cualquier cosa por vos. -Aunque su tez estaba blanca como el hielo, en sus ojos oscuros ardía el amor; hablaba con júbilo y reverencia-. Ahora tendré el privilegio de morir por vos.
Luego desapareció. La puerta se cerró tras él con un portazo.
– Bueno -dijo Tokugawa Tsunayoshi-, me alegro de haber arreglado este, ah, malentendido y de que hayamos resuelto este asunto tan desagradable. Sosakan-sama, haz un hueco. Ven a sentarte conmigo, Yanagisawa-san.
Pero el chambelán, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, seguía con la vista puesta donde antes estuviera Shichisaburo. Por él, el actor había aceptado de buen grado el sacrificio definitivo. En lugar de alivio, el chambelán experimentaba una agónica arremetida de consternación, arrepentimiento y horror. Se daba cuenta de que acababa de destruir a la única persona en el mundo a la que de verdad importaba. Demasiado tarde, percibió el valor del amor de Shichisaburo, y el vacío desolado que dejaba atrás.
«¡Vuelve!», quería gritar.
Mas, aunque sopesó la idea de admitir que había sido él, y no el actor, el instigador del complot, sabía que no iba a hacerlo. El egoísmo prevalecía sobre su capacidad para hacer lo correcto… y para el amor. En ese momento vio el atroz defecto de su carácter. Era tan despreciable como aseguraban sus padres. A ciencia cierta, ése era el motivo por el que lo habían privado de afecto.
– ¿Yanagisawa-san? -La voz de fastidio del sogún penetró en su sufrimiento-. Te he dicho que vengas aquí.
Yanagisawa obedeció. El abismo ululante de su interior le erosionaba el alma y se hacía cada vez más profundo y oscuro; nunca se llenaría. Ante él se extendía una vida poblada de esclavos y sicofantes, aliados y enemigos políticos, superiores y rivales. Pero no había nadie que fuera a nutrir su corazón famélico o sanar las heridas de su espíritu. Incapaz de querer y de ser querido, estaba condenado.
– Pareces enfermo -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Sucede algo?
Sentados frente a Yanagisawa, en un trío hostil, estaban el sosakan Sano, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko. Tenía claro que sabían la verdad sobre Shichisaburo y su papel en la trama. No pretendían dejarle que se saliera con la suya después de haberlos atacado. La batalla había terminado, pero la guerra seguía… con sus rivales unidos contra él.
– Todo va bien -dijo el chambelán Yanagisawa.
Hirata atravesaba el jardín del castillo de Edo, donde había conminado a la dama Ichiteru a encontrarse con él. Un manto de nubes opacas cubría el cielo, y el sol era un difuso resplandor blanco sobre los tejados de palacio. En lo alto graznaban los cuervos. La escarcha había ajado los macizos de hierbas, aunque sus intensos aromas pervivían. Los jardineros barrían los senderos; en una alargada cabaña, el farmacéutico del castillo y sus ayudantes preparaban remedios. Las camareras de la dama Ichiteru esperaban en la puerta. Aquella vez Hirata había preparado a conciencia las circunstancias para impedir la seducción, a la vez que había logrado la suficiente intimidad para la que pretendía que fuera su última conversación.
Encontró a Ichiteru sola junto a un estanque donde el loto florecía en verano. De espaldas a él, contemplaba la enmarañada mata de follaje. Llevaba una capa gris; un velo negro cubría su pelo. Por el modo en que envaró su espalda, Hirata sabía que estaba al tanto de su presencia, pero no se volvió. Mejor: podría decir lo que pensaba sin caer en sus redes.
– Fuisteis vos quien administró a la dama Harume el veneno que la hizo enfermar el verano pasado, ¿no es así? -dijo Hirata-. Era a vos a quien temía y de quien rogó a su padre que la rescatara.
– ¿Y qué más da si fui yo? -La voz ronca de Ichiteru reflejaba indiferencia-. No tenéis pruebas.
Estaba en lo cierto. Hirata se había pasado los tres últimos días investigando el incidente, y había eliminado como sospechosos a los demás residentes del palacio. Sabía que Ichiteru era culpable, pero no podía demostrarlo, y dado que estaba claro que no pensaba confesar, no había nada que hacer. Ichiteru había salido indemne de su intento de asesinato, a la vez que lo había dejado en ridículo. La furiosa humillación lo reconcomía.
