La carta de la dama Ichiteru había llevado a Hirata hasta una casa edificada en un canal a la sombra de los sauces junto al río, en un rico barrio de mercaderes. Normalmente Hirata se enorgullecía de su conocimiento de Nihonbashi, adquirido con años de trabajo policial. Sin embargo, a medida que cruzaba un puente en arco y atravesaba las puertas que daban a la calle, descubrió que se hallaba en territorio desconocido. El barrio tenía una pátina de antigüedad y riqueza. El musgo afelpaba los altos muros de piedra; una película verde lustraba los techos. Dada su afortunada proximidad al agua, las mansiones habían sobrevivido a muchos incendios, y por ello se encontraban entre los edificios más antiguos de la ciudad. Pero Hirata sentía que era su propia suerte -y su confianza- las que se iban desvaneciendo con cada paso que lo acercaba a su cita con la dama Ichiteru.
En el puño llevaba aferrada como un talismán la lista de preguntas a las que debía obligar a responder a Ichiteru. Dentro, doblada, iba su carta. Se había pasado horas enteras imaginando los posibles significados de la última línea: «El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.» En aquel momento, al desdoblar su lista para estudiarla una vez más, comprobó con desánimo que el sudor de su palma había corrido la tinta de los dos documentos hasta confundirlos. Aquella entrevista podía ser determinante para su destino y el de Sano, pero, a pesar de su planificación, Hirata no se sentía preparado. Tenía sed de Ichiteru, pero desearía que lo hubiera acompañado otro detective, o haber enviado a alguno en su lugar.
Ya había llegado a la casa en cuestión, una minúscula mansión separada de las demás por un jardín con un estanque. La casa parecía acechar tras el ramaje extendido de los pinos, que casi ocultaban su techo bajo. Aquélla no había escapado indemne a los incendios: el humo había oscurecido sus paredes. Con el corazón desbocado en los ritmos opuestos del deseo y los malos presagios, Hirata llamó a la puerta.
Se abrió y apareció la bonita cara de una niña. Hirata reconoció a Midori, a la que había poco menos que olvidado.
– ¡Detective Hirata-san! -exclamó con alegría-. Qué ganas tenía de volver a veros.
Lo guió llena de animación por una auténtica selva de malas hierbas y matojos sin podar, marrones y exánimes a causa de la estación. Un emparrado marchito se inclinaba sobre el sendero de losas que llevaba a la galería. Ataviada con un quimono estampado de amapolas rojas, Midori era como una flor en plena espesura muerta. Rió de emoción.
– ¿Qué os trae por aquí? ¿Cómo sabíais dónde encontrarme?
Su entusiasmada bienvenida halagaba a Hitara y le calmaba los nervios. De inmediato empezó a sentirse como el profesional competente que en realidad era. Con el deseo de prolongar la situación, y reacio a herir a Midori corrigiendo su idea de que era ella el objeto de su visita, dijo:
– Oh, los detectives tenemos métodos de enterarnos de las cosas.
– ¿De verdad? -Los ojos de Midori se abrieron exageradamente por la impresión.
– Claro -dijo Hirata-. ¡Ponedme a prueba! Vamos. Planteadme un misterio y os lo resuelvo.
Con la cabeza ladeada en plena reflexión y un dedo en la mejilla, Midori formaba una estampa adorable. Entonces sonrió con aire pícaro.
– He perdido mi peine favorito. ¿Dónde está?
Se rió de la expresión de desconcierto de Hirata y, al cabo de un momento, él se unió a su risa.
– Lo confieso; no lo sé -dijo-. Pero si queréis vendré y os ayudaré a buscarlo.
– Oh, ¿lo haríais? -En su rostro destellaron los hoyuelos por un momento.
Animado por su franca admiración, Hirata charló de nimiedades con Midori. No oyeron la puerta al abrirse, ni repararon en la dama Ichiteru hasta que ésta habló.
– Me honra que aceptarais mi invitación, Hirata-san. -Su voz grave llegaba desde el otro lado del emparrado como la corriente cálida de un horno-. Mil gracias por vuestra… prontitud.
