La mañana trajo consigo un tiempo más apacible y un viento sur procedente del mar. Nubes blancas e hinchadas, como los motivos estilizados de la porcelana china, flotaban en el cielo cerúleo mientras Sano e Hirata cabalgaban por la Gran Vía Norte-Sur, la principal vía pública de Edo. Los mercaderes abrían los postigos de madera de sus establecimientos y revelaban muebles de lujo, cuadros, telas y vajillas laqueadas; los criados fregaban los portales. La calle empezaba a poblarse de buhoneros y vendedores de té, de campesinos que se saludaban a gritos, sacerdotes de túnica naranja con bacineta, damas subidas en palanquines y samuráis a caballo.
– Tenemos que hablar, Hirata-san -dijo Sano. Hirata sintió que el corazón se le encogía.
– Sí, sosakan-sama -dijo con pesar.
– La falsa acusación contra la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko fue sobre todo obra del chambelán Yanagisawa -dijo Sano-, apoyada por las pruebas accidentales del diario, el padre de Harume y el asesino de Choyei. Pero hay otra persona que contribuyó al fiasco que podría habernos costado la vida de no haber sido por la investigación independiente de mi esposa: la dama Ichiteru. -Sano hablaba con expresión grave y a regañadientes, pues le disgustaba sostener esa conversación con Hirata-. Tú estabas a cargo del interrogatorio de Ichiteru, pero de algún modo te las ingeniaste para no descubrir nada en vuestro primer encuentro. Cuando te pregunté cuál era el problema, evitaste responder. No es propio de ti ser esquivo o incompetente, pero lo dejé pasar porque pensaba que arreglarías las cosas por tu cuenta. Confié en tus instintos de detective y acepté la declaración de Ichiteru, sin otro testigo que tú que la corroborara. Ahora veo que cometí un error.
Hirata estaba abochornado. Había traicionado la confianza de su amo, un pecado imperdonable. Una larga noche entregada a la recriminación había aumentado su sentimiento de culpa.
Ahora las palabras de Sano le desgarraban el espíritu. La hermosura del día, el sol que reverberaba en los canales parecían burlarse de su congoja. Quería morirse allí mismo.
– Algo va mal -dijo Sano- y no puedo seguir ignorándolo. Cuando Ichiteru te dijo que había oído a Keisho-in y a Ryuko conspirar para matar a Harume, ¿qué te predispuso tanto a creértelo? Sabes que a menudo los criminales mienten para incriminar a otros y desviar las sospechas de su persona. ¿Qué pasó entre Ichiteru y tú?
Hirata vio que Sano estaba menos furioso que preocupado, más proclive a entender que a reprender. La benevolencia de Sano lo hacía sentirse aún peor, porque requería una explicación cuando él habría preferido un castigo físico. De mala gana escupió toda la penosa historia de la seducción de Ichiteru y su credulidad. Se obligó a presenciar el desaliento en la cara de Sano.
– No hay excusa para lo que sucedió. Tendría que haber sido más listo. Ahora me he deshonrado y os he fallado -dijo al terminar. Parpadeó para enjugarse las lágrimas y exhaló un trémulo y profundo aliento-. Hoy mismo me iré.
Pensaba encontrar un lugar íntimo donde hacerse el haraquiri y así redimir su honor.
– ¡No seas ridículo! -La mirada y la voz de Sano mostraban alarma: sabía lo que Hirata pensaba-. Has cometido un grave error, pero es el primero desde que entraste a mi servicio. No pienso despedirte, ¡y te prohíbo que te vayas! -Después añadió con más calma-: Tú ya te castigas más duramente de lo que yo podría hacerlo. Yo te perdono; haz tú lo mismo. No tenemos tiempo que perder viviendo en el pasado. Necesito que vayas al muelle Daikon a ver si puedes encontrar alguna pista sobre el asesino de Choyei. Después visita el lugar donde le lanzaron la daga a Harume; a lo mejor allí hay algo que apunte hacia su atacante.
