Sola en su alcoba, Reiko esperaba las noticias que determinarían su destino. Las doncellas habían encendido la lámpara de al lado de la cama, preparado el futón y dispuesto sus ropas de noche. Pero Reiko aún llevaba las prendas con las que había viajado al templo de Zojo. Daba vueltas por la habitación y, cada vez que creía oír voces en el exterior, se detenía tensa y sin aliento. La mansión estaba en paz; los criados y detectives, dormidos. Sólo Reiko permanecía en vigilia.
Si su mensaje no había llegado a tiempo, pronto aparecerían soldados para desalojar la casa y arrestarla, como esposa del traidor que había atacado a la madre del sogún. Si había recibido el mensaje y hecho caso de su advertencia, estarían a salvo de una muerte deshonrosa, aunque Reiko dudaba que Sano fuera a perdonarle aquella última muestra de rebeldía. Más de un orgulloso samurái moriría antes que desprestigiarse. Lo más probable era que aquella misma noche la enviara de vuelta con su padre. En cualquier caso, era el fin de su matrimonio.
Con dolorosa lucidez, Reiko vio los errores que había cometido. ¿Por qué no había aplacado el orgullo masculino de Sano y negociado una solución de compromiso, en vez de indisponerse contra él desde el principio? Querer aquello que no podía conseguir era su sino. Su naturaleza impetuosa le había costado el hombre que la desafiaba, enfurecía y excitaba; el hombre al que odiaba y deseaba con una intensidad que jamás había sentido.
El hombre al que amaba.
Reiko experimentó la certeza como un dolor agridulce en el corazón. Se moría por saber lo que había pasado en los aposentos de la dama Keisho-in. ¿Cuándo llegaría alguien a dar fin a tan terrible suspense?
La llama de la lámpara titubeaba como un débil faro de esperanza en la noche. En los braseros, las ascuas se desmoronaban y se convertían en ceniza. La sombra de Reiko se encaramaba por los muebles, los tabiques de papel y el mural de la pared a medida que caminaba. La aprensión tensaba sus músculos como rígidos cables de acero.
Entonces, al filo de la medianoche, oyó un ruido quedo de cascos en el pasaje. Había llegado el momento; y aquella aproximación sigilosa resultaba más amenazante que el clamor de soldados armados que ella se había imaginado. Tal vez el sogún pretendía hacer desaparecer del castillo de Edo a los traidores, ejecutarlos en secreto y preservar la apariencia de invulnerabilidad de los Tokugawa. O quizá Sano había enviado a alguien para que la sacara con discreción de la casa, para evitar un escándalo. Pero Reiko no era de las que se acobardaban ante el peligro. Corrió a la puerta y la abrió de golpe.
Allí estaba Sano, solo en el pasillo. Desconcertada, Reiko dio un paso atrás. No lo esperaba a él, y parecía extrañamente cambiado. El cansancio ensombrecía su bello rostro. No llevaba espadas. Su mirada era lúgubre; la arrogancia había desaparecido. Por primera vez, Reiko veía su humanidad esencial, en lugar del resultado de un milenio de adiestramiento y disciplina samurái. La confusión la dejó sin habla.
Sano rompió el silencio:
– ¿Puedo pasar?
Aunque Reiko podría haberse opuesto a una orden, era incapaz de resistirse a su tono de súplica. Lo dejó pasar y cerró la puerta. Con toda la casa dormida, estaban más a solas de lo que nunca antes habían estado. La nueva vulnerabilidad de Sano magnificaba su presencia física; la barrera de la ira había desaparecido. En aquel momento, Reiko era plenamente consciente de ellos como marido y mujer, no como argumentos opuestos. En su interior comenzó a temblar. Estaba a punto de pasar algo, pero quizá no era ninguno de los supuestos que se había imaginado.
Para ocultar su nerviosismo, dijo:
– No te esperaba.
Al mismo tiempo, Sano se disculpaba:
– Siento molestarte tan tarde.
Después de una pausa incómoda, Sano volvió a tomar la palabra.
