El intruso se volvió. Era el teniente Kushida. Los libros y papeles de Sano estaban desparramados en derredor suyo. Ya había acabado con los estantes y estaba revolviendo el armario. Su arrugada cara de mono quedó flácida por el desaliento. Por un instante permaneció inmóvil. Su mirada de pánico pasó de Sano a las ventanas con barrotes, para después posarse en su naginata, que estaba apoyada en la pared de al lado.
– ¡No os mováis!
Con un ademán tan rápido que pareció que el arma saltara a su mano, Kushida agarró la lanza. Pasó como una exhalación por encima del escritorio, saltó desde la tarima elevada del hueco y avanzó hacia Sano. Sus ojos eran negros pozos de desesperación. El filo agudo y curvo de su arma relucía a la tenue luz de la lámpara.
– Ni se os ocurra -advirtió Sano, adoptando una postura defensiva acuclillado con la espada en alto-. Mis hombres llegarán en cualquier momento. -De la entrada de la mansión llegaba el sonido de gritos y pasos a la carrera-. Aunque me matéis, no podréis escapar. Soltad el arma. Rendíos.
El teniente Kushida cargó. Sano saltó a un lado y la hoja pasó a poca distancia de su pecho. Trazó un círculo y se preparó para contraatacar. El teniente trató de clavarle la lanza en la garganta. Sano paró el golpe. El choque de los filos lo desplazó de lado. Un contundente golpe lo alcanzó en la cadera: Kushida había hecho uso del asta de la lanza, como debía de haber hecho con los centinelas. Sano dio un traspié, jadeando de dolor. Recobró el equilibrio y arremetió con la espada.
Pero Kushida esquivó con destreza todas sus estocadas. Enseñando los dientes en una mueca feroz, estaba en todas partes y en ninguna, como un guerrero fantasma que atravesara el espacio a velocidad sobrehumana. La hoja de la naginata aporreaba la espada de Sano. La contera de metal de su extremo lo golpeaba en las piernas y la espalda. Con un alcance más corto, Sano no podía acercarse lo bastante para asestarle un corte. Kushida lo acosaba a tajos y lanzadas por toda la habitación. Sano saltó hacia atrás por encima de un cofre de hierro. Se empotró contra un biombo pintado y después fintó un revés. Kushida inclinó la lanza para bloquearlo. Sano cambió la dirección del golpe con rapidez. Lo hirió en el brazo, pero el teniente sostuvo su asalto incansable y llevó a Sano contra la pared.
Las voces masculinas fuera de la habitación se hicieron más sonoras, más cercanas. En el pasillo resonaban los pasos.
– ¡Aquí! -gritó Sano, que cada vez perdía más terreno frente a Kushida.
Una figura saltó por la puerta. ¡Ayuda, por fin! Sano miró al recién llegado. El alivio dio paso al horror.
Vestida con una bata de flores rosas y blancas, con la cabellera suelta hasta las rodillas, Reiko sostenía con sus dos manos una espada. Sus bellos ojos brillaban de emoción.
– ¡Reiko! ¿Qué crees que estás haciendo? -gritó Sano mientras esquivaba el filo letal de la naginata.
– ¡Defender mi hogar! -chilló Reiko como respuesta. Con sorprendente agilidad, arremetió contra Kushida, con el pelo y las faldas como estela. Lanzó un mandoble y asestó un sonoro golpe al asta de la lanza, que chocó contra una de sus anillas de metal.
Sano se quedó boquiabierto de la impresión. Un dedo más arriba o abajo, y habría partido el asta. Era un golpe digno de un experto. Pero Reiko era tan menuda, tan delicada… Sano fue presa del pánico. Se interpuso entre el teniente Kushida y su mujer, blandiendo la espada.
– Esto no es un juego, Reiko. ¡Sal antes de que te hagan daño!
– ¡Aparta! ¡Déjamelo!
El rostro de Reiko presentaba la expresión sublime que Sano había visto a los samuráis en liza. Atacó de nuevo a Kushida. Sus hojas chocaron. Reiko evitó con desenvoltura un contragolpe y lanzó una serie de golpes que obligaron al teniente a recular. Pero era imposible que aguantara contra un enemigo tan formidable. En aquel preciso instante, Sano decidió que nunca debía cederle ninguna parte de su trabajo. No tenía mesura. No sabría cuándo pararse.
