7

Cuando Sano llegó a casa, los criados salieron a la entrada de su mansión para darle la bienvenida. Lo liberaron de su capa y sus espadas y lo condujeron a la sala, donde ardían faroles y braseros de carbón; los murales de las paredes representaban un sereno paisaje de montaña. Al acomodarse en los cojines de seda del suelo, sintió que lo abandonaba la tensión del día y se apoderaba de él una sensación de felicidad. Hirata había ido a dar órdenes al cuerpo de detectives y a asegurar la protección de la finca para la noche. Sano disponía del tiempo que restaba hasta el día siguiente. Podía empezar su matrimonio.

– ¿Os gustaría comer algo? -preguntó el primer criado.

Sano asintió y preguntó:

– ¿Dónde está… mi mujer? -La frase sonaba extraña en sus labios, pero tan agradable como un vaso de agua después de una larga y seca jornada.

– Se le ha informado de que estáis en casa, y ahora mismo viene.

El sirviente hizo una reverencia y salió de la habitación. Sano esperaba con el corazón acelerado; se le hizo un nudo en el estómago. Entonces se abrió la puerta. Se incorporó, y Reiko entró en la habitación. Su desposada llevaba un quimono de seda naranja mate con un estampado de ásteres dorados y el pelo recogido con agujas, y portaba una bandeja con una botella de porcelana de sake y dos tazas. Con los ojos recatadamente bajos, se deslizó hasta Sano, se arrodilló frente a él, dejó la bandeja e hizo una reverencia.

– Honorable esposo -murmuró-. ¿Puedo servirte?

– Sí, por favor -dijo Sano, fascinado por su belleza juvenil.

El ceremonial del sake suavizaba lo embarazoso del momento -alguien debía de haber instruido a Reiko sobre qué hacer cuando estuviese por primera vez a solas con su marido-, pero las manos le temblaban al pasarle la taza a Sano. La compasión mitigó su propio nerviosismo. Estaban en sus dominios. De él dependía que Reiko se sintiese a gusto en ellos.

– Espero que te encuentres bien -dijo mientras llenaba la otra taza de sake y se la ofrecía.

Reiko alzó la taza con cautela, como si temiera tocarle la mano.

– Sí, honorable esposo.

Bebieron, y Sano vio que se había teñido los dientes de negro. Un inesperado torrente de calor le corrió por la ingle. Nunca había prestado excesiva atención a aquella costumbre de las mujeres casadas; en aquel momento, ver aquella transformación en Reiko despertó su deseo. Le recordaba que era suya tanto en cuerpo como en espíritu.

– ¿Te gustan tus aposentos? -Sano saboreó el licor y la excitación. El pelo recogido de Reiko acentuaba la gracilidad de su cuello y la inclinación de sus hombros. Había pasado más de un año desde que estuviera con una mujer…-. ¿Te has instalado?

– Sí, gracias.

Una vacilante sonrisa dio ánimos a Sano, pues descubrió que aquella dama de frío porte no carecía de sentimientos hacia él. En ese preciso instante entró un criado, le dio a Sano un paño húmedo y caliente para que se lavara las manos y puso ante él una bandeja laqueada con comida. Cuando volvió a estar a solas con Reiko, ella se apresuró a retirar las tapas de los platos de sashimi, trucha al vapor y verduras; luego le sirvió té. Debía de haber cenado con anterioridad para atenderlo mejor. Sano estaba encantado con su sumisión conyugal.

– Espero que seas feliz aquí -le dijo-. Si quieres cualquier cosa, no tienes más que decirlo.

Reiko alzó una cara ansiosa y radiante hacia él.

– Quizá… Quizá podría ayudarte a investigar la muerte de la concubina del sogún -espetó.

– ¿Qué? -Debido a la sorpresa, el bocado de pescado que se estaba llevando a la boca se le cayó de los palillos.

Se habían esfumado la afectación de humildad y la atractiva timidez de su esposa. Con la cabeza alta y la espalda recta, Reiko miraba a Sano directamente a la cara. Sus ojos lanzaban destellos de osadía nerviosa.