– Recibí tu mensaje, y quería darte las gracias. Me has salvado de cometer un grave error.
Le explicó lo sucedido con la dama Keisho-in. Reiko experimentó horror ante lo cerca que habían estado del desastre; luego, alivio al ver el resultado final. Pero quedaba por resolver la cuestión de su matrimonio. No podían continuar como habían empezado; una guerra perpetua de voluntades los destruiría. Aunque la atracción tiraba de ella hacia Sano con más fuerza todavía, no estaba dispuesta a rendirle sus sueños, sobre todo después de demostrar su valía. Cuando Sano dejó de hablar, ella volvió la cara, reacia a traicionar sus deseos en conflicto.
– Reiko-san. -Para su asombro, Sano se arrodilló a sus pies-. He juzgado mal tu habilidad, y te suplico que aceptes mis disculpas. Si fuera un detective la mitad de sagaz que tú, habría descubierto la estratagema del chambelán Yanagisawa a tiempo de evitar muchos problemas. -Una sonrisa autocrítica afloró a sus labios; las palabras surgían a trompicones, como si le dolieran-. Pero fui estúpido. Y ciego. Y testarudo. Tendría que haberte escuchado desde el principio, y no haber tenido tanta prisa por rechazar tu ayuda.
Reiko lo miraba anonadada. ¿Un samurái que se rebajaba ante una mujer y admitía que se había equivocado? Por mucho que apreciara su valor y su entrega a sus principios, en aquel momento Reiko admiró la humildad de Sano. Había aprendido que para reconocer los propios errores hacía falta más fuerza de carácter que para combatir espada en mano. El hielo de su resistencia hacia Sano empezó a fundirse.
– Me cuesta confiar en la gente -prosiguió Sano-. Siempre trato de hacerlo todo por mi cuenta; en parte porque no quiero que nadie más salga perjudicado, pero en parte también porque creo que nadie puede hacerlo mejor que yo. -Se ruborizó, y empezó a hablar más rápido, como si se apresurara por terminar antes de perder el valor-. Tú me has enseñado lo tonto e iluso que he sido. Hiciste bien al no dejar la investigación y tu destino en mis manos. No te culparía si prefirieras volver con tu padre a vivir conmigo. Si quieres el divorcio, te lo concederé.
»Pero si me das tiempo para mejorar mi carácter, una oportunidad de aprender a ser el tipo de marido que te mereces… -Respiró hondo y resopló-. Lo que intento decirte es que… quiero que te quedes. Porque estoy enamorado de ti, Reiko. -Los ojos le brillaban enardecidos. Entonces apartó la vista-. Y te… te necesito.
Tras las quedas palabras, Reiko casi distinguía el eco de una fortaleza que se derrumba. De repente, Sano volvió a mirarla a la cara, toda duda desaparecida; su voz resonaba clara y sincera:
– Te necesito, no sólo como esposa o madre de mis hijos, o por placer, sino como la mujer que eres. Una compañera en mi trabajo. Una camarada en el honor.
Reiko se afanaba por asimilar todo lo que había dicho. ¡Sano no sólo correspondía a su amor, sino que le ofrecía un matrimonio en sus términos! Podía tenerlo a él sin perder ella. La felicidad la colmaba. Saboreaba el momento de triunfo en perfecta inmovilidad, sin atreverse ni a respirar. Pero Sano esperaba su decisión y trataba por todos los medios de leer su semblante. A Reiko la emoción le atenazaba la garganta; no le salían las palabras, de forma que le respondió de la única manera posible. Extendió la mano hacia él.
La cara de Sano se iluminó de gozo; unos dedos fuertes tomaron y cubrieron los de ella. Sano se levantó y la miró a los ojos. Transcurrió una eternidad en un mutuo reconocimiento sin palabras, el intercambio de un millón de pensamientos inarticulados. En silencio, Reiko le transmitió su amor; él le prometió libertad a la vez que protección. Entre ellos resplandecía una visión de futuro, borrosa pero radiante. Entonces Sano profirió un suspiro apurado.
