3

La puerta de la mansión que Sano poseía en las dependencias funcionariales del castillo de Edo permanecía abierta al resplandor de la tarde de otoño. Por la calle, donde vivían otros altos funcionarios del bakufu, acudían porteadores con regalos de boda de ciudadanos prominentes que esperaban atraerse el favor del sosakan del sogún. Los sirvientes los recogían, cruzaban el patio empedrado y, por la cancela interior, entraban en la casa entejada con paredes de entramado de madera. Allí las doncellas deshacían el equipaje, los cocineros se afanaban con la comida y el ama de llaves supervisaba los preparativos de última hora para la residencia de los recién casados. Los miembros del cuerpo de detectives de élite del sosakan pululaban por los barracones y los establos que rodeaban la edificación, por las oficinas de la parte delantera de la casa y por la puerta, atareados en ausencia de su señor.

Aislada de ese bullicio, Ueda Reiko, ataviada aún con su quimono blanco de novia, permanecía de rodillas en su cámara de los aposentos privados de la mansión, entre cofres llenos de sus pertenencias personales, trasladadas desde la casa del magistrado Ueda. La habitación recién decorada desprendía el dulce olor del tatami nuevo. Un colorido mural de pájaros en un bosque decoraba la pared. Un tocador negro esmaltado, con biombo y armario a juego e incrustaciones de mariposas doradas, estaba ya a disposición de Reiko. La luz vespertina atravesaba las ventanas de papel con celosía. En el exterior, los pájaros cantaban en el jardín. A pesar de lo agradable del entorno y del hecho de haber pasado a vivir en el castillo de Edo -la meta de toda dama de su clase-, Reiko no lograba ahuyentarla infelicidad que pesaba en su espíritu.

– ¡Aquí estáis, mi señora!

O-sugi, la niñera y acompañante de Reiko, que se había mudado al castillo con ella, entró en la habitación como un torbellino. Rechoncha y sonriente, O-sugi contempló a Reiko con afectuosa exasperación.

– Pensando en las musarañas, como siempre.

– ¿Qué más puedo hacer? -preguntó Reiko con tristeza-. Se ha cancelado el banquete. Se han ido todos. Y me has dicho que no saque mis cosas porque para eso tengo a los sirvientes, y causaría mala impresión que hiciese algo por mí misma.

Reiko había contado con los festejos para distraerse de su añoranza y sus temores. La muerte de la concubina del sogún y la posibilidad de una epidemia resultaban, en comparación, triviales. ¿Cómo iba ella, que en su vida no se había alejado de la casa de su padre más de unos pocos días, a vivir allí, para siempre, con un extraño? Aunque la ausencia de Sano retrasaba el vertiginoso salto a un futuro desconocido, Reiko no tenía otra ocupación que sus tribulaciones.

La niñera chasqueó la lengua.

– Bueno, podríais cambiaros. No tiene sentido que andéis por ahí con el quimono de novia ahora que la boda ha terminado.

Con la ayuda de O-sugi, Reiko se desprendió de los ropajes blancos y el quimono interior rojo, que fueron sustituidos por una costosa pieza de su ajuar -un quimono estampado con hojas de arce color burdeos sobre un fondo veteado marrón-, aunque resultara sosa y apagada en comparación con sus habituales prendas alegres y brillantes de doncella. Las mangas le llegaban sólo a las caderas -y no hasta el suelo como habían hecho hasta la fecha-, lo apropiado para una mujer casada. O-sugi le recogió con agujas la larga cabellera en un peinado nuevo y serio. Cuando Reiko se colocó delante del espejo y observó la desaparición de los símbolos de su juventud y el envejecimiento de su reflejo, su infelicidad aumentó.

¿Estaba condenada a una existencia de reclusión en aquella casa, simple recipiente de los hijos de su marido, esclava a su autoridad? ¿Debían morir todos sus sueños el primer día de su vida adulta?

La inusual infancia de Reiko la había hecho poco propensa al matrimonio. Era el único vástago del magistrado Ueda; su madre murió cuando era niña, y su padre no había vuelto a casarse. Podría haber hecho caso omiso de su hija y encomendar por completo sus cuidados a los sirvientes, como otros habrían hecho en su situación, pero el magistrado Ueda valoraba a Reiko como lo único que le quedaba de la amada esposa que había perdido. La inteligencia de la niña había afianzado su cariño.