– Sí, sosakan-sama. -Sano se sintió profundamente aliviado. ¡Sano le daba otra oportunidad!-. Gracias.
Mas su culpa seguía en pie. En él luchaban propósitos contrarios. Debía solucionar los problemas que había causado. La dama Ichiteru había estado a punto de arruinar lo que más le importaba en el mundo: su relación con su señor. Estaba furioso con ella por haberlo manipulado y ansiaba vengarse, pero todavía la deseaba. Y aunque sus mentiras la hacían más sospechosa que nunca, quería creer en su inocencia, porque si resultaba ser la asesina jamás volvería a estar seguro de su juicio. Nunca más podría confiar en sí mismo para decidir si alguien era culpable o inocente; temería perder pistas. Anticiparía el fracaso y lo haría inevitable.
– Sabemos que el que apuñaló a Choyei fue un hombre, de modo que la dama Ichiteru es inocente de ese crimen -dijo, tratando de adoptar una semblanza de racionalidad. Reprimió el pensamiento de que podría haber contratado a alguien para que comprara el veneno y después asesinase al vendedor-. Aun así, es probable que sepa algo del asesinato de Harume. Solicito permiso para verme con la dama Ichiteru y sacarle la verdad.
En vez de responder al momento, Sano perdió la mirada en la distancia, en un carro de bueyes que avanzaba penosamente por el camino. Después dijo:
– Te ordeno que te mantengas alejado de la dama Ichiteru. Ya has perdido la objetividad con ella, y el castigo por acostarse con la concubina del sogún es la muerte; no puedes permitir que vuelva a pasar. Reiko interrogará a Ichiteru. Mientras investigues el asesinato de Choyei y el ataque a Harume podrás buscar vínculos con Ichiteru, pero aléjate de ella. Lo siento.
A Hirata lo asaltó una nueva ola de aflicción y vergüenza. Sano ya no confiaba en él. ¡Ojalá no hubiera conocido a Ichiteru! La necesidad de venganza lo consumía.
Llegaron al cruce con el camino que salía de Edo en dirección norte.
– Voy a Asakusa. Te veré después en casa. -Sano miró a Hirata de arriba abajo con preocupación-. ¿Estás bien?
– Sí, sosakan-sama -dijo Hirata, y luego observó cómo Sano se alejaba a grupas de su caballo. Pero no estaba bien, y no lo estaría hasta que recuperara la confianza de Sano. De camino al muelle Daikon, decidió que el único modo de conseguirlo era descubrir la prueba que identificara de una vez por todas al asesino de la dama Harume.
Unas cuantas horas de pesquisas por la zona circundante al lugar del asesinato de Choyei mermaron las esperanzas de salvación de Hirata. Las habitaciones de las casas de inquilinos vecinas pertenecían a varones solteros -estibadores y peones- que estaban en el trabajo cuando Hirata llamó a sus puertas y probablemente habían estado ausentes también durante el asesinato. Por tanto, el asesino de Choyei se había escabullido por las callejuelas sin que nadie lo viera. No tuvo mejor suerte en el cercano barrio comercial. Preguntó a gente que recordaba haber visto a muchos hombres con capa y capucha el día anterior, por el frío que hacía. El asesino se había confundido entre la muchedumbre con facilidad. Para el mediodía, Hirata estaba cansado, desanimado y hambriento. Sobre una renglera de escaparates que salía del muelle, vio un cartel que anunciaba anguila fresca. Entró en el local para fortalecer cuerpo y espíritu.
