24

Los nueve hombres a los que Sano había encargado la investigación en el Interior Grande lo abandonaban en fila, expulsados por orden del sogún. Hirata y él, que esperaban a las puertas de palacio, alcanzaron al detective al mando cuando el grupo regresaba a casa a través de la noche.

– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó Sano.

El detective Ozawa, un hombre de rasgos planos que había trabajado como espía de la metsuke, movió la cabeza.

– Ni veneno ni pistas por ninguna parte.

A lo largo de los pasajes amurallados del castillo, las antorchas encendidas humeaban en la niebla. Los búhos ululaban en el coto del bosque; de punta a punta de la ciudad aullaban los perros. El encanto melancólico del otoño siempre había seducido al poeta que Sano llevaba dentro, pero en aquel momento sus connotaciones de muerte le abatían el ánimo.

– ¿Qué hay de los interrogatorios?

– Nadie sabe nada -respondió Ozawa-, lo cual podría significar que dicen la verdad, que tienen miedo de hablar o que alguien les ha ordenado que no lo hagan. Yo me quedo con lo último.

– ¿Habéis registrado los aposentos de la dama Keisho-in?

Ozawa lo miró sorprendido.

– No. No sabía que queríais que lo hiciéramos, y además habríamos necesitado un permiso especial de ella. ¿Por qué?

– No importa -dijo Sano-, no pasa nada.

– La verdad es que da igual que nos vayamos -explicó Ozawa-. Podríamos habernos pasado el resto del año en el Interior Grande sin enterarnos de nada.

Eso era de poco consuelo para Sano, porque el edicto del sogún lo privaba no sólo del acceso a los aposentos de la dama Keisho-in y a quinientos testigos potenciales, sino también a otra sospechosa importante: la dama Ichiteru. Al pensar en ella se acordó de la desagradable tarea que tenía por delante aquella noche.

Cuando llegaron a la mansión de Sano, los detectives se dirigieron hacia los barracones.

– Vamos a mi despacho -le dijo Sano a Hirata.

Allí, al calor de los braseros y las tazas de sake, se arrodillaron uno frente al otro. Hirata presentaba un estado lamentable, con la cabeza baja en anticipación a la reprimenda. Sano se armó de voluntad para hacerse insensible a la pena. Había sido demasiado permisivo con el comportamiento sospechoso del vasallo. Aquella tarde había comprometido su trabajo, tal vez de modo irreparable. Sano odiaba la perspectiva de arriesgar esa amistad que valoraba por encima de cualquier otra, pero aquella vez estaba decidido a obtener unas cuantas respuestas.

– ¿Qué pasó durante tu entrevista con la dama Ichiteru, y por qué has dejado que tus superiores creyeran que era inocente? -preguntó.

– Lo siento, sosakan-sama -respondió Hirata con voz vacilante-. No hay excusa para lo que he hecho. Yo… La dama Ichiteru… No logré que contestara a mis preguntas, así que en verdad no sé si mató ella a la dama Harume. Ella… ella me confundió…

Su mirada se iluminó con el recuerdo. Después bajo la vista, como sorprendido en un acto vergonzoso.

– No debería haber hablado en la reunión. Cometí un grave error. Tendríais que despedirme. Me lo merezco.

Sano estaba atónito. Acostumbrado a confiar en su vasallo mayor, se sentía como si hubieran arrancado una viga maestra de la armazón de su cuerpo de detectives. Pero la furia de Sano se aplacó a la vista de la humildad de Hirata.

– Después de todo lo que hemos pasado juntos, no voy a despedirte por un solo error -dijo. Lleno de alivio, Hirata parpadeó con los ojos humedecidos. Sano tuvo el tacto de afanarse sirviendo otra una taza-. Ahora, concentrémonos en el caso. Hemos perdido nuestra oportunidad de interrogar a la dama Ichiteru de forma oficial, pero tiene que haber más métodos de obtener información sobre ella.

Bebieron, e Hirata, no muy convencido, dijo:

– Tal vez aún podamos hablar con Ichiteru. -De debajo de su quimono sacó una carta y se la entregó.

En cuanto Sano la leyó, el entusiasmo eclipsó su depresión.

– ¿Tiene información sobre el asesinato? Quizá sea ésta la oportunidad que necesitábamos.

– ¿Es que creéis que debo ir? -Un destello de loca alegría asomó a los ojos de Hirata antes de que la consternación los nublara-. ¿A ver a la dama Ichiteru, a solas, en el lugar que ella describe?