A los cuatro años entraba con paso todavía inseguro en el estudio de su padre y fisgoneaba los informes que escribía. «¿Qué pone aquí?», preguntaba, señalando un carácter tras otro.

Una vez que el magistrado le enseñaba una palabra, jamás la olvidaba. Muy pronto fue capaz de leer frases sencillas. Aún se acordaba del placer de descubrir que cada carácter poseía un significado propio, y que una columna de ellos expresaba una idea. Dejaba de lado las muñecas y pasaba horas plasmando con tinta sus palabras en grandes hojas de papel. El magistrado Ueda había dado alas a los intereses de Reiko. Contrató a tutores que le enseñaron a leer, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos: asignaturas que se le habrían enseñado a un chico. Cuando descubrió a su hija de seis años blandiendo su espada contra un enemigo imaginario, contrató a maestros de las artes marciales para que le enseñaran kenjutsu y combate sin armas.

– Una samurái tiene que saber defenderse en caso de guerra -dijo el magistrado Ueda a los dos sensei, reacios a adiestrar a una chica.

Reiko recordaba el desdén con el que la trataban y las lecciones destinadas a disuadirla de aquella ocupación masculina. Como adversarios para los combates de práctica le llevaban a chicos más grandes y fuertes. Pero el espíritu orgulloso de Reiko se negó a doblegarse. Con el pelo alborotado y el uniforme blanco manchado de sangre y sudor, había aporreado a su contrincante con la espada de madera hasta tumbarlo bajo una tormenta de golpes. Había enviado al suelo con una llave a un chico dos veces más grande que ella. Su recompensa fue el respeto que advirtió en los ojos de sus maestros y las auténticas espadas de acero que su padre le había regalado, y que había ido sustituyendo cada año por unas más grandes a medida que crecía. Le encantaban los relatos de batallas históricas, y se ponía en la piel de los grandes guerreros Minamoto Yoritomo o Tokugawa Ieyasu. Sus compañeros de juegos eran los hijos de los criados de su padre; despreciaba al resto de las chicas por débiles y frívolas. Estaba convencida de que, como única descendiente de su padre, algún día heredaría su cargo de magistrado de Edo, y tenía que estar preparada.

La realidad pronto la curó de aquellas ideas. «Las chicas no llegan a magistrado cuando crecen -se burlaban sus maestros y amigas-. Se casan, crían hijos y sirven a sus maridos.»

Había escuchado a escondidas cómo su abuela le decía a su padre:

– No está bien que trates a Reiko como a un chico. Si no acabas con esas ridículas lecciones, nunca aprenderá cuál es su puesto en el mundo. Hay que enseñarle algunas habilidades femeninas, o nunca encontrará marido.

El magistrado Ueda había transigido: las lecciones habían continuado, pero también había contratado a profesores para que enseñaran a Reiko costura, arreglos florales, música y la ceremonia del té. Y aun así se había aferrado a sus sueños. Su existencia iba a ser diferente de la del resto de las mujeres: viviría aventuras, alcanzaría la gloria.

Entonces, a los quince años, su abuela convenció al magistrado de que le había llegado el momento de casarse. Su primer miai -el encuentro formal entre los futuros novios y sus familias- había tenido lugar en el templo de Zojo. Reiko, que había observado la vida de sus tías y primas, no tenía ningunas ganas de casarse. Sabía que las mujeres debían acatar todas las órdenes y acceder a todos los caprichos de sus maridos, y soportar con pasividad los insultos o los abusos. Hasta el hombre más respetable podía ser un tirano en su casa, que prohibiera hablar a su mujer, la forzara, le engendrara un hijo tras otro hasta minar su salud y después la desdeñara para entretenerse con concubinas o prostitutas. Mientras los hombres iban y venían a su antojo, una esposa de la clase social de Reiko se quedaba en casa a menos que su marido le concediese permiso para asistir a ceremonias religiosas o a reuniones de familia. Los sirvientes la libraban de las tareas del hogar, pero la mantenían ociosa, inútil. A Reiko el matrimonio le parecía una trampa que había que evitar a toda costa. Su primer pretendiente no contribuyó a que cambiara de opinión.