Cortado en mitad de una frase, Hirata se volvió y vio a Ichiteru plantada en la umbrosa galería. Su pálida piel, su quimono malva de seda y los ornamentos de su pelo recogido lucían como si de algún modo concentrara la escasa luz en su persona. Hirata quedó paralizado por su mirada enigmática. Su pavor volvió de inmediato.
– Midori, ¿por qué entretienes a mi huésped a la intemperie, en lugar de hacerlo pasar a mi presencia? -dijo la dama Ichiteru.
Los ojos que Midori volvió hacia Hirata estaban cargados de dolor.
– Ah. Habéis venido a verla a ella. Supongo que tendría que haberlo imaginado. Lamento haberos entretenido -dijo alicaída. Hizo una torpe reverencia y añadió-: Lo siento, mi señora.
Hirata compadecía su vergüenza. Recordaba vagamente que su plan incluía entrevistar a Midori.
– Detective Hirata-san, hay algo que probablemente os tendría que decir -susurró Midori con la cara vuelta para que Ichiteru no la viera.
– Sí, claro -dijo Hirata. Pero la belleza seductora de Ichiteru lo atraía como una fuerza física-. Después.
Dejó a Midori y avanzó por el oscuro túnel de parras. La lista de preguntas cayó de su mano hecha una bola. Subió los escalones de la galería y acompañó a la dama Ichiteru al interior de la casa.
El pasillo estaba a oscuras y olía a moho y humedad del canal. Unos pasos por delante, Ichiteru resplandecía como una visión fantasmal. El pánico y la incertidumbre le aflojaban las piernas. Todos sus instintos cuerdos y prudentes le decían que hiciera el interrogatorio en el exterior, en la seguridad de la vía pública. Pero la poderosa fragancia agridulce de su perfume lo hipnotizaba. Habría seguido a Ichiteru a cualquier parte.
Lo condujo a una habitación al fondo del pasillo, donde una única lámpara ardía sobe una mesa baja en la que también había una botella de sake y dos tazas. El tiempo y la humedad habían descolorido los paisajes murales pintados en la pared, de forma que parecían acantilados y nubes bajo el agua. Sobre los vetustos armarios gruñían unos dragones marinos en relieve. Al otro lado de las persianas, Hirata oía el chapoteo de las aguas del canal contra el muro de contención. Sobre el tatami, había un futón. Al verlo Hirata sintió una acumulación de calor en la ingle. Para apartar sus pensamientos de la invitación implícita de la cama, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:
– ¿De quién es esta casa?
Una fugaz sonrisa surcó el rostro de Ichiteru.
– ¿Acaso importa? -Se arrodilló junto a la mesa y le hizo señas para que la acompañara-. Lo importante es que estáis aquí… y yo también.
– Eh, sí -dijo Hirata. Tropezó con el dobladillo de sus pantalones y estuvo a punto de caer al arrodillarse frente a Ichiteru. Se ruborizó. En la habitación parecía hacer demasiado calor y demasiado frío al mismo tiempo; tenía las manos como si fueran de hielo, mientras que su ropa estaba empapada de sudor-. Entonces, esto…, ¿qué teníais que decirme?
– Vamos, Hirata-san. -Ichiteru le dedicó una mirada coqueta-. No hay por qué tener… tantas prisas. ¿Tan deseoso estáis de partir? -Hizo un mohín-. ¿Tanto os desagrado?
– No, no. Es decir, me agradáis bastante.
Un rubor ardiente trepó por el cuello y las orejas de Hirata.
– Entonces disfrutemos primero… del tiempo que tenemos para los dos. -El quimono de Ichiteru, caído por los hombros de acuerdo con la moda, resbaló un poco más y reveló parte de la aureola que rodeaba un pezón-. ¿Puedo ofreceros un refrigerio?
Levantó la botella de sake y arqueó las cejas en sugestivo ademán de invitación.
Por lo general, Hirata prefería no beber cuando estaba trabajando, pero en aquel momento necesitaba calmar sus nervios y aquietar sus manos temblorosas.
