6

Cuando Sano llegó a su residencia tras la larga y agotadora cabalgata desde la prisión de Edo, Hirata salió a la puerta a su encuentro.

– La madre del sogún ha accedido a hablar con nosotros antes de sus oraciones de la noche. Y la otoshiyori, la funcionaria mayor de palacio, responderá a nuestras preguntas, pero pronto tendrá que hacer su ronda nocturna de inspección por el Interior Grande.

Sano dirigió una mirada anhelante hacia su mansión, que albergaba la promesa de comida, un baño caliente y la compañía de su nueva esposa. ¿Con qué pasatiempos tranquilos y femeninos habría ocupado el tiempo desde su boda? Sano se la imaginaba bordando, escribiendo poesía o quizá tocando el samisén, un remanso de calma entre las muertes violentas y las intrigas palaciegas. Ansiaba adentrarse en él, conocer a Reiko por fin. Pero la noche descendía con rapidez sobre el castillo, y Sano no podía hacer esperar a la dama Keisho-in ni a su otoshiyori, ni retrasarse en informar al sogún de que no había epidemia porque a la dama Harume la habían asesinado.

Dejó su caballo al cuidado de los guardias y le dijo a Hirata:

– Será mejor que nos demos prisa.

Remontaron la colina por pasajes de paredes de piedra, dejando atrás patrullas de guardias con antorchas encendidas. Acostumbrados a ser cautelosos, no hablaron hasta haber superado el último puesto de control y estar cerca de palacio, cuyo tejado de muchos aleros lucía a la luz de la luna. En sus muros llameaban las antorchas, y había centinelas a las puertas. El jardín estaba desierto bajo la luz plateada. Allí, entre senderos de grava y árboles umbríos, Sano le contó a Hirata los resultados de la prueba del doctor Ito.

– Los habitantes y el personal del Interior Grande son sospechosos de asesinato -dijo Sano-. ¿Han revelado algo tus indagaciones?

– Hablé con los guardias y su comandante -explicó Hirata-, y también con el administrador jefe del Interior Grande. La versión oficial es que la muerte de Harume es una tragedia, que todos lamentan. Nadie dice otra cosa.

– ¿Se ha aceptado esa versión porque es la verdad o simplemente porque sirve para protegerse? -caviló Sano. Si demostraban que se trataba de un asesinato, Hirata y él podrían investigar más allá de las versiones oficiales. Las mujeres eran las personas más cercanas a Harume, con el acceso más fácil a su habitación y al frasco de tinta. Necesitaban la cooperación de la dama Keisho-in y la otoshiyori antes de entrevistar a las concubinas y a las sirvientas.

Los dejaron entrar en palacio, y recorrieron oficinas oscuras y silenciosas hasta los aposentos del sogún. Los guardias allí apostados les anunciaron:

– Su excelencia se ha retirado. Ha dado orden de que le informéis a primera hora de la mañana.

– Decidle que no hay epidemia, por favor -dijo Sano, para que Tokugawa Tsunayoshi no tuviera que preocuparse más de la enfermedad.

Después Hirata y él se adentraron en el laberinto del palacio. A medida que se acercaban al Interior Grande, un murmullo agudo fue invadiendo la quietud. Cuando los guardias abrieron las puertas que daban a las dependencias de las mujeres, el murmullo estalló en un alboroto de estridentes voces femeninas que parloteaban al compás de portazos, correteos, chapotear de agua y movimiento de vajilla.

– Por todos los dioses -dijo Hirata, tapándose los oídos. Sano se estremeció ante el estruendo.