Se situó junto a su mujer. Mientras mantenía a raya al teniente Kushida, estiró su mano libre y empujó a Reiko con todas sus fuerzas.
Salió disparada por la puerta con un grito de indignación. Sano oyó un golpe cuando su cuerpo topó con la pared del otro lado del pasillo. Estaba a salvo, pero el lapsus de atención le pasó factura. La lanza de Kushida cortó el aire hacia su corazón. Se apartó de un salto justo a tiempo; el filo le arañó las costillas. Una sonrisa maligna afloró a los labios del teniente mientras seguía blandiendo la naginata. Sano le asestó más cortes, pero no había manera de que parara.
Entonces un ejército de samuráis irrumpió en la habitación. Rodearon a Kushida con las espadas en ristre.
– ¡Suelta el arma! -ordenó Hirata.
Acorralado, Kushida se puso en tensión. Su feroz mirada recorrió las caras de los hombres de Sano. Dio un paso atrás y bajó su lanza una mínima fracción.
Y entonces se desató el caos cuando empezó a plantar batalla a los detectives. Las hojas chocaban con un ensordecedor martilleo de acero. Un torbellino humano pisoteaba las pertenencias de Sano. Se oían gritos. Sano se metió de lleno en la refriega, gritando: «¡No lo matéis! ¡Capturadlo vivo!» Tenía que descubrir por qué había ido a su casa el teniente.
Aunque eran diez contra uno, Kushida luchó con arrojo y desatendió las reiteradas órdenes de que se rindiera. En el transcurso de la batalla se rasgaron paredes de papel y los montantes saltaron en astillas. Inevitablemente, las hojas encontraron la carne y el tatami fue salpicándose de sangre. Al final, dos detectives asieron a Kushida por detrás. Hirata y tres más le arrancaron la lanza de las manos. Forcejearon hasta tumbarlo mientras él pateaba y se retorcía.
– ¡Quitadme las manos de encima! ¡Soltadme! -Eran las primeras palabras que pronunciaba.
Sano envainó la espada y tomó aliento.
– Atadlo y vendadle las heridas. Después llevádmelo al salón. Allí hablaré con él.
De camino por el pasillo, Sano se cruzó con Reiko, que estaba allí sola con la espada colgando de la mano. Le dedicó una mirada de auténtica hostilidad. Después se volvió y se fue hecha una furia hacia sus aposentos.
El teniente Kushida estaba de rodillas en el suelo del salón, con las muñecas y los tobillos atados a la espalda. Desnudo a excepción del taparrabos y los vendajes ensangrentados que cubrían los cortes de espada de sus brazos y piernas, pugnaba por liberarse. Su sudor llenaba la habitación de un olor rancio y repugnante. Hirata y dos detectives estaban en cuclillas a su lado, por si lograba soltarse. Un farol situado sobre su cabeza lo bañaba en una luz cruda.
Sano daba pasos con la vista puesta en el teniente cautivo. Su herida era leve, pero sentía una necesidad primaria e imperiosa de acostarse con una mujer, para purgarse del trauma de la batalla y reafirmar la vida por medio del acto sexual. Lamentaba que el deplorable estado de su matrimonio no le permitiera aquella válvula de escape. El incidente de esa noche había perjudicado todavía más la relación entre Reiko y él, tal vez de modo permanente.
– ¿Has atacado tú a los guardias de las puertas de mi casa y de las otras mansiones? -le preguntó a Kushida, quien lo fulminó con una mirada de odio.
– ¿Y qué si lo he hecho? -escupió-. Están todos vivos. Sé cómo herir sin matar.
«Un dechado de arrepentimiento», pensó Sano.
– ¿Qué hacías en mi despacho?
– ¡Nada! -El teniente Kushida se retorció contra sus ataduras, con la cara roja por el esfuerzo. Hirata y los detectives lo miraban con recelo.
– Tendrás que esforzarte un poco más, Kushida -dijo Sano-. Uno no deja fuera de combate a diez guardias, entra sin permiso en la morada de otro hombre y revuelve sus pertenencias sin un motivo. Ahora respóndeme: ¿para qué has venido?
