De pie en el umbral de la alcoba del sogún, la otoshiyori Chizuru anunció:
– Excelencia, os presento a vuestra acompañante de esta noche: la honorable dama Ichiteru. -Dio tres golpes rituales a un pequeño gong, hizo una reverencia y se retiró.
Con parsimonia majestuosa, la dama Ichiteru entró en la habitación. Llevaba un gran libro encuadernado en seda amarilla y vestía un quimono de hombre a rayas negras y marrones con grandes hombreras. Debajo, unas bandas de tela le aplastaban los senos. Su cara estaba desnuda de polvos, sus labios sin pintar, su pelo anudado en un severo peinado masculino. Después de trece años como concubina de Tokugawa Tsunayoshi, sabía cómo hacerse atrayente a sus gustos. En ese momento, con el retiro a tan sólo tres meses de distancia, su vida estaba dominada por la cada vez más apremiante necesidad de concebirle un hijo antes de que se agotara el tiempo. Tenía que aprovechar cualquier oportunidad para seducirlo.
– Ah, mi queridísima Ichiteru. Bienvenida.
Tokugawa Tsunayoshi se encontraba en una guarida amueblada con armarios dorados y laqueados y un magnífico tatami, acostado en un futón rodeado de mantas de colores vistosos. Unos luminosos murales representaban un paisaje de montaña. Biombos decorados con flores protegían de las corrientes y contenían el calor irradiado por los braseros de carbón desde sus orificios en el suelo. Una lámpara de pie proyectaba un foco de luz cálida e incitante sobre el sogún, que llevaba una bata malva de seda y un tocado negro cilíndrico. El aire estaba perfumado de incienso de lavanda. Estaban solos, a excepción de la escolta apostada en el exterior de la habitación y de Chizuru, que escuchaba tras la puerta. Pero el humor del sogún era cualquier cosa menos romántico.
– Ha sido un día de lo más, ah, irritante -dijo. Las marcas de la fatiga surcaban su pálida cara-. ¡Tantas decisiones que tomar! Y además está el penoso asunto del, ah, asesinato de la dama Harume. Me cuesta saber qué hacer.
Con un suspiro, alzó la vista hacia la dama Ichiteru en busca de comprensión. Ella se sentó, dejó el libro a un lado y acunó la cabeza del sogún en su regazo. El pormenorizó sus cuitas mientras Ichiteru le susurraba palabras de consuelo.
– No os preocupéis, mi señor. Todo irá bien.
Después de tantos años juntos, eran como una pareja de ancianos, en la que ella era amiga, madre, niñera y -cada vez menos- amante. Mientras le acariciaba la frente, bajo la actitud tranquila de Ichiteru desbordaba la impaciencia. A lo lejos sonó la campana de un templo, señalando el imparable transcurso del tiempo hacia su temido trigésimo cumpleaños. Pero tenía que dejar que Tokugawa Tsunayoshi se explayara antes de poder pasar al sexo. Mientras se alargaba su quejumbrosa cantinela, los pensamientos de Ichiteru volaron hacia el único periodo realmente feliz de su vida…
Kioto, capital de Japón de los emperadores durante un milenio. En el corazón de la ciudad se alzaba el grandioso complejo amurallado del palacio imperial. Los padres de Ichiteru eran primos del entonces emperador. Vivían en una villa dentro de los terrenos de palacio. Allí Ichiteru se había criado en un protegido aislamiento, pero no había sido una infancia solitaria. La corte del emperador contaba sus miembros por millares. Ichiteru rememoraba días idílicos de juegos con sus hermanas, primas y amigas. Pero, fuera del halo dorado de su existencia, acechaba la sombra tenebrosa de su futuro.