– Yo sé que lo hicisteis -dijo-. Puesto que no matasteis a Harume, es la única explicación para el modo en que me tratasteis. Teníais miedo de que el sosakan-sama descubriera que erais responsable de un envenenamiento anterior, y queríais que acusaran a Keisho-in por el asesinato de Harume. De modo que me utilizasteis.
»Estoy seguro de que estáis muy satisfecha de cómo han salido las cosas -prosiguió Hirata, que hervía de cólera-. Pero, escuchad, yo sé lo que sois: una asesina en espíritu, si no de hecho. Y os lo advierto: causad problemas una vez más, e iré a por vos. Entonces tendréis el castigo que os merecéis.
– ¿Castigo? -La dama Ichiteru se rió con desdén-. ¿Qué podéis hacerme vos que sea peor que el futuro que tengo por delante?
Se volvió; se le resbaló el velo. Hirata dio un respingo de asombro. Ichiteru no llevaba maquillaje. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar, y los labios pálidos y abotargados. Su piel desnuda parecía moteada y cetrina, y llevaba el pelo en un enmarañado nudo desprovisto de ornamentos. Hirata apenas reconocía en aquella ruina humana a la mujer que lo había cautivado.
– ¿Qué os ha pasado? -preguntó.
– Mañana llegan quince nuevas concubinas al Interior Grande. Me acaban de informar de que seré una de las mujeres destituidas para dejarles el sitio, ¡tres meses antes de la fecha oficial de mi retiro! -exclamó con voz temblorosa por la ira-. He perdido mi oportunidad de darle un heredero al sogún y convertirme en su consorte. Tendré que volver a Kioto sin nada que mostrar a cambio de trece años de degradaciones y dolor. Pasaré el resto de mi vida como solterona en la pobreza, un símbolo despreciado del fracaso de las esperanzas de la familia imperial de recobrar la gloria.
»Me disculpo por lo que os hice, pero lo superaréis -le dijo a Hirata con sorna-. ¡Y cuando penséis en mí, reíd si lo deseáis!
La necesidad de venganza de Hirata se disolvió. Su atracción por Ichiteru se había desvanecido con el boato de la moda y los modales; su amargura lo repetía. Por fin era capaz de perdonar e incluso compadecer a Ichiteru. En su destino residía en efecto su castigo. Sus propias preocupaciones parecían triviales en comparación.
– Lo siento -dijo. Le habría deseado suerte u ofrecido educadas palabras de ánimo, pero la dama Ichiteru le dio la espalda.
– Dejadme.
– Adiós, pues -dijo Hirata.
De vuelta por el jardín, se sentía unos años más viejo que cuando había empezado la investigación. La experiencia había fomentado su sabiduría. Nunca más permitiría que un sospechoso de asesinato lo manipulara. Pero la desaparición de las intensas emociones que le inspirara la dama Ichiteru dejaba un hueco en su espíritu. Debería ocuparse de otros casos antes del banquete de bodas de Sano, programado para aquella tarde, pero estaba demasiado inquieto para trabajar. Lleno de vagos anhelos, se internó en el bosque de caza, con la esperanza de que un paseo solitario le aclarase la mente.
No bien había arrancado por un sendero, cuando oyó una voz vacilante detrás de él.
– Hola, Hirata-san.
Se volvió y vio que se le acercaba Midori.
– Hola -dijo.
– Me he tomado la libertad de seguiros desde el jardín porque pensaba… esperaba que tal vez os apeteciera algo de compañía. -Midori se ruborizó y jugueteó con un mechón de su cabello-. Me iré si no os apetece.
– No, no. Agradeceré vuestra compañía -dijo Hirata, que de verdad lo sentía.
Deambularon entre los abedules que derramaban sobre ellos sus hojas doradas. Por primera vez desde que se conocieran, Hirata la miró de verdad. Vio la belleza de su mirada clara y directa, su comportamiento bondadoso. Podía entender su encaprichamiento con la dama Ichiteru como una enfermedad que lo había cegado a las cosas buenas, Midori incluida. Al pensar en las agradables conversaciones que había sostenido con ella, se acordó de algo.
– Sabíais que Ichiteru trató de matar a Harume el verano pasado, ¿verdad? E intentasteis avisarme de que planeaba utilizarme para asegurarse de que no la arrestaran por el asesinato.