– Sí, por favor -dijo.
La dama Ichiteru le sirvió una taza de sake. Al pasársela, sus dedos suaves y cálidos le acariciaron la mano. Sus ojos lo abismaron en profundidades insondables. Con dificultad, Hirata apartó la vista y apuró la taza de un trago. El licor tenía un sabor extraño y mohoso, pero se sentía demasiado agradecido por sus inmediatos efectos sedantes para que le preocupara. Ichiteru lo observaba con las manos cruzadas sobre el regazo y una sonrisa juguetona en la boca.
– Creo que ahora estamos preparados -dijo ella.
Se inclinó hacia delante y le acarició la mejilla con la punta de los dedos, que dejaron un rastro de calor a su paso. Excitado pero despavorido, Hirata rehuyó su contacto.
– ¿Qué… qué hacéis? -preguntó.
La parte racional de su cerebro adivinaba que estaba tratando de distraerlo por medio de la seducción. Por el bien de las pesquisas, no debía permitir que sucediera, por mucho que la desease.
– Vuestra carta decía que teníais importante información sobre el asesinato de la dama Harume. Y necesito respuestas a las preguntas que esquivasteis en el teatro de marionetas. -Deseando no haber perdido el plan, trató de recordar sus instrucciones-. ¿Dónde estabais cuando casi matan a Harume con una daga? ¿Cuáles eran vuestros verdaderos sentimientos hacia ella?
– Shhhh… -El dedo de Ichiteru acarició sus labios con ternura.
– Dejad eso ya -dijo Hirata.
Intentó levantarse pero le sobrevino una extraña sensación. Sentía los miembros pesados como sacos de arena; la cabeza parecía desconectada del resto del cuerpo. Sus sentidos adquirieron una agudeza extraordinaria. Pareció que se abrían todos sus poros, que vibraban todos sus nervios. Los colores turbios de la habitación relucían; el chapoteo del canal atronaba como el oleaje del océano; el perfume de la dama Harume llenaba sus pulmones como la fragancia de un millón de flores. Oía las veloces palpitaciones de su corazón, el flujo impetuoso de su sangre. Su miembro se hinchó en la erección más abultada que había conocido.
Ichiteru lo ayudaba a ponerse en pie y lo arrastraba hacia el futón.
– No -protestó Hirata con un hilo de voz.
A través de la neblina etérea que velaba su pensamiento, recordó al policía que le había mencionado la existencia de una droga que provocaba trances y aumentaba el placer sexual. También recordaba que Ichiteru no había probado el sake. Debía de haber puesto allí la droga.
¿Se la habría comprado a Choyei, junto con el veneno que mató a la dama Harume?
– ¡Soltadme! ¡Por favor!
Hirata temía por su vida, pero la proximidad de la dama Ichiteru le provocaba escalofríos de placer; su contacto quemó cualquier vestigio de razón que le quedara. Se rindió y cayó sobre el futón. El artesonado del techo estaba decorado con olas pintadas que ondulaban ante los ojos aturdidos de Hirata. Ichiteru flotaba sobre él como si volara entre remolinos de su quimono malva. Entonces levantó los brazos y la prenda se deslizó hasta el suelo, quedándose desnuda. Hirata perdió el aliento. Los pechos de Ichiteru eran generosos y lozanos; los pezones, grandes como monedas. Las curvas de sus caderas se abrían desde una cintura de avispa, y en su entrepierna asomaba una mata de sedoso vello pubiano negro. Su piel, tersa y cremosa, acentuaba la elegante estructura ósea del cuello, los hombros y las largas y gráciles extremidades. Por debajo de su perfume, Hirata captaba su olor natural: acre y salado como el mar. Se alzó en él una ola de deseo, pero en su cresta cabalgaba un miedo mortal.
– No. Por favor. No podemos. Si se entera el sogún, ¡hará que nos maten a los dos!