Como ruido de fondo constante recordaba las quejas de los adultos. Se lamentaban por la comida mediocre, los ropajes desfasados que todos llevaban, la falta de diversiones, la escasez de criados y el gobierno. Poco a poco Ichiteru fue comprendiendo el motivo de su hidalga pobreza y del resentimiento de sus mayores hacia el régimen Tokugawa: el bakufu, por temor a que la familia imperial intentase reclamar su poder anterior, la mantenía con una asignación económica limitada para que no pudiera permitirse reclutar un ejército y emprender una rebelión. Pero sólo cuando alcanzó la madurez, Ichiteru cobró conciencia del modo en que la política había determinado su vida desde el principio.
– Ah, Ichiteru. -La voz de Tokugawa Tsunayoshi la llevó de vuelta al presente-. A veces creo que eres la única que me comprende.
Ichiteru bajó la vista y vio que se le habían relajado las facciones. Por fin estaba listo para el asunto de la velada.
– Sí que os entiendo, mi señor -dijo con una sonrisa provocativa-. Y os he traído un regalo.
– ¿Qué es?
El sogún se sentó como un niño ansioso, con los ojos iluminados de placer. La dama Ichiteru le puso delante el libro.
– Es un libro de primavera, mi señor -una recopilación de shunga, grabados eróticos-, creado por un famoso artista sólo para vos.
Abrió la cubierta y pasó a la primera página. Esta presentaba en deliciosos y sutiles colores dos samuráis desnudos tumbados de lado entre etéreos arbustos de sauce. Sus espadas descansaban sobre un montón de ropa mientras se acariciaban sus respectivos órganos. En una esquina había un poema escrito en elegante caligrafía.
Guerreros en tiempos de paz:
i Oh! Tal vez sus astas de jade prevalezcan
sobre los filos de acero.
– Exquisito -suspiró Tokugawa Tsunayoshi-. Sabes lo que me gusta, Ichiteru. -Del otro lado de la pared llegó un leve crujido procedente de Chizuru, atenta al inicio del juego sexual. Entonces el sogún cayó en la apariencia varonil de Ichiteru-. Y qué guapa vienes esta noche.
– Gracias, mi señor -dijo Ichiteru, complacida del buen rumbo de su estratagema de seducción.
Le dejó admirar la ilustración un rato más, y después pasó a la segunda página del libro. La escena presentaba un sacerdote budista calvo, de pie en el oratorio de un templo con su túnica azafrán levantada por encima de la cintura. A sus pies se arrodillaba un joven novicio que chupaba su miembro abultado. El poema rezaba:
Como la gota de lluvia es a la tormenta de verano,
así la iluminación espiritual difiere
de los éxtasis de la carne.
– ¡Ah, qué blasfemo y soez! -Con una risilla, Tokugawa Tsunayoshi se apoyó en Ichiteru. Del pasillo llegaban los rítmicos pasos de los guardias de patrulla. Tras la puerta, Chizuru tosió con discreción. Pero el sogún parecía ajeno a aquellas distracciones al hacerle una procaz caída de ojos a Ichiteru.
La concubina sonrió para darle ánimos y reprimió un escalofrío. La estupidez y el cuerpo enfermizo del sogún siempre le habían causado una extrema repugnancia. De estar en su mano la elección de un amante, escogería a alguien como el detective Hirata, a quien tanto le había complacido martirizar en el teatro de marionetas. ¡Aquel hombre que sabría apreciarla de verdad! Pero la ambición debía imponerse a las emociones. Ichiteru tenía que cumplir el destino establecido para ella tiempo atrás.
Durante las lecciones de música, caligrafía y ceremonia del té de su infancia, los miembros adultos de la familia imperial a menudo se acercaban a echar un vistazo.
– Ichiteru se revela como una gran promesa -decían. Niña brillante pero inocente, siempre obediente y respetuosa con sus mayores, Ichiteru se había regodeado con las alabanzas. No tardaron en llegar otras lecciones, exclusivas para ella.