– Tu trabajo me interesa mucho. He oído rumores de que a la dama Harume la asesinaron. Si son ciertos, quiero ayudar a atrapar al asesino. -Tragó saliva antes de añadir-: Has dicho que si quería algo tenía que pedirlo.

– ¡No me refería a esto! -Sano estaba desolado. De las profundidades de su memoria surgían escenas de su infancia: su madre cocinando, limpiando y bordando en casa mientras su padre se aventuraba fuera de ella para mantenerlos. La experiencia había formado la noción que Sano tenía de un matrimonio correcto. Un aluvión de razones adicionales le impedía acceder a la petición de Reiko. Adoptó un tono amable-. Lo siento. Agradezco tu ofrecimiento, pero una investigación de asesinato no es apropiada para una esposa.

Esperaba que acatase su decisión, como había hecho su madre con todas las de su padre. Pero Reiko replicó:

– Mi padre me ha dicho que ése iba a ser tu parecer, y lo comparte. Pero quiero trabajar, ser útil. Y puedo ayudarte.

– Pero ¿cómo? -preguntó Sano, cada vez más atónito ante la desaparición de su sueño de dicha conyugal. ¿Quién era aquella chica extraña y obstinada con la que se había casado?-. ¿Qué podrías hacer tú?

– He recibido educación; sé leer y escribir tan bien como un hombre. Durante diez años he observado los juicios de mi padre en el Tribunal de justicia. -A Reiko le temblaba la delicada barbilla, pero no cedió ante la desaprobación de Sano-. Entiendo la ley, y a los criminales. Puedo ayudar a averiguar quién mató a la dama Harume.

Criada en la mansión del magistrado Ueda, Reiko debía de haber visto más criminales que el propio Sano. Avergonzado de verse superado por su joven esposa, también aborrecía pensar en los espectáculos de violencia y depravación humana que habría presenciado. Peor aún, le sublevaba la idea de dejar que aquellos elementos de su trabajo irrumpieran en su vida privada. ¿Cómo podía ser su casa un refugio si Reiko compartía su conocimiento de los males del mundo?

– Te lo ruego…, cálmate y deja que te lo explique -dijo Sano, alzando las manos en gesto de apaciguamiento-. El trabajo de un detective es peligroso. Podrías resultar herida, incluso muerta. -Les había ocurrido a muchos otros durante sus anteriores casos, y no iba a dejar que su esposa cayera víctima de su búsqueda de la justicia-. No sería correcto que te permitiera participar en la investigación de un asesinato. -Sano retomó su cena con ademán de dar por zanjada la cuestión.

– Crees que soy débil y estúpida por ser mujer -insistió Reiko-, pero sé luchar. Puedo defenderme. -El ardor encendía sus preciosos ojos en forma de pétalo-. Y puesto que soy mujer, puedo entrar en sitios que te están vedados. Puedo obtener información de gente que a ti nunca te hablaría. ¡Dame tan sólo una oportunidad!

Sano empezaba a enfadarse. Recordaba a su dócil madre cocinando los platos preferidos de su marido, llevando la casa para satisfacer sus necesidades sin pedir jamás nada para ella misma. En su mundo de samurái marcado por el servicio sin limites al régimen de Tokugawa, su propio hogar era el único dominio bajo su control absoluto. Ahora Sano notaba que ese control se le escapaba de las manos y su autoridad masculina se debilitaba frente al desafío de Reiko. El cansancio minaba su paciencia. Aunque lo último que quería era una pelea en su noche de bodas, la cólera se impuso.

– ¿Cómo osas llevarle la contraria a tu marido? -preguntó, arrojando los palillos-. ¿Cómo te atreves siquiera a sugerir que tú, una niña tonta y cabezota, puedes hacer algo mejor que yo?

– ¡Porque tengo razón!