– Es a ti a quien quiere ver -respondió Sano-. Tal vez no esté dispuesta a hablar con nadie más. Y no podemos ponerla en peligro, ni transgredir las órdenes del sogún, yendo a verla al castillo.

– ¿Confiáis en mí para una entrevista tan crucial? ¿Después de lo que he hecho? -Hirata daba muestras de incredulidad.

– Sí -dijo Sano-, confío en ti.

Tenía un doble propósito al enviar a Hirata al encuentro: quería la información de la dama Ichiteru, pero también pretendía que su hombre recuperase la confianza en sí mismo.

– Gracias, sosakan-sama. ¡Gracias! -dijo Hirata con ferviente gratitud, e hizo una reverencia-. Prometo que no os fallaré. Resolveremos este caso.

Cuando Hirata se hubo ido, Sano se acercó a su escritorio. Al leer los informes de sus detectives, deseó poder compartir la fe de Hirata. Sus hombres habían interrogado a todos los miembros de la casa de los Miyagi; ninguno admitió haber manipulado la tinta o haber visto a nadie que lo hiciera. Habían seguido el rastro del frasco hasta la dama Harume. El mensajero que lo entregó aseguraba no haber abierto el paquete sellado, ni haberse detenido en ningún momento por el camino. Los interrogatorios a los guardias del castillo que habían recibido el paquete, al criado que lo llevó hasta el Interior Grande y a las muchas personas con posible acceso al frasco durante su trayecto se habían demostrado infructuosos.

Sano se frotó las sienes, donde palpitaba un insidioso dolor de cabeza; no tendría que haber tomado licor con el estómago vacío. Su viaje al pasado de la dama Harume había hecho que el caso resultara más desconcertante; seguía creyendo que los hechos de su vida estaban relacionados con el asesinato, pero no lograba establecer la conexión. Se sentía vacío de energía, necesitado de solaz. ¿Dónde estaba el reposo que había esperado encontrar en el matrimonio?

De pronto, sintió la presencia de Reiko: una sensación mental vagamente parecida a las ondas de un arroyo lejano. Se dio cuenta de que la había estado sintiendo desde que llegara a casa: en el espacio de apenas tres días, había entrado en sintonía con su esposa. Siempre sabría cuando estaba cerca. El matrimonio había obrado aquella extraña magia a pesar de los conflictos que los separaban. ¿Lo sentía Reiko también? La idea le dio la esperanza de una oportunidad para la comprensión y la armonía mutuas. Entonces, a medida que la sensación iba en aumento y oía el crujido del entarimado bajo sus pasos suaves, se olvidó de las contrariedades de su jornada. Ella se acercaba. Tenía el corazón desbocado y la boca seca.

Una llamada a la puerta: tres golpes quedos y firmes.

– Adelante. -La voz de Sano sonó ronca por los nervios, y tuvo que aclararse la garganta.

Se abrió la puerta, y Reiko entró la habitación. Llevaba una bata roja estampada con medallones dorados, cuyos suntuosos pliegues acentuaban las delicadas pero seductoras curvas de su figura. La melena hasta las rodillas la envolvía como un manto negro y brillante. Parecía desesperadamente bella e inalcanzable. En su porte orgulloso, Sano veía generaciones de ancestros samuráis. Su mirada era fría cuando se arrodilló a una buena distancia de Sano e hizo una reverencia. Su voz sonó desapasionada.

– Buenas noches, honorable esposo.

– Buenas noches -dijo Sano, helado por su seriedad-. ¿Has tenido un buen día?

– Sí, gracias.

«¿Adónde has ido? -quería preguntarle Sano-. ¿Qué has hecho?» Pero aquellas preguntas sonarían a interrogatorio, y probablemente ocasionarían otra pelea. Sano controló su tendencia a arremeter contra cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y la verdad. El matrimonio le estaba enseñando a tener paciencia. Se sentía como si hubiese envejecido años desde que se casara, como una maduración lenta y penosa en el papel de marido. Prefirió esperar a que Reiko hablase. ¿No indicaba su visita que deseaba su compañía?

– Mi padre vino a verme cuando no estabas -anunció Reiko-. Desea verte mañana por la mañana a la hora del dragón en el Tribunal de Justicia.

Al darse cuenta de que sólo había ido a transmitirle aquel mensaje, Sano experimentó el agudo chasco del desengaño.

– ¿Te ha dicho para qué?

