De camino a su encuentro con el amante secreto de la dama Harume, Sano se detuvo en la prisión de Edo. El poblado de los eta era territorio desconocido para él, y necesitaba un guía que le presentase al jefe Danzaemon. Mura, el ayudante del doctor Ito, era el único descastado al que conocía. Viajaron juntos hasta los arrabales del norte de Nihonbashi, Sano a caballo y Mura, detrás, a pie. Más allá de las últimas casas dispersas de Edo, atravesaron un erial infestado de malas hierbas en el que los perros sin dueño escarbaban por los montones de basura. Al otro lado estaba el poblado de los eta, una aldea de chozas apiñadas tras una valla de madera.
Con Mura por delante, atravesaron la entrada, que consistía en un hueco en la tosca plancha de madera, y pasearon por embarradas callejuelas angostas y serpenteantes. Estaban bordeadas de alcantarillas al aire libre rebosantes de hediondas aguas residuales. Las casas eran minúsculas chabolas montadas con restos de madera y papel. En los umbrales, las mujeres cocinaban sobre hogueras abiertas, hacían la colada o amamantaban a sus bebés. Los niños corrían descalzos. Todo el mundo se quedaba boquiabierto y se hincaba de rodillas al paso de Sano: probablemente, nunca habían visto a un funcionario del bakufu en el interior de su comunidad. Sobre el poblado flotaban nubes de humo y vapor que creaban una miasma infecta que apestaba a carne putrefacta. Sano trató de no respirar. Había comido apresuradamente antes de salir de Asakusa, pero, en ese momento, con el estómago atenazado por la náusea, se arrepentía de haberlo hecho.
– Son las curtidurías, mi señor -dijo Mura en tono de disculpa.
Sano esperaba ser capaz de disimular la repugnancia que le inspiraba el poblado mientras interrogaba a su jefe. ¡En qué mundos más distintos habitaban la dama Harume y su amante!
Siguió a Mura por un pasaje mal iluminado y echó un vistazo a un patio. Había un burbujeante estanque de lejía lleno de carcasas. Los hombres lo removían con palos mientras las mujeres rociaban de sal las pieles recién desolladas. Sobre las hogueras humeaban los calderos; un caballo descuartizado rezumaba sangre y vísceras. Sano estuvo a punto de vomitar cuando una ráfaga de viento le llevó los rancios vapores. Se sentía inmerso en la contaminación espiritual, y tuvo que combatir el impulso de huir. ¿Cómo pudo la dama Harume ignorar los tabúes de la sociedad para amar a un hombre contaminado por ese lugar? ¿Qué los había unido a ella y a Danzaemon «en la sombra entre dos existencias»?
Mura se detuvo.
– Aquí es, mi señor.
Hacia Sano avanzaban tres eta varones adultos que caminaban con zancadas animosas y cargadas de determinación. El que iba en el medio, el más joven, le llamó la atención de inmediato.
Delgado como un sarmiento, su cuerpo no presentaba ningún exceso de carne que suavizase la dureza del hueso y el músculo. Los fuertes tendones de su cuello destacaban como cables de acero. Su cara era un patrón de ángulos esculpidos en planos de bordes afilados. Su boca fina estaba cerrada en una línea de resolución. El pelo corto y espeso crecía hacia atrás a partir de un acusado pico sobre la frente, como la cresta de un halcón. Con la cabeza y los hombros firmes, proyectaba un aura de fiera nobleza que contrastaba con sus descoloridas ropas de remiendos y su condición de eta. Las dos espadas que llevaba proclamaban su identidad.
Danzaemon, jefe de los descastados, se arrodilló e hizo una reverencia. Sus dos acompañantes lo imitaron pero, mientras que su gesto los humillaba, la dignidad de Danzaemon lo elevaba a un ritual que lo honraba tanto a él como a Sano. Con los brazos extendidos y la frente en el suelo, dijo:
– Ruego seros de utilidad, mi señor. -Su tono de voz quedo a la vez que respetuoso no mostraba obsequiosidad.
– Levántate, por favor. -Impresionado por el porte del jefe, que habría enorgullecido a un samurái, Sano desmontó y se dirigió a Danzaemon cortésmente-. Necesito tu ayuda en un asunto importante.