– Esto no va a ser fácil -dijo-. Los dos tendremos que cambiar. Hará falta tiempo y paciencia. Pero yo estoy dispuesto a probar, si tú lo estás.
– Lo estoy -susurró Reiko.
En el mismo momento en que hacía su voto, bajo su felicidad temblaba algo de miedo. La masculinidad de Sano la intimidaba. Sentía su necesidad en el apretón de la mano, en la rapidez de su respiración. Su propia vulnerabilidad la espantaba.
Entonces Sano se acercó a Reiko y le tomó la cara entre las manos. Se dio cuenta de que para ella eso era la primera prueba de su matrimonio. No siempre iban a poder ser como dos soldados que marchan codo con codo a la batalla. El equilibrio de poder entre los dos estaba condenado a oscilar; uno prevalecería mientras el otro cedía. En el terreno del amor carnal, él disponía de las ventajas de la edad, la fuerza y la experiencia. Ahora le tocaba a ella someterse. Mas la fuerza de la reacción que le inspiraba Sano debilitaba su resistencia instintiva. El deseo era un hambre voraz. Se apretó contra él con ardor.
Los brazos de Sano la rodearon. Vio que la lujuria ensombrecía sus facciones, sintió el ritmo insistente de su corazón y la aterradora dureza de su ingle. Fue presa del terror. Pero Sano le acarició el pelo, el cuello y los hombros con extremada ternura: se refrenaba porque comprendía su temor. Envalentonada, Reiko le tocó la piel desnuda que asomaba por el cuello de su quimono. El le rodeó la cintura con las manos. Sin dejar de mirarse a los ojos se movieron hacia el futón, y Reiko era incapaz de distinguir si era Sano el que guiaba, o ella.
Se hundieron en el colchón y, al contacto de Sano, el pelo de Reiko se derramó libre de sus peinetas. Dejó de buen grado que le desanudara la faja, pero cuando trató de quitarle los quimonos superpuestos, retrocedió. Ningún hombre la había visto desnuda, y temía su escrutinio, sobre todo si debía exponerse mientras él seguía vestido.
Sano se apartó al momento.
– Lo siento.
Como si le hubiera leído el pensamiento, se desató la faja. Se quitó el quimono marrón y las prendas interiores blancas. Reiko lo miró llena de asombro.
La piel morena de los músculos esbeltos y cincelados de sus brazos, de su pecho y de las planicies de su estómago estaba surcada de cicatrices. La piel de las pantorrillas estaba rosa a causa de las quemaduras de las que se estaba curando. Desnudo a excepción de su taparrabos, Sano parecía un superviviente del fuego y la guerra. A Reiko la recorrió un arco de tierno dolor. Le tocó una costra larga y oscura que tenía justo debajo de la cresta de su clavícula derecha.
– ¿Qué te pasó? -preguntó.
– Un flechazo, cuando estuve en Nagasaki -dijo con una sonrisa atribulada.
– ¿Y las quemaduras?
– El hombre que disparó a un mercader holandés trató de detener la investigación del asesinato incendiando mi casa.
Reiko tocó una larga arruga de carne que le recorría el bíceps izquierdo. La herida había sido grave.
– ¿Y esto?
– Un recuerdo del asesino de los Bundori.
– ¿Y éstas? -Reiko recorrió otras cicatrices en el hombro izquierdo y el antebrazo derecho de su marido.
– Combates a espada con un traidor que atacó al sogún y con un asesino que intentó matarme.
Sin que él lo dijera, Reiko se dio cuenta de que Sano los había vencido a los dos. Sus victorias la impresionaban, al igual que su coraje para arriesgar la vida en el cumplimiento del deber.
De repente, Sano parecía mortificado, más que orgulloso de sus hazañas.
– Lamento que mi aspecto te desagrade.
– ¡No! ¡En absoluto! -se apresuró a asegurarle Reiko.
Las feas cicatrices eran símbolos de todo lo que valoraba en Sano, aunque sabía que las meras palabras no iban a convencerlo. Se olvidó de su timidez y se quitó la ropa, con lo que desnudó su esbelta figura y los pechos pequeños y respingones. Cogió las manos de Sano y se las llevó a la cintura.