Al palacio había llegado una bella cortesana del barrio del placer de Kioto. Se llamaba Ébano, y enseñó a Ichiteru el arte de complacer a los hombres: cómo vestirse y flirtear, cómo dar una conversación entretenida, cómo adular el ego masculino. Con una estatua de madera, le hizo demostraciones de técnicas manuales y orales para excitar a un amante. Después la ilustró en el uso de la erótica, los juguetes y los juegos para mantener el interés del hombre. Desvistió a Ichiteru y la inició en los placeres de su propio cuerpo. Acariciando con los dedos la aterciopelada hendidura de la joven femineidad de Ichiteru, Ébano la había conducido a su primer clímax sexual. Cuando Ichiteru había gemido, arqueado la espalda y gritado presa del éxtasis, Ébano le había dicho:
– Eso es lo que desea ver un hombre cuando se acuesta contigo.
Valiéndose de una barra de madera, Ébano le había enseñado a apretar sus músculos internos en torno al órgano masculino. Le había mostrado las maneras de seducir a un hombre al que no le gustasen las mujeres; cómo satisfacer apetitos inusuales. Más adelante, el médico de la corte la había instruido en el uso de drogas para aumentar la excitación y fomentar la concepción. Siempre diligente, Ichiteru no puso objeciones a nada de lo que le pidieron, ni preguntó por qué la habían elegido para aquel adiestramiento especial. Por tanto, hasta su decimosexto cumpleaños no descubrió adónde apuntaban aquellas lecciones.
Unos enviados de Edo llegaron a palacio. Vistieron a Ichiteru con sus mejores galas y se la presentaron. Más tarde, la emperatriz le dijo:
– Te han seleccionado para que seas concubina del próximo sogún. Los adivinos han profetizado que darás a luz a su heredero y unirás el clan del emperador con el Tokugawa. A través de ti, las riquezas y el poder regresarán a la familia imperial. Mañana partes hacia Edo.
Después Ichiteru se enteró de que su familia la había vendido a los enviados del sogún. Soportó el mes de viaje desde Kioto a Edo en una neblina de pesar y confusión. Un pensamiento la sostenía: el destino de la familia imperial dependía de ella. Debía atraerse el favor de Tokugawa Tsunayoshi e inducirlo a que la preñase. Era su deber hacia el emperador, su país y la gente que amaba.
Sin embargo, la actitud de Ichiteru no tardó en cambiar. Odiaba el ruido y las condiciones de hacinamiento del Interior Grande, la vigilancia constante, lo indigno del sexo obligatorio, las trifulcas y rivalidades entre las mujeres. Pronto su brillantez se trocó en astucia; el amor a la familia dio paso al resentimiento hacia los que la habían condenado a su triste condición. Su sentido del deber se desvaneció. Empezó a anhelar las riquezas y el poder para su persona. Odiaba la imbecilidad y las tediosas exigencias de atención de la dama Keisho-in con apasionada envidia. La campesina vieja y ordinaria simbolizaba lo que Ichiteru quería ser: una mujer del más alto y asegurado rango, que nadara en la abundancia y fuera libre de hacer lo que le placiera a la vez que contara con el respeto de todos.
Así comenzó la campaña de Ichiteru para alumbrar al heredero de Tokugawa Tsunayoshi. La belleza, el talento y el linaje de la concubina se ganaron su veleidoso capricho; su condición de favorita la llevó a lo más alto de la jerarquía del Interior Grande, sin importar que el sogún tan sólo reclamase su compañía unas pocas noches al mes. Dado que su señor dilapidaba su virilidad con muchachos, era mucho más de lo que había logrado ninguna de las otras mujeres. A los cuatro años de su concubinato, Ichiteru estaba embarazada.
El sogún se regocijó. Al castillo de Edo llegó un aluvión de bendiciones de todo el territorio. En Kioto, la familia imperial esperaba con ansia su retorno a los privilegios. Todos mimaban a Ichiteru; ella disfrutaba con las atenciones que le prestaban. Se preparó un lujoso aposento para el niño.