Danzaemon se puso en pie con gracilidad de atleta. A una orden suya, sus hombres también se levantaron, sin alzar la cabeza. El jefe de los eta evaluó a Sano con una mirada; al detective le sorprendió observar que no tenía más de veinticinco años. Pero sus ojos correspondían a los de alguien que había presenciado una vida entera de privaciones, pobreza, violencia y sufrimiento. Una larga y rugosa cicatriz en la mejilla izquierda dejaba constancia de su lucha por la supervivencia en el duro mundo de los descastados. Era bello de un modo rudo y salvaje, y Sano comprendía la atracción que había sentido por él la dama Harume.
Mura se encargó de las presentaciones.
– Investigo el asesinato de la dama Harume, concubina del sogún, y…
A la mención de su nombre, los ojos del jefe de los eta destellaron con instantánea comprensión: sabía por qué estaba Sano allí. Sus hombres se pusieron firmes y aferraron las porras que llevaban en la faja. Saltaba a la vista que pensaban que Sano pretendía matar a Danzaemon por haber mancillado a la dama del sogún. Aunque atacar a un samurái se castigaba con la muerte, estaban dispuestos a defender a su cabecilla.
Sano alzó las manos en ademán de súplica.
– No he venido para hacer daño a nadie. Sólo necesito hacerle algunas preguntas al jefe Danzaemon.
– Retiraos -ordenó Danzaemon con la autoridad de un general al mando.
Los hombres se apartaron, aunque Sano todavía sentía su hostilidad hacia él, miembro de la temida clase de los samuráis. Se volvió hacia Danzaemon.
– ¿Podemos hablar en privado?
– Sí, mi señor. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros.
Danzaemon hablaba con el mismo tono quedo y respetuoso con el que lo había saludado. Su discurso era más culto de lo que Sano había esperado, seguramente por su contacto con los funcionarios samurái. En ese momento era objeto del escrutinio del jefe de los eta. Se produjo una especie de olisqueo mutuo, como entre dos animales de distintas manadas. Se congregó una multitud de mirones. Sano sentía en ellos una reverencia por su cabecilla que equivalía a la que cualquiera de su clase sentía por su señor. Mirándolo desde el otro lado de la barrera creada por la clase y la experiencia, Sano supo en un destello de intuición que, en otras circunstancias, los dos habrían sido camaradas. El leve ademán de asentimiento de Danzaemon expresaba que él también se daba cuenta.
– Sois el amigo del doctor Ito -dijo. La frase sellaba su mutuo entendimiento-. Podemos ir a mi casa. Allí estaremos mejor.
Sus modos transmitían una estoica aceptación de sus miserables dominios y de la autoridad de Sano sobre él.
– Sí. Por favor -asintió Sano con gran alivio.
La casa a la que Danzaemon llevó a Sano y a Mura era más grande y estaba en mejores condiciones que las demás. Tenía paredes de madera maciza, el techo intacto y paneles de papel sin rasgones tras los barrotes de las ventanas. Los lugartenientes de Danzaemon montaron guardia a la puerta, mientras Mura cuidaba del caballo de Sano. En el interior, el salón estaba atestado de gente de todas las edades, demasiados para ser todos de la familia. Un ciego y dos tullidos se apoyaban en la pared. Había madres acunando niños que parecían demasiado frágiles para sobrevivir. Los hombres esperaban el consejo de Danzaemon. Una joven embarazada repartía cuencos de sopa. A la llegada de Sano cesaron las actividades y las conversaciones. Los adultos se postraron y las madres llevaron al suelo las cabecitas de sus bebés.
Danzaemon condujo a Sano a una habitación más pequeña. De mobiliario barato pero impecable, contenía un escritorio, un cofre y armarios abiertos. En uno había sábanas y ropas dobladas; los otros dos, atestados de libros de cuentas y papeles, sugerían que el único miembro alfabetizado de su casta dedicaba más tiempo al trabajo que al descanso. La ventana daba a un patio en el que unos hombres descuartizaban un buey. Era evidente que el clan de Danzaemon se mantenía ejerciendo un oficio; no abusaba de su posición extorsionando a su gente. Sano se sentía sobrecogido por las responsabilidades del joven jefe. ¿Acaso tenían más muchos señores de los samuráis, o las cumplían con mayor devoción?