De un salto, Reiko se puso en pie, con los ojos que echaban chispas de una furia no inferior a la de Sano. Se tanteó el incisivo mellado con la lengua; se llevó la mano al cinto como si buscara una espada. Aquella reacción agresiva y poco femenina indignó a Sano, a la vez que lo excitó profundamente. La furia convertía la delicada belleza de Reiko en el poder puro y femenino de una diosa. La rapidez de su respiración y el arrebol de sus mejillas sugerían la excitación sexual. A pesar del desagrado por su impertinencia, Sano admiraba su espíritu valeroso, aunque no la creyera capaz de investigar un asesinato, ni pretendiera dejarle socavar su masculinidad a base de réplicas. Apartó la bandeja de un manotazo y se levantó, lanzando una mirada furibunda a su joven esposa.

– Te ordeno que te quedes en casa, donde te corresponde, y no te entrometas en mi trabajo -dijo, aunque horrorizado por el vuelco de hostilidad que había dado su relación. Quería que los dos fuesen felices, y no iba a conseguirlo hiriendo los sentimientos de Reiko. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?-. Soy tu marido. Me obedecerás. ¡Y no hay más que hablar!

Reiko entrecerró los ojos con desprecio.

– ¿Y qué harás si desobedezco? -preguntó-. ¿Pegarme? ¿Mandarme de vuelta con mi padre? ¿O matarme? -De su garganta brotó una risa amarga-. Ojalá lo hicieras, porque lamento haberme casado contigo. ¡Prefiero morir que someterme a ti o a cualquier otro hombre!

Su rechazo se le clavó como una puñalada en el corazón. Herido y furioso, sentía una irresistible necesidad de afirmar su poder mediante la posesión física de su esposa. Su virilidad alcanzó la erección. Dio un paso adelante y la aferró por los hombros.

La rebeldía valiente de Reiko se desvaneció al momento. Se encogió ante la fuerza de Sano. Cernido sobre ella, notaba la fragilidad de sus huesos. Los ojos se le llenaron de terror, y él supo que no eran los golpes o la muerte lo que temía. Era la herida más cruel que un hombre podía infligirle a una mujer: el asalto personal a las partes más íntimas de su cuerpo. Pero, cuando se cruzaron sus miradas, Sano sintió en ella un apetito insondable por ese contacto íntimo y brutal; tenía los labios húmedos y respiraba de forma rápida y trabajosa. Ante Sano surgió una visión de los dos desnudos y entrelazados, resolviendo toda discusión en el primitivo rito del apareamiento. Y por la expresión de asombro en el rostro de Reiko, veía que ella también la compartía y deseaba que se hiciera realidad.

Lentamente, Sano alzó la mano y le tocó la suave mejilla. Por un largo y tenso momento, sus alientos se confundieron. De repente, Reiko se desasió de él y salió corriendo de la sala.

– ¡Reiko, espera! -gritó Sano.

Sus pasos veloces se alejaban por el pasillo. Se oyó un portazo. Presa de un caos de emociones, con el cuerpo aún rebosante de deseo, Sano se quedó paralizado, con las manos cerradas sobre el vacío que ella había dejado atrás.


En el santuario de su cámara privada, Reiko echó el pestillo y exhaló un trémulo suspiro. Notaba el corazón desbocado en el pecho; le temblaban los músculos. Con agitación febril, corrió hacia la puerta de la galería y salió.

Una luna asimétrica y marfileña derramaba una luz tenue sobre los árboles, las rocas y el pabellón del jardín. Cantaban los grillos; ladraban los perros. En algún lugar de la noche, los guardias patrullaban la finca y el castillo; pasos, ruido de cascos y voces bajas recorrían el aire nítido y frío que olía a escarcha y a humo de carbón. Reiko daba vueltas por la habitación en gélida soledad, tratando de poner en orden sus tumultuosos sentimientos.

¡Cómo odiaba a Sano por menospreciar sus deseos, por burlarse de su inteligencia y sus habilidades! Y qué enfadada estaba con ella misma por manejar tan mal la situación. Tendría que haberse tomado las cosas con más calma, hacerse la esposa sumisa y ganarse su afecto antes de abogar por su causa. Pero sentía que no habría supuesto ninguna diferencia. Sano era como todos los hombres, y había sido una insensata por pensar lo contrario.