Midori escondió la cara tras la brillante cortina de su pelo y bajó la vista al suelo.
– No estaba segura, pero lo sospechaba… Y no quería que os hiciese daño.
– Entonces ¿por qué no me lo dijisteis? Sé que no debía pareceros muy dispuesto a escucharlo, pero podrías habérmelo dicho, o escribirlo en una carta, o contárselo al sosakan-sama.
– Tenía demasiado miedo -dijo Midori, contrita-. La admirabais tanto… Pensé que si os decía algo malo sobre ella me tomaríais por una mentirosa. Me habríais odiado.
A Hirata lo dejaba atónito que una chica de alta cuna no sólo se preocupara por él, sino que también quisiera que la tuviera en buena consideración. En ese momento descubrió que él le había gustado todo el tiempo. No le importaban sus orígenes humildes. El honesto aprecio de Midori lo elevaba por encima de la prisión de su inseguridad. Ya no importaba que careciera de un linaje noble o de cultivada elegancia. Los logros de su vida -las auténticas manifestaciones del honor- eran suficientes. De repente, Hirata quería reírse de júbilo. ¡Qué extraño que su experiencia más humillante le hubiese aportado también el don de la revelación!
Tocó a Midori en el hombro y la hizo volverse de cara a él.
– Ya no admiro a la dama Ichiteru -le dijo-. Y sería incapaz de odiaros.
Midori lo contempló con ojos abiertos y solemnes, llenos de una incipiente esperanza. Una sonrisa temblaba en sus labios; sus hoyuelos hicieron una tímida aparición, como el sol reflejado en unas perlas debajo del agua. Hirata sintió una alegría desbordante al ver la posible respuesta a sus anhelos.
– ¿Qué haréis ahora que Ichiteru se marcha? -preguntó.
– Oh, seré la dama de compañía de alguna otra concubina -dijo Midori-. Se supone que debo quedarme en el castillo de Edo hasta que me case.
O a lo mejor incluso después, pensó Hirata, si él seguía destinado allí y sus fortunas coincidían. Pero aquello era ir demasiado deprisa. Por lo pronto, se contentaba con saber que estarían los dos en el castillo lo bastante para que el tiempo decidiera.
– Bueno -dijo con una sonrisa-, me alegro de oírlo.
Midori le dedicó una sonrisa radiante. Con las mangas juntas, siguieron andando por el camino.
– Tengo el placer de inaugurar la celebración del matrimonio del sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko -anunció Noguchi Motoori.
El mediador y su esposa estaban de rodillas en la tarima de la sala de recepciones de la mansión de Sano. Entre ellos, Sano y Reiko, ataviados con formales quimonos de seda, se sentaban bajo un enorme parasol de papel, símbolo de los amantes. Se habían retirado los tabiques para que la sala ampliada diera cabida a los trescientos invitados del banquete: amigos y parientes, los colegas de Sano, los superiores, los subordinados y los representantes de prominentes clanes daimio. Del techo pendían farolillos encendidos; el ambiente vibraba con los aromas del perfume, el humo del tabaco, el incienso y la comida.
– Como la lluvia tras la sequía, estas festividades llegan con mucho retraso y son por lo tanto mucho más bienvenidas -dijo Noguchi-. Ahora os invito a que os unáis a mí al felicitar a la pareja nupcial y desearles una larga y feliz vida en común.
Los músicos tocaron una alegre melodía de samisén, flauta y tambor. Los criados repartieron botellas de sake y tazas y ofrecieron bandejas cargadas de manjares. Los invitados gritaron: «Kanpai!» Con el corazón rebosante de gozo, Sano intercambió una sonrisa con Reiko.
La investigación había acabado, si bien no del todo como él habría deseado. Las muertes violentas del caballero y la dama Miyagi todavía lo perturbaban. El teniente Kushida había sido trasladado a un puesto en la provincia de Kaga, donde tal vez podría recobrarse de su obsesión y comenzar una nueva vida. Además, Sano sentía que tendría que haber intuido que el chambelán Yanagisawa sacrificaría a Shichisaburo, y salvar de algún modo al actor.
Sin embargo, más adelante habría tiempo de sobra para revisar el caso y aplicar la experiencia para obtener mejores resultados en el futuro. Una relativa armonía había regresado al castillo de Edo. Esa noche ofrecía un alegre descanso de los quebraderos de cabeza del pasado. ¡Cuánto más significativa era aquella ceremonia que la que habría tenido de haberse celebrado justo después de la boda! A Sano le parecía un tributo adecuado al vínculo forjado entre él y su esposa durante la investigación. Ocultos por sus extensas mangas, juntaron las manos.