El alivio, la gratitud y el deseo coincidieron en su profundo suspiro y su sonrisa triste.
– Eres hermosa -le dijo.
El orgullo llenó a Reiko de osadía. Tiró del taparrabos de Sano. La banda de blanco algodón opuso resistencia a sus torpes esfuerzos y Sano la ayudó. Entonces cayó el último pliegue y contempló fascinada su primera visión de un hombre excitado. Su tamaño la alarmaba a la vez que la agitaba profundamente. Cuando le tocó el órgano, éste latió en su mano, un asta de músculo rígido bajo la piel suave y sensible. Lo oyó gemir. Y la trajo hasta el futón con un abrazo.
El calor del contacto íntimo la sorprendió, al igual que la diferencia entre su cuerpo y el de Sano. El era duro donde ella era blanda, todo huesos anchos y tendones de acero donde ella era delicada. Entonces empezó a acariciarle los senos, a pellizcarle los pezones, a acariciarle los muslos. Elevada a nuevas cotas de sensación, Reiko correspondía toque por toque; la extrañeza se esfumó a medida que sus alientos se entremezclaban y el placer los hacía iguales. La boca de Sano en su garganta y el empuje de su virilidad le arrancaron un gemido. Sus dedos la acariciaban entre las piernas, humedeciendo sus turgentes carnes íntimas. Cuando se situó sobre ella, estaba más que preparada.
Sano descargó su peso con lentitud para no aplastarla. Se mojó con saliva para facilitar su unión y acometió con delicadeza contra la femineidad de Reiko. A pesar de sus cuidados, ella sintió un agudo dolor cuando la penetró. El se quedó rígido, con un jadeo.
– Lo siento -se disculpó.
Pero a través del dolor brotaba un ansia exigente. Reiko se arqueó contra él y susurró:
– Oh. Oh, sí.
Empezó a moverse en su interior. La resbaladiza profusión del deseo de Reiko redujo gradualmente la áspera y rugosa fricción. Su cuerpo se fundía por dentro, se abría para Sano. Lo agarró con fiero deleite, regocijándose ante la visión de su gozo: ojos cerrados, labios separados, pecho arriba y abajo. Su abrazo se hizo más estrecho; sentía las cicatrices bajo los dedos. Era como tener a todos sus héroes samurái en los brazos. Después, la crecida de la excitación se llevó a su paso el pensamiento consciente. Reiko estaba enzarzada en una batalla por la satisfacción; escalaba una montaña, y los empujes de Sano la llevaban cada vez más arriba. Entonces llegó a la cima, donde esperaba la victoria. Reiko gritó y su cuerpo se contrajo con un deleite que jamás había conocido.
Reiko era un milagro más allá de los sueños de Sano, una maravillosa mezcla de fuerza y fragilidad, con un cuerpo como de acero en un envoltorio de seda. Perdido en el tacto y el aroma de Reiko, empujó más y más fuerte al ritmo marcado por su necesidad.
Sin que ella lo supiera, aquélla era también una experiencia nueva para él: nunca había sido el primer amante de nadie. Por ello tenía miedo de hacerle daño; no estaba seguro de poder conseguir que su esposa disfrutara de su primer acto sexual. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer, y le preocupaba no ser capaz de posponer su desahogo lo suficiente para satisfacerla. Ahora sentía una felicidad que iba más allá de la gratificación física. La visión de su bello rostro contorsionado por el éxtasis y los gritos que habían acompañado su clímax lo elevaron al borde del suyo propio. Aquella unión confirmaba el matrimonio como algo en lo que ambos podían dar y recibir satisfacción, tanto en los asuntos de la vida cotidiana como en el dormitorio.