Después, a los ocho meses, dio a luz un varón muerto. La nación enlutó. Pero ni el sogún ni Ichiteru se rindieron. En cuanto recobró la salud, regresó a la alcoba de Tokugawa Tsunayoshi. Por último, el año anterior, quedó encinta de nuevo. Pero cuando perdió a la criatura a los siete meses, el bakufu le cargó las culpas a ella. Recomendaron al sogún que dejara de derrochar su preciosa semilla con ella. Llevaron concubinas nuevas para tentar su magro apetito.
Una de ellas fue la dama Harume.
El odio de Ichiteru hacia su rival todavía la abrasaba por dentro, incluso ahora que había muerto. Se acordó de que Harume ya no suponía una amenaza y pasó la página del libro.
Tokugawa Tsunayoshi dio un gritito de entusiasmo. En un invernadero, un jovencito desnudo estaba a cuatro patas a la luz de la luna. Detrás tenía a un hombre mayor de rodillas, también desnudo a excepción de un tocado negro idéntico al del sogún. Con una mano el hombre insertaba su miembro en el ano del chico; con la otra aferraba su órgano. La dama Ichiteru leyó en voz alta el poema de acompañamiento:
El día se vuelve noche,
las mareas suben y bajan;
la escarcha se funde bajo el sol,
la realeza puede tomar su placer
en la forma en que lo encuentre.
Al ver el destello de lujuria en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi, Ichiteru dijo con una sonrisa provocativa:
– Venid, mi señor, y tomad vuestro placer de mí.
Se desprendió del quimono. Afianzado a su ingle por tiras de cuero llevaba una vara de jade color carne que imitaba con realismo un miembro viril en erección. El sogún se quedó boquiabierto de asombro. Dejó escapar un trémulo suspiro.
– Cerrad los ojos -canturreó Ichiteru.
Obedeció. Ella tomó su mano y la puso sobre la talla. El sogún gimió y la acarició de arriba abajo. Ichiteru escurrió la mano bajo su bata. El laxo y minúsculo gusano de su virilidad se endureció a su contacto. Cuando estuvo listo, Ichiteru retiró su mano con suavidad de la talla y lo puso de rodillas. Él gimió cuando le quitó la ropa y le dejó puesto el tocado. Ichiteru se dio la vuelta, apoyándose en codos y rodillas, con el quimono alzado por encima de la cintura, y frotó sus nalgas desnudas contra el miembro erecto del sogún. Este gruñó y tiró de ella. Ichiteru estiró la mano hacia atrás y lo guió hasta su femineidad, que había humedecido con aceite perfumado. Mientras el sogún gemía y empujaba, tratando de penetrarla, ella volvió la vista y alcanzó a verlo por un momento: los músculos fofos en tensión, la boca abierta, los ojos cerrados para conservar la ilusión de que estaba con otro hombre.
«¡Por favor -rezó en silencio-, que pueda dar a luz esta vez! ¡Hacedme madre del próximo sogún y esta vida sórdida y degradante habrá valido la pena!»
El miembro del sogún entró en Ichiteru. Embistió adelante y atrás entre gemidos. Ella fue cobrando esperanzas. Al año siguiente por aquellas fechas tal vez fuera la consorte oficial de Tokugawa Tsunayoshi. Lo convencería de que devolviese a la corte imperial su esplendor de antaño, con lo cual alcanzaría la meta de su familia y los endeudaría para siempre con ella. Aferrándose a aquella visión del futuro, aguantó las acometidas del sogún. ¡Y pensar en lo cerca que había estado de perderlo todo!