Se trataba de un rico burócrata de alto rango en el régimen Tokugawa. Además era gordo, cuarentón y estúpido. En el transcurso de una merienda bajo los cerezos en flor, se emborrachó y realizó comentarios obscenos sobre sus visitas a las cortesanas de Yoshiwara. Reiko advirtió con horror que su abuela y la mediadora no compartían su repugnancia: las ventajas sociales y económicas del enlace les impedían ver los defectos del hombre. El magistrado Ueda esquivaba la mirada de Reiko, que notaba que su padre deseaba romper las negociaciones pero era incapaz de dar con una razón aceptable para hacerlo. Reiko decidió encargarse ella misma.

– ¿Creéis que Japón podría haber conquistado Corea hace noventa y ocho años, en vez de tener que abandonar y retirar las tropas? -le preguntó al burócrata.

– Bueno, yo…, pues no lo sé, claro que… -respondió en tono bravucón- nunca lo he pensado.

Pero Reiko sí. Mientras su abuela y la mediadora la contemplaban estupefactas y su padre trataba de disimular una sonrisa, expuso su opinión -que se podría haber logrado una victoria japonesa en Corea- con todo lujo de detalles. Al día siguiente, el burócrata dio fin a las negociaciones matrimoniales con una carta que decía: «La señorita Reiko es demasiado atrevida, irrespetuosa e impertinente para ser una buena esposa. Buena suerte para encontrar algún otro que se case con ella.»

Los siguientes miai con otros hombres del mismo jaez habían tenido parecido final. La familia de Reiko protestó, rezongó y por último se rindió, desesperada. Para ella fue una gran alegría. Después, en su decimonoveno cumpleaños, el magistrado Ueda la llamó a su despacho y le anunció con tristeza:

– Hija, entiendo tu renuencia a casarte; es culpa mía por haber fomentado tu interés por cuestiones no femeninas. Pero no siempre podré cuidar de ti. Necesitas un marido que te proteja a mi muerte.

– Padre, soy culta, sé luchar, puedo cuidar de mí misma -protestó Reiko, aunque sabía que su padre estaba en lo cierto. Las mujeres no ocupaban cargos de gobierno, ni llevaban negocios, ni tenían otro trabajo que no fuera el de sirvienta, granjera, monja o prostituta. Reiko no sentía el más mínimo interés por aquellas opciones, ni por la perspectiva de vivir de la caridad de sus parientes. Inclinó la cabeza en reconocimiento de su derrota.

– Hemos recibido una nueva propuesta de matrimonio -anunció el magistrado-, y te ruego que no eches a perder las negociaciones, porque puede que nunca nos llegue otra. Se trata de Sano Ichiro, el muy honorable investigador del sogún.

Reiko alzó la cabeza de golpe. Había oído hablar del sosakan Sano, como todo Edo. Le habían llegado rumores de su valentía y de un importantísimo servicio secreto que había llevado a cabo para el sogún. Empezó a interesarse. Deseosa de ver a aquella maravillosa celebridad, accedió al miai.

Sano no la defraudó. Mientras ella y el magistrado Ueda paseaban por los alrededores del templo de Kannei acompañados por el mediador y por Sano y su madre, Reiko lo miraba por el rabillo del ojo. Alto y fuerte, de porte noble y orgulloso, era más joven que sus anteriores pretendientes y, con diferencia, el más guapo. Como mandaba la tradición, no se dirigieron la palabra directamente, pero en sus ojos brillaba la misma inteligencia que su voz traslucía. Además, Reiko sabía que había dirigido la caza del asesino de los Bundori, cuyos truculentos crímenes habían sumido Edo en el terror. No era un borracho perezoso que descuidase sus deberes por las diversiones de Yoshiwara. Entregaba peligrosos asesinos a la justicia. A Reiko le parecía la encarnación de los héroes guerreros que había venerado desde su infancia. Tenía la oportunidad de compartir con él su emocionante vida. Y cuando miró a Sano, se vio invadida por un calor desconocido y placentero. De repente, el matrimonio no tenía tan mal aspecto. En cuanto llegaron a casa, Reiko le dijo a su padre que aceptara la propuesta.