Tal vez la dama Harume había admirado aquel rasgo tanto como la apariencia y el porte de Danzaemon. Sano en su vida había visto una prueba más clara de que el carácter trascendía la clase.
Danzaemon se arrodilló sobre la estera. Sano se colocó frente a él.
– Estáis aquí porque habéis descubierto mi relación con la dama Harume -dijo Danzaemon sin poner a prueba su confianza invitando a un samurái a comer y beber con un eta-. Gracias por perdonarme la vida. He cometido un crimen inexcusable. Merezco morir, y tenéis derecho a matarme. -La boca del jefe de los eta se curvó en una amarga sonrisa-. Pero si lo hicierais, no obtendríais las respuestas que deseáis, ¿verdad?
A pesar del tono mesurado y la expresión del joven, Sano detectaba indicios de dolor: lo sombrío de sus ojos, las líneas de angustia en torno a su boca. Danzaemon lloraba la muerte de la dama Harume como nadie lo hacía.
– Puede que el amor no sea excusa para quebrantar la ley, pero es un motivo que entiendo -dijo Sano. Él haría cualquier cosa por Reiko, se expondría a cualquier peligro, traicionaría cualquier lealtad-. No voy a castigarte por amar con imprudencia. Si me hablas de ti y la dama Harume, intentaré ser justo.
La corriente de empatía volvió a destellar entre ellos. Danzaemon tomó un trémulo aliento y lo exhaló con un suspiro estremecido. Sano observó el conflicto entre la necesidad de hablar de su amada y su renuencia a comprometerse a él y a su gente diciendo algo que pusiese a prueba la tolerancia de Sano. La necesidad se impuso a la prudencia.
– Nos conocimos por casualidad. En un templo de Asakusa. -Danzaemon se entrecortaba al hablar, y tenía la vista fija en sus manos, entrelazadas en el regazo-. Aunque había pasado mucho tiempo, la reconocí de inmediato. Y ella a mí.
– ¿Os conocíais de antes?
– Sí. De cuando éramos niños. Mi padre me llevaba cada mes a Fukagawa para recoger conchas en la playa. Conoció a la madre de Harume y se hizo cliente de ella. Íbamos al barco donde vivía. Mientras esperaba a que acabaran, jugaba con Harume.
«De modo que había estado en lo cierto al aventurar que parte de la solución al misterio de la vida de la dama Harume se encontraba en su pasado», pensó Sano. Manzana Azul, el «ave nocturna» lo bastante desesperada para prostituirse con clientes eta, había fijado sin querer el curso del futuro de su hija.
Una leve y tierna sonrisa curvó los labios de Danzaemon.
– Harume era pequeña y preciosa, pero dura, también. Era seis años más joven que yo, pero no tenía miedo a nada. Le enseñé a tirar piedras, pelear con palos y nadar. A ella nunca le importó que fuera eta. Éramos como hermanos. Mientras estaba con ella podía olvidarme… de todo lo demás. -Volvió hacia arriba las palmas de las manos, como si aceptara una carga, un gesto elocuente que transmitía la triste certeza que el niño tenía de su destino-. Entonces, la madre de Harume murió. Se fue a vivir con su padre. Pensé que nunca volvería a verla.
Eso era porque Danzaemon era uno de los compañeros de clase baja de los que Jimbo había separado a Harume, adivinó Sano. Mas el vendedor de caballos no había contado con el poder del destino.
– Cuando coincidimos en el cementerio, al principio parecía que no hubiera pasado el tiempo. Hablamos como hacíamos en Fukagawa. Estábamos encantados de habernos visto. -Lanzó una risilla sin humor-. Pero, por supuesto, todo había cambiado. Ella ya no era una niña, sino una bella mujer… y la concubina del sogún. Soy un adulto que tendría que haber usado la cabeza y no acercarme a ella, pero lo que sentimos el uno por el otro fue tan instantáneo, tan fuerte, tan maravilloso… Cuando dijo que tenía una habitación en una posada y me pidió que fuera con ella, me vi incapaz de rehusar.
