20

Un escuadrón de samuráis a caballo avanzaba al paso por un camino a las afueras occidentales de Edo. La divisa de la triple malva real de los Tokugawa decoraba el paramento de las monturas, los estandartes que pendían de las astas acopladas a las espaldas de los jinetes y el enorme palanquín negro que los seguía, cuyas ventanillas abiertas enmarcaban dos rostros.

La dama Keisho-in, con su papada balanceándose al ritmo de las zancadas de los porteadores, contemplaba el paisaje.

– ¡Qué hermoso! -exclamó, admirando el follaje escarlata y oro de los bosques y las colinas neblinosas de más allá. Su cara empolvada y coloreada de carmín exhibía una sonrisa llena de huecos-. Ardo en deseos de ver el emplazamiento de las futuras perreras de los Tokugawa. ¿Ya llegamos?

El hombre sentado frente a ella en la silla de manos la observaba. Tenía un hermoso perfil, de frente alta, nariz larga, ojos de pesados párpados y los labios gruesos y curvados de una estatua de Buda. Su cráneo rapado acentuaba los bien cincelados huesos de su cabeza. A sus cuarenta y dos años, Ryuko llevaba diez como compañero y guía espiritual de la dama Keisho-in. Su relación con ella lo convertía en el sacerdote de más alto rango de Japón, así como en consejero indirecto de Tokugawa Tsunayoshi. Ryuko era quien había sugerido aquella excursión, al igual que otros muchos ardides anteriores. A pesar del frío y la humedad, la dama Keisho-in había accedido, como solía hacer. La había convencido de que debía inspeccionar el edificio de las perreras, un proyecto especial de los dos.

Pero Ryuko albergaba un motivo más personal. Las perreras no estarían finalizadas hasta pasados varios años y, en cualquier caso, su construcción no precisaba de la ayuda de la dama Keisho-in. Ryuko tenía asuntos importantes que tratar con ella, lejos del castillo de Edo y de sus muchos espías. El futuro de la dama -y, por ende, el suyo- podía depender del resultado de la investigación del asesinato de la dama Harume. Debían proteger sus intereses comunes.

– Pronto llegaremos -dijo Ryuko, mientras la arropaba mejor con las mantas. Calentó sus sarmentosas manos de vieja con las suyas y murmuró, más para él que para ella-: Paciencia.

Keisho-in aceptó las atenciones de Ryuko con regocijo. Al cabo de un rato, el palanquín dobló una curva del camino, y Ryuko ordenó a los hombres que se detuvieran. Ayudó a salir a la dama Keisho-in y le pasó por los hombros una capa acolchada. Hacia el este, los campos se prolongaban hasta una aldea de cabañas de juncos; detrás, la ciudad, invisible bajo un denso manto de niebla, se extendía hasta el río Sumida. Al oeste del camino, una gran extensión de bosque había sido reducida a un erial de tocones mellados. Los leñadores seguían talando árboles, y el eco de sus hachas resonaba entre las colinas. Los campesinos serraban los troncos y se llevaban a rastras las ramas, bajo las órdenes de los capataces samurái. Un equipo de arquitectos consultaba los planos trazados sobre enormes hojas de papel. El aire estaba cargado del olor dulce y acre del serrín mojado. La dama Keisho-in se quedó boquiabierta de asombro.

– ¡Qué maravilla!

Se apoyó en el brazo de Ryuko, salió del camino y se contoneó con afectación hacia el lugar de las obras.

Cuando los peones se arrodillaron e hicieron reverencias a su paso y los arquitectos se acercaron para presentar sus respetos, Ryuko indicó a todo el mundo que volviera al trabajo. Quería que el ruido enmascarara su conversación. Pero antes, la visita guiada, para cumplir con el propósito aparente de la expedición.

– Aquí estará la entrada principal, con estatuas de perros a las puertas -indicó Ryuko mientras conducía a la dama Keisho-in hacia el extremo oriental del claro. Poco a poco la paseó por todo el terreno-. Aquí habrá salas que albergarán jaulas suficientes para veinte mil perros. Las paredes estarán decoradas con cuadros de bosques y campos, para que los animales se sientan como si estuvieran al aire libre.

– ¡Perfecto! -exclamó la dama Keisho-in, con los ojos muy abiertos-. Ya me lo imagino todo.