– Sólo me ha dicho que hay un juicio que cree que te interesará. Le he preguntado si tenía algo que ver con tu investigación, pero no ha querido decírmelo. -Su boca se torció en una amarga sonrisa-. Como tú, opina que no es de mi incumbencia.

Con dificultades, Sano rehuyó el anzuelo.

– Gracias por traerme el mensaje.

¡Cómo ansiaba tocarla! Se imaginaba el brillo sedoso de su cabello entre los dedos, la suave flexibilidad de su cuerpo contra el de él. El hipnótico aroma del jazmín surcó la distancia que los separaba. Por extraño que pareciera, su fuerza de voluntad sólo aumentaba la atracción que sentía por ella. Ganarse el amor de aquella esposa soberbia sería una conquista mayor que dominar a una mujer más débil. La batalla requeriría menos fuerza bruta que estrategia inteligente, la habilidad de la que se enorgullecía en su trabajo como detective. Su ardor guerrero se crecía ante el desafío.

Reiko hizo otra reverencia que indicaba su intención de irse. En busca de un modo de retenerla consigo, Sano dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– En cuanto a lo de anoche… Siento si te hice daño al empujarte fuera del alcance del teniente Kushida.

– No me hiciste daño. -La voz de Reiko permaneció fría, su expresión implacable-. Y tú necesitabas mi ayuda más que yo tu protección. ¿Por qué no lo reconoces y punto?

Aquello no llevaba a ninguna parte, excepto a un mayor distanciamiento. Presa de la desesperación, Sano farfulló:

– Esa estocada que empleaste contra Kushida me pareció admirable.

Reiko abrió mucho los ojos al oír el cumplido.

– Gracias, pero no fue nada. -A sus mejillas asomó un favorecedor rubor de placer-. Es sólo algo que aprendí de un tratado de artes marciales de Kumashiro.

– ¿Has leído las obras de Kumashiro?

Le había llegado a Sano el turno de sorprenderse. El gran espadachín que había vivido hacía doscientos años era uno de sus héroes. En aquel momento su amor por la historia de las artes marciales se imponía sobre su creencia de que una mujer no debía practicarlas. De repente él y Reiko discutían el kenjutsu. Dado que ella había leído tanto como él, fue una de las conversaciones más satisfactorias que jamás había sostenido sobre el tema. La inteligencia de Reiko lo impresionaba, y le encantaba verla resplandecer de entusiasmo. Reiko se acercó a él y relajó su postura; su sonrisa era el fiel reflejo del placer de Sano ante su común interés. El detective empezaba a creer que ella había ido allí porque quería verlo: al fin y al cabo, podría haber enviado a una criada a transmitir el mensaje de su padre. Ella también notaba la atracción que chispeaba entre ellos.

Entonces, en plena discusión apasionada sobre los méritos de un estilo concreto de esgrima, Sano se dio cuenta de que estaba cometiendo el mismo error del que se arrepentía el magistrado Ueda: fomentar el interés de Reiko en actividades poco femeninas.

Su expresión debió de manifestar su desaliento, porque Reiko dejó de hablar en mitad de una frase. La tristeza sofocó la luz de sus ojos; le había leído el pensamiento.

– Se ha hecho tarde -dijo ella con pesar-. No interrumpiré más tu trabajo.

Con la desaparición de su camaradería, la habitación parecía enfriarse por momentos.

– Buenas noches, honorable esposo -dijo Reiko con una reverencia, después de levantarse.

– Espera -dijo Sano.

Cuando se detuvo junto a la puerta, con una pregunta en su mirada, quería decirle: «Investigar la vida de la dama Harume me ha abierto los ojos. Entiendo lo que significa ser mujer en un mundo regido por los hombres. Me doy cuenta de lo cruel que es una sociedad que pone límites a la existencia de las mujeres. ¡Sé cómo te sientes!»

Mas ¿cómo podía afirmar que entendía la posición de Reiko, sin dejar de perder la suya? No quería verla implicada en una investigación de asesinato que se había hecho más peligrosa, si cabe, desde la irrupción de la dama Keisho-in como sospechosa. Todavía dudaba sobre su capacidad para lograr algo que compensara el hecho de poner en peligro su vida. Saberlo haría que Reiko rechazase su simpatía como una simple treta para ganarse su afecto en contra de su voluntad. Sano buscó desesperadamente un tema neutral de conversación, pero cualquier cosa que dijera les llevaría a la cuestión capital de la independencia de Reiko -la autoridad de Sano- y a otra pelea.

– Buenas noches -dijo Sano, al fin.

