El papel que Hirata tenía en la mano rezaba:
PLAN DEL INTERROGATORIO
1. Determinar los auténticos sentimientos de la dama Ichiteru hacia Harume.
2. Descubrir si la dama Ichiteru estaba presente en el ataque con daga y en el supuesto intento previo de envenenamiento.
3. ¿Ha comprado veneno alguna vez la dama Ichiteru?
4. ¿Estuvo la dama Ichiteru en la habitación de Harume después de la llegada del frasco de tinta y la carta del caballero Miyagi?
5. Revisar la declaración de la dama Ichiteru haciéndole las mismas preguntas a Midori.
Al cruzar el puente de Ryogoku, Hirata repartía su atención entre la maniobra de su caballo a través de un grupo de porteadores que acarreaban madera de los almacenes de Honjo y el estudio del plan para su segunda entrevista con la dama Ichiteru. Repasó entre dientes las notas garrapateadas al margen: «Interrogar a la sospechosa en el castillo de Edo, no en el teatro», «No dejar que la sospechosa esquive preguntas», «Si la sospechosa hace comentarios obscenos, ordenarle que pare», «No pensar en el sexo mientras se interroga a la sospechosa», «¡Sobre todo, no dejarse tocar por la sospechosa!».
Para llenar una gran laguna en el terreno de la investigación del asesinato tenía que sonsacarle a la dama Ichiteru la información relevante. Tenía que enmendar su desliz antes de que Sano lo descubriera y perdiera la confianza en él. Quería reconstruir la imagen de buen detective que antes tenía de sí mismo. Y necesitaba desesperadamente compensar los decepcionantes resultados de sus otras pesquisas.
El día anterior el cuerpo de detectives no había logrado localizar ni la toxina de flecha, ni al esquivo mercachifle de drogas, Choyei. Aquella mañana Hirata los había enviado a interrogar a sus contactos en los bajos fondos de Edo. Había hecho una nueva visita a la jefatura, para nada. Al parecer había pocas esperanzas de resolver el caso rastreando el veneno. Sano no creía que el teniente Kushida fuese culpable. El fracaso acarrearía un severo castigo. Tal vez todo dependiera de cómo Hirata llevase la entrevista con la dama Ichiteru.
Había pasado una noche horrorosa, alternando vívidos sueños eróticos con ella con rachas en vela de recriminación. ¡Qué tonto había sido al dejar que lo engañara! Después de capturar al teniente Kushida, había abandonado toda intención de dormir y había formulado su plan para la entrevista. Su idea era seguir primero con la búsqueda de Choyei mientras memorizaba el plan y reforzaba su entereza para resistirse a los encantos de la dama Ichiteru.
Pero, en el mismo momento en que se guardaba el papel bajo la faja para consultarlo más adelante, ya la anhelaba. En su memoria oía su voz suave y ronca, sentía el calor de su mirada seductora y el contacto incitante de su mano. De inmediato sintió un sofoco arrollador. Y, por debajo de su excitación, experimentaba la vergonzosa conciencia de su inferioridad social, la impotencia de su deseo.
– ¡Cuidado, maestro!
La advertencia, proferida por un transeúnte, arrancó a Hirata de sus cavilaciones. Alzó la vista y vio que había dejado atrás el final del puente. Su caballo deambulaba por la calle arrollando las mercaderías expuestas por los vendedores ambulantes. Frenó sin dilación a su montura.
– Disculpad -dijo, cada vez más preocupado por la próxima entrevista. ¿Cómo iba a obtener la verdad de la dama Ichiteru si con sólo pensar en ella su concentración se iba al traste?
Cuando llegó al barrio de ocio de Ryogoku Hongo Muko descubrió que la animación no se resentía del tiempo desapacible. Una compañía teatral improvisaba sainetes en la calle ante un público nutrido y escandaloso; el negocio iba viento en popa en restaurantes y salones de té. Pero la Casa de los Monstruos estaba cerrada, el escenario vacío y las puertas correderas echadas. Fuera, un cartel rezaba: «HOY NO HABRÁ REPRESENTACIÓN.» A Hirata se le cayó el alma a los pies. Si la Rata andaba recorriendo la ciudad, podía no regresar en horas, incluso días. Adiós a las pistas sobre el traficante de drogas.