Durante la visita, Ryuko dividió su concentración en dos partes, según un arraigado hábito. Con la más amplia se concentraba en la dama Keisho-in, en busca de indicios de que empezara a sentir frío o cansancio, anticipando su necesidad de halagos. Dado que su fortuna dependía de su relación, no podía permitirse contrariarla. Con el resto de su cerebro se observaba a sí mismo y supervisaba su actuación. Veía a un esbelto hombre santo con modestas sandalias de madera y un grueso manto de seda marrón sobre la túnica azafrán. Su mirada poseía una intensidad sabia y penetrante que había ensayado ante el espejo hasta que llegó a ser natural. Sus ademanes eran dignos; su voz, elegante y cultivada. No quedaba ni rastro de sus orígenes humildes.

Huérfano a los ocho años, Ryuko había llegado a Edo en busca de fortuna. Halló cobijo en el templo de Zojo, donde los sacerdotes lo habían alimentado, refugiado, vestido y educado. A los quince años había hecho los votos religiosos. Sin embargo, sus trágicas experiencias de juventud lo habían dotado de dos rasgos contradictorios que le impedían sentirse realizado con su vocación.

Ryuko odiaba la pobreza con toda la pasión abrasadora de su alma. Jamás olvidaría los rigores de la vida del campesino, el trabajo de sol a sol en los campos, la falta de comida y de esperanzas de una existencia mejor. Como joven sacerdote, Ryuko había trabajado sin descanso para aliviar los sufrimientos de los pobres de Edo. Solicitó donaciones y las repartió entre los necesitados. Su trabajo financiaba la atención a los huérfanos del templo de Zojo. Pronto se ganó una reputación de hombre de carácter desinteresado y misericordioso. Los menesterosos lo veneraban; sus superiores lo colmaban de alabanzas por mejorar la imagen de la secta. Mas otro anhelo movía a Ryuko. También recordaba cuando se postraba en el suelo al paso del daimio local. El caballero Kuroda y sus vasallos montaban caballos con magníficas gualdrapas. Tenían la cara rechoncha de la comida obtenida con el sudor de los campesinos. Pegaban a quien no lograse alcanzar su cuota de la cosecha. ¡Cómo los odiaba Ryuko! Y cómo envidiaba su riqueza y poder. Quería ser como ellos, en vez de un pobre campesino.

Aquel deseo creció durante sus primeros años como sacerdote. En Zojo -templo familiar del clan Tokugawa- tuvo todas las oportunidades del mundo para observar el esplendor que podía comprar el dinero. Budista devoto, Ryuko deseaba la iluminación espiritual que lo liberara de aquellas cuitas mundanas. Oró con mayor ahínco; redobló su tarea caritativa. Empleó su don natural para la política y trepó en el escalafón del templo. Sin embargo, todavía ansiaba más riqueza y poder.

Entonces conoció a la dama Keisho-in.

– Y esto será la sala de audiencias de su excelencia cuando visite las perreras -le dijo a su protectora.

– ¡Espléndido! -La dama Keisho-in se regocijó y dio vueltas con excitación de niña-. La benevolencia de mi hijo convencerá a la fortuna de que le dé un heredero. Queridísimo Ryuko, ¡qué sabio fuiste al recomendar la construcción de las perreras!

Cuando, después de demasiados años, Tsunayoshi seguía sin descendencia, éste había empezado a preocuparse por la sucesión de los Tokugawa. Ni él ni sus consejeros veían con buenos ojos la idea de designar a un familiar como siguiente dictador y ceder el poder a una rama distinta del clan. De ahí que la dama Keisho-in acudiese a Ryuko en busca de ayuda. Por medio de la oración y la meditación, había descubierto una solución mística para el problema. Tokugawa Tsunayoshi debía ganarse el derecho a un heredero expiando los pecados de sus ancestros mediante algún acto de generosidad. Puesto que había nacido en el año del perro, ¿qué mejor gesto que otorgar su protección a esos animales?