En las horas posteriores a su primera visita, el Interior Grande había recobrado la que debía de ser su condición habitual. De camino hacia la estancia privada de la dama Keisho-in, pasaron por salas atestadas de bellas concubinas, ataviadas con chillonas vestimentas, que cenaban de una bandeja, se acicalaban delante de los espejos o jugaban a las cartas mientras discutían entre ellas y daban órdenes a sus sirvientas. Sano vio mujeres desnudas que se enjabonaban o aclaraban en altas bañeras de madera, y masajistas ciegos inclinados sobre espaldas descubiertas. Todas las mujeres le devolvían la mirada con una pasividad curiosa que reflejaba una aceptación estoica de su papel. A Sano le recordaban a las cortesanas de Yoshiwara: la única diferencia parecía consistir en que aquellas mujeres existían para el placer público mientras que éstas, sólo para el del sogún. Cuando atravesaban una sala, la conversación y la actividad cesaban por un instante antes de volver a la carga con estruendo inalterado. Una funcionaria de ropaje gris patrullaba los pasillos junto a un guardia. En aquella prisión femenina la vida seguía incluso tras la muerte violenta de una reclusa.

Sano se preguntaba si alguna de las mujeres sabría la verdad sobre el fallecimiento de Harume, y la identidad del asesino. A lo mejor todas la conocían, incluida su señora.

La puerta de los aposentos de la dama Keisho-in, situada al final de un largo pasillo, era como el portal principal de un templo: de ciprés macizo, rica en dragones grabados. Sobre ella ardía una linterna; dos centinelas vigilaban como deidades custodias a unos discretos veinte pasos. En cuanto Sano e Hirata se acercaron, la puerta se abrió sin un ruido. Una mujer alta salió por ella e hizo una reverencia.

– La señora Chizuru, funcionaria mayor del Interior Grande -dijo Hirata.

Le presentó a Sano, que estudió a la otoshiyori con interés. Tenía algo menos de cincuenta años; el pelo, pulcramente apilado sobre su cabeza, estaba surcado de vetas blancas. Su quimono gris apagado vestía un cuerpo fuerte y musculoso, como el de un hombre. El rostro cuadrado de la señora Chizuru tenía también un aire masculino, recalcado por una barbilla partida, cejas gruesas y sin depilar, y una sombra de pelusa negra en el labio superior. Sano sabía que la tarea más importante de la otoshiyori era velar a las puertas del dormitorio de Tokugawa Tsunayoshi siempre que dormía con una concubina, para asegurarse de que ninguna mujer le arrancase favores durante sus momentos de vulnerabilidad. Como el resto de las funcionarias de palacio, en su momento debió de ser también concubina -probablemente del sogún anterior-, aunque su único atractivo femenino fuera la boca, exquisita como la de una cortesana de grabado. Contempló a Sano con los brazos cruzados y una mirada atrevida y desapasionada que cortaba de raíz cualquier insolencia.

– Todavía no podéis ver a la dama Keisho-in -anunció Chizuru. Tenía la voz grave, pero no desagradable-. Su excelencia está con ella en este momento.

– Esperaremos -dijo Sano. De modo que allí era adonde se había retirado el sogún-. También necesitamos hablar con vos.

Chizuru asintió, y apareció una pareja de sirvientas más jóvenes. Intercambiaron con su superiora una variante muda de comunicación: miradas oblicuas, asentimientos, un temblor de labio… En aquel territorio extraño, hasta el lenguaje era diferente. Después Chizuru les dijo a Sano y a Hirata:

– Asuntos urgentes reclaman mi atención. Pero en un momento estaré de vuelta. Esperadme aquí.

– Sí, mi ama -dijo Hirata por lo bajo mientras la otoshiyori, flanqueada por sus lugartenientes, se alejaba a grandes zancadas-. Si los hombres nos descuidamos, estas mujeres gobernarán el país algún día.

La otoshiyori había dejado entornada la puerta de la dama Keisho-in. La curiosidad fue más fuerte que Sano. Echó un vistazo rápido. En la habitación en penumbra, una linterna de techo formaba un nimbo de luz en torno a una mujer sentada sobre cojines de seda. Bajita y regordeta, llevaba una holgada bata de satén de reluciente dorado con olas azules estampadas. Una larga melena negra, sin asomo de gris, se derramaba por sus hombros, confiriéndole una apariencia sorprendentemente juvenil a sus sesenta y cuatro años. Sano no veía su cara, que estaba inclinada sobre el hombre postrado en sus rechonchos brazos.

Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, hundía la cara en los abundantes pechos de su madre. Sus ropajes negros oficiales le envolvían las rodillas dobladas; su coronilla rapada, sin el bonete negro de rigor, parecía vulnerable como la de una criatura. Farfullaba murmullos y gimoteos: «… tan asustado, tan infeliz… Siempre quieren cosas de mí… esperan que sea fuerte y sabio, como mi antecesor, Tokugawa Ieyasu… nunca sé qué decir o qué hacer… estúpido, débil, indigno de mi cargo…».

La dama Keisho-in le daba palmaditas en la cabeza, emitiendo arrullos tranquilizadores.

– Vamos, vamos, mi niño. -Su voz quebrada traicionaba la edad que en realidad tenía-. Aquí está mamá. Hará que todo vaya bien.

Tokugawa Tsunayoshi se relajó; sus gimoteos dieron paso a un ronroneo de satisfacción. La dama Keisho-in cogió la larga pipa de plata que estaba a su lado en una bandeja, chupó, tosió y se dirigió a su hijo en tono cariñoso.

– Para alcanzar la felicidad tienes que construir más templos, apoyar a los sacerdotes y celebrar más festivales sagrados.

– Pero madre, eso parece tan difícil… -gimió el sogún-. ¿Cómo voy a conseguirlo?

– Dale dinero al sacerdote Ryuko, y él se encargará de todo.

– ¿Qué pasa si el chambelán Yanagisawa o el Consejo de Ancianos se oponen? -La voz de Tokugawa Tsunayoshi vaciló al mencionar la desaprobación de sus subordinados.

– Les dices que tu decisión es la ley -dijo la dama Keisho-in.

– Sí, madre -suspiró el sogún.

Al oír la llegada de pasos por el corredor, Sano se apartó con prontitud de la puerta, violento y abatido por lo que había presenciado. Los rumores acerca de la influencia de Keisho-in sobre Tokugawa Tsunayoshi eran ciertos. Ella era una ferviente budista, dominada por el ambicioso y fatuo Ryuko, su sacerdote favorito y, según había oído Sano, su amante. Sin duda, Ryuko la había convencido de que le pidiese dinero al sogún. El que tuvieran tanto poder en sus manos suponía una grave amenaza para la estabilidad nacional. A lo largo de la historia, el clero budista había reclutado ejércitos para desafiar el dominio samurái. Y qué ironía que Tsunayoshi tuviese sirvientes para protegerle de concubinas poco escrupulosas, pero no de la mujer más peligrosa de todas.

Chizuru dobló la esquina, se acercó a la estancia de su señora y asomó la cabeza por la puerta. Tras alguna señal del interior de la cámara, se volvió y dijo:

– La dama Keisho-in os recibirá ahora.

Entraron en la habitación. La dama Keisho-in estaba sola, fumando de su pipa. No había señales del sogún, pero los cortinajes de brocado del fondo se movían, como si alguien se hubiese escurrido entre ellos. Sano e Hirata se arrodillaron e hicieron una reverencia.

– El sosakan Sano y su vasallo mayor, Hirata -anunció Chizuru, arrodillada cerca de la dama Keisho-in.

La madre del sogún estudió a sus visitantes con franco interés.

– ¿De manera que éstos son los hombres que han resuelto tantos misterios desconcertantes? ¡Qué emoción!

Vista de cerca, no parecía tan joven como al principio. Su rostro redondo de rasgos menudos y regulares tal vez había sido atractivo en algún momento, pero el polvo blanco ya no lograba ocultar las profundas arrugas de su piel. El carmín brillante de labios y mejillas prestaba una semblanza de vitalidad que contradecía el blanco venoso y amarillento de sus ojos. La papada abultaba por encima de un pecho exuberante que había caído con la edad, y su pelo negro poseía la oscuridad uniforme y artificial del tinte. Su sonrisa revelaba una dentadura ennegrecida por la cosmética con dos huecos en la hilera superior que le conferían un aspecto vulgar y plebeyo. Y plebeya era, pensó Sano, recordando su historia.