– ¡Samurái pomposo e ignorante! Darme órdenes a mí como si fuera una criada o una niña -masculló, henchida de rabia. Bajo su furia, yacía el sufrimiento sombrío del desengaño: qué infantil y alocado parecía su sueño de resolver crímenes y alcanzar la gloria-. ¡Mejor sería que me hubiese hecho el haraquiri antes que casarme!

Mientras caminaba, una cálida sensación de humedad se deslizó entre sus muslos. Pensando que le había llegado el periodo, se tanteó bajo las faldas. Su mano salió manchada de una secreción transparente y almizcleña: el fluido de la excitación, la respuesta involuntaria de su cuerpo a la confrontación con Sano. Se horrorizó al cobrar conciencia de una pesadez en el bajo vientre, del sordo y cálido latido entre sus piernas. Acuclillada en la galería, afrontó la suma de sus temores.

No temía las palizas, el castigo habitual a las mujeres indisciplinadas -el entrenamiento en artes marciales le había proporcionado una elevada tolerancia al dolor-, y sabía de manera instintiva que Sano no era del tipo de hombres que harían daño a una mujer en un momento de furia. Pero temía el acto sexual, un campo de batalla donde la naturaleza la había hecho vulnerable a la posesión del hombre. Y el deseo podía someterla al marido que ya la poseía, destruyendo su preciada independencia.

Aun así, la aterrorizaba que Sano se divorciara de ella. Si lo hacía, todos la culparían del fracaso de su matrimonio; ningún otro hombre la aceptaría. Ella y su familia padecerían una humillación pública. El espectro de un futuro sombrío como solterona caída en desgracia que vivía de la caridad de los parientes se cernía sobre Reiko. Y a pesar de la rabia que le daba la tiranía de Sano, no quería dejarlo. Quería experimentar los peligrosos placeres del amor. Cuerpo y espíritu lo anhelaban, aunque su pensamiento se encogiera ante la perspectiva de una vida de reclusión doméstica y aburrimiento.

Reiko observó el juego de la luna en ascenso sobre las ramas de un alto pino. De entre la maraña de emociones en conflicto había una que identificaba a la perfección: tenía que hacer que el matrimonio funcionase, pero con sus propias condiciones.

Entró en su estancia y se arrodilló frente al escritorio. Sobre él descansaban en un estante las espadas que había recuperado aquella tarde. Molió tinta, preparó una hoja y cogió su pincel. La desesperación reforzaba su determinación. Iba a probarle a Sano que una esposa podía ser detective. Iba a demostrarle que le convenía tenerla como partícipe de su trabajo en vez de como esclava glorificada del hogar. Haría que la amara por lo que era, no por su idea de lo que debería ser.

Llevándose la lengua a su diente mellado, Reiko empezó a redactar una lista de planes para sus indagaciones secretas sobre el asesinato de la dama Harume.


A solas, Sano decidió a regañadientes no salir en pos de Reiko: en su presente estado de furia, confusión y deseo insatisfecho, sólo conseguiría empeorar las cosas entre ellos. Acabó de comer, aunque la cena se había enfriado y había perdido el apetito. Cansinamente se levantó, fue a su habitación y se quitó la ropa. En el cuarto de baño se frotó, se aclaró, se sumergió en la bañera y después se envolvió en una bata de algodón. Recorrió el pasillo y dejó atrás la estancia donde había planeado pasar la primera noche con su esposa. En la puerta contigua, la pared de papel de la cámara privada de su mujer resplandecía a la luz de una lámpara. Sano se detuvo en el exterior.

La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.

Fue de mala gana a sus aposentos pero, enfrascado en recrear la discusión con Reiko y pensar en lo que tendría que haber dicho, se sentía demasiado tenso para dormir. Entre los pliegues de ropa tirada en el suelo estaba el diario que había encontrado en la habitación de la dama Harume. Lo recogió con un suspiro. No había nada como el trabajo para apartar el pensamiento de los problemas domésticos, y tal vez descubriera algo útil en el registro que la concubina asesinada había llevado de su vida y sus pensamientos íntimos. Se tumbó en el futón y se acercó la lámpara. Apoyado en el codo, abrió la cubierta malva y verde con estampado de tréboles del diario y pasó la primera página.