Sano se maravillaba ante una atracción tan poderosa, que Harume y Danzaemon se habían jugado la vida para consumar su deseo. Un tabú de varios siglos derrotado por la aún más antigua fuerza del sexo.
– No fue sólo lujuria -dijo Danzaemon, que le había leído el pensamiento. Se inclinó hacia delante, su cara iluminada por el afán de que Sano lo entendiera-. Lo que encontré en Harume fue lo mismo que me había dado hacía tantos años: la oportunidad de olvidar que soy sucio e inferior, menos que humano; un objeto de asco. Cuando la tenía en mis brazos, me sentía una persona diferente. Limpio. Entero. -Apartó la vista y añadió con tristeza-: Era el único momento en el que me sentía amado.
– Tu gente te ama -señaló Sano, preguntándose si la pasión de Danzaemon había conducido a la muerte de Harume.
– No es lo mismo -dijo el jefe de los eta con una mueca de dolor-. Toda mi gente está contaminada por el mismo estigma que yo. En el fondo, entre nosotros nos despreciamos igual que nos desprecian los demás. -Su voz estaba ronca de dolor, como si arrancara de su alma los pensamientos no articulados de toda una vida. Probablemente nunca había encontrado a alguien dispuesto a escuchar o capaz de apreciar sus observaciones-. Ni siquiera mi mujer, a la que traicioné por Harume, podrá darme nunca lo que ella me dio: un amor que aplacaba el odio que me tengo.
Sano no sabía que los descastados recogieran los prejuicios de la sociedad. Ese caso le había abierto los ojos a las realidades de mundos ajenos al suyo, y a su propia participación involuntaria en la miseria humana.
Los ojos del jefe de los eta se encendieron de ira, rápidamente apagada por su formidable autocontrol.
– Sé que os resultará difícil imaginar que yo le diera algo más que problemas. Pero estaba muy sola. Su padre la vendió al sogún y estaba contento de haberse librado de ella. Las mujeres del castillo la desdeñaban por ser hija de una prostituta. No tenía a nadie que escuchara sus problemas, que se preocupara de cómo se sentía, que la amara. Excepto yo. Lo éramos todo el uno para el otro.
Sano captó en aquello un posible móvil para el asesinato.
– ¿Sabías que Harume se citaba en la posada con otro hombre?
– El caballero Miyagi. Sí, lo sabía. -La vergüenza coloreó las mejillas de Danzaemon-. Quería observar mientras Harume se daba placer. Ella se lo consintió y después lo amenazó con contarle al sogún que la había violado, a menos que pagase para tenerla callada. Lo hizo por mí; me daba todo el dinero. Yo no quería que hiciera algo tan arriesgado y degradante; no quería dinero de chantaje. Pero se sintió herida cuando traté de rechazarlo; ella ansiaba darme algo y no podía creer que su amor era suficiente. -El jefe de los eta miró a Sano con actitud defensiva-. No negaré que acepté el dinero para comprar comida y medicinas para el poblado. Si aceptar el oro mal adquirido por una mujer me convierte en un criminal, sea.
Se rió, una única nota aguda que lo decía todo sobre las humillaciones que debía afrontar cada día en su intento de mejorar la suerte de su gente. Después inclinó la cabeza, avergonzado por haber traicionado sus emociones. A la vez que se conmovía por las palabras del joven jefe de los eta, Sano veía que la dama Harume le había dado al caballero Miyagi un poderoso motivo para quererla muerta. Sano pensó en Reiko, con el daimio, y le entraron escalofríos. Se resistió al impulso de correr a ayudar a su mujer y sopesó la declaración de Danzaemon. Todo lo dicho por el eta traslucía honestidad: había amado de verdad a Harume y lamentaba sinceramente su muerte. Pero ¿había un lado oscuro de la historia?
– La dama Harume estaba embarazada -anunció Sano.
Danzaemon alzó bruscamente la cabeza. El asombro hizo palidecer la superficie de su mirada como una capa de hielo sobre aguas profundas.
