23

Cuando Hirata y Sano atravesaron el jardín, el recinto interior del palacio se encontraba extrañamente vacío, incluso para ser una fría tarde de otoño. Los cerezos alzaban sus ramas desnudas y negras contra un cielo de color ceniza; la humedad brillaba en las superficies de las piedras; las hojas muertas alfombraban la hierba. Un solitario guardia de patrulla hacía la ronda. Aprovechando el momento de intimidad previo a informar al sogún, Sano compartió con Hirata los resultados de sus pesquisas y le dio la carta hallada en la habitación de la dama Harume.

Hirata la leyó y silbó entre dientes.

– ¿Se la mostraréis al sogún?

– ¿Tengo alguna alternativa? -respondió Sano en tono sombrío mientras volvía a guardársela bajo la faja.

El guardia apostado a la puerta del palacio se dirigió a ellos:

– Su excelencia celebra una sesión extraordinaria de emergencia con el Consejo de Ancianos. Esperan vuestro informe en la Gran Sala de Audiencias.

El desaliento se apoderó de Sano como una marea de hielo. Las reuniones del Consejo eran una indefectible fuente de problemas para él. Deseaba poder posponer su informe y las inevitables repercusiones, pero no parecía haber ninguna oportunidad de aplazamiento. Con Hirata a su lado, avanzó por los pasillos del palacio. Los centinelas abrieron unas enormes puertas dobles con grabados de malcaradas deidades custodias.

Del artesonado del techo pendían faroles encendidos. Tokugawa Tsunayoshi estaba arrodillado en la tarima. Un mural dorado con un paisaje resaltaba sus vestimentas ceremoniales negras. El chambelán Yanagisawa ocupaba su lugar habitual a la derecha del sogún, en el más alto de los dos niveles del suelo. junto a él y a la misma altura, los cinco ancianos se repartían en dos filas enfrentadas, en ángulo recto respecto de su señor. Sin embargo, los secretarios no estaban presentes. Tan sólo el camarero mayor del sogún servía té y ofrecía tabaco y cestas metálicas con brasas de carbón para las pipas. La ley limitaba la presencia de personal en las sesiones extraordinarias de emergencia.

Cuando Hirata y Sano se arrodillaron al fondo de la sala, habló el primer anciano, Makino Narisada.

– Excelencia, pedimos disculpas por solicitar una reunión de este tipo con tan poca antelación, pero el asesinato de la dama Harume ha ocasionado varios incidentes preocupantes. El comandante en jefe del Interior Grande se ha hecho el haraquiri para expiar su falta al dejar que se cometiera un asesinato durante su guardia. Abundan los rumores y las acusaciones. Una concierne a Kato Yuichi, miembro subalterno del consejo judicial. Su colega y rival, Sagara Fumio, contaba que Kato había matado a la dama Harume como práctica para un envenenamiento masivo de altos funcionarios. Kato le pidió cuentas a Sagara. Se batieron en duelo. Ahora los dos están muertos, y el consejo judicial anda revuelto, con decenas de hombres que compiten por los puestos vacantes.

Era lo que Sano había temido: el asesinato había encendido los ánimos dentro del bakufu, un polvorín siempre presto a explotar. La terrorífica pesadilla de anteriores investigaciones había regresado: a causa de su demora para resolver el caso, se habían producido más muertes.

– Otros problemas de menor importancia han ocasionado molestias -dijo Makino-. Muchos se resisten a creer que el objetivo del asesino fuera una simple concubina. Aquí nadie quiere comer ni beber. -Echó una mirada a los cuencos de té intactos que tenían delante sus colegas-. Los criados abandonan sus puestos. Los funcionarios escapan de Edo con la excusa de tener asuntos pendientes en las provincias.

«Por eso está tan vacío el palacio», pensó Sano.

– A este paso -siguió el anciano-, pronto no quedará nadie para conducir los asuntos de la capital. Excelencia, recomiendo la adopción de medidas enérgicas para evitar el desastre.