El pequeño comedor que había nada más entrar estaba hasta los topes de parroquianos sentados en el suelo que engullían, sus platos palillos en mano. En la cocina del fondo humeaban enormes ollas de arroz. Los cocineros estampaban a las escurridizas anguilas en sus tablas de madera, las rajaban de las agallas a la cola, les cortaban la cabeza y les sacaban las espinas. Las largas tiras de carne, ensartadas en pinchos de bambú y rociadas con salsa de soja y sake dulce, se asaban sobre el fuego. Las nubes de humo sabroso estimularon el apetito de Hirata y le provocaron una aguda punzada de nostalgia. El restaurante le recordaba a los establecimientos que había frecuentado en sus felices tiempos de doshin. Qué confianza tenía en aquel entonces; ¿cómo iba a saber que su carrera se iría al traste por la traición de una mujer?
Se sentó y pidió la comida al propietario, un hombre robusto al que le faltaban las articulaciones de varios dedos en ambas manos. Los clientes y el personal intercambiaban chismorreos.
El local era a las claras un punto de encuentro del lugar. Después de todo, a lo mejor su viaje no era una pérdida de tiempo. El dueño le llevó la comida: trozos de anguila a la brasa y berenjena en vinagre sobre arroz, con una jarra de té. Hirata se presentó.
– Investigo la muerte de un buhonero ocurrida no muy lejos de aquí. ¿Has oído algo?
El hombre asintió y se secó el ceño sudoroso con un trapo.
– Hoy en día suceden muchas desgracias, pero siempre es un golpe cuando es alguien que conoces.
Hirata empezó a interesarse.
– ¿Lo conocías? -Era la primera persona que admitía una relación con Choyei, que parecía un recluso sin amigos o familia.
– No mucho -confesó el propietario-. Nunca hablaba demasiado; era reservado. Pero comía aquí a menudo. Teníamos un trato: él me dejaba baratos sus productos, y yo recogía mensajes de sus clientes. Se paseaba por toda la ciudad, pero era sabido que se le podía encontrar aquí. -El dueño echó un vistazo a los emblemas de los Tokugawa que Hirata llevaba bordados-. ¿Puedo preguntar por qué un funcionario de alto rango como vos se interesa por un viejo buhonero?
– Vendió el veneno que mató a la concubina del sogún -dijo Hirata.
– Esperad, yo no sé nada de venenos. -El hombre alzó las manos a la defensiva-. Por lo que yo sé, el viejo sólo vendía pociones curativas. ¡Por favor, no quiero problemas!
– No te preocupes -dijo Hirata-. No ando detrás de ti. Tan sólo quiero tu ayuda. ¿Preguntó ayer por el buhonero un hombre que llevaba capa oscura y capucha?
– No. No recuerdo que ayer nadie preguntara por él.
Hirata se sentía defraudado: después de todo aquella pista podía ser un callejón sin salida.
– ¿Había mujeres entre sus clientes? -preguntó con desgana.
– Oh, sí. Muchas, incluso damas ricas y elegantes. Le compraban medicamentos para dolencias femeninas.
El propietario se relajó, contento de desviar la conversación del asesinato, pero a Hirata se le encogió el corazón.
– ¿Una de las damas era alta, muy guapa y elegante, de unos veintinueve años, de pecho abundante y con muchos ornamentos en el pelo?
– Podría ser, pero no hace poco. -Ansioso de disociarse del crimen, el propietario añadió-: Ahora que lo pienso, hace siglos que no ha habido mensajes ni visitantes para el viejo.
Un camarero joven con la cara llena de granos que pasaba con una bandeja de comida se metió en la conversación.
– Excepto el samurái aquel que pasó justo después de que sirviéramos el desayuno de ayer.
– ¿Qué samurái? -exclamaron Hirata y el dueño al unísono.
El camarero repartió cuencos de arroz y anguila.
– El que vi en el callejón cuando saqué la basura. Me amenazó con atravesarme con su lanza si no lo ayudaba a encontrar al buhonero. Así que le dije dónde vivía el viejo. Salió disparado. -El camarero parecía afligido-. ¿Fue él quien lo mató? Supongo que hice mal.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Hirata.
– Mayor que vos. Un tipo feo. -El camarero adelantó la mandíbula para hacer una imitación burlona-. No se había afeitado, y aunque sus ropas eran de las que llevan los caballeros, estaban sucias, como si hubiera dormido al raso.