La dama Ichiteru se limitó a sonreír; le desanudó la faja y le quitó la ropa. Desató las cintas del taparrabos y su erección quedó libre como un resorte. Ante sus exclamaciones por la tremenda excitación, ella le dijo:
– Es por el bien de su excelencia que os he convocado hoy aquí. Está en grave peligro. -La voz de Ichiteru rodeaba a Hirata como una nube de sonido incorpóreo; su aroma lo envolvía-. El asesinato de la dama Harume formaba parte de una conjura contra nuestro señor.
– ¿Qué conjura? No… no lo entiendo.
La droga reducía a marchas forzadas la capacidad mental de Hirata; su cerebro flotaba en un mar de embriaguez. La dama Ichiteru se inclinó sobre él. Sus senos le acariciaron suavemente el pecho. La exquisita sensación le arrancó un gemido. Oyó el golpeteo de las olas del canal contra la ribera. Tenía que huir. Tenía que poseer a Ichiteru. Pero ninguna de las dos cosas estaba a su alcance; la droga le inmovilizaba las extremidades.
Entonces Ichiteru se sostuvo los pechos entre las manos ahuecadas y los empujó contra su virilidad hasta encajarla en la hendidura cálida y suave que quedaba entre ellos. Arriba y abajo, sin dejar de sonreír. La fricción lo excitaba hasta limites insoportables. Hirata gritó a medida que su placer crecía demasiado alto y demasiado rápido.
– Basta. ¡Parad!
Le quedaba la suficiente conciencia para no querer poner perdida a la dama Ichiteru, pero ésta hizo caso omiso de su protesta y siguió con sus movimientos. Hirata sentía la rápida aproximación del inevitable desahogo. Ichiteru aplicó diestras presiones en algunos puntos de la base de su erección. El clímax de Hirata entró en erupción entre espasmos de éxtasis. Sin dejar de gemir y jadear, hizo un débil intento de escudar a Ichiteru, pero su mano se negaba a moverse. Ichiteru y el punto donde sus cuerpos se tocaban parecían estar a una distancia imposible, y tuvo que hacer esfuerzos para centrar en él su visión. Entonces se quedó mudo de sorpresa.
Su virilidad, que seguía dura como una roca, no había derramado semilla. Y el clímax no había disminuido en lo más mínimo su excitación.
– ¿Qué me habéis hecho? ¿Qué clase de magia es ésta? -preguntó.
Ichiteru se cernió sobre él y le puso un dedo en los labios.
– Shhh…
Una melódica risa hizo burla de su pánico. A medida que se intensificaban los efectos de la droga, Hirata más se mareaba. La cama se mecía y las olas sonaban más fuerte. Lo lamían unas oleadas de calor. Ichiteru y él daban vueltas, y los motivos del techo eran un borrón de color por encima de su cabeza. Tan solo la bella cara de la concubina seguía enfocada.
– No tengáis miedo… no os dolerá. Limitaos a disfrutar… -Cada palabra resonaba en la cabeza de Hirata-. ¿Y no queréis saber quién mató a la dama Harume?
– No. ¡Es decir, sí! -Hirata combatía el resurgir de deseo que se alzaba en su interior.
– Fue alguien que estaba celoso de ella… Un hombre que temía que el nacimiento de un heredero del sogún frustrara sus ambiciones… -La dama Ichiteru sostenía un cilindro rojo laqueado tan grueso como su brazo-. Quiere gobernar Japón, y no puede permitirse perder su única vía hacia el poder.
Las vueltas se aceleraron; a Hirata se le iba la cabeza. Hizo un frenético intento de recordar los hechos del caso y los sospechosos varones.
– ¿De quién habláis? ¿Del teniente Kushida? ¿El caballero Miyagi? ¿El amante secreto de la dama Harume?
– De ninguno de ellos… de ellos… de ellos…
La suave voz de Ichiteru hacía eco por encima del rumor del agua y el latido de la sangre de Hirata. Cubrió su órgano con el cilindro hueco. El revestimiento de seda lubricado lo envolvió en puro placer. A medida que Ichiteru desplazaba el cilindro, su relieve interno lo estrujaba y lo liberaba alternativamente. Entre jadeos, Hirata emprendió el ascenso hacia otro orgasmo.