Tokugawa Tsunayoshi, que se había ido encogiendo más y más a medida que hablaba el anciano, alzó las manos en ademán de impotencia.

– Bueno, ah, a mí no se me ocurre qué hacer -dijo. Paseó la mirada en busca de ayuda y, al ver a Sano, le indicó que se acercase mientras exclamaba-: ¡Ah! He aquí al hombre que puede volver las cosas a la normalidad. ¡Sosakan Sano, dinos por favor que has identificado al asesino de la dama Harume!

Acompañado de Hirata, Sano se acercó de mala gana a la tarima. Se arrodillaron frente al nivel superior del suelo y dedicaron una reverencia a los presentes.

– Lamento anunciar que la investigación del asesinato aún no ha concluido, excelencia -dijo Sano.

Miró con desasosiego hacia el chambelán Yanagisawa, que a buen seguro aprovecharía aquella oportunidad para denigrarlo. No obstante, Yanagisawa parecía absorto, con la mirada oscura vuelta hacia su interior. Con mayor confianza, Sano empezó a referir los progresos del caso.

El anciano Makino asumió el papel de detractor que habitualmente ejercía el chambelán.

– Así que todavía no habéis localizado el veneno. El teniente Kushida está bajo arresto por atacaros y por tratar de robar pruebas, pero no estáis convencido de que él sea el asesino. Yo diría que todo esto no conduce a nada. ¿Qué hay de la dama Ichiteru?

Hirata carraspeó y dijo:

– Disculpad. No hay pruebas en su contra.

Sano lo miró con consternación. Hirata jamás tomaba la palabra en aquellas reuniones a menos que se lo pidieran y, por lo que Sano sabía, tampoco había pruebas que demostrasen la inocencia de la dama Ichiteru. No podía llevarle la contraria delante del Consejo, pero, en cuanto estuvieran a solas, descubriría qué era exactamente lo que había pasado durante la entrevista con la dama Ichiteru y cuál era el motivo del extraño comportamiento de Hirata.

– Bueno, si el asesino no es ni el teniente Kushida ni la dama Ichiteru -dijo Makino-, entonces tenéis dos sospechosos menos que ayer. -Se volvió hacia el chambelán Yanagisawa-. Un paso atrás, ¿no os parece?

Arrancado de sus cavilaciones íntimas, Yanagisawa reprendió a Makino:

– Un caso difícil como éste requiere más de dos días para cerrarse. ¿Qué esperáis, un milagro? Dadle tiempo al sosakan y triunfará, como de costumbre.

El primer anciano se quedó boquiabierto. Sano no daba crédito a sus oídos. ¿El chambelán Yanagisawa lo defendía en una reunión del Consejo? Su sospecha hacia su enemigo iba en aumento. ¿Acaso lo animaba a seguir el actual curso de la investigación porque lo alejaba de algo que él quería ocultar? Sin embargo, nada de lo encontrado implicaba a Yanagisawa en el asesinato. Ninguno de los informadores de Sano lo había advertido sobre un nuevo complot contra él.

– He descubierto la procedencia de la tinta -anunció Sano-. El caballero Miyagi admite que se la envió a Harume junto con una carta en la que le ordenaba que se tatuara su nombre en el cuerpo.

Describió la relación entre el daimio y la concubina, y la complicidad de la dama Miyagi.

– ¿Que Miyagi violó a mi concubina y la mató? -farfulló a gritos, ultrajado, Tokugawa Tsunayoshi-. ¡Es vergonzoso! ¡Arrestadlo de inmediato!

– No hay pruebas de que envenenase la tinta -dijo Sano-. Podría haberlo hecho otra persona, en la mansión Miyagi, aquí en el castillo de Edo o en algún punto del camino. Por el momento, el caballero y la dama Miyagi quedan bajo estrecha vigilancia. Y he empezado a indagar en los orígenes de Harume, dado que es posible que las raíces del asesinato se encuentren allí. He hablado con su padre… y he registrado su habitación.