Por consejo de Ryuko, la dama Keisho-in había persuadido a Tokugawa Tsunayoshi de que proclamara los Edictos de Protección a los Perros, que favorecían la meta de Ryuko de fomentar el bienestar de los animales de acuerdo con la tradición budista. Cuando esta medida no produjo los resultados deseados por el sogún, Ryuko propuso un acto más drástico: el embellecimiento de la perrera. Se recaudaron fondos procedentes de varios daimio; los mejores carpinteros de Edo construirían la estructura. Ryuko estaba seguro de que el afortunado nacimiento de un heredero Tokugawa sería inminente, lo cual reforzaría la influencia de Keisho-in sobre Tsunayoshi, y por tanto la suya propia. Pero eso sería en el futuro. En el presente lo que Ryuko quería era asegurarse de que vivieran para verlo.

– Venid a descansar, mi señora. -Sentó a su protectora en un tocón, lejos de los escoltas que los esperaban-. Podemos observar los trabajos de la obra y disfrutar de un poco de conversación antes de volver al castillo.

La dama Keisho-in se acomodó con un resoplido de alivio.

– Ah, qué bien. Eres tan considerado, querido. Y bien, ¿de qué podemos hablar?

Ryuko estudió su familiar semblante y aspiró su habitual olor a perfume, a humo de tabaco y a edad provecta. Llevaban tanto tiempo juntos… Había memorizado sus necesidades, sus hábitos, sus preferencias, toda la información esencial para conservar su favor. Pero ¿hasta qué punto conocía de verdad a la mujer más poderosa de Japón? Con una nostalgia agudizada por los peligros del momento, recordó el día en que se habían conocido.

Tokugawa Tsunayoshi acababa de acceder al cargo de sogún, y la dama Keisho-in había acudido al templo de Zojo a orar por un largo y próspero mandato para su hijo. Vio a Ryuko entre los sacerdotes congregados para rendir homenaje a la madre de su señor. Su fea y avejentada cara adquirió una expresión de deleitoso desconcierto, una reacción que Ryuko suscitaba a menudo entre las fieles que admiraban a los sacerdotes guapos. Detuvo su procesión hacia la sala del templo y le pidió que se presentara. Se había encaprichado con él, como le pasaba con otros jóvenes que satisfacían su necesidad de compañía y de sexo. Lo convirtió en su guía espiritual privado y lo trasladó del templo de Zojo a unos aposentos en el castillo de Edo para que ella pudiera disponer de su consejo siempre que fuera necesario. La dama Keisho-in los colmó de regalos a él y a su orden religiosa. El complejo del templo creció en magnificencia; sus habitantes prosperaron. Keisho-in seguía al pie de la letra las recomendaciones de Ryuko, a menudo convenciendo al sogún para que hiciera lo mismo. El dinero salía a espuertas de las arcas de los Tokugawa para financiar filiales del templo y obras de caridad. A Ryuko, la relación con una mujer fea que le llevaba veinte años le parecía un precio muy bajo.

Ni amaba ni deseaba a su señora, pero fomentaba su antojo por él. Renunció a su vida monástica y se convirtió en su amante. Aguantaba sus cambios de humor y sus exigencias; halagaba su vanidad. Por debajo del desprecio que le inspiraba su estupidez, una profunda sensación de camaradería lo unía a la dama Keisho-in. Los dos eran plebeyos que habían ascendido a alturas impensables. Y le estaba realmente agradecido por haberle conferido todo lo que necesitaba: riqueza y poder; realización espiritual y la oportunidad de hacer el bien.

Con este acuerdo mutuamente satisfactorio habían pasado una década juntos. Ryuko esperaba que aquel estado de cosas se prolongase de forma indefinida. Keisho-in, saludable para tratarse de una anciana, no parecía en peligro de muerte inminente. Tokugawa Tsunayoshi era lo bastante joven para ejercer de sogún muchos años más, cosa que probablemente haría si no surgía un heredero. Pero después del asesinato de la dama Harume, el futuro parecía incierto. Ryuko sabía lo rápido que las fortunas podían ascender y caer en el bakufu; en ocasiones, un mero rumor bastaba para destruir una vida. Las pesquisas del sosakan-sama suponían una grave amenaza para la dama Keisho-in. Y la amenaza tenía tentáculos, como un pulpo, que podían estirarse y estrangular a cualquiera de sus allegados, incluyendo a Ryuko.