– El sacerdote Ryuko tiene espías en todas partes… Estaba al corriente de la carta del caballero Miyagi… Entra y sale a placer del Interior Grande… Un día oí que le decía a la dama Keisho-in que Harume estaba embarazada y debía morir… Juntos decidieron que Ryuko compraría el veneno y lo metería en la tinta.
Al mismo tiempo que los nuevos indicios en contra de Keisho-in llenaban a Hirata de espanto, lo sacudieron los espasmos del clímax. De nuevo Ichiteru impidió el desahogo completo por el que se desesperaba. Retiró el cilindro y lo lanzó al suelo.
– Por favor. ¡Por favor!
Sollozando de necesidad, Hirata pugnó por llegar a ella, pero era incapaz de mover un solo músculo. La dama Ichiteru se arrodilló sobre él, a horcajadas sobre su torso. La magnificencia de su cuerpo, la serena hermosura de su rostro y su olor salvaje y agridulce lo enloquecían.
– Os ruego que advirtáis a su excelencia de que la sucesión de los Tokugawa está en grave peligro -dijo Ichiteru-. No habrá nunca un heredero directo mientras Ryuko y Keisho-in permanezcan en el castillo de Edo. Asesinarán a cualquier mujer que conciba al hijo del sogún… Se creen el emperador y la emperatriz de Japón… Manipularán al sogún… y despilfarrarán su dinero en sus propios caprichos… El bakufu se debilitará y surgirá la insurrección… Debéis desenmascarar a esos asesinos y salvar al clan Tokugawa y al país entero de la ruina.
A pesar de su agitación, Hirata veía los peligros de hacer lo que le decía.
– No puedo. Al menos no sin corroborarlo. ¡Si mi señor y yo acusáramos falsamente a la madre del sogún, sería traición!
– Tenéis que prometerme que os arriesgaréis. -La mano de Ichiteru, recubierta de esencia de gardenia, acarició su órgano hasta que sus gemidos se convirtieron en ásperos gritos y se sintió a punto de estallar, y entonces paró-. De lo contrario… os dejaré ahora mismo…, y no volveréis a verme.
Hirata se horrorizó ante la perspectiva de perder a la dama Ichiteru, de nunca satisfacer la urgente necesidad que lo consumía. De la pasión brotó el amor, como una flor del mal que se abriera en su espíritu. Ichiteru era maravillosa; jamás diría nada que no fuese verdad.
– De acuerdo -gritó Hirata-. Lo haré. Pero, por favor, por favor…
La sonrisa de aprobación de la dama Ichiteru lo colmó de un gozo culpable.
– Habéis tomado la decisión correcta. Ahora tendréis vuestra recompensa.
Descendió sobre su erección. Hirata casi se desmaya al deslizarse dentro de su cálida y húmeda femineidad. La habitación daba vueltas y más vueltas; oído, vista y olfato confluyeron en una única y abrumadora sensación. Ichiteru subía y bajaba con creciente velocidad. Sus músculos internos lo inmovilizaban en una fiera succión. La excitación de Hirata subió hasta cotas más altas que nunca en su vida. Tenía el corazón desbocado; sus pulmones no lograban recibir suficiente aire; estaba bañado en sudor. Iba a morir de placer. Le entró el pánico.
– No. Basta. ¡No puedo más!
Entonces explotó en un cataclismo de éxtasis. Sintió que la semilla salía a chorro de su cuerpo, oyó sus propios gritos. Sobre él, Ichiteru reinaba triunfal. Al sucumbir a su poder, Hirata sabía que el camino que había elegido estaba plagado de peligros. Mas deber y deseo por igual lo empujaban a emprenderlo. No podía ignorar una amenaza contra el sogún, y la dama Ichiteru tenía que ser suya. No tenía otra elección que comunicarle su declaración a Sano, que retomaría la investigación a partir de allí.
A riesgo incluso de sus propias vidas.