Sano oyó que Hirata daba un respingo. Notaba la carta de la dama Keisho-in como si fuera una hoja de metal clavada en su carne. Un ciudadano japonés no incriminaba a un miembro del clan Tokugawa sin exponerse a las consecuencias. Cualquier palabra o acción ofensiva sería vista como un ataque contra el propio sogún. Que la dama Keisho-in hubiese matado o no a Harume no alteraba aquel hecho. Al acusar a la madre del sogún, con razón o sin ella, Sano podía ser acusado de traición y ejecutado como castigo.

– Una estrategia brillante -comentó el chambelán Yanagisawa con un chisporroteo de entusiasmo en los ojos-. ¿Qué habéis descubierto?

Había llegado el momento de presentar la carta de la dama Keisho-in y la declaración de Jimba. Había llegado el momento del valor del samurái. Sano se debatió en la duda. Su espíritu flaqueó; se le encogió el estómago.

– Conocer más el carácter de la dama Harume me ayudará a entender cómo pudo haber provocado un asesinato -dijo para ganar tiempo. No mencionó el pelo y las uñas que había encontrado entre la ropa de la concubina porque no sabía si eran relevantes para el caso-. Y he hallado nuevas pistas que habrá que investigar.

Decidió esperar a un momento posterior de la reunión para revelar la carta y se maldijo por cobarde. Hirata disimuló un suspiro de alivio ante el aplazamiento. A Sano le pareció ver muestras de decepción en el rostro de Yanagisawa. El anciano Makino contemplaba al chambelán con el entrecejo fruncido, claramente intrigado por la aparente ruptura de su pacto para desacreditar a Sano.

– De modo que lo que nos decís, sosakan-sama, es que habéis perdido un montón de tiempo investigando a la dama Harume sin descubrir nada de importancia.

Por una vez Sano disponía de una réplica espectacular al acoso de Makino, aunque no le placiera emplearla.

– Nada más lejos de la verdad. Excelencia, preparaos para oír malas noticias. -Un silencio expectante cayó sobre la sala, y Sano hizo acopio de valor para la reacción-. La dama Harume estaba embarazada cuando murió.

Un sobresalto colectivo. Después, perfecto silencio. Aunque los ancianos se apresuraron por ocultar su asombro, Sano casi oía el runrún de sus cabezas al formular teorías y calcular ramificaciones. Tokugawa Tsunayoshi se levantó con torpeza y volvió a caer de rodillas.

– ¡Mi hijo! -exclamó con los ojos hundidos por el terror-. ¡Mi heredero, tan esperado! ¡Asesinado en el vientre de su madre!

– Es la primera noticia que tengo del embarazo -dijo Makino-. El doctor Kitano examina con regularidad a las concubinas, pero no lo descubrió.

Los otros ancianos se hicieron eco del escepticismo de su cabecilla.

– ¿Cómo lo habéis averiguado, sosakan Sano? ¿Por qué os tendríamos que creer?

Por la espalda de Sano corría un reguero de sudor frío. Después de casi dos años ocultando las disecciones ilícitas en el depósito de cadáveres de Edo, ¿saldría ahora el secreto a la luz para condenarlo al exilio? Sintió una arcada en la garganta mientras trataba de pergeñar una mentira convincente. Hirata, enterado de las transgresiones de Sano, esperaba el golpe con la cabeza baja.

Y entonces habló el chambelán Yanagisawa.

– El hecho del estado de la dama Harume es más importante que el método que empleara el sosakan Sano para averiguarlo. El no cometería un error en un asunto de tanto peso.

– Sí, honorable chambelán -dijo Makino, aceptando su derrota con un desconcierto cada vez mayor.