Hirata no cabía en sí de júbilo. La descripción del hombre y su arma encajaba con la del teniente Kushida, y lo situaba en la zona en el momento de la muerte de Choyei; podía haberse puesto la capa más adelante, para disfrazarse. Aquello lo hacía más sospechoso que la dama Ichiteru. Hirata se tomó su comida y agradeció la colaboración del dueño y el camarero con generosas propinas. Salió del restaurante y envió un mensajero al castillo de Edo con órdenes de buscar a Kushida por el muelle de Daikon. Después cabalgó hacia el mercado donde un asesino había estado a punto de matar a la dama Harume con una daga.
– Os enseñaré dónde ocurrió -dijo el sacerdote que estaba a cargo de la seguridad del templo de Kannon de Asakusa. Antiguo guardia del castillo de Edo, poseía las poderosas facciones de una máscara guerrera de hierro y un vigor inalterado por la amputación del brazo izquierdo, que había acabado con su anterior carrera. Hirata había pasado a buscarlo para repasar el informe oficial sobre el ataque a la dama Harume. En aquel momento salían del templo y entraban en la Naka-mise -dori, la amplia avenida que llevaba de la sala principal a la magnífica Puerta del Trueno.
Asakusa, un arrabal a la orilla del río Sumida, se extendía a ambos lados de la vía que conducía a todos los destinos del norte. Los viajeros a menudo se detenían para tomarse un tentempié y hacer ofrendas en el templo. Su buena situación lo convertía en uno de los barrios de entretenimiento más populares de Edo. Una vocinglera multitud abarrotaba el recinto y se congregaba alrededor de puestos donde se vendían plantas, medicinas, paraguas, dulces, muñecas y figuritas de marfil. El aroma del incienso se mezclaba con el olor tostado de las famosas «galletas de trueno» de Asakusa, hechas con mijo, arroz y judías. El sacerdote consultó un libro de contabilidad encuadernado en tela y se detuvo frente a un salón de té. Cerca, el público vitoreaba a tres acróbatas que volteaban tapas de hierro sobre el borde de sus abanicos mientras hacían equilibrios en una plancha encaramada a unas altas varas de bambú que sostenía un cuarto hombre.
– De acuerdo con la declaración de la dama Harume, ella se encontraba aquí, así. -El sacerdote se situó en la esquina del salón de té, con medio cuerpo en el interior del callejón perpendicular y de espaldas a la calle-. La daga vino desde esa dirección -señaló en diagonal al otro lado de la Kana-mise -dori- y se clavó aquí. -Tocó una estrecha hendidura en el tablón de la pared del salón de té-. El filo atravesó la manga de la dama Harume. Un poco más y la habría herido de gravedad o matado.
– ¿Qué pasó con el arma? -preguntó Hirata.
– Aquí la tengo.
El sacerdote sacó del libro un paquete envuelto en papel. Hirata lo abrió y encontró una daga corta con una afilada hoja de acero rematada por una aguzada punta y con el mango envuelto en tela negra de algodón. Era la clase de arma barata que empleaban los plebeyos, fácil de esconder bajo la ropa o la cama… y más fácil todavía de encontrar.
– Me la quedo -dijo Hirata. La envolvió de nuevo y se la guardó en la faja, aunque tenía muy pocas esperanzas de localizar a su dueño-. ¿Hubo testigos?
– Todos los que la rodeaban miraban en la dirección contraria, a los acróbatas. La dama Harume se había separado de sus acompañantes y estaba muy alterada. O no vio nada o el miedo hizo que se olvidara. Los vendedores de la calle se fijaron en un hombre con capa oscura y capucha que se alejaba corriendo.
El corazón de Hirata dio un vuelco de emoción. ¡El atacante llevaba el mismo disfraz que el asesino de Choyei!