Sin embargo, cuando se fijó la fecha de la boda, las dudas de Reiko sobre el matrimonio salieron de nuevo a la superficie. Las mujeres de su familia le aconsejaban que obedeciese y sirviese a su marido; los regalos -utensilios de cocina, material de costura, accesorios para el hogar- simbolizaban el papel doméstico que debía desempeñar. Sus libros y espadas se quedaron en la mansión Ueda. La esperanza había destellado por un momento en la boda, inspirada por la visión de Sano, tan guapo como lo recordaba; pero en ese momento Reiko temía que su vida no iba a ser diferente de la del resto de las mujeres casadas. Su marido había salido para resolver una importante misión, mientras ella se quedaba en casa. No tenía motivos para creer que fuera a tratarla de modo distinto a cualquier otro. El pánico le atenazaba los pulmones.

¿Qué había hecho? ¿Era demasiado tarde para escapar?

O-sugi cogió una bandeja y la dejó encima del tocador. Reiko vio un cepillo pequeño de bambú, el espejo, la palangana de cerámica y los dos cuencos a juego; uno contenía agua; el otro, un líquido oscuro. Se le encogió el corazón.

– ¡No!

– Reiko-chan -suspiró O-sugi-, sabéis que debéis teñiros los dientes de negro. Es la costumbre cuando una mujer se casa, una prueba de fidelidad a su marido. Ahora venid aquí. -Con amabilidad pero con firmeza sentó a Reiko delante del mueble-. Cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.

Llena de pesar, Reiko mojó el cepillo en el cuenco y abrió la boca en una mueca exagerada. Cuando efectuó la primera pasada por sus dientes de arriba, parte del tinte negro le goteó en la lengua. Notó un espasmo en la garganta; la boca se le llenó de saliva. La mezcla, compuesta por tinta, limaduras de hierro y extractos de plantas, era terriblemente amarga.

– ¡Puaj! -Reiko escupió en la palangana-. ¿Cómo puede alguien soportar esto?

– Todas lo hacen, y vos no vais a ser menos. Dos veces al mes, para mantener el color. Ahora seguid, y cuidado con mancharos los labios o el quimono.

Entre estremecimientos y arcadas, Reiko se aplicó en los dientes una capa tras otra de tinte. Por último se enjuagó, escupió y se puso el espejo delante de la cara. Contempló su reflejo con consternación. Los dientes, opacos y negros, contrastaban con los polvos blancos de la cara y el rojo del carmín, resaltando cada pequeña imperfección de su piel. Con la punta de la lengua se tocó el incisivo mellado, un hábito que tenía en momentos de fuerte emoción. A sus veinte años, se veía fea y anciana. Sus días de estudio y práctica de artes marciales habían quedado atrás; las esperanzas de romance menguaban. Ahora, ¿para qué iba a quererla su marido si no era para que lo sirviese y obedeciera?

Ahogó un sollozo y vio que O-sugi la miraba con simpatía. A ella la habían casado a los catorce años con un tendero viejo de Nihonbashi, que le pegaba a diario hasta que los vecinos se quejaron de que los gritos los molestaban. El caso había llegado ante el magistrado Ueda, que condenó al tendero a una paliza, consiguió el divorcio para O-sugi y la contrató como niñera de su hija. O-sugi era la única madre que Reiko había conocido. Ahora el vínculo que las unía se reforzaba con la patética similitud de sus situaciones: una rica, la otra pobre, pero las dos prisioneras de la sociedad, su destino dependiente de los hombres.

O-sugi abrazó a Reiko y le dijo con tristeza:

– Mi joven señora, la vida será más fácil si os limitáis a aceptarla. -Y, con un esfuerzo por mostrarse animada, añadió-: Después de todas las emociones de la boda, debéis de estar muerta de hambre. ¿Qué me decís de un poco de té y bollos, de los rosas, los que llevan pasta dulce de castaña? -Era la golosina favorita de Reiko-. Ahora mismo los traigo.

La niñera salió cojeando de la habitación: su brutal marido le había tullido la pierna izquierda. Ver aquello prendió una furiosa determinación en el interior de Reiko. En ese lugar y momento se negó a dejar que el matrimonio le lisiara el cuerpo o la mente. No iba a quedar prisionera en aquella casa y echar a perder sus talentos y ambiciones. ¡Viviría!

Se levantó y cogió una capa del armario. Después fue a todo correr a la puerta de entrada, donde el personal de Sano descargaba los regalos de boda.

– ¿En qué puedo ayudaros, honorable señora? -inquirió el criado mayor.

– No necesito nada -respondió Reiko-. Voy a salir.

– Una dama no puede salir a solas, sin más, del castillo. Va en contra de la ley -dijo el criado con altivez.