– Mis fuentes me cuentan que el sosakan Sano se está esforzando a conciencia en la investigación del asesinato de la dama Harume -dijo Ryuko, entrando con cautela en materia. Tenía que ser muy cuidadoso al manejar a la dama Keisho-in-. Hay detectives por todo el Interior Grande. Hirata tiene pistas sobre la fuente del veneno. El teniente Kushida está bajo arresto, pero todavía no ha sido acusado de asesinato. Parece que Sano no busca una salida fácil. Más bien está confirmando su reputación de buscar la verdad sin atender a las consecuencias.

Ryuko hizo una pausa. Y, dado que Keisho-in rara vez respondía a las insinuaciones sutiles, añadió una advertencia más clara:

– Bajo estas circunstancias uno debería tomar precauciones.

– Oh, sí, Sano es un detective estupendo -dijo la dama Keisho-in, ajena al mensaje-. Y me gusta el joven Hirata. Creo que yo también le gusto. -Soltó una risilla.

Podía ser tan frívola, ¡incluso en un momento como ése! Ryuko ocultó su impaciencia.

– Mi señora, la investigación de Sano podría revelar información perjudicial para… mucha gente. Nadie está a salvo de su escrutinio.

– Dices las cosas de un modo que no puedo entender -protestó Keisho-in-. ¿De qué estás hablando? ¿Quién está en peligro?

Su falta de luces lo obligaba al discurso llano.

– Vos, mi señora -dijo Ryuko a regañadientes.

– ¿Yo? -Los ojos legañosos de Keisho-in se abrieron de sorpresa. Estaba claro que no había pensado cómo podía afectarla la investigación. Después sonrió y le dio unas palmaditas a Ryuko en el brazo-. Agradezco tu preocupación, querido, pero no tengo nada que temer de Sano ni de ningún otro.

Ryuko estudió confuso su cándido semblante. Después de todos aquellos años se consideraba un experto en leerle el pensamiento, pero en ese momento era incapaz de distinguir si le decía la verdad.

– Vuestra relación con la dama Harume era…, digamos…, menos que inocente -le recordó.

Ella soltó una alegre carcajada que dio paso aun ataque de tos, y Ryuko tuvo que golpearle la espalda antes de que pudiera continuar.

– ¡Ay, querido, eres tan mojigato! ¿Qué más da que Harume y yo disfrutáramos de vez en cuando de un poco de diversión en la cama? ¡Seguro que nadie va a pensar que tiene algo que ver con el asesinato!

El sosakan Sano podía considerarlo relevante, si llegaba a enterarse. Los chismorreos se extendían como la pólvora en el Interior Grande, y Ryuko temía que a alguien se le escapara algo con uno de los detectives de Sano.

– No hay nada de lo que preocuparse, querido -dijo Keisho-in.

¿Quería decir que lo había arreglado todo tan bien que Sano jamás se enteraría de nada que pudiera perjudicarla? Ryuko no confiaba en que su patrona hubiese sido capaz de conseguir algo así: lo normal era que dependiera de él para la gestión de los asuntos delicados. Ansiaba plantearle a Keisho-in unas cuantas preguntas directas sobre Harume, pero el cauto político que llevaba dentro en realidad no quería oír las respuestas. Si el sosakan Sano la acusaba de asesinato, la única defensa de Ryuko contra los cargos de conspiración sería la falta de información comprometedora. De modo que se limitó a resolver la cuestión de la mutua supervivencia.

– Le concedisteis al sosakan Sano acceso al Interior Grande sin consultármelo -dijo Ryuko-. Un tanto imprudente, tal vez. Recomiendo tomar medidas para bloquear sus indagaciones.

Con una mueca de irritación, Keisho-in descartó la sugerencia, en una nueva muestra de sus muchas contradicciones.

– Deja de hablar con acertijos, querido. Que Sano indague todo lo que quiera. ¿A mí qué más me da? -Hinchó el pecho en señal de superioridad moral-. No soy ninguna asesina. Soy inocente.

¿De verdad?, pensó Ryuko. Keisho-in tenía un historial de enamoramientos locos de hombres y mujeres más jóvenes, como Harume, que irremisiblemente se quedaban cortos al satisfacer su inmensa necesidad de adoración. Cuando los romances terminaban, la dama Keisho-in era presa de una furia histérica. Normalmente, Ryuko la aplacaba engatusándola o bien ella se distraía con una nueva aventura. Pero, en ocasiones, Keisho-in se volvía vengativa. Concretamente, a Ryuko lo obsesionaban dos episodios.