– ¿Qué más da? Inventaréis mentiras sobre mi y sacaréis vuestras propias conclusiones diga lo que diga. -Su cuerpo se precipitó hacia delante en una torpe embestida contra Sano. Hirata lo asió y lo hizo retroceder-. ¡Que los dioses os maldigan a vos y a todo vuestro clan! -Kushida prorrumpió en un torrente de crudas invectivas.
– Estás en graves apuros -dijo Sano, manteniendo un tono desapasionado a pesar de su creciente impaciencia-. Aun con tu buen expediente, te expones a ser ejecutado por usar un arma dentro del castillo de Edo, por allanar mi morada y tratar de alancear a mi esposa, a mis hombres y a mí. Pero estoy dispuesto a escuchar lo que tengas que decir y recomendar un castigo menor si tus motivos son lo bastante buenos. De modo que habla y sé breve. No tengo toda la noche.
El teniente dedicó una mirada furibunda a Sano y a sus hombres, y probó un último y enérgico forcejeo contra las cuerdas. Después se abandonó. Con el cuerpo laxo y la cabeza gacha, Kushida dijo:
– Buscaba el diario de la dama Harume.
– ¿Cómo supiste de su existencia? -preguntó Sano.
Los rasgos de Kushida cobraron una suerte de tristeza digna.
– Lo descubrí en su armario.
– ¿Cuándo?
– Tres días antes de que muriera.
– De modo que mentiste al decir que nunca entraste en la habitación de la dama Harume.
Sano se sintió mísero en extremo al recordar que Reiko le había dicho que su prima situaba al teniente en el dormitorio de Harume en ese mismo momento. La información de Reiko se había demostrado fidedigna. La había insultado al ponerlo en duda.
– De acuerdo, mentí -reconoció el teniente, sin ánimo-, porque no estaba en su habitación para envenenarla, cómo vos pensabais. Y no he venido aquí para hacerle daño a nadie. Tenía que conseguir el diario. Había pensado robarlo de la habitación de la dama Harume esta noche, cuando entrara de servicio. Pero el capitán de la guardia me dijo que habíais pospuesto mi reincorporación al trabajo. -Kushida le lanzó una mirada llena de amargura-. Entonces sonsaqué a un soldado, y me dijo que habíais confiscado el diario de Harume como prueba. Así que vine aquí a por él.
Sano deseó haberle prohibido totalmente el acceso al castillo a aquel guardia peligroso y desequilibrado. Pese a todo, tenía la oportunidad de obtener información.
– ¿Para qué quieres el diario?
– La primera vez sólo llegué a leer un par de páginas. -La voz de Kushida sonaba cansada, desolada-. Quería descubrir quién era su amante, y pensé que tal vez hubiera escrito su nombre en algún punto del diario.
– ¿Cómo sabías que Harume tenía un amante? -Sano cruzó una significativa mirada con Hirata: el teniente no sólo había admitido haber entrado en la habitación de Harume, sino que también se había procurado un móvil más para asesinarla.
Despojado de la combatividad, Kushida parecía un pequeño y trágico mico.
– Cuando escoltaba a la dama Harume y a las otras mujeres en sus excursiones, ella se escabullía del grupo. Tres veces la seguí, y le perdí la pista. La cuarta la rastreé hasta una posada de Asakusa. Pero no pude pasar por la puerta porque había soldados custodiándola. No llevaban ningún emblema, y no quisieron decirme quiénes eran.
Los hombres del caballero Miyagi, pensó Sano, que velaban por la intimidad de su amo durante su cita con Harume.
– Nunca vi al hombre al que eligió en vez de a mí -continuó Kushida-. Pero sabía que existía. ¿Por qué otro motivo desaparecía de aquel modo? Por las noches no pegaba ojo preguntándome quién sería y envidiándolo por disfrutar de ella. No soporto no saberlo. ¡Me está matando! -Sus ojos ardían con una obsesión que no se había extinguido, ni siquiera a la muerte de Harume-. ¿Todavía tenéis el diario? -Tenso por la esperanza, le imploró-: Os lo ruego, ¿puedo verlo?
Sano se preguntaba si el teniente tendría otro motivo de índole más práctica para tratar de robar el diario. Quizá creyera que contenía pruebas que lo incriminaban, y quería destruirlas.
– Cuando estuviste en la habitación de la dama Harume, ¿encontraste también un frasco de tinta y una carta de amor en la que se le pedía que se tatuase? -inquirió Sano.