¡Salvado, y por el enemigo que tantas veces había intentado destruirlo! Por un momento Sano se sintió demasiado agradecido para poner en duda los motivos de Yanagisawa. Después cayó en la cuenta de que en el chambelán se había obrado un cambio peculiar: los ojos de Yanagisawa brillaban atentos; parecía despabilado por la noticia de la muerte del hijo nonato. Sano comprendió que Yanagisawa podría haberla deseado por las mismas razones que la dama Keisho-in. Pero si no estaba al corriente del embarazo, ¿para qué habría asesinado a la dama Harume?

El sogún alzó los puños hacia el cielo y se lamentó:

– ¡Esto es un ultraje!

Sus sollozos resonaban por la sala. Y a Sano aún le quedaba otra materia desagradable que abordar.

– Excelencia -dijo, escogiendo sus palabras con esmero-, hay otra… cuestión concerniente a la… paternidad del hijo de la dama Harume. Al fin y al cabo, sabemos que tenía… relaciones con el caballero Miyagi y es posible que con el teniente Kushida. No podemos desestimar la posibilidad de que…

El sogún se volvió hacia Sano con mirada furibunda a través de las lágrimas.

– ¡Tonterías! Harume era, ah, leal a mí. Jamás hubiese permitido que otro hombre la tocara. El niño era mío. Me hubiese sucedido como, ah, dictador de Japón.

Los ancianos evitaban mirarse a los ojos. Yanagisawa guardaba silencio con aire de energía contenida. Todos conocían los hábitos de Tokugawa Tsunayoshi, pero nadie osaba poner en duda su virilidad, y el propio sogún jamás admitiría que otro hombre había prevalecido allí donde él había fracasado.

– El asesinato de mi heredero es una traición de la más, ah, abyecta especie. ¡Clamo venganza! -Tokugawa Tsunayoshi desenvainó su espada con ademán iracundo. Por un momento pareció de verdad descendiente del gran Ieyasu, que había derrotado a los señores de la guerra rivales y unificado Japón. Entonces el sogún soltó la espada y rompió a sollozar-. ¡Ay!, ¿quién sería capaz de cometer un crimen tan terrible?

La puerta se abrió de un golpe. Los presentes se volvieron para ver quién osaba interrumpir la sesión extraordinaria de emergencia. Entre contoneos, entró la dama Keisho-in.

Horrorizado, Sano combatió el impulso de romper a reír para liberar su tensión al mirar en torno a la sala. ¿Alguien se daba cuenta de que allí estaba la respuesta a la pregunta del sogún? Pero, claro, los demás no habían leído la carta.

Los ancianos y el chambelán le dedicaron una cortés reverencia a la dama Keisho-in, en reconocimiento de su potestad para hacer lo que le placiera. Con una sonrisa de cortesana de Yoshiwara en pleno desfile de primavera, les devolvió el saludo. El sogún recibió a su madre con un gritito de alegría.

– ¡Honorable madre! Me acaban de dar un sobresalto, ah, espantoso. ¡Venid, necesito vuestro consejo!

La dama Keisho-in cruzó la habitación y se acomodó en la tarima junto a su hijo. Le sostuvo la mano mientras él le repetía las noticias de Sano.

– ¡Qué tragedia! -exclamó; sacó un abanico de la manga y empezó a abanicarse la cara con vigor-. Tus esperanzas de un heredero directo, las mías de un nieto, arruinadas. ¡Ay, Ay! -gimió-. Y yo que ni siquiera sabía que Harume estaba embarazada.

¿Fingía el dolor y el desconocimiento del hecho? La carta había alterado la visión que Sano tenía de la dama Keisho-in como anciana simplona. Y suponía que las mujeres del Interior Grande sabían más las unas de las otras que el doctor Kitano. Keisho-in no era tan estúpida como aparentaba. Quizá había descubierto el embarazo de Harume, lo había percibido como una amenaza para ella y había tomado medidas para evitarla.