Al volver grupas hada el puente, avistó una figura conocida entre los que buscaban entretenimiento. Era el coloso calvo que ejercía de guardaespaldas de la Rata y recogía el dinero de las entradas para el espectáculo. Iba paralelo al cortafuego, dejando atrás garitos de juego y espectáculos de curiosidades. Hirata lo siguió. Quizá el gigante pudiera decirle dónde estaba la Rata.
El coloso desapareció por el hueco que había entre la casa de fieras y el puesto de fideos. Una pandilla de borrachos dando tumbos le cortó el paso a Hirata, y cuando llegó al hueco ya no había ni rastro del gigante. Desmontó y ató su caballo a un poste. Se adentró en el angosto pasaje, que apestaba a orina y llevaba a un callejón que recorría la parte de atrás de los edificios. Salían rugidos de la casa de fieras y vapor de las cocinas; los perros callejeros rebuscaban por los cubos de basura. Aparte de ellos, el callejón estaba desierto.
Hirata pasó corriendo por delante de las puertas traseras cerradas de los establecimientos. Entonces oyó voces: el acento pueblerino de la Rata y la voz apagada de alguien más. Procedían de la trastienda de un salón de té. Atisbó entre los barrotes de la ventana.
Las paredes de la habitación estaban atestadas de botellas de loza para el sake. La Rata, arrodillada en el suelo de espaldas a Hirata, asentía con la cabeza a las palabras de la mujer que tenía delante, con el cabello y el cuerpo ocultos por una capa. A la tenue luz que entraba por la ventana, Hirata apenas alcanzaba a distinguirle la cara: fea y ya mayor, con los dientes ennegrecidos.
– El trato será beneficioso para los dos -dijo ella en voz baja y con tono de súplica-. Mi familia tendrá paz, y vuestro negocio prosperará.
– De acuerdo. Quinientos koban, y es mi última palabra -respondió la Rata.
La mujer agachó la cabeza.
– Muy bien. Si me acompañáis, lo recogeremos ahora.
Hirata ya había visto antes a la Rata enfrascada en aquel tipo de negociaciones y se imaginaba lo que se estaba cociendo. Levantó la mano para llamar a la puerta. Entonces, algo en el aire le advirtió de la presencia de otra persona en el callejón. Se volvió con rapidez. Unas manos fuertes lo aferraron por los hombros y lo levantaron del suelo. Se encontró cara a cara con el gigante de la Rata.
– He venido a ver a tu amo -explicó Hirata mientras se debatía entre sus brazos de acero-. ¡Suéltame!
El gigante sonrió con malevolencia. Hirata recordó consternado que era sordomudo. Con gran estrépito arrojó a Hirata contra la pared. El detective desenvainó su espada. En aquel momento, se abrió la puerta con un chirrido.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó la Rata. Al ver a Hirata dispuesto a enzarzarse con su sirviente, salió corriendo-. ¡Detente, Kyojin!
El gigante emitió unos gritos entrecortados y señaló la ventana, tratando de explicar que había pillado a Hirata espiando.
– Es policía -dijo la Rata con exagerados movimientos de labios y gesticulando en lo que parecía una forma privada de lenguaje de signos-. ¡Déjalo antes de que te mate y me arreste!
El coloso se retiró resentido. Hirata se tranquilizó y enfundó la espada.
– Qué alegría volver a veros tan pronto -le dijo la Rata con una falsa sonrisa-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?
– ¿Has encontrado a Choyei, el vendedor de drogas?
La Rata echó un vistazo nervioso a la puerta abierta y se atusó el bigote.
– Ahora no tengo tiempo de hablar; estoy en mitad de otro asunto.
Reparó en algo en la trastienda del salón de té y salió disparado, para luego volver a salir entre maldiciones.
– Se ha ido; se habrá escabullido por la otra salida. -Después, se encogió de hombros y confirmó las sospechas de Hirata-. Qué le vamos a hacer. Ya volverá. Quiere venderme a su hijo deforme para mi espectáculo de monstruos. El pobre nació sin pies. ¿Quién más va a quererlo? En fin, ¿qué me decíais?
– El vendedor de drogas -apuntó Hirata.
– Ah. -Los ojillos maliciosos de la Rata brillaron por entre la maraña de pelo largo y revuelto-. Me temo que no he podido encontrarlo. Lo siento.
– Pero si sólo ha pasado un día -protestó Hirata-. Tampoco puedes haber buscado mucho.
– La Rata tiene ojos y oídos por todo Edo. Si no han dado con Choyei a estas alturas, o se ha ido de la ciudad o no ha estado nunca en ella.