La excitación y la tensión se concentraron con rapidez en la entrepierna de Sano; oyó el fragor de su sangre, el clamor enloquecido de su corazón mientras se adentraba cada vez más en Reiko. Ella gimió y lo aferró más fuerte. Entonces, con un grito que surgía de lo más profundo de sus entrañas, se vio arrojado a un espacio sin tiempo de éxtasis puro. Vació su semilla y tembló en trance de una liberación tan espiritual como camal. La amargura, la furia, la frustración y la tristeza del pasado lo abandonaron como una ráfaga de viento. Cuando amainó el clímax, se sentía exhausto pero estimulantemente refrescado. Se apoyó en los codos y contempló a Reiko.
Ella le sonrió, encantadora y serena. A través de la emoción que le hinchaba la garganta y le abrasaba los ojos de lágrimas, Sano le devolvió la sonrisa. Después de muchos años de vagar en solitario, estaba en casa. Su amor lo había devuelto a un sentido perdido de su ser y su poder. No había límites a lo que él podía hacer, a lo que podían lograr juntos.
Un estruendo súbito los sobresaltó: vítores, aplausos y el estallido de los petardos. Una andanada de guijarros cayó sobre el tejado; en el jardín se encendieron antorchas; las siluetas de unas figuras danzantes se recortaron en el papel de las ventanas. Detectives, guardias y criados celebraban la consumación del matrimonio de su señor con la habitual ceremonia de la noche de bodas.
– Oh, no -dijo Sano con una carcajada.
Reiko le hizo coro.
– ¿Cómo se han enterado?
– Las paredes son finas. Alguien nos habrá oído y habrá avisado a los demás.
Lejos de molestarse, Sano estaba conmovido por el tributo, y agradecido por la interrupción, que les daba a la novia y al novio algo de lo que hablar, llenando cualquier silencio incómodo.
Bajo él, Reiko reía con vergonzoso alborozo. Entonces llamaron a la puerta. Se separaron deprisa y se pasaron los quimonos. Sano abrió y encontró a la niñera de Reiko, O-sugi, plantada en la puerta con una bandeja cargada y una sonrisa radiante en la cara.
– ¿Un refrigerio, sosakan-sama?
Sano cayó en la cuenta de que estaba famélico.
– Gracias -dijo; cogió la bandeja y cerró la puerta.
Reiko y él cumplieron el obligado ritual de limpiar el semen y la sangre derramados. Después, comieron.
– Toma, esto restaurará tu virilidad -dijo Reiko con picardía mientras llevaba una cucharada de hueva cruda de pescado a la boca de Sano.
El sirvió el sake caliente.
– Un brindis -dijo, alzando la taza- por el principio de nuestro matrimonio.
Reiko levantó su taza.
– Y por el éxito de nuestra investigación.
Un resquicio de aprensión se coló en la felicidad de Sano. Aún temía que Reiko resultara herida mientras perseguían al asesino de la dama Harume. A medida que crecía su amor por ella, ¿cómo iba a soportar que le pasara algo malo? A pesar de su inteligencia y adiestramiento, era joven e inexperta. ¿Hasta qué punto podía encomendarle la difícil y delicada tarea de la investigación?
Sin embargo, le había prometido un matrimonio de compañeros; no podía faltar a su palabra. Alzó la taza y apuró el sake. Reiko lo imitó. Entonces Sano resumió sus progresos en el caso.
– Voy a encargarle a Hirata que indague en los anteriores intentos de asesinar a Harume -añadió-. Y tengo unas cuantas ideas sobre su amante misterioso.
– Bueno -dijo Reiko-, puesto que el teniente Kushida sigue desaparecido, supongo que eso me deja a mí a la dama Ichiteru y a los Miyagi. Mañana puedo pedirle a mi prima Eri que organice una cita con Ichiteru, y visitaré al daimio y a su esposa.
Su mirada retaba a Sano. Esa era la primera prueba de su determinación. Odiaba la idea de que Reiko estuviera cerca de un posible asesino. Luchó contra el impulso de disuadirla y se tragó las palabras que convertirían su promesa en una traición. Trató de convencerse de que el teniente Kushida o el amante desconocido de Harume eran los asesinos más probables, mientras que los otros sospechosos no suponían ninguna amenaza para ella. Por fin, asintió.
– De acuerdo -dijo-, pero, por favor, ten cuidado.