Sano sólo estaba seguro de una cosa: la llegada de Keisho-in desbarataba cualquier mención de la carta. Revelarla delante de ella y del Consejo de Ancianos constituiría la acusación oficial que todavía no estaba dispuesto a formular. Antes necesitaba más pruebas contra ella. En consecuencia, tenía que seguir soportando la carga de su secreto, a pesar de su deber de mantener informado a Tokugawa Tsunayoshi. La esperanza arrojó un poco de luz sobre el sentimiento de culpa de Sano. Tal vez futuras pesquisas lo alejaran de la dama Keisho-in.

– Ahora mismo tratábamos de los, ah, problemas ocasionados por el asesinato -le explicó el sogún a su madre-, y los progresos de la investigación del sosakan Sano. Honorable madre, os ruego que nos concedáis el beneficio de vuestra sabiduría.

Keisho-in le dio unas palmaditas en la mano.

– A eso mismo es a lo que he venido. Hijo, ¡tienes que cancelar la investigación y ordenarle al sosakan Sano que retire a sus detectives del Interior Grande de inmediato!

– Pero, dama Keisho-in, si vos misma nos concedisteis permiso para entrevistar a las residentes y al personal y buscar pruebas -dijo Sano, atónito-. Y todavía no hemos terminado.

Entre los consejeros se alzaron cejas y se intercambiaron miradas disimuladas.

– Con el debido respeto, honorable dama, el Interior Grande es la escena del crimen -dijo el primer anciano Makino, a pesar de su evidente renuencia a apoyar a Sano.

– Y, por tanto, el punto central por antonomasia de la investigación -añadió el chambelán Yanagisawa. Mientras los ancianos asentían, él observaba a Sano y a la dama Keisho-in. Una extraña sonrisa se dibujó en sus labios.

Incluso el sogún parecía desconcertado.

– Honorable madre, es, ah, imperativo atrapar y castigar al asesino de mi heredero. ¿Cómo podéis privar al sosakan Sano de la oportunidad de, ah, cumplir su misión?

– Quiero ver al asesino ante la justicia tanto o más que cualquiera -dijo Keisho-in-, pero no a costa de la paz en el Interior Grande. ¡Ay!

Se enjuagó las lágrimas con la manga; su voz se espesó con la emoción.

– Nada puede devolvernos al hijo que murió con Harume. Debemos despedirnos del pasado y hacer planes de futuro. Por el bien de la sucesión, tienes que olvidarte de la venganza y concentrarte en engendrar un nuevo niño -le dijo a su hijo con una tierna sonrisa. Después se volvió hacia los asistentes-. Ahora permitid que una anciana os ofrezca, señores, su consejo.

Con el aire condescendiente de una niñera que da instrucciones a sus niños, la dama Keisho-in se dirigió al supremo consejo de gobierno de Japón:

– El cuerpo femenino es muy sensible a las influencias externas. El tiempo, las fases de la luna, una pelea, ruidos desagradables, un bocado de comida en mal estado…, cualquier cosa puede alterar el humor de una mujer. Y el mal humor puede interferir en el florecimiento de la semilla de un hombre dentro de su vientre.

La dama Keisho-in bajó las manos por su cuerpo rollizo hasta extenderlas encima del abdomen. Los ancianos bajaron la vista al suelo, repelidos por la franqueza con la que se trataba un asunto tan delicado. El chambelán Yanagisawa observaba a Keisho-in como si estuviera fascinado. El sogún estaba pendiente de las palabras de su madre. Hirata se moría de vergüenza, pero Sano tan sólo sentía pavor, porque se figuraba lo que estaba haciendo la dama Keisho-in.

– La concepción requiere tranquilidad -prosiguió-. Si hay un tropel de detectives entrando y saliendo del Interior Grande, haciendo preguntas y husmeando por todas partes, ¿cómo quieres que queden encinta las concubinas? ¡Es imposible!