Hirata pensó que si su mejor informador era incapaz de encontrar la posible fuente del veneno, entonces esa pista no le llevaba a ningún sitio. Su decepción se trocó en ira.
– Te pagué una buena cantidad -dijo agarrando a la Rata por el cuello del quimono. El gigantón se acercó-. ¿Estás incumpliendo nuestro trato?
– ¡Quieto, Kyojin! Oh, no. ¡En absoluto! – La Rata metió la mano con rapidez en la bolsa que llevaba a la cintura y sacó un puñado de monedas, que entregó a Hirata-. Aquí tenéis. Un reembolso completo, con mis disculpas.
La suspicacia exacerbó la furia de Hirata al meterse las monedas en su bolsa. ¿Desde cuándo se había desprendido la Rata de dinero por voluntad propia?
– ¿Intentas tomarme el pelo? -Sacudió al dueño de la Casa de los Monstruos hasta hacerle menear la cabeza-. ¿Te ha comprado Choyei?
– ¡No, no! ¡De verdad!
La Rata forcejeó. El gigante agarró a Hirata. Siguió una pelea a tres bandas. Al final Hirata cejó y lo soltó.
– Si descubro que me has mentido, acabarás arrestado. Y en la cárcel. ¡Y apaleado!
Subrayó cada una de las amenazas con un puñetazo en el pecho de la Rata. Después se fue airado por el callejón para recuperar su caballo.
Había llegado el momento de vérselas con la dama Ichiteru.
Para cuando llegó al castillo de Edo, se encontraba ya casi enfermo de ansia de ver de nuevo a la concubina. A medida que atravesaba la puerta principal, notaba la piel calenturienta, las manos temblorosas; la desazón evocaba excitación sexual. Se dio cuenta de que, en aquel estado, no podía hablar con la dama Ichiteru a solas y pasó por la mansión de Sano a recoger a dos detectives para que lo acompañaran. Su presencia garantizaría que se ajustara al plan y que la concubina se comportase con corrección. Pero justo cuando Hirata y los detectives salían de los barracones, se les acercó un criado.
– Llegó esto cuando no estabais, mi señor -dijo mientras le ofrecía un pequeño estuche laqueado para pergaminos.
Hirata lo cogió y sacó una carta. La leyó con el corazón en un puño.
Dispongo de información de vital importancia sobre el asesinato de la dama Harume. Es fundamental que hable con vos, pero no hoy, ni aquí en el castillo de Edo. Que las personas inadecuadas oyeran lo que debo comunicaros pondría en peligro mi vida. Os ruego que os encontréis conmigo mañana a la hora de la oveja en el lugar que más abajo se indica.
Os ruego que vengáis a solas.
El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.
La dama Ichiteru
La misiva iba acompañada de un mapa con indicaciones escritas con la misma letra elegante y femenina del mensaje. El cremoso papel de arroz blanco poseía la suavidad de la piel femenina. Humedecido por las manos súbitamente sudorosas de Hirata, despedía el aroma del perfume de la dama Ichiteru. Se lo apretó contra la cara sin pensar. Las evocaciones eróticas del olor le hicieron olvidar los sinsabores de su jornada. ¡La dama Ichiteru quería volver a verlo! ¿Acaso su despedida no daba a entender que compartía sus sentimientos? Se animó y rompió a reír.
– ¿Hirata-san? ¿Qué hacéis?
Alzó la vista y vio a los detectives, que lo miraban con preocupación.
– Nada -dijo mientras metía a toda prisa la carta en el estuche.
– ¿Iremos ahora a visitar a la dama Ichiteru? -le preguntó uno de los hombres.
Todos los instintos policiales de Hirata lo conminaban a ajustarse al plan que había ideado y a no dejar que lo manipulase una sospechosa de asesinato. «Algo trama», decía su voz interior. Pero Hirata no podía poner en peligro a la dama Ichiteru, obligarla a darle pruebas estando al alcance de los oídos de posibles espías. Y suspiraba por explorar el potencial de su relación con ella, fuera de los confines del castillo, libres de las restricciones del deber y la prudencia.
– No -dijo por fin-. Voy a posponer la entrevista hasta mañana.
Después ya decidiría si aceptaba la invitación de la dama Ichiteru. En su fuero interno, siete años de experiencia como detective clamaban una advertencia: «Destituido.»