Este organizó una escolta de doncellas y soldados. Encargó un palanquín y seis hombres y la instaló en el ornado y mullido interior de la silla de manos. Le dio al comandante de la escolta el documento oficial que concedía paso a Reiko al interior y el exterior del castillo y después le preguntó:

– ¿Adónde le digo al sosakan-sama que habéis ido?

Reiko estaba consternada. ¿Qué podía hacer, entorpecida por una comitiva de dieciséis personas que sin duda darían cuenta de todos sus movimientos a Sano y al resto del castillo de Edo?

– A visitar a mi padre -contestó, aceptando su derrota.

Atrapada en el palanquín, recorrió los serpenteantes pasajes del castillo, entre atalayas y soldados de patrulla. El comandante de la escolta mostró su pase en los controles de seguridad; los soldados abrieron las puertas y permitieron que la comitiva siguiera colina abajo. Por su lado pasaron samuráis a caballo que avanzaban a medio galope. Las ventanas de las galerías cubiertas que coronaban los muros dejaban entrever los tejados de Edo repartidos por la llanura de debajo, y el otoñal follaje rojo y dorado a lo largo del río Sumida. El etéreo pico nevado del monte Fuji se erigía contra el lejano cielo del oeste. Reiko lo veía todo a través de la estrecha ventanilla del palanquín. Suspiró.

Sin embargo, una vez que salieron por la puerta principal del castillo y dejaron atrás las magníficas propiedades amuralladas de los daimio, Reiko cobró ánimos. En el barrio administrativo situado en Hibiya, al sur del castillo de Edo, los altos funcionarios de la ciudad vivían y trabajaban en mansiones-oficina. Allí, Reiko había disfrutado de la infancia cuyo final lamentaba ahora tan amargamente. Pero quizá no estaba perdida del todo.

Al llegar a la residencia del magistrado Ueda se apeó del palanquín. Dejó a su séquito fuera, entre dignatarios paseantes y oficinistas presurosos, y se acercó a los centinelas apostados en los portales techados de la entrada.

– Buenas tardes, dama Reiko -la saludaron.

– ¿Está mi padre en casa? -preguntó.

– Sí, pero tiene juicio.

A Reiko no la sorprendía que el concienzudo magistrado hubiese vuelto al trabajo al cancelarse el banquete de bodas. En el patio se abrió paso entre un enjambre de lugareños, policías y prisioneros, que esperaban a que el magistrado les concediese su atención, y entró en el edificio de entramado de madera. Dejó atrás las oficinas administrativas y se encerró en una sala adyacente al Tribunal de Justicia.

La habitación, en tiempos un armario, era apenas lo bastante grande para dar cabida a su único tatami. Sin ventanas, el cubículo estaba en penumbra y olía a cerrado, pero Reiko había pasado en él algunas de sus horas más felices. Una de las paredes consistía en una compleja celosía. Por las rendijas Reiko tenía el tribunal perfectamente a la vista. Al otro lado de la pared y de espaldas a ella, su padre, con las vestiduras negras de juez, ocupaba el estrado flanqueado por sus secretarios. Los faroles iluminaban la larga sala en la que el acusado, con las manos atadas a la espalda, escuchaba de rodillas sobre el shirasu -una porción del suelo cubierta de arena blanca, símbolo de la verdad- que estaba inmediatamente debajo del estrado. La policía, los testigos y la familia del acusado aguardaban de rodillas en hileras en la parte destinada al público; las puertas estaban custodiadas por centinelas.

Reiko se arrodilló para observar la sesión, como había hecho en innumerables ocasiones. Los juicios la fascinaban. Mostraban un lado de la vida que no podía experimentar de primera mano. El magistrado Ueda le consentía aquel interés y le permitía utilizar aquella habitación. Reiko se llevó la lengua a su diente mellado mientras sonreía a causa de los agradables recuerdos.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, prestamista Igarashi? -preguntó al reo el magistrado Ueda.

– Honorable magistrado, juro que no maté a mi socio -dijo el acusado con vehemente sinceridad-. Reñimos por los favores de una cortesana porque estábamos borrachos, pero hicimos las paces. -El rostro del acusado estaba surcado de lágrimas-. Quería a mi socio como a un hermano. No sé quién lo apuñaló.