El texto estaba escrito con un trazo torpe y plagado de tachones. Como muchas mujeres, la dama Harume apenas había tenido estudios. Tal vez fuera mejor para ellas, pensó Sano, a la vista de cómo la educación superior de Reiko había dado alas a su espíritu rebelde. Sin embargo, a medida que Sano hojeaba el diario, despuntó el talento natural de Harume para la prosa descriptiva:


Entro en el Interior Grande. Los guardias me conducen por los pasillos como a una prisionera a su celda. Cientos de mujeres se paran a curiosear. Dejan de parlotear a mi paso y me miran: ¡cuánto desdén! Miran y miran, animales codiciosos y enjaulados que se preguntan si la llegada de la nueva significará menos comida para ellas. Pero sostengo la cabeza bien alta. Puede que sea pobre, pero soy más guapa que cualquiera de las que veo. Algún día no muy lejano seré la concubina favorita del sogún. Y nadie más se atreverá a menospreciarme.


Ninguna de las entradas llevaba fecha, pero aquélla, la primera, debía datar de poco después de Año Nuevo, hacía ocho meses, cuando Harume llegó al castillo de Edo. Sano leyó por encima los pasajes que describían las rutinas y los enojos del Interior Grande, los diversos entretenimientos de Harume y sus visitas cada vez más frecuentes a los aposentos del sogún.


Este sitio está tan abarrotado que tenemos que hacer turnos para comer y bañarnos. Dondequiera que vaya hay siempre alguien que topa conmigo, siempre alguien en el excusado cuando tengo que ir, las narices de alguien en mis asuntos, el hedor de alguien en mi nariz. El agua del baño siempre está sucia cuando me toca, y el ruido nunca cesa, ni siquiera por las noches, porque siempre hay alguien que habla, ronca, tose o llora. Pero, aunque anhelo estar a solas, muero de soledad. Las otras me tratan como a una extraña, y a mí tampoco me caen bien. Y no hay nada que hacer excepto lo de siempre. Cada día es igual al anterior, y no nos dejan salir lo bastante a menudo.


Ayer hizo mucho calor, y los truenos bramaban como dragones furiosos. Nos fuimos de merienda a las colinas. Me puse mi quimono verde con estampado de hojas de sauce. Bebimos sake y nos lo pasamos muy bien hasta que de golpe, ¡un chaparrón! Gritamos y corrimos a los palanquines mientras las sirvientas correteaban para recoger las provisiones. ¡Qué diversión ver a todas aquellas altivas concubinas mayores empapadas y cloqueando como gallinas mojadas!, sobre todo después de que se burlaran de mis modales rústicos.


La noche pasada me volvió a recibir su excelencia. Me puse mi quimono de satén rojo con los caracteres de la suerte estampados para poder darle un hijo y ser rica y feliz durante el resto de mi vida, como la dama Keisho-in.


Como Sano había esperado, el diario íntimo de Harume se parecía a los que antaño escribieran las damas de la corte imperial, que habían dado testimonio de las trivialidades de la vida más que de los sucesos históricos de importancia. Sobre ocasiones tan sonadas como la última, Harume no daba detalles: hasta las jovencitas candorosas sabían que cualquier observación descuidada sobre el sogún podía acarrear una severa censura, la destitución e incluso la muerte. Harume también debía de haber temido que alguna compañera fisgona leyese su diario y se vengase de la desfavorable descripción que en él hacía. La dama Ichiteru y el teniente Kushida sólo aparecían a la mitad de una larga lista titulada «Cosas que me desagradan de la vida en el castillo de Edo»:


39. Que me pongan el arroz duro del fondo de la olla porque las concubinas mayores se quedan con la mejor comida.

40. Ichiteru, que se cree mejor que nadie sólo porque es prima del emperador.

41. Los reconocimientos médicos mensuales y las manos frías del doctor Kitano en mis partes íntimas.

42. El teniente Kushida, un incordio espantoso.


En pasajes posteriores no había constancia de enemistades o disputas que pudieran haber llevado a su asesinato. Sano empezaba a amodorrarse. Pasó a la última página.