– Por desgracia, nadie vio bien al culpable, y se escapó -se lamentó el sacerdote.
– ¿Cómo? -Aquello lo sorprendía. Las fuerzas de seguridad de Asakusa por lo general mantenían el orden y reducían a los alborotadores con admirable eficiencia-. ¿Nadie lo persiguió?
– Sí, pero el incidente se produjo el Día Cuarenta y Seis Mil -le recordó el sacerdote.
Hirata asintió cabizbajo. Una visita al templo en aquella festividad de verano equivalía a cuarenta y seis mil en cualquier día normal, con el consiguiente número de bendiciones. El recinto debía de estar hasta los topes de peregrinos. Los puestos que aprovechando la ocasión vendían alquequenjes, cuyo fruto ahuyentaba la enfermedad, habrían entorpecido la persecución, mientras que el desorden permitía que el atacante se escabullera. Con un suspiro, Hirata alzó la vista hacia la imponente masa de la sala principal del templo, los tejados escalonados de las dos pagodas. Recordó los santuarios, los jardines, los cementerios, los otros templos y el mercado secundario del interior del recinto de Asakusa Kannon; los caminos que atravesaban los arrozales circundantes; el embarcadero del transbordador y el río. Había un sinfín de escondrijos y de vías de escape para un criminal. El atacante de la dama Harume había elegido bien el lugar y el momento.
– ¿Tienes alguna información más? -preguntó Hirata sin muchas esperanzas.
– Sólo los nombres de todos los que formaban el grupo que salió del castillo de Edo. Reuní a las mujeres y a sus escoltas en el templo y les tomé declaración, según el procedimiento de rutina.
Le mostró el libro, y, de la lista de los cincuenta y tres acompañantes de Harume, un nombre le saltó a la vista: el de la dama Ichiteru. Sintió un nudo en el estómago. Señaló el nombre de la que había sido su amante.
– ¿Qué te dijo?
El sacerdote pasó páginas y encontró la declaración.
– Ichiteru dijo que estaba sola tomando té calle abajo cuando oyó los gritos de la dama Harume. Afirmó que no sabía nada del ataque o de quién podía ser el responsable.
Pero Ichiteru era una mentirosa sin coartada. Al sobrevivir Harume, ¿había recurrido al veneno? Sin embargo, Hirata no quería demostrar su culpabilidad, ni siquiera en aras de cerrar el caso o de la satisfacción de verla castigada. La perspectiva del éxito y la venganza perdía atractivo cuando se imaginaba vivir el resto de sus días sabiendo que lo había engañado una asesina.
– Déjame que vea esa lista otra vez. -Al encontrar al teniente Kushida anotado, experimentó un gran alivio. Kushida encajaba con la descripción general del asesino. La daga no era su arma preferida, pero podía haberla elegido porque era más fácil de esconder que una lanza-. ¿Qué contó Kushida?
– Estaba tan trastornado por su fracaso al proteger a Harume que fui incapaz de determinar su paradero durante el ataque -dijo el sacerdote.
– ¿Lo vio alguien más?
– No. Se habían separado para escoltar a varias damas por el recinto. Todos dieron por sentado que Kushida estaba con un grupo diferente. -El sacerdote frunció el entrecejo-. Conozco al teniente de mis tiempos en el castillo de Edo. No tenía motivos para creer que era sospechoso del ataque o que se convertiría en prófugo de la justicia. De otro modo habría intentado establecer sus movimientos. Lamento haber resultado de tan poca ayuda.
– En absoluto -dijo Hirata-. Me habéis dicho lo que quería saber.
Estaba convencido de que el mismo hombre le había lanzado la daga a Harume, la había envenenado y había silenciado a Choyei. El teniente Kushida había tenido sobrada oportunidad para cometer los crímenes, y carecía de coartadas. Hirata preveía su retorno triunfal a las buenas relaciones con Sano y su autorrespeto.
Todo lo que tenía que hacer era encontrar al teniente Kushida.