Keisho-in era hija de un verdulero de Kioto. A la muerte de su padre, su madre pasó a ser criada y amante de un cocinero de la casa del imperial príncipe regente. Allí Keisho-in trabó amistad con la hija de una distinguida familia de Kioto. Cuando la amiga se convirtió en concubina del sogún Tokugawa Iemitsu, se la llevó al castillo de Edo con ella y Keisho-in pasó a ser a su vez concubina de Iemitsu. A los veinte años había dado a luz a su hijo Tsunayoshi y hecho suya la condición más alta que una mujer podía alcanzar: consorte oficial de un sogún y madre del siguiente. Desde aquel momento, Keisho-in había nadado en la abundancia gobernando las dependencias de las mujeres.

– Mi honorable hijo me ha hablado mucho de vuestras aventuras -dijo la dama-; me alegra conoceros.

Con una caída de ojos dedicada a ambos, desplegó el encanto coqueto que debió de encandilar al padre de Tokugawa Tsunayoshi. Después, suspiró.

– Pero qué ocasión más triste os trae aquí: la muerte de la dama Harume. ¡Qué tragedia! Todas las mujeres tememos por nuestra vida. -Sin embargo, al parecer no estaba en la naturaleza de Keisho-in el permanecer triste mucho tiempo, pues, con una seductora sonrisa para Sano, añadió-: Pero ahora que habéis venido a salvarnos, estoy más tranquila. Vuestro criado le dijo a Chizuru que deseáis nuestra ayuda para evitar una epidemia. No tenéis más que decir lo que hemos de hacer. Estamos ansiosas de ser utilidad.

– La dama Harume no murió de una enfermedad, de modo que no habrá epidemia -dijo Sano, aliviado al encontrar tan buena disposición en la madre del sogún. Dados su rango y su influencia, podía oponerse a la investigación si así lo deseaba; todas las habitantes del Interior Grande eran sospechosas en aquel caso, incluida ella. En cuanto a los sentimientos de Chizuru, Sano tenía sus dudas. La expresión de la otoshiyori permaneció neutra, pero su rígida postura era indicio de resistencia-. La dama Harume fue asesinada, con veneno.

Por un momento, las dos mujeres se quedaron mirándolo; ninguna habló. Sano detectó un destello de emoción ininteligible en los ojos de Chizuru antes de que los desviara. Entonces la dama Keisho-in exclamó:

– ¿Veneno? ¡Qué horror! -Con los ojos y la boca abiertos, se recostó en los cojines entre jadeos-. No puedo respirar. ¡Necesito aire! -Chizuru corrió a ayudar a su señora, pero la dama Keisho-in la apartó con un gesto y le hizo señas a Hirata-. Joven, ayúdame!

Con una incómoda mirada a Sano, el joven vasallo se acercó a la dama Keisho-in. Recogió su abanico y empezó a darle aire con vigor. Pronto su respiración se hizo regular; su cuerpo se relajó. Cuando Hirata la ayudó a enderezarse, se apoyó en él un momento y le sonrió a la cara.

– Qué fuerte y guapo y cortés. Arigato.

Do itashimashite -masculló Hirata, que volvió a su puesto junto a Sano con un suspiro de alivio.

Sano lo miró con preocupación. Normalmente Hirata era capaz de conservar el aplomo al enfrentarse con testigos de cualquier sexo o clase; en aquella ocasión, se arrodilló con la cabeza baja y los hombros hundidos. ¿Cuál era el problema? Por el momento, Sano reflexionó sobre las reacciones de estas mujeres. ¿Era la noticia del envenenamiento realmente una novedad para ellas? El desmayo de Keisho-in había parecido genuino, pero Sano se preguntaba si la otoshiyori supo o sospechó de la posibilidad de un asesinato con anterioridad.

– ¿Quién querría matar a la pobre Harume? -dijo Keisho-in con tono quejumbroso. Dio una calada a su pipa y una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco en el espeso maquillaje blanco-. Una niña tan dulce, tan encantadora y vivaracha. -Entonces recuperó sus maneras coquetas. Le dedicó a Hirata una sonrisa flanqueada de hoyuelos-. Harume me recordaba a mí misma de joven. Hubo un tiempo en que fui una gran belleza, la favorita de todos. -Suspiró-. Y Harume era igual. Muy popular. Cantaba y tocaba el samisén de maravilla. Sus bromas nos hacían reír a todas. Por eso la incluí entre mis doncellas. Sabía hacer feliz a la gente. Yo la quería como a una hija.