Ayer fuimos de peregrinaje al templo de Kannon. Me encanta el barrio de Asakusa porque hay tanto ajetreo en las calles que los guardias y las sirvientas de palacio no pueden vigilarnos muy de cerca. Podemos escabullirnos de ellos y pasear por el mercado, comprar comida y recuerdos en los puestos, que nos lean la buenaventura, observar a los peregrinos, los sacerdotes, los niños y las palomas sagradas: ¡libertad!

Corro entre los tenderetes hacia la posada. Como de costumbre, ya hay una habitación reservada para mí, de modo que me deslizo entre el pinar y los matorrales de bambú que la rodean como un bosquecillo.

Mi habitación está en el pabellón del fondo, muy discreta. Entro, cierro la puerta y espero. Al poco oigo el crujido de unos pasos en el sendero de grava. Se detienen en el exterior de mi habitación…


Sano ya estaba totalmente despierto y despabilado. Así que la dama Harume había aprovechado su libertad para tener citas secretas.


… y veo su sombra alta y delgada en la ventana de papel. Hay un agujero en el lienzo, y aparece su ojo. Pero no dice nada, y yo tampoco. Fingiendo que estoy a solas, me quito poco a poco la capa. Me desanudo la faja y dejo que mis quimonos exteriores e interiores caigan al suelo, de cara a la ventana para que me vea, pero sin cruzar la mirada con él en ningún momento.

Su sombra se agita. Desnuda, me paso las manos por los pechos, suspirando y humedeciéndome los labios. Sus prendas se separan con un frufrú y se afloja el taparrabos. Me tumbo en los colchones del suelo. Abro las piernas y mi femineidad queda expuesta a su mirada. Me acaricio con los dedos. Cada vez más rápido, gimiendo, arqueando la espalda, zarandeando la cabeza con un placer que en realidad no siento. Jadea y gruñe. Cuando finalmente grito, él también lo hace, un sonido feo, como el de un animal moribundo.

Después me quedo quieta, con los ojos entrecerrados. Veo que su sombra se aleja de la ventana y desaparece. Cuando estoy segura de que se ha ido, me visto con rapidez y corro de vuelta al mercado, antes de que las sirvientas de palacio descubran que no estoy con el resto de las chicas. Por lo que he hecho, podrían darme una paliza, destituirme o incluso matarme. Pero él es muy rico y poderoso. Pronto saldrá para Shikoku, y no volveremos a vernos en al menos ocho meses. Tengo que sacarle lo que pueda ahora, a toda costa.


Excitado por aquella estampa erótica, el propio Sano se sentía como un mirón al espiar la vida íntima de una mujer muerta. Cerró el libro y sopesó el significado de lo que acababa de leer. Era probable que Harume hubiese pensado que cualquiera que leyese la historia la tomaría por una fantasía, pero tenía el timbre de la verdad. ¿Quién era su compañero en aquel juego estrambótico y por qué jugaba ella si no le proporcionaba ningún placer? ¿Qué más podía haber pasado entre ellos? Sano enumeró las pistas: un hombre alto y delgado que era rico y poderoso, destinado a una estancia de ocho meses en aquella isla del sur…

Entonces sonrió. Sabía de alguien que encajaba con los indicios que Harume había dejado sobre su enamorado. Sano apagó la lámpara con un soplido, se tumbó con el cuello apoyado en el soporte de madera y se arropó con el edredón. Al día siguiente él y Reiko se reconciliarían y empezarían su matrimonio feliz. Y también al día siguiente, en algún momento entre el informe al sogún, la asistencia al reconocimiento del cadáver de Harume en el depósito y la entrevista con la dama Ichiteru y el teniente Kushida, Sano visitaría al más reciente sospechoso del asesinato: el caballero Miyagi Shigeru, daimio de la provincia de Tosa.

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