El magistrado Ueda se puso en pie y pronunció el primer discurso:
– El matrimonio se parece a la unión de dos ríos: dos familias, dos espíritus que se unen. Aunque a menudo se producen turbulencias cuando las aguas se mezclan, pueden seguir fluyendo en la misma dirección, dos fuerzas unidas en beneficio mutuo. -Con una radiante sonrisa para Reiko y Sano, el magistrado alzó su taza de sake-. Brindo por el entroncamiento de nuestros dos clanes.
Los invitados prorrumpieron en vítores y bebieron. Las doncellas sirvieron licor para los novios. El siguiente en hablar fue Hirata:
– A lo largo de los dieciocho meses que he servido al sosakan-sama, he hallado en él a un samurái y señor ejemplar. Ahora me alegro de que tenga una esposa de parejo honor, valor y buen carácter. Juro servirles mientras viva.
Más vítores; otra ronda de bebida. Entonces entró un funcionario en la sala y anunció:
– Su excelencia el sogún y su madre, la honorable dama Keisho-in.
Entró Tokugawa Tsunayoshi, espléndido con sus ropajes brillantes y alto tocado negro. Keisho-in renqueaba a su lado, con una sonrisa en los labios. Todos hicieron profundas reverencias, pero el sogún les indicó que se levantaran.
– Relajaos, esta noche somos todos, ah, camaradas.
Absteniéndose de formalidades, él y Keisho-in tomaron asiento ante la tarima. Se volvió hacia Sano.
– Mi madre desea hacerte un regalo de bodas especial.
Con gran esfuerzo, cuatro sacerdotes introdujeron por la puerta un enorme altar budista. Mientras el sacerdote Ryuko les daba indicaciones para que lo colocaran en una esquina, los presentes lo miraban sobrecogidos. Estridentes grabados de dragones, deidades y paisajes adornaban las puertas de teca del butsudan, que llegaba hasta el techo. Había columnas con incrustaciones de madreperla y un techo dorado en pagoda. Era una obra maestra de la fealdad.
– ¿Dónde vamos a ponerlo? -susurró Reiko.
– En un lugar destacado -le respondió Sano en voz baja.
El regalo sellaba su alianza con la dama Keisho-in. Con su apoyo esperaba convencer al sogún de que promulgara reformas que redujeran la corrupción del gobierno y favorecieran el bienestar de los ciudadanos. Y se necesitaban el uno al otro para contrarrestar la influencia del chambelán Yanagisawa, clamorosamente ausente del banquete. Tras el fracaso de su estratagema, Yanagisawa estaría más ansioso que nunca por arruinarlos.
– Es el butsudan más glorioso que he visto en mi vida -declaró-. Muchas gracias, honorable dama.
Keisho-in soltó una risilla. Los presentes murmuraron educadas alabanzas, y el sacerdote Ryuko lideró a sus hermanos en un cántico de bendición. Sano estudió con interés al bello sacerdote: Ryuko era también un valioso aliado. En el espacio de una sola investigación, había erigido una sólida base de poder desde la que profundizar en su búsqueda de la verdad y la justicia.
Siguieron más discursos, con abundancia de comida, bebida, música y alborozo. Los invitados se acercaban a la tarima para expresar sus mejores deseos a los recién casados. Durante un respiro, Sano se volvió hacia Reiko.
– ¿Contenta? -preguntó. Reiko sonrió.
– Mucho.
– Yo también.
Realmente era el día más feliz de la vida de Sano. Por supuesto, sabía que tanta alegría no podía durar. Vendrían más investigaciones peligrosas; la continua lucha por mantener su posición en el campo de batalla política que era el régimen Tokugawa; las crisis importantes y menores de la vida. Pero, por el momento, Sano disfrutaba de la serenidad. Con tan buenos amigos y aliados, el éxito del futuro parecía garantizado. Y justamente a su lado tenía la fuente de su nuevo optimismo.
– Hagamos una promesa -dijo-. Pase lo que pase, siempre seremos amantes.
Reiko le apretó la mano; sus ojos centelleaban con picardía.
– Y compañeros -añadió.