Kushida sacudió la cabeza con impaciencia.
– Ya os lo he dicho, jamás vi ese bote de tinta. Ni ninguna carta. No buscaba esas cosas. Todo lo que quería era un… recuerdo íntimo de Harume. -Bajó los ojos y murmuró-: Así es como encontré el diario. Estaba con su ropa interior. Ya os dije que no sabía lo del tatuaje. Yo no la envenené.
– Tengo entendido que la dama Harume estuvo gravemente enferma el verano pasado -dijo Sano- y que alguien le lanzó una daga. ¿Lo sabías? ¿Fuiste el responsable? -Sano quería verificar la historia de Reiko, y al mismo tiempo se preguntaba si el teniente Kushida temía que el diario lo implicase.
– Lo sabía. Pero si creéis que yo tuve algo que ver con lo que pasó, estáis equivocado. -Kushida miró a Sano con desdeñoso desafío-. Jamás le habría hecho daño a Harume. La amaba. ¡Yo no la maté!
Enfrente, brillante como un camino iluminado por el sol en pleno bosque tenebroso, Sano vio una salida a su personal dilema. El intento de robo del teniente Kushida lo convertía en el principal sospechoso. Las falsedades previas restaban credibilidad a sus desmentidos. Si Sano lo acusaba de asesinato, era prácticamente seguro que lo encerrarían: la mayoría de los juicios terminaban con un veredicto de culpabilidad. Sano podría evitar los peligros políticos de seguir con la investigación, y la deshonra de la ejecución si fracasaba. Y desaparecida una de las mayores causas de conflicto entre él y Reiko, podrían darle otra oportunidad a su matrimonio. Pero todavía no estaba dispuesto a cerrar el caso.
– Teniente Kushida -anunció-, os pongo bajo arresto domiciliario hasta que finalice la investigación del asesinato de la dama Harume. En ese momento se decidirá vuestro destino. Entretanto, permaneceréis en vuestro domicilio bajo guardia permanente; no se os permite salir bajo ningún pretexto, excepto un incendio o un terremoto. -Eran los términos habituales de cualquier arresto domiciliario, la alternativa a la cárcel de los samuráis, un privilegio de clase-. Escoltadlo al bancho -le dijo a los detectives; se trataba del barrio al oeste del castillo donde vivían los vasallos hereditarios de los Tokugawa.
Hirata lo miró consternado.
– Esperad, sosakan-sama. ¿Puedo comentaros algo antes?
Salieron al pasillo y dejaron a los detectives a cargo del teniente Kushida.
– Disculpad -susurró Hirata-, pero creo que cometéis un error. Kushida está mintiendo, es culpable. Mató a Harume porque tenía un amante y estaba celoso. Tendría que ser acusado y llevado ante un tribunal. ¿Por qué sois tan indulgente con él?
– ¿Y tú por qué estás tan ansioso por aceptar la solución fácil cuando acaba de empezar la investigación? -replicó Sano-. Esto no es propio de ti, Hirata-san.
Hirata se ruborizó y dijo con testarudez:
– Creo que él la mató.
Sano decidió que aquél no era el mejor momento para arreglar los problemas de su vasallo, cualesquiera que fuesen.
– Las flaquezas de la acusación contra Kushida son evidentes. En primer lugar, el allanamiento es prueba de que está trastornado, pero no necesariamente de que sea culpable de asesinato. Segundo, el que mintiese sobre algunas cosas no significa que debamos descartar todo lo que dice. Y tercero: si cerramos el caso antes de tiempo, puede que el auténtico asesino quede libre mientras se ejecuta a un hombre inocente. Podrían producirse más asesinatos. -Le contó a Hirata la teoría de la conspiración del magistrado Ueda-. Si hay una conjura contra el sogún, tenemos que identificar a todos los criminales, o la amenaza al linaje de los Tokugawa persistirá.
Hirata asintió a regañadientes y Sano se asomó por la puerta.
– En marcha. -Después se volvió hacia Hirata-. Además, no estoy dispuesto a descartar mis dudas sobre los otros sospechosos.
Aunque el silencio apesadumbrado de Hirata lo inquietaba, Sano no pretendía abandonar su investigación de los Miyagi o de la dama Ichiteru.