Sano miró a Chizuru. La otoshiyori tenía los labios apretados; exhaló aire una vez: era evidente que no compartía la visión que su señora tenía de la chica muerta.

– ¿Qué opinión os merecía la dama Harume? -le preguntó-. ¿Qué tipo de persona os parece que era?

– No me corresponde tener opiniones sobre las concubinas de su excelencia -contestó remilgadamente.

Sano notó que Chizuru podría hablarle largo y tendido de la dama Harume, pero no quería contradecir a su señora.

– ¿Tenía la dama Harume algún enemigo en palacio que quisiera verla muerta? -preguntó a las dos mujeres.

– Desde luego que no. -Keisho-in soltó una enfática bocanada de humo-. Todo el mundo la quería. Y aquí en el Interior Grande nos llevamos todas muy bien. Como hermanas.

Pero incluso las hermanas discutían, y Sano lo sabía. En el pasado, algunas peleas en el Interior Grande habían acabado en asesinato. Para afirmar que quinientas mujeres, apiñadas en un espacio tan reducido, convivían en completa armonía, Keisho-in tenía que ser tonta de remate o una mentirosa. Chizuru carraspeó y dijo en tono vacilante:

– Había desavenencias entre Harume y otra concubina. La dama Ichiteru. No se… entendían.

Keisho-in se quedó boquiabierta y mostró el hueco de sus dientes caídos de forma poco favorecedora.

– ¡No! ¡No sabía nada!

– ¿Por qué no se entendían la dama Ichiteru y la dama Harume? -preguntó Sano.

– Ichiteru es una dama de ilustre linaje -explicó Chizuru-. Es prima del emperador, de Kioto. -Allí era donde vivía modesta pero dignamente la familia imperial, aunque despojada de poder político y bajo el dominio total del régimen de los Tokugawa-. Antes de que Harume llegara al castillo de Edo hace ocho meses, la dama Ichiteru era la compañía favorita del honorable sogún…, al menos, entre las mujeres.

Con una nerviosa mirada a su señora, Chizuru se llevó una mano a la boca. La preferencia de Tokugawa Tsunayoshi por los hombres era del dominio público pero no, al parecer, un tema que se tratase en presencia de su madre.

– Pero cuando Harume llegó, sustituyó a la dama Ichiteru en el afecto del sogún -aventuró Sano.

Chizuru asintió.

– Su excelencia dejó de solicitar la compañía de Ichiteru por las noches y empezó a invitar a Harume a sus aposentos.

– A Ichiteru no tendría que haberle importado -terció la dama Keisho-in-. Mi pequeño tiene derecho a disfrutar de la mujer que desee. Y es su deber engendrar un heredero. Como Ichiteru fracasó a la hora de concebir un niño, hizo bien en probar con otra concubina. -Keisho-in soltó una risita, le guiñó el ojo a Hirata y añadió-: Una que fuera joven, descarada y fértil, como lo era yo cuando conocí a mi querido y difunto Iemitsu. Ya sabes de qué tipo de chica te hablo, ¿verdad, joven?

Una mancha roja brillante de bochorno se encendió en cada una de las mejillas de Hirata.

Sumimasen -«Disculpad»-, pero ¿había alguien entre las criadas, los guardias o las doncellas que no se llevara bien con la dama Harume?

Moviendo la cabeza, Keisho-in desestimó la pregunta con un ademán de su pipa que salpicó de ceniza los cojines.

– Las criadas son personas de excelente carácter y disposición. Las entrevisté personalmente a todas antes de que se les permitiese trabajar en el Interior Grande. Ninguna habría atacado a una concubina favorecida.

Chizuru apretó la mandíbula y miró al suelo. Un hecho preocupante despuntó ante los ojos de Sano: la dama Keisho-in era ajena a lo que sucedía a su alrededor. La otoshiyori manejaba la administración del Interior Grande del mismo modo que el chambelán Yanagisawa dirigía el gobierno en lugar de Tokugawa Tsunayoshi. El hecho de que las dos cabezas del clan que regía Japón fueran tan débiles y necias -no parecía haber otro término mejor- no prometía nada bueno para la nación.