– Entonces, no lo sabías -dijo Sano.
El jefe de los eta cerró un momento los ojos.
– No. No llegó a decírmelo. Pero tendría que haber sabido que podía suceder. Dioses benditos. -El horror le apagó la voz hasta reducirla a un susurro-. Nuestro hijo murió con ella.
– ¿Estás seguro de que era tuyo?
– Ella me dijo que el sogún no podía… Y el caballero Miyagi nunca la tocaba. No había nadie más que yo. Tengo dos hijos, y mi esposa… -Sano recordó a la embarazada que había visto en la otra habitación, prueba de la potencia de Danzaemon-. Supongo que es una suerte que la criatura no llegara a nacer.
Por el bien de la investigación, Sano no podía aceptar en una primera evaluación el aparentemente genuino pesar del jefe de los eta, entre cuyas habilidades de supervivencia debía contarse con toda seguridad el talento para el engaño.
– Si la criatura hubiese nacido y hubiera sido niño, el sogún lo habría proclamado heredero y nombrado a Harume su consorte. Así, habría estado en situación de darte mucho más que el dinero del chantaje al caballero Miyagi. Y tu hijo se hubiese convertido en el futuro gobernante de Japón.
– No hablaréis en serio. -La mirada de Danzaemon estaba cargada de burla-. Eso no habría sucedido nunca. Vos habéis descubierto lo mío con la dama Harume; a la larga, alguien más se habría enterado. Se habría producido un escándalo. El sogún jamás aceptaría al hijo de un eta como suyo. Lo habrían matado como a nosotros.
– ¿Por eso envenenaste a la dama Harume? ¿Para acabar con su embarazo, evitar el escándalo y salvar la vida?
Danzaemon parpadeó, como si el inesperado vuelco de la conversación lo hubiese dejado anonadado. Después, se puso en pie de un salto.
– ¡Yo no envenené a Harume! -protestó-. Ya os he dicho lo que sentía por ella. No sabía nada de la criatura. Y, de haberlo sabido, ¡antes me habría matado yo que a ellos!
– ¡Arrodíllate! -ordenó Sano.
El jefe de los eta obedeció con ojos iracundos. Sano no tenía duda sobre el hombre al que Harume había hecho voto de amor. En la expresión de derrota que asomó a su rostro, vio que Danzaemon también era consciente de ello. Tenía móvil para el asesinato de Harume, y ella había muerto tatuándose por él.
– Pensad lo que queráis -dijo Danzaemon-. Arrestadme si queréis. Arrancadme una confesión a base de torturas. Pero yo no maté a Harume. -Alzó la barbilla y se le encendieron los ojos en resuelto desafío-. Nunca podréis demostrar que lo hice.
Y en ello residía la debilidad fatal de los argumentos de Sano en contra de Danzaemon. Según los resultados de las pesquisas de los detectives, nadie había tocado el frasco de tinta en su camino desde la mansión Miyagi al castillo de Edo. En consecuencia, la tinta tenía que haber sido envenenada en uno u otro extremo de la travesía, adonde ningún eta podría llegar. Danzaemon no había podido cometer el asesinato.
– Ya sé que no envenenaste a Harume. Ahora quiero tu ayuda -dijo Sano. Danzaemon lo miró con recelo-. Has dicho que Harume hablaba contigo. ¿Te acuerdas de cualquier cosa que dijera que pudiera indicarnos quién la mató?
– Desde que me enteré de su muerte, he repasado todas las conversaciones que tuvimos en busca de respuestas. Había otra concubina que era cruel con ella, y un guardia de palacio que la importunaba.
– La dama Ichiteru y el teniente Kushida ya son sospechosos -dijo Sano-. ¿Había alguien más?
– Quien le tiró la daga.
– ¿Te habló de eso?
Los ojos de Danzaemon se oscurecieron con el recuerdo.