En uno la afectada había sido una concubina llamada Melocotón; en el otro, un guardia de palacio. Ambos habían desaparecido como por encanto del castillo de Edo después de defraudar a la dama Keisho-in. Los confidentes de Ryuko lo habían informado de que su señora había formulado quejas sobre sus amantes al alto mando militar de los Tokugawa. Sin embargo, nadie parecía saber adónde habían ido a parar Melocotón y el guardia, ni si estaban vivos o muertos. Ryuko suponía que la dama Keisho-in había ordenado su muerte. Si Sano llegaba a enterarse de aquello, pensaría que había dispuesto una venganza similar para la dama Harume. Ryuko tenía que conseguir que ella viera el peligro en que incurría al dar su visto bueno a la investigación.

– Harume pasaba un tiempo considerable en la alcoba de su excelencia -dijo-. ¿Y si se hubiese quedado embarazada?

– Eso es lo que quería mi hijo, y yo también -replicó perpleja. Miró en derredor, hacia el claro donde los arquitectos deliberaban afanosos, y los leñadores serraban-. ¿Por qué si no lo habría instado a hacer todo esto?

A Ryuko se le ocurría otro motivo para que hubiera abogado por la perrera. Demostrar misericordia hacia los perros le traería buena suerte a Tokugawa Tsunayoshi, pero el sogún tenía que poner algo de su parte para engendrar un hijo. ¿Fomentaba la dama Keisho-in las acciones espirituales con la esperanza de que descuidara las físicas?

– Permitidme expresarlo de otro modo. -Caminando de un lado a otro, Ryuko hizo acopio de la poca paciencia que le quedaba-. ¿Qué creéis que os sucedería si naciese un heredero?

La dama Keisho-in rompió a reír.

– Sería la abuela más feliz del mundo.

Acunó en sus brazos a un bebé imaginario y empezó a arrullarlo.

¿Era tan inocente como parecía? Todo matrimonio albergaba secretos, y su unión, se le ocurrió a Ryuko, no era una excepción. Obligado a hablar a las claras, dijo:

– Si la dama Harume le hubiese dado un heredero a su excelencia, se habría convertido en su consorte oficial. Habría ocupado vuestro puesto como primera dama de Japón.

– Eso no sería más que una formalidad. -La dama Keisho-in se cruzó de brazos, de pronto altiva y molesta-. Yo soy la madre de Tsunayoshi. No hay mujer que pueda ocupar mi lugar en su afecto. El depende de mi consejo. ¡Vamos, no podría gobernar el país sin mí!

– A vuestro hijo no lo complacen las responsabilidades de ser sogún -dijo Ryuko, evitando la cuestión de si Tokugawa Tsunayoshi gobernaba en realidad el país-. Le gustaría más volcarse en la religión o el teatro. -«O en los jovencitos», pensó Ryuko sin llegar a decirlo. La dama Keisho-in se negaba a admitir la preferencia de su hijo por el amor masculino-. Con el nacimiento de un heredero, la sucesión habría quedado garantizada. Su excelencia podría haberse valido de ello como excusa para abdicar de su dignidad y nombrar a un consejo de regentes que dirigieran el gobierno hasta la mayoría de edad del chico.

Esa predicción sobre el comportamiento del sogún era compartida por muchos miembros astutos del bakufu, pero los rasgos de la dama Keisho-in se juntaron en un mohín de testarudez.

– ¡Eso es ridículo! Mi hijo es un caudillo abnegado. No se retirará hasta que la muerte se lo lleve de este mundo. Y no necesita un consejo para llevar el gobierno mientras tenga a su madre a su lado. Me quiere y confía en mí.

Sin embargo, Tokugawa Tsunayoshi también confiaba en Sano; Ryuko había observado cómo la influencia del sosakan crecía con cada día que pasaba. Incluso el más leve indicio de sospecha podía poner en peligro la relación de Keisho-in con el sogún, que temía y aborrecía la violencia. Si llegaba a pensar que su madre podía ser una asesina, tal vez le diera la espalda y buscara otra mujer que hiciera las veces de madre y confidente; probablemente la dama Ichiteru. La taimada concubina había recuperado su favor tras la muerte de Harume; ya había engendrado dos hijos, si bien nacieron muertos; y era seguro que aprovecharía la coyuntura para mejorar su posición.