Harume, joven, fresca y adorable. Harume, con su robusto encanto de campesina. Harume, cargada de la promesa que un día ofreciera Ichiteru. Pronto fue Harume a quien más a menudo invitaba Tokugawa Tsunayoshi a su alcoba. Después de doce años de hacer de puta y el calvario de dos partos, Ichiteru era olvidada; pero no estaba dispuesta a aceptar la derrota. Empezó a planear la caída de Harume. Comenzó por difundir crueles rumores y desairar a la chica, animando a sus amigas a que hicieran lo mismo, con la esperanza de que Harume languideciera y perdiera la salud y la belleza. Pero la estratagema fracasó. Harume le cayó en gracia a la dama Keisho-in, que la promovió ante el sogún como su mejor candidata para un heredero. Llena de odio hacia su rival, deseándole la muerte, Ichiteru había recurrido a medios más expeditivos. Aun así, nada surtió efecto.
Entonces, dos meses atrás, Ichiteru había notado que Harume no comía; en el comedor se limitaba a juguetear con los alimentos. Su piel perdió la lozanía. Tres mañanas seguidas la descubrió vomitando en el lavabo. El peor temor de Ichiteru se hacía realidad: su rival estaba embarazada. Ichiteru se desesperó. Tenía que evitar que Harume la venciera en su empeño común por convertirse en madre del próximo dictador. No podía limitarse a esperar de brazos cruzados a que la criatura fuese niña o no sobreviviera. No quería pasar el resto de su vida como funcionaria de palacio explotada, y ningún hombre con el que valiera la pena casarse aceptaría por esposa a una concubina fracasada. Tampoco quería volver a Kioto en desgracia. Con los ánimos redoblados, buscó un modo de destruir a su rival.
Harume había secundado imprudentemente los designios de Ichiteru al no informar de su condición. Quizá, en su infantil ignorancia, no lo reconocía como embarazo. Siempre atenta, Ichiteru la espió y le vio robar de la cesta donde las mujeres tiraban los paños ensangrentados. Se figuró que se los ponía para que el doctor Kitano no descubriera que su periodo se había interrumpido. A lo mejor pensaba que estaba enferma y que la desterrarían del castillo si alguien se enteraba. Pero también se le ocurría una explicación mejor: el niño no era de Tokugawa Tsunayoshi. Ichiteru la había visto escabullirse durante las excursiones fuera del castillo de Edo. ¿Temía que la castigaran por verse con otro hombre? Fisgando en la habitación de su rival en busca de pruebas acerca de su identidad, había descubierto un lujoso frasco de tinta y una carta del caballero Miyagi. Pero, fuera cual fuese la razón de la reserva de Harume, a Ichiteru le dio la oportunidad de albergar esperanzas y de conspirar.
Y ahora Harume estaba muerta. Y como ninguna de las otras concubinas sabía excitar lo bastante al sogún, Ichiteru recuperó su lugar como acompañante femenina preferida. Disponía de otra oportunidad para darle un heredero antes de retirarse. Restaba un problema: tenía que convencer al sosakan-sama de que ella no era la culpable del asesinato de Harume. Tenía que vivir para recoger los frutos de trece años de trabajo.
De golpe Tokugawa Tsunayoshi se reblandeció en su interior. Se derrumbó sobre el futón con un grito de consternación.
– Ah, querida, me temo que no puedo continuar.
Ichiteru se sentó sobre sus talones, a punto de llorar de desengaño y frustración, pero ocultó sus emociones.
– Lo siento, mi señor -dijo contrita-. ¿Tal vez si os ayudara…?
El sogún descartó la posibilidad con un gesto, se tapó con la manta y cerró los ojos.
– En otra ocasión. Ahora estoy demasiado cansado para intentarlo.
– Sí, excelencia.
Ichiteru se levantó y alisó sus alborotadas vestiduras. Al cruzar la habitación, su resolución se reforzó en su fuero interno como pedernal en los huesos y el corazón. La próxima vez triunfaría. Y hasta tener asegurado su futuro, debía cerciorarse de que su crimen jamás saliera a la luz.
Se deslizó por la puerta y la cerró tras de sí. El recuerdo y la necesidad coincidieron en su cabeza con la repentina precisión de un resorte. Sonrió con malévola inspiración. Sabía el modo exacto de evitar la calamidad de unos cargos de asesinato y mejorar de posición.