Le dio unos golpecitos a su hijo en la mano con el abanico.

– Por eso tienes que desembarazarte de los detectives.

Se cruzó de brazos y paseó la mirada por los presentes, retándolos a que le llevaran la contraria.

Los ancianos fruncieron el entrecejo, pero callaron: varios antecesores habían perdido su asiento en el consejo por discrepar de la dama Keisho-in. Mientras Sano reunía coraje para hacer lo que el honor y la conciencia exigían, el chambelán Yanagisawa rompió el incómodo silencio.

– Excelencia, comprendo la inquietud de vuestra honorable madre -dijo con cautela. Incluso el brazo derecho del sogún tenía que respetar a la dama Keisho-in-. Pero debemos equilibrar nuestro deseo de un heredero con la necesidad de conservar la fuerza del régimen Tokugawa. Si permitimos que un traidor se salga con la suya con un asesinato, damos muestras de debilidad y de vulnerabilidad ante futuros ataques. ¿No estáis de acuerdo, sosakan Sano?

– Sí -dijo Sano, consternado-. La investigación debe seguir adelante sin restricciones.

La dama Keisho-in estaba bloqueándole el acceso al Interior Grande y sus habitantes, pero a buen seguro no por la razón que había aducido. Lo que perseguía era evitar que descubriera algo que la implicase en el asesinato. Temía que alguien revelase su romance con la dama Harume, y quería encontrar la carta antes que él. Su interferencia era una prueba más a favor de una acusación pública contra la dama Keisho-in.

– No les prestes atención -le ordenó Keisho-in a su hijo-. Yo tengo la sabiduría que da la edad. Mi fe budista me ha conferido conocimiento sobre las fuerzas místicas del destino. Sé lo que es mejor.

Viva imagen de la incertidumbre desvalida, el sogún paseó la mirada de Keisho-in a Sano, pasando por Yanagisawa. El corazón de Sano palpitaba con latidos desbocados; las caras de los reunidos se difuminaban a sus ojos. Sentía los labios fríos e insensibles bajo la presión de las palabras que debía pronunciar para salvar la investigación y centrarla en la dama Keisho-in. Pero los mandatos del honor y la justicia avivaron su valor. Se llevó la mano a la faja, listo para mostrar la carta. En el bushido, la vida de un solo samurái importaba menos que la captura de un asesino y traidor.

Entonces, en un destello cegador de conciencia, Sano recordó que ya no estaba solo. Si lo condenaban a muerte por traición, Reiko y el magistrado Ueda lo acompañarían ante el verdugo. Estaba dispuesto a sacrificarse por sus principios, pero ¿cómo podía poner en peligro a su nueva familia?

La novedosa sensación de formar parte de algo invadió el espíritu de Sano con un calor dulce y doloroso. Apartó su mano de la faja. A lo largo de tantos años de soledad, ¡cómo había anhelado el matrimonio! Después llegó un ramalazo de resentimiento. El matrimonio fomentaba la cobardía a expensas del honor. El matrimonio le había supuesto nuevas obligaciones que entraban en conflicto con las anteriores. En ese momento entendía incluso mejor la insatisfacción de Reiko. Los dos habían perdido su independencia por obra del matrimonio. ¿Había algún modo de hacer que la pérdida fuera soportable?

¡Ojalá vivieran para descubrirlo!

Por último, Tokugawa Tsunayoshi habló:

– Sosakan Sano, tenéis que, ah, continuar con la investigación del asesinato. Pero vos y vuestros detectives debéis manteneros alejados del Interior Grande y de las mujeres. Valeos de vuestro ingenio para atrapar al asesino por otros medios. Y cuando lo hagáis, todos, ah, nos alegraremos. Después se derrumbó, entre sollozos, en el regazo de su madre.

Con la vista puesta en Sano, la dama Keisho-in sonrió.

Загрузка...