– A veces las personas no son lo que parecen -sugirió Sano-. Hay gente capaz de ocultar su auténtica naturaleza, hasta que pasa algo…

Chizuru se aferró al cabo que le tendían: era obvio que se debatía entre el temor a contradecir a la dama Keisho-in y el de mentirle al sosakan-sama del sogún.

– Todos los guardias de palacio son hombres que vienen de buenas familias y tienen excelentes hojas de servicio. Por lo general también tienen buen carácter. Pero uno de ellos, el teniente Kushida… Hace cuatro días, la dama Harume presentó una queja contra él. Dijo que se había comportado de forma inadecuada con ella. Cuando el personal de palacio no estaba presente, la rondaba y trataba de entablar conversación sobre… cosas inapropiadas.

«O sea, sexo», interpretó Sano.

– El teniente Kushida envió cartas ofensivas a la dama Harume, o eso dijo ella -prosiguió Chizuru-. Llegó a afirmar que la espiaba mientras se bañaba. Dijo que lo había conminado una y otra vez a dejarla en paz, pero él persistía hasta que al final perdió la cabeza y amenazó con matarla.

– ¡Repugnante! -La dama Keisho-in hizo una mueca y dijo con indignación-: ¿Por qué nadie me cuenta nada?

La mirada afligida que Chizuru le dedicó a Sano le decía que sí había informado a la madre del sogún, pero que ella lo había olvidado.

– ¿Y entonces qué pasó? -preguntó Sano.

– Me resistía a creer las acusaciones -respondió Chizuru-. Hace diez años que el teniente Kushida trabaja aquí y nunca ha causado ningún problema. Es un hombre agradable y cabal. La dama Harume llevaba muy poco tiempo entre nosotros. -El tono de la otoshiyori daba a entender que Harume le parecía menos agradable y cabal, y la probable fuente del problema-. Sin embargo, este tipo de acusaciones siempre se tratan con rigor. La ley prohíbe que el personal masculino incomode a las mujeres o establezca relaciones inadecuadas con ellas. La pena es la destitución. Informé del asunto al administrador jefe. El teniente Kushida quedó temporalmente apartado de sus tareas, pendiente de la investigación de los cargos.

– ¿Y se llevó a cabo la susodicha investigación? -inquirió Sano.

– No. Y ahora que la dama Harume ha muerto…

Los cargos, sin ella que los confirmara, tenían que retirarse, lo que explicaba que el administrador jefe se hubiese descuidado de contárselo a Hirata. Qué suerte para el teniente Kushida que la muerte de su acusadora le hubiese ahorrado la desgracia de perder su puesto. Definitivamente, merecía la pena interrogarlos a él y a la envidiosa dama Ichiteru.

– Concubinas celosas, guardias groseros -se lamentó Keisho-in-. ¡Qué espanto! Sosakan-sama, tenéis que encontrar y castigar a quien mató a mi pequeña Harume y salvarnos a todas de una persona tan malvada y peligrosa.

– Necesitaré que mis detectives registren el Interior Grande y hablen con las residentes -dijo Sano-. ¿Dispongo de vuestra venia?

– Por supuesto, por supuesto. -La dama Keisho-in asintió con firmeza. Después, con un gruñido, se irguió haciendo fuerza con las manos e hizo señas a Chizuru para que la ayudara a ponerse en pie-. Es la hora de mis oraciones. Pero os ruego que paséis a verme otra vez. -Le mostró los hoyuelos a Hirata-. Y tú también, jovencito.

Se despidieron. Hirata casi salió corriendo de la habitación, y Sano lo siguió, extrañado por la desacostumbrada timidez de su vasallo. Aunque era consciente de todo el trabajo que tenían por delante, al salir del palacio se alegró de que fuera demasiado tarde para verse con sospechosos o testigos, y de no tener que encontrarse con el sogún hasta el día siguiente. En casa lo esperaba Reiko. Era su noche de bodas.

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