Cuando comentaban los casos, Reiko había impresionado al magistrado por su intuición, por lo que había llegado a apreciar sus opiniones. Reiko le susurró a través de la celosía:

– El prestamista miente, padre. Todavía está celoso de su socio. Y ahora toda la fortuna de los dos le pertenece. Presiónalo y confesará.

A menudo, durante los juicios, le había dado consejos de este modo y en muchas ocasiones el magistrado Ueda los había seguido con buenos resultados; pero, en aquella ocasión, sus hombros se tensaron y volvió ligeramente la cabeza. En vez de interrogar al acusado, anunció:

– La sesión se aplaza durante un momento. -Se levantó y salió del tribunal.

Entonces se abrió la puerta de la habitación de Reiko. En el pasillo estaba su padre, mirándola con consternación.

– Hija. -La cogió del brazo y la llevó hasta su despacho privado-. Tu primera visita a casa no debía tener lugar hasta mañana, y tiene que acompañarte tu marido. Ya conoces la costumbre. ¿Qué haces aquí, sola, ahora? ¿Pasa algo?

– Padre, yo…

De repente, la valiente rebeldía de Reiko se vino abajo. Entre sollozos, reveló todos sus recelos sobre el matrimonio, los sueños a los que no pensaba renunciar. El magistrado Ueda la escuchó con simpatía pero, cuando terminó y se calmó, sacudió la cabeza y dijo:

– No tendría que haberte criado para que esperaras de la vida más de lo que es posible para una mujer. Fue un acto de amor ciego y poco juicio por mi parte, del que me arrepiento profundamente. Pero lo que está hecho, hecho está. No podemos ir hacia atrás, sólo hacia delante. No debes observar más juicios ni ayudarme en mi trabajo como equivocadamente te permití hacer en el pasado. Tu sitio está junto a tu marido.

En el momento en que Reiko veía cerrarse para siempre la puerta de su juventud, un atisbo de esperanza destellaba en el oscuro horizonte de su futuro. La última frase del magistrado Ueda le había recordado su fantasía de compartir las aventuras del sosakan Sano. En la antigüedad las mujeres de los samuráis habían cabalgado hacia la batalla al costado de sus hombres. Reiko recordó el incidente que había terminado con los festejos nupciales. Antes, absorta en sus problemas, apenas le había dedicado un pensamiento al nuevo caso de Sano; ahora despertaba su interés.

– Tal vez pueda ayudar en la investigación de la muerte de la dama Harume -dijo en tono meditabundo.

La preocupación afloró al rostro del magistrado Ueda.

– Reiko-chan -advirtió con voz amable, pero firme-. Eres más lista que muchos hombres, pero eres joven, inocente y confías demasiado en tus habilidades. Cualquier asunto que tenga que ver con la corte del sogún está plagado de peligros. El sosakan Sano no verá con buenos ojos que interfieras. Además, ¿qué podrías hacer tú, una mujer?

El magistrado se levantó y condujo a Reiko al exterior de la mansión, hasta la puerta donde la esperaba su séquito.

– Ve a casa, hija. Da gracias por no tener que trabajar para ganarte el arroz, como otras mujeres con menos suerte. Obedece a tu marido, es un buen hombre. -Después, haciéndose eco del consejo de O-sugi, añadió-: Acepta tu destino, o se hará cada vez más difícil de soportar.

A regañadientes, Reiko subió al palanquín. Al saborear el amargor del tinte de sus dientes, sacudió la cabeza en triste señal de reconocimiento de la sabiduría de su padre.

Aun así, ella poseía la misma inteligencia y el mismo ímpetu y valor que lo habían hecho a él magistrado de Edo, ¡el cargo que ella habría heredado de haber nacido varón! Cuando el palanquín emprendió su camino, Reiko gritó a los porteadores:

– ¡Parad! ¡Volved!

Obedecieron. Reiko bajó y entró corriendo en la casa de su padre, hasta su habitación de la infancia. Del armario sacó dos espadas, una larga y una corta, con similares empuñaduras y vainas con incrustaciones de oro. Después volvió al palanquín y se acomodó para el viaje de vuelta al castillo de Edo, abrazada a sus preciadas armas, símbolos de honor y aventura, de todo lo que era y pretendía ser.

De algún modo iba a conseguir una vida satisfactoria y con sentido. Y empezaría por investigar la extraña muerte de la concubina del sogún.

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