– Yo estaba delante cuando pasó. Acabábamos de salir de la posada. Ella siempre iba primero; yo la seguía a cierta distancia para asegurarme de que no le pasara nada. Normalmente, la escoltaba hasta el recinto del templo de Kannon de Asakusa y después seguía mi camino. Pero aquel día no soportaba dejarla marchar. La seguí hasta el mercado. Me quedé frente a un puesto de galletas del otro lado de la calle y la vi meterse en el callejón contiguo al salón de té. Me dio la espalda y se llevó la manga a la cara. -Un temblor apenas audible brotó en la voz de Danzaemon-. Yo sabía que lloraba porque me echaba de menos.
»De repente, gritó y cayó al suelo. Vi la daga clavada en la pared del salón de té. La gente empezó a chillar. Me olvidé de la farsa de que no la conocía y fui hacia ella. Entonces alguien chocó contra mí. Llevaba capa oscura y capucha. Tenía tanta prisa por alejarse que supe que había sido ella la que había tirado la daga.
Después de la emoción de descubrir que el asesino se parecía a la persona que había matado al vendedor de drogas, Sano captó con retraso el pronombre empleado por Danzaemon.
– ¿Ella? ¿Quieres decir que fue una mujer? -Choyei había descrito a su atacante como un hombre… ¿o eran imaginaciones suyas? Entonces Sano recordó la agitación del buhonero cuando le había preguntado por el aspecto del hombre. Sano lo había atribuido al miedo de morir. ¿Trataba en realidad de decirle que lo había apuñalado una mujer?-. ¿Estás seguro?
El jefe de los eta asintió con la cabeza.
– Llevaba el pelo tapado, y la capa ocultaba sus ropas. Tenía una bufanda sobre la nariz y la boca. Pero le vi el resto de la cara. Tenía las cejas afeitadas.
Al estilo de moda entre las nobles, pensó Sano. Su corazón latía desbocado con la excitación que sentía siempre que se acercaba al final exitoso de una investigación.
– Nunca se lo dijiste a la policía -aventuró Sano.
El jefe de los eta se encogió de hombros con impotencia.
– Cuando Harume vio que me acercaba, gritó: «¡No, no!» Supe lo que quería decir. No podíamos permitir que nos vieran juntos y sospecharan que no éramos simples extraños que estaban por casualidad en el mismo sitio y al mismo tiempo. No podíamos permitir que la policía me preguntara lo que hacía allí o por qué quería inmiscuirme en algo que no era de mi incumbencia. Así que… -Su áspero suspiro expresaba la tragedia de un hombre al que le estaba vedado ayudar a su amada-. Me di la vuelta y me alejé. Ahora vivo con la certeza de que si hubiese informado de lo que vi, la policía podría haber atrapado a la asesina. Harume tal vez seguiría con vida -añadió con voz impasible-. Pero así son las cosas.
Sano se preguntaba cuántas veces al día luchaba por conseguir aquella aceptación imperturbable del destino.
– No puedo retroceder en el tiempo, ni cambiar el mundo. -Lo que me has contado me ayudará a poner al asesino de Harume ante la justicia -dijo Sano-. Tendrás la satisfacción de vengar su muerte de este modo.
A juzgar por el gesto de endurecimiento de la boca del eta y la desesperanza reflejada en sus ojos, Sano sabía que eso le servía de poco consuelo. Le dio las gracias y se levantó para partir.
– Os acompaño a la puerta del poblado -dijo Danzaemon.
Salieron de la casa, recogieron el caballo de Sano y atravesaron en silencio el poblado, con los lugartenientes de Danzaemon y Mura como escolta. En la puerta, el jefe de los eta hizo una reverencia de despedida. Después de un momento, Sano hizo lo mismo. Gracias a la pista que le había dado, Sano creía saber ya quién había matado a la dama Harume. Al emprender la marcha por el erial, se volvió para echarle una última mirada a Danzaemon.
Flanqueado por sus lugartenientes y por Mura, el jefe de los descastados se alzaba orgulloso ante el fétido poblado abarrotado por millares de personas, jóvenes y ancianas, que lo honraban y que dependían de él. De no ser por la desdicha de su baja cuna, ¡qué gran daimio habría sido! Era un pensamiento blasfemo, pero Sano se imaginaba con más facilidad a Danzaemon al frente de un ejército que a Tokugawa Tsunayoshi.