Con un susurro de prendas de seda y una brisa de jazmín, Reiko salió y cerró la puerta con suavidad. Más descorazonado que nunca, Sano se quedó a solas tras su escritorio. Su presencia aún flotaba en el aire: un arroyo claro que gota a gota horadaba su paso a través del lecho de roca del alma de Sano. Pero, a menos que lograran superar de algún modo aquel terrible punto muerto, estaban condenados a vivir como extraños, juntos pero distantes. El amor parecía un sueño imposible.

En contra de su sentido común, Sano se sirvió otra taza de sake. Después, entre sorbo y sorbo del tibio licor, volvió sus pensamientos hacia otro amante desdichado, el teniente Kushida. El guardia de palacio suponía la mejor oportunidad que tenía Sano para cerrar con prontitud la investigación y salvar la vida. Sin embargo, al leer por encima el informe de los detectives sobre Kushida, sus ánimos flaquearon todavía más. No habían encontrado ninguna prueba incriminatoria en su biografía o su vivienda. Aquello devolvía a Sano al punto de partida: la declaración de Kushida y el intento de robo.

Alargó el brazo hacia los estantes empotrados del gabinete de su despacho y cogió el diario de la dama Harume. Al hojearlo volvió a preguntase por qué habría querido llevárselo el teniente Kushida. Entonces Sano descubrió algo que antes se le había pasado por alto. Acercó el diario abierto a la lámpara para estudiarlo más de cerca.

Los márgenes estaban llenos de minúsculas marcas de tinta, allí donde el cordón de seda unía las páginas. Sano desató el cordón y separó las hojas. Las marcas eran los finos remates de unos caracteres que la dama Harume había escrito en el borde interior de las páginas centrales, para después ocultarlos con la encuadernación. En el orden correcto, rezaban:


Juntos en las sombras entre dos existencias,

piel con piel desnuda,

tu aliento se une al mío; tus suspiros llenan mis abismos

y nuestra sangre canta al ritmo de un solo latido.

Exploras los lugares secretos de mi cuerpo

y yo me abro a tu contacto…

Ah, si tan sólo pudiera tomarte de una vez en mi interior

para que nunca nos separásemos.

Pero, ¡ay!, tu rango y tu fama nos ponen en peligro.

Nunca pasearemos juntas al sol.

Mas el amor es eterno; me perteneces para siempre,

y yo a ti, en espíritu, si no en matrimonio.


Sano releyó los versos con júbilo contenido. La expresión de amor eterno de Harume no cuadraba con las quejas de traición de la dama Keisho-in. Debía de haber tenido otro amante, al que había querido tanto que no pudo resistir la tentación de dejar constancia por escrito de sus emociones a pesar del temor a que la descubrieran.

Pero ¿quién era aquel amante de reputación pública y nombre sin especificar? Cualquier hombre sería condenado a muerte por acostarse con la concubina favorita del sogún; incluso una mujer podría correr la misma suerte por usurpar el afecto de la dama Harume. ¿Cómo la concreta posición de aquella persona había acrecentado el peligro? ¿Era aquel romance la causa de los anteriores atentados contra su vida?

Sano se puso en guardia contra el peligro de querer encontrar una pista que lo apartase de la dama Keisho-in. Tal vez Harume había escrito sobre la madre del sogún en algún periodo más feliz de su relación. Aunque Sano sabía que el amor a menudo supera los obstáculos de la edad, quería creer que Harume había aceptado las atenciones de Keisho-in con el único fin de obtener privilegios. Quería creer que el poema escondido implicaba a otra persona.

El teniente Kushida negaba haber tenido contacto sexual con Harume, pero ¿y si mentía? Quizá había tratado de robar el diario porque temía que Harume lo mencionase como su amante. El tono apasionado de los versos y los actos sexuales que se sugerían no cuadraban con el arreglo que Harume tenía con Miyagi, pero puede que, con el tiempo, su relación hubiera evolucionado más allá de espiarla por las ventanas, a pesar de que él lo negara. No era infrecuente que un hombre de mundo mayor se ganase el afecto de una jovencita. Tanto el daimio como el teniente Kushida podrían haber matado a Harume para evitar que saliera a la luz el romance o que el sogún descubriera que el sospechoso la había dejado embarazada.

O quizá en el pasado de Harume había otro amante todavía desconocido.

Sano debía investigar esa posibilidad. Pero, de momento, ponía todas sus esperanzas en el teniente Kushida y en el caballero Miyagi como principales sospechosos.

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