¿Y qué pasaría entonces con Ryuko?

– Os lo ruego, mi señora -insistió-. Suponed por un momento que hubiera un heredero y que vuestro hijo se retirase. ¿Quién dispondría de mayor influencia sobre el consejo regente? ¿Vos, la madre del antiguo sogún retirado, o la madre del próximo?

La voz meliflua de Ryuko se tornó áspera con la agitación; se inclinó sobre Keisho-in y la cogió de las manos.

– Si Harume no hubiese muerto, podríais haber perdido vuestra posición como dirigente del Interior Grande, vuestros privilegios, vuestro poder. El sosakan Sano se dará cuenta de ello tarde o temprano, si es que no se lo ha imaginado ya. ¡Os arriesgáis a ser su principal sospechosa!

Al otro lado del claro, un roble enorme cayó al suelo con estrépito. Sus ramas oscilaron y crujieron: los estertores de un gigante. Los campesinos empezaron a serrar y acarrear el cadáver del árbol. Mientras la dama Keisho-in lo observaba, su rostro adquirió una expresión astuta y calculadora que Ryuko nunca había visto con anterioridad. Parecía verdaderamente inteligente. Ryuko sintió la mano gélida de la consternación en sus entrañas. ¿Por fin se daba cuenta de lo precario de su situación? ¿O siempre lo había sabido?

La dama Keisho-in alzó lentamente la vista hacia Ryuko. De un tirón, le indicó que se pusiera de rodillas hasta que sus caras casi se tocaron. De la suya había desaparecido todo rastro de afable estupidez.

– Dime, querido -dijo taladrándolo con la mirada-. ¿Te preocupa tanto la investigación del asesinato por mí o por ti? ¿Te has metido en algún lío?

Las palabras, emitidas en una nube hedionda de aliento a tabaco y dientes podridos, flotaron sobre Ryuko. El estupor lo desorientaba. Le vino a la mente un campo de batalla tras la guerra, el olor de la carroña transportado por el viento. A pesar de todos sus desvelos por la causa de la caridad y la difusión de la espiritualidad, en su vida se habían producido incidentes que manifestaban su codicia, su ambición y su crueldad. ¿Y si Sano los descubría? Seguramente sospecharía que Ryuko había asesinado a Harume por Keisho-in, para protegerla a ella y, al mismo tiempo, su posición. Pero, a la vez que se imaginaba ante el verdugo, el artero político que llevaba dentro veía un modo de aprovechar la situación en beneficio propio.

– Sí, mi señora -dijo, inclinando la cabeza como si realizase una confesión vergonzosa. No era mentira. Había ideado y ejecutado complots concebidos para secundar sus intereses y los de Keisho-in, con o sin su aprobación. Se preguntaba cuánto sabría o supondría ella sobre él, y hasta qué punto su mala memoria la habría permitido olvidar cosas que habían hecho juntos. Si lo acusaban del asesinato de la dama Harume, ¿lo sacrificaría Keisho-in para salvarse ella?-. Temo que el sosakan Sano descubra lo que he hecho.

Para su gran alegría, Keisho-in reaccionó exactamente del modo que había esperado. Lo envolvió en un abrazo asfixiante y declaró:

– No me importa si has hecho algo malo, sobre todo si lo hiciste por mí. Te quiero y te apoyaré. -Ryuko escondió una sonrisa contra el pecho de Keisho-in. Que creyera o fingiese creer que él había matado a Harume, si eso era lo que hacía falta para asegurar su complicidad. Desde ese momento iban a estar los dos a salvo de las acusaciones de asesinato y traición-. ¡Mientras yo viva, nadie te tocará un pelo!

La dama Keisho-in le dio unas palmaditas en el cráneo rapado y se rió de su propio chiste.

– Tengo frío -dijo después-, y este tocón me está haciendo daño en el trasero. Volvamos al castillo. Cuando lleguemos, me encargaré del sosakan Sano. Tú dime lo que tengo que hacer. No tienes que preocuparte por nada, mi queridísimo Ryuko.

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